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martes, 15 de abril de 2025
lunes, 14 de abril de 2025
Un cruce entre Flaubert y Hugo. Especial 1 de hoy lunes, 14 de abril de 2025
Al menos en el ámbito de nuestra lengua, tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un escritor tan grande como el autor de ‘La ciudad y los perros’, dice de Vargas Llosa el también escritor Javier Cercas en El País [Vargas Llosa, un cruce entre Gustave Flaubert y Victor Hugo, 14/04/2025]. Mario Vargas Llosa dijo alguna vez que de joven soñaba con ser un escritor francés, comienza diciendo Cercas. Pues bien, si yo tuviera que resumirle hoy a un lector francés qué ha significado Vargas Llosa en nuestra cultura, diría lo siguiente: un cruce entre Gustave Flaubert y Victor Hugo. De Flaubert poseía Vargas Llosa la disciplina obsesiva y la extrema sofisticación formal (que combinó con la de William Faulkner, hechas las sumas y las restas su escritor favorito); de Victor Hugo, la ambición descomunal y la abrumadora presencia pública. Lo cierto sin embargo es que resulta muy difícil hacerse ahora mismo cargo del tamaño de este hombre que acaba de fallecer en Lima, a los 89 años. En realidad, la forma más simple de hacerlo, y acaso la más exacta, es hacer un recordatorio elemental: a los 26 años, Vargas Llosa publicó La ciudad y los perros; a los 30, La casa verde; a los 33, Conversación en La Catedral. Esto significa que, si Vargas Llosa hubiera muerto con menos de 35 años, justo después de haber publicado la última de esas tres obras maestras, no hubiera habido más remedio que considerarlo como uno de los mejores novelistas de nuestra lengua.
El problema —el problema para los escritores que venimos después de él, claro está, la inmensa mayoría de los cuales parecemos a su lado enanitos— es que más tarde publicó cosas como La tía Julia y el escribidor, como La guerra del fin del mundo o como La fiesta del Chivo, novelas que están a la altura de las primeras que publicó, o casi. Más aún, el problema es que, cuando Vargas Llosa parecía un novelista menor, en realidad era un novelista mayor, sobre todo si se lo compara con los demás novelistas de su época: lean Historia de Mayta, por ejemplo, o Travesuras de la niña mala, y comprenderán de qué hablo. En resumen: es muy difícil encontrar un novelista de nuestra lengua —o un novelista a secas— que haya escrito un conjunto de novelas como el que escribió Vargas Llosa.
Lo que acabo de escribir es lo esencial; todo lo demás resulta casi anecdótico. Es un hecho que, aunque ante todo fue un novelista, Vargas Llosa fue también muchas otras cosas; entre ellas, un gran ensayista literario. Se trata de una faceta de su obra mucho menos conocida que otras, pero lo cierto es que, salvo tal vez Milan Kundera, ningún novelista ha elaborado en las últimas décadas una teoría tan coherente, poderosa y persuasiva acerca de la novela y de la labor del novelista; los libros sobre García Márquez, Flaubert o Victor Hugo, o los ensayos contenidos en La verdad de las mentiras o en los diversos volúmenes de Contra viento y marea (incluso un librito de apariencia anecdótica como Cartas a un joven novelista) dan ganas de asentir a esa máxima que asegura, tal vez injustamente, que en realidad los mejores críticos literarios son los propios creadores.
Por lo demás, no hay duda de que, sobre todo en sus últimos años, el Vargas Llosa público —el Vargas Llosa político— oscureció al Vargas Llosa creador, como a su modo le ocurrió a Victor Hugo; es lamentable, pero también natural: para determinadas personas, era más satisfactorio —y desde luego más fácil— abominar de Vargas Llosa por no sé qué opinión más o menos desafortunada que leer las casi 700 páginas de Conversación en La Catedral, o simplemente las más de 300 de La llamada de la tribu, su último gran ensayo político, dedicado a examinar la obra de los pensadores que más influyeron en él, de Adam Smith a Isaiah Berlin, pasando por Ortega y Gasset o Karl Popper. Pero, si hubieran leído sin prejuicios este último libro, algunos de sus apresurados detractores hubieran advertido que Vargas Llosa era en muchos sentidos mucho más progresista que tantos que se llaman a sí mismos progresistas, y sobre todo que era ante todo un demócrata radical, que es lo que cualquier demócrata debería ser. Y, si esas personas hubieran leído la obra de Vargas Llosa de principio a fin —una de las experiencias más gratificantes en las que puede embarcarse un lector de nuestra lengua—, se habrían dado cuenta de que, al margen de los aciertos y los errores que cometió, como intelectual Vargas Llosa podría perfectamente definirse con las palabras que Lionel Trilling empleó para definir a George Orwell: era “a virtuous man”, un hombre virtuoso.
Recuerdo a este propósito la última vez que lo vi, en su casa de Madrid, en compañía de mi amigo Héctor Abad Faciolince. Pasamos la tarde hablando de literatura, y en algún momento Mario nos mostró un ejemplar de la primera edición de Madame Bovary, su novela fetiche, aquella que, según confesión propia, le convirtió en el escritor que fue; hacia el final, inevitablemente, hablamos de política. Fue entonces cuando Héctor le formuló una pregunta que yo nunca me habría atrevido a formularle, sobre todo a aquellas alturas de su vida. “Mario”, le dijo Héctor, “¿no crees que las críticas brutales e injustas que recibiste de la izquierda latinoamericana por tu alejamiento de la Cuba de Castro y del comunismo te hicieron acercarte demasiado a la derecha?”. La respuesta de Vargas Llosa fue un ejemplo perfecto de su probidad intelectual: “Puede ser”, dijo.
Pero todo esto en el fondo son minucias. Pocos se acuerdan hoy de lo que ocurría en la Francia de Flaubert y Victor Hugo, y mucho menos de quienes la gobernaban, pero todos seguimos leyendo Madame Bovary y Los miserables; pocos se acordarán en un futuro próximo de lo que está ocurriendo ahora mismo en Latinoamérica o en España, y mucho menos de quienes las gobiernan, pero durante largos años seguiremos leyendo La ciudad y los perros o La casa verde. Al menos en el ámbito de nuestra lengua, tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un escritor tan grande como Vargas Llosa: tan grande y tan rico de aventura. Javier Cercas es escritor y académico de la Real Academia Española.
De las entradas del blog de hoy lunes, 14 de abril de 2025
De los enemigos internos de las democracias
El Estado de derecho no se erosiona tanto por las políticas de los gobiernos como por el maltrato de los procedimientos, especialmente los que permiten la alternativa, escribe en El País [Cómo defender la democracia de sus enemigos internos, 24/03/2025] el politólogo Daniel Innerarity. Cualquier Gobierno, comienza diciendo, también y especialmente aquel que se presenta como autoritario o regresivo, suscita formas de resistencia. En una democracia y en el contexto global, no hay acción sin reacción, decisión sin protesta, soberanos que no sean observados; quien actúa en un mundo global e interdependiente se enfrenta a las consecuencias de lo que hace de una manera especialmente intensa.
El principal adversario de los gobiernos despóticos es el principio de realidad, es decir, el choque con las resistencias de los gobernados y con las aspiraciones del resto de los actores políticos, en el plano interno y en el internacional. Por supuesto que hablar de un principio de realidad no implica que alguien disfrute del monopolio de establecer lo que debe considerarse real, puesto que el pluralismo ideológico consiste precisamente en que no hay una definición indiscutible de la realidad. Me refiero a algo más elemental que se opone a las pretensiones de control: la simple resistencia de las cosas a ser gobernadas, frente a cualquier tipo de gobierno, una resistencia que se dispara todavía más cuando ese gobierno pretende ejercerse de modo autoritario.
Examinemos el nuevo Gobierno de Trump como un caso de pretensiones autoritarias y las posibles resistencias que habrá de encontrar. De entrada, hay muchas circunstancias que parecen presagiar que se saldrá con la suya, sobre todo si tenemos en cuenta el desmontaje minucioso de los tradicionales checks and balances de la democracia liberal: dispone de la mayoría en las dos Cámaras; ha erosionado la independencia del poder judicial; se ha hecho con el favor de influyentes medios de comunicación y las redes sociales. Ahora bien, tal vez el Congreso le recuerde que no puede desmantelar unilateralmente áreas enteras del Gobierno sin su aprobación; los jueces ya han dicho que es ilegal el intento de cerrar USAID (la agencia de ayuda al desarrollo); podría ocurrir que incluso un Tribunal Supremo dominado por republicanos falle que el presidente ha excedido sus límites. También es previsible la activación de contrapoderes de diverso tipo, tanto en el plano institucional como en el social: se opondrán a muchas de sus medidas los Estados dirigidos por los demócratas e incluso aquellos cargos públicos republicanos que tendrían difícil su reelección si apoyaran ciertas leyes o la supresión de los proyectos de infraestructuras; los funcionarios se defenderán en los tribunales frente a la eliminación de agencias y ministerios; el efecto que tenga el aumento de aranceles sobre la inflación puede implicar consecuencias sociales indeseadas para el Gobierno; no es previsible que las empresas acepten la expulsión masiva de los sin papeles, a quienes necesitan, especialmente en la agricultura, la hostelería o la construcción. Los mercados no deben dictar la política de los gobiernos, por supuesto, pero no se puede gobernar sin la información que proporcionan, y ahora hemos comprobado que los accionistas de Tesla han anticipado mejor el futuro que los votantes de Trump. La impotencia de los gobernantes autoritarios es un motivo de esperanza democrática, en ocasiones el único.
Además de confiar en la activación de esas resistencias, ¿cómo se defiende la democracia representativa, pluralista, de sus eventuales maltratadores? Para afrontar el desafío de los gobiernos autoritarios es muy importante comenzar identificando bien en qué consiste su amenaza.
Hay crisis de la democracia cuando los adversarios no se reconocen la correspondiente legitimidad, cuando están bloqueadas las posibilidades de acuerdo y transacción, cuando el cambio de gobierno es inverosímil (por exclusión o por una desigualdad consolidada en cuanto a las oportunidades de competir). Trump habría hecho imposible el traspaso de poderes en 2021 si hubiera estado en su mano, como intentaron los partidarios de Bolsonaro en 2023; en muchos países del mundo la oposición es criminalizada o se ve sometida a una fuerte limitación de sus derechos.
La democracia no se erosiona tanto por el contenido, por las políticas que llevan a cabo los gobiernos, como por las formas, porque se maltratan los procedimientos, especialmente aquellos que permiten la configuración de alternativas. Este ataque puede ser físico o verbal, desde el asalto a las instituciones cuando se han perdido las elecciones hasta declarar ilegítimo al gobierno que simplemente no nos gusta. La democracia requiere una peculiar cultura política que se deteriora cuando una parte de la sociedad considera que quienes no comparten la propia visión pueden ser excluidos del campo de juego, cuando se arroga una representación que no le corresponde (la del pueblo entero y no de una parte), si trata a los adversarios como enemigos, si plantea sus opiniones políticas como no susceptibles de transacción y compromiso, cuando extiende demasiado el perímetro de sus convicciones no negociables o abusa de las disyuntivas y las incompatibilidades.
El respeto a los adversarios es necesario para que, ganen o pierdan, formen parte de nuestra comunidad política. Y la primera forma de respeto consiste en que las elecciones proporcionen iguales oportunidades a todos los que aspiran a gobernar. Esos procedimientos pueden estar viciados de manera que excluyan sistemáticamente a unos, pero también ocurre que, siendo justos los procedimientos, son impugnados por aquellos que han perdido y sin más razones que el desagrado de haber perdido. Una de las propiedades más importantes de la democracia es que, más allá de la mera existencia de la oposición, se asegure la lealtad de quienes deseaban otro Gobierno, de manera que sus decisiones —por muy contrarias e incluso equivocadas que les parezcan— sean consideradas vinculantes y legítimas también por parte de quienes no están a favor del Gobierno. Se trata del llamado “consentimiento de los perdedores”. Las decisiones mayoritarias tienen legitimidad, pero una democracia exige también que tales decisiones puedan ser consideradas vinculantes por quienes están en desacuerdo con su contenido.
Estamos hablando del clásico esquema gobierno/oposición. Ahora bien, con la irrupción de ciertos actores aparece una oposición que no se ajusta a la normalidad del proceso político; es una oposición interna y externa a la vez: ocupan escaños en nuestros parlamentos, pero revientan la conversación; están dentro de las instituciones de la Unión Europa, pero pretenden el retorno de los viejos Estados soberanos; se dicen parte del mundo libre (de eso que llamábamos “Occidente”), mientras ceden poder a los plutócratas interiores y pactan con los imperialistas exteriores. ¿Cómo activar la resistencia democrática ante una amenaza que se presenta en nombre de la democracia y en el seno de la democracia?
Si estamos de acuerdo en que la erosión de las democracias procede de que no hay una cultura política que reconoce legitimidad a los ganadores y a los perdedores, a los primeros para gobernar con limitaciones y a los segundos para oponerse aceptando la legitimidad de quienes gobiernan, entonces la cuestión acerca de qué hacer con la extrema derecha requiere una estrategia sofisticada: no puede consistir en su mera exclusión. Ciertas formas de confrontación hiperventilada con la extrema derecha pueden proporcionar alguna ganancia en el corto plazo, pero terminan dañando ese juego de limitaciones recíprocas sin el cual la democracia no puede sobrevivir. Plantear las cosas así es ofrecer un terreno muy favorable a las opciones políticas antidemocráticas. Una defensa democrática de la democracia no puede agotarse en el combate contra sus enemigos; su exclusión a la hora de configurar gobiernos bajo la forma de las “líneas rojas” no es más que un arreglo provisional. Una solución democrática y duradera (todo lo estable que una democracia permite) solo puede provenir, en última instancia, de la recuperación de quienes votan a esas opciones tan inquietantes; la defensa democrática de la democracia consiste en restar plausibilidad a quienes la erosionan con argumentos que apelan tramposamente a ella o abogan sin más por encontrar fuera de la democracia soluciones a los problemas de la gente. La torpeza de las soluciones que plantean no nos exime de abordar los problemas para los que las extremas derechas son una pésima solución. Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la cátedra Inteligencia Artificial y Democracia en el Instituto Europeo de Florencia. Acaba de publicar Una teoría crítica de la inteligencia artificial (Galaxia Gutenberg), premio Eugenio Trías de Ensayo.
[ARCHIVO DEL BLOG] Del fracaso de la República a la guerra civil. Un análisis de Stanley G. Payne. Publicado el 03/10/2016
En el ya lejanísimo verano de 1966, con veinte años recién cumplidos, leía mi tesina de graduación en la Escuela Social de Madrid. Llevaba el pomposo y conflictivo (para la época) titulo de El futuro político de España, y recuerdo que citaba en ella unas palabras del todopoderoso por aquel entonces director del diario Pueblo, órgano del sindicalismo vertical franquista, Emilio Romero, nada sospechoso de veleidades izquierdistas, que había comentado con énfasis que a la Segunda República española se la "cargó" (esas eran sus palabras exactas) una derecha cerril y montaraz que se negó a colaborar con ella. No le faltaba razón a don Emilio. Yo también lo pensaba entonces, quizá sin mucho fundamento dados mis escasos conocimientos históricos en aquel momento. Pero no todo el mundo pensaba lo mismo, ni entonces ni ahora. Y es que como decía Voltaire la verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura.
Del poema de cada día. Hoy, Ez dugu eguzkia helburu / No buscamos el sol, de Mikel Etxaburu
EZ DUGU EGUZKIA HELBURU
Ipurtargiak ez du eguzkia helburu.
Ematen du bere burua ikusteko lain argi;
eta nahikoa zaio nor den ez ahazteko.
Gure plazetako farolek ere ez dute eguzkia ordezkatu nahi,
elkar ikusteko lain argi ematen digute.
Eta nahikoa zaigu argi nabar hori batak bestea besarkatzeko.
Nahikoa zaigu plazetako farolen argi horia
konstelazio berriekin amesteko.
Ipurtargiek bezala, guk ere, ez dugu eguzkia helburu,
nahikoa zaigulako gure herrietako farolen epela
elkarrekin bide berriak argitzeko.
*****
NO BUSCAMOS EL SOL
La luciérnaga no busca el sol.
Da suficiente luz como para reconocerse;
y le basta para no olvidar quién es.
Las farolas de nuestras plazas tampoco buscan sustituir al sol,
dan luz suficiente como para vernos.
Y nos basta esa luz pálida para abrazarnos.
Y nos basta la luz amarilla de las farolas de las plazas
para soñar con nuevas constelaciones.
Igual que las luciérnagas, nosotros tampoco aspiramos al sol.
Nos basta el calor tenue de las farolas de nuestros pueblos
para alumbrar nuevos caminos.
Igual que las luciérnagas.
MIKEL ETXABURO (1969)
poeta español