El blog de HArendt - Pensar para comprender, comprender para actuar - Primera etapa: 2006-2008 # Segunda etapa: 2008-2020 # Tercera etapa: 2022-2025
lunes, 14 de abril de 2025
sábado, 12 de abril de 2025
De un país para no volver. Especial 5 de hoy sábado, 12 de abril de 2025
El recuerdo de Nueva York se enturbia ante el presente de miedo y depresión generado por Trump, afirma en El País [Irás y no volverás, 12/04/2025] el escritor Antonio Muñoz Molina. La posibilidad de no volver a ellos, comienza diciendo Muñoz Molina, cambia el recuerdo de algunos lugares decisivos de mi vida. Va a hacer ocho años que me fui del que era mi barrio en Nueva York, el Upper West Side, y de otra parte al sur de la ciudad que frecuenté mucho, la zona de Washington Square, donde están los edificios de la universidad en la que trabajaba. Apenas terminaba el invierno iba en bicicleta de un lado a otro de la isla, por el sendero que discurre a la orilla del Hudson. La ligereza de la bici y la amplitud de las perspectivas ensanchaban la respiración y la mirada, y un sentimiento físico de libertad sin vigilancia. Las estaciones del año tienen en Nueva York una alternancia tan exagerada como los estados de ánimo y como los extremos de belleza y fealdad, de desamparo y entusiasmo, de riqueza y miseria, que sobresalta a quien vive en ella. A unas pocas calles al norte de mi casa estaba el campus imponente de la Universidad de Columbia. En otras épocas habían abundado las librerías de novedades y de segunda mano, pero los estudiantes ya no iban con libros bajo el brazo, sino con teléfonos y mochilas de portátiles, y las librerías que quedaban eran bastante inferiores a muchas de Madrid, de Barcelona o Valencia. Había, eso sí, excelentes puestos callejeros de libros de segunda mano, atendidos por vendedores con las caras tan curtidas por la dura intemperie de Manhattan como navegantes de alta mar. Y cada domingo, salvo los de grandes nevadas invernales, se alineaban en las aceras de Broadway los puestos del Farmer’s Market. Los granjeros tenían un aire tan rudo y resistente como los libreros de viejo. Habían venido de las zonas rurales del Estado con sus furgonetas cargadas de cajas de manzanas, de calabazas amarillas reventonas en otoño, sus patatas y zanahorias con olor a tierra fresca, los tarros de yogures, los bloques de mantequilla, los frascos de leche recién ordenada de sus vacas. No los arredraba ni el viento helado ni el frío de las mañanas de sol invernal a la sombra de los murallones de Columbia.
En el espacio de 10 o 15 calles laterales, a lo largo de la espina dorsal de Broadway, discurría una parte de mi vida: una sede de la Biblioteca Pública a la que me iba a trabajar, junto a un ventanal panorámico que dominaba desde arriba la vitalidad de la calle; un café hospitalario y algo desastrado, la Hungarian Pastry Shop; alguna tienda de vinos, una papelería, una recóndita taberna japonesa, un restaurante chino-peruano, Flor de Mayo, donde servían por unos pocos dólares un pollo asado incomparable y un gran ají de gallina; y un club de jazz en el que tocaban sin llamar mucho la atención músicos legendarios casi ancianos, y también jóvenes fulgurantes que podían cortar el aire con las notas agudas de un solo de trompeta. Había mucha mugre, desde luego, mendigos acampados en los bancos del pequeño Strauss Park, montañas de bolsas negras de basura que fermentaba en las noches de verano en los que hay una niebla húmeda y caliente como del delta del Mekong.
En Nueva York se hacen bromas snobs sobre la calidad de los restaurantes del Upper West Side, habitado sobre todo por profesores, estudiantes, músicos, judíos de ocupaciones más o menos intelectuales que no prestan atención alguna a la comida, ni a la indumentaria. En alguno de los peores restaurantes del barrio me citaba de vez en cuando mi amigo Joe, musicólogo y humanista eminente que andaba por Broadway como un ermitaño por el desierto de Judea, con una barba canosa y una pelambre que proliferaban a la sombra de una gorra de béisbol, sustituto moderno de los sombreros negros de severa ortodoxia de sus padres y sus abuelos, emigrantes de la Europa de los pogromos de hacia 1900. Mi amigo Joe se sentaba frente a mí en una mesa de un restaurante indio o griego de ínfima categoría, me decía que eligiera yo algo, pasándome una carta mal forrada de plástico, y se ponía a hablarme con conocimiento y entusiasmo de una biografía en varios tomos de Mahler sobre la que estaba escribiendo una reseña, o me preguntaba cosas sobre Manuel de Falla y Lorca en el festival flamenco de 1922. A una de nuestras últimas comidas asistió su hijo mayor, un muchacho muy serio que aquel día, en vísperas de las elecciones de 2016, nos explicó a su padre y a mí que, siendo partidario de Bernie Sanders, no estaba dispuesto a votar de ninguna manera a Hillary Clinton, ya que no creía que hubiera ninguna diferencia entre ella y Donald Trump. Ni al padre ni al hijo les parecía muy alarmante la posibilidad de que Trump ganara la presidencia. Joe, como otros amigos míos de la ciudad, pensaba que los contrapesos legales, la fuerza de la Administración, el Tribunal Supremo, frenarían cualquier disparate: en las siguientes elecciones de media legislatura, ganaría, como siempre, el partido opositor al presidente, y en último término todo cambiaría cuatro años después.
La semana pasada recibí un mensaje de Joe, que llevaba tiempo sin escribirme: “Aquí todos estamos intentando imaginar cómo reaccionar a Trump —si ignorar por completo las noticias (es lo que hacen algunos) o limitarlas a una sola dosis diarias (esa es mi estrategia). No conozco a NADIE que sienta el impulso de actuar. El ambiente es catatónico y depresivo”.
En el New York Times la información sobre las manifestaciones del fin de semana pasado ocupó un lugar muy secundario. El ambiente es tan catatónico que el presidente puede decir que un juez que le lleva la contraria es un “lunático peligroso” y no hay el menor indicio de protesta colectiva de los jueces. Otros amigos míos de la generación de Joe participaron en las grandes movilizaciones por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam de los años sesenta, y en algunos casos se jugaron la vida viajando al Sur en las protestas contra la segregación. Ahora las universidades expulsan a estudiantes que se han manifestado contra las matanzas israelíes en Gaza, y nadie sale a la calle, ni vuelve a ocupar el campus de Columbia, ni llena de nuevo de pancartas y cantos de rebeldía la bella amplitud de Washington Square, donde me gustaba tanto comer al sol antes de ir a clase, mirando pasar a la gente en la insurrección tranquila de los comienzo de la primavera, o escuchando a músicos extraordinarios de jazz que tocaban por unas monedas.
Mientras andaba errante por aquellos lugares queridos nunca se me ocurrió que alguien pudiera acercarse a mí de pronto y, sin mostrar ni su cara ni identificación alguna, me llevara preso. Tenía un trabajo y una tarjeta de residencia permanente, pero otras personas que también los tienen están siendo detenidas en medio de la calle por policías de paisano que esconden su identidad como los sicarios de una dictadura. Veo las imágenes de la detención de Rumeysa Ozturk, la estudiante de doctorado de la Universidad de Tufts culpable de escribir un artículo a favor de Palestina en el periódico de su facultad, y me parece que puedo estar viendo la escena tras el ventanal de un café en mi antiguo barrio, porque en él había muchas mujeres como ella, estudiantes jóvenes con un velo liviano, con rasgos meridionales o asiáticos, universitarias que se abrían un camino en el mundo, que habían cumplido la ensoñación de libertad adolescente de ir a estudiar a Nueva York. Vas por la calle pensando en tus cosas o absorto en el espectáculo vecinal y cosmopolita de la vida y unos individuos con capuchas, mascarillas y gafas oscuras se te acercan, te arrebatan el teléfono, te empujan apretándote el brazo, hacia un coche en marcha que no tiene señales distintivas. El recuerdo se enturbia, como una fotografía muy deteriorada. Ahora sé que no voy a volver. Antonio Muñoz Molina es escritor y académico de la Real Academia Española.
De Trump y el gran Gatsby. Especial 4 de hoy sábado, 12 de abril de 2025
En el mundo del presidente estadounidense el dinero nos protege y las desgracias son solo para los pobres, comenta en El País [100 años después, Gatsby se convierte en Donald Trump, 12/04/2025] la escritora Nuria Labari. Se cumplen 100 años de la publicación de El gran Gatsby, comienza diciendo Labari, y la novela sigue siendo perfecta y su temática contemporánea. Así que les propongo un juego. ¿Quién sería Gatsby en 2025? Yo digo que Donald Trump. “Vestido de franela blanca, camisa color plata y corbata dorada”, así presentaba Fitzgerald a Gatsby, como un príncipe de opereta, igual que Trump presumiendo de derrochar agua para lavar su precioso y rubio pelo. Hay algo fallido en la identidad de Gatsby, igual que sucede con la de Trump, y Fitzgerald nos explicó a qué se debe su irremediable fracaso: a su repugnante visión del dinero.
Gatsby descifra, mejor que cualquier estudio politológico, la inmoralidad del sistema capitalista norteamericano, donde todo puede hacerse porque todo tiene un precio. ¿Pero no era El Gran Gatsby una novela de amor? Sí y no. Fitzgerald escribió sobre el desastre que supone una mala interpretación del dinero, en su caso, a través del amor. Gatsby pensaba que como era pobre no podía aspirar a nada y cuando se convierte en rico cree que puede aspirar a todo. Y lo único que pasa entre el pobre y el rico es que ha ganado dinero, ni moral ni mentalmente ha habido una evolución en el sujeto. Gatsby quiere a Daisy: primero la ama y después cree que puede tenerla porque tiene dinero suficiente.
El dinero para Gatsby, como para Trump, es pura virtualidad, es eso que permite poder hacer cosas. ¿Qué cosas? Las que tú quieras, porque las posibilidades al tener dinero son infinitas. Gatsby quiso a Daisy y Trump anhela todos los mitos de su época: el dominio del mundo, la inmortalidad y la exigencia de seguridad para cada uno de sus actos. Se siente a resguardo de sus acciones e incluso de las acciones de otros —recuerden su gesto impasible cuando intentaron asesinarle— porque cree que no estamos expuestos cuando nos protege el dinero. Las desgracias, en el mundo de Trump, son solo para los pobres.
Los ricos en cambio pueden hacer lo que les dé la gana, sin padecer las consecuencias, igual que Trump es incapaz de prever las consecuencias de sus decisiones. Porque las consecuencias, en el fondo, son morales o éticas. Y cuando lo más importante es el dinero, no hay moral que soporte las decisiones de la sociedad que así se rige. Podría parecer que un Presidente así es una anomalía en el sistema de valores norteamericano, pero a juzgar por el número de votos, cabe plantearse si no será Trump la normalidad de la ideología de un país donde el dinero lo ha atravesado todo, como ya nos contó el viejo Fitzgerald.
Nadie que haya leído El gran Gatsby olvidará la luz del embarcadero de Daisy que Gatsby veía en las noches de aquel verano en Long Island y que, desde entonces, representa uno de los paradigmas de lo inalcanzable. ¿Pero dónde está mirando Trump? La luz de algunos misiles cayendo sobre Gaza es verde también. Su deseo inalcanzable no es el amor. Y es precisamente esa otra luz la que nos permite ver la gran diferencia que existe entre Gatsby y Trump. El dinero es el mismo, pero Gatsby es un personaje literario trágico mientras que Trump es un sujeto político lamentable. Lo que distingue a uno de otro es que el trágico lamenta su destino mientras que el lamentable hace que lamentemos nuestro destino todos los demás. Nuria Labari es escritora.
De ángeles y políticos. Especial 3 de hoy sábado, 12 de abril de 2025
El mesianismo nacionalista supone que hay algo supraideológico que marca los derechos de un territorio frente a otros, escribe en El País [El ángel del Señor se anunció a un político, 12/04/2025] la filóloga Lola Pons. A ver si va a ser verdad que hay ángeles, comienza diciendo la profesora Pons.Escucho discursos políticos donde parece que los hubiera. Pero yo no encuentro nada sagrado en los liderazgos, no oigo llamadas divinas sobre ningún territorio. Veo políticos, responsables públicos salidos de las listas electorales, que gestionan con mayor o menor acierto lo que les corresponde, durante el plazo y en la proporción que les hemos dado los ciudadanos al votar. Pero parece que hubiera ángeles.
Estas son frases reales, dichas por políticos o gestores institucionales con distintas ideologías y cuyo sujeto es una comunidad autónoma: “Galicia está llamada a ser un icono del siglo XXI”, “Aragón está llamado a ser un referente en inteligencia artificial”, “Valencia está llamada a ser uno de los hubs mundiales en movilidad sostenible”, “Andalucía está llamada a ser una potencia energética”, “Madrid está llamada a ser un catalizador disruptivo”, “Cataluña está llamada a ser un eje de estabilidad intercultural en la península Ibérica, al sur de Europa y al oeste del Mediterráneo”... No entro en lo que están llamadas a ser estas comunidades autónomas (aunque dan ganas: hubs, catalizadores, el pavor a decir “España” al situar a Cataluña en el mapa...). Me fijo en la expresión que se repite en todos los enunciados: ser llamado a. Acudamos al truco que los malos profesores de Gramática recomendaban para identificar los sujetos en las frases: preguntar quién al verbo. ¿Quién llama?, ¿quién es el agente aquí? Adviertan la sorprendente unidad retórica para omitir la agencia de esa llamada, para no declarar la identidad del llamante y para, desde luego, usar la frase siempre enfatizando realidades fascinantes. No esperen que nadie diga que su comunidad está llamada a ser un territorio depauperado, un eje de desigualdades o un icono de precariedad.
Ser (o estar) llamado se usa en español históricamente. A veces, se emplea en entornos donde la entidad que llama no se especifica por estar sobrentendida y no ser identificable en una persona concreta. Pensemos en expresiones como ser llamado a filas o ser llamado a votar (las armas y las urnas, aquí conectadas); en el ámbito militar, ser llamado a seguido de un nombre de lugar era ser nombrado para ocupar un puesto allí; en lo religioso, la llamada la hace una entidad divina: recuerden la “llamada de Dios” o la famosa cita bíblica de “muchos son los llamados pero pocos los escogidos”.
Cuando escucho que un territorio está llamado a ser algo, yo me pregunto por lo agentivo de esa frase: ¿hemos recibido una visita divina que nos ha señalado para cumplir una misión, un destino? Me pregunto qué clase de ángel anunciador se aparece a un político para decirle que es su territorio y no otro el llamado a protagonizar algo. Es cierto que por la localización de un lugar, su demografía o su tejido empresarial y académico, hay espacios donde es más fácil que se desarrollen estrategias dirigidas a un logro concreto. Pero no es lo mismo decir, pongamos por caso, “Extremadura está llamada a...” que declarar “Extremadura tiene las condiciones para...”. Porque si lo decimos así, de esta segunda forma, rebajamos la idea de mesianismo de la frase y hacemos evidente la responsabilidad política sobre el propósito que se persigue; subrayamos que, ante una potencialidad preexistente, corresponde a quien ejerce la gestión política y administrativa el encargo (la agencia) de trabajar para conseguir una meta específica y sacar partido a esa ventaja.
Al hablar, la política tiene que dejar claro quién se responsabiliza de las acciones; desconfío de la idea de predestinación en este tiempo de nacionalismos y populismos. Porque, aplicado a los territorios, el mesianismo construye la noción, tan profundamente excluyente como racista, de que hay algo histórico y supraideológico que marca los derechos de un espacio frente a otros, que un halo divino tocó un territorio para que fuese algo que los demás no podrán ser, y que el elegido para acometer la misión es ese pastor de los votantes que atiende la llamada del ángel.
No es la primera vez que cito en estas páginas a la filóloga argentina María Rosa Lida (1910-1962). Los lectores me dirán (y tendrán razón) que se me ve el plumero sacando a relucir el divino panteón académico que yo misma me he construido. Creo que viene al caso. Publicación póstuma de Lida fue el trabajo “La dama como obra maestra de Dios”, donde recorría los textos antiguos que ponderaban a la mujer amada como resultado de la mano divina. Yo me echo a temblar pensando que alimentemos el tópico de la comunidad autónoma como obra maestra de Dios, y que a las adoraciones o latrías ya existentes (egolatría, heliolatría, idolatría o pirolatría entre otras) tengamos que sumar, disculpen este invento de palabra, la regionlatría.
Quiero pensar que estamos ante un desafortunado recurso retórico que, apoyado en la estrategia de delegar en otros la consecución de objetivos legítimos, ha prendido en el discurso político. Los territorios no están invocados a nada, nadie llama a que un lugar sea de una forma u otra. Saquemos el incensario de la política, por respeto a la política y a los incensarios. Prefiero las religiones conocidas, las que se ven venir; prefiero los ángeles de toda la vida, los que no asignaban cometidos fantásticos a una comunidad autónoma, los que no decían hub sino ave. Lola Pons es filóloga y catedrática de Lengua Española, Lingüística y Teoría de la Literatura de la Universidad de Sevilla,
De la neurociencia de la ideología. Especial 2 de hoy sábado, 12 de abril de 2025
Leor Zmigrod piensa que la ideología está en los genes, es decir, en la arquitectura del cerebro moldeada por la evolución, señala el divulgador científico y genetista Javier Sampedro en El País [Neurociencia de la ideología, 12/04/2025]. Francis Galton era el primo listo de Darwin, comienza diciendo Sampedro.. Recibió la educación religiosa típica de la era victoriana, pero le confesó luego a Charles que los argumentos bíblicos tradicionales le habían hecho un “desgraciado” (wretched). Cuando estudiaba medicina en Birmingham tuvo la ocasión de visitar la Universidad de Giessen, en Alemania, pero de algún modo lo cambió por un viaje a Viena, Constanza, Estambul, Esmirna, Atenas y Postojna, de donde se trajo de vuelta a Cambridge un anfibio ciego llamado Proteus, desconocido hasta entonces en las islas británicas. Y tampoco es que fuera muy famoso en el continente, la verdad sea dicha.
Scotland Yard no empezó a utilizar las huellas dactilares hasta el siglo XX, pero podía haberlas usado mucho antes. De hecho, Sherlock Holmes ya las emplea en El signo de los cuatro, de 1890. Sir Arthur Conan Doyle era médico y estaba atento a la ciencia de su época. Había tomado la idea de un par de artículos publicados en Nature por Henry Faulds y William Herschel donde indicaban que las huellas dactilares eran únicas de cada persona, y de la subsiguiente comprobación experimental por, adivínalo, Francis Galton. Pero Galton aspiraba a mucho, mucho más que eso.
Galton fue seguramente el primer científico que percibió con claridad las consecuencias para la humanidad de la teoría de la evolución de Darwin. Ya dije que era el primo listo del gran naturalista. Se dio cuenta, por ejemplo, de que la evolución desmentía la teología. Y también de que, puesto que el cerebro es un trozo de cuerpo, la mente humana debía ser susceptible de mejora mediante la reproducción selectiva. Acuñó el término eugenesia para referirse a esa idea, y la vendió bien. Diez años después de que su primo publicara El origen de las especies (1859), Galton sacó El genio hereditario (1869), donde argumentaba que las cualidades mentales se heredaban tanto como las físicas.
Cuando Darwin leyó el libro, escribió a su primo: “Has transformado a un opositor en un converso, porque siempre he sostenido que, aparte de los tontos, los hombres no difieren mucho en intelecto, solo en celo y trabajo duro”. Darwin era un whig, un liberal de la época, o lo que hoy llamaríamos un laborista. Es curioso que, ya en el siglo XIX, los intelectuales de izquierda sintieran un rechazo casi automático a la idea de que la evolución —es decir, los genes— pudiera afectar al intelecto, y más curioso aún que esta aversión a la genética siga sin disiparse un siglo y medio después. Pero el caso es que Darwin se dejó seducir por las ideas de Galton. No le había citado en El origen de las especies (1859), pero lo hizo con profusión en El origen del hombre, su libro sobre la evolución humana, de 1871.
Hemos hablado de dos científicos de Cambridge, y ahora vamos a hablar de una tercera. La neurocientífica Leor Zmigrod piensa que la ideología está en los genes, es decir, en la arquitectura del cerebro moldeada por la evolución.
Investigar la realidad es costoso, y la ideología aporta un atajo barato de reglas y patrones sobre cómo es el mundo y cómo debería ser. Zmigrod sostiene que las ideologías nublan nuestra experiencia, nos impiden distinguir la verdad de la manipulación y son un lastre para nuestra adaptación. Cita pruebas empíricas para ello. Ya desde la infancia, los niños con más tendencia ideológica incorporan trolas a lo que oyen para reforzar sus prejuicios, mientras que los demás son más adaptables. Y todo ello se puede saber sin más que explorar su cerebro con las técnicas adecuadas. ¿Una nueva Galton? Decídelo tú mismo leyendo su último libro: The ideological brain: the radical science of flexible thinking (El cerebro ideológico: la ciencia radical del pensamiento flexible). Feliz Semana Santa. Javier Sampedro es científico genetista.
De la antipolítica. Especial 1 de hoy sábado, 12 de abril de 2025
La antipolítica es lo que hacen los políticos. Los malos políticos. O los buenos contagiados por los malos, comenta en El País [Antipolítica, 12/04/2’25] el escritor Javier Cercas. ¿Qué es la antipolítica?, comienza preguntándose Cercas. Antipolítica es que el presidente de la Comunidad Valenciana no dimita después de que haya quedado absolutamente claro que gestionó de manera infame una catástrofe que arrasó el litoral valenciano y solo allí se llevó por delante la vida de 228 personas. Antipolítica es que, para seguir en su cargo, ese mismo presidente avale en un pacto la política xenófoba y racista de un partido de la ultraderecha española, que es pura antipolítica. Antipolítica es que el presidente del Gobierno, con el fin de seguir siendo presidente, tome de un día para otro y sin el menor debate ni explicación una medida capital que durante seis años aseguró por activa y por pasiva que nunca tomaría, y que avale en un pacto las trolas xenófobas y supremacistas de un partido de ultraderecha catalana, que es pura antipolítica. Antipolítica es que los dos principales partidos de este país, que desde hace décadas gobiernan juntos en la UE, prefieran pactar políticas xenófobas, racistas y supremacistas con formaciones antipolíticas a pactar entre ellos políticas decentes. Antipolítica es que, en un pleno del Congreso, el líder de la oposición le pregunte al presidente del Gobierno si está intentando controlar con dinero público Prisa, propietaria de EL PAÍS, y el presidente del Gobierno le conteste hablando del gasto del Gobierno en defensa. Antipolítica es que el líder de la oposición vuelva a formularle al presidente del Gobierno la misma pregunta y el presidente del Gobierno le conteste hablando del presidente de la Comunidad Valenciana. Antipolítica es que la presidenta del Congreso no le diga acto seguido al presidente del Gobierno: “Señor presidente, por favor, conteste a la pregunta que le han formulado”. Antipolítica es que lo anterior no provoque ningún escándalo ni abochorne a los diputados del Gobierno. Antipolítica es, como sabe cualquiera que siga un poco los plenos del Congreso, la mayor parte de lo que ocurre en los plenos del Congreso. (En el Congreso también se hace política, por supuesto, a veces incluso muy buena política, pero casi nunca en los plenos ni cuando hay cámaras a la vista: entonces casi solo se hace antipolítica). Antipolítica es que los partidos políticos no sean partidos políticos sino clubes antidemocráticos y cesaristas, y que los diputados no sean diputados sino robots al servicio del césar. Antipolítica es que se considere aceptable que en política se mienta y se engañe (siempre y cuando lo hagan los nuestros) y que solo se clame contra la corrupción si los corruptos son los otros. Antipolítica es que un político se llame a sí mismo pacifista porque se niega a ayudar a los ucranios que han decidido defender su país de una invasión: es como si llamáramos pacifistas a quienes, en 1936, se negaron a ayudar a los españoles que decidieron defender la II República; ni unos ni otros son pacifistas (aunque, como mínimo, los de 1936 no tenían la caradura de llamarse a sí mismos pacifistas): son ayudantes del verdugo.odo esto y mucho más es antipolítica. Lo que seguro que no es antipolítica es lo que suele considerarse antipolítica, lo que los políticos y sus palmeros denuncian como antipolítica: el exabrupto de un particular que protesta por la degradación de la política y que, con la bilirrubina por las nubes, dice que la política es una mierda y que todos los políticos son iguales; la furia de una pobre gente que lo ha perdido todo y grita y tira barro al Rey, la Reina, el presidente del Gobierno y el sursuncorda. Eso no es antipolítica; eso es la puesta en práctica del primer derecho político: el derecho al cabreo. No: la antipolítica no es lo que hacen ni lo que dicen los ciudadanos, aunque se equivoquen; la antipolítica es, por definición, lo que hacen los políticos. Los malos políticos. O los buenos contagiados por los malos. En cualquier caso, la antipolítica solo pueden hacerla los políticos. Y en España la hacen demasiado. Pero la hacen porque nosotros nos conformamos con el cabreo. Porque somos tan intransigentes con los otros como tolerantes con los nuestros. En definitiva: la hacen porque se lo permitimos. No deberíamos permitírselo. Javier Cercas es escritor y miembro de la Real Academia Española.
De las entradas del blog de hoy sábado, 12 de abril de 2025