miércoles, 23 de abril de 2025

La búsqueda de la felicidad

 











La esperanza de vida se ha alargado casi una década, dedicamos tres años más de nuestra existencia a educarnos, ganamos veintisiete mil euros más al año y disfrutamos de ocho horas semanales más de ocio que hace 50 años. Parece que nos va mejor. Pero la pregunta es otra: ¿somos más felices? , dice en la revista Ethic [La búsqueda de la felicidad, 27/05/2019] la escritora Esther Peñas. Felicidad. Un concepto en apariencia sencillo, del que cada uno tiene una aproximación más o menos clara, pero tan lábil y único como nosotros mismos, comienza diciendo Peñas.. La palabra deriva del latín felicitas, y tiene que ver con la fortuna, el placer, la alegría y la fecundidad. La Real Academia la define como el «estado de grata satisfacción espiritual y física». Siete simples palabras, que se nos antojan tantas veces inalcanzables. ¿Somos felices? O, mejor: ¿por qué nos cuesta tanto serlo?

Entre los días internacionales de los bosques, el agua, la poesía o casi cualquier concepto imaginable, no podía faltar el Día Mundial de la Felicidad, que la ONU estableció el 20 de marzo. Lo hizo a instancias del Reino de Bután, un minúsculo país en mitad del Himalaya que hace unos años tomó una decisión cuando menos llamativa: medir su grado de bienestar no en base al PIB, sino a través del Índice de Felicidad Nacional. Sin caer en esa máxima –que frente a un capitalismo feroz puede sonar casi hippy– de que el dinero no da la felicidad, la filosofía de este peculiar Estado nos deja flotando una pregunta a la que científicos y filósofos han intentado dar respuesta: si nos cuesta saber qué es la felicidad… ¿cómo demonios vamos a medirla?

Pocos pueden negar que hay aspectos de la vida que consideramos intrínsecamente valiosos. La propia vida per se encabezaría la lista –es complicado ser feliz cuando la existencia de uno está en riesgo– y a ella se sumarían otros factores como la salud, la educación, el tiempo libre o la libertad. Sin esos cimientos, es muy difícil que podamos construir una existencia dichosa.

«La felicidad tiene dos caras: una experiencial o emocional y una cara evaluativa o cognitiva. El componente experiencial consiste en un equilibrio entre las emociones positivas como el júbilo, la alegría, el orgullo y el placer, y las emociones negativas como la preocupación, la ira y la tristeza», escribe el filósofo y científico Steven Pinker en su libro tótem En defensa de la ilustración (Paidós). «Los científicos pueden tomar muestras de estas experiencias en tiempo real haciendo que los individuos lleven un localizador que suene en momentos aleatorios haciéndoles indicar cómo se sienten. La medida última de la felicidad consistiría en una suma integral o ponderada a lo largo de la vida de cómo se sienten las personas y durante cuánto tiempo se sienten así», propone el canadiense.

¿Somos más felices que antaño? Ya que aún no tenemos una máquina del tiempo que nos permita comprobar la respuesta, tenemos que fiarnos de los datos que nos deja la estadística: en los últimos cincuenta o cien años, hemos avanzado indiscutiblemente en aspectos como el empoderamiento de la mujer, la sanidad, la educación o la libertad. Somos más longevos y hemos reducido la pobreza extrema o el analfabetismo. Y vivimos, qué duda cabe, en un mundo mucho más pacífico que el que habitaban nuestros antepasados a comienzos del siglo XX.

Como apunta el propio Pinker, «a nivel individual nos sentimos más felices cuando estamos sanos, cómodos, seguros, abastecidos, socialmente conectados, sexualmente activos y amados». Ante las informaciones catastrofistas que copan los telediarios, el canadiense propone un análisis retrospectivo, sin caer en la complacencia: con apenas medio siglo de separación, «el hombre vive nueve años más, ha tenido tres años más de educación, ganará treinta y tres mil dólares más al año y disfrutará de ocho horas semanales más de ocio», resume este afamado psicólogo experimental. Con los datos en la mano, lo tiene claro: vivimos en el mejor de los mundos posibles.

El neurocientífico y divulgador Facundo Manes acepta la premisa pinkeriana de que la felicidad, mejor si es algo colectivo. «Las relaciones sociales son determinantes para la felicidad, tanto como ser generoso y solidario. La comunidad se construye a partir de la idea de cooperación, que moviliza a las personas y a las sociedades hacia una meta irrenunciable: el bienestar general, que suele ser directamente proporcional a la felicidad de cada cual», afirma.

Ahora bien: ¿es posible ser solidario y generoso –ergo feliz– en unas ciudades presididas por el ruido, con alquileres exorbitantes, empeñando la mayor parte de nuestra energía en largas jornadas laborales en trabajos, además, mal pagados? «El entorno es decisivo. Necesitamos zonas verdes, vínculos vecinales, implicación en nuestros barrios y más tiempo de ocio. Todo ello rebajaría los índices de estrés a los que nos vemos sometidos y que menoscaban nuestra felicidad», explica por su parte la socióloga María Rosa Faes.

La tecnología, que ha mejorado sustancialmente nuestra calidad de vida, se convierte, en ocasiones, en un factor de aislamiento e infelicidad. Quizá la soledad no alcance tintes epidémicos, pero sus tentáculos alcanzan a individuos de todas las edades en esta sociedad –diría Bauman– líquida, en lo económico y en lo sentimental. «Hoy, de alguna manera, cada uno se queda a solas con sus sufrimientos y sus miedos. El sufrimiento se privatiza y se individualiza, pasando a ser así objeto de una terapia que trata de curar el yo y su psique. Todo el mundo se avergüenza, pero cada uno se culpa solo a sí mismo de su endeblez y de sus insuficiencias», reflexiona el filósofo coreano Byung-Chul Han, mucho más escéptico que su colega canadiense.

El oficio de vivir. ¿Con qué tiene que ver la felicidad? Voltaire dijo que todos la buscamos sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una. Sin embargo, no hay respuesta universal para saber qué hacer o dónde guarecernos si no somos capaces de encontrarla.

Por si el tema tuviera pocas aristas, la ciencia tampoco se muestra muy optimista en la búsqueda de bienestares absolutos. «El cerebro humano no está diseñado para alcanzar la felicidad constante, sino para sobrevivir. En esa lucha por la supervivencia, encontramos el placer y, en algunos momentos, destellos de felicidad. Nuestro cerebro tiene una parte emocional que lo califica todo de bueno o de malo, y ahí reside nuestra constante infelicidad», nos explica el neurólogo y divulgador Francisco Mora.

«La felicidad es el sueño más antiguo de la humanidad. Su búsqueda es una de nuestras metas principales, pero no es fácil acordar lo que eso significa. Solo se puede desear lo que no se tiene, es decir, el anhelo de felicidad tal vez proviene del impulso que supone experimentar su carencia. ¿Somos capaces de llenar esa falta? La cosa se complica observando las inmensas diferencias que existen para cada uno sobre el sentido de la felicidad. Cualquier definición o decálogo es una auténtica idiotez», se muestra tajante el psicoanalista Gustavo Dessal. Sin embargo, afirma que eso no impide que en muchas ocasiones todos podamos experimentar cierto bienestar. «La verdadera felicidad tal vez sería vivir una vida en la que obráramos en conformidad con nuestros deseos, lo cual no solo es imposible, sino paradójico: ser consecuente con lo que uno realmente desea significa estar dispuesto a soportar muchas infelicidades. Según la ética de cada cual, así será su concepto de lo que es la felicidad», zanja.

Como sucede con la opinión, la felicidad es algo tan personal que cada uno tiene la suya y la encuentra donde quiere –o donde puede–. «Cuando te publican un libro, cuando algo te sale bien, cuando la persona que amas te dice cosas bonitas, cuando nos sentimos reconocidos, cuando comemos una tarta que alguien nos ha preparado, cuando reímos… ¿no nos sentimos felices? ¿No es eso la felicidad, esos pequeños momentos tan llenos de sentido?», explica la terapeuta Lizzi Matusevich.

Parafraseando a Pearl S. Buck, corremos el riesgo de perdernos las pequeñas alegrías si nos paramos a buscar una gran felicidad que, por otra parte, no sabemos si seremos capaces de encontrar. «La felicidad es una abstracción que hemos creado. No tiene existencia real. De hecho, se trata de una estadística, un concepto sacado de una media de cómo nos sentimos. Personalmente, me interesan más la risa y la alegría, porque son mucho más concretas y a la vez más fascinantes y enigmáticas», relativiza el músico Sabino Méndez.

Una reivindicación que comparte el filósofo Fernando Savater, para quien el secreto no está tanto en aspirar a la felicidad como a la alegría, «algo mucho más humano», que depende de tres actitudes vitales: afirmación de la vida, aceptación de esta –con sus aspectos terribles incluidos– y cierta levedad, es decir, capacidad de quitarle hierro a los asuntos más espinosos que hallemos en el camino.

En esa misión vital, encontramos un fiel escudero en la risa. Los psicólogos nos recuerdan que humor y felicidad son las dos patas de un binomio que se retroalimenta. Pero existe un humor negro poco emparentado, a veces, con la placidez de espíritu que requiere la felicidad. «No creo que para hacer humor haga falta ser feliz, pero el estilo sí que depende del estado de cada persona. Una persona malhumorada o amargada puede hacer chistes sarcásticos o cínicos. En todo caso, siempre mejora el estado de ánimo de quien lo hace, aunque solo sea como revulsivo», asegura Anónimo, uno de los miembros de Homo Velamine, el colectivo ultrarracionalista que usa la risa como instrumento de denuncia.

Pero hacer el humor no es solamente bueno para los que se dedican profesionalmente a ello. Reírse de forma habitual, además de hacernos felices, mejora nuestra salud. Según un estudio publicado por la Universidad Vanderbilt, en Nashville, Estados Unidos, reírse durante quince minutos al día puede ayudarnos a perder peso – hasta dos kilos al año, según sus cálculos–, ya que acelera nuestro pulso cardiaco y hace trabajar a nuestros músculos, lo que implica un mayor gasto de energía. Además, nos ayuda a eliminar toxinas, a alejar nuestras preocupaciones y a dormir mejor. Y, por si fuera poco, alarga nuestra vida: un informe de la Sociedad Española de Neurología concluye que los problemas vasculares se reducen un 40% en aquellas personas que se ríen de forma regular. ¿Y eso qué implica? Alrededor de cuatro años y medio más de vida.

El amor y el arte. «Sin amor no soy nada», dejó escrito san Pablo en su carta a los Corintios, una de sus misivas más poéticas. Milenios después, esas palabras siguen escuchándose en una gran mayoría de los enlaces matrimoniales en los que los contrayentes se juran estar juntos pese a las dificultades. Para siempre. Hasta que la muerte los separe. «El amor es, sin duda, uno de los grandes referentes de la felicidad, aunque sabemos que suele ser también una de las fuentes más importantes de sufrimiento. ¿El enamorado es feliz? Desde luego, experimenta algo así, pero es una felicidad extraña, permanentemente atravesada por la angustia. El amor es otro gran espejismo, al menos si lo pensamos como aspiración a encontrar en el otro aquello que nos completa. Lo sorprendente es que esa fantasía es inagotable», apunta Dessal.

La cuestión del amor ha ocupado, posiblemente, tantas páginas y pensamientos como la búsqueda de la felicidad. Aunque, paradójicamente, muchos de los ejemplos que se nos presentan como indiscutibles y románticas historias de amor escondan aspectos más oscuros. La de Romeo y Julieta, por ejemplo, considerado como uno de los grandes romances, duró tres días y se saldó con seis muertes. Por amor se han librado sangrientas guerras y por amor se suicidó Larra y tantos otros escritores que nos han transmitido sus desdichas: Alejandra Pizarnik, Paul Celan, Alfonsina Storni, Sylvia Plath, Violeta Parra… Si bien con el objetivo, al fin y al cabo, de encontrarle sentido a este «oficio de vivir», con permiso de Cesare Pavese.

Literatura, música, pintura, cine… Las artes –en todas sus facetas– han tenido siempre la nada desdeñable misión de cultivar y enriquecer el alma de los que las practican y de los que las disfrutan como espectadores. Por eso, quizás, en el imaginario común asociamos las disciplinas artísticas. «La felicidad que proporciona la escritura está unida a la lectura, porque al escribir lo único que hacemos es leernos y leer el mundo desde el poso de lo leído», apunta el poeta Javier Lostalé, Premio Nacional de Fomento a la Lectura. «Existe, claro, un grado distinto de felicidad: en la lectura es un don que recibimos, en la escritura es la lucha con las palabras la que nos conduce a la felicidad, la alegría de encontrar el término preciso. La lectura entraña la felicidad del descanso; la escritura, la felicidad del combate con los signos que vamos haciendo en el papel», explica Lostalé.

Sin embargo, la felicidad, a veces, es un arma caliente. Una pistola que aún está tibia en tu mano después de disparar. Así la definieron los Beatles en una de las canciones de su emblemático White Album. «La música es, sin duda, uno de los mayores regalos que tenemos los humildes mortales. Creo que sin ella la vida sería insoportable. Sí, nos da felicidad. Aunque no hay que olvidar que ha habido enormes compositores que han creado obras maravillosas pese a vivir atormentados», apunta Rafael Banús, crítico musical de RNE. De la desesperación y la sordera de Beethoven a las depresiones de Bruckner pasando por el alcoholismo de Berlioz, hasta llegar a las problemáticas situaciones personales de figuras contemporáneas como Kurt Cobain o Amy Winehouse, la desesperación y el fracaso han marcado la vida personal de aquellos que, paradójicamente, han puesto banda sonora a nuestros momentos más dichosos. «La música, por supuesto, pero recuerdo haber recibido suministros de alegría tanto del amor como del sexo, la amistad, los vehículos a motor, las guitarras, tambores, pianos y grabadoras, y también de las buenas narraciones: de ficción, de no ficción, de cine, dibujo, escritura… y no necesariamente por el orden en que acabo de mencionar», aclara Sabino Méndez.

La escritora Carmen Martín Gaite ubica uno de los territorios de la felicidad en sentirse escuchado. Una tarea harto complicada, en medio del ruido y la prisa. A veces, incluso por un ser superior que nos observa desde lo alto, otro de los terrenos clásicos en los que los zahoríes buscan la felicidad. «Quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta». Santa Teresa dixit. La espiritualidad es una de las vías que, con diferentes nombres y religiones, han servido de camino en la búsqueda de la felicidad mediante la promesa de una dicha eterna que nos espera en el más allá y que nos hará olvidar los padecimientos y sacrificios de nuestra existencia humana.

«El mundo no es un pastel que yo me tenga que comer. El otro no es un objeto que yo puedo utilizar. La Tierra no es un planeta preparado para que yo lo explote. Yo no soy un monstruo depredador. He decidido comer y beber con moderación, dormir lo necesario, escribir únicamente lo que contribuya a hacer mejores a quienes lo lean, abstenerme de la codicia y no compararme jamás con mis semejantes. Regar mis plantas, cuidar de un animal. Visitaré los enfermos, conversaré con los solitarios y no dejaré que pase mucho tiempo sin jugar con un niño», resume el también sacerdote y escritor Pablo d’Ors en su Biografía del silencio.

La tiranía de la felicidad. La posmodernidad ha traído en su ramillete de imperativos uno muy concreto: ser feliz a toda costa. Pero la obsesión por ser felices –y serlo siempre, todo el tiempo– suele condenar a la gente a la infelicidad. «Vivimos una época en la que la felicidad se ha convertido en una obligación, y es terrible», matiza Matusevich. Si no eres feliz, resulta que a ojos ajenos eres un inútil, un desclasado anímico, un tonto de capirote. Eso sin olvidar que, como recuerda Dessal, «la idea de que la felicidad sería el mejor estado del hombre no ha podido ser demostrada».

¿Qué ocurre si no somos felices? Aunque a nosotros nos duela en el alma, al resto del mundo no le ocurrirá absolutamente nada. «La lluvia seguirá cayendo, los pájaros cantando y los perros meando las farolas, independientemente de cómo nos sintamos nosotros. Tengo un hijo de 17 años que tiene una sana capacidad de disfrutar las cosas con alegría, interés y curiosidad. No quiero provocarle una psicopática obligación de ser feliz y que un día, al ver que no puede serlo de manera permanente, añada a ese contratiempo la presión de vivir disimulando su frustración por no alcanzar esa utopía», reivindica Méndez. «Deploro la actual tiranía ambiental de estar obligado a ser feliz de modo permanente. Con conseguir el máximo número posible de momentos de alegría me conformo. Me niego a no poder sentir rabia, pena o melancolía», remata.

Es difícil hacerlo cuando todo te empuja a presumir de la felicidad. Las redes nos empujan a mostrar la parte más luminosa de nuestra vida y a obviar su cara oscura, lo que se traduce en un sentimiento de culpabilidad si no logras sentirte bien en medio del maremágnum de felicidad que te rodea: nuestras penas parecen peores si todos los demás no paran de sonreír. Sobre esa obligación social de ser felices ha escrito ampliamente José Antonio Marina, que cuestiona la llamada industria de la felicidad, «como si pudiera convertirse en un producto que consumimos a placer». Con esa mercantilización de la dicha, la felicidad se convierte en una palabra «prostituida», advierte el filósofo.

Sabemos que hay sufrimiento, y melancolía, y tristeza y muerte. Pero hasta el dolor, según Lostalé, propone una insólita felicidad: la de la purificación. A pesar de todo, este sigue siendo un mundo en el que merece la pena vivir, aunque no siempre seamos capaces de verlo. Quizá la dicha eterna no sea un punto al final del camino, sino una sucesión de paisajes que encuentras en el trayecto. Como diría García Márquez, «mientras tanto, tóquenle música, llenen la casa de flores, hagan cantar los pájaros, llévenla a ver los atardeceres en el mar y denle todo lo que pueda hacerla feliz. No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad». Esther Peñas es periodista, escritora y poetisa.



















[ARCHIVO DEL BLOG] El gran día de la literatura en español. Publicado el 23/04/2014











Hoy, aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes, ocurrida el 23 de abril de 1616, es el gran día de la literatura en español. Popularmente conocido y celebrado como el "Día del Libro", es también el día en el cual los Reyes de España entregan en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, la ciudad de nacimiento del escritor en 1547, el premio Cervantes, el Nobel de la literatura en español, que este año ha correspondido a la gran periodista y escritora mexicana Elena Poniatowska. 

Con Elena Poniatowska, nacida en París en 1932, en el seno de una familia de origen polaco, mexicana por adopción, el diario  El País mantenía hace unos días una interesante entrevista muy clarificadora de la gran personalidad de la galardonada. Su discurso de recepción del premio, que había levantado mucha expectación, no defraudó: alusiones a los desheredados e injusticias; México y América Latina; mujeres, literatura: Don Quijote y Sancho Panza;  al gozo de vivir y la esperanza... ¿Qué otra cosas podía esperarse de esta noble mujer y comprometida escritora con su tiempo? 

En el ínterin, les invito a leer las reseñas que la prestigiosa Revista de Libros ha dedicado a algunas de sus obras más celebradas. Y de la agridulce y a la par emocionada crónica que el diario El País ha hecho del acto.

Por mi parte, me sumo a la efeméride invitándoles a visitar el enlace de la Biblioteca Mundial Digital de la UNESCO. En el apartado dedicado a España están las reproducciones digitales de 74 libros, mapas, dibujos y documentos entre los que se encuentran la edición de 1518 de "La Celestina" de Fernando de Rojas; el "Beato de Liébana", del año 776; el "Código de las Siete Partidas" de Alfonso X El Sabio, del siglo XIII; o por citar uno de mi patria chica, "El viaje del Señor de Le Maire a las islas Canarias, Cabo Verde, Senegal y Gambia", de 1745. Pero mejor disfruten ustedes a su aire de la experiencia... Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt
















Del poema de cada día. Hoy, Una nueva estación se anuncia, de Anise Koltz

 







UNE NOUVELLE SAISON S’ANNONCE



Dans les arbres la sève descend

dans tout ce qui vit

et respire

le battement de mon cœur rebelle


Où est le sens dissimulé

de ce théâtre saisonnier

Où le souffle s'accorde

aux brumes matinales


Dans le tournoiement fou

de l'univers

j'éteins le jour

comme une bougie


 


 

***

 


 


UNA NUEVA ESTACIÓN SE ANUNCIA


 


En los árboles la savia baja


en todo lo que vive


y respira


el latido de mi corazón rebelde


 


Dónde está el sentido oculto


de este teatro temporal


Donde el aliento concuerda


con las neblinas de la mañana


 


En el remolino loco


del universo


apago el día


como una vela


 


 

***




ANISE KOLTZ (1928-2023)

poetisa luxemburguesa


 




















De las viñetas del blog de hoy miércoles, 23 de abril de 2025

 



































martes, 22 de abril de 2025

De las entradas del blog de hoy martes, 22 de abril de 2025

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes, 22 de abril de 2025. Las palabras importan, alteran la percepción, excitan las emociones y serán cruciales para influir en el rumbo de los acontecimientos políticos, se comenta en la primera de las entradas del blog de hoy: ¿Es posible que los votantes estadounidenses hayan llevado al poder a un Gobierno fascista? En la segunda, un archivo del blog fechado en mayo de 2019, se comentaba que entre las muchas cosas que podíamos pedir a los políticos, la de entrar al fondo de las cuestiones no estaba en su lista de prioridades. La tercera, con el poema del día, es el titulado Tarta Charlotta, de la poetisa belga Charlotte Van den Broek, que publico en flamenco y español, y comienza con estos versos: Cuando te diste la vuelta y en vano intentamos/todavía hacer un postre con nuestras piernas de flan/supe que hacía tiempo que allí no me soportabas. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt

















Del fascismo trumpista

 








Las palabras importan, alteran la percepción, excitan las emociones y serán cruciales para influir en el rumbo de los acontecimientos políticos, comenta en El País [El fascismo en Estados Unidos, 18/04/2025] la escritora Siri Hustvedt. Mi padre solía decir, comienza diciendo Hustvedt: “Cuando el fascismo llegue a América, lo llamarán americanismo”. ¿Es posible que los votantes estadounidenses hayan llevado al poder a un Gobierno fascista?

En mi barrio de Brooklyn, todo sigue aparentemente igual. Las tiendas están abiertas y la gente camina dedicada a sus cosas. Sin embargo, la rutina está teñida de miedo. Al otro lado del puente, en el Upper West Side de Manhattan, se encuentra la Universidad de Columbia, donde estudié y obtuve mi doctorado en Literatura en 1986 y que ahora está en apuros con el nuevo Gobierno. Mi difunto esposo, Paul Auster, era estudiante en Columbia en 1968. Fue uno de los centenares de personas que ocuparon un edificio; recibió patadas y golpes de la policía y pasó una noche en la cárcel. Mi cuñado, el artista Jon Kessler, es profesor en la Escuela de Artes de Columbia. En definitiva, es una universidad que siento muy cercana. Después de que hubiera en ella manifestaciones propalestinas durante la pasada primavera, el Gobierno de Trump, para castigarla, le ha retirado millones de dólares de fondos federales con el pretexto del antisemitismo. La universidad ha capitulado ante las draconianas exigencias.

“Las universidades son el enemigo”, se titulaba un discurso pronunciado en 2021 por J. D. Vance, ahora vicepresidente de Estados Unidos y que, irónicamente, se graduó en la Facultad de Derecho de Yale.

Las palabras importan. Alteran la percepción humana, excitan las emociones e influyen en el rumbo de los acontecimientos políticos.

Desde el ascenso de Trump en 2015, se han publicado incontables artículos en distintos medios de comunicación que plantean una pregunta: ¿MAGA es o no es fascista? Jason Stanley, profesor de Yale y autor de Facha, y Ruth Ben-Ghiat, de la Universidad de Nueva York, que publicó Strongmen en 2020, han señalado muchos paralelismos entre el trumpismo y el fascismo europeo. Robert Paxton, autor de La Francia de Vichy: vieja guardia y nuevo orden, 1940-1944, llegó a la conclusión de que MAGA tenía características fascistas al presenciar los actos violentos del 6 de enero de 2021.

La respuesta de los principales medios de comunicación (y muchos académicos) ha sido que realizar esas comparaciones es “irresponsable”. Que los únicos que asocian a Trump con Hitler son los alarmistas de izquierdas. Los Estados Unidos de 2025 no son la Alemania de 1933.

La insistencia en que no se puede utilizar la palabra “fascismo” para hablar del Partido Republicano corresponde al pensamiento convencional. El discurso vocinglero de la extrema derecha es cada vez más habitual en la política. Para situarse en un terreno intermedio, los llamados medios de comunicación tradicionales, que están vinculados a intereses empresariales, tienen miedo de perder el acceso al poder y desean mantener un tono de moderación y continuidad, han decidido recurrir a las paráfrasis. Los berridos racistas, xenófobos y misóginos y las frases incoherentes de Trump pasan a ser declaraciones fluidas y racionales. La técnica tiene un nombre: sanewashing, dar un aire de sensatez a lo que no es más que una locura. Varios periodistas —entre ellos Paul Krugman, excolumnista del periódico— han acusado a The New York Times de caer en ello.

El racismo descarado a la hora de buscar chivos expiatorios entre las personas no blancas y los inmigrantes; la demonización de feministas y marxistas; la evocación de una edad de oro triunfal pero ilusoria que se va a recuperar gracias al gran macho líder, cuya virilidad teatral y beligerante encarna una voluntad cuasi religiosa del “pueblo”; el borrado de la historia; el despido de profesores; la prohibición de libros; la restricción de los derechos de la mujer y la insistencia en que los roles sexuales “tradicionales” son “lo natural”; la alarma por el descenso de la tasa de natalidad; el discurso eugenésico de los “genes malos” y la mágica transformación del grupo que domina una sociedad en víctima son elementos presentes en todos los movimientos fascistas (del siglo XX) y neofascistas (del siglo XXI) del mundo entero.

Hay que destacar que el auge del fascismo en Europa y el ascenso del Ku Klux Klan, la histeria contra los inmigrantes y la popularidad de la eugenesia en Estados Unidos se produjeron después de una pandemia mundial de gripe. La segunda encarnación de MAGA surgió inmediatamente después de la covid-19.

La propaganda, que conecta con los sentimientos colectivos de malestar, proporciona a los espectadores unos cómodos objetos a los que culpar y odiar. Convierte una irritación colectiva sin causa identificable en un diagnóstico específico: son los judíos; es lo woke (que abarca a todo lo que no son hombres blancos heterosexuales). Resulta apropiado llamarlo propaganda. La propaganda es el lenguaje que tiene una misión.

“No hay nada que confunda tanto a la gente como la falta de claridad o de rumbo”, escribió en 1931 Joseph Goebbels, futuro ministro de propaganda nazi, en Wille und Weg. “El objetivo no es presentar al hombre común todas las teorías distintas y contradictorias posibles. La esencia de la propaganda no está en la variedad, sino en la contundencia y la persistencia con las que se seleccionan ideas del pensamiento en general y se inculcan en las masas utilizando los métodos más diversos”.

Goebbels, un hombre con un doctorado en Filología, entendía qué es lo que hay que hacer con el mensaje. Cuando se repite una y otra vez, se consigue el objetivo. Hoy, los medios de comunicación de derechas estadounidenses, como hacía la maquinaria de propaganda nazi, repiten y amplifican las frases de Trump. Hace poco oí a un locutor de radio repetir una y otra vez “FRAUDE Y ABUSOS”, el mantra con el que Elon Musk y sus secuaces justifican el asalto a organismos gubernamentales y el despido de decenas de miles de trabajadores. Un ciudadano estadounidense que no escuche o vea más que los medios de comunicación MAGA está tan aislado como lo estaba el alemán ario cuando los nazis tomaron el control total de los medios de comunicación.

Se ha filtrado a la prensa una lista de 199 palabras marcadas como sospechosas por el Gobierno, entre ellas, negro, diverso, gay y mujer. Blanco, homogéneo, heterosexual y hombre no están incluidos. La purga sería cómica y absurda si no fuera por el miedo que inspira. Los científicos y académicos que aspiren a recibir subvenciones oficiales deben evitar estas palabras. También figuran en la lista mujer y género. Vigilar el lenguaje no es exclusivo del fascismo; es un mal endémico de los regímenes autoritarios.

El filósofo ruso M. M. Bajtín escribió La imaginación dialógica en época de Stalin, cuando emplear la palabra que no tocaba podía suponer el Gulag. El libro, un análisis de la novela, no se publicó hasta 1975. Para Bajtín, el género literario se distingue por tener una variedad de perspectivas y estilos lingüísticos que él llamó heteroglosia. El discurso autoritario, por el contrario, es unitario e inflexible y se impone desde arriba. Está “indisolublemente unido a su autoridad —al poder político, a una institución, a una persona— y se sostiene y cae junto con esa autoridad”.

El poder del lenguaje democrático, de la auténtica libertad de expresión, reside en la igualdad, la variedad, la contradicción, la interpretación y el diálogo: una polifonía encarnada en distintos oradores en diferentes situaciones, cuyas palabras cambian sin cesar porque reaccionan a las palabras con las que se expresan los demás.

La mitad de los votantes de este país no han elegido el neofascismo. A pesar de que hay cada vez más miedo, también hay cada vez más oposición. Mi marido y yo, junto con otros escritores, fundamos en 2020 Writers Against Trump (Escritores contra Trump), ahora llamada Writers for Democratic Action (WDA, siglas en inglés de Escritores por la Acción Democrática), que cuenta con más de 3.000 miembros y es una de las muchas organizaciones de resistencia que están emprendiendo acciones colectivas. Las palabras importan. Las palabras son acción. Hablar y escribir públicamente, o en la clandestinidad si se agrava la represión, será crucial para contribuir a que la segunda versión de Trump conserve o pierda su autoridad. Siri Hustvedt es escritora, ensayista y poeta, premio Princesa de Asturias de las Letras 2019.













[ARCHIVO DEL BLOG] Dados, debates y Dios. Publicado el 01/05/2019










Entre las muchas cosas que podemos pedir a los políticos, “entrar al fondo de la cuestión” no está en la lista, escribe Javier Sampedro,  científico y periodista español, doctor en genética y biología molecular, e investigador en dicha especialidad del Centro Severo Ochoa de Madrid y del Laboratorio del Medical Research Council de Cambridge. 
Esto es un metaanálisis de los debates, comienza diciendo: vamos a analizar a quienes analizan los debates. Una queja común entre ellos es que los candidatos se han enredado en el fuego cruzado y no han penetrado en el fondo de las cuestiones. Es un punto de vista imposible de rechazar —¿quién puede oponerse a entender las cosas?—, pero también una crítica injusta. Si los dos debates hubieran seguido el formato de un seminario TED, como sería necesario para empezar a penetrar en el “fondo de las cuestiones”, los nueve millones de audiencia se habrían encogido como un jersey de conejo de angora lavado en agua hirviendo.
Esto no es culpa de los candidatos, ni de sus equipos ni de las televisiones que los han acogido en su prime time. La culpa es nuestra, de los ciudadanos, que antes nos iríamos a un café teatro que aguantar una discusión sosegada entre políticos. El primer debate nos pareció a todos demasiado tieso de almidón protocolario, y nos ganamos así una segunda vuelta teñida de un añil más tabernario y candidatos hablando de tres en tres como si no hubiera un mañana. Los deseos del público son órdenes para el aspirante. Eso es un debate en nuestros días. La clave de Balbín se extinguió hace mucho y no da signos de resucitar. Y los seminarios tipo TED no se meten en campañas políticas, al menos de momento.
Veamos el mejor ejemplo de debate que nos ofrece la ciencia. Comenzó hace un siglo con uno de los relatos más seductores de la historia del conocimiento. Pese a toda su fama de revolucionario, Einstein creía en un universo ordenado y predecible. Su teoría de la relatividad general era —y sigue siendo— el paradigma de la elegancia y la parsimonia, con las estrellas curvando suavemente el espacio y las curvas del espacio determinando el movimiento de los planetas y las galaxias en una eterna armonía cósmica. Mientras tanto, Niels Bohr y su prodigiosa escuela de Copenhague estaban revelando un mundo cuántico donde la probabilidad sustituía a la certeza. Un mundo inaceptable para Einstein.
¿Podemos imaginar un debate entre Einstein y Bohr al estilo de los que nuestros políticos han mantenido estos días? Sí, podemos, porque los dos físicos ya nos dieron en la época los tuits necesarios para ello. “No creo que Dios juegue a los dados”, dijo Einstein, y Bohr le respondió: “Deja de decirle a Dios lo que debe hacer”. Breve, brillante y directo al punto: el sueño de cualquier asesor electoral.
Pero hoy sabemos que los dos contendientes tenían razón. La relatividad de Einstein es el fundamento de la cosmología moderna, la ciencia de lo muy grande, y la mecánica cuántica de Bohr reina en el mundo microscópico. Ambas predicen la realidad con un montón de decimales. Pero son tan incompatibles entre sí como ya lo eran los puntos de vista de Einstein y Bohr hace un siglo. Uno de los físicos teóricos más provocadores de nuestro tiempo, Lee Smolin, acaba de publicar Einstein’s Unfinished Revolution (La revolución inacabada de Einstein), donde sostiene que, pese a todo el inmenso éxito que puede exhibir la mecánica cuántica, que es el alma de los ordenadores y las comunicaciones modernas, la teoría es incorrecta. Cien años después del gran debate, Smolin sigue creyendo que Dios no juega a los dados. Entre las muchas cosas que podemos pedir a los políticos, “entrar al fondo de la cuestión” no está en la lista. Pobres. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt