martes, 15 de abril de 2025

De las viñetas de humor del blog de hoy martes, 15 de abril de 2025

 






























 












lunes, 14 de abril de 2025

Un cruce entre Flaubert y Hugo. Especial 1 de hoy lunes, 14 de abril de 2025

 






Al menos en el ámbito de nuestra lengua, tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un escritor tan grande como el autor de ‘La ciudad y los perros’, dice de Vargas Llosa el también escritor Javier Cercas en El País [Vargas Llosa, un cruce entre Gustave Flaubert y Victor Hugo, 14/04/2025]. Mario Vargas Llosa dijo alguna vez que de joven soñaba con ser un escritor francés, comienza diciendo Cercas. Pues bien, si yo tuviera que resumirle hoy a un lector francés qué ha significado Vargas Llosa en nuestra cultura, diría lo siguiente: un cruce entre Gustave Flaubert y Victor Hugo. De Flaubert poseía Vargas Llosa la disciplina obsesiva y la extrema sofisticación formal (que combinó con la de William Faulkner, hechas las sumas y las restas su escritor favorito); de Victor Hugo, la ambición descomunal y la abrumadora presencia pública. Lo cierto sin embargo es que resulta muy difícil hacerse ahora mismo cargo del tamaño de este hombre que acaba de fallecer en Lima, a los 89 años. En realidad, la forma más simple de hacerlo, y acaso la más exacta, es hacer un recordatorio elemental: a los 26 años, Vargas Llosa publicó La ciudad y los perros; a los 30, La casa verde; a los 33, Conversación en La Catedral. Esto significa que, si Vargas Llosa hubiera muerto con menos de 35 años, justo después de haber publicado la última de esas tres obras maestras, no hubiera habido más remedio que considerarlo como uno de los mejores novelistas de nuestra lengua.

El problema —el problema para los escritores que venimos después de él, claro está, la inmensa mayoría de los cuales parecemos a su lado enanitos— es que más tarde publicó cosas como La tía Julia y el escribidor, como La guerra del fin del mundo o como La fiesta del Chivo, novelas que están a la altura de las primeras que publicó, o casi. Más aún, el problema es que, cuando Vargas Llosa parecía un novelista menor, en realidad era un novelista mayor, sobre todo si se lo compara con los demás novelistas de su época: lean Historia de Mayta, por ejemplo, o Travesuras de la niña mala, y comprenderán de qué hablo. En resumen: es muy difícil encontrar un novelista de nuestra lengua —o un novelista a secas— que haya escrito un conjunto de novelas como el que escribió Vargas Llosa.

Lo que acabo de escribir es lo esencial; todo lo demás resulta casi anecdótico. Es un hecho que, aunque ante todo fue un novelista, Vargas Llosa fue también muchas otras cosas; entre ellas, un gran ensayista literario. Se trata de una faceta de su obra mucho menos conocida que otras, pero lo cierto es que, salvo tal vez Milan Kundera, ningún novelista ha elaborado en las últimas décadas una teoría tan coherente, poderosa y persuasiva acerca de la novela y de la labor del novelista; los libros sobre García Márquez, Flaubert o Victor Hugo, o los ensayos contenidos en La verdad de las mentiras o en los diversos volúmenes de Contra viento y marea (incluso un librito de apariencia anecdótica como Cartas a un joven novelista) dan ganas de asentir a esa máxima que asegura, tal vez injustamente, que en realidad los mejores críticos literarios son los propios creadores.

Por lo demás, no hay duda de que, sobre todo en sus últimos años, el Vargas Llosa público —el Vargas Llosa político— oscureció al Vargas Llosa creador, como a su modo le ocurrió a Victor Hugo; es lamentable, pero también natural: para determinadas personas, era más satisfactorio —y desde luego más fácil— abominar de Vargas Llosa por no sé qué opinión más o menos desafortunada que leer las casi 700 páginas de Conversación en La Catedral, o simplemente las más de 300 de La llamada de la tribu, su último gran ensayo político, dedicado a examinar la obra de los pensadores que más influyeron en él, de Adam Smith a Isaiah Berlin, pasando por Ortega y Gasset o Karl Popper. Pero, si hubieran leído sin prejuicios este último libro, algunos de sus apresurados detractores hubieran advertido que Vargas Llosa era en muchos sentidos mucho más progresista que tantos que se llaman a sí mismos progresistas, y sobre todo que era ante todo un demócrata radical, que es lo que cualquier demócrata debería ser. Y, si esas personas hubieran leído la obra de Vargas Llosa de principio a fin —una de las experiencias más gratificantes en las que puede embarcarse un lector de nuestra lengua—, se habrían dado cuenta de que, al margen de los aciertos y los errores que cometió, como intelectual Vargas Llosa podría perfectamente definirse con las palabras que Lionel Trilling empleó para definir a George Orwell: era “a virtuous man”, un hombre virtuoso.

Recuerdo a este propósito la última vez que lo vi, en su casa de Madrid, en compañía de mi amigo Héctor Abad Faciolince. Pasamos la tarde hablando de literatura, y en algún momento Mario nos mostró un ejemplar de la primera edición de Madame Bovary, su novela fetiche, aquella que, según confesión propia, le convirtió en el escritor que fue; hacia el final, inevitablemente, hablamos de política. Fue entonces cuando Héctor le formuló una pregunta que yo nunca me habría atrevido a formularle, sobre todo a aquellas alturas de su vida. “Mario”, le dijo Héctor, “¿no crees que las críticas brutales e injustas que recibiste de la izquierda latinoamericana por tu alejamiento de la Cuba de Castro y del comunismo te hicieron acercarte demasiado a la derecha?”. La respuesta de Vargas Llosa fue un ejemplo perfecto de su probidad intelectual: “Puede ser”, dijo.

Pero todo esto en el fondo son minucias. Pocos se acuerdan hoy de lo que ocurría en la Francia de Flaubert y Victor Hugo, y mucho menos de quienes la gobernaban, pero todos seguimos leyendo Madame Bovary y Los miserables; pocos se acordarán en un futuro próximo de lo que está ocurriendo ahora mismo en Latinoamérica o en España, y mucho menos de quienes las gobiernan, pero durante largos años seguiremos leyendo La ciudad y los perros o La casa verde. Al menos en el ámbito de nuestra lengua, tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un escritor tan grande como Vargas Llosa: tan grande y tan rico de aventura. Javier Cercas es escritor y académico de la Real Academia Española.













De las entradas del blog de hoy lunes, 14 de abril de 2025

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes, 14 de abril de 2025. Y feliz Semana Santa también a todos los creyentes. El Estado de derecho no se erosiona tanto por las políticas de los gobiernos, comenta en la primera de las entradas del blog de hoy el politólogo Daniel Innerarity, como por el maltrato de los procedimientos, especialmente los que permiten la alternativa de gobierno. La segunda es un archivo del blog de octubre de 2016 en el que se comentaba que está en la naturaleza de la historia y en la condición histórica de la existencia humana el que los hechos queden sujetos a reinterpretación continua, de suerte que solo cabe hablar de verdades, histórica y definitivamente establecidas, en lo que concierne a la consistencia fáctica de los hechos acaecidos, pero no respecto a su sentido profundo o al alcance de sus efectos. El poema del día, en la tercera, en euskera y en castellano, es del poeta Miquel Etxaburu, se titula No buscamos el sol y comienza con estos versos: La luciérnaga no busca el sol./Da suficiente luz como para reconocerse;/y le basta para no olvidar quién es. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt











De los enemigos internos de las democracias

 







El Estado de derecho no se erosiona tanto por las políticas de los gobiernos como por el maltrato de los procedimientos, especialmente los que permiten la alternativa, escribe en El País [Cómo defender la democracia de sus enemigos internos, 24/03/2025] el politólogo Daniel Innerarity. Cualquier Gobierno, comienza diciendo, también y especialmente aquel que se presenta como autoritario o regresivo, suscita formas de resistencia. En una democracia y en el contexto global, no hay acción sin reacción, decisión sin protesta, soberanos que no sean observados; quien actúa en un mundo global e interdependiente se enfrenta a las consecuencias de lo que hace de una manera especialmente intensa.

El principal adversario de los gobiernos despóticos es el principio de realidad, es decir, el choque con las resistencias de los gobernados y con las aspiraciones del resto de los actores políticos, en el plano interno y en el internacional. Por supuesto que hablar de un principio de realidad no implica que alguien disfrute del monopolio de establecer lo que debe considerarse real, puesto que el pluralismo ideológico consiste precisamente en que no hay una definición indiscutible de la realidad. Me refiero a algo más elemental que se opone a las pretensiones de control: la simple resistencia de las cosas a ser gobernadas, frente a cualquier tipo de gobierno, una resistencia que se dispara todavía más cuando ese gobierno pretende ejercerse de modo autoritario.

Examinemos el nuevo Gobierno de Trump como un caso de pretensiones autoritarias y las posibles resistencias que habrá de encontrar. De entrada, hay muchas circunstancias que parecen presagiar que se saldrá con la suya, sobre todo si tenemos en cuenta el desmontaje minucioso de los tradicionales checks and balances de la democracia liberal: dispone de la mayoría en las dos Cámaras; ha erosionado la independencia del poder judicial; se ha hecho con el favor de influyentes medios de comunicación y las redes sociales. Ahora bien, tal vez el Congreso le recuerde que no puede desmantelar unilateralmente áreas enteras del Gobierno sin su aprobación; los jueces ya han dicho que es ilegal el intento de cerrar USAID (la agencia de ayuda al desarrollo); podría ocurrir que incluso un Tribunal Supremo dominado por republicanos falle que el presidente ha excedido sus límites. También es previsible la activación de contrapoderes de diverso tipo, tanto en el plano institucional como en el social: se opondrán a muchas de sus medidas los Estados dirigidos por los demócratas e incluso aquellos cargos públicos republicanos que tendrían difícil su reelección si apoyaran ciertas leyes o la supresión de los proyectos de infraestructuras; los funcionarios se defenderán en los tribunales frente a la eliminación de agencias y ministerios; el efecto que tenga el aumento de aranceles sobre la inflación puede implicar consecuencias sociales indeseadas para el Gobierno; no es previsible que las empresas acepten la expulsión masiva de los sin papeles, a quienes necesitan, especialmente en la agricultura, la hostelería o la construcción. Los mercados no deben dictar la política de los gobiernos, por supuesto, pero no se puede gobernar sin la información que proporcionan, y ahora hemos comprobado que los accionistas de Tesla han anticipado mejor el futuro que los votantes de Trump. La impotencia de los gobernantes autoritarios es un motivo de esperanza democrática, en ocasiones el único.

Además de confiar en la activación de esas resistencias, ¿cómo se defiende la democracia representativa, pluralista, de sus eventuales maltratadores? Para afrontar el desafío de los gobiernos autoritarios es muy importante comenzar identificando bien en qué consiste su amenaza.

Hay crisis de la democracia cuando los adversarios no se reconocen la correspondiente legitimidad, cuando están bloqueadas las posibilidades de acuerdo y transacción, cuando el cambio de gobierno es inverosímil (por exclusión o por una desigualdad consolidada en cuanto a las oportunidades de competir). Trump habría hecho imposible el traspaso de poderes en 2021 si hubiera estado en su mano, como intentaron los partidarios de Bolsonaro en 2023; en muchos países del mundo la oposición es criminalizada o se ve sometida a una fuerte limitación de sus derechos.

La democracia no se erosiona tanto por el contenido, por las políticas que llevan a cabo los gobiernos, como por las formas, porque se maltratan los procedimientos, especialmente aquellos que permiten la configuración de alternativas. Este ataque puede ser físico o verbal, desde el asalto a las instituciones cuando se han perdido las elecciones hasta declarar ilegítimo al gobierno que simplemente no nos gusta. La democracia requiere una peculiar cultura política que se deteriora cuando una parte de la sociedad considera que quienes no comparten la propia visión pueden ser excluidos del campo de juego, cuando se arroga una representación que no le corresponde (la del pueblo entero y no de una parte), si trata a los adversarios como enemigos, si plantea sus opiniones políticas como no susceptibles de transacción y compromiso, cuando extiende demasiado el perímetro de sus convicciones no negociables o abusa de las disyuntivas y las incompatibilidades.

El respeto a los adversarios es necesario para que, ganen o pierdan, formen parte de nuestra comunidad política. Y la primera forma de respeto consiste en que las elecciones proporcionen iguales oportunidades a todos los que aspiran a gobernar. Esos procedimientos pueden estar viciados de manera que excluyan sistemáticamente a unos, pero también ocurre que, siendo justos los procedimientos, son impugnados por aquellos que han perdido y sin más razones que el desagrado de haber perdido. Una de las propiedades más importantes de la democracia es que, más allá de la mera existencia de la oposición, se asegure la lealtad de quienes deseaban otro Gobierno, de manera que sus decisiones —por muy contrarias e incluso equivocadas que les parezcan— sean consideradas vinculantes y legítimas también por parte de quienes no están a favor del Gobierno. Se trata del llamado “consentimiento de los perdedores”. Las decisiones mayoritarias tienen legitimidad, pero una democracia exige también que tales decisiones puedan ser consideradas vinculantes por quienes están en desacuerdo con su contenido.

Estamos hablando del clásico esquema gobierno/oposición. Ahora bien, con la irrupción de ciertos actores aparece una oposición que no se ajusta a la normalidad del proceso político; es una oposición interna y externa a la vez: ocupan escaños en nuestros parlamentos, pero revientan la conversación; están dentro de las instituciones de la Unión Europa, pero pretenden el retorno de los viejos Estados soberanos; se dicen parte del mundo libre (de eso que llamábamos “Occidente”), mientras ceden poder a los plutócratas interiores y pactan con los imperialistas exteriores. ¿Cómo activar la resistencia democrática ante una amenaza que se presenta en nombre de la democracia y en el seno de la democracia?

Si estamos de acuerdo en que la erosión de las democracias procede de que no hay una cultura política que reconoce legitimidad a los ganadores y a los perdedores, a los primeros para gobernar con limitaciones y a los segundos para oponerse aceptando la legitimidad de quienes gobiernan, entonces la cuestión acerca de qué hacer con la extrema derecha requiere una estrategia sofisticada: no puede consistir en su mera exclusión. Ciertas formas de confrontación hiperventilada con la extrema derecha pueden proporcionar alguna ganancia en el corto plazo, pero terminan dañando ese juego de limitaciones recíprocas sin el cual la democracia no puede sobrevivir. Plantear las cosas así es ofrecer un terreno muy favorable a las opciones políticas antidemocráticas. Una defensa democrática de la democracia no puede agotarse en el combate contra sus enemigos; su exclusión a la hora de configurar gobiernos bajo la forma de las “líneas rojas” no es más que un arreglo provisional. Una solución democrática y duradera (todo lo estable que una democracia permite) solo puede provenir, en última instancia, de la recuperación de quienes votan a esas opciones tan inquietantes; la defensa democrática de la democracia consiste en restar plausibilidad a quienes la erosionan con argumentos que apelan tramposamente a ella o abogan sin más por encontrar fuera de la democracia soluciones a los problemas de la gente. La torpeza de las soluciones que plantean no nos exime de abordar los problemas para los que las extremas derechas son una pésima solución. Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la cátedra Inteligencia Artificial y Democracia en el Instituto Europeo de Florencia. Acaba de publicar Una teoría crítica de la inteligencia artificial (Galaxia Gutenberg), premio Eugenio Trías de Ensayo.












[ARCHIVO DEL BLOG] Del fracaso de la República a la guerra civil. Un análisis de Stanley G. Payne. Publicado el 03/10/2016











Dicen los historiadores Pilar y Alfonso Fernández-Miranda en su libro Lo que el Rey me ha pedido (Plaza & Janes, Barcelona, 1995), que leí en septiembre de 1995 y ayer terminé de releer por segunda vez con enorme placer, que está en la naturaleza de la historia y en la condición histórica de la existencia humana el que los hechos queden sujetos a reinterpretación continua, de suerte que solo cabe hablar de verdades, histórica y definitivamente establecidas, en lo que concierne a la consistencia fáctica de los hechos acaecidos, pero no respecto a su sentido profundo o al alcance de sus efectos. Es un criterio que como historiador me parece correcto y a él procuro atenerme en la medida de mis conocimientos.
En el ya lejanísimo verano de 1966, con veinte años recién cumplidos, leía mi tesina de graduación en la Escuela Social de Madrid. Llevaba el pomposo y conflictivo (para la época) titulo de El futuro político de España, y recuerdo que citaba en ella unas palabras del todopoderoso por aquel entonces director del diario Pueblo, órgano del sindicalismo vertical franquista, Emilio Romero, nada sospechoso de veleidades izquierdistas, que había comentado con énfasis que a la Segunda República española se la "cargó" (esas eran sus palabras exactas) una derecha cerril y montaraz que se negó a colaborar con ella. No le faltaba razón a don Emilio. Yo también lo pensaba entonces, quizá sin mucho fundamento dados mis escasos conocimientos históricos en aquel momento. Pero no todo el mundo pensaba lo mismo, ni entonces ni ahora. Y es que como decía Voltaire la verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura. 
De entonces a acá, y sin que la susodicha tesina figure en antología alguna sobre la historia de la Segunda República ni tan siquiera de la última etapa del régimen franquista y su posible evolución una vez "cumplidas las previsiones sucesorias", que era de lo que trataba, se ha escrito suficientemente sobre el tema como para no insistir excesivamente en él. Como siempre he defendido que la Historia, como ciencia social que es, la deben hacer los historiadores y no los políticos, me gusta subir hasta el blog aquellas aportaciones que a mi modesto juicio enaltecen la profesión de historiador, aunque resulten polémicas. Y si hace unos días escribía sobre el 80 aniversario del inicio de la guerra civil trayendo hasta Desde el trópico de Cáncer un enjundioso artículo del escritor Rafael Narbona, hoy me animo a compartir con ustedes otro interesante comentario por parte del catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, el profesor Luis Palacio Bañuelos, publicado el pasado mes de julio en Revista de Libros bajo el título de De "una democracia poco democrática" a una guerra civil, reseñando dos recientes libros del afamado hispanista e historiador estadounidense Stanley G. Payne: Alcalá-Zamora. El fracaso de la República conservadora (Gota a Gota, Madrid, 2016), y El camino al 18 de julio. La erosión de la democracia en España. Diciembre de 1935-Julio de 1936 (Espasa, Barcelona, 2016), que espero merezca su interés.
Payne, comienza diciendo el profesor Palacio, es uno de los mejores conocedores de la España contemporánea. En sus dos nuevos libros completa su visión de la Segunda República –«cuando tuvo lugar la desunión de la sociedad civil española, el punto de inflexión de su historia más reciente»– y se interna en el origen de la Guerra Civil. Nos ofrece un retrato de Niceto Alcalá-Zamora y su influencia en el devenir de la República y escudriña el proceso que conduce al 18 de julio. Se trata de dos libros densos, minuciosos, rigurosos y bien documentados, referentes ya para el estudio de esta etapa histórica. En ellos, este hispanista norteamericano hace gala, una vez más, de su condición de gran historiador pues, como se dice en el Quijote, puede escribirse como poeta o como historiador: «el poeta puede contar o catar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna».
Don Niceto es un personaje poco y mal conocido, señala sobre la figura del que fuera primer presidente de la República. Contra él surgió toda una leyenda negra azuzada por el franquismo. Estos versos que cantaba la tropa durante la guerra, en 1936, son buena muestra del poco aprecio que suscitaba su persona:

El sinvergüenza de «El Botas»
a Noruega quiso ir.
Le dijeron los noruegos
que se marchara a París.
En París lo recibieron
los del Frente Popular,
entre tanto sinvergüenza
¿qué importa un canalla más?

¿Qué papel desempeña Alcalá-Zamora como presidente de la Segunda República?, se pregunta. Y estas son algunas de las respuestas de Payne en este libro: contribuyó más que nadie a la caída de la Monarquía y a la instauración de la Segunda República; fue la figura pública más importante de la España de aquellos años; influyó más que nadie en los asuntos públicos; tuvo más responsabilidad que ninguno en la quiebra de la democracia parlamentaria y en que el sistema se derrumbara y, como consecuencia, «fue más responsable que ningún otro individuo del estallido de la Guerra Civil».
La vida de Alcalá-Zamora (1877-1949), sigue diciendo, ayuda a entender mejor su actuación política. Su historia personal es una historia de éxito. Son notas relevantes en su biografía su formación como autodidacta, su precocidad mental y aguda inteligencia, su extraordinaria memoria fotográfica, su capacidad de trabajo y su extraordinaria salud. Estudió como alumno libre, siempre con resultados deslumbrantes, el bachillerato –viajaba «en un borriquillo» a examinarse al instituto de Cabra– y la carrera de Derecho en Granada. Sus triunfos continuaron en el doctorado –era un alumno favorito de Gumersindo de Azcárate–, en la oposición a letrado del Consejo de Estado –fue el número 1– y como brillante orador y jurista. Es el arquetipo de persona que se hace a sí misma. Nacido en una familia modesta, fue capaz de situarse magníficamente en Madrid gracias al ejercicio de su profesión en su bufete de abogado (1912), donde ganaría mucho dinero. Vivió –incluso en sus años de presidente de la República– en un «hotelito» que se compró en el número 30 de la calle Martínez Campos, con su mujer, Doña Pura, y sus seis hijos, y siempre mantuvo su finca «La Ginesa» en su pueblo. Tuvo una vida intelectual muy activa como miembro de tres Academias (Jurisprudencia, Ciencias Morales y Políticas, de la que fue presidente, y de la Lengua). Y en su carrera política, tras romper con su monarquismo (fue dos veces ministro de Alfonso XIII), llegaría a liderar el Comité Revolucionario, nacido del Pacto de San Sebastián, y a presidente de la nueva República. Don Niceto, un hombre de «aspecto vulgar con una prosa saturada de gongorismo», al decir de Wenceslao Fernández Flórez, era meticuloso, austero, escrupuloso, honesto; «modesto y vanidoso, desconfiado y rencoroso», subrayaba Azaña. «Para explicar aquel originalísimo ejemplar de andaluz hay que apelar a las cuatro razas que han hecho a Andalucía: don Niceto era un bético-hebreo-árabe-gitano»: tal vez sea exagerado este juicio de Salvador de Madariaga, pero es oportuno tener en cuenta su condición de cordobés-senequista. Y entendemos mejor a Don Niceto si lo ubicamos en su Priego natal, un pueblo fragmentado entre nicetistas y valverdistas, partidarios de Don Niceto o de José Tomás Valverde, que personalizaban dos maneras de ejercer el caciquismo y el poder local. Su actuación política con su desafortunado final crearon un «antinicetismo» transmitido oralmente: «Ay, Nicetillo / qué mal te veo / sin tu Ginesa, / sin tus enchufes / y ya tan viejo... / Vendiste a tu Patria / por dinero... / Vete a Moscú, / lejos de aquí». Pero, al margen de esta leyenda negra, la imagen pública de Alcalá-Zamora ha quedado marcada no sólo por su caciquismo y autosuficiencia, sino también por valores como su honestidad, trabajo y austeridad.
Payne comienza su libro, nos dice el profesor Palacio, afirmando que, en contra de lo aceptado, la Segunda República fue mucho más revolucionaria que democrática pues, más que concentrarse en la democratización política, abrió un proceso revolucionario que culminó en una guerra civil. Los primeros fallos fueron de los republicanos fundadores, marcados por el radicalismo, sectarismo y personalismo, así como por su sentido patrimonial de la República, que les llevaba a defender que era de izquierdas y únicamente de la izquierda. Respecto a Alcalá-Zamora, explica las múltiples contradicciones que vivió como presidente católico en una República anticlerical y cómo y cuánto contribuyó a la polarización de España. Retomando lo escrito en su día por Javier Tusell, Payne se reafirma en que la República «era una democracia poco democrática».
En 1931, continúa relatando, se proclamó una República democrática que, aunque carente del aval de un referéndum o de unas elecciones legislativas, vio aceptada su legitimidad por la mayor parte del espectro político. De los tres grupos que impulsan el nuevo régimen –los republicanos de izquierda, los socialistas y los radicales de centro–, sólo estos últimos, defiende Payne, otorgaban un valor intrínseco a la democracia liberal y a las normas del sistema electoral parlamentario. Para el resto, el concepto de revolución aplicado a la República no era tanto un sistema político como un determinado programa de reformas culturales e institucionales para el cual era indispensable eliminar permanentemente a los católicos y a los conservadores de cualquier participación en el Gobierno. Eso ocurrió tras las elecciones de junio: elaboraron una Constitución que no reflejaba la opinión pública española al rechazar el consenso y restringir algunos derechos de los católicos. La insurrección revolucionaria de 1934 tiene como punto de partida, según Stanley Payne, la radicalización del socialismo español durante 1933 y 1934. Se trataba de recuperar el poder a toda costa. Y, como no era posible por medio de unas elecciones democráticas (1933), que legítimamente ganó la derecha, había que lograrlo por la revolución. En este libro, Stanley Payne abunda en el hecho de que Azaña y otros líderes de izquierda pretendieran convencer al presidente de la República para que se buscaran alternativas y «se olvidaran» los resultados logrados democráticamente, lo que resultaba de una gravedad inusitada (para las elecciones de 1933 y de 1936 se basa en trabajos que cita de Roberto Villa y Manuel Álvarez Tardío). Este fue, para nuestro autor, «su gran momento como presidente: su firme negativa a cancelar los resultados de las primeras elecciones verdaderamente democráticas en la historia de España, como le reclamaba la izquierda». Es decir, su gran acierto fue, insiste el autor del libro, resistir la presión de Azaña para que formase un gobierno extraparlamentario que pudiera manipular unas elecciones, y su mayor error, denegar el poder a la CEDA; no quiso seguir la lógica de la democracia parlamentaria y permitir que el partido más votado formase gobierno. Alcalá-Zamora hizo uso de sus prerrogativas como presidente para acabar con gobiernos que eran claramente mayoritarios e interfirió en el funcionamiento del Ejecutivo. Además –apostilla Payne–, precipitó el comienzo de la crisis con las elecciones de febrero de 1936, «totalmente innecesarias e incendiarias», que se convirtieron en una especie de plebiscito entre el proceso revolucionario abierto en 1934 y la contrarrevolución. En definitiva, le faltó coraje moral y político para enfrentarse con la izquierda en el poder, del mismo modo en que lo había hecho con la derecha. Y, en cualquier caso, todo respondía a su modo caciquil de entender la política y a la sobrevaloración de su papel como garante de la República liberal.
La tesis final de Stanley G. Payne, añade más adelante, es que las profundas raíces provincianas y su formación en la cultura política elitista y predemocrática de la Restauración hicieron de Alcalá-Zamora un personaje decimonónico que nunca llegó a entender la política de masas del siglo XX. Se decía por ello que era «Alfonso en rústica», una edición de bolsillo de Alfonso XIII. Don Niceto, añade nuestro autor, no supo ver que «la revolución es un proceso, no un acontecimiento». Su personalismo y egocentrismo le llevaron a concebir «un papel heroico en la jefatura del Estado, como el artífice de un nuevo equilibrio a través de la manipulación constante». Pero en la práctica no respetó del todo la Constitución. Sus defectos de personalidad y su falta de visión y juicio político lo convertirían finalmente en «uno de los principales enterradores de la República».
Tras ser cesado como presidente de la República, nos dice, Alcalá-Zamora tuvo que vivir exiliado el resto de su vida. Fue una etapa dramática, que Stanley Payne expone en el libro con todo detalle. El día 6 de julio –el mismo día en que cumple cincuenta y nueve años– Don Niceto, libre de cargos y responsabilidades, decide hacer realidad su sueño de conocer los países del norte de Europa acompañado de su familia. Un barco les llevaría de Santander a Hamburgo y a Islandia. En Reikiavik le llega la noticia del estallido de la guerra. Queda consternado. Obtiene en Francia el estatus de refugiado y se instala en Pau, cerca de la frontera. Tras el desenlace de la guerra decide exiliarse en Argentina, hacia donde se embarca en noviembre de 1940. El viaje fue una horrible odisea: Marsella, Dakar –donde son retenidos 128 días en condiciones penosas–, Casablanca, de nuevo Dakar y La Habana, hasta que el 28 de enero de 1942 llegan a Buenos Aires. En aquellos 441 días de éxodo, Don Niceto y su familia experimentan lo que significa ser exiliados.
Transterrados –conterrados dirá Juan Ramón Jiménez–, exiliados, olvidados –palabra con resonancias buñuelianas– traducen la misma realidad vivida por cerca de medio millón de españoles como consecuencia de la Guerra Civil, sigue diciéndonos. Realidad más dura, si cabe, en el caso del expresidente de la República, al que no se le paga su pensión presidencial, se le embarga su patrimonio personal, se prohíbe que se le hagan transferencias de fondos y se saquean las cajas fuertes que tenía en bancos. Don Niceto tuvo que empezar una nueva vida y pasar de ser un hombre acaudalado a tener que trabajar a diario para mantener a su familia. Pudo sobrevivir gracias a sus colaboraciones en prensa: su amigo Adolfo Posada le había conseguido una columna en La Nación de Buenos Aires y también colaboraría en L’Ere nouvelle de París. Fruto de su trabajo de aquellos años nacerían libros como 441 días, Confesiones de un demócrata, Régimen político de convivencia en España, Lo que no debe ser y lo que debe ser, La Guerra Civil ante el Derecho Internacional o La paz mundial. Payne, a pesar de la dura crítica que hace de su papel como presidente de la República, reconoce noblemente que «esta última etapa de su vida revela las más admirables cualidades de Alcalá-Zamora». Explica que fue fiel a los ideales de la República y sus hijos Pepe y Luis lucharían en el ejército popular. Alcalá-Zamora, a diferencia de otros intelectuales, jamás apoyó a Franco y el dictador nunca devolvería sus bienes a su familia «por haber hecho posible la revolución». Rechazado y abandonado por ambos bandos, muere a los setenta y un años; sería enterrado, siguiendo sus deseos, envuelto en la bandera republicana junto con un puñado de tierra española.
En el segundo de los libros reseñados por el profesor Palacio, Payne narra con gran detalle el camino que lleva al 18 de julio: la erosión de la democracia en España (diciembre de 1935-julio de 1936), es decir, los hechos que, en cadena, conducen a la guerra, aunque –afirma– fue evitable hasta el 15 de julio. Se detiene en muchos de los líderes. Ratifica su visión de un Azaña que se había declarado sectario, radical, y no un liberal, y que funcionó como los socialistas esperaban, como un Aleksandr Kérenski que acabaría plegándose a ellos, como ocurrió el 19 de julio. E insiste en que su apuesta de apoyarse en los partidos revolucionarios del Frente Popular fue demasiado arriesgada en vísperas de la Guerra Civil y que Azaña pecó de ingenuidad y le sobró soberbia al creer que con el tiempo renunciarían a sus pretensiones revolucionarias. Le culpa, sobre todo, de no haber creado un gobierno de concentración. Es cierto, dice Payne, que Azaña se dio cuenta de su error el mismo 18 de julio, cuando ofrece a Martínez Barrio formar un gobierno de concentración, pero ya era demasiado tarde. En cualquier caso, concluye Payne, el error fundamental cometido por Azaña y Casares Quiroga fue que no se tomaron lo bastante en serio el peligro de rebelión militar.
Este libro, continúa Palacio, ofrece un estudio, paso a paso, del proceso revolucionario. Explica que, según las instrucciones del Comité Revolucionario, la insurrección debía tener «todos los caracteres de una guerra civil» y seguía planes del manual La insurrección armada, del mariscal Mijaíl Tujachevski para el Ejército Rojo en 1928. «Sorprende –añade– la ligereza con que los socialistas –y antes los anarquistas– contemplaban la posibilidad de guerra civil». Y refrenda a Santos Juliá: los socialistas pretendían no una revolución preventiva, sino un proyecto de responder a una supuesta provocación con el propósito de conquistar todo el poder para el partido y el sindicato socialista. En El Socialista del 25 de setiembre de 1934, puede leerse: «Renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía. Bendita sea la guerra».
El Gobierno de centro-derecha, añade a continuación, cae a fines de septiembre de 1935 como consecuencia del escándalo del estraperlo, que aprovecharía Alcalá-Zamora para manipular y forzar la dimisión de Alejandro Lerroux, a quien deseaba destruir, algo bien distinto a su proclamado deseo de «centrar la República». En esta misma línea sitúa Payne el caso de José María Gil-Robles, que no logra formar gobierno porque el presidente –que retrata al líder derechista como un «epiléptico y frenético caudillo» cuya política era reaccionaria– se lo impide. La envidia y el resentimiento de Don Niceto, unidos a su obsesión por restaurar el poder de la izquierda, fueron fatales para el destino de la República, según Payne, que cita a Cambó en sus memorias, cuando dice que Alcalá-Zamora tuvo gran parte de culpa de que llegara la República y «fue el principal responsable de que estallara la revolución y en ambas ocasiones obró por resentimiento».
El Gobierno de Manuel Portela, dice, que excluye a la CEDA, no se sometería a una votación parlamentaria porque Alcalá-Zamora echó mano de la prerrogativa presidencial para cerrar las Cortes durante treinta días. Este tipo de decisiones caciquiles hicieron que se viera a Don Niceto como un enemigo implacable de las Cortes. Poco después decreta las elecciones de febrero de 1936. Afirma Stanley que sectores socialistas y comunistas pensaban emplear la violencia y el fraude para garantizar el resultado electoral. Payne revisa en este libro el importante y controvertido tema de las irregularidades que se produjeron en las elecciones de 1936: «Todo este proceso constituyó la etapa más decisiva de la erosión de la democracia en España». Finalmente llegó el momento de prescindir de Alcalá-Zamora. El 5 de marzo, Indalecio Prieto escribía en El Liberal un artículo en el que decía que debía ser sustituido por un presidente netamente izquierdista. Diez días después, las Cortes se abrían entonando La Internacional, muestra del ambiente que allí existía. El Frente Popular habla ya claramente de poner en marcha la dictadura del proletariado. Azaña desea que Don Niceto dimita y así se lo sugiere el 7 de abril. El presidente renunciaría finalmente tras la votación de las Cortes en su contra. El 10 mayo de 1936, Azaña será elegido Presidente de la República. Encarga a Indalecio Prieto que forme gobierno, pero, al pretender que fuera una coalición socialista-republicana, se topa con el radicalismo de Largo Caballero. Le llega el turno a Casares Quiroga, hombre leal a Azaña. Los problemas entre prietitas y caballeristas se acentúan: aquéllos buscan alianzas con los republicanos de izquierda y éstos reclaman la revolución marxista. Para lograrla, Largo Caballero estrecha sus relaciones con los comunistas, intentando forzar a Azaña y a Casares para que den paso a un gobierno socialista revolucionario. Es en este contexto donde el Partido Comunista, con diecisiete diputados, podía por primera vez desempeñar un papel significativo, gracias al apoyo de los caballeristas.
El libro, añade Palacio Bañuelos, dedica un minucioso análisis a la trayectoria del Partido Comunista. Tras las elecciones de 1936, una delegación del PCE recibía de la Comintern un documento que habría de servir de guía para «la revolución que estaba desarrollándose en España». Payne afirma, en contra de lo habitualmente aceptado, que la posición del PCE en el Frente Popular no era moderada, sino extremista, en pro de una República popular. Recuerda también que el Partido Comunista recibía de la Unión Soviética ayuda financiera y pautas políticas: debía rechazar el insurreccionismo y la violencia de masas, asumiendo una variante de la táctica fascista en Italia y Alemania para hacerse con el poder, paso a paso, y siempre en nombre del antifascismo. El objetivo era que el Gobierno republicano dejara paso a «un Gobierno obrero y campesino». En este entramado, Stanley Payne analiza el papel desempeñado por Luis Araquistáin, principal teórico del caballerismo, que defendía un paralelismo histórico entre las revoluciones rusa y española, y que escribiría en Claridad que «el dilema histórico es fascismo o socialismo, y sólo lo decidirá la violencia». Y recuerda la pretensión de Largo de crear un partido único con los comunistas: «¡No hay ninguna diferencia!», proclamaba. Este proyecto era inviable, pero animó a las Juventudes Socialistas a unificarse, el 5 de abril, como Juventudes Socialistas Unificadas. Su líder, Santiago Carrillo, escribía en Mundo Obrero el 10 de mayo que las Alianzas Obreras se convertirían en la versión española de los soviets revolucionarios, en órganos para la dictadura de una clase.
En los meses de mayo y junio, sigue diciendo, Stanley detecta una fuerte erosión de la democracia. Desórdenes públicos, violencias, aceleración de la reforma agraria y del terror en el campo andaluz, arrestos arbitrarios, violencia creciente, etc. Cada vez se habla más de guerra civil en aquella España que proseguía su «triste anárquico caminar», que diría Sánchez-Albornoz. La sesión del 16 de junio en la Cortes fue dramática. Gil-Robles hizo recuento de asesinatos (269) y otros desmanes. Son bien conocidas las intervenciones en las Cortes de Calvo Sotelo y Casares en medio de gritos y amenazas. Todo se precipita. A comienzos de julio, la conspiración no era un secreto, pero el Gobierno optó por esperar a que se produjera la sublevación para yugularla y restablecer la paz.
El libro, nos señala el profesor Palacio, dedica un capítulo entero (acude a los trabajos de Alfonso Bullón de Mendoza) al asesinato de Calvo Sotelo que, para Payne, es el «equivalente funcional al asesinato de Giacomo Matteotti en Italia en 1924» y porque anticipaba el modus operandi de las checas revolucionarias en Madrid durante los cinco meses siguientes. Aquel magnicidio fue el catalizador necesario para transformar una conspiración en una rebelión violenta. La Segunda República había dejado de ser un sistema parlamentario constitucional. Claridad, el día 16, publicaba la Técnica del contragolpe de Estado para iniciar «la dictadura del proletariado o del Frente Popular»; su director, Luis Araquistáin, habla de que una revolución violenta requería una guerra civil para triunfar. «Largo Caballero –concluye Payne– conseguiría crear su dictadura revolucionaria, pero después de un gran torbellino de confiscaciones de propiedades de todo tipo y un programa de asesinatos en masa que acabaría con la vida de más de cincuenta mil personas».
Finalmente, añade, Azaña convenció a Diego Martínez Barrio para que formara un gobierno moderado de centro-izquierda. Si se hubiera planteado antes esta solución, según Payne, tal vez se hubiera evitado la guerra. Pero ya no interesó a nadie. Y llegó el Gobierno de republicanos de izquierda con José Giral. Tras los cinco meses de Frente Popular, se había vivido una etapa prerrevolucionaria de transición hacia la revolución directa y comenzaba la Tercera República (Burnett Bolloten), la «República popular española» (Comintern y Partido Comunista de España) o la «Confederación republicana revolucionaria de 1936-1937» (Carlos M. Rama).
Para Payne, concluye el profesor Palacio, el 18 de julio fue una rebelión provocada por una oleada de atropellos, actos ilegales y violencias. Dos factores fundamentales determinaron que sobrevendría una guerra civil: la división dentro del ejército y la entrega de armas a los revolucionarios. Es falso, añade, que nadie deseara entonces una guerra civil, pues todos los marxistas revolucionarios la consideraban una inevitabilidad histórica y el general Emilio Mola veía que un golpe de Estado sería totalmente imposible y que una insurrección militar sólo podría vencer a través de una guerra civil. Sin olvidar que durante la República –insiste Payne– se repitió una actuación consistente en ignorar la realidad, dejar que los acontecimientos se desbordaran y luego responder con una hiperreacción.
En estos libros, el autor (Payne), echando mano de los resultados de nuevas investigaciones, completa y matiza sus tesis de antaño, nos dice Palacio. Defiende con contundencia «el carácter revolucionario y radical» de la realidad republicana y se muestra más crítico con la izquierda. Prohibido antaño por el franquismo, Stanley Payne es hoy acusado por algunos de ser benevolente, e incluso lo llaman converso. Lo que para unos es traición, para otros y para él mismo es «mayor equilibrio» al disponer de más datos. Para entender esta evolución, tenemos que remontarnos a su libro La revolución española, que, según explica él mismo, «fue una especie de hito para mi concepción de la política española». Su diagnóstico sobre los procesos revolucionarios ha cambiado. Lo antes aceptado de que «la derecha era inicua, reaccionaria y autoritaria, mientras que la izquierda (a pesar de ciertos excesos lamentables) era fundamentalmente progresista y democrática» se ha trocado, a la luz de nuevas investigaciones y reflexiones, en que «la izquierda no era necesariamente progresista ni, desde luego, democrática, sino que en realidad, en la década de 1930, había ocasionado un retroceso de la democracia relativamente liberal instaurada entre 1931 y 1932». Sus tesis hoy son, sin duda, más arriesgadas pero, como ya se dice en el Quijote, «es grandísimo el riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerle tal que satisfaga y contente a todos los que le leyeren». Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
















Del poema de cada día. Hoy, Ez dugu eguzkia helburu / No buscamos el sol, de Mikel Etxaburu

 






EZ DUGU EGUZKIA HELBURU





Ipurtargiak ez du eguzkia helburu.



Ematen du bere burua ikusteko lain argi;


eta nahikoa zaio nor den ez ahazteko.


 


Gure plazetako farolek ere ez dute eguzkia ordezkatu nahi,


elkar ikusteko lain argi ematen digute.


Eta nahikoa zaigu argi nabar hori batak bestea besarkatzeko.


Nahikoa zaigu plazetako farolen argi horia


konstelazio berriekin amesteko.


 


Ipurtargiek bezala, guk ere, ez dugu eguzkia helburu,


nahikoa zaigulako gure herrietako farolen epela


elkarrekin bide berriak argitzeko.


 


 


*****


 NO BUSCAMOS EL SOL


La luciérnaga no busca el sol.


Da suficiente luz como para reconocerse;


y le basta para no olvidar quién es.


 


Las farolas de nuestras plazas tampoco buscan sustituir al sol,


dan luz suficiente como para vernos.


Y nos basta esa luz pálida para abrazarnos.


Y nos basta la luz amarilla de las farolas de las plazas


para soñar con nuevas constelaciones.


 


Igual que las luciérnagas, nosotros tampoco aspiramos al sol.


Nos basta el calor tenue de las farolas de nuestros pueblos


para alumbrar nuevos caminos.


Igual que las luciérnagas.





MIKEL ETXABURO (1969)

poeta español