martes, 2 de mayo de 2023

De la idea de la nación española

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor y jurista José María Ruiz Soroa, va de la idea de la nación española. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 









La idea de nación española
JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA
12 DIC 2022 - Revista de Libros
La editorial Los libros de la Catarata ha publicado simultáneamente dos muy apreciables trabajos de los profesores Antonio Rivera Blanco y Juan Sisinio Pérez Garzón1 que pretenden simétrica y respectivamente hacer una completa historia de las derechas y las izquierdas en España. Obras ambiciosas ambas que no pretendemos ni mucho menos comentar en estas líneas, aunque sí nos permitimos aconsejar su lectura pues las dos son, en nuestra opinión, textos historiográficamente muy bien ordenados y completos y desde luego enjundiosos en sus contenidos.
Aunque también es de advertir que, al incluir ambas «Historias» entre la realidad tratada el más puro presente histórico, es decir, la actualidad de los últimos veinte años, exceden de lo que es objetivamente historiable, y entran en terrenos más propios del ensayo y la opinión que del puro relato e interpretación del pasado. Suponemos que fueron los deseos editoriales los que provocaron esta inclusión del presente en las obras comentadas, pero ella hace más difícil tanto la objetividad en el tratamiento como la perspectiva necesaria para el historiador. Este desequilibrio de perspectiva se acusa más en el texto de Antonio Rivera, que dedica al período que va desde 1996 a 2022 nada menos que cien páginas, lo que supone el 20% del texto para un periodo que sólo supone el 10% del tramo de la historia examinado.
En cualquier caso, nuestro comentario no lo es del conjunto de ambas obras sino limitado a una particular y atractiva tesis que Antonio Rivera expone a modo de conclusión en el «Epílogo» de la suya. En concreto, cuando el profesor de la Universidad Vasca analiza el juego que ha dado en el comportamiento de las derechas el segundo de los elementos componentes de la tríada «Dios, Patria y Rey» (o «Altar, Nación y Trono»). Un lema que para él «sintetiza con precisión las preocupaciones de este mundo tradicionalista o liberal-conservador» (pg. 514). Y la tesis que propone, formulada como apotegma, es la de que en la historia de España opera inexorable desde hace ciento cincuenta años hasta hoy un principio: el de que la idea de patria o nación española derechiza la política y la inclina hacia el lado conservador o reaccionario. Una tesis potente, afirmada casi como una verdadera ley histórica, y que por ello explica el pasado tanto como el presente (¿y predice el futuro?). Por eso mismo llama la atención del lector, no sólo por su contenido sino también, o más, por su inusual ambición epistemológica.
Pero expongámosla con más detalle, siguiendo fielmente al autor. El cual arranca de la constatación de que por lo menos desde la impugnación nacionalista catalana y vasca de la soberanía exclusiva de la nación española en el último tercio del siglo XIX (y ahí comenzarían los 150 años a que hace referencia), «la gestión del suelo patrio se ha convertido en el mayor problema y la mayor desavenencia entre fuerzas políticas», hasta el punto, en su opinión, de «hacer incompatibles sus respectivos proyectos de convivencia». En relación con esa cuestión crucial, «y teniendo en cuenta el carácter esencialista del último nacionalismo español -y de sus alternativas regionales que actúan como reflejo-», afirma el historiador que:
«…el factor territorial ha derechizado la política a lo largo de siglo y medio. Lo que empieza en cualquier ámbito ideológico como una defensa de España -da igual que sea patriótica o instrumental, organizativa- acaba convertido en un discurso global profundamente conservador. La idea de nación española, por decirlo más claro, lleva a los individuos preocupados por ello (sic) y a las formaciones políticas que hacen causa de la cuestión hacia la derecha. En sentido contrario, y contraviniendo una tradición española olvidada, los nacionalismos alternativos que surgieron desde la extrema derecha, se han transmutado en opciones progresistas de manera aparente; basta verlos acercarse al poder o manejarlo para volver a descubrir en ellos el mismo esencialismo reaccionario que da vida a todos los patriotismos políticos»(subrayados nuestros).
La formulación de Rivera es inicialmente un tanto imprecisa: ¿Qué se entiende por «derechizar la política» así en general? ¿Qué significa «la idea» de nación española? Sin embargo, su propio desarrollo la aclara al describir el mecanismo por el que opera esa derechización: es la preocupación política por la nación española la que lleva tanto a individuos como a fuerzas políticas, con independencia del ámbito ideológico en que se encuentren inicialmente, a una evolución hacia la derecha terminada en la adopción de un discurso global profundamente conservador. La derechización de la política, por tanto, consiste en el desplazamiento de personas y grupos hacia su universo político. Y el factor que lo produce es el hecho de que esas personas o grupos políticos se preocupen por la nación española o hagan causa de la defensa de su subsistencia. Y ello con independencia de que su idea de la España que defienden «sea patriótica o instrumental, organizativa», lo que parece señalar que es indiferente que la idea de nación con la que opera el observador preocupado sea esencialista o no, sea «cultural» o «política» en los términos clásicos de Meinecke. En todo caso, se produce el efecto de derechización porque, como señala Rivera, lo que sucede en el fondo es que todo patriotismo político está animado por un esencialismo reaccionario.
Hay un acusado «idealismo» implícito en este principio, desde el momento en que deriva de un simple cuestionamiento intelectual o discursivo un efecto político real, tanto sobre las personas como sobre los grupos. No se trataría tanto del caso de un uso interesado y estratégico de la idea de nación por parte de las derechas conservadoras o reaccionarias como un baluarte defensivo más de la sociedad burguesa o capitalista contra las izquierdas, cuanto de una propiedad asociada a la idea misma de nación española, cuyo cuestionamiento provoca en aquellos que lo reflexionan como problema un íntimo efecto derechizador.
En cualquier caso, lo primero que sorprende al lector es el hecho de que el historiador no cite o señale ningún caso concreto de derechización inducida, ni haga mención siquiera de ese fenómeno, en toda la historia que va de 1789 a 1996. En efecto, el único caso concreto de un tal tránsito político inducido aparece sólo en la más rabiosa actualidad, como enseguida detallaremos. Lo cual no deja de ser anómalo tratándose como se trata de un principio que habría operado desde hace ciento cincuenta años, por lo que hubiera sido esperable que el autor hubiera señalado algún ejemplo o hito de su actuación en ese pasado. Al no hacerlo así, suscita la duda de si no se estará sobrevalorando la influencia de un caso del presente en la comprensión de la historia anterior. La pérdida de perspectiva que ya comentamos
En efecto, el único ejemplo de «derechización idealista» lo apunta Rivera al describir y analizar un fenómeno reciente: los efectos del gobierno de los nacionalismos vasco y catalán sobre algunos intelectuales inclinados a la izquierda en sus respectivos ámbitos geográficos, alrededor del último cambio de siglo: en concreto, la eclosión de fenómenos de protesta como el «Foro de Ermua» o «Basta Ya» y más adelante partidos políticos como «UPyD» o «Ciudadanos». En relación con ellos, Antonio Rivera cita ampliamente y con aprobación (págs. 432 y 478) un trabajo de Javier Muñoz Soro (Sin complejos. Las nuevas derechas españolas y sus intelectuales, 2007) en el que, entre otras cosas, se comenta que en estos ámbitos se produjo un tránsito político por el que intelectuales formados en la izquierda fueron pasando a la derecha, aunque sin llegar a implicarse partidariamente en la mayoría de los casos. Y lo hicieron motivados fundamentalmente por su rechazo de unas políticas que vivían como homogeneizadoras y antipluralistas por parte de los respectivos nacionalismos gobernantes. El fenómeno lo lee así el autor: de una reclamación inicial del derecho a existir de una España que no tenía por qué ser necesariamente franquista en su concepción nacional, se pasó en el caso de estos intelectuales a la impugnación ácida de todas las políticas culturales características de la izquierda radicalizada de la época de Rodríguez Zapatero y luego Pedro Sánchez. Se produjo una quiebra cultural de una parte de la izquierda más socialdemócrata clásica, que llevó a sus mantenedores al conservadurismo.
Pues bien, la tesis de Rivera parece hasta cierto punto algo así como una extensión de un fenómeno muy reciente a la generalidad de la historia de España durante el último siglo y medio. Lo que Muñoz Soro afirmaba para más o menos la época de Aznar se generaliza a toda la historia – ¡y es mucha! – que va desde Restauración canovista en la que aparecen los desafíos e impugnación nacionalistas vasco y catalán hasta hoy: «El factor territorial ha derechizado la política a lo largo de siglo y medio», dice. Y eso porque los individuos o fuerzas políticas que se preocupan por la idea o realidad de España como nación sufren derivadamente un proceso de reconversión en políticamente conservadores o reaccionarios. Algo que se recoge también en unas declaraciones de Rodríguez Zapatero de 2020 que se citan ampliamente en la página 477 y de las que copiamos la pregunta y respuesta iniciales:
«P. ¿Ser duro con el nacionalismo vuelve a un partido de derechas?
R: Para la historia de España sí».
Hay en definitiva un cierto presentismo en la tesis global de Rivera. Es el riesgo de incluir en un libro de historia el relato del presente, que al final todo se mezcla un poco: la ciencia histórica con el ensayo interpretativo de fenómenos muy particulares de hoy.
En cualquier caso, la tesis está ahí y merece la pena reflexionar sobre ella. Aunque sólo sea porque su derivada inevitable es la de que la historia de España hubiera sido mucho más de izquierdas si no hubiera sido por el factor territorial, es decir, por el problema de integración nacional suscitado por los movimientos nacionalistas vasco y catalán. Una hipótesis sugerente.
Parece oportuno, en primer lugar, examinar su alcance; en concreto, la cuestión de si el efecto político derechizador de la idea de patria o nación lo produce la de cualquier patria o nación, sea la española, la catalana, la vasca o la francesa, o se trata de un efecto exclusivo de la española.
Para no tener que reconocer que el desplazamiento al universo conservador lo provoca sólo y únicamente la idea de España como nación o patria, lo cual sería sorprendente, Antonio Rivera afirma que cualquier nacionalismo o patriotismo político es por sí mismo reaccionario, por lo que insinúa que también los nacionalismos vasco y catalán serían todos ellos de derechas, aunque aparentemente puedan funcionar ante la opinión y en el juego político como de izquierdas, como es el caso de partidos como Bildu o Esquerra Republicana o sindicatos como ELA o LAB.  Pero da la impresión de que aquí se suman dos equívocos: uno lo constituye el auténtico tour de force imaginativo necesario para sostener con seriedad que no existe en España un nacionalismo vasco o catalán que es radical y de izquierdas, a pesar de que el juego político que presenciamos nos demuestra todos los días lo contrario: Esquerra o Bildu son de izquierdas, no sólo lo aparentan, y por eso se comportan como lo hacen (Sisinio Pérez Garzón no lo duda en su Historia de las izquierdas en España y habla de izquierdas nacionalistas con naturalidad). Cosa distinta, y aquí asoma el segundo equívoco es el de que sean también fuerzas políticas reaccionarias, en tanto que impugnan el pluralismo social y defienden la homogeneización cultural impuesta coercitivamente a su sociedad. Lo son, desde luego, pero ello no les priva de su condición de pertenecer a la izquierda política, salvo que (y pienso que este es el caso) el historiador arranque de una concepción apriorística muy característica de los autores de izquierdas, la de que por definición la izquierda no puede defender políticas concretas reaccionarias nunca. Es decir, que no puede existir un nacionalismo de izquierdas porque ello sería un oxímoron.
Ahora bien, desgraciadamente para los izquierdistas con tan buena imagen de su familia política, la realidad nos demuestra lo contrario todos los días. Lo que no existe en la península, eso sí, es un nacionalismo español explícito y de izquierdas, pero nacionalismo e izquierda no son realidades políticas inmiscibles en general, sino todo lo contrario. El nacionalismo es transversal a las demás ideologías políticas, por la sencilla razón de que es una ideología que trata de algo que las demás no abordan, sino que dan por presupuesto: la definición del ámbito personal y territorial del poder público.
Por tanto, si se acepta la tesis de Rivera de la derechización inevitable de quienes frecuentan la idea de nación, y al tiempo se reconoce la realidad política como es (no como nos parece que debiera ser), es decir, que efectivamente existen nacionalismos de izquierda en España (y también fuera de ella), la conclusión obvia es la de que sólo la idea de nación o patria española posee la propiedad de derechizar a los embrujados por ella. Algo que, así de entrada, suena raro.
Pero vayamos con la «idea de nación o patria española» y su rodar por la historia. En principio, resulta pacífica la consideración de que, en su origen, la idea de nación, y en concreto de nación española, fue revolucionaria; tanto que creó una nueva realidad política en la que se podía empezar a hablarse de izquierdas y derechas. Y que hasta el último tercio del siglo XIX coexistieron en el ámbito liberal dos ideas de nación, la de la derecha conservadora de «nación de propietarios» (que además se afirmó como la versión institucional) y la demócrata radical que luego va siendo republicana y federal de la «nación de todos». Ambas, esto es lo relevante, aceptan sin problemas la idea de España como ámbito nacional indiscutido. Existe un «nacionalismo español naturalizado o implícito» en todas las fuerzas políticas. Hasta ahí todos de acuerdo.
Es a partir del cambio de siglo cuando surge un nacionalismo español esencialista, no ya implícito sino manifiesto, que se constituye como una ideología política operativa y es de signo marcadamente regeneracionista, autoritario y asimilacionista. Aunque entre nosotros se suele verlo como una respuesta antagonista a la eclosión de los nacionalismos catalán (sobre todo) y vasco, en realidad se trata de un fenómeno común a todos los Estados nación europeos. Como dice Hobsbawm, el cambio de siglo es el momento en que el nacionalismo se hace una ideología de derechas y empieza a actuar como tal. En que se constituye como lo que clásicamente se ha denominado nacionalismo. Sucede en España, pero también en Francia, Italia o Alemania.
En todo caso, una parte de la derecha política hará suyo este nacionalismo trufado de catolicidad y militarismo que conocerá su éxtasis -y su fracaso- con el franquismo. A partir del comienzo del siglo XX, el nacionalismo español explícito es monopolizado por parte de la derecha, que usa y abusa de la idea de nación española, cierto. Pero ello no significa que las demás fuerzas políticas no posean también un sentido nacional y se preocupen seriamente por la articulación de la nación. Sin volverse por ello conservadoras de derechas.
En concreto, al lado del discurso de la España agónica, existe al tiempo un nacionalismo español de cuño republicano, continuador del anterior federal y, como él, de izquierda. Lo estudió con detalle Andrés de Blas Guerrero en Tradición republicana y nación española (1991). La idea de nación española que sostiene éste otro nacionalismo, a veces orgánica, otras historicista, cultural y política al tiempo, pero en todo caso ciudadana, no le lleva a la derecha del espectro político: ahí están Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz o el mismo Azaña -a pesar de su acusado tacticismo- para demostrarlo. «Nadie tiene en las venas un españolismo tan puro, tan profundo y ardiente como yo, nadie siente palpitar en su corazón los ecos de la historia de nuestro país con la vehemencia, la profundidad, con la pasión personal que yo lo siento» decía Azaña en una reunión de su partido Acción Republicana en 1931. Vamos, que el nacionalismo español tuvo (y tiene) también su versión liberal capaz de proponer cuando ocupa poder institucional unos esquemas funcionales de convivencia nacional pluralista bastante equilibrados con las realidades regionales o nacionales alternativas y, sobre todo, sin que sus sostenedores se vieran conducidos obligadamente al conservadurismo o a la reacción.
Y si acudimos, como ejemplo exterior a la Península, al caso francés, comprobaremos sin duda que la reflexión y la práctica política de liberales moderados y demócratas radicales (sobre todo desde el desastre de Sedan y la III República), tradición girondina y tradición jacobina, impulsan la noción de nación o patria francesa como sostén cívico y republicano de un Estado unitario y centralista. La labor de «convertir campesinos en franceses» fue un empeño desde las instituciones estatales, y en gran parte lo sigue siendo todavía, estuviesen ocupadas por una u otra tendencia política. Hubo y hay fuertes brotes del otro nacionalismo antiliberal y tradicionalista, pero existe un nacionalismo liberal y de izquierda, aunque camuflado semánticamente como «laicismo republicano».
La historia de España, entonces, no avala empíricamente la afirmación de que todo patriotismo o nacionalismo español lleva inexorablemente a sus sostenedores a la derecha, porque si así fuera no podríamos dar cuenta de gran parte de nuestra historia política y de cómo se entendieron a sí mismos muchos actores de ella, al tiempo patriotas (no esencialistas ni exasperados, eso sí) y a la vez de izquierda o liberales.
La tesis de Rivera, que como se ve no admito como válida, creo sin embargo que nos revela mucho acerca de algunos rasgos intelectuales y políticos peculiares de la izquierda española en su trato con los nacionalismos particularistas que desde hace siglo y medio impugnan la idea de España como ámbito nacional de convivencia. Y con ello desvela una posible explicación alternativa de esos «itinerarios de frontera» de abandono de la izquierda por parte de tantos intelectuales y ciudadanos.
A tal efecto, conviene tener en cuenta que desde los años ochenta se está produciendo en España un hecho históricamente nuevo, sin antecedente en el pasado y sin parangón en otras Estados europeos. Es el fenómeno de la renacionalización impulsada desde el poder de amplios sectores de población en las regiones controladas por los nacionalismos catalán y vasco. En nuestra historia contábamos con el caso de la nacionalización española (acentuada durante las dos Dictaduras), pero nunca con uno de nacionalización suplementaria, alternativa y correctiva de poblaciones en gran parte ya nacionalizadas previamente. Un fenómeno que se comprende mal desde fuera, desde los ámbitos intelectuales españoles que no se ven sometidos a él sino subjetivamente instalados en una parte del territorio ibérico sin apremios renacionalizadores. Quien no ha visto su devenir vital amenazado por no cumplir con ciertos marcadores identitarios no aprecia bien lo que es el nacionalismo gobernando.
En cualquier caso, y a lo que ahora nos interesa, este fenómeno produjo entre los intelectuales más conscientes y afectados un movimiento de repulsa, no tanto nacional cuando demoliberal. Se impugnaron como patentemente contrarios a la libertad de desarrollo de la personalidad y a la igualdad de oportunidades las políticas de construcción nacional en marcha, y se creyó que esa impugnación sería atendida por el Estado común. Si bien la derecha españolista aceptó entusiasmada esa impugnación, aunque su interés de fondo fuera más la conservación de la nación española en peligro que los derechos individuales (y lo demostró cuando no le convenía defenderlos), lo cierto es que la izquierda española, las izquierdas españolas, no supieron qué hacer con ella ni donde encajarla. La razón de fondo era sencilla: las izquierdas se habían abonado a una comprensión de España como «suma de territorios» en la que prevalecía algo que puede ser definido como el principio westfaliano de cuius regio eius religio: es decir, a las élites nacionalistas gobernantes se les concedía permiso para aculturar a sus poblaciones a su gusto en tanto no se impugnase la soberanía nacional española. Todo ello envuelto en una melopea de cánticos al pluralismo (propio), a la diversidad y la diferencia.
Muchos ciudadanos de sentimiento ideológico de izquierdas se encontraron entonces abandonados. No emigraron a la derecha, pero sí quedaron desengañados de una izquierda que incumplía sus propios principios, y la criticaron acerbamente por ello. Crítica que se extendió a otras políticas de la izquierda en el gobierno de acusado carácter identitario en sentido amplio.
Como es de todo punto lógico, la izquierda no reconoció su incapacidad de amparar este tipo de reclamaciones. Las izquierdas nacionalistas, precisamente, porque lo eran. Las izquierdas estatales -para entendernos- por las exigencias de la política práctica y por su concepción global de España como «nación de naciones homogéneas». Prefirió proyectar la culpa de lo sucedido en los propios afectados: no era la realidad de unos procesos de construcción nacional coercitivos, que no existían más que en su imaginación, afirmó y afirma la izquierda, lo que les mueve, sino que «se han vuelto de derechas».
Esta sería la explicación alternativa a la de Antonio Rivera sobre los «itinerarios de frontera» detectados en este último período de la historia de España, de sus derechas y sus izquierdas. O así lo sugiero yo.






























[ARCHIVO DEL BLOG] Las guerras civiles. [Publicada el 08/05/2008]













No es una postura generalizada, pero hay bastantes historiadores a ambos lados del Atlántico que asumen ya que las denominadas "guerras de independencia" que sacudieron hispanoamérica a principios del siglo XIX son, sí, e indudablemente, guerras de independencia, pero también "guerras civiles", porque a fin de cuentas los que se enfrentan con las armas desde México hasta Chile son, todos ellos, españoles...
¿Podría decirse algo similar de la Guerra de Independencia de la que estos días celebramos, o sufrimos, los fastos conmemorativos de los 200 años de su inicio? ¿Deberíamos considerarla también, amén de una "guerra de independencia" contra el ocupante francés una "guerra civil" entre españoles? Lo plantea con acierto el escritor y Premio Nacional de la Crítica, Luciano G. Egido, en un interesante artículo [¿De la Independencia o de la Libertad?] en El País de hoy. A mí, como historiador, me parece acertado su posicionamiento y me sumo a él con placer.
Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt














lunes, 1 de mayo de 2023

Del suicidio






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la psicóloga Cecília Borràs, va del suicidio. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
harendt.blogspot.com








Un tema incómodo
CECÍLIA BORRÀS
26 ABR 2023 - El País
harendt.blogspot.com

El suicidio es un tema incómodo socialmente. Pronunciar esa palabra interrumpe el diálogo, se producen silencios incómodos y se suele cambiar de tema si surge en una conversación.
Por muchos avances de los que hemos sido testigos en los últimos años, debemos reconocer que no hemos avanzado lo suficiente en abordar el problema más grave de salud actual y el más complejo.
No hemos hallado todavía una respuesta al porqué una persona puede mostrar una agresividad tan extrema hacia sí misma.
Pero tal vez tengamos alguna certeza, como mencionaba la doctora Carmen Tejedor, pionera de prevención del suicidio en nuestro país: “Nadie que esté bien con la vida se plantea el suicidio”. La persona que muere por suicidio sufre un dolor emocional insoportable. “Nunca he visto libertad en el suicidio, solo dolor y sufrimiento”, dice Tejedor.
La afirmación de que vivimos en un Estado del bienestar, podría ser cuestionada con la tozudez de los fríos datos del Instituto Nacional de Estadística: más de 4.000 personas al año mueren por suicidio en España (datos de 2022), lo que supone 11 personas cada día. Cifras que, como un mantra, se repiten en los medios de comunicación y redes sociales que, a modo de invocación, piden dar pasos firmes para afrontar la gravedad del problema. Quizás se olvide que detrás de las 11 personas de hoy y de las 11 muertas ayer…, había personas que tenían una vida que podía haber cambiado y tras ellas familias destrozadas. Familias que vivirán fatalmente marcadas por el recuerdo de su trágico final. Hablamos de la primera causa de muerte no natural en España desde hace 15 años y ahora también la primera causa de muerte en nuestros jóvenes.
Se me hace difícil entender cómo este ranking doloroso no incomoda a aquellas personas que tienen la capacidad y responsabilidad de tomar decisiones para la prevención del suicidio en nuestro país.
Posiblemente, se deba a esa visión deformada de “voluntariedad” y libertad del acto, a la que se suma la falta de información y formación a todos los niveles sociales.
Sobre el suicidio y la persona que se suicida seguimos, además, anclados mentalmente en el siglo XIX, considerándola una muerte proscrita, marginal, marcada por el doble estigma de aquel que atenta contra el don divino de la vida y que, también, todo el que se suicida padece una enfermedad mental.
Un posicionamiento retrógrado que no hace más que estigmatizar el sufrimiento emocional y, a la persona que lo sufre, sea cual sea su causa.
El reto está en lograr el cambio de las creencias y desterrar los mitos sobre el suicidio y la persona que se suicida. Porque tras ellos nos escudamos facilitándonos “explicaciones” simplistas que impiden e inhiben cualquier predisposición para la prevención y salvar vidas.
Estos mitos sirven como base a supuestas personas expertas y, por tanto, con derecho a opinar sobre el suicidio de alguien a quien no conocieron y que valorarán su valentía y la supuesta libertad del acto de darse muerte a uno mismo.
Para la mayoría de las personas que hemos vivido una muerte por suicidio, estas opiniones no hacen más que incrementar nuestra incomprensión y aumentar nuestra soledad y dolor. Un dolor que quiebra el alma.
En nuestro supuesto Estado del bienestar, no deja de ser paradójico la dificultad empática hacia las emociones de dolor del otro, que se interpretan como una cuestión de actitud: “ánimo no hay para tanto”, “no valoras lo que tienes”, “tienes que animarte”...
Cuando se le recrimina a alguien que sufre que no se esfuerza en salir adelante, la persona queda invisibilizada, nos reafirma en una posición de supuesta superioridad y debilita aún más a quien nos pide ayuda. Querer no es siempre poder.
Como se temía, la pandemia y las consecuencias del confinamiento han hecho de acelerador en el malestar emocional de los más jóvenes. Un malestar que se estaba larvando en los últimos años, junto con el auge del acceso a internet y de las redes sociales. Según el informe europeo de EuroKids de 2018 (anterior a la pandemia) que presenta datos de casi 3.000 menores de edades entre 11 y 17 años; se observó un incremento de nueve puntos porcentuales en el uso de internet para consultar páginas web de métodos suicidas, y un incremento de 10 puntos porcentuales para contenido de autolesiones. Aquellos menores de 11 años en 2018 hoy estarían en el rango de edad entre los 15-16 años.
Es innegable que los cambios tecnológicos han comportado cambios sociales, y también de como nuestro yo se relaciona con el mundo. Un artículo publicado por Benedict Cavey en The New York Times en junio de 2018 alertaba de que entre los jóvenes el suicidio era cada vez una opción más aceptable. A este punto de inflexión contribuía un frágil sistema de salud mental y la desesperanza ante la falta de vínculos escondida detrás de sonrientes fotos en las redes sociales.
El suicidio es el resultado de un fracaso social y de un menosprecio histórico a los recursos de bienestar emocional que ofrecemos desde instituciones y entidades, fomentando la salud mental desde hace años.
Pese al incontestable drama del suicidio en nuestro país, solo hay tímidos pasos de las administraciones para abordar su prevención, hasta la fecha acciones de ir parcheando aquello que emerge y con muy poca estrategia global compartida en el territorio. No sería admisible escudarse en una prevención basada en la elaboración de protocolos que quedan escritos sin formación, sin recursos y sin indicadores de su factibilidad, funcionalidad y actualización en sus objetivos en contextos muy cambiantes.
Vivir una muerte por suicidio es una devastación para todo el entorno familiar y social. Una terrible experiencia inesperada, traumática y trágica, que es vivida con relación a los condicionantes sociales, culturales y religiosos, como reconoce la propia Organización Mundial de la Salud (OMS).
Este es el camino que hacemos los que hemos vivido un suicidio, la propia sociedad nos cuestionará como familia, como cuidadores, y se creerá en el derecho de arrebatarnos, con un relato populista y oportunista, su historia, nuestra historia con nuestros hijos, hijas, hermanos, hermanas, madres, padres… muertos por suicidio.
Ante tanto dolor e incomprensión, de nada sirve reconocer que los protocolos fallan. Puede fallar un electrocardiograma y morir un paciente, puede fallar los frenos de algún vehículo y provocar un accidente, puede fallar un mecanismo eléctrico y causar un accidente laboral fatal… lo que no puede fallar nunca es socorrer el dolor de una persona vulnerable y expuesta a factores de riesgo, de sobra conocidos.
En un ejercicio de responsabilidad, los medios de comunicación deben reflexionar en su papel fundamental para contribuir en la prevención del suicidio, como insta la OMS. Un papel reconocido en sus guías y las diferentes adaptaciones para nuestro entorno mediático. Parece que muy pocos las han consultado.
Hoy todos tenemos la gran coartada: la libertad de expresión, y entonces, ¿para qué preguntarnos por el precio o las consecuencias de lo que decimos?
Hemos pasado en los últimos 10 años del silencio más absoluto al “todo vale” y esto no es lo acordado.
Debemos asumir un reto vital e innegable como sociedad.
Somos capaces de explorar nuevos planetas y buscar nuevos mundos, pero antes deberíamos ser capaces de abordar la tarea humilde y generosa de cambiar nuestra actitud ante el dolor emocional de otra persona. Este es el viaje que debemos iniciar para la prevención del suicidio.






















 



[ARCHIVO DEL BLOG] Un socialista atípico. [Publicada el 06/02/2018]









Si hay un personaje de la izquierda española que ha suscitado una cierta, a veces inconfesable, simpatía entre sus adversarios ha sido el socialista Indalecio Prieto (1883-1962)escribe en Revista de Libros el profesor Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense, reseñando el libro de Luis Sala González titulado Indalecio Prieto. República y socialismo. 1930-1936 (Madrid, Tecnos, 2017). 
Su figura, dirá en 1962 el republicano conservador Miguel Maura, acabará ganándose el respeto de las futuras generaciones mucho más que los «falsos santones» de la España autocrática vigente cuando Maura escribía estas palabras, comienza diciendo. Su hondo sentido nacional, que casi nadie cuestionaba, su socialismo liberal y su desbordante humanidad le valieron el aprecio de personajes que se encontraban en sus antípodas políticas, hasta el punto de alimentar el mito de un Prieto fascista "malgré lui". Ernesto Giménez Caballero pensó en él como un posible Mussolini español, que cumpliera las condiciones biográficas, sociales y psicológicas de un verdadero tribuno popular, lejos del señoritismo imperante en la extrema derecha española, y José Antonio Primo de Rivera le dedicó en vísperas de la Guerra Civil un artículo titulado «Prieto se acerca a la Falange». Fue a raíz del sobrecogedor discurso que el líder socialista pronunció en Cuenca el 1 de mayo de 1936 advirtiendo del peligro de un levantamiento militar acaudillado por Franco y lanzando un desesperado llamamiento a la izquierda para recuperar la cordura en un momento de grave excitación colectiva. El mensaje iba dirigido sobre todo al sector caballerista del PSOE, embarcado en un proceso de bolchevización ideológica y táctica que resultó letal para la República. Tal vez no sea casualidad por ello que uno de los juicios más negativos sobre Prieto procediera de Largo Caballero, en cuyas memorias, escritas tras la Guerra Civil, encontramos una extensa retahíla de descalificaciones, cuestionando principalmente su lealtad al PSOE. «Para mí, Indalecio Prieto nunca ha sido socialista», llegará a decir Caballero, formulando la más grave acusación que podía lanzar contra él. Más allá del tono injurioso de sus palabras, es cierto que Prieto fue un socialista atípico en un partido de acendrada tradición obrerista y puritana, que chocaba abiertamente con su socialismo liberal y su desenfadado estilo de vida.
El libro que le ha dedicado Luis Sala González no es todavía la gran biografía que merece un personaje como Prieto. Tampoco es esa la intención del autor, que centra su obra en una etapa crucial de su trayectoria y de la España que le tocó vivir (1930-1936). Lo hace a partir de una investigación original, sólidamente documentada, del papel desempeñado por él durante la Segunda República hasta la sublevación militar de julio de 1936, con cuatro grandes cuestiones que se suceden a lo largo de los siete capítulos del libro: la lucha contra la Monarquía alfonsina, su etapa como ministro durante el primer bienio republicano, su protagonismo en la Revolución de Octubre de 1934 y su papel en los meses previos al levantamiento militar, en los que su partido le negó el apoyo necesario para reconducir una crisis que ponía en peligro de muerte a la República «burguesa», como solía llamarla despectivamente la izquierda.
La historia que nos cuenta Luis Sala empieza y acaba con una doble lucha por la República en la que Prieto participó casi en solitario. Primero, en 1930, por su instauración; luego, seis años después, por su salvación. En los últimos meses del reinado de Alfonso XIII, el socialismo español mantuvo una actitud expectante ante una causa que, en rigor, a juicio de la mayoría de sus dirigentes, no era la de la clase obrera, sino la de la burguesía republicana. Ella era, según los socialistas, la que debía traer «su» república y jugarse la vida por ella. De ahí que la presencia de Prieto en el Pacto de San Sebastián fuera a título particular y en contra del sentir de su partido. El argumento que, según recuerda el autor, utilizó para justificar su militancia a favor de la República –«No hay liberalismo posible con la Monarquía española»– no podía causar más que encogimiento de hombros entre la mayoría de los compañeros de Prieto: ¿qué tenía que ver el PSOE con el liberalismo, una ideología de clase no sólo ajena a la significación obrera del socialismo, sino además anacrónica, que a esas alturas del siglo XX no le servía ya ni a la burguesía que la había inventado? Que, finalmente, para sorpresa de propios y extraños, Largo Caballero diera luz verde a la incorporación del PSOE y la UGT a la lucha contra la Monarquía sólo puede interpretarse como reconocimiento de la fuerza que estaba alcanzado el republicanismo. Mejor sumarse a él antes de que fuera demasiado tarde y conjurar así el peligro de ser desbordados por un movimiento que en el otoño de 1930 parecía ya imparable. Unos meses después, el 14 de abril de 1931, Largo Caballero, Prieto y Fernando de los Ríos se convertían en los primeros ministros socialistas de la historia de España.
La doble etapa ministerial de Prieto entre abril de 1931 y septiembre de 1933 ha dado lugar generalmente a dos valoraciones extremas: fracaso estrepitoso como ministro de Hacienda y éxito rotundo como responsable de Obras Públicas. Lo primero aparece matizado en el libro de Luis Sala, no tanto porque su gestión al frente de ese ministerio merezca una valoración muy distinta de la que tuvo para el propio Prieto, muy crítico consigo mismo, sino por el importante papel que desempeñó en asuntos ajenos a su departamento, como el proceso constituyente o la demanda de autonomía por el nacionalismo vasco. Sobre esta última cuestión se pronunció de forma inequívoca a lo largo de aquellos años. Aunque receptivo a la autonomía, se opondría siempre a quien quisiera convertir el País Vasco en «un Gibraltar reaccionario y un reducto clerical». Era escéptico, además, sobre las posibilidades de éxito del programa máximo del PNV, que no era otro que la ruptura con España. «El separatismo sería el suicidio por asfixia», afirmó en septiembre de 1932, «y los pueblos no se suicidan». Puede que el dirigente socialista fuera por una vez demasiado optimista, si recordamos la subida de Hitler al poder en enero de 1933 y otros episodios más recientes y cercanos que muestran hasta qué punto un pueblo, o quienes hablan en su nombre, puede sentir una atracción fatal por el abismo. En la cuestión catalana se prodigó menos, pero tampoco se mordió la lengua. En septiembre de 1931, en uno de sus frecuentes rifirrafes con Esquerra Republicana de Catalunya, tachó la actitud de ERC hacia la República como el «caso de deslealtad más característico» que había conocido en sus treinta y dos años de vida política.
En diciembre, tras la aprobación de la Constitución, pasó del Ministerio de Hacienda al de Obras Públicas, donde realizó durante casi dos años una magnífica labor, que concitó, en palabras de Sala, «la alabanza casi unánime de la opinión pública». Era un cargo mucho más ajustado a su dinamismo personal y a su concepción reformista del socialismo, sin las servidumbres del Ministerio de Hacienda, en el que literalmente se quemó para nada, maniatado por su condición de socialista, que le obligaba a renunciar a cualquier iniciativa para no provocar el pánico financiero. Regadíos, enlaces ferroviarios, obras hidráulicas, reformas portuarias, grandes proyectos urbanísticos para Madrid, como los Nuevos Ministerios y la prolongación de la Castellana… La hiperactividad de Prieto en Obras Públicas respondía a su afán de realizar una «socialización en frío» sin traumas revolucionarios, una política de choque frente a la crisis económica y al desempleo no muy distinta de lo que muy pronto sería el New Deal de Roosevelt. Estaba claro que su fama de buen gestor, su larga experiencia parlamentaria y su socialismo pragmático iban a convertirlo algún día en candidato a más altos empeños. La primera vez fue en junio de 1933, con la coalición republicano-socialista en plena descomposición y el prestigio de Azaña por los suelos tras el episodio de Casas Viejas en enero de aquel año. Prieto recibió de Alcalá-Zamora el encargo de formar un gobierno de amplia base parlamentaria que abarcara desde el Partido Radical de Lerroux, por la derecha, hasta el PSOE, por la izquierda. Sus posibilidades de éxito eran tan remotas que hubo en el Partido Socialista quien lo interpretó como una maniobra del presidente de la República para desestabilizar al PSOE, que, por otro lado, tampoco necesitaba ayuda exterior para entregarse al cainismo más desaforado. El fracaso de Prieto no puede achacarse esta vez a Largo Caballero, como ocurrirá en mayo de 1936. Simplemente, era muy difícil que salieran las cuentas dada la imposibilidad de reconciliar a radicales y socialistas. Hubo un nuevo gobierno presidido por Azaña que apenas duró unas semanas hasta que, pasado el verano, la crisis se hizo ya irreversible, con las consecuencias conocidas: elecciones anticipadas, victoria de las derechas y veto del PSOE a cualquier gobierno con ministros de la CEDA, triunfadora en las elecciones de noviembre. Cuando, en octubre de 1934, tras un año de gobiernos republicanos en minoría, el partido de Gil-Robles exigió entrar en el ejecutivo, la amenaza socialista se cumplió en forma de huelga general revolucionaria.
Prieto se declaró años después «culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera» de su participación en la Revolución de Octubre de 1934. Lo recuerda Luis Sala en su minuciosa crónica de la gestación de aquel movimiento y en el análisis de su intervención en aquellos hechos. Que un socialista que lo era «a fuer de liberal», como dijo él mismo; un demócrata convencido, un defensor de la República «burguesa», como la llamaban la mayoría de sus correligionarios, participara en una sublevación contra un gobierno que cumplía todas las formalidades constitucionales indica el nivel de degradación al que estaba llegando la vida política española. No cabe duda de que su intención era muy distinta de la de Largo Caballero, jaleado por los suyos como «el Lenin español» y convencido de que, una vez probada y fracasada la vía reformista hacia el socialismo, la legalidad republicana carecía de todo valor. La izquierda pagó un alto precio por aquella aventura revolucionaria y perdió al menos una parte de su legitimidad ante los enemigos del régimen. Aquello iba de todo o nada. Lo vio y lo anunció Prieto una y otra vez, por ejemplo en un discurso en las Cortes pronunciado en mayo de 1934: «Hay dos Españas puestas en pie que lucharán denodadamente por conseguir su pleno dominio. La lucha será terrible». Después de la Revolución de Octubre y de la represión lanzada por el gobierno, la convivencia se hizo ya imposible.
La República tuvo, sin embargo, una última oportunidad, por remota que fuera, de evitar lo peor y fue cuando, tras la victoria del Frente Popular, la destitución de Alcalá-Zamora y el nombramiento de Azaña en su lugar, en mayo de 1936 el nuevo presidente de la República pensó en Prieto para presidir el gobierno. Es lo que el autor llama «la hora de Prieto», y probablemente fue aún más que eso, porque la República necesitaba que el Partido Socialista arrimara el hombro en defensa del régimen del 14 de abril –o lo que quedaba de él– y porque en Prieto se daba la circunstancia insólita de contar con un amplio apoyo entre las masas y de tener alguna autoridad en el ejército, que podía haber servido para reducir el alcance del golpe militar. Lo que habría pasado con un gobierno presidido por él no lo sabremos nunca. Las posibilidades de impedir o minimizar la sublevación eran ya muy remotas, incluso para un hombre de su capacidad y clarividencia. En todo caso, lo que sabemos con certeza es que el fracaso de su gestión se debió a la negativa del grupo parlamentario socialista, con mayoría largocaballerista, a respaldar su candidatura a la presidencia del gobierno. Según dijo después Luis Araquistáin, diputado socialista en 1936 y brazo derecho del Lenin español, se trataba de impedir que la República burguesa, herida de muerte, pudiera salir de aquel trance gracias al PSOE. «¿No le parece a usted que fuimos unos bárbaros?», preguntó Araquistáin a Juan Marichal, biógrafo de Azaña, al recordar aquel episodio veinte años después.
Luis Sala parece ignorar este importante testimonio. En cambio, recoge la valoración de algunos autores, pertenecientes al lobby historiográfico hoy en día dominante, que reparten las culpas entre Prieto y Largo Caballero por el fracaso de aquella operación. La responsabilidad del segundo y la razón de su proceder están meridianamente claras: a la tenebrosa perspectiva de ver a su adversario convertido en presidente del gobierno, se añadía el riesgo de que un gobierno presidido por un socialista apuntalara la República burguesa. Las críticas al comportamiento de Prieto se centran más bien en el papel clave que desempeñó en la destitución de Alcalá-Zamora, sin tener previamente resuelta la ecuación política que iba a plantear este hecho y las sucesivas incógnitas que habría que despejar para llegar a un feliz desenlace, a saber: 1) Encontrar un sustituto a don Niceto; 2) Cubrir a continuación la vacante dejada por Azaña en la jefatura del gobierno, si este último resultaba elegido presidente de la República, como cabía esperar; y 3) Conseguir el apoyo del grupo parlamentario socialista en caso de que Azaña pensara en Prieto como su sucesor al frente del gobierno, cosa altamente probable por la especial sintonía que existía entre ambos y porque el exministro socialista reunía todas las condiciones precisas para, al menos, intentar evitar la catástrofe que se avecinaba. Que la destitución de Alcalá-Zamora se pusiera en marcha sin tener asegurado el respaldo necesario para culminar la operación parece una falta de previsión impropia de un político avezado como él. O tal vez no. Quizá todo respondía a un cálculo maquiavélico que se demostró equivocado. Largo Caballero insinuó que su rival quiso forzarle la mano al grupo parlamentario con un hecho consumado, convencido de que sus compañeros no se atreverían a negarle su voto en una sesión de investidura. Es posible que así fuera, y que Prieto estuviera pensando en reeditar lo que ocurrió en 1930 con el Pacto de San Sebastián: lo firmó en solitario, a sabiendas del escándalo que iba a provocar en su partido, pero contando con que, a la hora de la verdad, el PSOE cedería ante el miedo a quedarse fuera del frente republicano. Y así fue en aquella ocasión. Pero en 1936 las cosas estaban mucho más enconadas, dentro y fuera del Partido Socialista, y al final se impuso la lógica largocaballerista del cuanto peor, mejor.
El libro de Luis Sala transmite con gran fidelidad el clima de enfrentamiento civil que marca la historia de aquellos años. La cuestión aparece planteada de forma un tanto extemporánea en la introducción, cuando el autor afirma que «la guerra civil no empezó en octubre de 1934». Lo hace para marcar distancias frente a los historiadores que llama «neorrevisionistas», no sea que alguien lo tome por lo que no es. Ahora bien, por mucho que la Guerra Civil no empezara hasta julio de 1936, desde el otoño de 1931 un sector de la izquierda venía utilizando imprudentemente la expresión y convocando en torno a ella una épica revolucionaria cargada de peligros para la República. Afirma Luis Sala que cuando, en noviembre de 1931, Largo Caballero amenazó con «ir a una guerra civil» si las Cortes constituyentes se disolvían tras la aprobación de la Constitución, estaba diciendo en realidad que para el PSOE la disolución anticipada equivaldría a un golpe de Estado. Considera el autor que las palabras del líder socialista no pasaban de ser un desliz desafortunado, disculpable por el «momento político en que fueron dichas». El problema es que el desliz se repitió con demasiada frecuencia, y no siempre por parte de Largo Caballero, sobre todo a partir de la Revolución de Octubre de 1934. El propio Sala reproduce declaraciones de Prieto no ya anticipando como ineludible la guerra –«ha de mantenerse en España», escribe en 1935, «muy viva y muy largamente un período de guerra civil»–, sino hablando de ella en presente antes de su estallido. Sólo el triunfo de una plena justicia social, afirmó en mayo de 1936, hará posible «que cese la guerra civil». Días antes de producirse la sublevación militar, Prieto se refería ya a «la guerra civil que vive España». Largo Caballero y los suyos fueron, si cabe, más explícitos, sobre todo a partir de la Revolución de Octubre, interpretada por Araquistáin como el comienzo de una guerra civil al estilo de las guerras carlistas del siglo XIX. «Aquellas ‒afirma en octubre de 1934‒ fueron luchas sangrientas de unas oligarquías contra otras; esta de ahora es la guerra del proletariado contra las oligarquías». Lo había dicho ya su jefe de filas, Largo Caballero, en la campaña electoral de 1933: «Estamos en plena guerra civil, lo que pasa es que esta guerra no ha tomado aún los caracteres cruentos que, por fortuna o desgracia, tendrá inexorablemente que tomar». Parece, pues, que las «visiones fatalistas de la historia republicana» que el autor achaca a unos cuantos historiadores descarriados eran frecuentes ya en la época, sobre todo entre los dirigentes de la izquierda, como el propio Indalecio Prieto, que en noviembre de 1933 vislumbró «un choque trágico cuyo final habrá de marcar ya decisivamente y por mucho tiempo el rumbo político de España». La frase, reproducida por el autor, es un rotundo desmentido a lo que él mismo declara en la introducción.
Pese a algunas incongruencias entre lo que afirma y lo que demuestra, Luis Sala ofrece en este Indalecio Prieto valores muy estimables como historiador, desde su profundo conocimiento de aquella época hasta su capacidad para aportar nueva luz sobre el personaje y reconstruir su peripecia política con una escritura ágil y rigurosa, especialmente necesaria en el género biográfico. No se trata –ya se ha dicho– de la biografía que el personaje requiere, desde el principio hasta el final de su vida, pero esta certera aproximación a una etapa crucial de su carrera política hace pensar que, si el autor se lo propusiera, podría ser el gran biógrafo de Indalecio Prieto que aún estamos esperando.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt.