lunes, 7 de abril de 2025

De la música callada de la mujer

 






Decía Unamuno en un artículo publicado en La España moderna que los hombres sin historia, aquellos que desconocen su tradición, viven de forma inauténtica la existencia, comenta en Revista de Libros [Las voces marginadas: prestar nuestros oídos a la música callada, 23/03/2025] la filósofa Irene Ortiz Gala, reseñando el libro ”La música callada. El pensamiento social en la Edad de Plata española [1868-1936] de Nuria Sánchez Madrid. (Editorial Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2023). En La música callada, Nuria Sánchez Madrid nos presenta un mapeo detallado y erudito de los debates, los textos y, en última instancia, la vida, de algunas de las filosofías que estuvieron activas en España entre los años 1868 y 1936. El ensayo hace propia esa reivindicación unamuniana de la literatura plebeya y nos ofrece una cartografía que, sin despreciar los textos más consagrados de la tradición española, se hace cargo de otros acontecimientos y publicaciones que recibieron una menor atención y que, sin embargo, nos permiten comprender qué sucedió en España en esos años. Así, por ejemplo, a los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós, Sánchez Madrid contrapone el episodio nacional de la profesora de la Escuela Normal de Maestras y miembro de la asociación para la enseñanza de la mujer, Concepción Saiz de Otero, en el que responde a Galdós con la intención de que la literatura proporcione una imagen fidedigna de la realidad social de la mujer. En el episodio nacional de Saiz de Otero —y de forma análoga en La música callada— se incide, particularmente, en que el acceso de las mujeres a la formación intelectual y la habilitación profesional en España fue un acontecimiento excepcional en un país que carecía de las herramientas —y de tradición–— al respecto. De ahí que, hasta que no seamos capaz de atender esa música silenciada por la sintonía oficial, no podremos entender plenamente nuestro pasado. El libro pasa revista a algunas de las caras más conocidas de la Edad de Plata, pero también a otras que han quedado relegadas a un margen. El libro de Sánchez Madrid explora la tensión entre la relevancia que una autora pudo tener en su presente y el recuerdo que sobrevive de ella y de su obra, la pugna entre la actualidad y la viveza de un debate, de un argumento, y el olvido en el que este puede caer tras unas décadas.

Sin duda, una de esas discusiones que hoy parecen actuales y, a la vez, imposibles de pensar, es la de la convivencia territorial. Sánchez Madrid rastrea los discursos que han intervenido no sólo en el privilegio cultural del unitarismo como clave para interpretar la realidad nacional, sino también en las autoras que entonces pensaron otras formas de habitar la nación. El ensayo indaga en ese lugar político escorado hacia el olvido que ocuparon las mujeres republicanas federales y sus textos. El libro da voz a las mujeres que intervinieron durante el sexenio democrático (1868-1874) y los años posteriores y examina sus publicaciones. Desde María Josefa Zapata y Margarita Pérez de Celis, y el texto Las mujeres y la sociedad, hasta publicaciones posteriores como La tribuna de Emilia Pardo Bazán o los artículos de Guillermina Rojas. Sánchez Madrid subraya el carácter revolucionario de la ficción. Desde este punto de vista, defiende que los textos examinados muestran cómo la literatura opera como un dispositivo de enunciación de un personaje colectivo, la mujer, que por lo general no aparece reflejado en los estudios realizados sobre la época.

La música callada no sólo presenta los debates de la Edad de Plata española y sus protagonistas, sino que establece diálogos entre obras que enriquecen sus análisis. Así, por ejemplo, examina La España invertebrada de Ortega desde los trabajos de Pere Bosch i Gimpera y plantea algunas preguntas que resuenan en nuestro presente, pues nosotros seguimos preguntándonos cómo se construye un ideal nacional saludable. La cultura como herramienta o, mejor, como sistema vital de ideas irrenunciable e inseparable del sujeto es examinada, ayer como hoy, con un furor desenfrenado por algunos y con una sospecha constante por otros. Para Sánchez Madrid, Bosch i Gimpera, más próximo a Machado y Zambrano que a Ortega, «captó la pulsión de muerte que se había apoderado de la cultura hispana». Todavía hoy podríamos preguntarnos si no hay algo de esa pulsión de muerte en quienes se niegan a renunciar al sueño imperialista del pasado.

No basta con apelar a la cultura como elemento aglutinador de la identidad nacional. Más bien deberíamos delimitar a qué tipo de cultura nos referimos y, sobre todo, quiénes están legitimados para participar en ella —y, también, quiénes pueden actuar como sus representantes—. Desde este punto de vista, el ensayo de Sánchez Madrid se hace cargo de los problemas derivados de algunas propuestas políticas que, como las de Ortega o Maeztu, condicionaban el reconocimiento de la clase obrera al deseo de esta de pertenecer, en el futuro, a la clase burguesa. A la estrechez de miras del ideal burgués que restringía el número de personas que podían hablar de España o en su nombre, Sánchez Madrid contrapone la actividad poética y el trabajo filosófico de Machado y de Zambrano sobre el pueblo.

Como no podía ser de otra forma, La música callada concluye con quienes lucharon por expandir la noción de sujeto histórico: las mujeres. No sólo desde el punto de vista del feminismo político, preocupado por los derechos civiles, sino también desde la transformación del marco ideológico con el que se piensa a la mujer. Y precisamente porque la posición epistémica de la que parte el ensayo es humilde, porque no intenta reivindicar una parte de la historia, la obra incluye figuras tan dispares como Clara Campoamor, María Lejárraga, Rosa Chacel o Margarita Nelken. Una de las grandes virtudes de La música callada se encuentra precisamente en ese gesto con el que no sólo se hace presente lo pasado, como suele decirse, sino que se nos traslada a nosotros, lectores, al pasado que se describe, para que podamos observarlo en toda su complejidad. El ensayo nos ofrece un lugar privilegiado desde el que atender las conversaciones de la época y mirar de cerca a sus personajes. Escribe la autora que «nadie puede vivir dignamente sin hacer del otro su patria» y, me parece, esto es precisamente lo que se despliega a través de las más de 350 páginas que componen este ensayo: una mirada lúcida a los textos, no para utilizarlos para nuestro propio beneficio, para construir un relato inequívoco que pretenda reflejar toda la realidad, sino, más bien, para pensar desde esa complejidad de voces y relatos que forman parte del pasado. Seguramente, porque el único modo de aproximarse al pasado sin convertirlo en una reliquia es desde esa interacción con el presente que renuncia a imponerle un relato. A escoger el silencio para poder escuchar, a socavar esa voluntad irrefrenable —que tan bien conocemos aquellas que nos dedicamos a la filosofía— de imponer nuestra opinión, en pocas palabras, a dejar que suenen otras voces, es a lo que enseña La música callada. Irene Ortiz Gala es profesora de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid y directora filosófica de FILOSOFÍA&CO. Es autora de El mito de la ciudadanía (Herder, 2024).

















[ARCHIVO DEL BLOG] La capitana y el ministro. Publicado el 10/07/2019














Debemos estar atentos al juicio de Carola Rackete, escribe el Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, que podría ser condenada a 10 años de cárcel, y exigir que los jueces salven la honra y las buenas tradiciones de Italia, hoy pisoteadas por Salvini y la Liga
Carola Rackete, la capitana del barco Sea Watch 3, que hacía 17 días andaba a la deriva en el Mediterráneo con 40 inmigrantes a bordo rescatados en el mar, atracó en la madrugada del viernes pasado en la isla italiana de Lampedusa, pese a la prohibición de las autoridades de ese país. Hizo bien. Fue de inmediato detenida por la policía italiana, y el ministro del Interior y líder de la Liga, Matteo Salvini, se apresuró a advertir a la ONG española Open Arms, que anda por los alrededores con decenas de inmigrantes rescatados en el mar, que “si se atreve a acercarse a Italia, correría la misma suerte que la joven alemana Carola Rackete”, quien podría ser condenada a 10 años de cárcel y a pagar una multa de 50.000 euros. El fundador de Open Arms, Óscar Camps, respondió: “De la cárcel se sale, del fondo del mar, no”.
Cuando las leyes, como las que invoca Matteo Salvini, son irracionales e inhumanas, es un deber moral desacatarlas, como hizo Carola Rackete. ¿Qué debería haber hecho, si no? ¿Dejar que se le murieran esos pobres inmigrantes rescatados en el mar, que, luego de 17 días a la deriva, se hallaban en condiciones físicas muy precarias, y alguno de ellos a punto de morir? La joven alemana ha violado una ley estúpida y cruel, de acuerdo con las mejores tradiciones del Occidente democrático y liberal, una de cuyas antípodas es precisamente lo que la Liga y su líder, Matteo Salvini, representan: no el respeto de la legalidad, sino una caricatura prejuiciada y racista del Estado de derecho. Y son precisamente él y sus seguidores (demasiado numerosos, por cierto, y no sólo en Italia, sino en casi toda Europa) quienes encarnan el salvajismo y la barbarie de que acusan a los inmigrantes. No merecen otros calificativos quienes habían decidido que, antes de pisar el sagrado suelo de Italia, los 40 sobrevivientes del Sea Watch 3 se ahogaran o murieran de enfermedades o de hambre. Gracias a la valentía y decencia de Carola Rackete por lo menos estos 40 desdichados se salvarán, pues ya hay cinco países europeos que se han ofrecido a recibirlos.
Sobre la inmigración hay prejuicios crecientes que van alimentando el peligroso racismo que explica el rebrote nacionalista en casi toda Europa, la amenaza más grave para el más generoso proyecto en marcha de la cultura de la libertad: la construcción de una Unión Europea que el día de mañana pueda competir de igual a igual con los dos gigantes internacionales, Estados Unidos y China. Si el neofascismo de Matteo Salvini y compañía triunfara, habría Brexits por doquier en el Viejo Continente y a sus países, divididos y enemistados, les esperaría un triste porvenir a fin de resistir los abrazos mortales del oso ruso (véase Ucrania).
Pese a que las estadísticas y las voces de economistas y sociólogos son concluyentes, los prejuicios prevalecen: los inmigrantes vienen a quitar trabajo a los europeos, acarrean delitos y violencias múltiples, sobre todo contra las mujeres, sus religiones fanáticas les impiden integrarse, con ellos crece el terrorismo, etcétera. Nada de eso es verdad, o, si lo es, está exagerado y desnaturalizado hasta extremos irreales.
La verdad es que Europa necesita inmigrantes para poder mantener sus altos niveles de vida, pues es un continente en el que, gracias a la modernización y el desarrollo, cada vez un número menor de personas deben mantener a una población jubilada más numerosa y que sigue creciendo sin tregua. No sólo España tiene la más baja tasa de nacimientos en el año; muchos otros países europeos le siguen los pasos de cerca. Los inmigrantes, querámoslo o no, terminarán llenando ese vacío. Y, para ello, en vez de mantenerlos a raya y perseguirlos, hay que integrarlos, removiendo los obstáculos que lo impiden. Ello es posible a condición de erradicar los prejuicios y miedos que, explotados sin descanso por la demagogia populista, crean losMatteo Salvini y sus seguidores.
Desde luego que la inmigración debe ser orientada, para que ella beneficie a los países receptivos. Conviene recordar que ella es un gran homenaje que rinden a Europa esos miles de miles de miserables que huyen de los países subsaharianos gobernados por pandillas de ladrones y, encima, a veces fanáticos que han convertido el patrimonio nacional en la caverna de Alí Babá. Además de establecer regímenes autoritarios y eternos, saquean los recursos públicos y mantienen en la miseria y el miedo a sus poblaciones. Los inmigrantes huyen del hambre, de la falta de empleo, de la muerte lenta que es para la gran mayoría de ellos la existencia.
¿No es un problema de Europa? La verdad es que sí lo es, por lo menos parcialmente. El neocolonialismo hizo estragos en el Tercer Mundo y contribuyó en buena parte a mantenerlo subdesarrollado. Por supuesto que la falta es compartida con quienes adquirieron las malas costumbres y fueron cómplices de quienes los explotaban. No hay duda de que, en última instancia, sólo el desarrollo del Tercer Mundo mantendrá en sus tierras a esas masas que ahora prefieren ahogarse en el Mediterráneo, y ser explotadas por las mafias, antes que continuar en sus países de origen donde sienten que no cabe ya la esperanza de cambio.
Lo fundamental en Europa es una transformación de la mentalidad. Abrir las fronteras a una inmigración que es necesaria y regularla de modo que sea propicia y no fuente de división y de racismo, ni sirva para incrementar un populismo que tan horrendas consecuencias trajo en el pasado. Es preciso recordar una y otra vez que los millones de muertos de las dos últimas guerras mundiales fueron obra del nacionalismo y que éste, inseparable de los prejuicios raciales y fuente irremediable de las peores violencias, ha dejado huella en todas partes de las atrocidades que causó y que podría volver a causar si no lo atajamos a tiempo. Hay que enfrentar a los Matteo Salvini de nuestros días con el convencimiento de que ellos no son más que la prolongación de una tradición oscurantista que ha llenado de sangre y de cadáveres la historia del Occidente, y han sido el enemigo más encarnecido de la cultura de la libertad, de los derechos humanos, de la democracia, nada de lo cual hubiera prosperado y se hubiera extendido por el mundo si los Torquemada, los Hitler y los Mussolini hubieran ganado la guerra a los aliados.
Escribo este artículo en Vancouver, una bella ciudad a la que llegué ayer. Esta mañana me he desayunado en un restaurante del centro de la ciudad en el que trabé conversación con cuatro “nativos” que eran de origen japonés, mexicano, rumano y sólo el último de ellos gringo. Los cuatro tenían pasaporte canadiense y parecían contentos con su suerte y entenderse muy bien. Ese es el ejemplo a seguir en Europa, el de Canadá.
Debemos estar atentos al juicio de Carola Rackete y exigir que los jueces salven la honra y las buenas tradiciones de Italia, hoy pisoteadas por Salvini y la Liga. Estoy seguro de que no seré el único en pedir para esa joven capitana el Premio Nobel de la Paz cuando llegue la hora. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



















Del poema de cada día. Hoy, Elección, de Pearse Hutchinson

 






ELECCIÓN



Una elección difícil:

mentir o morirse de hambre. O una mentira medio-inútil y tener comida para un rato.

A veces tuve que decir

una mentira, o la mitad de una mentira, para conseguir un bocado.

Una vez, ante un editor, me vi obligado a admitir que yo era «un caballero»

(lo que evidentemente no era cierto) gracias le sean dadas al Dios de los cielos.

«No hace falta», dijo él, «ningún contrato, un acuerdo entre caballeros será suficiente asumiendo, claro está,

que usted lo sea (?).»

Casi me caigo de la cabina telefónica pero «Sí» contesté atragantándome.

Ni siquiera el precio de una pinta me pareció después suficiente para borrar tanta mentira

pero a cambio, claro está, conseguí esa mierda de contrato para seis meses.

Fue entonces cuando entendí,

de qué iban los «acuerdos entre caballeros».




PEARSE HUTCHINSON (1927-2012)

poeta irlandés



















De las viñetas de humor de hoy lunes, 7 de abril de 2025

 





























































sábado, 5 de abril de 2025

De las entradas del blog de hoy sábado, 5 de abril de 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 5 de abril de 2025. Con una prosa transparente, afirma en la primera de las entradas del blog de hoy el filosofo Ernesto Baltar, con sus «Ensayos», Montaigne inventó un género literario nuevo al que ha dado nombre. La segunda del día es un archivo del blog de marzo de 2020 que hablaba de "Los años 30": ¡Vaya década! Un estallido de locura horrorosa, en palabras de George Orwell, que de pronto se convierte en una pesadilla, una espectacular vía de tren que termina en una cámara de tortura. El poema del día, en la tercera, del poeta Walt Whitman, se ¡Oh yo, vida!, y comienza con estos versos: ¡Oh yo, vida! Todas estas cuestiones me asaltan,/Del desfile interminable de los desleales,/De ciudades llenas de necios. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt













De los "Ensayos" de Montaigne

 






Con una prosa transparente, con sus «Ensayos», Montaigne inventó un género literario nuevo, afirma en Nueva Revista [Michel de Montaigne: “Ensayos”, 14/03/2025] el filósofo Ernesto Baltar. Aunque hablar de «edición definitiva» en el caso de un clásico es siempre arriesgado y prematuro, esta nueva edición de los Ensayos de Montaigne publicada por Galaxia Gutenberg merece ser celebrada, cuando menos, como un acontecimiento editorial de primer orden. Suele decirse que cada época (o incluso cada generación) tiene la obligación de volver a traducir las obras clásicas, para reinterpretarlas desde su lenguaje, desde su mundo, y devolverles el pálpito de la vida al contacto con los lectores del presente. Por eso los clásicos nunca se terminan de traducir ni de editar. Siempre se renuevan y dan más. No se agotan.

Por lo pronto, estamos ante la primera edición bilingüe que se ha publicado en el ámbito hispánico, lo que ya por sí solo añade un valor diferencial importante; el texto francés que se muestra enfrentado en las páginas impares corresponde a la versión establecida por el especialista galo André Tournon. Además, la traducción del poeta y filólogo Javier Yagüe Bosch se disfruta, en mi opinión, con una intensidad que hasta ahora no era posible experimentar al leer a Montaigne en castellano. De las versiones existentes en nuestro idioma, esta es la que más se aproxima al que debería ser el ideal en este caso: que se puedan leer los Ensayos de Montaigne no tanto como un texto escrito (precisamente esta obra, que inauguró un nuevo género literario: el ensayo moderno), sino como una conversación que el autor mantiene con sus lectores de forma relajada y placentera, o más exactamente, como el soliloquio ameno y variado de un amigo erudito en el transcurso de una prolongada sobremesa.

La traducción de Javier Bosch, forjada a lo largo de una década de cuidadosa labor (la tarea le fue encargada por el editor y catedrático de Literatura Comparada Claudio Guillén, que murió en 2007), parece responder a dos criterios fundamentales: la claridad —esto es, la inteligibilidad— y la cercanía al lector actual. Sin menoscabo del rigor y la exactitud, que son innegociables en cualquier traducción, Yagüe ha tenido en cuenta la necesidad de atrapar literariamente al lector de hoy y ha hecho un esfuerzo constante de comprensión para hacer accesibles todos los pasajes de la obra, incluidos aquellos que pueden resultar más complejos o confusos en el original, reparando hasta en el más mínimo detalle (pero sin perderse en arcaísmos, florituras o rebuscamientos). El imperativo de «nunca traducir sin entender», aunque parezca demasiado obvio o evidente, no siempre es cumplido a rajatabla por los traductores. En este caso sí.

En la polémica sobre cuál debe ser considerado el texto canónico de los Ensayos (debate que ha mantenido entretenidos a varios estudiosos franceses en las últimas décadas), André Tournon ha tomado partido de manera terminante por el denominado «ejemplar de Burdeos», que corresponde a la edición de 1588 anotada a mano por el propio Montaigne con vistas a su edición definitiva (los investigadores descubrieron este ejemplar en una biblioteca a mediados del siglo XIX), y ha relegado como una segunda imagen complementaria la llamada «edición póstuma», publicada en 1595 al cuidado de la ahijada de Montaigne, Marie de Gournay, que durante varios siglos ha sido considerada la edición canónica. Por ejemplo, la edición más reciente que se ha publicado en español, la de Acantilado de 2007, con traducción, introducción y notas de Jordi Bayod Brau, se hizo siguiendo la edición de Marie de Gournay.

A pesar de que el estilo de Montaigne ha pasado a la historia de la literatura como modelo de claridad, naturalidad y sencillez (se suele decir que el autor francés carecía, precisamente, de «voluntad de estilo»), Javier Yagüe advierte de las dificultades que presenta su escritura a la hora de ser traducida: la lengua antigua y el sentido dudoso de muchos vocablos, giros y estructuras; el hilo entrecortado y sinuoso del pensamiento, abierto en multitud de ramificaciones y excursos; el aspecto material del lenguaje… En muchas ocasiones, la prosa de los Ensayos avanza mediante requiebros, sinuosidades y digresiones, lo que complica su trasvase a otro idioma. Además, se producen constantes cambios de ritmo y de tono, pues Montaigne compagina el detalle chusco con la reflexión sutil, las doctrinas del pasado con la experiencia personal, etc.

Por último, hay que destacar las anotaciones que, con pulcra exactitud y moderada exhaustividad, arropan y enriquecen el presente volumen: se anotan las citas literales, manteniendo en las poesías clásicas la forma del verso con métrica regular castellana; se citan también las fuentes no nombradas u «ocultas» (es decir, los préstamos y ecos de autores clásicos, así como los ejemplos extraídos de florilegios o de libros de historia que Montaigne utiliza); otras notas recogen datos geográficos, históricos y biográficos; asimismo, se establecen sugestivas conexiones entre distintos pasajes de los Ensayos. Estas notas son especialmente útiles en una obra como esta, que fue construida por Montaigne reuniendo materiales de muchos autores y obras clásicas, como una especie de centón (o collage, según diríamos ahora, más posmodernamente).

El 28 de febrero de 1571, el día en que cumplía 38 años de edad, Michel de Montaigne decidió retirarse en la soledad de su castillo para consagrarse a la escritura de sus Ensayos. Ahora, gracias a esta nueva edición, podemos hacerle una visita en su torre y escucharle hablar a través de la lectura, pues como dijo Ralph Waldo Emerson de esta obra fundacional del género ensayístico: «No conozco libro que parezca menos escrito. Es el lenguaje de la conversación trasladado a un libro. Cortad esas palabras y sangrarán: son vasculares, están vivas». Volver a disfrutar, por ejemplo, de las páginas dedicadas por Montaigne a la amistad, con su emocionado recuerdo a Étienne de La Boétie (el autor de La servidumbre voluntaria), es siempre una renovada maravilla. Ernesto Baltar es Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y profesor en la Universidad Rey Juan Carlos.














[ARCHIVO DEL BLOG] Los años 30. Publicado el 25/03/2020












¡Vaya década! Un estallido de locura horrorosa que de pronto se convierte en una pesadilla, una espectacular vía de tren que termina en una cámara de tortura, escribía George Orwell el 25 de abril de 1940 en el New English Weekly, reseñando el libro de Malcolm Muggeridge "The Thirties" [Letras Libres, 9/3/2020].
"El “mensaje” de Malcolm Muggeridge, comienza diciendo Orwell, –porque es un mensaje, aunque negativo– no ha cambiado desde que escribió Winter in Moscow. Se resume en un simple escepticismo acerca de la capacidad de los seres humanos para construir una sociedad perfecta o incluso tolerable en la tierra. En esencia, es Eclesiastés sin los incisos devotos.
No hay duda de que todo el mundo está familiarizado con esta línea de pensamiento. Vanidad de vanidades, todo es vanidad. El reino de la tierra está siempre fuera de nuestro alcance. Todo intento de establecer la libertad conduce directamente a la tiranía. Un tirano sucede a otro, el magnate industrial al barón ladrón, el caudillo nazi al magnate industrial, la espada cede paso al talonario y el talonario a la ametralladora, la Torre de Babel sube y baja eternamente. Es el pesimismo cristiano, pero con una diferencia importante: que en la visión cristiana el Reino de los Cielos está ahí para restaurar el equilibrio.
Jerusalén, mi hogar feliz,
Ojalá Dios estuviera en ti.
Ojalá Dios mis penas terminasen
Y tus glorias pudiera ver.
Y, después de todo, hasta tus “penas” terrenales no importan tanto, si de verdad “crees”. La vida es corta y ni siquiera el Purgatorio dura para siempre, así que estarás en Jerusalén antes de que pase mucho tiempo. Muggeridge, no hace falta decirlo, rechaza este consuelo. No da más pruebas de creer en Dios que de confiar en el Hombre. Nada está a su alcance, por tanto, salvo un indiscriminado martilleo de todas las actividades humanas. Pero como historiador social esto no lo invalida por completo, porque la época en la que vivimos invita a algo así. Es una época en la que toda actitud positiva ha resultado ser un fracaso. Credos, partidos, programas de todo tipo han fracasado uno tras otro. El único “ismo” que se justifica es el pesimismo. Por tanto en este momento pueden escribirse buenos libros desde el ángulo de Tersites, pero probablemente no muchos.
No creo que la historia de Muggeridge de los treinta sea estrictamente verdadera, pero creo que está más cerca de la verdad esencial que cualquier perspectiva “constructiva”. Solo mira el lado oscuro, pero es dudoso que haya ningún lado brillante que mirar. ¡Vaya década! Un estallido de locura horrorosa que de pronto se convierte en una pesadilla, una espectacular vía de tren que termina en una cámara de tortura. Comienza con la resaca de la era “ilustrada” de la posguerra, con Ramsay Macdonald hablando gelatinosamente en el micrófono y la Liga de Naciones moviendo unas vagas alas en segundo plano, y acaba con veinte mil bombarderos oscureciendo el cielo y el verdugo enmascarado de Himmler decapitando mujeres en un bloque prestado del museo de Núremberg.
En medio están la política del paraguas y la granada de mano. El gobierno nacional que llega para “salvar la libra”, Macdonald desvaneciéndose como el Gato de Cheshire, Baldwin ganando una elección con la promesa del desarme para rearmarse (¡y luego no logrando el rearme!), la purga de junio, las purgas rusas, el pegajoso disparate de la abdicación, la confusión ideológica de la Guerra Civil española, los comunistas ondeando Union Jacks, los diputados conservadores celebrando que hubieran bombardeado barcos británicos, el papa bendiciendo a Franco, dignatarios anglicanos sonriendo ante las iglesias destruidas de Barcelona, Chamberlain bajando de su avión de Múnich con una cita equivocada de Shakespeare, lord Rothermere elogiando a Hitler como “un gran caballero”, las sirenas antieaéreas de Londres lanzando una falsa alarma cuando las bombas caen en Varsovia.
Muggeridge, que no es amado en los círculos de “izquierda”, es a menudo calificado de “reaccionario” o incluso “fascista”, pero no conozco a ningún escritor de izquierda que haya atacado a Macdonald, Baldwin o Chamberlain con igual ferocidad. Mezcladas con el rumor de las conferencias y el estruendo de las balas están las imbecilidades cotidianas de la prensa sensacionalista. Astrología, crímenes de baúl, grupos de Oxford con su “compartir” y sus baterías de rezos, el párroco de Stiffkey (un gran favorito de Muggeridge: aparece varias veces) fotografiado con algunas amigas desnudas, hambriento en un tonel y finalmente devorado por leones, James Douglas y su perro Bunch, Godfrey Winn con un perro todavía más vomitivo y sus reflexiones políticas (“Dios y el señor Chamberlain: no veo blasfemia en comparar esos nombres”), espiritualismo, la Chica Moderna, nudismo, carreras de perros, Shirley Temple, olor corporal, halitosis, hambre nocturna, ¿debería contarlo un médico?
El libro termina con una nota de derrotismo extremo. La paz que no es una paz cae en en una guerra que no es una guerra. Los acontecimientos épicos que todo el mundo esperaba no se producen, el letargo extendido por todas partes continúa igual que antes. “Contorno sin forma, tono sin color, fuerza paralizada, gesto sin movimiento”. Lo que Muggeridge parece querer decir es que los ingleses son impotentes frente a sus nuevos adversarios porque ya no hay nada en lo que crean con suficiente firmeza como para sacrificarse. Es la lucha de la gente que no tiene fe contra la gente que tiene fe en dioses falsos. ¿Tiene razón, me pregunto? La verdad es que es imposible descubrir lo que sienten y piensan los ingleses sobre la guerra o cualquier otra cosa. Ha sido imposible en los años críticos. Yo no creo que tenga razón. Pero uno no puede estar seguro hasta que algo de una naturaleza bastante inconfundible –algún gran desastre, probablemente– hace a entender a la masa de la gente en qué tipo de mundo viven.
Los capítulos finales son, para mí, profundamente conmovedores, y aún más porque la desesperación y el derrotismo que expresan no son en general sinceros. Detrás de la aparente aceptación del desastre que se ve en Muggeridge está el dato no confesado de que después de todo cree en algo: en Inglaterra. No quiere que Inglaterra sea conquistada por Alemania, aunque si lo juzgamos solo por los primeros capítulos podríamos preguntarnos qué importancia tendría.
Me cuentan que hace unos años dejó el ministerio de información para unirse al ejército, algo que ninguno de los exbelicistas de la izquierda ha hecho, creo. Y sé muy bien lo que subyace en esos capítulos finales. Es la emoción del hombre de clase media, criado en la tradición militar, que descubre en un momento de crisis que después de todo es un patriota. Está muy bien ser “avanzado” e “ilustrado”, desdeñar al coronel Blimp y proclamar tu emancipación de todas las lealtades tradicionales, pero llega un momento en el que la arena del desierto está empapada y roja y ¿qué hecho por ti, Inglaterra, mi Inglaterra? Como yo también me crié en esta tradición la puedo reconocer bajo extraños disfraces, y también simpatizar con ella, porque incluso en su versión más estúpida y sentimental resulta más hermosa que la superficial superioridad moral de la inteligencia de izquierdas". Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt


















Del poema de cada día. Hoy, ¡Oh yo, vida!, de Walt Wihtman

 






¡OH YO, VIDA!


¡Oh yo, vida! Todas estas cuestiones me asaltan,

Del desfile interminable de los desleales,

De ciudades llenas de necios,

De mí mismo, que me reprocho siempre, pues,

¿Quién es más necio que yo, ni más desleal?

De los ojos que en vano ansían la luz, de los objetos

Despreciables, de la lucha siempre renovada,

De los malos resultados de todo, de las multitudes

Afanosas y sórdidas que me rodean,

De los años vacíos e inútiles de los demás,

Yo entrelazado con los demás,

La pregunta, ¡oh, mi yo!, la triste pregunta que

Vuelve: “¿Qué hay de bueno en todo esto?”

Y la respuesta:

“Que estás aquí, que existen la vida y la identidad,

Que prosigue el poderoso drama y que quizás

Tú contribuyes a él con tu rima”.


 

WALT WHITMAN (1819/1892)

poeta estadounidense