martes, 4 de febrero de 2025

Del destronamiento de Dios

 






Alexandre Kojève. Filósofo y político francés de origen ruso, de gran influencia en la filosofía francesa del siglo XX. Trabajó para la KGB y fue hombre de Estado para el gobierno francés, de gran relevancia en la planificación y formación de la Unión Europea. Lo escribe en Nueva Revista [Kolève, el filósofo que buscó destronar a Dios, 24/01/2025] el filósofo José María Carabante, reseñando el libro Vida y pensamiento de Alexandre Kojève, de Marco Filoni (Madrid, Trotta, 2024).

Basándose en una biografía firmada por Marco Filoni que acaba de publicar Trotta, el autor del texto dibuja un retrato nuevo del pensador francorruso. Como fondo establece «esa espiritualidad turbulenta, volcánica, que constituye una de las pesadillas más recurrentes del alma rusa». En primer término, la radiografía de Filoni dictamina que «no es ni La fenomenología del espíritu ni la dialéctica entre amo y esclavo la clave de su pensamiento, sino Dios». En la batalla final entre el ser humano y el ser trascendente, solo puede haber un vencedor y, para Kojève, «el triunfo correspondía a la facción más pegada a la tierra, a la más prometeica». Con esta victoria de la finitud que desecha y descarta toda la trascendencia, vienen un cúmulo de ideas, impresiones o intuiciones cuyo desarrollo con frecuencia resuena en la actualidad. Escribe Carabante que «al releer a Kojève, al acercarnos a su vida, se conoce dónde arraigan esas ideas que nos hablan del fin de la historia, del transhumanismo o de la muerte del hombre, pero también se permite tomar conciencia de los cadáveres que esas intuiciones han abandonado en la cuneta».

Alexandre Kojève fue un pensador determinante en el panorama intelectual europeo de la segunda mitad del siglo XX. De origen ruso, ejerció de maestro de una numerosa generación de filósofos galos, al tiempo que desempeñó un papel relevante en la diplomacia europea y colaboró con la KGB. Una vida de película.

Para lo poco que escribió —o, siendo más precisos, para lo poco que publicó—, Alexandre Kojève eclipsa, como una suerte de sombra tutelar, lo más granado del pensamiento filosófico a lo largo del siglo XX. A quien no conozca su Introducción a la lectura de Hegel, quizá le llame la atención que todos los tópicos filosóficos más recientes —desde la muerte del hombre hasta el fin de la historia— arranquen en aquel seminario, algo abstracto y misterioso, sobre el filósofo idealista que, por azares del destino, se vio obligado a impartir este exiliado ruso, sin trabajo y sin futuro, tras haberse doctorado bajo la dirección de Jaspers.

En aquel entonces Kojève no era nadie. Tampoco su nombre dice mucho hoy a quienes se familiarizan con el desarrollo de las ideas embaulándose manuales al uso. Porque no aparece en ninguno de ellos, a pesar de su creatividad y su potencia filosófica; a pesar de haber dialogado con los movimientos más recientes; a pesar de que a su obra apenas le ha rozado la inercia del tiempo. A pesar, en fin, de los desafíos —o la satisfacción, que es la otra cara de quien afronta aquellos— que suscita vérselas con él.

Juegos de imposturas. No puede negarse que a su desconocimiento contribuyó el propio Kojève. Este fue un maestro en el arte de darse importancia quitándosela, de construir su mito escondiéndose, de dorar su aura con disquisiciones cifradas o ademanes extraños. Existe algo de impostado, de esnobismo, en su forma de andar por el mundo, en su manera de pensar y, esquivo como fue, es difícil saber cuándo hablaba con sinceridad o cuándo su objetivo no era otro que despertar admiración o cultivar su fama de sabio gnóstico o de diplomático combativo, de esos que muñen entre bambalinas la suerte de la geopolítica.

La magnífica biografía de Marco Filoni —Vida y pensamiento de Alexandre Kojève—, recién publicada por Trotta, muestra las múltiples caras de este filósofo inclasificable, al tiempo que desbroza —no siempre con éxito— lo legendario, separándolo de lo verosímil y fidedigno. Si no se alcanza a saber más de él no es por la falta de diligencia del biógrafo, sino porque el rostro huidizo del ruso, porque su perfil en ocasiones se desdibuja, como se esfuma el rastro de un espía al doblar la esquina.

Kojève, que era sobrino de Kandinsky, pertenecía a una acaudalada familia moscovita y emigró, siguiendo el consejo de su madre, cuando el comunismo empezaba a extender sus tentáculos totalitarios. Vagó por Europa, enfrascándose en amoríos y tejemanejes en el mercado negro. Siempre llevó un diario filosófico en el que consignaba sus ideas periódicamente; su vocación, nos revela Filoni, fue la filosofía, aunque comprende la tentación del poder que sacudía y tensionaba sus entrañas. Más allá de sus flirteos con la docencia, recaló finalmente en el departamento de exteriores galo y fue el encargado de manejar el timón de Europa durante la posguerra, combinando esas funciones con sus trabajos para la KGB.

Su labor para la agencia de seguridad soviética está documentada. Y, por ello, es menester ser cauteloso en el momento de desentrañar sus textos, aun cuando se rindieran ante ellos, embelesados por su inteligencia, intelectuales de la talla de Aron, Lévi-Strauss, Lacan y tantos otros de nombres eximios. Si fue sincero, si dijo lo que pensaba con honestidad o, por el contrario, terminó siendo presa de su propio éxito, de la ambigüedad, es algo de lo que nunca estaremos seguros. Pero todo ello explica que sea tan importante y, sobre todo, que existan pocos autores en los que sea tan decisivo abalanzarse sobre su biografía a fin de separar, en lo posible, el grano de la paja. No en vano, quienes se dedican a su estudio buscan descifrar sus exiguos libros y los leen con la precisión y esmero con que Spinoza pulía lentes.

Identidad rusa. Tanto a la hora de exprimir su interpretación de Hegel como de introducirse en sus otros ensayos, hay que seguir los rastros que abre e interpretar los silencios, más que afanarse en una comprensión literal. En este sentido, Filoni demuestra que no es ni La fenomenología del espíritu ni la dialéctica entre amo y esclavo la clave de su pensamiento, sino Dios. Y es que Kojève vivió y pensó atrapado por una obsesión teológica y fue esta obcecación enfermiza la que insistentemente le condujo a intentar demostrar, al modo de un axioma inexorable, la verdad última del ateísmo.1

Quizá eso explique el parecido que guarda Kojève con los personajes —enigmáticos e indescifrables, inaccesibles, como el cofre de un mago— de Dostoievski. Y por eso en él es más determinante el influjo de este último o de Soloviov, a quien dedicó su tesis doctoral, que el del mismísimo Hegel, a quien lee, además, como la vanguardia de la religión atea. Siendo francos, jamás se desligó de esa espiritualidad turbulenta, volcánica, que constituye una de las pesadillas más recurrentes del alma rusa. Lo que el autor de El jugador y Soloviov descubrieron en la fe intenta Kojève desmontarlo, representando, por decirlo así, el envés perverso de quien aniquila lo sobrenatural.

Del problema de Dios depende, al fin y al cabo, todo. La obra de Kojève resulta, a este respecto, no solo honda, sino, sobre todo, dramática, porque recupera aquella rebeldía de la que dimanó la expulsión del ser humano del paraíso. Asumió, con todo el patetismo místico que exuda lo eslavo —y, al tiempo, con todo el peso de la ironía nietzscheana— que, en el conflicto entre el hombre y el ser supremo, entre la finitud y la trascendencia, entre la nada y el ser, no puede compartirse la corona de la victoria. Para él, el triunfo correspondía a la facción más pegada a la tierra, a la más prometeica, sin importar la tragedia que comportaba el destronamiento de Dios.

Ateísmo a carta cabal. Fichte dijo algo que se recuerda muy poco, siendo, como es, una verdad exacta y redonda: que la filosofía a la que uno se adhiere —o la que se dispone a hacer— está condicionada por el tipo de persona que es. Mientras que, según Kojève, no puede emanciparse el ser humano sin cortar para siempre el yugo que le unce a Dios, otros —con más esperanza y optimismo y quizá con más inteligencia— se han dado cuenta de que solo quien conoce a Dios está en condiciones de descifrar quiénes somos los que vagamos por el planeta tierra.

Para el ateo, Dios es el tirano al que desbancar a fin de ganar libertad; para el teísta, sin el cetro dadivoso de aquel, el propio arbitrio no deja de ser una máscara o ficción. El primero niega al ser supremo para afirmarse; el segundo, más humilde, considera que la autoafirmación humana no es posible sin reconocerse como criatura salida de las manos paternales de un ser que nos supera.

Centrándonos en el ateo, existe un nihilismo intrascendente y otro más serio y entusiasta; el de Kojève es el de quien apuesta por la nada —su obsesión fue la de elaborar una filosofía de lo inexistente—, sin que le duela en prendas la devastación de la ontología. Frecuentando su producción, caemos en lo bien que casa su inquietud destructiva con una pasión casi irracional por la técnica, hasta el punto de que la destrucción de Dios y, consiguientemente, la del ser humano constituyen las contraseñas para abrir la puerta que conduce a la divinización de la contingencia. Es el hombre quien crea, al igual que una divinidad sublime y desconocida, mediante el poder científico-técnico, moldeando el entorno a su antojo.

Kojève fundamenta una filosofía prometeica. He ahí el milagro. Pero, bien pensado, quizá el ruso atiende menos de lo que se piensa a lo que se extrae del inveterado ateísmo en que milita. ¿Acaso, preguntamos, sacralizar la finitud no manifiesta la ineludible deuda con el ser supremo? ¿No muestra que, lo queramos o no, Dios es un asunto inevitable?

Sucede lo mismo que con la filosofía, a juzgar por lo que comenta Aristóteles en uno de sus libros más bellos, el Protréptico: que incluso para negarlo, no hay más remedio que atravesar la frontera y llegar a la teodicea. Por más que nos empeñemos en refutar la existencia de Dios, no nos zafamos jamás de su ascendencia. A esta persistencia de lo teológico parece aludir Kojève cuando reflexiona sobre la dialéctica hegeliana, según la cual es el esclavo quien se adueña de la libertad y el poder, subyugando al amo, que tan felices se las prometía. Lo mismo ocurre —sostiene— entre el hombre y Dios, que acaba siendo destronado por quienes antes le sacrificaban la grasa de los becerros.

Pero sabemos que Prometeo acabó asido a una roca; del mismo modo, al hombre de Kojève se le presenta un destino aciago. Donde triunfa la nada se desvanece el ser. No hay alternativa a este camino de destrucción, pues Kojève no suscribe un nihilismo azucarado. Y es que, si la Escritura nos presenta a Dios como «ser», con vigor suficiente para sacar las cosas de la oscuridad, a lo máximo que aspira el individuo es a descrearlas, devolviéndolas al reino de las tinieblas y la muerte.

En este sentido, para Kojève, como para Dostoievski, el suicido constituye el acto supremo de la libertad. No se trata de justificar un asesinato compasivo o poner fin a la vida de uno por desesperación. Lo más libre es la desaparición gratuita. El filósofo de la estirpe de Kojève es como Kirilov, el congruente y radical ateo de Los demonios, quien pone fin a su vida voluntaria y audazmente para mostrar el arbitrio absoluto e incondicionado del hombre.

El poder de lo negativo. Con la victoria de la finitud y el predominio de la técnica, adviene la fuerza de lo negativo. La verdad es una empresa arriesgada y no es posible allegarse a ella si el filósofo no se compromete valientemente con todo aquello —tolerable o insoportable— que se desprende del trabajo del concepto. Al releer a Kojève, al acercarnos a su vida, se conoce dónde arraigan esas ideas que nos hablan del fin de la historia, del transhumanismo o de la muerte del hombre, pero también tomar conciencia de los cadáveres que esas intuiciones han abandonado en la cuneta.

La filosofía de Kojève es una filosofía sin esperanza, impasible, fundada sobre la imposibilidad de la metafísica, cuya estación de destino es un nihilismo intempestivo. Gris y gélido, como un pasaje lunar. Se compartan con él o no sus conclusiones, lo cierto es que revela los precipicios a los que encamina la libertad absoluta y el vértigo que aflige a quien cesa de creer en Dios para confiarlo todo a su propia fuerza.

Filoni descubre las múltiples dimensiones de una obra que nunca terminó porque el quehacer del espíritu es tan interminable como una tarde de domingo. Y deja que entreveamos, furtivamente, los pliegues de un alma casi diabólica, enigmática e indescifrable, como los secretos del ser y los de la nada.












[ARCHIVO DEL BLOG] Digresiones sobre el alma. Publicado el 19/04/2017












Un poco abrumado por la beligerancia, que no comparto, de la reciente lectura de Cosmos. Una ontología materialista (Paidós, Barcelona, 2016), del filósofo francés Michel Onfray, me encuentro con un artículo sobre la naturaleza del alma del también filósofo y profesor de mi universidad, Manuel Fraijó, que me gustaría comentar en el blog.
Yo no creo en la existencia del alma. Al menos entendida como un ente ajeno al cuerpo humano, preexistente a él e inmortal. Y aunque el artículo 16.2 de la Constitución española nos ampara en nuestro derecho a no declarar sobre nuestras creencias filosóficas, religiosas o políticas, no tengo ningún empacho en hacerlas públicas. En política me sitúo a caballo entre el liberalismo y la socialdemocracia, más escorado a la segunda que a la primera, pero sin renunciar a ambas. En religión me encuentro muy a gusto dentro de las coordenadas de eso que algunos llaman "humanismo cristiano", cuyo ejemplo señero sería Albert Camus, sin necesidad de creer en Dios alguno. Y en filosofía, hijo (o bisnieto) de la Ilustración como me gusta decir, pues me declaro panteísta, en línea con lo expresado mucho mejor que yo por Teilhard de Chardin: somos un producto de la evolución y no necesariamente el último de ella, en un todo con el cosmos, o por Jostein Gaarder: solo somos polvo de estrellas, y bastante antes por Giordano Bruno y Baruch Spinoza. Y desde luego en nada beligerante con los que piensen todo lo contrario que yo. 
Es un privilegio de la filosofía y de la teología plantear preguntas que carecen de respuesta empírica, dice en un reciente artículo el profesor Manuel Fraijó, catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED. Sobre una de ellas, el alma, comenta, se está produciendo un cambio al principio imperceptible pero habitual ante cualquier creencia desfasada. 
Solemos identificar el término “alma”, señala Fraijó, con palabras como aliento, soplo, respiración, vida. A veces, el alma también es concebida como una especie de fuego, fuego que se apaga con la muerte. Por lo general, todas las culturas se han familiarizado con el concepto de alma. Se habla del alma de las personas, de los pueblos, de los animales, de los ríos, de las montañas, de las obras de arte. Todo lo que tiene vida tiene alma. Sin embargo, hay excepciones: en el pensamiento chino arcaico se partía de que no todos los individuos tienen alma: se pensaba que el alma era una especie de espíritu, de dios menor, que descendía del cielo, se instalaba en el interior de las personas y, si se sentía “a gusto”, se quedaba para siempre; pero también podía “emigrar”.
Se ha sido, pues, continúa diciendo, muy generoso con el término “alma” asignándole una amplia gama de significados. Henri Bergson murió clamando por un “suplemento de alma” que detuviese la Segunda Guerra Mundial. Estaba convencido de que, si la humanidad no da una oportunidad al alma, al espíritu, quedará aplastada por el peso de su propio progreso tecnológico. Tener alma significaba para él vivir en profundidad, no pasar de puntillas por la vida. Quien no tiene alma, sentenció Søren Kierkegaard, vive en “el sótano de su propio edificio”.
Es un privilegio de la filosofía y de la teología plantear preguntas que carecen de respuesta empírica, comenta. El alma es, sin duda, una de ellas. Su permanente presencia en la historia del pensamiento humano se debe, como sentenció Spinoza, al afán por “durar”. Ante la evidencia de que el cuerpo se descompone y desaparece, apelamos a un principio espiritual, no empírico, que nos garantice la duración eterna, la inmortalidad. Es el gran servicio que desde siempre nos viene prestando el alma. Ya Platón la declaró "inmortal". Solo el cuerpo, al constar de partes, se corrompe; pero el alma, al ser una realidad simple, es inmortal. Además, si las ideas que capta el alma son eternas, también esta lo será.
Salta a la vista que la teoría de Platón presupone la separación entre alma y cuerpo, es dualista, dice más adelante. Se suponía incluso que el cuerpo era la cárcel del alma; una convicción que fue llevada al extremo por Aristóteles en un diálogo de juventud, el Protréptico. Cuenta allí Aristóteles que los piratas marinos etruscos torturaban a sus prisioneros atándolos vivos a cadáveres, “rostro con rostro”, hasta que morían. Es, pensaba el Aristóteles joven, la situación del alma: está atada al cuerpo como los prisioneros a los cadáveres.
Es obvio que la antropología actual no acepta esta separación entre alma y cuerpo, sigue escribiendo. Tampoco la antropología bíblica conocía el binomio alma-cuerpo. El ser humano era concebido como una unidad psicosomática. En la actualidad, la posible vida más allá de la muerte no se expresa en forma de inmortalidad del alma. Y ello a pesar de que Karl Rahner reconocía que la separación alma-cuerpo se convirtió en la “clásica descripción teológica de la muerte”, es decir, la muerte acontecía cuando el alma abandonaba su pobre morada terrenal.
En nuestros días continúa siendo de especial trascendencia la impronta que Kant asignó a la inmortalidad del alma, comenta. La postuló desde el convencimiento de que los seres humanos, al actuar moralmente, se hacen dignos de una felicidad que este mundo nunca ofrece. Según Adorno, a Kant le movía “el ansia de salvar”; postuló la inmortalidad del alma para no tener que “pensar la desesperación”. Y, en la misma línea, tal vez proyectando su propia ansia de inmortalidad, escribió Unamuno: “El hombre Kant no se resignaba a morir del todo”. En realidad, la afirmación kantiana de Dios y la inmortalidad es indirecta: Kant pone el acento en el sombrío panorama que se seguiría si Dios y la inmortalidad fuesen una quimera. En ese caso, la esperanza en un final benévolo para el peregrinar humano quedaría muy ensombrecida, y las posibilidades de encontrar un sentido último a la vida se verían muy mermadas.
Hasta el siglo XVIII, señala, la inmortalidad del alma no pasó grandes apuros. Pero, por aquellas fechas, haciendo gala de un empirismo insobornable, David Hume vinculó indisolublemente el destino del alma con el del cuerpo. Observó que las peripecias del segundo afectan a la primera. Así, en la infancia, la debilidad del cuerpo y la del alma corren paralelas; de la misma forma, el vigor corporal de la edad adulta corre paralelo con el vigor del alma; y, cuando en la vejez declinan las fuerzas corporales, se debilita también el alma. Hume concluyó: cuando muere el cuerpo, muere también el alma.
La filosofía tradicional, dice, acusó el golpe. Veníamos de aceptar, con notable placidez que, tras la aniquilación de nuestro cuerpo, el alma corría mejor suerte y alcanzaba el estatuto de “forma separada” del cuerpo. En ese estado permanecía hasta que la resurrección le permitía volver a tomar las riendas del cuerpo resucitado. Pero hace tiempo que ni la filosofía ni la teología saben qué hacer con el “alma separada”. Xavier Zubiri afirma que “quien sobrevive y es inmortal no es el alma, sino el hombre entero”. Algo que recordó Ignacio Ellacuría en su presentación del libro póstumo de Zubiri, Sobre el hombre. Ellacuría dejó claro que, según Zubiri, “con la muerte acaba todo el hombre o acaba el hombre del todo”. Zubiri abandonó, pues, la hipótesis del “alma separada” y se adhirió a la solución de la “muerte total”. Es también la hipótesis aceptada por grandes exponentes de la teología cristiana más reciente. Moriremos, pues, por completo; y resucitará “la persona entera”. A la pregunta “¿cómo sucederá todo eso?”, la teología remite con humildad al insondable carácter misterioso del tema. Estaríamos, en feliz expresión de Laín Entralgo, ante “un saber de creencia, no de evidencia”.
La pregunta, entonces, es obligada: ¿qué hacer con la palabra “alma”? Reina bastante unanimidad, dice: el alma continuará siendo siempre el término de referencia de todo lo que somos y hacemos: sentir, pensar, querer, recordar, olvidar, crear, amar… Joseph Ratzinger lo expresa teológicamente: “alma es la capacidad de referencia del hombre a la verdad y al amor eterno”.
Toda nueva creencia, antes de ser generalmente aceptada, concluye diciendo, va conquistando su espacio de forma imperceptible. Podría ser el destino del binomio alma-cuerpo. Es posible que estemos ante una creencia desgastada. Ya se sabe que la variada plasmación de las ayudas filosóficas y teológicas es cambiante y suele tener fecha de caducidad. El tema alma-cuerpo no es una excepción. En todo caso, si el desgaste de los siglos se empeñase en jubilar tan ancestral creencia, habría que agradecerle los inmensos servicios prestados. Siglo tras siglo mantuvo la esperanza de que, a pesar de la evidente desaparición del cuerpo, permanecía lo más importante de nosotros, lo más nuestro, el núcleo de nuestra identidad, nuestra alma. Hay palabras “que tiemblan”, reconocía Antonio Machado. Tal vez el alma sea una de ellas. Pero el poeta le echó un conmovedor cable: “quisiera traerte muerta mi alma vieja”. 
Son hermosas estas últimas palabras del profesor Fraijó. Personalmente creo que la ciencia en general, y la neurobiología en concreto, van dando cuenta ya suficientemente, y cada vez más y mejor, de la "realidad espiritual" del hombre sin necesidad de recurrir a libros sagrados ni realidades supraterrenales, pero en cualquier caso bendito sea todo aquello que en alguna forma dé consuelo al hombre en su paso por este valle de lágrimas que suele ser la vida para la mayoría, aunque también sea una aventura formidable que no tiene repetición y merece la pena aprovechar. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt















Del poema de cada día. Hoy, Juventud, divino tesoro, de Rubén Darío

 






JUVENTUD, DIVINO TESORO



Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro

y a veces lloro sin querer


Plural ha sido la celeste

historia de mi corazón.

Era una dulce niña,

en este mundo de duelo y de aflicción.


Miraba como el alba pura;

sonreía como una flor.

Era su cabellera obscura

hecha de noche y de dolor.


Yo era tímido como un niño.

Ella, naturalmente, fue,

para mi amor hecho de armiño,

Herodías y Salomé…


Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro…

y a veces lloro sin querer…


Y más consoladora y más

halagadora y expresiva,

la otra fue más sensitiva

cual no pensé encontrar jamás.


Pues a su continua ternura

una pasión violenta unía.

En un peplo de gasa pura

una bacante se envolvía…


En sus brazos tomó mi ensueño

y lo arrulló como a un bebé…

Y te mató, triste y pequeño,

falto de luz, falto de fe…


Juventud, divino tesoro,

¡te fuiste para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro…

y a veces lloro sin querer…


Otra juzgó que era mi boca

el estuche de su pasión;

y que me roería, loca,

con sus dientes el corazón.


Poniendo en un amor de exceso

la mira de su voluntad,

mientras eran abrazo y beso

síntesis de la eternidad;


y de nuestra carne ligera

imaginar siempre un Edén,

sin pensar que la Primavera

y la carne acaban también…


Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro…

y a veces lloro sin querer.


¡Y las demás! En tantos

climas, en tantas tierras siempre son,

si no pretextos de mis rimas

fantasmas de mi corazón.


En vano busqué a la princesa

que estaba triste de esperar.

La vida es dura. Amarga y pesa.

¡Ya no hay princesa que cantar!


Mas a pesar del tiempo

terco, mi sed de amor no tiene fin;

con el cabello gris, me acerco a los

rosales del jardín…


Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro…

y a veces lloro sin querer…

¡Mas es mía el Alba de oro!



Rubén Darío (1867-1916)

poeta nicaragüense



















De las viñetas de humor de hoy martes, 4 de febrero de 2025

 




































lunes, 3 de febrero de 2025

De las entradas del blog de hoy lunes, 3 de febrero de 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes, 3 de febrero de 2025. No se trata de un Consejo de Estado, de ministros o de administración, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy, es un humilde consejo de poeta, y en los tiempos anteriores al imperio del bulo y el pseudoperiodismo, el consejo del poeta podía compararse a un consejo de redacción. La segunda del día es un archivo del blog de mayo de 2010 en el que HArendt comentaba que nunca pensó que se podrían repetir en él los sentimientos de bochorno y vergüenza que sintió en un ya lejano 23 de febrero de 1981. El poema del día, en la tercera, se titula Para verdades el tiempo y para justicia Dios, y comienza así: Juan Ruiz y Pedro Medina,/dos hidalgos sin blasón,/tan uno del otro son/cual de una zarza una espina. Y la cuarta, como siempre, son las viñetas de humor. Pero ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Nos vemos mañana si la Fortuna lo permite. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt










De la palabra verdad

 






No se trata de un Consejo de Estado, de ministros o de administración. Es un humilde consejo de poeta. Y no es que la humildad sea un disfraz para separarse con vanidad de los demás cuando se reúnen, por ejemplo, en un Consejo General del Poder Judicial. En los tiempos anteriores al imperio del bulo y el pseudoperiodismo, el consejo del poeta podía compararse a un consejo de redacción. Ahora son malos tiempos para la lírica, y por eso es un orgullo sentirme poeta en una redacción como la de EL PAÍS. Ha conseguido mantener su dignidad y llegar a los 400.000 suscriptores. Enhorabuena. Pero como el compromiso principal de hoy es combatir la mentira, recuerdo que la poesía me enseñó a mirar de forma compleja las realidades. Me atrevo a dar un consejo: tengamos cuidado con la Verdad. Perdón por complicar las cosas. Lo escribe en El País [Consejo, 27/01/2025] el poeta y director del Instituto Cervantes, Luis García Montero.

Frente a las falsedades, hay un punto de partida necesario. Nos lo enseñó Antonio Machado en uno de sus Proverbios: ¿Tu verdad? No, la Verdad. Pero la poesía contemporánea aprendió a cuestionarlo todo, empezando por las esencias divinas y los dogmas del poder. Conviene escribir la palabra verdad con minúscula. Hay muchos puntos de vista en la historia, y las ideologías dominantes quieren imponer siempre una sola identidad. Así que Machado inició años después su Juan de Mairena advirtiendo que resulta necesario dudar de sentencias como esta: “La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”. Y le quitó la letra mayúscula a la verdad para recordarnos que los hechos, las interpretaciones y la opinión pueden responder a los intereses del Rey o a las necesidades de su porquero. Tenemos un doble compromiso. Debemos combatir la mentira sin caer en la trampa de esa Verdad que defienden los partidarios de un nosotros enemigo del ellos y de cualquier matiz de sangre. No olvidemos la diversidad. Y cuidado, porque los bulos y la Verdad se necesitan para extender el mal o los males.












[ARCHIVO DEL BLOG] Bochorno y vergüenza. Publicado el 14/05/2010









Se consumó la mayor afrenta a la democracia española desde el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Nunca pensé que se podrían repetir en mí los sentimientos de bochorno y vergüenza que sentí ese lejano día de hace 29 años. Y lo han consumado un juez instructor lunático, un Consejo General del Poder Judicial desprestigiado y un Tribunal Supremo en la inopia, con la inhabilitación y procesamiento del juez de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, por intentar que los crímenes del franquismo no quedaran impunes. Y todo ello con el aplauso y el apoyo indisimulado del principal partido de la oposición.
A pesar de todo, sigo creyendo en la grandeza de la democracia. Como dijo Pericles en la Atenas del siglo V a.C., "nuestro régimen político se llama democracia porque el gobierno no depende de unos pocos sino de la mayoría", y estoy convencido de que, finalmente, y más pronto que tarde, prevalecerá la justicia sobre la impunidad.
Les invito a leer el artículo que sobre el asunto escribe hoy en el diario El País [Un juez ante la Historia, 14/05/2010] el magistrado emérito del Tribunal Supremo y miembro de la Comisión Internacional de Juristas, José Antonio Martín Pallín.  Y si lo desean pueden ver en YouTube como el periodista Iñaki Gabilondo (CNN+) anunciaba el pasado 11 de febrero el procesamiento de Baltasar Garzón por su intento de investigar los crímenes franquistas. Dice así Martín Pallín:  Algunas veces, la Historia entra en los Tribunales. Los crímenes del nazismo y del fascismo se sentaron en el banquillo de los acusados. La Asamblea General de Naciones Unidas, el Consejo de Europa y el Parlamento Europeo han condenado el golpe militar que dio lugar a la guerra civil española y la instauración duradera de un régimen que, según declaran, tuvo el apoyo de la Alemania nazi y la Italia fascista. 
La victoria de los rebeldes dio paso a doscientos mil Consejos de Guerra sumarísimos, con más de cien mil sentencias de muerte. Los vencedores exterminaron extrajudicialmente a gran número de vencidos. Algunos consiguieron encontrar asilo y muchos otros vivieron un exilio interior, despojados de sus bienes y expulsados de sus cargos. Nunca pudieron reclamar sus derechos ante los tribunales.
Muerto el Dictador, una Ley de Amnistía (1977) ponía fin a la responsabilidad de los vencedores por hechos que toda la comunidad jurídica internacional calificaba como crímenes contra la humanidad. Los que pretendieron la revisión y anulación de los consejos de guerra fracasaron porque, como dijo la Sala Militar del Tribunal Supremo, se ajustaban al "ordenamiento legal vigente en aquella época".
La Ley de Amnistía (1977) y la llamada Ley de la Memoria Histórica (2007), verdadera Ley de Punto Final se esgrime como barrera infranqueable para restaurar los principios de justicia y reparación que propugna el propio legislador.
Los legisladores de la Ley de la Memoria Histórica abandonan la idea de la nulidad de los juicios franquistas, si bien conceden que sus tribunales eran ilegítimos, contrarios a derecho y vulneraban las más elementales exigencias del derecho a un juicio justo. El Comité de Derechos Humanos de Ginebra encargado de velar porque España cumpla el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos nos recuerda la obligación de derogar la Ley de Amnistía y declarar la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad.
Con estos precedentes, un juez español, Baltasar Garzón, universalmente conocido por el caso Pinochet, estima que existe una base jurídica para realizar la revisión jurídica de una historia criminal. Abre una causa en la que incluye ejecuciones extrajudiciales y desaparición forzada como crímenes contra la humanidad y el secuestro y entrega a los vencedores de treinta mil niños arrebatados a sus madres y familias. A la vista de la reacción del Tribunal Supremo, el Juez Baltasar Garzón podría clamar como el príncipe Segismundo: ¿Qué delito cometí contra vosotros juzgando? Sean felices a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt