domingo, 16 de febrero de 2025

De las entradas del blog de hoy domingo, 16 de febrero de 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo, 16 de febrero de 2025. Tengo alma de vagabundo, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy citando a William Faulkner; el dinero no me interesa tanto como para salir corriendo a ganarlo; a mí me parece que se trabaja demasiado en el mundo, lo cual es una pena. La segunda es un archivo del blog de mayo de 2020 en la que se afirmaba que un buen lector es el ciudadano ideal de una democracia porque nunca se conforma con aquello que tiene, y sin esos inconformes sería imposible el progreso verdadero. El poema del día, en la tercera, comienza con estos versos: "Llega el instante/de dar tinta y papel/a su memoria". La cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt














De la literatura y el fracaso

 







Tengo alma de vagabundo. El dinero no me interesa tanto como para salir corriendo a ganarlo. A mí me parece que se trabaja demasiado en el mundo, lo cual es una pena. Con esta cita de William Faulkner el filósofo David Sánchez Usanos, inicia en Revista de Libros [Literatura y fracaso. Notas sobre un arte improbable,  03/02/2025] un interesante artículo sobre la literatura y el fracaso.

Una práctica indefinible. Lo que sigue a continuación, comienza diciendo, es un intento de pensar la literatura desde las coordenadas del fracaso, atendiendo al modo en que el fracaso pueda estar involucrado en la propia definición de lo literario. En efecto, la literatura es una práctica discursiva inequívocamente ligada a la escritura ―absolutamente dependiente de ella, diríamos―, pero que no se deja definir con nitidez. No hay un conjunto de rasgos que permitan aislar algo parecido a una esencia que exprese en qué consiste la literatura. Hay un fracaso inherente a la práctica literaria que se muestra en su resistencia a ser definida. Uno de los intentos más célebres, ¿Qué es la literatura? ―el ensayo de Jean-Paul Sartre escrito en 1947 para Tiempos modernos, la revista que dirigía―, hábilmente descompone y desplaza la cuestión definitoria del título hacia el papel del escritor y la relación que mantiene con la sociedad y con su presente a través de las preguntas «¿qué escribir?», «¿por qué escribir?» y «¿para quién se escribe?». Se trata de un texto brillante, polémico, fallido en algunos aspectos y excepcional en otros, que fracasa a la hora de dar respuesta a su título y que se centra en los efectos que ha de producir la literatura ―y, por tanto, en las intenciones de quien la ha de escribir―, supeditándola de ese modo a un fin exterior a ella misma, presumiblemente la transformación (revolucionaria) de la sociedad. Sartre emplea la literatura para realizar una magistral reconstrucción de la historia de las relaciones entre los escritores y el poder político en Francia y establece algo parecido a un programa de intervención a propósito de la noción de «compromiso» (toda escritura supone una toma de posición, toda literatura es política, incluso la que aparenta no serlo y aspira al escapismo). La literatura queda subordinada entonces a unos determinados efectos deseables y, por ello, una lectura rígida del texto de Sartre que buscase allí algo parecido a un protocolo clasificatorio erraría y no podría distinguir la literatura de otras prácticas que produjesen esos mismos efectos. Forzando un poco las cosas, podríamos decir que la literatura resulta así vinculada a cierto tipo de utilidad.

Una institución cambiante. Este carácter subalterno de la literatura resulta conflictivo con la posición que defendemos aquí y también con lo desarrollado por los llamados «formalistas rusos», que afinaron algo más y pensaron la literatura como una función; hablaban de la «literariedad» y la vinculaban a un uso extraño del lenguaje, no convencional, «desautomatizado». Entendían por tanto la literatura como un sistema ajeno a cualquier finalidad práctica, a cualquier utilidad, pero dependiente históricamente de todos aquellos usos del lenguaje que no son literatura, respecto a los que está en tensión. La herencia del formalismo recogida en el (post)estructuralismo y en textos tan relevantes como De lenguaje y literatura de Foucault concluirían que lo literario, la literariedad, la literatura, en suma, sería una categoría cambiante a lo largo del tiempo y que se definiría desde el presente en función de esa fricción respecto al resto de usos lingüísticos, una relación que implicaría una reconsideración del pasado, de la tradición, del canon, de aquello que se considera «clásico» y con lo que lo literario se relaciona siempre de un modo problemático ―alguien familiarizado con la prosa de Nietzsche estaría tentado de recurrir al adjetivo «intempestivo―-: qué se considera literatura y qué no es algo que varía a lo largo del tiempo y que nunca queda estabilizado para siempre. En el texto mencionado, Foucault afirma con acierto que para nosotros es indudable que Eurípides o Shakespeare forman parte de nuestra literatura, pero no está claro que fuesen considerados como literatura en el momento en el que les tocó vivir.

En este punto la literatura y el arte se aproximan, en el sentido de que los intentos de establecer una definición para estas prácticas adquieren un carácter laberíntico y quizá para algunos poco convincente. Siempre encontré seductora la teoría institucional del arte de George Dickie, suscrita a su manera en España por José Jiménez, que viene a decir que «arte» es aquello que los seres humanos en un momento determinado llaman «arte», un ejercicio ratificador que se está produciendo ―y reconsiderando― constantemente a través de un entramado de instituciones (galerías, museos, revistas, crítica, etc.). Considero que es algo válido también para la literatura, que podría ser asimilada entonces al uso artístico del lenguaje escrito.

El crédito de lo trágico. Ya que ha aflorado la cuestión de los clásicos, sería oportuno hablar del valor cultural que posee el fracaso en el arte de contar historias. La autoridad ejercida por Aristóteles en nuestra tradición resulta indiscutible. Cierto es que a veces no es sencillo distinguir cuánto de inmanente hay en ese magisterio ―cuánto de intrínsecamente valioso y todavía vigente hay en sus exposiciones― y cuánto de puramente histórico ―ese mecanismo falaz según el cual algo es relevante y respetado por el simple hecho de que quien lo enuncia es alguien considerado relevante y respetado―, pero ello no debe ser obstáculo para reconocer la tremenda influencia de su Poética en la reflexión artística y literaria posterior. En cierto modo podría decirse que el tratado aristotélico supone un fracaso desde el punto de vista conceptual. Su título invita a pensar en una consideración general acerca del arte poética, con orientaciones sobre la versificación, el metro, la rima o la diversidad de tonos, pero con lo que nos encontramos es con algo parecido a un manual de composición de buenas tragedias. Pero quien espere encontrar allí una definición de «tragedia» o de «lo trágico» se verá defraudado: aunque hay observaciones deslumbrantes acerca de la trama y los personajes, no hay ninguna enumeración de rasgos ni de elementos privativos de dicho género, desde luego nada parecido a una écfrasis. Aristóteles, como tantas otras veces, da por hecho que aquello de lo que habla existe de manera efectiva, que no necesita argumentar ni convencer de ello a su auditorio y procede directamente a ocuparse de la descripción de una manifestación concreta. No hay reflexión acerca de la esencia de lo trágico, sino que elige al más laureado dramaturgo de su tiempo, Sófocles, y analiza su obra más célebre, Edipo rey, para ver cómo está hecha.

Por otro lado, aunque resultan conocidas las especulaciones a propósito de la existencia de un tratado análogo acerca de la comedia por parte del filósofo, lo cierto es que, perdido o apócrifo, la ausencia de ese escrito nos ha dejado en la situación de que la figura intelectual más prestigiosa de Occidente jamás se pronunció acerca de las historias con un desenlace feliz, aquellas en las que la figura protagonista logra lo que persigue; de modo que hemos tomado sus reflexiones sobre las tramas en las que las expectativas del personaje principal se ven truncadas, normalmente con un resultado fatal, como una preceptiva literaria de carácter general, como una teoría universal de la composición y, por tanto, como un instrumento para medir el valor artístico de cualquier propuesta narrativa.

La función y el valor de la tragedia en la Poética tienen que ver con su carácter socialmente ejemplarizante: es preciso que por parte del auditorio haya un proceso de identificación con el personaje, que idealmente se presentará como virtuoso, y que, en tanto que protagonista, llevará a cabo una acción o unas acciones ilícitas debidas a su falta de mesura, a su ambición, a su deseo de rebelarse contra su condición, contra algún constreñimiento que debería acatar, pero finalmente sus propósitos se verán frustrados de modo que el orden colectivo que desafiaba quede preservado. En consecuencia, tenemos que, fruto de la autoridad conferida a Aristóteles, el tipo de historia que ha ejercido un papel tutelar sobre nosotros durante siglos es una historia de fracaso individual. Dicho de otro modo, el tipo de historia que tradicionalmente se nos ha presentado como ejemplar desde el punto de vista compositivo es una historia que termina mal. Tampoco es el único lugar en el que leer el prestigio cultural que posee cierto tipo de fracaso en la obra aristotélica. Cuando en su Metafísica habla de la necesidad de un saber que se ocupe de los primeros principios, causas y elementos que constituyen lo efectivamente real, cuando habla de la superioridad de esa filosofía primera, reconoce que un saber de este calado tal vez sólo un dios podría lograrlo, pero que sería indigno del ser humano no intentarlo.  

Otro texto indiscutible para afrontar la consideración de la literatura en general y de la literatura moderna en particular ―quizá habría que insistir en el carácter redundante de esta expresión, pues puede que toda literatura sea moderna, que la literatura, de hecho, sea inseparable de la experiencia moderna, o de la experiencia de la modernidad― es El Quijote, sin duda una historia que habla del fracaso en múltiples direcciones y, especialmente, de los posibles efectos nocivos de la lectura a la hora de desenvolverse en la vida, de los errores de interpretación y comprensión a los que conduce una exagerada entrega a los libros. Habla también del atractivo de determinadas causas perdidas, de la curiosidad y de la compasión que generan ciertas formas de derrota y subraya el vínculo que existe entre el fracaso y el prestigio de lo literario y de lo novelesco.     

Desde entonces son innumerables las historias consagradas como «literarias» que presentan el marchamo del fracaso en sus protagonistas, en sus ambientes, en sus tramas e incluso en la circunstancia vital de sus autores o autoras ―la experiencia estética contemporánea está determinada en buena medida por las intersecciones entre biografía, autoría y obra―; es cierto que hay verdaderos especialistas en el fracaso que lo tematizan y lo convierten casi en el centro de su propuesta (William Faulkner, Samuel Beckett, Sylvia Plath…), pero es igualmente cierto que casi en cualquier canon en el que nos fijemos prevalecen las obras que constatan algún tipo de fracaso: pareciera como si las historias en las que la gente consigue lo que quiere nos interesasen menos o, en todo caso, las considerásemos cultural o artísticamente inferiores.

Conflictos encapsulados. En Las contradicciones culturales del capitalismo, Daniel Bell explora la paradójica situación según la cual el arte ―sobre todo el arte más prestigiado que, en nuestros días, sigue siendo heredero de las vanguardias y de sus criterios― promueve unos valores y un modo de vida contradictorios con la cotidianidad de la propia sociedad de la que surgen. Veíamos antes cómo el tipo de tragedia que analiza Aristóteles en su Poética es socialmente conservadora en sus «conclusiones», en los efectos que tiene para el héroe desafiar el orden social existente. Si asumimos el diagnóstico de Bell, vemos que el arte y la cultura contemporáneos, aunque también estén repletos de protagonistas fracasados, de lo que verdaderamente dan testimonio es del fracaso de la sociedad en la que se inscriben.

Si aceptamos tan seductora hipótesis podríamos decir que la literatura constituye algo así como el inconsciente socializado de una comunidad en un momento determinado, es decir, un ámbito donde circulan los conflictos, deseos e insatisfacciones de un grupo humano, un registro que enuncia por medio de tramas y personajes y en un determinado tono las principales tensiones que afectan a la sociedad. Evidentemente la literatura se alimenta de la principal fuente de conflictos que nos atañe como seres humanos, la particularidad que nos caracteriza más allá de nuestro genoma y que tiene que ver con una triple combinación: el hecho de que seamos animales sexuados cuyo celo no está sometido a periodos estacionales; el hecho de que seamos conscientes de nuestra finitud (sabemos que nos aguarda el envejecimiento y la muerte); y el hecho de estar afectados por el lenguaje (una facultad que desborda cualquier explicación funcionalista). Los seres humanos han expresado desde hace miles de años estas insatisfacciones a través de cantos y poemas que constituyen la épica. Así, el Poema de Gilgamesh, una de las más antiguas epopeyas escritas, puede leerse como una exposición de la frustración humana respecto a su propia mortalidad (tras la muerte de su joven amigo Enkidu, Gilgamesh viaja en busca de una legendaria planta que otorga la vida eterna) y podemos encontrar esas tensiones elementales en casi todo documento cultural, también en los contemporáneos. Pero si hemos de buscar alguna fuente de conflictos que caracterice la literatura (moderna) hemos de hablar de la alienación específica que experimenta el individuo en una sociedad desacralizada y mercantilizada.

Moishe Postone tiene un estupendo estudio sobre la obra de Marx que lleva por título Tiempo, trabajo y dominación social en el que se centra en la naturaleza alienante del trabajo como principal vínculo social contemporáneo y discute hasta qué punto un cambio en la administración y regulación de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, así como en la distribución de los beneficios de la producción industrial, no supondría ―no supuso― abandonar el capitalismo mientras se mantenga el tipo de trabajo que caracteriza nuestras sociedades. Sin entrar en más detalles acerca de la reflexión crítica de Postone, ya el mismo título de su libro podría considerarse una enunciación de esos conflictos contemporáneos de los que decíamos antes que se alimenta la literatura: la colonización del tiempo, de la identidad y de los deseos del individuo por parte de una estructura de dominación abstracta y ajena.

No podemos reducir la literatura a una única motivación, tampoco la contemporánea, pero resulta notoria la presencia ―a veces espectral, en no pocas ocasiones explícita― de ese vampiro que vacía la experiencia y trastorna al individuo en los principales autores de las vanguardias. Hemingway explora los últimos reductos del mundo que piensa ajenos a la lógica industrial y a la impersonalidad características de la ciudad moderna: de las verdes colinas de África al exotismo del toreo, el boxeo, la guerra o la pesca. Los personajes de Kafka deambulan por laberintos weberianos que les acaban sepultando; las más célebres obras de Joyce se aproximan demasiado a una prosa a través de la que la ciudad delira; las mejores páginas de Virginia Woolf también enuncian el sinsentido de la experiencia contemporánea y mercantil, como los poemas de T. S. Elliot, cuya Tierra baldía se parece a un réquiem por la moderna civilización industrial, e igual que las diatribas de Ezra Pound o, antes que todos ellos, el aristocrático desplante de Baudelaire hacia el orden burgués. Como evidencian sus biografías, diarios y epistolarios, todos ellos intentaron escapar de la esclavitud del trabajo, el salario y la producción, algo que también se manifiesta en las tramas, personajes y versos que escribieron. Podemos encontrar igualmente ese intento de fuga respecto al modo de vida que impone el capitalismo en la mitología faulkneriana, en el mundo lúcido y desencantado de Joseph Conrad o, si acudimos a figuras algo más próximas en el tiempo a nosotros, en el tono jactancioso con el que Bukowski se opone al trabajo y plantea algo parecido a una versión californiana de Diógenes el cínico, o en la clarividencia con la que Lucia Berlin describe nuestro mundo mientras ella/sus personajes se somete(n) a un sutil autosabotaje. En España, Belén Gopegui o la recientemente celebrada Silvia Hidalgo también escriben sobre la decepción y la resistencia que suscita este modo de vida nuestro.

Nos resulta muy convincente la hipótesis de lectura de Ernst Bloch y Fredric Jameson según la cual siempre podemos detectar en el arte y la cultura de un determinado momento histórico un impulso utópico que nos informa de las insatisfacciones y anhelos de la comunidad de la que emana: las obras literarias contendrían tanto un repertorio de los conflictos sociales de su tiempo, como un modelo hipotético de sociedad futura en la que esos conflictos no existiesen o se viesen minimizados. Así, la literatura sería tan dependiente del fracaso del presente ―una comunidad absolutamente reconciliada no produciría arte― como de una esperanza futura ―un mundo que no contemple su propia transformación, como tal vez empiece a ser el nuestro, generaría un arte y una literatura muy empobrecidos, unilaterales―.

Ya desde los orígenes de la novela moderna con El lazarillo de Tormes¸ El Quijote o Robinson Crusoe observamos cómo se trata de un registro en el que se da voz a figuras marginales, a fracasados (el criminal, el loco, el náufrago), algo que, como hemos visto, se reitera a lo largo de la historia y que incluso se acentúa en la contemporaneidad, donde parece que sobreabundan las historias de inadaptación y desarraigo, una circunstancia que condensó de modo regio Susan Sontag cuando dijo aquello de «la perversidad es la musa de la literatura moderna».

Respecto a la modernidad también habría que mencionar la impugnación que supone la literatura respecto a cierta ambición cartesiana de reducir todo conocimiento relevante a aquél que puede expresarse con claridad y distinción; la literatura trabaja necesariamente con la ambigüedad, con la paradoja, con la incongruencia y con la contradicción, ahí radica su «efecto de realidad», ahí su verosimilitud. Si la literatura suscita nuestra curiosidad, capta nuestra atención y mantiene nuestro interés es también porque el resto de formas discursivas de aproximación a la realidad resultan insuficientes ―y, en la medida en que se pretendan absolutas, fracasadas―.

Con estas páginas no hemos pretendido un ejercicio prescriptivo que marque qué sea o deba ser la literatura, sí hemos intentado, en cambio, atender qué aspectos ligan la literatura al fracaso, mostrando también cómo hay una convergencia entre forma y contenido: unos temas, unos argumentos y unos personajes que no encajan ni se atienen al consenso social establecido, que evidencian su fracaso, se ponen en movimiento mediante un lenguaje, mediante una forma de hablar, que también supone un desajuste y un desafío al resto de formas de usar el lenguaje, una refutación del imperio de lo útil y de lo funcional sobre el que se construye la mercantilización que nos deshumaniza. Ese pragmatismo tan diabólico como mal entendido se delata cuando los hombres de provecho, ante un texto con intención científica, contractual o jurídica que se muestra fallido, lo descartan diciendo que se trata de «(mera) literatura».

Además del fracaso en la forma, en el contenido y en la producción de efectos prácticos, controlables y verificables, nos reencontramos en la literatura, en esa forma de articular el lenguaje, con el fracaso de la definición; en efecto, en los textos literarios hay una preocupación por su propia naturaleza, una especie de diálogo interno, de murmullo, que plantea el interrogante de su propia esencia a través de una apelación más o menos explícita, más o menos tácita, a otros autores y obras considerados como literarios. La literatura es también ese perpetuo ejercicio de indefinición reflexiva que no cesa de reescribir el canon. Por un momento sentimos la tentación de concluir estas líneas parafraseando el final de Las palabras y las cosas de Foucault diciendo que la literatura es fruto de una situación histórica concreta, un efecto de lectura con el que convivimos, pero que en modo alguno está garantizado y que, como las figuras dibujadas en la arena cuando son barridas por el mar, tal vez un día desaparezca. Y que tal vez no pasaría nada, pues no consideramos que la literatura sea un registro superior a todos los demás, sino tal vez un tono específico y, desde luego, una ocasión para leernos a nosotros mismos, una herramienta de aprendizaje, placentera pero no imprescindible. Puede que la literatura tenga más que ver con un modo de leer que con un modo de escribir y quizá, como suele suceder a veces, las mayores amenazas provengan del intento de sacralizarla, de aumentar artificialmente su alcance, de intentar imponer su obligatoriedad, de considerar que cualquier texto impreso, encuadernado y escrito con la suficiente ambición deba ser considerado literatura, de considerar que leer libros es algo bueno en sí mismo, que automáticamente produce mejores ciudadanos, consumidores más cívicos, almas más sensibles. Sabemos que esto no es así, que leer puede reportar algún beneficio individual (enriquecer la experiencia, entretener, adquirir mayor repertorio léxico), pero que, en cualquier caso, lo decisivo no es cuánto se lea, sino qué y, sobre todo, cómo se lea. La literatura, insistimos, se parece a un modo de leer ―y con esto volvemos al verdadero principio― que parte de un fracaso, pues tiene que ver con la necesidad de resistirse a la muerte y al olvido y a que ciertas cosas no puedan ser de otro modo del que son. David Sánchez Usanos es profesor de filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid y coordinador de investigación en la escuela SUR del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Sus líneas de investigación tienen que ver con la experiencia temporal y con las intersecciones entre filosofía y literatura. Compagina su actividad docente e investigadora con la traducción y la crítica literaria y musical. Entre sus últimas publicaciones destaca el libro A tres versos del final. Filosofía y literatura (Siglo XXI).











[ARCHIVO DEL BLOG] Lectores. Publicado el 03/05/2020









El hermano Justiniano me enseñó a leer, comenta en el Especial dominical de hoy [El hermano Justiniano. El País, 5/4/2020] el escritor Mario Vargas Llosa, y por eso lo recuerdo con gratitud. Un buen lector es el ciudadano ideal de una democracia: nunca se conforma con aquello que tiene. Sin esos inconformes sería imposible el progreso verdadero. 

"Recuerdo con exactitud -comienza diciendo Vargas Llosa- las diez cuadras que había entre la casa de los Llosa, en la calle de Ladislao Cabrera, y el colegio de La Salle. Yo tenía cinco años y, sin duda, estaba muy nervioso. Ese día, mi primer día de colegio, las recorrí con mi madre que, incluso, me acompañó hasta el aula y me dejó en manos del hermano Justiniano. Este me presentó a quienes serían mis amigos cochabambinos desde entonces: Artero, Román, Gumucio, Ballivián. Al más querido de ellos, Mario Zapata, el hijo del fotógrafo que había documentado todas las bodas y primeras comuniones de la ciudad, lo matarían de una puñalada, años después, en una picantería de Cala-Cala. Como era el niño más pacífico del mundo, siempre he pensado que su horrible muerte fue por defender el honor de una muchacha.

El hermano Justiniano era un ángel caído en la tierra. Tenía los cabellos blancos y unos ojos dulces y entrañables. Nos tomaba de la mano y con él cantábamos y bailábamos rondas repitiendo el abecedario y las conjugaciones, y así, jugando, a los seis meses sabíamos leer. El cartero depositaba cada semana cuatro revistas en la casa, tres argentinas y una chilena: Leoplán, para el abuelo Pedro, Para Ti, que leían la abuelita Carmen, la Mamaé, mi mamá y la tía Lala, y, para mí, Billiken y El Peneca. Esperaba esas revistas como maná del cielo y las leía de principio a fin, incluidos los avisos.

Mi mamá tenía un profesor de guitarra y era una lectora empedernida. Me prestó El árabe y El hijo del árabe, pero me tenía prohibido que leyera Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, un libro azul de letras amarillas que escondía en su velador y releía en las noches: entre bostezos, yo la oía. Por supuesto que lo leí, a escondidas, y allí había unos versos que, yo estaba seguro (“Mi cuerpo de labriego salvaje te socava / y hace saltar el hijo del fondo de la tierra”), eran pecado mortal.

Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado en la vida y, por eso, siempre recuerdo con gratitud al hermano Justiniano y las rondas entre las carpetas cantando y bailando mientras memorizábamos las conjugaciones. Debido a la lectura, ese mundo pequeñito de Cochabamba se volvió el universo. Gracias a los signos que convertía en palabras y en ideas, viajaba por el planeta y podía, incluso, retroceder en el tiempo y convertirme en mosquetero, cruzado, explorador, o viajar por el espacio hacia el futuro en naves silenciosas. Mi mamá dice que la primera manifestación de lo que, con los años, sería una vocación literaria, fue que, cuando los finales de los cuentos y novelas que leía no me gustaban, con mi letra torpe de entonces los cambiaba. Yo no lo recuerdo, pero sí las horas que me pasaba leyendo cada día, después de volver de La Salle y tomar mi vaso de leche fría con canela, mi alimento preferido. El abuelito Pedro se burlaba de mí: “Para el poeta la comida es prosa”. Pero yo no escribía versos todavía en Cochabamba; eso vendría luego, en Piura.

Ahora que, por culpa del coronavirus y el aislamiento forzoso al que estamos sometidos los madrileños, leo desde el amanecer hasta el anochecer, diez horas diarias en un estado de felicidad absoluta (morigerada por el miedo a la plaga), aquellos días cochabambinos vuelven a mi memoria con los fantasmas borrosos de las primeras lecturas que me devuelve el subconsciente: la orgullosa Diana Mayo caía rendida en brazos de su secuestrador Ahmed ben Hassan en los desiertos de Argelia; el espadachín que nació en una celda y, como los gatos, veía en la oscuridad; el Judío Errante y su peregrinación incesante por el mundo. Los niños de entonces —por lo menos en Cochabamba— no leíamos tiras cómicas sino libros, y, sin duda, por eso jamás contraje la adicción al Pato Donald o al Ratón Mickey ni a Popeye, el marinero musculoso. Pero sí a Tarzán y a Jane, con los que volé, de árbol en árbol, por las selvas del África.

En la biblioteca con telarañas de la Universidad de San Marcos leí mi primera obra maestra: el Tirant lo Blanc, en la edición de Martín de Riquer de 1948. Antes todavía, cuando cadete del Leoncio Prado, devoré la serie de los mosqueteros de Alejandro Dumas, y soñaba con D’Artagnan todas las noches.

Nada me ha dado tanto placer y felicidad como los buenos libros; nada me ha ayudado tanto como ellos a sortear los momentos difíciles. Sin la literatura me habría suicidado en ese periodo atroz en que supe que mi padre estaba vivo, cuando me llevó a vivir con él y me hizo descubrir la soledad y el miedo. William Faulkner me cambió la vida en plena adolescencia; lo leí con lápiz y papel para identificar sus cambios de narrador, los saltos temporales, los remolinos de esa prosa que mezclaba personajes, tiempos y lugares y aparecía, de pronto, en la novela un reordenamiento de la historia todavía mejor que el cronológico.

Para leer a Sartre, Camus, Merleau-Ponty, Simone de Beauvoir y demás colaboradores de Les Temps Modernes, aprendí francés, e inglés para entender a Hemingway, a Dos Passos, a Orwell y a Virginia Woolf, y descifrar el Ulises de Joyce (lo conseguí a la tercera vez). En una cabañita de Perros-Guirec, en Bretaña, en el verano de 1962 leí el tomo de La Pléiade dedicado a Tolstói y desde entonces Guerra y paz me parece la cumbre de la novelística, con el Quijote y Moby Dick. Entre las del siglo XX, nadie ha superado, a mi juicio, La condición humana, de Malraux, con excepción de La montaña mágica de Thomas Mann. En París, el primer día que llegué, en agosto de 1959, descubrí a Flaubert y me pasé toda la noche, en el Wetter Hotel, leyendo Madame Bovary. Fue para mí el más fructífero de los descubrimientos: gracias a Flaubert supe el escritor que quería ser y el que no quería ser.

Las buenas lecturas no sólo producen felicidad; enseñan a hablar bien, a pensar con audacia, a fantasear, y crean ciudadanos críticos, recelosos de las mentiras oficiales de ese arte supremo del mentir que es la política. La vida que no vivimos podemos soñarla, leer los buenos libros es otra manera de vivir, más libre, más bella, más auténtica. Esa vida alternativa tiene, además, la suerte de estar fuera del alcance de las plagas demoníacas que aterraron siempre a los seres humanos porque en ellas veían a los diablos, que, a diferencia de los enemigos de carne y hueso, eran difíciles de derrotar.

Un buen lector es el ciudadano ideal de una sociedad democrática: nunca se conforma con aquello que tiene, siempre aspira a más o a cosas distintas de las que le ofrecen. Sin esos inconformes sería imposible el progreso verdadero, el que, además de enriquecer la vida material, aumenta la libertad y el abanico de elecciones para ajustar la vida propia a nuestros sueños, deseos e ilusiones. Karl Popper tenía razón: nunca hemos estado mejor que ahora (en los países libres, se entiende).

El coronavirus ha resucitado la barbarie en lo que creíamos la civilización y la modernidad. Hemos visto en Madrid cosas horribles, como en las residencias: ancianos abandonados al parecer por cuidadores que no tenían mascarillas ni remedios ni ayuda alguna. Los muertos conviviendo con los vivos, durmiendo en las mismas camas. El horror siempre supera al horror, no importa el tiempo histórico. Aun así, con toda la ruina económica y social que traerá al país esta plaga inesperada, si, luego de sobrevivir a ella, hay en España un millón más de españoles, o por lo menos cien mil, ganados a la buena lectura gracias a la cuarentena forzada, los demonios de la peste habrán hecho un buen trabajo".
El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt

















El poema de cada día. Hoy, Empieza el tiempo de descuento, de Rafael Soler

 







EMPIEZA EL TIEMPO DE DESCUENTO


Llega el instante

de dar tinta y papel

a su memoria


por coito un monedero

por tertulia un soliloquio

por abrazo en soledad los hombros


así templado y desprovisto

baje el mentón

perdone a los iguales

escuche del afín las cuitas


cuestión de léxico encontrar

la meta del verbo y del afecto

volver por las afueras

al dentro perentorio


átese

prosiga su cochura funeraria

dé sustento a lo perdido


estamos con usted

saldrá indemne.



Rafael Soler (1947)

poeta español











De las viñetas de humor de hoy domingo, 16 de febrero de 2025

 








































sábado, 15 de febrero de 2025

De las entradas del blog de hoy sábado, 15 de febrero de 2025

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 15 de febrero de 2025. Vivimos en tiempos en los que ya no es necesario recurrir a la hipocresía, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy, y lo que se piensa se dice sin inhibición alguna, por mucho que rompa con valores que dábamos por supuestos. La segunda entrada del día es un archivo del blog de febrero de 2018 en el que se hablaba de la amenaza de una posibilidad alarmante en el horizonte: la de la alianza entre Estados autoritarios y grandes monopolios informáticos que uniera los incipientes sistemas de vigilancia corporativa con los ya desarrollados sistemas de vigilancia estatal; la amenaza ya se ha cumplido hoy. El poema del día, en la tercera, comienza con estos versos: "Cuando entré a despedirme de los ámbitos/a los que ya rendí mi adiós, mas no mi olvido,/la amada sombra estaba recortándose,/cual negativo de una antigua foto". La cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt










De la desinhibición

 







En una columna reciente aludí a cómo vivimos en tiempos en los que ya no es necesario recurrir a la hipocresía, lo que se piensa se dice sin inhibición alguna, por mucho que rompa con valores que dábamos por supuestos, escribe en El País [La era de la desinhibición, 09/02/2025] el politólogo Fernando Vallespín. A este respecto, comienza diciendo, Trump y la corte de partidos de ultraderecha serían el ejemplo más conspicuo. Pero empiezan a aparecer señales de un efecto contagio sobre otras fuerzas políticas. Miren si no a la campaña electoral alemana, donde nos encontramos con otro ejemplo de ruptura de las inhibiciones político-morales. Me refiero al peligroso juego de Friedrich Merz cuando consintió en apoyar una moción contraria al derecho de asilo apoyándose en los votos de la AfD. El término Tabubruch, la ruptura del tabú de no cooperar jamás con la extrema derecha, se propagó como la pólvora por todos los medios del país, como si se tratara del anuncio de una pandemia.

Que ya hubiera ocurrido hace tiempo en otros lugares no fue óbice para que aquí fuera percibido como un verdadero escándalo. Y, de hecho, reaccionó en contra de esta medida “irresponsable” la propia Merkel, la anterior líder de ese mismo partido, y se extendieron populosas manifestaciones en contra. La CDU fracasó después en su intento de presentar un proyecto de ley de limitación de los flujos migratorios. No lo consiguió por la deserción de algunos diputados de la CDU y de los liberales, pero el mal ya estaba hecho. De poco han servido también las posteriores declaraciones de Merz asegurando que nunca, nunca pactará con la AfD, pero que se afirma en su visión restrictiva del derecho de asilo y el control de la inmigración. La campaña ya está rota, girará de forma casi exclusiva sobre dichas cuestiones, aquellas que precisamente interesan a la AfD.

Por otro lado, las esperanzas nacidas de la reacción de Merkel y los diputados díscolos o de la amplia reacción popular se están dando de bruces con los nuevos datos. Hace un par de días una encuesta de la televisión pública alemana detectaba un 1% de aumento en la intención de voto al partido de Merz y otro a la AfD. Por tanto, de traducirse en voto efectivo, entre ambos representarían ya a una mayoría de la población alemana (52%). Estoy seguro de que no gobernarán juntos, la ruptura del tabú no llegará tan lejos, pero lo verdaderamente preocupante es que la coalición semáforo se viera incapaz de evitar que el voto a la ultraderecha se duplicara durante estos tres últimos años. Dicho en otras palabras, los partidos establecidos siguen sin encontrar respuestas “civilizadas” al tema de la inmigración y a los otros temores que atenazan a nuestras poblaciones y dejan el campo expedito para la demagogia nacionalpopulista.

Lo fácil, como ahora vemos con la CDU, es adaptarse a ella. A la vista está que no la debilita. Y aunque el partido de Merz pueda extraer algún beneficio puntual de su nuevo movimiento, acaba de entrar en un verdadero campo de minas. Porque si hay algo que ya hemos aprendido de esta era de la desinhibición, y aquí es Trump de nuevo quien sirve de referente obligado, es que toda transgresión de una línea roja nos conduce a traspasar cualquier otra. Lo venimos repitiendo hasta la saciedad, hacer prevalecer el pequeño ventajismo de partido por encima del respeto al sistema de reglas y los principios y valores sobre los que hemos edificado nuestras democracias es la vía más directa para acabar con ellas. El Estado de derecho alemán es de los más sólidos, si ahí empiezan a abrirse vías de agua ya no habrá quien nos libre a todos de la inundación. Si Europa es nuestra salvación, Alemania es su profeta.