jueves, 25 de enero de 2024

De lo turbio

 






Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz jueves. No por causalidad, señala la escritora Lucía Lijtmaer en El País, coincide la presentación de varias obras en las que por primera vez se reexaminan historias entre adolescentes y adultos desde el punto de vista de los menores cuando ya no lo son, y es entonces cuando se rompe el debate sobre el consentimiento y entra la verdad, la que sea. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com













Lo turbio
LUCÍA LIJTMAER
21 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

En el libro El consentimiento, Vanessa Springora cuenta una anécdota que resulta muy significativa. En la historia de su adolescencia, marcada por su relación a los catorce años con el escritor Gabriel Matzneff, de cincuenta, hubo un momento crucial. Cuando llevaban saliendo unos meses, Springora cayó enferma, presa de unos dolores terribles, y costó encontrar la causa de su afección. Finalmente se le diagnosticó un reumatismo articular agudo, que la tuvo postrada durante unas semanas en cama. Como estaba pasando por una etapa rebelde y no hacía caso a su madre en nada, se llamó a un psicoanalista amigo de la familia para que charlara con ella, e intentara así establecer un diálogo que ayudara a su recuperación. Springora narra su enfrentamiento con el terapeuta, que, con paciencia, escuchó sus temores y finalmente le dijo una sola frase: la enfermedad que tienes no es propia de tu edad. Esta revelación no pasa desapercibida en el texto, y marcó a Springora durante años. “No es propio de tu edad”, sin ser un diagnóstico clínico, no deja de convertirse en una acertada lectura de sus síntomas. Y lo importante: pone el foco en la persona que los sufre.
En breve se estrenará la versión cinematográfica de El consentimiento, con Laetitia Casta. Recordemos que el libro es una obra de no ficción que a ratos puede leerse como un quirúrgico estudio de la problemática relación entre el autor y su obra. Springora nos pregunta: ¿por qué, a vista de todos, Matzneff pudo hacer gala de su pedofilia con niños de hasta diez años sin que nadie tomara cartas en el asunto? Y más allá: ¿qué hacemos con su trabajo? Springora propone una lectura inteligente: si toda obra es producto de su tiempo, las niñas-musas que quedaron atrapadas en sus textos con catorce o quince años tienen derecho a réplica, y es en esa respuesta artística, como su libro, que pueden ser libres.
En los últimos tiempos estamos asistiendo a un debate social e intelectual sobre el consentimiento sexual, sus límites y problemáticas. En este mismo periódico se han elaborado varias reflexiones al respecto. ¿Qué es consentir? ¿Es suficiente un sí explícito? ¿Cuales son las consecuencias de la legislación, si es que existe, sobre el acto sexual? ¿Cómo apoyar la sexualidad libre y el derecho a las fantasías de todo tipo sin que afecte eso a las víctimas de violencia sexual? Todas estas son preguntas lícitas e importantes que se hacen desde el feminismo contemporáneo.
Pero este no es un texto sobre legislación, sino sobre imaginación. Mientras se elaboran todas estas preguntas, en paralelo se están tejiendo ficciones que si no dan respuestas concretas, al menos proponen mundos posibles. En este año se estrenará, además de la película sobre el libro de Springora, Secretos de un escándalo, de Todd Haynes, con Julianne Moore y Natalie Portman, y Priscilla, de Sofia Coppola. Ambas recuperan casos reales y los llevan a la ficción. La primera está libremente basada en el caso de Mary Kay Letourneau y Vili Fualaau. La pareja se conoció cuando ella era su profesora. Letourneau quedó embarazada de Fualaau cuando él solo tenía 13 años, por lo que ella pasó años en la cárcel por agresión sexual. Cuando él cumplió la mayoría de edad se casaron. La película nos sitúa años después del escándalo. La segunda es una biografía autorizada de Priscilla Presley, desde que conoce a Elvis, el rey del rock, con catorce años, hasta la ruptura de su matrimonio, cuando ella tenía veintiocho. Todas estas propuestas no son una casualidad, sino el síntoma de una época. Por primera vez se reexaminan estas historias ya no desde la historia oficial contada por los medios en su momento, sino desde los puntos de vista de los menores cuando ya no lo son. Insisto, esto no es una casualidad, sino fruto del momento que estamos viviendo. Todas las películas son distintas entre sí, pero todas coinciden en lo mismo, y es que desde la ficción no hay un juicio, ni siquiera un alegato, sino un interesante planteamiento: todo es turbio.
Una escena muy concreta de Secretos de un escándalo nos muestra el choque narrativo de dos épocas que entran en conflicto. Cuando el marido de Julianne Moore quiere volver a hablar de todo lo que vivieron, en definitiva, aclarar algo de esa turbiedad narrativa de su historia oficial, que ella presentó como la gran historia de amor jamás contada, ella insiste: “tú me sedujiste. Fuiste tú.” Una y otra vez. Y aquí, desde la ficción, entra la subjetividad de nuestra época: ya no cuela. Algo ha cambiado. Ya no cuela la narración oficial de Elvis, la de Matzneff o la de Letourneau. Es entonces cuando se rompe el debate sobre el consentimiento y entra la verdad, la que sea. O, como dice Springora en una entrevista. “Aunque dijera que sí, aunque consintiera en su momento, eso no puede reducirme al silencio”. Lucía Lijtmaer es escritora y crítica cultural. 





























[ARCHIVO DEL BLOG] Francis Bacon en El Prado. [Publicada el 25/01/2009]











La primavera en Madrid se alargaba aquel junio de 1956. Los plátanos centenarios del paseo del Prado cubrían de sombra las zonas donde el sol empezaba ya a calentar en exceso. Dos hombres de mediana edad, vestidos con pantalón y americana oscura, se fotografiaban el uno al otro en la balaustrada del Museo del Prado, con el hotel Ritz al fondo. Su aspecto delataba de inmediato su condición de extranjeros. Francis Bacon y su amigo Peter Lacy se encontraban de paso en España camino de Tánger -la ciudad marroquí, imán para homosexuales, escritores y artistas, que Truman Capote, William Burroughs, Allen Ginsberg, Paul Bowles y la generación beat hicieron suya-, donde Lacy debía cumplir una oscura deuda con el propietario del bar Dean's y tocar allí el piano por las noches. Era la primera vez que el pintor (Dublín, 1909-Madrid, 1992), entraba en el lugar donde se exhibían las obras maestras de su adorado Velázquez, que conocía de sobra a fuerza de observar La Venus del espejo en la National Gallery de Londres: "Si no se entiende esa obra, no se entiende mi pintura".
Manuela Mena, jefa de conservación del siglo XVIII y Goya del Museo del Prado y comisaria en Madrid de la gran exposición retrospectiva sobre Bacon, organizada por la Tate Britain de Londres y el Metropolitan de Nueva York, desconoce cómo fue aquella primera visita del artista, pero sí recuerda el aspecto entonces del museo, un lugar apacible, silencioso, sin turistas, solitario y oscuro, con suelos de madera que crujían con las pisadas. "Había siempre poca gente, y aunque ahora nos parezca mentira, no tenía luz artificial, los cuadros debían contemplarse con la que entraba desde el exterior. ¿Cuántos días estuvieron aquí, cuánto tiempo pasó Bacon en el Prado? No podemos saberlo. A él le gustaba Velázquez y en esa primera visita debió de verlo todo".
Un siglo antes, en 1865, Édouard Manet experimentó el mismo impulso que el pintor inglés atormentado y transgresor "que pinta monos locos", como decía Allen Ginsberg, y acudió al Prado para ver la obra de los grandes maestros españoles. Ambos peregrinaron para observar de cerca las pinceladas, la composición, la forma de hacer tan moderna, tan colorista, de Velázquez, Goya, Zurbarán, El Greco o Ribera.
De haber vivido, Francis Bacon hubiera cumplido este próximo otoño 100 años. El segundo de los cinco hijos de Cristina y Edward, ingleses protestantes, nació un 28 de octubre en Dublín. Su padre, un ex militar, entrenador de caballos de carreras que afirmaba ser descendiente del filósofo Francis Bacon, inculcaba disciplina, orden y mando en la familia. De aquellos años, el pintor recordaría después la soterrada violencia en el ambiente, el inicio de la I Guerra Mundial y el paso de las tropas del regimiento de caballería cercano a su casa. También las frecuentes crisis de asma que sufría: "Me acuerdo", le confesó al crítico de arte David Sylvester en 1979, "de que me inyectaban morfina y la relajación que me producía era fabulosa. No querían darme mucha porque temían que me volviera adicto".
Eran años en que Bacon viajaba a Madrid con bastante frecuencia. Un amor español tenía la culpa. Como cuenta Michael Peppiatt, su biógrafo y amigo, tras la gran exposición que la Tate Britain le dedicó en 1985, un joven llamado José tuvo la oportunidad de verla y quiso manifestar su entusiasmo al pintor. Le escribía cartas a la galería Marlborough, a mano, con una cuidada letra. A Bacon, que jamás contestó a ningún mensaje, aquel detalle le hizo gracia, le entró curiosidad por conocerle y quedó fascinado por aquel hombre "tan bien educado, rico y sofisticado", que hablaba varios idiomas y amaba la pintura y era casi 50 años más joven que el artista. Un octogenario Bacon se subió con pasión al último tren que pasaba por su vida, un regalo inesperado. Cobró nuevas energías y sus estancias en España se multiplicaron. "En algunas de aquellas visitas que hizo a Madrid vino también al Prado y tuve el honor y la suerte de conocerle", cuenta Manuela Mena. "Me llamó él directamente y le acompañé en varias ocasiones. Me pidió entrar en el Prado los lunes, el día en que el museo está cerrado. Lo único que quería ver era Velázquez y Goya, no deseaba contemplar nada más".
Se quedaba solo ante los cuadros, con José unos pasos detrás. Miraba, remiraba, pero no tomaba ni un apunte. "Un artista de esa categoría no hace bocetos. Estudiaba las pinceladas, que es donde está todo, muy de cerca, con mucha concentración". Iba de cuadro en cuadro de Velázquez; se paraba ante Las meninas un buen rato, pasaba a Los borrachos, luego al Pablo de Valladolid. "Bacon observaba la materia de los cuadros como quien se recrea en la piel de un amante". Dice Manuela Mena que en aquellos años se le veía contento, y describe al hombre que conoció como "tremendamente tímido, muy dulce, muy agradable, muy educado. Lo más interesante de él era la mirada, penetrante y brillante como pocas he visto, muy clara. Era una persona que cuando te miraba, te miraba sólo a ti". Piensa en el artista como un hombre cercano y rememora para la periodista uno de sus recuerdos más preciados: "Me mandó un ramo de flores, el más bello que me han regalado en la vida. Eran flores de primavera, de todos los colores y mezclados de una manera que tuvo que ser él personalmente quien las eligiera".
Su personalidad, fuerte, bronca, como su obra, hizo de Bacon un ser atormentado. A los 16 años su padre le descubrió vestido con la ropa interior de su madre y, sin contemplaciones, le echó de casa. Sobrevivió como pudo, de chico para todo, de acompañante de gentlemen, y gracias a las tres libras semanales que le enviaba, a escondidas, su madre. Pasó una larga temporada en Berlín, sumergido en una atmósfera como la de El ángel azul, la película de Josef von Sternberg con Marlene Dietrich. Para alguien como él, llegado de una sociedad extremadamente puritana, Berlín fue una fiesta. "Todas las tardes hacíamos la ronda de bares y cabarés. Encontraba eso fantástico, me divertía de lo lindo. No lo vi de inmediato, pero aquello me marcó profundamente". También vivió tres meses con una familia francesa, en Chantilly, para aprender el idioma. Allí, en el Museo Condé, se produjo una de las primeras revelaciones que le impulsarían a pintar. Descubrió La matanza de los Inocentes, de Poussin. "El mejor grito en pintura... Aquel cuadro me produjo una enorme impresión". De regreso a Londres trabajó como decorador de interiores, y se metió tanto en el papel que llegó a diseñar tapicerías y muebles con estructuras de hierro y acero en el estilo tubular de Le Corbusier.
En esa singular vinculación de Bacon con España se encuentra también Picasso. Su primer motor hacia la pintura. Fue tras ver una exposición de dibujos de Picasso en la galería Paul Rosenberg en París hacia 1928 cuando Bacon realizó sus primeros dibujos: "Las obras de Picasso en 1926-1930, sus años de surrealismo con esas figuras aisladas, solitarias, en las playas, me produjeron tal choque que me entraron ganas de pintar. ¿Por qué no lo intento, me dije?". Lo hizo, aunque, llevado por sus impulsos, el pintor destruyera luego la mayor parte de sus primeras obras.
Los ojos de Bacon, como los de Picasso, apresaban las imágenes para devolverlas transformadas en una pintura que no intenta contar historias, sino "colgarse del sistema nervioso del espectador".
Finalizada la II Guerra Mundial, en1945, Bacon regresó a la pintura con más energía. Sus Tres estudios para la base de una crucifixión, claramente inspirados por Picasso, son el punto de partida de los primeros cuadros que le hicieron famoso. Las pinturas de un ateo que reflejan los instintos animales de los humanos. La memoria de la guerra reciente se palpa en los desnudos masculinos, agresivos y violentos. Su primer tríptico de la Crucifixión, con la gran boca abierta que devora al espectador, estará en una de las salas del Prado.
En los años cincuenta, su pintura da un giro. Bacon descubre a través de fotografías el Inocencio X, de Velázquez, "uno de los más grandes retratos que se hayan pintado nunca". Bacon lo representa con la boca abierta, aullando, lo que el crítico de Time Robert Hughes llamó "una mancha surgiendo de la oscuridad como un ectoplasma carnívoro", en jaulas de vidrio o entre barrotes. "Siempre me han obsesionado los movimientos de la boca, su forma y la de los dientes... Me gustan el brillo y el color que tienen, y siempre he querido ser capaz de pintar la boca como Monet pintaba una puesta de sol".
Bacon descubrió España y su modo de vida con pasión. Comenzó a estudiar español, hacía pinitos lingüísticos y acentuaba con énfasis las zetas. Los españoles poco o nada sabían de aquel hombre sin aristas, de permanente flequillo, un autorretrato de sí mismo, y menos, de su grandeza como artista. Sólo pudo verse una pequeña muestra de sus obras en la Fundación Juan March de Madrid en 1978, ya muerto Franco. La gran antológica que llega ahora al Prado es el desquite, el homenaje tardío al hombre excesivo, al pintor de la soledad, del sexo, de la vida.
"Cuando Miguel Zugaza [director del Museo del Prado] comentó que estaba pensando en hacer esta exposición y que quería que me encargara yo de ella, sentí que estaba en lo cierto, que era lo correcto que Bacon viniera a Madrid y al Prado. Me pareció que encajaba perfectamente dentro de lo que es el museo, siempre volcado al futuro". Manuela Mena impulsa claramente este homenaje singular y cercano al pintor inglés que amó el Prado. "Es el sitio natural para uno de los más grandes artistas contemporáneos, que vino aquí con tanta pasión y que, además, como él decía, debía tanto a Velázquez y a Goya".
Mena lleva trabajando tiempo con sus colegas de la Tate Britain de Londres. Ha visto de cerca los esfuerzos por lograr obras del artista para la exposición. "Bacon es dificilísimo porque muchas de sus obras están en colecciones privadas y la valoración económica de sus cuadros es elevadísima [por su Tríptico de 1976, el millonario ruso Roman Abramóvich pagó no hace mucho más de 55 millones de euros], lo que hace que la gente se lo piense mucho antes de ceder cualquier obra. Pero hay unos préstamos impresionantes. Se ha conseguido lo que se quería".
La leyenda de Bacon en España se alimenta con los recuerdos de los pocos que le trataron en sus cortas estancias en Madrid. Hablan de los lugares donde tomaba copas, de los paseos por la ciudad y de aquel día aciago, un 28 de abril de 1992, en que murió en la clínica Ruber de Madrid. Harto de estar confinado por problemas de salud (le habían extirpado un tumor del riñón) en su casa-estudio de Reece Mews, en Londres, decidió viajar a Madrid para ver a su amigo José. Poco después se sintió enfermo y su estado llegó a ser crítico. Respiraba con dificultad y le diagnosticaron una neumonía. Un ataque al corazón acabó con su vida en la habitación 417 del Ruber. Fue la hermana de las Siervas de María, Sor Mercedes, quien le cerró los ojos. El 30 de abril su cuerpo fue incinerado en el cementerio de la Almudena, solo, sin testigos, como él quería.
En las salas temporales del Prado, las obras se expondrán como Bacon siempre quiso, detrás de un cristal: "No utilizo ningún barniz y el vidrio ayuda a dar unidad al cuadro. Me gusta también la distancia que el cristal crea entre lo que he hecho y el espectador; me gusta que el objeto, por así decirlo, esté lo más lejos posible". La retrospectiva recoge asimismo parte del archivo de Bacon: grabados, libros, recortes de periódico, fotografías de gimnastas, de hombres desnudos, fotomatones de él, de sus amantes, George Dyer, Peter Lacy; de amigos, como el pintor Lucian Freud, o instantáneas de Hitler, de corridas de toros, de toreros... El mundo íntimo, la base pictórica de Bacon.
"Quienes vienen habitualmente al Prado", asegura Manuela Mena, "se sentirán noqueados ante las imágenes tan tremendas de alguno de los cuadros de Bacon. Y por otro lado, aquellos que acuden a museos de arte contemporáneo y vean a Bacon en el Prado se darán cuenta de que hay una unión absoluta entre el arte del pasado y el actual. No hay diferencias. No hay barreras. La gente tiene que venir con los ojos muy abiertos y dejarse llevar por las reacciones que le provoca la obra de arte". La exposición se abre al público en el Museo del Prado de Madrid el próximo 3 de febrero. 
El bello texto anterior es de la periodista Julia Luzán, y aparece publicadi en El País Semanal de hoy domingo, sobre el pintor anglo-irlándes Francis Bacon al que el Museo del Prado de Madrid dedica una exposición que se abre al público el próximo día 3 de febrero, comisariada por Manuela Vega. Una vida atormentada, como la de otros muchos artistas, que nunca ocultó su admiración y devoción por los tres más grandes pintores españoles: Velázquez, Goya y Picasso, y que murió en abril de 1992 en Madrid junto a ese Museo del Prado que él tanto amaba. Disfrútenlo. Y sean felices. Tamaragua, amigos míos. HArendt













miércoles, 24 de enero de 2024

De las trampas de la meritocracia

 






Yeguas exhaustas
CARMEN DOMINGO
23 ENE 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro Yeguas exhaustas, de Bibiana Collado. Pepitas de calabaza, Madrid, 2023
Una nunca sabe cómo se acerca a los libros. Incluso por momentos me da por pensar que quizás es al revés, que son los libros los que acaban llegando a mis manos, como si tuvieran vida propia. Así, cuando me acerqué a Yeguas exhaustas, de Bibiana Collado (Burriana, Castellón, 1985), lo hice, os soy sincera, porque tanto el título como esa cubierta en blanco y negro con dos mujeres empuñando un arma me llamaron la atención. Sí, parece una frivolidad -otro día escribo algo acerca de lo importante que es para llegar a muchos lectores contar con un buen título y una buena cubierta-, pero así fue. Hasta entonces, aunque tengo varios libros de la editorial Pepitas de Calabaza, no había oído hablar de Bibiana Collado, la autora. Ahora ya sé que es una poeta que hace tiempo que se ha formado un nombre en el difícil mundo de la lírica patria y que Yeguas exhaustas es su primera novela -luego os matizo el término «novela» aplicado a este libro-. Un texto, dicho sea de paso, que podría incluso entenderse como la continuación de su último libro de poemas publicado, Violencia (La Bella Varsovia, 2020), que se centra en el tema que le da el título, el mecanismo de los malos tratos, y que tiene muchas coincidencias con este del que voy a hablar ahora. «La palabra despecho desactiva / todo discurso, anula cualquier / fisura. Convierte en indecible / la quemazón que origina la cuerda».
Yeguas exhaustas, que situaré en el ámbito de la autoficción, es una narración escrita en primera persona que nos acerca, de manera desgarradora, al desclasamiento femenino que viven las mujeres emigrantes en los años ochenta y noventa en nuestro país. Un desclasamiento consecuencia de la inmigración interna, pues los españoles emigrados desde lugares en los que hay menor trabajo nunca acaban de sentirse aceptados del todo en las nuevas provincias en las que se asientan   buscando llevar una vida mejor a la que, en sus lugares de origen, no pueden acceder.
Una ficción, Yeguas exhaustas, en que la vida de la autora y la imaginación, el género autobiográfico y el diario personal, se entrecruzan sin que podamos establecer diferencia entre ellos; una ficción que incluye también unos incisos en los que la protagonista, Beatriz, nos habla de la novela que está escribiendo y que, nosotros, leemos en ese justo momento, poniendo sobre la mesa que toda vivencia personal, trasladada al papel gracias a una buena pluma, puede acabar convertida en un relato colectivo. La oralidad, y esa primera persona que utiliza Bibiana, sitúa a la narradora a nuestro lado, nos habla te tú a tú, como si se estuviera tomando una cerveza con nosotros, mientras no solo nos cuenta su vida, sino que también se la cuestiona: «Mi vida ha estado cuajada de escenas que me han devuelto una y otra vez a la pregunta sobre el origen, sobre el hecho de ser rural y de clase obrera».
La trama de Yeguas exhaustas es sencilla. Beatriz, hija de almerienses migrados a Castellón, vive con Pedro, un hombre algo mayor, con quien mantiene una relación de sumisión y dependencia. Él, profesor universitario, para ocultar su rabia, frustración y su mediocridad profesional, se apropia del mundo de Beatriz hasta que consigue controlarla. La autora, mostrándonos los mecanismos de este tipo de relaciones, que llevan a quien las sufre a vivir una situación de encierro, dependencia y rechazo de la persona, nos acerca a sucesos de la actualidad de forma irremediable. A partir de ahí, la narradora rememora su niñez hasta llegar a convertirse en escritora y profesora de instituto, estableciendo de este modo un vínculo entre su pasado y su presente.
En la novela, a su madre ―el padre parece siempre desdibujado― la recuerda como una mujer con los dedos rígidos a fuerza de seleccionar naranjas y de limpiar pisos turísticos en vacaciones, y sitúa su propia vida universitaria entre artículos, tesis, trabajos académicos y ataduras sentimentales. Todo ello bajo la sensación de ser una impostora, viviendo en una clase social a la que no pertenece: «La única gran expectativa sociocultural que tenían sobre mí [mis padres] era que me dedicara a cualquier tarea que no implicara limpiar el váter de nadie», nos explica Beatriz, nuestra protagonista. Y aunque el hecho de ser mujer es la temática que atraviesa el libro como si de una columna vertebral se tratara, a su alrededor giran muchos y muy variados temassociales, entre ellos las trampas y decepciones que sufrieron aquellos hijos de emigrantes de clase trabajadora que se criaron pensando que, con esfuerzo y estudio, se incorporarían a una clase social distinta a la que podían aspirar según sus orígenes, gracias a la meritocracia, la promesa de subirse a un ascensor social que nunca acabó de funcionar.
Os aseguro que vale la pena acercarse a Yeguas exhaustas, porque en ella reconoceremos esa realidad española que nos ha acompañado durante muchos años, la que empezó en los sesenta y se alargó hasta los noventa, en la que las madres trabajadoras se deslomaban como mulas porque sabían, al igual que la madre de Beatriz, que «un pobre no puede permitirse dejar de trabajar o trabajar menos ni un solo día de su vida. Una pobre menos».
Licenciada en Filología Hispánica, doctora en Literatura Hispanoamericana, profesora de Bachillerato de Lengua y Literatura en Valencia e hija de una recolectora de naranjas y un trabajador del azulejo, no resulta muy difícil establecer paralelismos entre la vida de Bibiana Collado y la de Beatriz, hijas ambas de la mano de obra barata del posfranquismo. Quizás por eso, porque todo el texto está impregnado de sus vivencias, unas vivencias individuales que son sentidas en todo momento como colectivas, notamos de forma más evidente su ojo crítico, consecuencia de la angustia que tuvo que vivir para «no ser descubierta», formando parte de una clase a la que sabía que no pertenecía, en la que tenía que evitar que se notara en su catalán que en su casa eran castellanohablantes, o disimular las dificultades económicas de casa de sus padres. Y ahí surge otro gran tema de la novela, el dinero, algo que, por lo general ni se menciona en las autoficciones, y que aquí cobra una gran importancia: «La facultad paga en vanidad lo que no paga en dinero, pero la vanidad no da de comer». Una de tantas verdades de Perogrullo con las que podemos encontrarnos en el texto, pero que, por lo general, conviven ocultas sobre todo en el mundo literario.
En definitiva, una más que recomendable lectura este ajuste de cuentas que es la primera novela de Bibiana Collado. Con su tono íntimo y, a la vez, sus resonancias claramente colectivas, no hay duda de que ha entrado por la puerta grande en la nueva oleada de autoras europeas que con sus ficciones ―autoficciones, en muchos casos― ponen sobre la mesa una serie de temas que, hasta el momento, no se habían tenido en cuenta en la narrativa contemporánea. Estas escritoras, nacidas en el sur de Europa, se centran en sus textos en la clase social y las trampas de la meritocracia; es por eso que Yeguas exhaustas funciona como una especie de tiro a bocajarro que perdurará en nuestra cabeza durante días. Carmen Domingo es escritora. Tamaragua, amigos míos.









De la era del conspiracionismo

 







Conspiración, conspiración, conspiración
JAVIER LÓPEZ ALOS
23 ENE 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro La era del conspiracionismo. Trump, el culto a la mentira y el asalto al Capitolio, de Ignacio Ramonet. Clave Intelectual, Madrid, 2023
La era del conspiracionismo. Trump, el asalto al Capitolio y el culto a la mentira combina con acierto los planos narrativo e interpretativo para explicar un acontecimiento que requiere un relato de los hechos, sí, pero también un análisis que desenmarañe su significado. Aunque el énfasis de la empresa no es teórico, sino informativo, se trata de una aportación relevante para cualquiera que desee abordar la tarea de una teoría del conspiracionismo y sus implicaciones para la democracia.
Es 6 de enero de 2021, en el Capitolio, Washington D. C.: además de la ostentosa violencia empleada por los asaltantes, de la indumentaria estrafalaria de algunos de ellos y de la perplejidad con que asistimos a unas escenas propias de una película, seguramente nos venga también a la cabeza una pregunta cuyos ecos se prolongaron durante días: pero ¿cómo es posible? La brutalidad del ataque; la simplicidad de los mensajes y de los discursos que los jalearon; lo primario, en fin, de las pulsiones que atraviesan tan triste episodio, no deben inducirnos a ignorar su complejidad. El último libro de Ignacio Ramonet (Redondela, 1943) la expone con rigor y claridad y, en el camino, ofrece descripciones e ideas que nos sirven para entender dinámicas similares en otros lugares del mundo donde el uso sistemático de la mentira y las teorías de la conspiración son también vectores políticos de primera magnitud. La obra condensa así más de dos años de indagación con el objetivo de, en palabras del autor, «realizar una observación con microscopio del asalto al Capitolio, como el ejemplo más elocuente y significativo del malestar actual de nuestra civilización (basada, en principio, en los valores democráticos, pero también en las tecnociencias, la razón y el progreso)» (p. 32).
La trayectoria profesional de Ignacio Ramonet, cuya sensibilidad a los movimientos tectónicos del (des)orden neoliberal está bien atestiguada desde hace décadas, presenta una doble vertiente muy reconocible en este volumen: por una parte, su faceta periodística (en la que destacan sus años al frente del semanario Le Monde Diplomatique y su atención a los asuntos internacionales y de alcance global); por otra, su condición académica como catedrático de Teoría de la Comunicación en la Universidad París Diderot. Del primer oficio distinguimos el reflejo en un pulso narrativo muy cercano al reportaje de investigación, aunque no pretenda serlo y además introduzca un par de ficciones literarias al principio y al final de la obra. Apoyándose también en fuentes periodísticas, Ramonet procura una síntesis cabal de lo acaecido en el Capitolio y de temas tan intrínsecamente confusos como el Pizzagate, elterraplanismo, la plandemia, la conspiración Qanon o la existencia de falsos pájaros que nos vigilan. Con el análisis crítico de estos materiales, acompañados por 368 notas, consigue organizar significativamente la caótica constelación del complotismo.
Para sostener que habitamos una era definida por (los efectos de) la creencia masiva en conspiraciones, el autor comienza por delimitar el contexto sociológico y cultural de su irrupción: dónde y de dónde sale todo esto. De otra forma no podría concluirse la singularidad histórica de nuestra época ni por qué los sucesos del 6 de enero de 2021 adquieren categoría de acontecimiento, esto es, cristalización de unas dinámicas sociales que llevaban años gestándose, y apertura de un panorama político electoral atravesado por variables ajenas al control democrático. En realidad, la novedad no radicaría ni en la ubicuidad de la mentira ni en la profusión de conspiraciones. Ni siquiera en la intervención de turbas incontroladas en la resolución de las disputas por el poder, sino en el modo en que se producen esos fenómenos, así como en la escala de sus consecuencias, incluida la legitimación de la violencia de los adeptos contra las instituciones. El libro deja claro que las fake news, más que mentiras, constituyen el resultado de una industria especializada en la fabricación y distribución de mentiras, procesos en los que la verdad de los hechos depende de las emociones que despierten y de la explotación de sesgos cognitivos. Por si fuera poco, la recepción de toda esta mercancía de falsedades y desinformación, en la que las redes sociales tienen un protagonismo sobresaliente, coincide con múltiples crisis (de índole económica, cultural, sanitaria…) y la normalización de discursos abiertamente antidemocráticos y anticientíficos, a la que no es ajena la documentadísima mendacidad del propio Donald Trump (más de 30.500 faltas a la verdad registró el Washington Post, recuerda Ramonet, p. 87).
Con relación a los antecedentes históricos de este culto a la mentira, existen tanto diferencias cuantitativas como cualitativas en su fabricación, consumo y efectos. A lo largo del libro, Ramonet subraya la componente tecnológica, fundamental en la producción a escala y difusión instantánea de bulos y todo género de noticias maliciosas, pero también en la aparición de comunidades de creyentes en (o activistas digitales contra, señala asimismo) conspiraciones. Siguiendo esta descripción, allí donde se extiende la atomización, el aislamiento y la sensación de haber sido abandonados en medio del fracaso, la militancia conspiracionista conecta a los individuos y les proporciona un vínculo de pertenencia. Al mismo tiempo, les permite afianzar su identidad como parte de algo por lo que aún merece la pena luchar. Para el autor, el crecimiento del conspiracionismo es inseparable de factores como la crisis de la clase media blanca empobrecida y el fin del sueño americano. La desigualdad, la pavorosa prevalencia de problemas de salud mental, y la zozobra insoportable con la que gran parte de la población se ve forzada a convivir (Ramonet cita tasas de ansiedad y depresión del 37% y el 30% respectivamente a finales de 2020, p. 44), propician que muchas personas encuentren en la conspiración de turno una canalización plausible de su desazón.
El universo conspiracionista está asociado con otras respuestas resentidas al malestar sistémico de nuestra época, como el racismo, la xenofobia, la homofobia o el machismo, por citar algunas de las que el semiólogo gallego menciona. La afinidad conspiracionista con la extrema derecha es deudora también de una desconfianza epistémica que confunde el cuestionamiento crítico de lo dado con la negación de la ciencia y de toda verdad no acomodada a los hechos que uno preferiría… en función de su libertad individual. La urgencia y la angustia derivadas de las revelaciones complotistas, así como las dimensiones del mal que se ha descubierto obrar en secreto, justifican cuanta violencia sea necesaria para detenerlo. Las premisas pueden ser falsas, pero la conclusión insurreccional tiene su lógica.
Además de en los orígenes del conspiracionismo trumpista y en las condiciones de posibilidad de su popularización, el libro se detiene en otra faceta imprescindible del fenómeno: cómo funciona. Mediante la exposición de ejemplos recientes de teorías de la conspiración (algunas no muy conocidas fuera de Estados Unidos, pero que sirven de inspiración en otros países), el autor se interesa por los mecanismos que rigen sus estructuras comunicativas. Ello nos brinda una suerte de catálogo razonado de presuntas conspiraciones en las que el «pánico moral» (término acuñado por el sociólogo Stanley Cohen en 1972) desempeña un papel decisivo. No en vano, en el repertorio analizado por Ramonet, entre toda clase de denuncias de conspiraciones contra «nuestra libertad» (destinadas a controlarnos, a imponernos ideas y límites), destacan las de naturaleza sexual. En especial, acusaciones de pedofilia, con redes criminales de poderosos que practican rituales satánicos y hasta antropofágicos. Cualquier aberración imaginable es atribuible al enemigo y resulta creíble; otro término central en el libro, pues la conspiración es una cuestión de fe y no de hechos. El valor supremo a proteger sería aquí la familia, en especial, los hijos, y la preocupación por ellos exige demostraciones a la altura de la amenaza. En definitiva, Ignacio Ramonet muestra en La era del conspiracionismo que lo que ocurrió aquella mañana de invierno en la sede del Congreso de Estados Unidos es un acontecimiento extraordinario, pero no inexplicable. Como comprobamos apenas dos años después en la plaza de los Tres Poderes de Brasilia, tampoco es irreplicable. Conocemos mejor cómo fue posible y por qué el peligro continúa ahí. Pero el texto puede leerse también como una invitación a reflexionar sobre las consecuencias de la miríada de mentiras, intoxicación y caos que es capaz de producir un modelo social insoportable para cada vez más gente. Un malestar del que, todo lo indica, millones de personas en todo el mundo tratan de huir por la estrecha pasarela del populismo reaccionario. Debajo de la cual ―conviene no olvidar―, el abismo. Ojalá comprender todo esto sea el primer paso para proponer otros caminos de salida. Este libro supone una contribución útil y a tener en cuenta en esa necesaria dirección. Javier López Alós es doctor en Filosofía y escritor. Tamaragua, amigos míos.










Del fantasma de la cancelación a secas





 



Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz miércoles. Artistas y obras, en su momento celebradas y hasta consideradas clásicas, comenta en El País el escritor Leonardo Padura, ahora son condenadas por sus ‘incorrecciones’ o corren el riesgo de sufrir la drástica censura que conocemos como cancelación. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com














Siempre un fantasma recorre el mundo
LEONARDO PADURA
21 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

En la escena final de la maravillosa y tantas veces vista película The Kid (El chico), luego de que el vagabundo logra rescatar al niño que es conducido a un orfanato, se desarrolla una de las imágenes más conmovedoras de la historia del cine: Charlot besa en los labios al niño. Es un acto de puro amor filial, de una inmensa ternura, que estremeció la sensibilidad de millones de personas por muchísimo tiempo.
La película, estrenada en 1921, fue considerada en 2011 “cultural, histórica y estéticamente significativa” por la prestigiosa Biblioteca del Congreso de Estados Unidos y seleccionada para su conservación en el National Film Registry estadounidense. Pero, vista desde la perspectiva del presente, ¿podría hoy un director de cine incluir en su película una acción semejante? ¿Se atrevería a desatar los demonios de la corrección? ¿Ahora mismo esa misma obra sería distinguida con los reconocimientos mencionados sin provocar reacciones?
Ya se sabe: los tiempos cambian (a veces con mayor celeridad) y con ellos las percepciones y valoraciones de muchas cosas. El propio Charles Chaplin lo supo. Al final en su filme de 1940, El gran dictador, el actor pronuncia un memorable discurso y clama: “El odio de los hombre pasará. Y caerán los dictadores. Y el poder que le quitaron al pueblo, se le reintegrará al pueblo. Y así, mientras el hombre exista, la libertad no perecerá”. La alocución, lanzada ya en plena II Guerra Mundial y en el curso de la ofensiva fascista, fue aplaudida en casi todo el mundo. Sin embargo, unos pocos años después, en un tiempo histórico diferente, el discurso humanista se convirtió en uno más de los argumentos para las acusaciones maccartistas de simpatizante comunista que llevarían a Chaplin a radicarse en Suiza, mientras sobre él se lanzaban las diatribas nacionalistas del fiscal general de Estados Unidos, James P. McGranery y el inmediato dictamen del Departamento de Justicia de que el artista no podía regresar al país a menos que pudiera demostrar “su valor moral”.
Definitivamente los tiempos cambian la lectura de muchas cosas. Por ello, hace ya unos años la escritora y militante feminista nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, refiriéndose a los peligros que los extremismos significan para la libertad creativa, se preguntaba si alguna editorial del mundo se lanzaría hoy a publicar Los versos satánicos de Salman Rushdie. ¿Después de la experiencia de Charlie Hebdo y su caricatura de Mahoma que se saldó con una decena de muertos? ¿Después de que el escritor británico fuera condenado a muerte por el integrismo islámico y, más recientemente, agredido en Nueva York a filo de cuchillo?
Artistas y obras, en su momento celebradas y hasta consideradas clásicas, ahora han sido condenadas por sus “incorrecciones” o corren el riesgo de sufrir la drástica censura que conocemos como cancelación. No deberíamos olvidar, por supuesto, que el ejercicio de semejantes marginaciones ha sido una práctica sostenida a través de la historia, con picos dramáticos de exaltaciones o fanatismo de muy diversa índole: religiosos, sexuales, sociales, étnicos, verbales, nacionales y, por supuesto, políticos. Y hoy, ahora mismo, con esa proyección magnificada que propicia la existencia de las muy democráticas redes sociales, vivimos uno de los más álgidos momentos de intransigencia cultural y social que se está convirtiendo en una amenaza contra la libertad no solo de expresión, sino incluso de pensamiento.
La inquisición, el estalinismo (y sus variantes nacionales y epocales), el fascismo, el macartismo son períodos significativos del desarrollo de estos procesos de censura de obras y cancelación de creadores (con hogueras físicas, espirituales y gulags incluidos). Pero no olvidemos que en la Francia ilustrada del siglo XIX —baste este botón de muestra que le debo a Milan Kundera— Gustave Flaubert fue duramente atacado por los críticos más influyentes de su momento por haber convertido a una adúltera en su heroína novelesca, en lugar de escoger a una señora ejemplar de las que había tantas en la campiña francesa, dijeron, una benefactora dedicada, por ejemplo, a educar a los niños. En algún momento el autor de Madame Bovary, para su descargo, declaró que él solo se proponía llegar “al alma de las cosas”.
Pero ahora las noticias de la existencia de listas negras de obras y creadores marginados no paran de llegar y crecer. Los motivos de las condenas son muchos: al David de Miguel Ángel por esa desnudez que exhibe desde hace más de quinientos años, a los textos contemporáneos para jóvenes de Roald Dahl por decirle “gordo” o “feo” a un personaje, a novelas de García Márquez o Isabel Allende y otros muchos autores por tener escenas consideradas inapropiadas para ciertos lectores pues alguien estima que su carácter es cercano a la pornografía (mientras en las redes pulula la verdadera pornografía).
La ola de requerimientos de una corrección política (que no atañe solo a los juicios políticos) hoy recorre el mundo. Y vienen lo mismo de las derechas recalcitrantes que de las izquierdas militantes. Su arrastre afecta a la libertad de creación y expresión tanto como los totalitarismos ideológicos o los fundamentalismos religiosos o nacionalistas o racistas, pues en esencia su práctica constituye otra manifestación de absolutismo, solo que ataviada con las galas de la corrección, los llamados a la inclusión, la defensa de la diversidad (étnica, sexual, cultural) y otros grandes valores éticos o sociales pero que, al aplicarse de forma despiadada por ciertos sectores de poder o de influencia, arrojan resultados y traumas muy semejantes a los de una inquisición moderna con su Index incluido, como el que ha formado la lista de más de 5.800 libros prohibidos, de 2021 a la fecha, en instituciones educacionales estadounidenses, según el conteo de PEN America.
Una de las más macabras manifestaciones de este proceso es la existencia, gracias a la difusión que garantizan las redes sociales, de jueces de la corrección (que en ocasiones funcionan o pretenden hacerlo como verdaderos gurús) que se realizan lanzando acusaciones, aprobando o desaprobando —sobre todo desaprobando. Dueños de la verdad, ejecutan alegremente fusilamientos de personas y actitudes, no con la bala estalinista en la nuca, pero con una furia que nos hace dudar de que “el odio entre los hombres pasará”, que “la libertad no perecerá”. Y que merecen likes por sus arrebatos.
Resulta hasta cargante recordarlo, pero en épocas y lugares precisos, sería necesario hacerlo: la libertad de pensamiento y expresión, tanto como la opción de disfrute de una vida digna, son los más sagrados derechos de los hombres, rubricados por decretos y manifiestos universales. Si poderes visibles u ocultos, si gobiernos, políticos y líderes con programas fundamentalistas y excluyentes, si tendencias sociales, religiosas, generacionales, incluso étnicas y sexuales, convenientemente alimentadas por fanatismos y peligros reales o infundados nos pueden hacer que dudemos hasta de la utilización de una palabra (¿para ser correcto e inclusivo debemos decirle presidenta a la mujer que preside?) la libertad del ciudadano y, por supuesto, del artista está en peligro. Lo puede asegurar un escritor cubano que ha vivido esa experiencia. Y por eso lamenta con más conocimiento de causa que haya otros colegas artistas sometidos a semejantes presiones.
Una manifestación de amor filial hoy puede ser fácilmente considerado un acto de pederastia, una caricatura costar una condena a muerte, la utilización del masculino genérico alimentar sospechas de una actitud misógina. La muy necesaria inclusión puede convertirse en exclusión, y por ello más valdría que pensemos dos veces si es atinado escribir columnas como esta. Leonardo Padura es escritor. Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2015.































[ARCHIVO DEL BLOG] Terpsícore. [Publicada el 24/01/2009]











Soy capaz de recordar y reconocer casi cualquier fragmento de texto literario (o película) que haya leído (o visto), aunque solo haya sido una vez en la vida. Por el contrario, ni el Azar ni la Naturaleza, mis divinidades paganas preferidas, me han dotado del mismo talento para la música. La musa Terpsícore me ha negado sus favores, salvo en aquellas piezas que ya forman parte, por la amplitud de su difusión, del imaginario colectivo de la humanidad. Y esa incapacidad para recordar y reconocer piezas musicales, es una de las circunstancias que más dolor me producen, porque en contraste con ella la música es de todas las Bellas Artes la que más profundas emociones me provoca, muchas veces hasta el llanto.
Mi amiga Ana, conocedora y siempre al tanto de mis inquietudes intelectuales, me envía desde Ámsterdam el artículo que en El Cultiberio de hoy sábado pública Incitatus ("La Cuarta según San Juan"), en el que relata la impresión que le produjo la audición de la Cuarta Sinfonía de Tchaikovsky interpretada por la Orquesta Ciudad de Granada, bajo la dirección de Juan de Udaeta.
Su lectura, aparte de la consiguiente emoción, me ha traído hasta la memoria el comentario que sobre la Música realizara George Steiner en su libro "Errata. El examen de una vida" (Siruela, Madrid, 2001), uno de los más hermosos textos que he leído nunca.
Dice Steiner: "El canto (y la música) es, simultáneamente la más carnal y la más espiritual de las realidades. Aúna alma y diafragma. Puede, desde sus primeras notas, sumir al oyente en la desolación o transportarlo hasta el éxtasis. La voz que canta es capaz de destruir o de curar la psique con su cadencia".
Les dejo con el bello texto de Incitatus y el sonido del IV movimiento de la 4ª Sinfonía de Tchaikovsky intepretado por la The Chicago Symphony Orchestra, bajo la dirección de Baremboim. Disfrútenlos. Y sean felices. Tamaragua. HArendt












martes, 23 de enero de 2024

De Jorge Semprún, en su centenario

 











Jorge Semprún, la lucidez del superviviente
MANUEL SÁNCHEZ-CAMPILLO
23 ENE 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

El 10 de diciembre de 2023 se ha cumplido el centenario del nacimiento en Madrid de Jorge Semprún Maura, un intelectual que resume en sus avatares y en su persona lo que ha sido la historia del siglo XX. Si en el Renacimiento el ideal de caballero era el que se dedicaba a las armas y las letras, en la pasada centuria la figura más completa era aquella capaz de aunar política y escritura, como nuestro escritor al modo de su querido Goethe. Mientras estuvo en el campo de concentración de Buchenwald, Semprún no recuerda haber dejado de ver ni oler el humo que salía por las chimeneas de los crematorios donde eran incinerados los cadáveres. Buchenwald está a trece kilómetros de Weimar, la ciudad donde vivió y murió Johann Wolfgang von Goethe. En su libro La escritura o la vida (1994), Semprún traerá muchas veces a su memoria al padre de las letras alemanas, pues, como a muchos otros, se le hace difícil concebir que la experiencia del mal absoluto que se vivió en los lager nazis, es decir, la vivencia de la muerte, pudiera estar ocurriendo a escasa distancia de un lugar que representa la racionalidad, la civilización e incluso la democracia. Semprún solo atisba una cierta explicación si caemos en la cuenta de que el Mal no es la inhumanidad, pues los vigilantes, los kapo, los oficiales de las SS eran tan humanos como cualquiera de nosotros.
La personalidad de Jorge Semprún atraviesa el siglo XX con una mirada propia y libre. Concibe la política como participación, no como un simple juego de estrategas de salón. Por eso, la practica situándose en primera línea, sin renunciar a sus responsabilidades, pero sin abandonar un principio básico en su vida: después de vivir y sufrir los totalitarismos nazi y comunista, siempre creyó que la vida no era un valor absoluto, por encima de ella estaba la libertad. Formó parte del Partido Comunista, con poco más de treinta años era miembro de su Comité Central. Se le encargó ser el enlace en la clandestinidad con los comunistas españoles durante la dictadura de Franco. Por cierto, Sánchez Dragó, siempre tan lenguaraz, fue quien lo identificó a la policía en 1963, al verlo en una revista que tenían en la comisaría de Madrid donde, a su vez, permanecía él detenido. También es cierto que no sirvió de nada, pues ya en 1962 había decidido dejar la clandestinidad, que para él resultaba excitante, apasionante por lo aventurero. En sus últimos escritos se refirió a la revolución bolchevique de 1917 con el sintagma «ilusión lírica», dejando a un lado la habitual terminología política para sugerir con mayor precisión el final de un proyecto que se quería sustentar en un llamado materialismo científico e histórico, pero, en realidad, solo era una vana ilusión que escondía el sometimiento y la aniquilación del individuo. En 1964 fue expulsado del partido junto con Fernando Claudín. En verdad, Carrillo y La Pasionaria lo vieron siempre como un intelectual y un burgués: ya se sabe que pensar por uno mismo no suele estar bien visto en la disciplina de los partidos ―ni antes ni ahora―; a lo que habría que añadir el pecado de clase, pues su segundo apellido era el de su abuelo Antonio Maura, presidente del gobierno.
Se dedicó, entonces, con mayor empeño, a su labor literaria. El largo viaje, su primer libro, es de 1963; sin embargo, tuvo que esperar a 1994, con la mencionada La escritura o la vida, para afrontar su experiencia en Buchenwald. Una espera de casi cincuenta años desde que fue liberado el campo de concentración para dar con la estructura y el tono necesarios para poder escribir sin que la escritura supusiera una inmersión en la muerte que acabara ahogándolo. Tenía que escoger entre la escritura o la vida, y optó por la segunda. Solo dos obras están escritas directamente en español, Autobiografía de Federico Sánchez (1977) y la novela Veinte años y un día (2003). Federico Sánchez era el nombre que usaba en la clandestinidad, que vuelve a utilizar para Federico Sánchez se despide de ustedes (1993), en la que cuenta el tiempo que pasó siendo ministro de Cultura en el gobierno de Felipe González. Son jugosas las páginas en las que muestra su relación con Alfonso Guerra; más bien su no relación. La tensión en los consejos de ministros, donde Guerra se erige en guardián de las esencias del socialismo desde una escasa capacidad de análisis. Parece como si, para Alfonso Guerra, Semprún representara todo lo que él hubiera deseado ser.
Tal vez, la figura de Jorge Semprún no sea la más adornada para un tiempo, el nuestro, que solo valida a los personajes en función del éxito o del dinero, dos elementos que le interesaron muy poco; de hecho, no quiso acompañar al director de cine Costa-Gavras, de quien había sido guionista, a Hollywood, donde podría haber hecho una carrera en los años 70, para asistir, de primera mano, a los acontecimientos políticos de España tras la muerte del dictador. Semprún poco tiene que ver con el héroe típico que se nos suele administrar en esta época: ese personaje positivo que transita de la maldad, el sufrimiento o la crueldad al triunfante final feliz. En su caso, hay un paraíso perdido, el de la infancia, el de Adiós, luz de veranos (1998); una pérdida que se acentúa cuando la familia ha de marchar al exilio tras la Guerra Civil, hasta acabar en la vivencia de la barbarie más absoluta tras ser detenido por los nazis por pertenecer a la Resistencia francesa. «No soy un auténtico español ni un auténtico francés, no soy un escritor ni soy un político, soy un superviviente de Buchenwald», dijo al recibir el Premio de la Paz en Francfort en 1994. Pérdida, pero también la lucidez de quien ha visto el horror y el espanto de frente. Manuel Sánchez-Campillo es escritor y crítico literario.