lunes, 21 de abril de 2025

De las viñetas de humor de hoy lunes, 21 de abril de 2025

 





















































domingo, 20 de abril de 2025

Mario Vargas Llosa. Sus mejores libros. Especial 5 de hoy domingo, 20 de abril de 2025

 






Letras Libres [Mario Vargas Llosa: sus mejores libros, 16/04/2025] ha preguntado a colaboradores y amigos de la revista cuál es su libro favorito de Vargas Llosa. Las respuestas recibidas son prueba de la naturaleza variopinta y de la huella perdurable de su obra. Aquí queda su respuesta.

Tiempos recios es una historia de conspiraciones en plena Guerra fría. Se desarrolla en la Guatemala de 1954 alrededor de un golpe militar realizado por Carlos Castillo Armas, con el apoyo y auspicio de los Estados Unidos, para derrocar a Jacobo Arbenz, presidente democráticamente electo, con el pretexto de que estaba propiciando la entrada del comunismo en América Latina .

Esta novela nos recuerda una dura realidad que permanece hasta nuestros días y que en la coyuntura actual se muestra totalmente presente: el grave problema de las élites de los Estados Unidos y de los gobiernos americanos para entender la realidad latinoamericana.

También nos recuerda de qué manera en la realidad se mezclan la política con los negocios y con los medios de comunicación.

No es exagerado afirmar, como lo hacía Mario, que este suceso cambió la historia de América Latina. Es una obra cuya increíble actualidad nos recuerda la sensibilidad del autor con la realidad latinoamericana , así como su rigor investigativo en la producción de la ficción literaria. Andrés Cardó


Sé que entre las grandes obras de Vargas Llosa, pocos mencionarán a La tía Julia y el escribidor, primera novela suya que leí y que aún recuerdo, como los primeros amores, con esa aura de ilusión que rodea todo aquello que nos hizo felices. No fue, sin embargo, la historia de amor de Varguitas lo que más emocionó, sino los textos de Pedro Camacho, que me mostraron –de forma extraordinaria para mí, que era una adolescente al leerla– la que debería ser la primera voluntad de la literatura, a mi juicio: la seducción por la palabra.

De Varguitas  me ilusionó, como me imagino que a todos, esa otra voluntad: la del escritor, la de quien busca empecinadamente seguir su vocación, porque quienes decidimos dedicarnos a este oficio sabemos que ese llamamiento no debe traicionarse. Y eso, esencialmente, significa para mí Mario Vargas Llosa: la lealtad irrenunciable a la vocación. Malva Flores


En La ciudad y los perros (1963), publicada cuando Mario Vargas Llosa tenía 27 años, hay una pluralidad de narradores, incluido uno omnisciente que no es tan omnisciente. Pero que sabe, por ejemplo, que el coronel de la Escuela, después de reunirse en su despacho con el capitán Garrido y el teniente Gamboa, “se quedó mirándolos, con expresión solemne, hasta que la puerta se cerró tras ellos. Entonces, se rascó la barriga”. Si la novela entera hubiera empleado este tipo de narrador omnisciente, nos tendría que haber aclarado cómo y por qué murió el cadete al que los demás llaman “El Esclavo.”

Esa habría sido otra novela. Ocurre que la trama de esta novela incluye una zona de indeterminación que es consustancial a ella. Lo que sabe Alberto se contradice con lo que sabe Gamboa. Y lo que vale para ese nudo de la trama –¿muerte accidental o asesinato del Esclavo?– vale para muchos otros momentos de la novela. Más que lo que ocurre, interesa el impacto de esos hechos en los personajes. Se quiere mostrar no solo lo que conocemos de una historia, sino lo que no llegaremos a saber de ella. En otras palabras, si la incertidumbre está en el núcleo de la historia que se nos quiere contar, es necesario que el modo de narrar sea conjetural y diverso.

Esta pluralidad de perspectivas sólo se puede sostener si hay narradores-personajes, cada uno de los cuales conoce sólo un aspecto de la historia y ninguno su totalidad. Faulkner parece ser un modelo.

Vargas Llosa quiere hacernos sentir la simultaneidad de la experiencia. La escritura es lineal. Cuando contamos algo elegimos una línea causal y omitimos otras. Flaubert trabajó muchísimo su escena de los comicios agrícolas en la que se entrelazan el discurso y los premios del presidente de esa feria con la conversación íntima de Emma y Rodolphe, que están en un balcón. Aunque se trata de cadenas causales independientes, la conversación de los amantes es modificada por las interrupciones del discurso del presidente entregando premios. El lector entra y sale de la intimidad que buscan los amantes y no puede dejar de sentir un cierto distanciamiento respecto de ellos. En sus cartas hay muchas referencias a esta escena, lo que indica que Flaubert estaba consciente de lo innovadora que era. Porque lo que logra con ese entrelazamiento es sugerir la simultaneidad. Joyce fue mucho más allá en ese mismo sentido.

En esta escena de La ciudad…, el cadete Alberto ha resuelto denunciar al asesino del Esclavo. Leamos con cuidado:

Llega a la puerta del bar y entra. El ruido lo amenaza de todas direcciones, la luz lo ciega y pestañea varias veces. Consigue llegar al mostrador entre cuerpos que huelen a alcohol y a tabaco. Pide una guía telefónica. “Se lo estarán comiendo a poquitos, si comenzaron con los ojos que son tan blandos, ya deben estar en el cuello, ya se tragaron la nariz, las orejas, se le han metido dentro de las uñas como piques y están devorando la carne, qué banquete se deben estar dando. Debí llamar antes que empezaran a comérselo.”

El bullicio lo martiriza, le impide concentrarse lo suficiente para localizar, entre las columnas de nombres, el apellido que busca. Finalmente, lo encuentra. Levanta de golpe el auricular, pero, cuando va a marcar el número su mano queda suspendida a milímetros del tablero; en sus oídos resuena ahora un pito estridente. Sus ojos perciben a un metro, tras el mostrador, una casaca blanca, con las solapas arrugadas. Marca el número y escucha la llamada: un silencio, un espasmo sonoro, un silencio. Echa un vistazo alrededor. Alguien, en una esquina del bar, brinda por una mujer: otros contestan y repiten un nombre. La campanilla del teléfono sigue llamando, con intervalos idénticos. “¿Quién es?”, dice una voz. Queda mudo; su garganta es un trozo de hielo. La sombra blanca que está al frente se mueve, se aproxima. “El teniente Gamboa, por favor”, dice Alberto. “Whisky americano”, dice la sombra, “whisky de mierda. Whisky inglés, buen whisky.” “Un momento”, dice la voz. “Voy a llamarlo”. Tras él, el hombre que brindaba, ha iniciado un discurso. “Se llama Leticia y no me da vergüenza decir que la quiero, muchachos. Casarse es algo serio. Pero yo la quiero y por eso me caso con la chola, muchachos.” “Whisky”, insiste la sombra. “Scotch. Buen whisky. Escocés, inglés, da lo mismo. No americano sino escocés o inglés.” “Aló”, escucha. Siente un estremecimiento y separa ligeramente el auricular de su cara. “Sí”, dice el teniente Gamboa. “¿Quién es?”. “Se acabó la jarana para siempre, muchachos. En adelante, hombre serio a más no poder. Y a trabajar duro para hacer dinero y tener contenta a la chola.” “Teniente Gamboa”, pregunta Alberto. “Pisco Montesierpe”, afirma la sombra, “mal pisco. Pisco Motocachy, buen pisco.” “Yo soy. ¿Quién habla?”. “Un cadete”, responde Alberto. “Un cadete de quinto año”. “Viva mi chola y vivan mis amigos”. “¿Qué quiere?”. “El mejor pisco del mundo, a mi entender”, asegura la sombra. Pero rectifica: “O uno de los mejores, señor. Pisco Motocachy”. “Su nombre”, dice Gamboa.”Tendré diez hijos. Todos hombres. Para ponerles el nombre de cada uno de mis amigos, muchachos. El mío a ninguno, solo los nombres de ustedes”. “A Arana lo mataron”, dice Alberto. “Yo sé quién fue. ¿Puedo ir a su casa?” “Su nombre”, dice Gamboa.”¿Quiere usted matar a una ballena? Dele pisco Motocachy, señor. “Cadete Alberto Fernández, mi teniente. Primera sección. ¿Puedo ir?”. “Venga inmediatamente”, dice Gamboa. “Calle Bolognesi 327. Barranco”. Alberto cuelga.

En este fragmento magistral se entrelazan varias líneas narrativas: lo que va haciendo Alberto (“Pide una guía telefónica…); lo que piensa (“Debí llamar antes…”); lo que dice el hombre de delantal blanco, la sombra en el bar (“El mejor pisco del mundo a mi entender”); lo que habla en el bar un tipo que está con sus amigos y que se va a casar (“Se llama Leticia y no me da vergüenza decir que la quiero, muchachos”); y la conversación telefónica del cadete con su teniente (“Yo sé quién fue. ¿Puedo ir a su casa?”. “Su nombre”, dice Gamboa”).

La yuxtaposición de líneas narrativas sugiere la multiplicidad de lo que está ocurriendo allí a la vez, es decir, la pluralidad que es cada instante. Esto fácilmente se vuelve confuso. Para evitarlo, el autor crea contrapuntos, momentos en que dos líneas narrativas parecen contestarse o hay palabras o sentidos que resuenan en una y otra: “¿Qué quiere?”. “El mejor pisco del mundo”… “Su nombre”, dice Gamboa. Tendré diez hijos. Todos hombres. Para ponerles el nombre de cada uno de mis hijos, muchachos”…”A Arana lo mataron”, dice Alberto”.

Mientras un futuro padre piensa en sus futuros diez hijos, el lector está pensando en el padre de Arana, que ha perdido a su hijo. “A Arana lo mataron”, dice Alberto”. … ¿Quiere usted matar una ballena?” Las diversas líneas narrativas se interrumpen e interpenetran. En Cartas a un joven novelista, Vargas Llosa llama a este procedimiento “los vasos comunicantes”.

Todos estos cambios –o “mudas del narrador”, para usar otra expresión de Vargas Llosa– surgen de lo que se quiere contar. Entonces, lejos de parecer artificios que muestran la fábrica y, por tanto, al fabricante, más bien crean la ilusión de que la vida que se narra emerge así, sin más. Arturo Fontaine


Decidir cuál es mi novela preferida de Vargas Llosa significa decidir qué cualidad literaria prefiero: la complejidad de La casa verde, la parodia del poder en Pantaleón y las visitadoras, la lograda experimentación de Los cachorros, la estructura perfecta de Conversación en La Catedral, la astucia narrativa de La fiesta del Chivo, la malicia de Travesuras de la niña mala, la fabulación lúdica de La tía Julia y el escribidor… Podría continuar la enumeración con cada una de sus novelas, cada una admirable por un motivo distinto y uno compartido por todas: la maravillosa capacidad de narrar. Vargas Llosa es, sobre todas las cosas, un narrador inmenso que no seduce con el estilo, sino con el mundo que va construyendo palabra por palabra, con la sencilla solidez del ladrillo.

Pero debo quedarme con una, vaya crueldad. Me quedo, entonces, con La guerra del fin del mundo. Se me escapan ahora los pormenores de su trama y sus muchos personajes por lo que veo no tan memorables, pero aún no se disipa, y dudo que alguna vez lo haga, la impresión que me produjo cuando la leí: la de asistir al surgimiento de un mundo contenido e inspirado en este, pero distinto por estar hecho sólo de palabras.

Sé que es una novela importante por su retrato del fanatismo y su crítica del poder, tema central en la obra del peruano. Sé que es una obra admirable por su estructura y por su realismo, detallado y desmesurado. Pero eso me da igual en estos momentos. Me quedo con ella por haberme revelado una cualidad de la literatura que trasciende la técnica y la historia literarias: por haberme hecho habitar un mundo que no existe y que, sin embargo y desde entonces, también forma parte del mío. Ignoro si hay una palabra para nombrar ese concepto. Quizás bastaría con escribir “novela”. O quizás sólo se puede entender lo que quiero decir leyendo La guerra del fin del mundo. Federico Guzmán Rubio


A Vargas Llosa hay que agradecerle muchas cosas, junto con su literatura y desde su literatura. Entereza y valentía. Y aunque haya muerto en la fama y el reconocimiento, no podemos olvidar que pasó décadas de soledad y ostracismo. La izquierda y el poder son epidemias que imponen cuarentenas a la sensatez y la cordura. Pero Vargas Llosa confió en la especie humana: no puede ser imbécil eternamente. Confió en su tiempo, pero también en quienes vendrán. ¿Cómo leerán a Mayta, a Santiago Zavala, a Conselheiro, a Urania y los conspiradores? ¿Sabrán navegar en ese antiguo y agotador asunto del poderoso como fuerza de la naturaleza? Es verdad que ese ciclo que comenzó con Valle Inclán y su Tirano Banderas ha sido poblado por dictadores y tiranos miserables, incluso aquel telúrico Dr. Francia de Yo el supremo.

Pero Vargas Llosa, además de adquirir una narrativa femenina, disecta al Demonio hasta mostrarlo en su ridícula pequeñez. Lo llama con su apodo despectivo: Chivo, y el Chivo no podía contener la orina… No sé si sea su mejor novela; en todo caso, mi favorita es La fiesta del Chivo. A diferencia de otros, que habiendo subido tan alto, tan alto para estacionarse y repetirse, Vargas Llosa deja esta idea de arriesgar el cuerpo en cada novela, en sus artículos y ensayos. No solamente el riesgo de la creación narrativa, que comparte con otros: la estructura Faulkner, el flujo de conciencia, el tiempo no lineal, etc., sino el riesgo moral de plantarse frente a la verdad y dar testimonio. Julio Hubard


Hay algo maravillosamente ambiguo en La guerra del fin del mundo. En el tema y la época escogida, y en cómo hacer universal la historia de una rebelión religiosa y antimoderna, en un remoto confín de Brasil, a fines del siglo XIX.

El liberal y laico Vargas debería estar del lado de la república brasileña en su esfuerzo modernizador, guiado por el positivismo de Comte, sobre los fanáticos de la fe. Pero el novelista Vargas no está tan seguro, y nos introduce en la compleja maraña de historias que diferencian a la ideología de la vida real: los fieles de Canudos, los poderosos del Brasil naciente, los entrañables personajes de reparto como el periodista miope o el revolucionario escocés.

El resultado es una obra universal, gracias precisamente a lo particular de su escenario y sus personajes. Porque sus motivaciones y contradicciones pueden rastrearse en cualquier conflicto, en cualquier tiempo y lugar, en que entren en conflicto la fe y la razón, la idea y la realidad, el mundo etéreo del más allá y el concreto del más acá. Daniel Matamala


A diferencia de El otoño del patriarca (Gabriel García Márquez), El recurso del método (Alejo Carpentier) y Yo,el Supremo, de Augusto Roa Bastos, La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, no manifiesta la más mínima fascinación por la figura ubicua del dictador, el todopoderoso que ciñe el mundo a la altura de su cinturón.

En lugar de situar la historia desde el protagonismo del máximo líder, uno de los ejes  clave es Urania Cabral, una exitosa abogada residente en Estados Unidos, víctima de un gravísimo caso de abuso sexual: su padre, un alto funcionario del gobierno de Rafael Leónidas Trujillo, dictador de República Dominicana entre 1939 y 1961, se la “obsequia” a su jefe  como muestra de lealtad para que se divierta por una noche. La historia de Urania se entrevera con los últimos días del trujillismo y con la historia de los valientes soldados que decidieron poner fin a tantos desmanes.

En un época  en que el abuso sexual, la violación y el acoso están a la orden del día, es un texto indispensable para entender la maraña de complicidades que permiten que una jovencita de 14 años termine en la cama de un viejo con signos de impotencia. Pero su actualidad trasciende las temáticas políticas tan caras a América Latina: es una de las grandes novelas escritas en castellano por un escritor que siempre confió en la estética como el terreno propicio de la libertad, desde la plena consciencia de lo que significa narrar como oficio. Gisela Kozak Rovero


La guerra del fin del mundo es para mí la novela más ambiciosa y extraordinaria de Vargas Llosa. El motivo principal de aquella guerra fue la aparición del Anticristo bajo la forma muy concreta de la nueva república brasileña, con sus valores liberales y sobre todo su fe en el positivismo de Auguste Comte. En ningún país como en Brasil prendió el positivismo como una religión de Estado que profesaban las élites políticas, militares e intelectuales. Ese es el corazón del libro, basado en Os Sertões, la obra clásica sobre la rebelión de la región de Canudos. Su autor, Euclides da Cunha, aparece como “el periodista miope” en la novela. 

Un lienzo humano digno de Brueghel o el Bosco rodea al mesías: asesinos brutales, bandidos de leyenda, cangaceiros implacables, curas pecadores, enanos de circo, prostitutas, beatos y beatas, comerciantes conversos. Es un lienzo de miseria humana. ¿Cómo no conmoverse? Cada personaje es desgarrador, aunque hablen poco, su vida y su silencio habla por ellos. Y algunos como el enano son narradores naturales que realmente deambulaban por Brasil narrando cuentos medievales. Y hablando de escribidores, está el invento del “León de Natuba”, esa cruza de humano deforme y felino reptante, con su inmensa cabeza y su vocación (dictada por Dios, ¿por quién más?) de ser el Boswell de Conselheiro que toma nota de cada frase, paso y gesto del santo redentor. Corrijo: no es un lienzo lo que presenciamos, es un desfile dantesco, pero también una marcha hacia la redención.

Y sin embargo el mesianismo condujo al Apocalipsis. Precisamente así se entiende el mesianismo en la tradición judía. Por eso las corrientes racionalistas en la propia religión judía temían su advenimiento y rechazaban a los mesías. Vargas Llosa retrata muy bien al “periodista miope” que desde la razón comienza por condenar el fanatismo de los seguidores de Conselheiro, pero poco a poco, conforme avanza su experiencia directa de los hechos, comprende la lógica interna y la emoción de los mesiánicos y entiende que las categorías que se les aplican son inadecuadas, falsas. Y entonces, no solo el periodista, también Vargas Llosa matiza. Más que “fanáticos”, esos ejércitos de la fe son trágicos. Y finalmente, parece preguntarse legítimamente Vargas Llosa, ¿quiénes son más fanáticos, los fervorosos seguidores de Conselheiro o los intelectuales armados de teorías abstractas como la propia idea de la república representativa, no se diga la doctrina positivista? En todo caso, eran como él ha dicho “fanatismos recíprocos”, universos incomprensibles el uno para el otro. Por eso el título es perfecto: es la guerra del fin del mundo porque así la vivieron sus protagonistas, pero también porque una oposición así entre el llamado milenarista de la tribu y los preceptos racionales y modernos no puede llevar sino a una conflagración total, final. La guerra del fin del mundo es la guerra entre verdaderos condenados de la tierra, de nuestra tierra latinoamericana, y las élites que buscan imponerles un esquema racional.

Creo que en términos biográficos fue una novela de transición. Al escribirla y reescribirla, Vargas Llosa tuvo un cambio de piel. Pienso que entró siendo uno y salió siendo otro, porque se aventuró por las zonas más oscuras y bárbaras, las más reales, de la vida latinoamericana. Se volvió un liberal, como el periodista miope de su novela, en cierta forma. Por más místico o mágico que resulte el mundo encantado del mesianismo, con sus comunidades fervorosas y sus ancestrales creencias, si creemos en la libertad estamos obligados –como explicó Max Weber– a desencantarlo. No me refiero, obviamente, a reprimir u oprimir a quienes permanecen en la tribu. Me refiero a construir un orden en donde prive la razón spinoziana de la claridad, la separación de lo sagrado y lo profano, la libertad de pensar y publicar, la tolerancia. Por eso creo que de esa inmersión en el corazón de las tinieblas latinoamericanas salió el liberal Vargas Llosa. Enrique Krauze


La fiesta del Chivo, la novela en la que Mario Vargas Llosa reconstruye la dictadura y el ocaso del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, es una de las obras cumbre de la literatura latinoamericana. Publicada hace casi un cuarto de siglo, su retrato de la impunidad sin límites —de Trujillo, de sus hijos monstruosos, de la corte abyecta que los sostuvo— conserva intacta su capacidad de estremecimiento. Y su vigencia, dolorosamente, persiste.

Como tantas veces ocurre en la obra de Vargas Llosa, una escena terrible se me ha quedado grabada en la memoria y aún ahora la reencuentro en pesadillas: Trujillo, en el cénit de su dominio, viola a la niña Urania Cabral. En la evocación de Urania, el cuerpo degradado del dictador y el terror absoluto se funden en una alegoría feroz del poder latinoamericano desbordado.

Pero La fiesta del Chivo es también una obra mayor del arte del suspenso. Vargas Llosa —que tenía, entre sus múltiples herramientas narrativas, un ojo cinematográfico— entrega una secuencia memorable —digna del mejor Greengrass—: la conspiración, la emboscada palpitante y la caída final del tirano, reducido a la fragilidad de un cuerpo derrotado por las balas y el tiempo. En esas páginas, Vargas Llosa alcanza uno de los momentos más altos de su genio narrativo.

En una vida literaria consagrada a explorar el alma de la libertad y a denunciar los rostros del poder degradado, La fiesta del Chivo se alza como una de sus obras mayores: implacable, indispensable. León Krauze


Con la muerte de Mario Vargas Llosa se extingue por completo la época más gloriosa de la literatura latinoamericana moderna, con sus innumerables luces y sombras. Pésele a quien le pese, sobre todo a las nuevas generaciones de autores en lengua española que reniegan solo para cumplir con el rol tan obvio como tedioso del hijo que busca aniquilar al padre, la efervescencia creativa suscitada por el boom no va a conocer parangón: una conjunción de escritores de tal calado se produce una sola vez en la historia de un continente, como si fuera una misteriosa alineación planetaria que causa perplejidad a propios y extraños.

Dos novelas del boom que marcaron mi juventud lectora se publicaron en 1963: Rayuela, de Julio Cortázar, y La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa. Mientras que la primera se inclina por el espíritu lúdico para explorar el exilio latinoamericano en Europa, la segunda opta por quedarse en nuestro continente y específicamente en Perú para engendrar la que quizá es la primera gran Bildungsroman latinoamericana.

Se sabe que el manuscrito original de La ciudad y los perros rebasaba las mil páginas y que el crítico José Miguel Oviedo fue el responsable de bautizar esta novela con la que Vargas Llosa debutó con honores en el paisaje literario, echando mano de su propia experiencia como estudiante de secundaria en el Colegio Militar Leoncio Prado de Callao. La experimentación formal que implica el entrecruzamiento de las tres memorables voces protagónicas (el Poeta, el Esclavo y el Jaguar) y los continuos desplazamientos entre presente y pasado que instauran la noción de una temporalidad fracturada, la temporalidad que caracteriza los complejos años de aprendizaje en un contexto de rigidez autoritaria y violencia a flor de piel, sigue siendo lo que más me atrae de este ambicioso documento de época que trascendió por mucho el registro de un ámbito sociopolítico particular para ocupar un territorio infinitamente más vasto. Mauricio Montiel Figueiras


Con el permiso de La fiesta del Chivo, La guerra del fin del mundo, Conversación en La Catedral o La ciudad y los perros, rompo una lanza por El pez en el agua. Sé que hay algo casi irrespetuoso en elegir este libro, que Vargas Llosa optó por marginar, no sé si incluso por no reimprimir. Se entiende el pudor. Cuando habla de su vida más allá de la política, su vida íntima, desde la infancia, se mete en una literatura de profundidades de las muy dolorosas, sin aparentes concesiones a la censura o incluso el pudor. No es muy habitual que un escritor latinoamericano retrate con esta crudeza su vida familiar, durísima, y que haga un retrato como éste, implacable, del padre. Hacerlo, desde Shakespeare o Kafka, digamos, es literatura de altos vuelos. También lo es en El pez en el agua.

La otra pista en la que avanza el libro es la fallida campaña presidencial de don Mario, esa que perdió con Fujimori, con consecuencias desastrosas para él y, a la larga, para el Perú. Es una crónica extraordinaria, sí, y eso bastaría para recomendar el libro, que sin embargo es mucho más que eso. La muletilla indica que tienes que celebrar que el novelista no naufragara en la política. “El pez en el agua”, creo a contracorriente, nos enseña otra cosa: el alma misma de toda la trayectoria de Vargas Llosa, dispuesto, por un acto de conciencia ciudadana, de ética, de decencia, a ensuciarse las manos por el bien común, al precio de un sacrificio enorme. Vaya lección. Julio Patán


El pez en el agua logra convertir un fracaso político en una joya literaria. Autorretrato en dos tiempos, es la historia del nacimiento de un escritor y de un político. Relato del hallazgo de la vocación literaria y de la entrega al demonio de la política. Una cuerda del libro recrea el descubrimiento feliz de la escritura como rebelión contra el déspota que fue su padre. Las letras como refugio, placer, insumisión y, quizá, venganza. La otra cuerda reconstruye su desventurada inmersión en la política cuando intentó ganar la presidencia de Perú. El poder como un ideal, un circo, una trampa.

Poco descubre el lector de la vida temprana de Vargas Llosa en este libro. En sus novelas está el mismo retrato del padre cruel, las memorias del encierro militar, el descubrimiento del placer y alcanzan, sin duda, más vuelo. Esa verdad es más rica en las mentiras del novelista, que en la sinceridad de la autobiografía. Pero lo que hay de único en El pez es la fuerza y la profundidad de la reflexión política desde la lúcida experiencia de un advenedizo. Vargas Llosa identifica el enredo de su impulso. ¿Qué es lo que lo lleva a renunciar a la tranquilidad de la escritura y la cátedra para entregarse al torbellino de una batalla? ¿Coherencia ética, deseo de aventura, vanidad? Mira el poder desde la orilla, siente su imán; advierte la repugnancia y fascinación que le produce. Instructivo de lo que un candidato no debe hacer, el libro es también es testimonio de una dignidad resistente. En el género de la memoria de campaña no hay ninguna que se le acerque a ésta en la severidad con la que el político pasa por el espejo, la gracia con la que trata sus improvisaciones y en el filo de su meditación ética.

El siglo del populismo comenzó, tal vez, en 1990 con la victoria de Fujimori sobre Vargas Llosa. Leer en este libro la denuncia del embrión y la autocrítica del liberal ingenuo es más pertinente hoy que nunca. Jesús Silva-Herzog Márquez


Difícil elegir entre varias grandes novelas de Vargas Llosa, pero me quedo con Conversación en La Catedral. Hay maestría en la estructura y en los diálogos. Un lenguaje tan vigoroso y personal, que solo puedo llamar vargasllosiano. Es una novela muy política y muy humana, y tanto lo político como humano tienen vigencia hoy.  Sigue viva la pregunta de las primeras líneas; viva para el Perú y para muchos de nuestros países. Es una novela que he leído como lector que disfruta; también como escritor que aprende. David Toscana















Vargas Llosa en la Real Academia Española. Especial 4 de hoy domingo, 20 de abril de 2025

 






El escritor, ganador del Premio Nobel de Literatura en 2010 y académico de la Real Academia Española (RAE) Mario Vargas Llosa ha fallecido a los 89 años en Lima (Perú). Elegido el 24 de marzo de 1994, tomó posesión el 15 de enero de 1996 con el discurso titulado Las discretas ficciones de Azorín. Le respondió, en nombre de la corporación, Camilo José Cela. Pueden leerlo en este enlace:


https://www.rae.es/sites/default/files/Discurso_Ingreso_Mario_Vargas_Llosa.pdf


Vargas Llosa, que obtuvo la nacionalidad española en 1993, era también miembro de la Academia Peruana de la Lengua desde 1975 y de la Academia Francesa tras su elección en noviembre de 2021; con su ingreso en 2023 se convirtió en el primer escritor de habla hispana en la institución gala.

Novelista, ensayista y dramaturgo, fue autor de una extensa bibliografía iniciada en 1959 con el libro de relatos Los jefes. Su reconocimiento como escritor se produjo tras la publicación en Barcelona de La ciudad y los perros (1963), por la que obtuvo el Premio Biblioteca Breve y posteriormente el Premio de la Crítica (1964).

A este título le siguieron, entre otros, La casa verde (1966); Conversación en La Catedral (1969); Pantaleón y las visitadoras (1973); La guerra del fin del mundo (1981); Lituma en los Andes (1993); La fiesta del Chivo (2000); Travesuras de la niña mala (2006); El sueño del celta (2010); La civilización del espectáculo (2012), un ensayo sobre la cultura contemporánea, y El héroe discreto (2013). Algunas de sus novelas han sido llevadas al cine, como La ciudad y los perros, Pantaleón y las visitadoras y La fiesta del Chivo.

Vargas Llosa publicó sus memorias bajo el título El pez en el agua (1993), una crónica de la aventura política en la que el autor se embarcó entre los años 1987 y 1990, cuando se presentó como candidato a las elecciones presidenciales de Perú. En septiembre de 2017 se publicó Conversación en Princeton, obra que recoge el curso sobre literatura y política que Vargas Llosa impartió en 2015, junto con Rubén Gallo, en esa universidad estadounidense.

Su obra más reciente consta de varios ensayos y novelas. En la primera categoría destacan La llamada de la tribu (2018), Medio siglo con Borges (2020), Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina (2021), La mirada quieta (de Pérez Galdós) (2022) y Un bárbaro en París. Textos sobre la cultura francesa (2023). Sus últimas novelas publicadas fueron Cinco esquinas (2016); Tiempos recios (2019), ganadora del Premio Francisco Umbral al Libro del Año y Premio André Malraux 2021, y Le dedico mi silencio (2023).

Entre 2022 y 2025 se publicaron tres libros que recogen su obra periodística: El fuego de la imaginación: Libros, escenarios, pantallas y museos (2022), El país de las mil caras: Escritos sobre el Perú (2024) y El reverso de la utopía: América Latina y Oriente Medio (2025).

Además de la literaria, Mario Vargas Llosa desarrolló durante más de sesenta años una intensa labor como articulista en distintos medios de comunicación.

Su amplia y polifacética obra fue reconocida con numerosas distinciones. En 2010 recibió el Premio Nobel de Literatura, que recogió haciendo un «Elogio de la lectura y la ficción». Fue galardonado con el Premio Rómulo Gallegos (1967), el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1986), el Premio Planeta (1993) y el Premio Cervantes (1994). En 2014 recibió el Premio Iberoamericano Libertad Cortes de Cádiz. Ese mismo año se celebró en Lima la primera Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, que concluyó con la entrega del premio literario que lleva el nombre del escritor.

En noviembre de 2014 se inauguró en Madrid una biblioteca que lleva su nombre. Desde entonces, ha sido galardonado, entre otros, con los siguientes premios. El 9 de octubre de 2015 recibió la Medalla Sorolla, concedida por la Hispanic Society of America, y la Medalla de Oro de la Comunidad de Madrid. A lo largo de 2016, la Agencia EFE y la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) le otorgaron el Premio Rey de España de Periodismo, la Biblioteca del Congreso de EE. UU. le nombró Living Legend y recibió, junto con Yasmina Reza, el XIII Prix Diálogo a la Amistad Hispano-Francesa. Asimismo, con motivo de su 80.º cumpleaños, se celebraron en Madrid una serie de actos en su honor, entre ellos el seminario «Vargas Llosa: Cultura, ideas y libertad». En 2017 fue galardonado, en Moscú, con el premio Yásnaya Poliana —en su modalidad de literatura extranjera— por su novela El héroe discreto.






Los 10000 cubanos. El primer artículo de Vargas Llosa en El País. Especial 3 de hoy domingo, 20 de abril de 2025

 







El Gobierno cubano decide retirar la fuerza policial que custodiaba la embajada del Perú en La Habana y en menos de tres días el local es invadido por 10.000 personas que quieren asilarse, escribe Mario Vargas Llosa en El País [Los diez mil cubanos, 25/04/1980], el primer artículo que publica en ese diario, que acabará siendo "su casa" durante cuarenta y cuatro años mas. El caso debe ser único en la historia de la diplomacia latinoamericana, comienza diciendo Varga Llosa, pues ni siquiera en los momentos peores de la persecución política en Nicaragua, Chile o Argentina -regímenes que, sin embargo, establecieron records en lo que se refiere a represión- se vio algo parecido.¿Hará reflexionar este hecho a los estudiantes e intelectuales que tienen a Cuba por el modelo revolucionario que quisieran ver aplicado en sus países? Ciertamente, no. La reflexión está ausente de nuestra vida política, donde tanto la derecha como la izquierda actúan casi exclusivamente por reflejos condicionados. Para esta última, ya el periódico Gramma del 7 de abril ha dado la explicación canónica, que ahora será repetida ad nauseam por los progresistas. Las personas que atestan la embajada son «delincuentes, lumpens, antisociales, vagos y parásitos y homosexuales, aficionados al juego y a las drogas, que no encuentran en Cuba fácil oportunidad para sus vicios» (se advierte aquí una variedad mayor de especímenes que la que García Márquez encontró entre los refugiados de Vietnam y Camboya, que al parecer eran sólo drogadictos y algunos millonarios).

Y, sin embargo, aun cuando no sirva de mucho, vale la pena tratar de entender el mensaje que encierra, a nivel moral e intelectual, el espectáculo, dramático y grotesco, de esa muchedumbre apiñada -a razón de cuatro personas por metro cuadrado, según la agencia Reuter- en la embajada de Perú en La Habana.

En términos cuantitativos, nadie -mejor dicho, nadie que no sea un sectario- puede negar que Cuba, gracias a la revolución, es la sociedad más igualitaria de toda América Latina, aquélla en la que es menor la diferencia entre los que tienen más y los que tienen menos, donde la pobreza y la riqueza están más repartidas, y, también, aquélla donde se ha hecho más por garantizar la educación, la salud y el trabajo de los humildes. Ningún otro país latinoamericano ha hecho lo que Cuba, en estos veinte años, para erradicar el analfabetismo, difundir los deportes y poner la medicina, los libros, las artes, al alcance de todos.

Y, sin embargo, pese a ello, miles, o cientos de miles y acaso hasta millones de cubanos preferirían marcharse a vivir en una sociedad distinta a la suya. ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo explicar que prefieran incluso irse a Perú y a los otros países latinos americanos, con terribles problemas de desocupación y de pobreza, donde las diferencias económicas son enormes y donde los pobres, la inmensa mayoría, tienen la vida realmente dura? Una afirmación de Gramma, en ese mismo editorial -«las fronteras entre el delincuente común y el contrarrevolucionario se confunden »- nos da una pista para comprender eso que, a simple vista, resulta extraordinaria paradoja.

El ideal igualitario es incompatible con el libertario. Puede haber una sociedad de hombres libres y una de hombres iguales, pero no puede haber una que compagine ambos ideales en dosis idénticas. Esta es una realidad que cuesta aceptar porque se trata de una realidad trágica, que desbarata una tradición de utopías generosas en la que aún nos movemos y sobre todo porque coloca al hombre en la difícil disyuntiva de tener que elegir entre dos ¡aspiraciones que tienen la misma fuerza moral y que parecen ser inseparables, el anverso y reverso de la idea de justicia. Pero no, no lo son: la libertad y la igualdad sólo pueden hacer un corto trecho juntas; luego, fatalmente, los caminos de ambas se cruzan y se divergen.

Cuba ha optado por el ideal igualitario y no hay duda que ha dado pasos considerables, e incluso admirables, en esa dirección. Simultáneamente ha ido apartándose del otro ideal y convirtiéndose en un estado donde toda la vida, individual, familiar, profesional, cultural, se halla regulada., orientada y cautelada por un mecanismo casi impersonal y anónimo, donde se han ido concentrando todos los poderes. Los intelectuales progresistas explican que «la verdadera libertad» consiste en tener educación, empleo, protección social, etcétera, y preguntan si la «libertad abstracta» de los reaccionarios les sirve de algo al campesino analfabeto de los Andes, al pobre diablo de las barriadas o al negro discriminado de los guetos.

La respuesta está en los 10.000 cubanos apretados en esa casa y ese jardín de La Habana. La libertad no se puede medir sólo en términos cuantitativos, a diferencia de la igualdad social. Ella es la posibilidad de elegir entre opciones distintas, y no sólo «positivas» -decretadas así por la filosofía y la moral reinantes o, simplemente, por el capricho de quien detenta el poder-, sino también por las «negativas». En una sociedad como la cubana, esta posibilidad se ha reducido al mínimo, como muestra, luminosamente, la frase de Gramma: «Quien elige algo distinto de lo que ha programado para él la revolución es contrarrevolucionario, es decir, antisocial y delincuente. La sociedad igualitaria no permite al hombre elegir la infelicidad: ello es delito».

¿Significa esto que en las otras sociedades los hombres son de veras «libres», que en ellas eligen realmente lo que quieren ser y hacer? En la práctica no, claro está, pues ese poder de elección está mediatizado por las posibilidades económicas, culturales, sociales y las aptitudes de cada individuo. Pero el hecho de que en ellas haya muchas más opciones que elegir -es decir, de pensar distinto a los demás, de cambiar de trabajo o domicilio, de opinar y de criticar y aun de combatir el sistema- las hace, al menos, potencialmente más próximas de aquel utópico paraíso de la libertad, donde cada cual tendría la vida que querría. La libertad es «siempre» mayor en estas sociedades (aun cuando sean dictaduras políticas), que en las igualitarias, porque en ellas el poder no está concentrado en una sola estructura, sino dispersado en varias, que compiten entre sí y recíprocamente se neutralizan. Esa dispersión es la que garantiza un margen -mayor o menor- de autonomía e independencia a las personas y, al mismo tiempo, es una continua fuente de desigualdad a todos los niveles. El presidente Carter, aunque se lo propusiera, seria incapaz de abolir la libertad de prensa en Estados Unidos, pues esta libertad no depende de él, sino de la libertad de empresa, que permite a cada cual tener su periódico y opinar en él como le plazca. Esa misma libertad de empresa es la que determina que en Estados Unidos haya, inevitablemente, pobres y ricos. Fidel Castro no puede establecer la libertad de prensa en Cuba porque allá todos los órganos de la información, al ser estatales, no pueden opinar ni informar en contra de este ente omnímodo y sofocante, que, sin embargo, a la vez que regimentaba ideológicamente a los cubanos y les planificaba las vidas, les enseñaba a leer, les daba trabajo y los redimía de muchas de esas ignominias que aún pesan sobre la mayoría de los latinoamericanos.

Que, entendidas en términos extremos, la libertad y la igualdad sean opciones alérgicas la una a la otra no puede querer decir que estemos condenados a la injusticia. Sino, más sencillamente, que hay que renunciar a las utopías, a las opciones extremas. Así lo han hecho los países que han alcanzado las formas de vida más civilizadas de nuestro tiempo, aquéllos que se han resignado a esa fórmula mediocre que consiste en tolerar en su seno la libertad necesaria como para que sus ciudadanos no estén dispuestos a hacer lo que los 10.000 cubanos de la embajada peruana, pero no tanta como para que, a su amparo, surjan tales desigualdades económicas y sociales, que las gentes maten o se dejen matar por una revolución que implantaría una sociedad igualitaria en la que, a la larga, esas mismas gentes, o sus hijos, estarían dispuestas a cualquier cosa para huir a los países de la desigualdad. Mario Vargas Llosa es escritor.












Obituario. Especial 2 de hoy domingo, 20 de abril de 2025

 








El fallecimiento de Mario Vargas Llosa, figura clave de la literatura del siglo XX y uno de los peruanos más universales, deja tras de sí un legado tan vasto como complejo, que abarca la literatura, la política y la historia social latinoamericana, escribe J.P. Carroll, en Agenda Pública [Obituario. Mario Vargas Llosa, un hombre de Estado sin Estado que gobernar, 19/04/2025]. Decir que Mario Vargas Llosa fue un hombre complicado sería quedarse corto, comienza diciendo J.P. Carroll. Será recordado principalmente como ganador del Premio Nobel de Literatura y por su trabajo de toda la vida como diplomático literario no oficial. Su escritura representó la historia, las esperanzas, la angustia y las ambiciones del Perú y, podría decirse, de América Latina en general. Fue indudablemente la voz de América Latina en el escenario mundial, y ahí radica la paradoja: tenía el respeto de un hombre de Estado, pero sin Estado que gobernar.

Como comentarista, sus consejos, críticas y repudios a los políticos de la región se hacían a menudo desde lejos, normalmente desde Madrid. Y aunque hizo mucho bien al llamar la atención sobre Perú con sus novelas, compartiendo la elegancia de su pluma con el mundo y demostrando el valor de los intelectuales públicos en la sociedad, hubo ambiciones incumplidas y defectos, como ocurre con cualquier figura ambiciosa y notable.

Debo aclarar de antemano que soy estadounidense, pero gran parte de mi familia vive y es de Perú. Además, mi autor peruano favorito no es Vargas Llosa, sino Jaime Bayly. En mi opinión, la mejor obra de Bayly debe mucho a Vargas Llosa. En la novela de Bayly Los Genios, examina la amistad entre Mario Vargas Llosa y el escritor colombiano Gabriel Gabo García Márquez, que terminó con Vargas Llosa golpeando a García Márquez en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México, por razones que siguen sin estar claras. Mirando más allá de Perú, mi autor latinoamericano favorito es otro escritor del Boom Latinoamericano, el mexicano Carlos Fuentes, por sus obras La Silla del Águila y Gringo Viejo. Cabe destacar que Vargas Llosa fue el ganador inaugural del Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español en 2012. En definitiva, confieso tener un interés particular en cómo Vargas Llosa veía y era visto por Estados Unidos, así como su impacto en el mundo en general, más allá de Perú y más allá de su escritura.

A pesar de sus muchos años de afiliaciones y premios de múltiples prestigiosas instituciones estadounidenses, siempre pareció tener una relación incómoda con Estados Unidos, Vargas Llosa había sido durante mucho tiempo bien recibido por los círculos académicos estadounidenses. En Estados Unidos, Vargas Llosa fue profesor visitante de estudios latinoamericanos durante el curso académico 1992-1993 en la Universidad de Harvard. El autor y ensayista peruano también fue el Escritor Distinguido en Residencia en la universidad católica más antigua de Estados Unidos, en mi querida Universidad de Georgetown —¡Hoya Saxa!— en el otoño de 2003, habiendo enseñado previamente allí como profesor visitante en 1994. De hecho, ganó el Premio Nobel de Literatura mientras enseñaba en la Universidad de Princeton en 2010. En 2016, recibió el Premio Leyenda Viva de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. A pesar de sus muchos años de afiliaciones y premios de múltiples prestigiosas instituciones estadounidenses, siempre pareció tener una relación incómoda con Estados Unidos.

En el frente político, en sus primeros años Vargas Llosa veía con buenos ojos el régimen de Fidel Castro en Cuba y consideraba que Estados Unidos representaba un imperialismo al que se oponía inherentemente. Incluso años después, pasó a denunciar y romper con el régimen castrista por el encarcelamiento del poeta Herberto Padilla, en lo que se conoció como el Caso Padilla. También podría ser que veía a Estados Unidos como el país que dio empleo y oportunidades a su padre, quien lo abandonó al nacer, y que regresó más tarde en su vida como una figura abusiva hacia él y su madre. Por lo tanto, puede que quisiera crear distancia de este lugar.

Siguiendo con la política, me parece que este fue el verdadero amor de la vida de Vargas Llosa, oculto en las páginas de sus numerosas novelas e innumerables ensayos. Ya fuera en su crítica a la cultura militar y el nacionalismo peruano en su primera novela La Ciudad y Los Perros, examinando la dictadura de Manuel A. Odría en Conversación en la Catedral, o analizando la naturaleza corruptora del poder político en la República Dominicana bajo Rafael Trujillo en La Fiesta del Chivo, parecía gravitar hacia querer entender mejor la política a través de su escritura, y su papel en la formación —a menudo corrupción— de las sociedades. A nivel personal, La Fiesta del Chivo es mi favorita de sus novelas.

Vargas Llosa probó por primera vez las aguas políticas cuando en 1983 fue nombrado para liderar una comisión que investigaba el asesinato de ocho periodistas en Perú en la masacre de Uchuraccay. El informe que produjo la comisión respaldó la narrativa oficial del Gobierno de que los periodistas fueron asesinados por aldeanos indígenas que pensaron que los periodistas eran miembros del grupo terrorista Sendero Luminoso. El autor fue criticado por el informe de la comisión, ya que culpaba únicamente a los aldeanos y algunos consideraron que no examinaba más de cerca la posibilidad de la participación del Gobierno en este terrible evento. Mientras Vargas Llosa cultivaba una reputación de toda la vida como defensor de la libertad de expresión, este episodio marcó su disposición a soportar el escrutinio que conlleva la vida pública y la búsqueda del poder.

Para el hombre que sabía escribir la historia perfecta, no supo cómo dirigir una campaña competitiva. Quizás fue su fascinación de toda la vida por lo político lo que culminó naturalmente en su candidatura a la presidencia peruana en 1990 contra Alberto Fujimori. Para el hombre que sabía escribir la historia perfecta, no supo cómo dirigir una campaña competitiva. Las malas elecciones de estrategia de campaña obstaculizaron la capacidad de Vargas Llosa para presentar un caso persuasivo para su elección. Además, parecía tener gran incomodidad al tratar con los peruanos comunes, quizás prefiriendo la comodidad de su estudio privado al apretón de manos de la política profesional. En su debate televisado de 1990 contra Alberto Fujimori —la primera vez en la historia que Perú tuvo un debate presidencial televisado—, Vargas Llosa se presentó como un profesor universitario —y no uno entretenido— más interesado en tener razón que en ser persuasivo, y los votantes lo notaron.

Lo que puede haber sido más condenatorio, sin embargo, fue el infame anuncio político de FREDEMO en el que un mono vestido como un burócrata peruano recibe dinero y luego orina, que pretendía retratar la corrupción e ineptitud de los burócratas peruanos. Según el libro Alpha Dogs: The Americans Who Turned Political Spin into a Global Business de James Harding, Vargas Llosa "se rió a carcajadas" cuando le mostraron el spot "y le dio luz verde". El anuncio, sin embargo, fue recibido con una condena generalizada cuando se emitió, y se consideró de mal gusto en el mejor de los casos, y racista en el peor. Las imágenes indelebles del anuncio persiguieron a la campaña mucho después de su emisión inicial, y Vargas Llosa perdió decisivamente contra Alberto Fujimori.

Después de que quedara claro que la presidencia estaba fuera de su alcance, Vargas Llosa redobló sus esfuerzos en su escritura y oratoria pública. Tras su campaña perdedora, los comentarios de Vargas Llosa se volvieron más perspicaces e incisivos, moldeados por su experiencia de campaña de primera mano. Sin embargo, cuando se trataba de la política peruana, siempre la discutió desde ese momento con una notable amargura, sintiendo para siempre el aguijón de su derrota de 1990, y aparentemente nunca superándola.

Pasó más tiempo en Madrid después de su búsqueda de la presidencia peruana, disfrutando de su papel como embajador sin embajada en la alta sociedad madrileña. En España, Vargas Llosa ganó el Premio Cervantes en 1994 —y fue elegido para la Real Academia Española ese mismo año—, el premio más prestigioso específicamente para escritores de lengua española, y en ese momento, su más alto honor antes de su Premio Nobel de 2010. Un orador y comentarista muy solicitado, en Madrid vivió una vida con los atributos de una autoridad cultural y como alguien con poder político insinuado, pero sin estar cargado con las responsabilidades de gobernar.

Perder la carrera por la presidencia peruana puede haber sido el resultado que siempre quiso: ganó el respeto de un contendiente político, pero no tuvo que vivir bajo los límites de la victoria. Aunque quizás nunca quiso admitirlo, perder la carrera por la presidencia peruana puede haber sido el resultado que siempre quiso: ganó el respeto de un contendiente político, pero no tuvo que vivir bajo los límites de la victoria. En última instancia, dar un discurso en la Casa de América en Madrid puede haberle convenido mejor que pronunciar un discurso desde el Palacio de Gobierno del Perú en Lima.

Vargas Llosa no logró victorias literales sobre Gabo o Fujimori, no obstante, podría decirse que obtuvo unas de naturaleza más metafórica contra sus antiguos rivales. Sobrevivió al primero, su antiguo amigo y rival en el ámbito de las letras, quien ganó el Premio Nobel antes que él en 1982 y falleció en 2014. Al sobrevivir a Gabo, Vargas Llosa aseguró posiblemente su lugar como el más conocido de los escritores del Boom Latinoamericano. Luego, Vargas Llosa sobrevivió a Fujimori, quien lo venció en las urnas en 1990 y falleció en 2024.

El reconocimiento global del autor quizás se materializó más en su elección a la Académie française en 2021, vistiendo un atuendo especial para la ocasión. En muchos sentidos, esto fue alcanzar el punto más alto de su carrera diplomática literaria no oficial, ya que fue el primer escritor en haberlo logrado sin escribir en francés. Hay un interesante paralelismo aquí con el hecho de que durante muchos años, la persona que se graduaba primera de su clase en la Academia Diplomática Peruana era enviada a estudiar a lo que era l'Ecole Nationale d'Administration (ENA), la escuela de posgrado de élite para los mejores y más brillantes de Francia y diplomáticos extranjeros de innumerables países. En su elección a la Académie française, Vargas Llosa dejó indiscutiblemente claro que era el peruano más importante del siglo XX y su embajador cultural más famoso.

Perú merecía poder reclamar a Vargas Llosa como uno de los suyos. Vargas Llosa, por su parte, merecía el reconocimiento global que ganó. A su manera, tanto Perú como Vargas Llosa obtuvieron lo que les correspondía. Perú tenía un hijo predilecto, aunque a menudo estuviera lejos de casa y, tristemente, muchas veces dando malas referencias de casa. Vargas Llosa recibió un amplio reconocimiento lejos de su hogar, pero esto fue en gran medida —y con razón— gracias a sus escritos que frecuentemente se centraban en su país de origen.

En sus 89 años, Vargas Llosa vivió muchas vidas: de la pobreza a la riqueza, de autor a autoridad literaria, de candidato presidencial a estadista cultural. Nos deja un rico legado en sus obras, que serán leídas y estudiadas en los años venideros.

Aproximadamente al mismo tiempo de la muerte de Vargas Llosa, la presidenta peruana Dina Boluarte fue recientemente declarada legalmente protegida contra el juicio político por el resto de su mandato en el Caso Rolex, en el que se alega que fue sobornada no con dinero en efectivo, sino con relojes Rolex. Todavía podría enfrentar cargos una vez que deje el cargo y pierda su inmunidad presidencial. Me pregunto qué diría Vargas Llosa sobre esta noticia —aunque en vida apoyó públicamente a Boluarte y recibió la Orden del Sol del Perú de sus manos—, ya que parece la trama perfecta para una novela suya que tristemente nunca será escrita.

Aunque Vargas Llosa era agnóstico, espero —y escribo esto con buena voluntad— que esté descansando tranquilo en el Cielo. Pero si su vida en la Tierra nos ofreció alguna pista, sospecho que, en lugar de descansar, Vargas Llosa está pidiéndole a San Pedro que le proporcione tinta infinita para seguir escribiendo. Que descanse en paz. J. P. Carroll es Investigador principal de Seguridad Nacional y Gobernanza Inclusiva del Centro Rainey de Políticas Públicas.