El blog de HArendt - Pensar para comprender, comprender para actuar - Primera etapa: 2006-2008 # Segunda etapa: 2008-2020 # Tercera etapa: 2022-2025
viernes, 2 de mayo de 2025
jueves, 1 de mayo de 2025
De las entradas del blog de hoy jueves, 1 de mayo de 2025, Día Internacional del Trabajo
Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz, jueves, 1 de mayo de 2025. Mi primera experiencia de Europa, comenta en la primera de las entradas del blog de hoy el escritor y Premio Cervantes, Sergio Ramírez, fue la de vivir en una ciudad partida por un Muro que trazaba una línea divisoria entre dos mundos opuestos, y dos maneras radicalmente diferentes de concebir la vida. La segunda es un archivo del blog de mayo de 2009 en la que el politólogo José Ignacio Torreblanca hablaba sobre el inicio de la caída del Telón de Acero un 2 de mayo de hacía 20 años atrás, recordando que era de una generación que todavía pudo cruzar Checkpoint Charlie, pasear por un Berlín oriental lleno de Trabants, sobrecogerse ante las miradas inquisitoriales y las botas de caña alta de la temible Volkpolizei y contemplar una desolada y vacía Puerta de Brandenburgo. El poema del día, en la tercera, es de la poetisa estonia Maarja Kangro, se titula "Higiene", y comienza así: "Me lavo los dientes tres veces al día./Me ducho todos los días./Me cambio la ropa interior todos los días./Me peino varias veces al día". Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt
Del abismo de la Historia
Mi primera experiencia de Europa, comenta en El País [Desde el fondo del abismo de la Historia, 26/04/2025] el escritor y Premio Cervantes, Sergio Ramírez, fue la de vivir en una ciudad partida por un Muro que trazaba una línea divisoria entre dos mundos opuestos, y dos maneras radicalmente diferentes de concebir la vida. Hace medio siglo, comienza diciendo Ramírez, emprendí el camino que de manera ritual hacen a Europa los escritores latinoamericanos en ciernes, sólo que mi destino fue Berlín, y no París, o Barcelona, como era usual entonces. Tenía 30 años y un cargo burocrático muy prometedor en Costa Rica, recién electo secretario general del Consejo de Universidades de Centroamérica; pero creía firmemente que mi destino era la literatura, de modo que en 1973 renuncié al puesto y acepté una beca del programa de artistas residentes de Berlín occidental, que convocaba a artistas plásticos, George Hamilton y Edward Kienholz ese año, y cineastas, músicos, escritores de todas partes del mundo, entre ellos no pocos de Europa Oriental, la que entonces se hallaba del otro lado del “telón de acero”, entre ellos mi amigo el poeta Marin Sorescu de Rumania, ya muerto.
Mi primera experiencia de Europa fue la de vivir en una ciudad partida por el Muro levantado en 1961 por el Gobierno de la República Democrática Alemana, el país creado tras el final de la Segunda Guerra Mundial en el territorio que le había tocado a la Unión Soviética en el reparto; un Muro que, a su vez, trazaba una línea divisoria entre dos mundos opuestos, y dos maneras radicalmente diferentes de concebir la vida, la sociedad y a los seres humanos.
Parte de esa experiencia era explorar el otro lado, Berlín oriental. ¡Cuidado, está dejando usted Berlín occidental! Sarro sobre el rótulo donde se hallaba escrita la advertencia, esqueletos de edificios, ventanas clausuradas con tablones, puertas tapiadas con ladrillos, calles partidas por la mitad, paredes aún enteras en pie como un decorado de teatro, las mujeres que se asomaban a los balcones de los edificios grises a cada lado para mirarse de lejos; en el baldío junto al muro, la tierra de nadie, la cerca de obstáculos en cruz, las torres de vigilancia, y el Muro como el largo convoy de un tren de carga detenido para siempre en las vías, pintarrajeado del lado occidental por manos anónimas, y marcado por las cruces que recordaban a quienes quisieron atravesarlo y perecieron rafagueados en el intento.
La caída de ese Muro en 1989 representó todo un cataclismo geopolítico que volvió a cambiar la geografía, como había ocurrido en 1945 en Potsdam, y los países de Europa Oriental fueron siendo atraídos hacia la entidad que conocemos hoy como la Unión Europea, incluidas varias de las repúblicas que formaron parte de la Unión Soviética, que no sobrevivió a aquel cataclismo. Pero, aún reducida geográficamente, resurgió la de todas maneras inmensa Rusia imperial, con un nuevo zar que revive la ambición hegemónica frente a Occidente en Ucrania, la nueva frontera divisoria en disputa.
Dos años intensos y aleccionadores vividos en Berlín occidental, una ciudad que, siendo una isla dentro del territorio de la RDA, funcionaba como un brillante escaparate de las virtudes de Occidente, y también de sus miserias, en medio de los fuegos artificiales de la Guerra Fría; la vieja ciudad trepidante de la República de Weimar que prefiguraba la Metrópolis distópica de Fritz Lang, y patente en la novela Berlín Alexander Platz de Alexander Döblin, y en las pinturas expresionistas de Max Beckmann o Ernst Kirchner; la ciudad luminosa y perversa en cuyo centro, atravesado por el muro, aún crecía la hierba entre las ruinas del Reichstag, y que resucitaba en la película Cabaret, basada en la novela Adiós a Berlín de Christopher Isherwood, en cartelera en los cines durante toda mi estancia allí.
Una ciudad abierta a todos los vientos, donde aún vibraban en el aire los enconados debates ideológicos prendidos por el movimiento estudiantil de 1968, que había sacudido a Alemania tanto como a Francia; y en los salones y los corredores de la Universidad Libre de Berlín se alineaban las mesas donde se distribuían hojas volantes y folletos de las decenas de tendencias políticas de la izquierda, como en un bazar, y en los mítines, los jóvenes cabecillas de los bandos intelectuales en pugna, que debatían sobre la lucha de clases, se sentían triunfantes cuando lograban sentar en el presidio a algún obrero de verdad.
A Berlín llegaban para entonces en oleadas los trabajadores temporales, los Gastarbeiter, y Kreuzberg y Neukölln comenzaban a convertirse en los barrios de los inmigrantes turcos. Llegaban también trabajadores yugoslavos, y en otras partes de Alemania se asentaban portugueses, italianos, griegos, españoles, cuando el fenómeno de la migración, que luego se volvería global, se daba dentro de Europa misma, desde el sur más pobre hacia el norte más próspero.
Norte y sur estaban entonces a mano, eran territorios vecinos que se tocaban. Tras la caída del fascismo y el fin del Tercer Reich, apenas 30 años atrás, era en el norte europeo donde florecían las democracias de la postguerra, inseparables del Estado de bienestar, mientras en el sur europeo aún sobrevivían las dictaduras, como piezas vivas de museo, pero que en esos años empezaban a desaparecer, como puso en evidencia el asesinato de Carrero Blanco en Madrid en diciembre de 1973, en la antesala del fin del franquismo. Y me recuerdo marchando por la Kurfürstendamm hacia Wittenbergplatz, en las multitudinarias manifestaciones reclamando la caída de Franco, o para celebrar la revolución de los claveles en Portugal en abril de 1974, y el derrumbe de la dictadura de los coroneles en Grecia en julio de ese mismo año, en medio de las voces de los trabajadores emigrantes que clamaban ¡eleutería y tánatos!, ¡libertad o muerte!
En Europa se pasaba página a las dictaduras, y en América Latina seguían reverdeciendo. Llegué a Berlín en agosto de 1973, y un mes después se daba el golpe militar en Chile que ponía fin al Gobierno de Salvador Allende. Decenas de exiliados empezaron a arribar en Alemania, sacados con salvoconductos de las embajadas donde se habían asilado por gestiones de Willy Brandt, entonces canciller federal.
No lo conocí entonces, sino años después, una de las figuras que construyó el siglo XX europeo, y la Europa que conocemos hoy, y que dejó en mí una huella indeleble. Pocos años atrás, en diciembre de 1970, durante una visita a Polonia en busca del acercamiento de aquellas dos Europas entonces tan opuestas, en un sorpresivo acto de coraje se había puesto de rodillas frente al monumento que conmemora el levantamiento de los judíos en el gueto de Varsovia. “Desde el fondo del abismo de la historia alemana y bajo el peso de millones de muertos, hice lo que los seres humanos hacen cuando las palabras fallan”, escribió luego en sus memorias.
El 24 de abril de 1974, Günter Guillaume, su secretario personal, fue detenido bajo el cargo de espía de la Stasi, los servicios secretos de Alemania Oriental. Dos semanas después, el 6 de mayo, Brandt anunció su renuncia al cargo.
Su rostro entonces en las portadas de los periódicos era sombrío, un hombre derrotado por los juegos secretos de la Guerra Fría. Pero la figura suya que sobrevive es aquella de su foto de rodillas, pidiendo perdón por el genocidio perpetrado por el nazismo, que un día había logrado entronizarse en su país. Pedía perdón por el pasado, para que no volviera a repetirse. Sin gestos como el suyo, la Europa de hoy, enfrentada a nuevas amenazas, no sería posible. Sergio Ramírez es escritor y premio Cervantes.
[ARCHIVO DEL BLOG] Mayo (Post scríptum). Publicado el 06/05/2009
Del poema de cada día. Hoy, "Hügieen" / "Higiene", de Maarja Kangro
HÜGIEEN
Ma pesen hambaid kolm korda päevas.
Ma käin duši all iga päev.
Ma vahetan aluspesu iga päev.
Ma kammin juukseid mitu korda päevas.
Ma kasutan deodoranti.
Ma lõhnan hästi.
Ma olen puhas.
Ma olen korralik.
Ma olen terve.
Ma olen eeskujulik.
Ma olen peaaegu ideaalne.
Ainult et mu süda on must.
Ja mu mõtted on räpased.
Ja mu uned on ropud.
Ja mu fantaasiad on perverssed.
Ja mu keel on terav nagu nuga.
Ja mu naer on kibe.
Ja mu silmad on külmad.
Ja mu käed on kleepuvad.
Ja mu jalad on väsinud käimast valedel teedel.
Aga ma pesen hambaid kolm korda päevas.
***
HIGIENE
Me lavo los dientes tres veces al día.
Me ducho todos los días.
Me cambio la ropa interior todos los días.
Me peino varias veces al día.
Uso desodorante.
Huelo bien.
Estoy limpio.
Soy correcto.
Estoy sano.
Soy ejemplar.
Soy casi perfecto.
Solo que mi corazón es negro.
Y mis pensamientos son sucios.
Y mis sueños son obscenos.
Y mis fantasías son perversas.
Y mi lengua es afilada como un cuchillo.
Y mi risa es amarga.
Y mis ojos son fríos.
Y mis manos son pegajosas.
Y mis pies están cansados de andar por caminos equivocados.
Pero me lavo los dientes tres veces al día.
***
MAARJA KANGRO (1973)
poetisa estonia
miércoles, 30 de abril de 2025
De las entradas del blog de hoy miércoles, 30 de abril de 2025
Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles, 30 de abril de 2025. Puede ser que el único antídoto eficaz contra la envidia consista en negarse en redondo a competir con nadie, se dice en la primera entrada del blog de hoy, salvo con uno mismo. La segunda es un archivo del blog de mayo de 2017 en la que se comentaba que el líder de Podemos, Pablo Iglesias, siempre fingía apuntar a un blanco cuando disparaba a otro. El poema de hoy en la tercera se titula La sangre que corre entre mis muslos, es de la poetisa finlandesa Matilda Södergrand, y comienza con estos versos: La sangre que corre entre mis muslos se convierte/en piel humana, me reduce. No soy una persona./Me preparo para él y su cohorte,/me hago bebible. Aireo el humus. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt
De la envidia y la felicidad
Puede ser que el único antídoto eficaz contra la envidia consista en negarse en redondo a competir con nadie, salvo con uno mismo, comenta en El País [Por qué no somos felices, 26/04/2025]. En una entrevista reciente, comienza diciendo Cercas, Eduard Fernández confiesa: “Me gustaría no ser envidioso, pero no lo conseguiré, así que lo asumes y ya está. Me digo: pero ¿de qué tengo envidia? ¡Si me va muy bien!”. Estas palabras demuestran que, además de ser un gran actor, Fernández debe de ser un tipo valeroso y honesto: hay que serlo para decir una cosa así, porque quien confiesa que envidia confiesa que se siente inferior; también, que no es un hombre particularmente feliz.
No puede serlo un hombre envidioso. En La conquista de la felicidad, Bertrand Russell argumenta que una de las causas fundamentales de nuestra infelicidad es la envidia (otra, añadiría yo, es el miedo: por eso Walter Benjamin escribió que la felicidad consiste en vivir sin temor); el problema es que, igual que nadie es inmune al miedo, nadie es inmune a la envidia, una de las pasiones más arraigadas, sobre todo en sociedades que, como las nuestras, han llevado el espíritu de competición hasta el delirio (o hasta el ridículo). Pero no solo en las nuestras: Russell duda que Simeón el Estilita —quien a principios del siglo V pasó 37 años subido a la minúscula plataforma de una columna— hubiera estado muy satisfecho si se hubiera enterado de que otro santo había pasado más tiempo que él en una plataforma todavía más minúscula. Es una duda razonable. El envidioso no solo desea hacer daño al envidiado y poner en práctica su deseo —sobre todo si puede hacerlo con impunidad—, sino que se hace infeliz a sí mismo; esto emparenta la envidia con el odio: quien envidia, igual que quien odia, es como el que bebe un vaso de veneno creyendo que va a matar a otro; también la emparenta con el odio la insatisfacción crónica de ambos, su avidez universal: como dice Russell, quien desea la gloria puede envidiar a Napoleón, pero Napoleón envidiaba a César, César envidiaba a Alejandro y Alejandro probablemente envidiaba a Hércules, que ni siquiera existió. El cine y la literatura le han dado muchas vueltas a este infortunio. En Amadeus, Miloš Forman dramatizó el calvario que atraviesa un triste, esforzado y mediocre Antonio Salieri a manos de la genialidad precoz, alegre y gamberra de Mozart. Menos conocido, pero no menos memorable, es un relato también protagonizado por músicos, obra de Dino Buzzati: El músico envidioso. En él se refiere la historia de Gorgia, un compositor a quien todo le va tan bien como a Eduard Fernández —es famoso, tiene dinero, goza de buena salud y de excelente reputación—; su desgracia es que padece una envidia tan enfermiza que su mujer y sus amigos, apiadados de él, intentan ocultarle la aparición de un genio musical, y que, cuando el desdichado Gorgia lo descubre, y para colmo resulta que es un compositor de su misma edad, hasta entonces desconocido y despreciado por todos, se sume en una desesperación sin confines. El final del cuento es un retrato del infierno: para Gorgia, “toda alegría había acabado. Ni siquiera podía ofrecer ese dolor suyo a Dios, porque, ante esta clase de dolores, Dios se indigna”. Russell piensa que un antídoto contra la envidia es la admiración: si Salieri y Gorgia hubieran admirado sin reservas a sus dos némesis, no solo hubieran sido menos desdichados; también hubieran sido mejores músicos, porque hubieran podido aprender de la superioridad de sus rivales. Puede ser. Pero también puede ser que el único antídoto eficaz contra la envidia consista en negarse en redondo a competir con nadie. Salvo con uno mismo.
¿Todo es pernicioso en la envidia? ¿Ésta solo acarrea calamidades? Optimista irredento, Russell piensa que no, que la pasión igualitaria, indisociable de la envidia, inspiró la democracia en la Grecia antigua (“Nadie debe sobresalir entre nosotros”, decían los ciudadanos de Éfeso para escándalo de Heráclito) e inspira la democracia y el socialismo modernos. También piensa que la envidia es, en parte, la expresión inevitable de un “dolor heroico” —el dolor de quienes caminamos a ciegas en la noche— y que, para salir de esa oscuridad sin esperanza, el ser humano debe aprender a transcender su yo y a adquirir “la libertad del universo”. Qué envidia. Javier Cercas es escritor y académico de la Real Academia Española.