domingo, 20 de abril de 2025

A propósito de la muerte de Vargas Llosa. Especial 1 de hoy domingo, 20 de abril de 2025

 






La zorra sabe muchas cosas… pero el erizo sabe una importante, escribe en Revista de Libros [A propósito de la muerte de Vargas Llosa, 14/04/2025] su director, Javier Moscoso. Como en cualquier otro funeral, comienza diciendo, a las lágrimas que vertemos por el muerto, se añaden, y en no poca cantidad, las que afloran por nuestro propio deceso. A la pena de saber que hay alguien más o menos próximo que lo ha perdido todo, se suma la tristeza de quienes hemos perdido mucho. Con el cadáver se va también una parte de lo que fuimos o de lo que hemos sido. El duelo tiene esas cosas. En el caso de seres tan gregarios como nosotros, la muerte ocurre en dos categorías: la absoluta (para quien se muere) y la relativa (para quien se queda).

Para quienes nacimos a finales de los años sesenta del siglo pasado, nuestro primer contacto con la obra del que más tarde llegaría a ser premio nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, fue a través de los institutos de enseñanza secundaria. En mi curso de literatura (mal llamada) española, era más o menos obligatorio leer Cien años de soledad, un libro del que hablaban los adultos del Madrid de los ochenta como si les fuera la vida en ello, sobre todo después de que García Márquez recibiera el Nobel en 1982. Entonces yo tenía 16 años y a mi adolescencia melancólica le parecía poca cosa cumplir con el requisito de leer aquella novela, así que me devoré el llamado ciclo de Macondo en las ediciones que pude encontrar en la biblioteca municipal de Chamberí. Como otros jóvenes lectores, conocí entonces la obra de Rulfo, de Carlos Fuentes, de Augusto Roa Bastos. A mis dieciséis años defendía con vehemencia que El otoño del patriarca era infinitamente mejor novela que Yo el Supremo. El mismo verano que se jugaba el mundial de no sé qué, yo descubrí un libro que me entusiasmó. Su autor era Vargas Llosa. Y no era un libro de literatura. De este autor, ya habíamos hablado en clase de La ciudad y los perros, y por mi casa andaban otras de sus novelas en unas ediciones asequibles de la editorial Bruguera, que se vendían entonces en quioscos. Con mi madre conversé alguna vez sobre el estilo deslumbrante de La casa verde y de Pantaleón y las visitadoras, pero el libro que realmente me capturó fue Historia de un deicidio. Fue el primero que leí en mi vida sobre crítica literaria y me entusiasmó. De aquel libro, del que ya apenas recuerdo nada, me gustó todo. Quizá me lo invento, pero me dio la impresión de que el libro desbordaba el realismo mágico para explicar el poder seductor de la literatura. A la potestad deicida de los creadores de mundos debía sumarse la fe de los fanáticos. Mientras en España se nos atormentaba con la movida, quizá para evitar los sinsabores de la reconversión industrial y de una clase media cada vez más agotada, Llosa me susurró al oído el inmenso poder de la ficción. Fue la primera vez en mi vida que encontré sentido a los universales antropológicos y que alguien a quien no conocía de nada me explicaba por qué me gustaba leer. Era leer para huir, para escaparse, para no pensar más en el esto y en ahora, para construir un paraíso de ficción en el que poder jugar con las razones del mundo. Como le pasó a Alonso Quijano en El Quijote, ―sí, lectura obligatoria también aquel año―, pero también como le ocurrió siglos más tarde a Emma Bovary ―que por supuesto no era lectura obligatoria―, leer es huir, despedirse de lo más cercano para alcanzar lo irreal o lo quimérico. Para mi fortuna, la biblioteca municipal también tenía La orgía perpetua. Había algo profundamente infantil en el placer de salir a la calle con aquel libro de título tan pornográfico en la mano. Quizá las desventuras de Emma, como las de Alonso Quijano, como las mías, pensaba yo entonces, estuvieran ligadas al veneno de la lectura, a la vehemencia de la libertad.

Durante mis años en el Londres de los 90 pensé muchas veces que tal vez coincidiría con Llosa en la gran sala de la Biblioteca Británica, que entonces estaba aún dentro del museo. Había escuchado que la visitaba con frecuencia y que tenía incluso un sillón asignado. Debía además estar en Londres porque le vi algunas veces entrevistado por la BBC comentando sobre Perú. Como a otros muchos a mi alrededor, sus opiniones políticas me fueron alejando cada vez más del escritor. A sus intervenciones en la vida pública se fueron sumando otro conjunto de lo que yo entonces, con veintipocos años, consideraba tristes agravios: su reivindicación de Raymond Aaron o de Isaiah Berlin, su alineamiento con Karl Popper tenía un pase, pero su devoción por Margaret Thatcher ya me pareció inaceptable. Cuando publicó Historia de Mayta dejé de leerlo. Quiero decir que me castigué sin leerlo.

Tuve que esperar a la década de los 2000 para doblegar mi estupidez. En el verano de 2006 perdí mis primeras dioptrías leyendo de noche, con la mala luz de un cuarto de baño, un libro admirable. Uno de los libros a mi juicio más extraordinarios jamás escrito: La fiesta del chivo. Las florituras del estilo de los años setenta habían desaparecido casi por completo y en su lugar me encontré con una pluma que hacía temblar la tierra. El libro me pareció, aún me parece, un prodigio, una obra maestra de la que aún sigo citando de memoria muchos fragmentos que seguro que ya no se parecen al original. Este libro, pensé, no es obra de un solo hombre, sino de todos los Vargas Llosa que han sido a lo largo de estos años. Esta idea, la idea de que algunas obras maestras de cualquier rama de las artes requieren de la colaboración de personalidades complejas, que en modo alguno pueden acomodarse a una sola profesión o a una sola característica, me ha perseguido desde entonces. La noción misma de autoría me ha llegado a parecer enormemente matizable, pues sucede que en algunas ocasiones lo único que permite explicar la fuerza de la creación es la colaboración más o menos involuntaria de todas las personalidades que se ocultan en un solo cuerpo: no solo sus distintas edades, sino sus talentos, sus aciertos y sus delirios, sus pies y sus manos, sus virtudes y sus vicios.

Después de leer aquel libro me conjuré a no volver a castigarme nunca más de semejante modo. En los veinte años que llevo con las gafas que me regaló indirectamente uno de los Llosa he seguido leyendo sus libros, los libros de todos ellos, con arrobo. Quizá fuera por arrepentimiento, pero el prólogo de la Historia del ojo de Bataille me pareció mucho mejor que el libro del filósofo francés. Los últimos que ha escrito aún los tengo pendientes, pues este nuevo oficio de director de Revista de Libros me obliga a perder la vista con otros muchos autores. Como no siempre puedo leer lo que quiero, voy acumulando en un lugar apartado los libros que llamo «de la jubilación»: son los que leeré o a los que volveré cuando ya sólo tenga que preocuparme de pasar las páginas. He de confesar que en esa librería cargada de futuro ya he acumulado más volúmenes de los necesarios, y eso sin contar con que pueda perder la vista, como le pasó a mi madre. De la manera que sea: allí están también las últimas novelas de Vargas Llosa que aún no he leído y que tal vez no lea nunca. En mi biblioteca, sí, hay libros sin abrir, pero también faltan otros muchos que nunca fueron míos. No tengo una Historia de un deicidio, ni he comprado nunca una La casa verde. Tampoco poseo Conversación en La Catedral, que lo presté sin retorno. Por ahí andará, imagino. O tal vez no.

Como en las mejores novelas que leí sin gafas en los setenta y en los ochenta, hoy que es 14 de abril de 2025, me he levantado pensando que era domingo, así que anduve un rato como de fiesta. Me llamó mi amada Elisa para decirme que iba camino del trabajo. «¿Un domingo?», le he preguntado. Entonces he ido al periódico a comprobar el día y he visto que, en efecto, Mario Vargas Llosa ha muerto. Para cerrar el círculo me he venido a la biblioteca municipal y he comenzado a escribir sobre mi propia muerte, intentado en la medida de lo posible, rendir tributo a quien me enseñó no solo el poder que tiene la ficción para cambiar al mundo, sino también en la triste resistencia que opone el mundo para no dejarse doblegar por la ficción. Gracias, Mario. Javier Moscoso es director de Revista de Libros.





















sábado, 19 de abril de 2025

De las entradas del blog de hoy sábado, 19 de abril de 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 19 de abril de 2025. ¡Y felices Pascuas a todas las personas de buena voluntad, creyentes o no! La obispa episcopaliana Budde, el Papa y el cardenal McElroy han plantado cara con contundencia contra las políticas del presidente republicano, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy. En la segunda, un archivo del blog de abril de 2019, se hablaba de las próximas elecciones al Parlamento europeo y de que las divisiones enriquecen la idea europea, pero que partiendo de esa narrativa, era necesario construir una memoria compartida que revitalizara la Unión Europea. La tercera es un poema del afamado poeta inglés William Blake, que publico en su versión original en ingles y traducido al español, titulado Un sueño, que comienza con estos versos: Cierta vez un sueño tejió una sombra/sobre mi cama que un ángel protegía:/era una hormiga que se había perdido/por la hierba donde yo creía que estaba. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt






 







De las iglesias cristianas enfrentadas a Trump

 






La obispa Budde, el Papa y el cardenal McElroy han plantado cara con contundencia contra las políticas del presidente republicano, escribe en El País [Tres proféticas voces cristianas frente a Trump, 17/04/2025] el teólogo Juan José Tamaro. La reacción de los gobiernos europeos a las políticas insolidarias, xenófobas y colonialistas de Trump no se ha caracterizado precisamente por la oposición y la resistencia, salvo contadas excepciones, comienza diciendo Tamayo. Lo que ha predominado ha sido la tibieza, el miedo, la contención en la crítica, la falta de una respuesta unitaria, la ausencia de liderazgo y, en algunos casos, el acatamiento. La actitud europea ha sido la del avestruz, como ha afirmado María R. Sahuquillo en una de sus excelentes crónicas de EL PAÍS, o la de una persona sonámbula, como ha reconocido el investigador de Harvard Alberto Alemanno.

Quienes sí han plantado cara a Trump y han reaccionado críticamente ejerciendo la denuncia profética contra tales políticas y defendiendo a las personas y los colectivos más vulnerables han sido algunos líderes cristianos. Voy a centrarme en tres que han destacado por las críticas a Trump: Mariann Edgard Budde, obispa episcopaliana de Washington; el papa Francisco y el cardenal Robert McElroy, quien en breve tomará posesión como nuevo arzobispo de Washington.

La obispa Mariann Budde rompió con la tradición del sermón político legitimador del nuevo presidente en la toma de posesión del cargo y convirtió la celebración religiosa en un alegato contra las políticas de Trump y en la propuesta del camino ético a seguir durante su mandato, con un lenguaje moderado en las formas, es verdad, pero radical en su contenido. Mientras Trump se encontraba absorto en otros pensamientos, mirando al suelo y quizá ajeno a lo que se estaba celebrando, la obispa adoptó una actitud realmente profética.

A partir de la propia confesión de Trump de que fue “la mano providencial de Dios amoroso” lo que le salvó del atentado que sufrió durante la campaña electoral, la obispa le pidió, “en nombre de Dios”, que ejerza la compasión con las personas asustadas por sus políticas anti-LGTBIQ+. Entre ellas citó a “gais, lesbianas y niños y niñas transgénero en familias de distinto signo político: demócratas, republicanas e independientes”, justamente aquellas que ahora están siendo discriminadas.

Pero no se quedó ahí. Ante las deportaciones masivas de personas inmigrantes que Trump anunció en la campaña electoral, le exigió compasión con ellas, ya que están contribuyendo al bienestar de la ciudadanía estadounidense. Le recordó que no puede considerar delincuentes, como acostumbra a hacer el presidente republicano, a los inmigrantes sin la documentación en regla, ya que pagan sus impuestos, son buenos vecinos y miembros fieles de iglesias, sinagogas, mezquitas, gurdwaras o templos.

El último argumento de Mariann Budde para reclamar a Trump compasión con las personas extranjeras fue: “Todos fuimos extranjeros en nuestra propia tierra”, y necesitamos hospitalidad. El sermón desafiante y deslegitimador indignó tanto a Trump que le exigió pedir perdón. La obispa se negó a tal petición. No era la primera vez que se enfrentaba a él. Ya lo hizo cuando el presidente republicano posó, durante su primer mandato, con su hija Ivanka y con la Biblia en alto delante de la puerta de la iglesia de Saint John, en Washington. Ante tamaño gesto de manipulación y profanación, Budde expresó públicamente su indignación y horror.

Tampoco ha sido complaciente con las políticas xenófobas y colonialistas de Trump el papa Francisco, en una carta dirigida al episcopado católico estadounidense. Con un lenguaje claramente político y una sólida fundamentación antropológica, teológica y bíblica, califica las deportaciones masivas de inmigrantes de atentado contra la dignidad de muchos hombres y mujeres, a quienes Trump pone “en un estado de especial vulnerabilidad e indefensión”. Llama a la ciudadanía a expresar su desacuerdo con tales prácticas, a no ceder a las narrativas que discriminan y hacer sufrir a personas inmigrantes y refugiadas, a construir puentes y “evitar muros de ignominia”, como los que está construyendo el presidente estadounidense.

En la carta, llega a cuestionar que Estados Unidos sea un Estado de derecho al negar un trato digno a las personas empobrecidas y marginadas, al construirse a base de la fuerza y no a partir de la igual dignidad de todo ser humano. Asimismo, invita a los obispos a trabajar por la defensa de las personas consideradas menos valiosas y menos humanas.

El Vaticano reaccionó en seguida contra la limpieza étnica de los gazatíes que ha propuesto Trump con la colaboración de Netanyahu. Y lo hizo con dos afirmaciones contundentes: los habitantes de Gaza “deben permanecer en su tierra” y la limpieza étnica “no tiene sentido”.

El tercer líder cristiano que ha chocado con Trump ha sido el cardenal estadounidense Robert McElroy. Con un lenguaje todavía más contundente y desafiante que el de la obispa y el del Papa, ha calificado las políticas de deportaciones masivas de Trump de “guerra de miedo y terror que no pueden tolerarse”. Ante la miseria, el miedo y el terror no es posible callar. El silencio es delito y, desde el punto de vista cristiano, pecado. Por eso, ha llamado a levantar la voz contra la miseria y el sufrimiento que dichas políticas están desatando. El objetivo de las redadas indiscriminadas es generar miedo para que las personas no vayan a la escuela o a la iglesia. Mariann Budde, Francisco y Robert McElroy marcan el camino hacia un cristianismo profético de contenido político liberador. Juan José Tamayo es teólogo y profesor emérito honorífico de la Universidad Carlos III de Madrid. Su último libro es Cristianismo radical (Trotta).



















[ARCHIVO DEL BLOG] La Europa de nuestros sueños y pesadillas. Publicado el 19/04/2019











Entre los próximos 23 y 26 de mayo estamos llamados los ciudadanos europeos a elegir a nuestros representantes en el Parlamento de la Unión. Me parece un momento propicio para abrir una nueva sección del blog en la que se escuchen las opiniones diversas y plurales de quienes conformamos esa realidad llamada Europa, subiendo al mismo, de aquí al 26 de mayo próximo, al menos dos veces por semana, aquellos artículos de opinión que aborden, desde ópticas a veces enfrentadas, las grandes cuestiones de nuestro continente. 
Las divisiones enriquecen la idea europea; a partir de esta narrativa, es necesario construir una ‘memoria compartida’ con el fin de revitalizar la UE. Hay que repensar la Unión a través del prisma de sus opuestos, declaran 108 historiadores europeos en un artículo conjunto que encabezan Stéphane Michonneau y Thomas Serrier, de la Universidad de Lille. 
En vísperas de las elecciones al Parlamento Europeo de 2019 vemos que está muy extendida la sensación de que hemos perdido la idea de Europa como una Unión. Nosotros, como historiadores y ciudadanos, de Europa y de fuera de ella, observamos una casi diaria desintegración de un proyecto que se sustentaba, así lo creemos, en una visión utópica que ahora tiene casi agotado su significado. Era una visión teleológica en la que mil años de conflicto se reinterpretaban como la posibilidad de una Europa integrada; una visión providencial que pronosticaba una Europa como unidad irreversible, despreocupada de lo de más allá de sus fronteras; y una visión inextinguible, en la que la construcción de tal Europa se creía que era el final de la historia. Pero, después de crisis anteriores, el Brexit finalmente nos obliga a reconocer que Europa como Unión ya no es un proyecto irreversible; por el contrario, está en grave peligro.
Un factor es la inclinación de Estados Unidos a dejar de tratar a Europa como a un aliado automático. La vida en Europa ya no está tan protegida. Los europeos se sienten vulnerables al enfrentarse ahora a cuestiones que han evitado durante demasiado tiempo. Al mirar a ese abismo, ha habido diversos intentos de construir una simplista historia de Europa contra “sus” Otros. Tal vez se podría dirigir una sonrisa cómplice hacia las reconstrucciones simbólicas de una Europa como Fortaleza. Porque este es un continente que no hace mucho dominaba el mundo. Y no se puede hacer como si esa anterior dominación no haya dejado marcas en esos Otros a lo largo de siglos de encuentros coloniales y comerciales. Pero, para las derechas, la historia de Europa aún puede celebrarse como una autoritaria narrativa de una civilización blanca y cristiana que vuelve la mirada atrás, con orgullo y seguridad en sí misma, hacia su poderoso pasado —una narrativa que refuta cualquier supuesta decadencia mediante la exaltación de los “valores fundacionales” de Europa—.
Condenamos con firmeza tales puntos de vista, que marginan por igual tanto la diversidad cultural, religiosa y política tan característica de nuestro continente como la responsabilidad heredada de ese modo de nuestro pasado. Las vemos como la simple continuación del proceso de desplazamiento de nuestros sentimientos de frustración e indefensión hacia algún “Otro”: y ello es así tanto si se dirige hacia abajo, hacia “los” musulmanes, judíos, inmigrantes o refugiados, como hacia arriba, hacia “un” Putin, Trump u otro líder mundial. Tampoco vemos valor alguno en obsesionarse con las historias nacionales como una letanía de sufrimientos, guerras y genocidios, o en adoptar una postura exclusivamente acusatoria en la que Europa es colectivamente culpable. En vez de ello, necesitamos abandonar con urgencia esos contraproducentes conceptos binarios y encarar el mundo, reconociendo en cambio las luces y sombras de nuestro pasado europeo: en pocas palabras, repensar Europa a través del prisma de sus opuestos.
¿Cómo responder a ese desafío? Más allá de nostálgicas narrativas lineales que implican una unidad preestablecida (“una” herencia, “una” historia, “una” memoria…) recuperemos memorias que son fundamentalmente polifónicas, y dejemos de comprimir a Europa en un único relato. Las narrativas magistrales ya no son viables como lo fueron en otro tiempo para los Estados-nación. Reconozcamos en cambio nuestra multiplicidad, sin abandonar nuestro sentimiento de unidad, ya que todavía sentimos que compartimos cosas en común: un pasado y un presente —y, si queremos, un futuro—.
Seamos francos. Europa es un mosaico de fronteras invisibles e imaginadas que dividen a los europeos en todos sus países y regiones. Hay una Europa Atlántica cuya mirada es trasatlántica, al coste de vínculos más cercanos a su propia casa. Está la rica Europa del Noroeste que da lecciones a los países del Club Med bajo el disfraz de una buena gobernanza. La Europa Occidental cultiva un viejo desdén hacia los Estados europeos del Centro y del Este con respecto a sus nuevas y defectuosas culturas democráticas. Hay una Europa cristiana que excluye o ignora a las minorías religiosas o ateas que también conformaron su historia durante siglos. Está la Europa de los grandes países que no oyen los miedos legítimos de los pequeños, mientras estos retienen amargos recuerdos de largos periodos de dominación extranjera. Está la Europa de los inmigrantes que son vistos como ciudadanos de segunda clase en los que no se puede confiar. La lista continúa. Europa está hendida por fallas, muchas de ellas fáciles de activar.
Pero sin comprometernos con nuestros pasados ¿qué futuro puede construirse? Permítasenos sugerir dos posibles caminos, cada uno de los cuales puede ayudarnos a armar unas narrativas más claras de nuestra historia. El primero, construyendo nuevas narrativas sobre cómo a Europa la hacen más rica sus divisiones. A medida que reconocemos mejor las memorias divididas, generadas por nuestros incesantes conflictos, nos hacemos más expertos en desarrollar el tipo de narrativa compartida que cada vez necesitamos más. Y lo necesitamos precisamente porque nuestro tiempo es el de una peligrosa competición de poderes, y el del retorno de modelos políticos, económicos y sociales de otra época.
La historia de las divisiones consideradas como una herencia común está aún por escribirse. Pero es posible escribirla debido precisamente a nuestro conocimiento de cómo en nuestro pasado reciente se han superado tales divisiones, en particular después de 1945 y de 1989. Ello no sucedió porque, desde arriba, se nos ordenara reconciliarnos. Por el contrario, surgió desde abajo, como consecuencia de que los europeos emprendiéramos un proceso de genuino “trabajo de la memoria”, que como dijo el filósofo Paul Ricoeur, es siempre un trabajo de “memoria plural”.
Nuestro segundo camino deriva del hecho de que Europa ha sido, a lo largo del último milenio, un continente regido por la ley, que nos ha protegido en la expresión de nuestra diversidad. Muchos enfrentan la soberanía del Estado al régimen de una Unión Europea, con exceso de personal y antidemocrático, con centro en Bruselas. Esta es otra queja sustantiva. Pero es también la Unión que ha garantizado las soberanías nacionales de tal modo que protege e incluso organiza sus divergencias.
Este proyecto es lo opuesto a las pasadas ambiciones imperiales. También es ajeno a cualquier visión de una “cárcel de pueblos” concebida e impuesta por unas élites globales. En vez de ello, “Europa” es un proyecto de solidaridad sin precedentes, sustentado por la voluntad de pueblos que han abolido la guerra entre ellos y que comparten el mismo deseo de libertad. Es una historia que vale la pena contar y defender.
Para reconstruir Europa es vital reconstruir su historia. Y así, a nosotros, europeos y no europeos, nos parece crucial otorgar un sentido y una significación más plenos a esta experiencia europea única y frágil. Mediante la confrontación entre memorias divididas y una renovada forma de “memoria compartida”, podremos contar la historia de una Europa que lucha contra viento y marea en favor de la construcción de un nuevo tipo de relación consigo misma y con el mundo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
















El poema de cada día. Hoy, A Dream / Un sueño, de William Blake

 






A DREAM


Once a dream did weave a shade, O'er my Angel-guarded bed, That an Emmet lost its way Where on grass methought I lay.

Troubled, wildered, and forlorn, Dark, benighted, travel-worn, Over many a tangled spray, All heart-broke, I heard her say:  

"O my children! do they cry, Do they hear their father sigh? Now they look abroad to see, Now return and weep for me."

Pitying, I dropped a tear: But I saw a glow-worm near, Who replied: "What wailing wight Calls the watchman of the night?  

"I am set to light the ground, While the beetle goes his round: Follow now the beetle's hum; Little wanderer, hie thee home!" 


***


UN SUEÑO


Cierta vez un sueño tejió una sombra

sobre mi cama que un ángel protegía:

era una hormiga que se había perdido

por la hierba donde yo creía que estaba.


Confundida, perpleja y desesperada,

oscura, cercada por tinieblas, exhausta,

tropezaba entre la extendida maraña,

toda desconsolada, y le escuché decir:

“¡Oh, hijos míos! ¿Acaso lloran?

¿Oirán cómo suspira su padre?

¿Acaso rondan por ahí para buscarme?

¿Acaso regresan y sollozan por mí?”


Compadecido, solté una lágrima;

pero cerca vi una luciérnaga,

que respondió: “¿Qué quejido humano

convoca al guardián de la noche?


Me corresponde iluminar la arboleda

mientras el escarabajo hace su ronda:

sigue ahora el zumbido del escarabajo;

pequeña vagabunda, vuelve pronto a casa”.



***


WILLIAM BLAKE (1757-1827)

poeta británico



















De las viñetas de humor de hoy sábado, 19 de abril de 2025

 































viernes, 18 de abril de 2025

De las entradas del blog de hoy viernes, 18 de abril de 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz Viernes Santo, 18 de abril de 2025. Las celebraciones de Semana Santa pueden ser una de las últimas costumbres que mantienen su significado religioso original, y no para todos, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy. En la segunda, un archivo del blog de mayo de 2018 se hablaba de que merecía la pena acudir a nuestros antiguos maestros para que nos guiaran en el laberinto de cacofonía omnipotente, que había convertido Internet en el campo de batalla de las belicosas formaciones populistas y totalitarias. La tercera, el poema del día, que publico en su versión original inglesa y en  español, es de la poetisa irlandesa Eavan Boland, se titula Frontera, y comienza con estos versos: Conduzco hacia el norte a tu velorio sin manos libres./Debo iniciar en el inicio, en la página en blanco de mi cabeza,/ya no tengo un corsé acanalado de rimas. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt






De la tradición cultural cristiana

 






Las celebraciones de Semana Santa pueden ser una de las últimas costumbres que mantienen su significado religioso original, y no para todos. El periodista Jorge Marirrodriga y el escritor Jordi Gracia debaten en El País [¿Es necesario conocer la tradición cultural cristiana?, 16/04/2025] sobre ello con visiones diferenciadas aunque los dos tengan razón.

En una sociedad cada vez más diversa, globalizada y secular, surgen preguntas fundamentales sobre nuestras raíces culturales, especialmente durante las festividades directamente vinculadas al hecho y la tradición religiosos. ¿Se puede explicar hoy la sociedad y el arte occidentales sin conocer las historias de la Biblia y la herencia cristiana?

Jorge Marirrodriga, doctor en Periodismo y periodista de EL PAÍS, defiende que no hay que compartir las creencias religiosas para defender la importancia de un legado cultural que se remonta a 3.000 años atrás. Para Jordi Gracia, catedrático de Literatura española en la Universidad de Barcelona y codirector de la revista TintaLibre, se trata de pura nostalgia por un tiempo pasado en que la liturgia católica pautaba la vida, la edad adulta con sus bautismos, sus bodas, sus procesiones visibles e invisibles, sus devociones y sus sacramentos.

Si decían que el saber no ocupa lugar, ¿nos perdemos algo por no saber que un hombre crucificado boca abajo representa a san Pedro? ¿Y por desconocer que ecce homo son las palabras pronunciadas por Poncio Pilato al presentar al Cristo torturado ante una multitud y no la chapucera restauración de una pintura? ¿Y por el hecho de que no nos llame la atención que la mayoría de las iglesias construidas antes de mediados del siglo pasado tengan su puerta principal mirando a Occidente y, por tanto, el altar mirando a Oriente? Con sentido práctico podríamos decir que no.

Nada de lo que se expone en las preguntas anteriores es imprescindible para nuestro día a día. Ni probablemente útil. Al fin y al cabo, estamos creando una sociedad donde el resultado es lo que cuenta y cuanto menos tiempo se invierta en conseguirlo mejor. En un sistema educativo que en sus contenidos da cada vez más importancia al saber técnico —au revoir filosofía, latín, arte—, una comunidad humana cada vez más tecnologizada en sus medios y una percepción del yo cada vez más individualista y aislacionista —”eres el dueño de tu destino”, “todo depende de ti”—, no tiene sentido emplear tiempo para obtener un conocimiento, la cultura religiosa, sobre el que pesa la losa del equívoco y que, en el mejor de los casos, solo nos da una satisfacción individual de casi imposible traslación a las redes sociales y, en el peor, nos hace quedar como unos pedantes. A ver quién le dice a su jefe ante una vaga promesa de ascenso: “Yo, como santo Tomás”.

Ante la arrasadora corriente del ahora inmediato y la fascinante perspectiva del mañana brillante resulta complicado defender la importancia de un legado cultural que nos propone mirar nada menos que 3.000 años atrás y que ha forjado nuestra manera de vivir y pensar en un larguísimo recorrido que, como todo camino hecho por humanos, está plagado de momentos brillantes y oscuros; hechos gloriosos y otros vergonzantes; serenidad ante una ordenada concepción del mundo y turbación ante la inseguridad propia de cualquier creencia que lo sea verdaderamente. De millones de personas con mentes, cuerpos y almas, cuyo legado intelectual se ha transmitido y enriquecido durante siglos. Y sin prisa. Quienes empezaban las catedrales jamás las veían acabadas, los copistas de los códices no pensaban en ventas y rankings y los peregrinos no necesitaban contar a millones de personas su recorrido al final de cada jornada. El fruto se lo dejaban, para el futuro, a otros. Algo incompatible con la cultura del yo inmediato triunfador y popular.

Además, la cultura religiosa occidental no solo es víctima colateral de un desconocimiento colectivo, voluntario o no, del pasado sino también de una errónea concepción (a veces involuntaria, a veces no) de lo que significa. En este caso “religiosa” es el apellido de “cultura”. No es necesario profesar el cristianismo para comprender la importancia en la historia política de América de la Virgen de Guadalupe, el significado social del Concilio Vaticano II, que pontífice significa “constructor de puentes” (y que era un alto sacerdocio romano) o que Lola Pons en estas páginas parafrasea el Evangelio y la oración del ángelus cuando titula su columna “El Ángel del Señor se anunció a…”. No hay que creer en nada para entenderlo, igual que conocer la cultura grecorromana no implica sacrificar un pollo y leerle las entrañas antes de tomar un avión, pero permite disfrutar de algunas creaciones de Botticelli o de Shakespeare, entre otros maestros. No se puede entender ni disfrutar en su plenitud La Piedad que un chaval de 20 años llamado Miguel Ángel arrancó de un bloque de mármol sin conocer la causa del dolor que siente la mujer que sostiene el cadáver de su hijo y el sentido de esa muerte. No hay que ser un católico militante para conocer la importancia que tuvo para Europa la red de monasterios que fundó san Benito o que el primero que habló de renta mínima universal fue (santo) Tomás Moro.

La cultura religiosa cristiana no destruyó a la grecorromana. Si hubiera sido así, Lope de Vega o Rubens no hubieran podido crear algunas de sus obras más de un milenio después. Al contrario, se produjo un enaltecimiento cultural de la creencia derrotada y demostró que saber de religión no es rezar. Es tener cultura. Jorge Marirrodriga es doctor en Periodismo y periodista de EL PAÍS. 








Feliz sin culpa y sin nostalgia. La nostalgia de un orden perdido es una perversión eticoemocional que conduce al melancólico desengaño de forma incurable: ni ese orden existió nunca ni tuvo nada de ideal, aunque la percepción de cada sujeto pueda hacer creer que fue así, o lo fue para algunos de la propia tribu, y que hubo un tiempo irrecuperable en que la liturgia católica pautaba la vida, la edad adulta con sus bautismos, sus bodas, sus procesiones visibles e invisibles, sus devociones y sus sacramentos. Cosa distinta es que la nostalgia se alimente de vivencias pasadas y reales en las que uno/una fue feliz o sintió que todo se ajustaba a una armonía gaseosa pero cierta e ida, cuando a cada hecho le sucedía su correspondiente celebración o cuando cada momento vital se consagraba con su propia rutina de naftalina y parafernalia.

Los desgraciados que no hemos tenido esa vivencia de la armonía y tuvimos que ir improvisando rituales podemos ser, a ojos de los nostálgicos de un presunto viejo orden, carne humana desperdiciada o incluso insensibles seres ineptos para la comunidad, condenados a los márgenes insalubres de la anarquía civil y social. Muchos nos sentimos confortablemente instalados en ese margen y admiramos con devoción indostánica la fidelidad emocional de tantos a esas liturgias civiles asociadas a la familia, a los padres, a los abuelos, a los primos y las primas (y los escarceos sexuales, las miradas prolongadas, los avistamientos de un pedazo de ropa secreta) y a una patulea de familiares que muchos identifican a simple vista y algunos otros no sabemos ni identificar por el nombre del parentesco.

¿Qué tendrá de malo buscar la perpetuación de esas comilonas con la abuela piripi, el padre tambaleante, la madre agobiada y las sobrinas enloquecidas con media copita de ratafía? Pero si eso debe de ser la sal de la vida para la memoria de tantos que han dejado de ir al pueblo y a recorrer la calle mayor en procesión o asistir a la misa del gallo (eso sí es en verdad el misterio). Diría que si esa nostalgia o añoranza tibia aflora hoy es porque por fortuna la secularización de marras, por la que clamaron durante siglos los intelectuales herederos de la Ilustración y sus sucesores, ha ido conquistando espacios no solo sociales y públicos sino también íntimos, privados y familiares, donde a veces ni siquiera se sabe demasiado bien qué carajo será eso de la familia: ¿cuál?, ¿la primera pareja, la segunda, la tercera? Por fortuna, la gente ya no ata su vida a la primera ni se sabe esclava de una decisión de juventud, igual que hemos aprendido a desatarnos de las ataduras de la familia cristiana, al menos aquellos a quienes nadie metió con calzador la culpa en el biberón, en la papilla de frutas, en las primeras gominolas y en las merendolas de los cumpleaños.

Es cierto que si el cristianismo se diluye como código osmóticamente compartido más de la mitad de los cuadros y conjuntos escultóricos del arte occidental (y parte de su literatura) dejarán de tener sentido para muchos y apenas podrán ir más allá de apreciar lo bien puesta que está la luz en el manto de la virgen o el brillo turbador de un reflejo en un san Sebastián acribillado a saetas o la hipnosis absoluta de la música de Bach, de Haendel o Vivaldi. Habrá que aprenderlo o enseñarlo para que ese arte transmita lo que quiso transmitir en su tiempo (y en el nuestro): se trata de estudiar un poco más, leer lo que no se ha leído y dotarse de las herramientas culturales para descifrar la codificación artística que ha ido diluyéndose. Nada más. Seguirá vigente la agenda tremenda de la abuela dulcísimamente tiránica a la que nadie se atreve a llevar la contraria para que no monte un cristo (nunca mejor dicho) de tres pares de narices en la víspera del 24 de diciembre o en la comida del 25 o en la Semana Santa de todos los dolores. No vaya a ser que a uno de los comensales incorporados a la familia —ecuatoriano, marroquí, ucranio, palestino— se le ocurra sacar a la mesa no sé qué maravilloso dulce, aperitivo o plato que rompa el perfecto equilibrio armónico de los buenos y viejos tiempos que nunca existieron. O al menos nunca existieron en familias felizmente descompuestas, funcionalmente disfuncionales, apátridas sentimentales y a ratos, solo a ratos, esquivos, felices. Sin culpa. Jordi Gracia es catedrático de Literatura española en la Universidad de Barcelona y codirector de la revista TintaLibre.