lunes, 20 de noviembre de 2023

De la Argentina, otro país

 






La Argentina, otro país
MARTÍN CAPARRÓS
20 nov 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Anoche la Argentina se volvió otro país. O, quizás, el que ya era y muchos no supimos reconocer a tiempo. Yo no lo supe reconocer a tiempo: solía creer en el mito del país casi educado, casi solidario, casi inteligente, con cierto orgullo pese a todo. La Argentina ha terminado de demostrar que es, ahora, un país desesperado, porque hay que estar desesperado para votar a un señor que dio tantas muestras de su desequilibrio y su ignorancia –que, además, tantos consideraron valores positivos. En ese país nuevo ser agresivo, limitado, insultar y amenazar se apreciaron como signos de “autenticidad”. Y anoche ese país, por pura desesperación, puro despecho, decidió que lo condujera ese personaje pequeño y caricaturesco sin más recursos que dos o tres eslógans, unos cuantos gritos.
Anoche la Argentina se volvió ese país: uno cuya máxima autoridad será, por decisión de 14,5 millones de sus ciudadanos, este señor mentiroso, inestable, fanático y primario. Aunque parece que ni siquiera lo decidieron esos ciudadanos. El señor mentiroso ya había explicado hace unos meses que Dios le había anunciado, a través de su perro muerto, que sería presidente. Sucedió: su triunfo es la prueba definitiva de la existencia de Dios y de la existencia del perro e, incluso, de la existencia de Javier Milei.
El señor Milei dice que es de ultraderecha. O dice que es “anarco-capitalista”, otra mentira: el anarquismo está contra toda forma de poder, político, económico, religioso, genérico, racial; el capitalismo es la consagración del poder del dinero. Se puede ser anarco o ser capitalista: los dos a la vez es imposible.
Pero el señor Milei no ganó las elecciones porque su programa –que nadie conoce bien, que fue cambiando sin parar– haya seducido a millones. Las ganó porque los argentinos llevan demasiado tiempo subsistiendo apenas, sin esperanzas a la vista, y él consiguió representar el odio de sus compatriotas por la clase política que condujo el desastre. La Argentina de ahora vive cohesionada por un mito: que hay unos malos muy malos que la arruinan. Para unos los malos son unos, para otros son otros, pero la ventaja del Mito de los Malos es que excluye cualquier culpa propia. 45 millones de personas se sienten expoliadas y engañadas por unos pocos miles, y no se les ocurre pensar que quizá tengan alguna responsabilidad en todo eso; es más fácil culpar a esos políticos –que ellos mismos eligieron, por supuesto.
Así que, en ese país donde la gran mayoría quería votar en contra, nadie pareció más contrario que el señor Milei. El señor Milei consiguió convertirse en el símbolo del odio. Durante buena parte de su campaña su propuesta fue simple: hay que romper todo, hay que romper todo, hay que romper todo, hay que romper todo –y yo soy el que puede hacerlo porque soy el más violento, el rey de la selva, el León, como se hacía llamar. Y tantos lo siguieron, adoradores de la motosierra, aunque la mayoría no tuviera claro qué haría este rey para solucionar sus sufrimientos.
(El señor Milei representa la continuidad de una línea que ya ha durado décadas. Sin ideas, sin debate, sin futuros, la Argentina se volvió un país reaccionario: un país donde cada gobierno hace tantos desastres que el siguiente asume para reaccionar contra ellos, deshacerlos. El gobierno de Alfonsín llegó para deshacer el entramado asesino de la dictadura; el gobierno de Menem, para deshacer el caos económico de la hiperinflación alfonsinista; el gobierno de de la Rúa, para deshacer la corruptela menemista; el gobierno de Kirchner, para deshacer el desastre neoliberal antiestatista; el gobierno de Macri, para deshacer el tinglado corrupto-clientelar del kirchnerismo; el de Fernández para deshacer la pobreza macrista, y ahora el de Milei para deshacer la miseria peronista y de todos los demás y, ya que está, el Estado. El problema de cada uno de esos gobiernos surge cuando se les acaba ese breve lapso de la reacción: cuando empiezan a aplicar sus propias recetas preparan, con sus desastres, la reacción siguiente. Un país reaccionario es un país sin proyecto, hecho a manotazos, deshecho a manotazos, un país calesita.)
No sabemos mucho del señor Milei. Pese a todos los escrutinios ignoramos quién es, qué quiere y, además, lo cambia todo el tiempo. En estas últimas semanas se dedicó a contradecir casi todo lo que había dicho en los meses anteriores –lo que lo había llevado hasta ese lugar– para moderarse y seducir a los votantes de buena familia que temían sus desmanes. Entonces negó que quisiera terminar con la educación pública, la salud pública, los subsidios a los servicios públicos, el peso argentino, el Banco Central, el aborto, la educación sexual, los derechos laborales y tantas otras cosas. Y, tras una larga campaña basada en condenar a la casta, terminó aliado con lo más rancio de ella. O mentía antes o miente ahora, como lo hizo en su discurso de celebración de la victoria, donde repitió sus mentiras más clásicas. Que la Argentina era la “primera potencia mundial a fines del siglo XIX”: nunca lo fue. Que ahora está 130 en el ranking económico: ronda el puesto 40. Y que con él el país volverá a ser una potencia: lo repite hasta el cansancio aunque tardará, dice, para lograrlo, 35 años. Seguramente pocos recuerdan que el último gobierno que trajinó ese eslógan –”Argentina Potencia”– fue el de Isabel Perón y José López Rega (1974-76), de triste memoria y violento final. Ojalá alguien se lo cuente.
En cualquier caso, el señor será presidente. Con un personaje tan mutante y falaz es muy difícil prever nada. Lo más sólido que tiene es su fanatismo: es un fundamentalista del mercado, alguien que cree que las relaciones humanas deben ser reguladas por la compra y la venta, y por eso le parece bien que, mientras haya un comprador y un vendedor, se trafiquen órganos humanos, niños, armas. Así se sintetiza su visión del mundo: las relaciones entre personas consisten en comprar y vender. O sea: que alguien gane lo que otro pierda, que una sociedad sea esa selva donde los más fuertes logran beneficios y los demás intentan sobrevivir. Es lo contrario de cualquier idea de solidaridad, de construcción de un espacio común donde todos colaboremos para vivir como nos merecemos. Es el individualismo más extremo, so pretexto de que el Estado es un instrumento para que los políticos nos roben. Lo es, demasiado a menudo: entonces corresponde sanarlo porque, lamentablemente, es la única forma que hemos sabido inventar para moderar los desequilibrios y respaldar a los que más lo necesitan. El fundamentalista, en cambio, propone destruirlo: eliminar cualquier interferencia en los negocios de los que hacen negocio.
Pero nadie sabe qué hará. El señor Milei tiene el Poder Ejecutivo y nada más: muy pocos diputados, ningún gobernador. Por no tener, tampoco tiene idea de cómo se maneja un gobierno. Lo ha dejado muy claro: ni la menor idea. Así que ahora la única esperanza es que, como buen político argentino, el señor Milei no cumpla nada de lo que prometió durante su campaña.
El señor Milei no tiene ni idea pero tiene una misión, un apostolado: es un fanático que tendrá que aprender a contener sus arrebatos. La paradoja es cruel: ahora, cuando consiguió todo este poder, deberá reprimirse. Ya empezó a hacerlo en la campaña, y habrá de hacerlo más cuando sea presidente. Sus opciones futuras, grosso modo, son dos: si hace algo de lo que dijo que iba a hacer, millones de personas y el peronismo y los sindicatos y los desocupados saldrán a la calle para impedirlo, y entonces deberá recurrir a la represión que prepara su vicepresidenta, Victoria Villarruel, hija y sobrina y nieta de militares más o menos asesinos, cuando anuncia que su gobierno –que solo habla de “reducir el Estado”– triplicará el presupuesto militar.
La otra opción es que no haga nada o casi nada de lo que anunció, que se choque con las paredes de su cargo, se vaya disolviendo, y entonces sus votantes desilusionados empezarán a reprochárselo, a pedirle cuentas, a abandonarlo poco a poco.
En las dos opciones cabe, pese a todo, una visión optimista: que el fracaso muy probable del señor Milei abra el espacio para que el gran descontento, el gran cabreo, se reúnan por fin en una fuerza crítica más o menos de izquierda que ofrezca mecanismos más solidarios, más justos, más reales para canalizarlos. O sea: recuperar el espacio que inesperada y desesperadamente ocupó Milei en el imaginario colectivo y llenarlo con propuestas que traten de solucionar esas necesidades, esa desesperación –y no con los delirios de un defensor de los que las causan y lucran con ellas.
Javier Milei mostró un vacío estrepitoso en la política argentina: el que representan esos millones que no quieren ni pueden vivir en este país y están dispuestos a cualquier cosa para cambiarlo, incluido votar a un delirante. Lo terrible no es que haya ganado Milei; lo terrible es que Milei se haya constituido en la forma de manifestar el rechazo a esta estructura fracasada. Pero parece claro que muchos de sus votantes no quieren esa sociedad que él les propone, con la ley de la selva como norma central. Allí, quizás, hay un espacio para buscar otros encuentros.
Ojalá lo puedan hacer, pero quién sabe. Es probable que, como tantas veces, me equivoque: al fin y al cabo estoy hablando de aquel país que conocía, no de este, que quiso entronar a un tronado. Aun así, incluso en este, creo que se vienen los tiempos más turbulentos que ha pasado una nación especializada en tiempos turbulentos. Ojalá no sean demasiado violentos, demasiado dañinos. No es fácil, ahora, Milei mediante, asegurarlo. Martín Caparrós es escritor.









Del problema de la derecha española

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura para hoy, del escritor Ignacio Peyró, va del problema de la derecha española. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com








 

¿A qué se enfrenta la derecha?
IGNACIO PEYRÓ
17 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Nuestro conservadurismo ha tenido siempre apego a la palabra “popular”. Ahí están la Alianza y el Partido, pero también la Cadena de Ondas Populares Españolas —Cope—, la Unión Social Popular o incluso esos Clásicos Populares estrenados por Suárez pero gestados por Arias Navarro. A esta querencia por lo “popular” le podemos buscar genealogías reveladoras, pero, más allá del deje paternalista, apelaba a esa “mayoría natural” de la nación que Fraga reclamaba conservadora y para la que se defendía “un verdadero populismo”. Por supuesto, en una democracia no hay mayorías naturales: hay valores compartidos y consensos básicos. En todo caso, aquella voluntad de hegemonía implícita en lo popular se ha visto desmentida no pocas veces por la realidad. En una novela barojiana, un personaje afirma que le es más simpática la anarquía que el socialismo, a lo que otro replica que no le extraña: también “es más simpático para un chico hacer novillos que ir a clase”. Análogamente, entre un partido liberal-conservador y uno progresista, el partido antipático suele ser el primero: su énfasis en la responsabilidad individual, por ejemplo, penaliza más que la promesa de renovación de la realidad propia de la izquierda. La lengua común ya castiga al conservadurismo: ¿quién quiere un amante conservador?, ¿una fiesta conservadora de cumpleaños?
En la competición entre el centroderecha y el progresismo español hay, sí, un problema de lenguaje —pienso ahora en el “cheque escolar”— que no favorece a la derecha. Hay otros problemas, como los errores no forzados en la elección de candidatos o las estrategias electorales, pero de estos tampoco se libra la izquierda. A la derecha también se la acusa de falta de ambición intelectual, a veces más bien una inhibición por la voluntad de ensamblar sensibilidades: algún peaje hay que pagar para que cuezan juntos tecnócratas y nacionalistas, liberales y conservadores. Y si el centroderecha ya viene penalizado de casa frente al progresismo, también debemos subrayar que, al contrario de lo que podía pasar al final del siglo XX, la cultura política de fondo no prima —ni en España ni fuera— la articulación liberal-conservadora.
Con todo, si los populares no han sido tan populares como desea su nombre es porque se enfrentan a algo que, más que un partido, es una atmósfera moral: en nuestro país secularizado, el PSOE tomó el relevo del catolicismo a la hora de sancionar para la mayoría lo bueno y lo malo, lo que es deseable y lo que no. Resulta fácil caricaturizar el progresismo como religión secular: no promete la vida eterna, pero al menos te da la sanidad pública. No multiplica panes y peces, pero redistribuye los recursos. No te llevará al empíreo, pero promueve el empleo público. Y tampoco anuncia la liberación de los humildes, pero —en caso de necesidad— brinda apoyos sustantivos. El centroderecha, concedido, no aporta superioridad moral: ese es un incienso exclusivo de la izquierda. Y, a la vez, cabe recordar que no borraría ninguna de las medidas apuntadas: como bien saben sus críticos, nada más parecido a un partido socialdemócrata que uno democristiano.
Por eso hay que ir más allá y hablar del PSOE como la devoción o la superstición española preferida. Lo notamos cuando, al no confesarse uno progresista, nos miran como a un búho nival. Cuando vemos que el PSOE tiene a González y a Sánchez, como en la Iglesia conviven curas guerrilleros y teólogos tridentinos. Cuando se pueden congelar pensiones y ser adalid de lo social. Cuando un traje de Milano monta más ruido que los ERE. Cuando prima la fe sobre las obras, sea al sentir el peligro electoral del 23-J, sea al aplaudir —como en la amnistía— lo que antes se rechazó. En la propia apelación de la derecha al “PSOE bueno” hay cierto candor devoto, aunque —como ocurre en todo culto— al propio PP le haya tocado, desde tiempos del Tinell, el papel de tabú. En fin, Sánchez mantiene una relación de contorsionista con su histórico de declaraciones, pero —si recordamos la campaña— el mentiroso fue Feijóo: por apurar el símil, nuestra relación con el PSOE es de una indulgencia plenaria.
La primacía progresista en España es de orden axiológico. Podemos especular con la inexistencia de fenómenos a la italiana como un catolicismo de izquierdas o una democracia cristiana tout court: como fuere, esa ventaja deriva de aquellos años ochenta en que el socialismo dominó nuestra democracia, mientras el centroderecha, sin proyecto intelectual, quedaba a la intemperie. El PSOE repite desde Zapatero que es el partido más parecido a España: eso que en otras latitudes llaman “el partido de la nación”. Nada, cabe recordar, que no quiten los votos, y estos no han sido tan favorables: cuantos más pactos, menos proyecto propio. Formado el nuevo Gobierno, en todo caso, el imperativo para la derecha es no pasar ni una sola tarde en 1898: hay un filón en dar cauce al desencanto reformista de la generación perdida de Ciudadanos. Es un trabajo sisífeo de reconstrucción y reencuentro, que pensábamos —justamente— que ya no le iba a tocar a esta generación. Y es, también, un trabajo melancólico: ya recordaba Ferlosio que nada cambiará mientras no cambien nuestros dioses. Al menos, el centroderecha está acostumbrado a no ser tan popular.
































[ARCHIVO DEL BLOG] El poder de la lengua. [Publicada el 14/06/2019]










La genómica revela que las tres familias lingüísticas de Greenberg corresponden a las tres migraciones de pueblos eurasiáticos que descubrieron América, comenta en El País el profesor Javier Sampedro, doctor en genética y biología molecular e investigador del Centro Severo Ochoa de Madrid y del Medical Research Council de Cambridge.
Qué harto estoy de tener razón!, diría el lingüista neoyorquino Joseph Greenberg si levantara la cabeza, comienza diciendo en su artículo Sampedro. Murió en 2001 sin saber que la tenía, y eso suele resultar muy molesto para los intelectuales adelantados a su tiempo, aquellos que ven más allá que la inmensa mayoría de sus colegas, y que por tanto reciben la del pulpo cada vez que abren la boca. Greenberg investigó en los años cincuenta y sesenta los lenguajes africanos, y los clasificó en solo cuatro familias, lo que resultó un escándalo para los antropólogos con tendencias más exuberantes y complicadas. Luego hizo lo mismo con las mil lenguas nativas americanas, y reeditó el escándalo. Allí donde su colega Lyle Campbell vio más de 200 familias lingüísticas, Greenberg las redujo a solo tres: la amerindia, de la que vienen casi todos los idiomas nativos del nuevo continente, y otras dos restringidas al norte de Norteamérica, la esquimo-aleutiana y la na-dené. Aquella unificación volvió a levantar ampollas que aún perduran en el mundo académico.
El enfrentamiento entre Campbell y Greenberg me trae de inmediato a la memoria uno de mis debates favoritos de la biología, el que sostuvieron en 1830, bajo los auspicios de la Académie des Sciences francesa, los dos grandes naturalistas de la época, Georges Cuvier y Étienne Geoffroy Saint-Hilaire. Cuvier pensaba que la estructura de un animal respondía exclusivamente a las necesidades de su entorno, mientras que Geoffroy creía que todos los animales eran variantes de un mismo plan de diseño universal. Cuando se produjo el debate, Darwin ni se había embarcado aún en el Beagle, pero aquellas ideas unificadoras de Geoffroy fueron un precedente obvio de la teoría de la evolución. Todos los animales tenemos, en efecto, un origen común, un organismo que vivió hace 600 millones de años y del que hemos heredado nuestro plan arquitectónico. Las adaptaciones al entorno consisten en modulaciones finas de ese diseño general.
Del mismo modo, sabemos ahora que Greenberg, el Geoffroy de la lingüística moderna, también tenía razón. Como demuestra David Reich en su recién publicado Quiénes somos y cómo hemos llegado hasta aquí (Antoni Bosch editor), la genómica revela que las tres familias lingüísticas de Greenberg corresponden a las tres migraciones de pueblos eurasiáticos que descubrieron América por el puente de tierra (actual estrecho) de Bering, un proceso que comenzó hace 15.000 años, tan pronto como el fin de la glaciación lo permitió. En particular, el lingüista neoyorquino tenía razón en que la gran mayoría de las lenguas nativas americanas pertenecen a la misma familia, por muy distintas que puedan parecer. La genómica ha confirmado a la lingüística.
Quizá Greenberg era el más genético de sus colegas. La lingüística convencional acepta la evolución de los lenguajes, por supuesto, pero calcula que la señal de un origen común se pierde en unos pocos miles de años. La técnica de Greenberg consistía en centrarse en unos pocos cientos de palabras del núcleo duro de las lenguas, como verbos auxiliares, negaciones, marcadores interrogativos y los nombres de los objetos más comunes. Es un enfoque muy de genetista, y cuyas propuestas van mucho más allá de las lenguas americanas.
En África central, el número uno se dice tok, tek o dik. Muchas lenguas asiáticas (y sí, también americanas) utilizan tik para el dedo índice. Y en el indoeuropeo ancestral, deik significaba señalar con el dedo (de ahí daktulos, digitus, doigt o dedo). Seguramente un testimonio de nuestro origen común. Es el poder de la lengua. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













domingo, 19 de noviembre de 2023

De la paz como premio

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura para hoy, del escritor Salman Rushdie, va de la paz como premio. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com







Si la paz fuera un premio
SALMAN RUSHDIE
15 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Gracias a todos por su presencia hoy aquí. Gracias al alcalde Mike Josef (qué preciosa introducción), a Robert Habeck y sus colegas del Gobierno y los parlamentos regionales, y por supuesto a todos ustedes, los que han venido desde cerca o desde lejos, para que yo pueda presentarme aquí. Agradezco enormemente este magnífico premio, que conozco y respeto desde hace mucho tiempo, sin haber llegado siquiera a imaginarme que pudiera encontrármelo en mi camino, y cuya lista de anteriores ganadores, que en algunos casos nos acompañan hoy, no tiene parangón. Mi más profundo agradecimiento al jurado del Premio de la Paz, presidido por Karin Schmidt-Friedrichs. También a Daniel Kehlmann, a quien tanto admiro como escritor. Me alegro mucho de que haya dejado a un lado las tareas de publicación de su propio libro y que haya encontrado tiempo para presentar su hermosa laudatoria. Igualmente desearía presentar mis respetos al edificio en el que estamos reunidos, un símbolo de la libertad. Es un privilegio que te pidan hablar entre estos muros.
Y ahora, para empezar, permítanme que les cuente una historia. Érase una vez dos chacales, Karataka, cuyo nombre significaba cauteloso, y Damanaka, cuyo nombre significaba atrevido. Tenían un rango secundario en el séquito del rey león Pingalaka, pero eran ambiciosos y astutos. Un día el rey león se asustó al oír un estruendo en los bosques, que los chacales sabían que era el mugido de un toro desbocado, algo que no debía asustar a un león. Los chacales visitaron al toro y lo convencieron de que se presentara ante el león y se declarara amigo suyo. Al toro le daba miedo el león, pero aceptó, así que el rey y el toro se hicieron amigos, y el agradecido monarca ascendió a los chacales al rango superior. Por desgracia, el león y el toro comenzaron a pasar tanto tiempo juntos conversando que el primero dejó de cazar y los animales de su séquito pasaban hambre. Entonces los chacales convencieron al rey de que el toro estaba conspirando contra él, y al toro lo convencieron de que el león planeaba su muerte, así que el león y el toro se enfrentaron, el toro murió, todos tuvieron carne de sobra para alimentarse, la consideración que los chacales le merecían al león mejoró aún más, porque le habían advertido de la conspiración, y los demás habitantes de la selva también comenzaron a valorar de otro modo a los chacales, salvo, por supuesto, el pobre toro, aunque eso ya no importaba, porque estaba muerto y a todos les había proporcionado un excelente almuerzo.
En líneas muy generales, este es el marco en el que se desarrolla la historia de la primera y más larga de las cinco partes del llamado Panchatantra, un libro de fábulas protagonizadas por animales, y cuyo título es Sobre cómo llevar a los amigos al desacuerdo. La tercera parte, Guerra y paz, un título posteriormente utilizado por otro libro bien conocido, describe un conflicto entre cuervos y búhos, en el que los engaños de un cuervo traicionero provocan la derrota y la destrucción de los búhos. En mi novela Ciudad Victoria utilicé una versión de este relato.
Lo que siempre me ha parecido fascinante o realmente atractivo de las historias del Panchatantra es que muchas de ellas no son moralizantes. No predican ni la bondad, ni la virtud, ni la modestia, ni la sinceridad ni la contención. Con frecuencia, todos los obstáculos se salvan gracias a la astucia, la estrategia y la amoralidad. Los buenos no siempre ganan (y ni siquiera suele estar claro quiénes son). Esta es la razón de que al lector actual esos cuentos le parezcan asombrosamente contemporáneos, porque nosotros, los lectores actuales, vivimos en un mundo amoral, desvergonzado, traicionero y artero, en el que por doquier es frecuente que los malos ganen.
“¿De dónde vienen las historias”, pregunta el pequeño Harún al fabulador de su padre en mi novela Harún y el mar de las historias, y la esencia de la respuesta es que provienen de otras, del océano de historias en las que todos navegamos. Pero hay que señalar que no es ese su único origen. También están la propia experiencia del fabulador y sus opiniones vitales, así como la época en la que vive; pero, en cierto modo, la mayoría de las historias hunden sus raíces en otras historias, quizá en muchas otras, que se combinan, conectan y transforman, para así convertirse en otras nuevas. A este proceso lo llamamos imaginación.
A mí siempre me han inspirado las mitologías, los cuentos populares y los de hadas, no porque contengan milagros, como animales que hablan o peces mágicos, sino porque sintetizan la verdad. Por ejemplo, la historia de Orfeo y Eurídice, que fue una importante inspiración para mi novela El suelo bajo sus pies, se puede contar en menos de cien palabras, pero contiene, de forma condensada, preguntas trascendentales sobre la relación entre el arte, el amor y la muerte. Se pregunta si el amor, con la ayuda del arte, puede vencer a la muerte. Pero quizá su respuesta sea: ¿acaso la muerte, a pesar del arte, no vence al amor? O quizá nos diga, más bien, que el arte, al centrarse en el amor y la muerte, trasciende esos temas, convirtiéndolos en historias inmortales. Esas cien palabras contienen profundidad suficiente para inspirar mil novelas.
Los depósitos de mitos son realmente abundantes. Están los griegos, por supuesto, pero también la prosa nórdica y la Edda poética. Esopo, Homero, El anillo de los Nibelungos, las leyendas celtas y las tres grandes tradiciones europeas: la francesa, relacionada con el corpus de historias que rodean a Carlomagno; la de la Roma clásica, relativa al imperio, y la británica, con leyendas que tienen que ver con la figura del rey Arturo. Aquí en Alemania ustedes tienen los cuentos populares reunidos por Jakob y Wilhelm Grimm. Sin embargo, en la India, antes de escuchar todas esas historias, yo me crié con el Panchatantra, y cuando, como ahora, voy a iniciar un proyecto literario después de finalizar otro, regreso a esos astutos y taimados chacales, cuervos y otros animales, para preguntarles qué historia debo narrar a continuación. Hasta ahora nunca me han defraudado. Todo lo que necesito saber sobre bondad y su contrario, sobre libertad y cautividad, y sobre conflictos, se encuentra en esos relatos. Sin embargo, para encontrar amor, hay que buscar en otra parte.
Y ahora estoy aquí para recibir un premio de la paz y me pregunto qué nos dice el mundo de la fabulación sobre la paz.
La respuesta no es muy alentadora. Homero nos dice que la paz llega tras una década de guerra, cuando todos nuestros seres queridos han muerto y Troya está en ruinas. Los mitos nórdicos nos dicen que la paz llega después del Ragnarøk, el crepúsculo de los dioses, cuando estos destruyen a sus enemigos tradicionales, pero estos también los destruyen a ellos. La palabra alemana para designar este acontecimiento, Götterdämmerung, es mucho más exacta que su equivalente en inglés twilight (crepúsculo). El Mahabharata y el Ramayana también nos dicen que la paz se paga con sangre. Y el Panchatantra nos dice que la paz, es decir, la muerte de los búhos y la victoria de los cuervos, solo se alcanza mediante una traición. Y si abandonamos durante un momento las leyendas del pasado para centrarnos en dos leyendas del último verano —me refiero, por supuesto, al doble bombazo cinematográfico llamado Barbenheimer—, la película Oppenheimer nos recuerda que la paz solo llegó después de que dos bombas atómicas llamadas Little Boy y Fat Man (El Niño y El Gordo) se lanzaran sobre los habitantes de Hiroshima y Nagasaki; en tanto que el taquillazo titulado Barbie deja claro que la paz sin fisuras y la felicidad en estado puro, en un mundo en el que todos los días son perfectos y las noches siempre son juergas de chicas, solo existe cuando eres de plástico rosa.
Y aquí estamos reunidos para hablar de paz cuando, no muy lejos de aquí, hay una guerra encarnizada, una guerra concebida por un tirano y por su ambición de poder y conquista, una triste historia que el público alemán conocerá bien, y otro espantoso conflicto ha estallado en Israel y la franja de Gaza. Ahora mismo, la paz parece una fantasía concebida bajo los efectos de un narcótico que se fuma en pipa. Hasta el significado de la palabra guerra es algo sobre lo que los combatientes no se ponen de acuerdo. Para Ucrania, la paz significa algo más que el cese de las hostilidades. Significa, y así debe ser, la recuperación del territorio ocupado y una soberanía con garantías. Para el enemigo de Ucrania, la paz significa la rendición de esta, y el reconocimiento de que los territorios perdidos, perdidos están. La misma palabra, con dos definiciones incompatibles. Para Israel y los palestinos, la paz parece estar todavía más lejos.
Es difícil firmar la paz, y también alcanzarla.
Sin embargo, es cierto que no dejamos de anhelar, no solo la gran paz que llega al final de una guerra, sino la pequeña paz de nuestra vida privada, la que consiste en sentirnos en paz con nuestra propia existencia y con el pequeño mundo que nos rodea. Para Walt Whitman, la paz era como el sol que nos baña todos los días:
¡Oh, sol de paz verdadera! ¡Oh, luz apresurada!
¡Oh, libre y extático! ¿Cuál es aquí mi canto? ¿Cuál mi preparación?
¡El sol del mundo se alzará, deslumbrante, y alcanzará su cenit.
Y tú también, ideal mío, te alzarás sin duda!
El “ideal” de Whitman era la paz. Así que, reunidos como estamos en este hermoso lugar, coincidamos con él en que, por difícil que sea alcanzarlo, por imposible que parezca poder conservarlo, ese algo tan difícil de definir, pese a todo, es uno de nuestros grandes valores, algo que hay que buscar fervientemente.
Mis padres así lo pensaban cuando me llamaron Salman, un nombre que procede del sustantivo salamat, que significa paz. De manera que Salman es “pacífico”. Y, de hecho, yo fui un muchacho enormemente tranquilo, obediente, aplicado, de nombre y naturaleza pacíficos. Los problemas vinieron después. Pero yo siempre me he visto de esa manera. Aunque de adulto haya tenido otras ideas.
En mi obra han influido las fábulas, pero un premio de la Paz también tiene un elemento claramente fabulador. Me gusta pensar que la paz misma pueda ser realmente el premio, que este jurado tenga algo de mágico, incluso de fantástico; que haya un jurado de sabios benefactores tan infinitamente poderoso que, una vez al año, ni una más, pueda otorgar a un solo individuo, ni a uno más, el premio de un año de paz. La paz misma, verdadera, dichosa, perfecta, no el contento trivial de una paz corriente, sino una excelente añada de Pax Francfortiana que durante todo un año te entreguen a domicilio, en elegantes botellas. Ese sería un premio que me encantaría recibir. Estoy pensando incluso en dedicarle una historia: El hombre que recibió como premio la paz.
Imagino que tiene lugar en un pueblo pequeño, quizá durante las fiestas. Se celebran los concursos habituales: a las mejores tartas y galletas, a las mejores sandías y verduras; concursos para adivinar el peso de un cerdo; concursos de belleza, de canciones, de bailes. En un carromato pintado de vivos colores tirado por un caballo llega un buhonero vestido con una andrajosa levita; parece el embaucador Profesor Marvel de El mago de Oz, y dice que, si le permiten evaluar a los concursantes, ofrecerá los mejores premios que verse puedan. “¡Los mejores premios!”, proclama. “¡Acérquense, acérquense!”, y la gente sencilla del pueblo se acerca, y el buhonero entrega botellitas a los diferentes agraciados, botellas marcadas con etiquetas que dicen Verdad¸ Belleza, Libertad, Bondad y Paz. Qué decepción para los aldeanos. Habrían preferido dinero contante y sonante. Y durante el año posterior a las fiestas se producen extraños sucesos. Después de beber el líquido de su botella, el ganador del premio a la Verdad comienza a molestar a sus paisanos y a distanciarse de ellos diciéndoles la opinión que verdaderamente le merecen. La Belleza, después de beber su premio, se vuelve aún más hermosa, por lo menos eso es lo que ella cree, pero también se hace insufriblemente fatua. El licencioso comportamiento de la Libertad escandaliza a muchos de sus paisanos, que llegan a pensar que su botella debía de contener alguna potente sustancia. La Bondad se proclama santa y, por supuesto, después a todo el mundo le parece insoportable. Y la Paz se limita a sentarse sonriente debajo de un árbol. En una aldea tan agitada, esa sonrisa también resulta enormemente irritante. Un año después, cuando se vuelven a celebrar las fiestas, el buhonero regresa, pero lo echan del pueblo. “¡Lárgate!”, le espetan los aldeanos. “No queremos premios como esos. Una escarapela, un queso, un trozo de jamón o una cinta roja sujetando una brillante medalla. Esos sí son premios normales. Esos son los que queremos”.
No sé si llegaré a escribir esa historia. Por lo menos puede servir para ejemplificar, con buen humor, algo bastante serio: que hay conceptos que, aunque creamos que todos podemos considerarlos virtuosos, pueden acabar viéndose como vicios, y que todo depende del punto de vista de cada uno y de los efectos de esos conceptos en el mundo real. En el libro de Italo Calvino El vizconde demediado, el héroe queda partido en dos cuando una bala de cañón le alcanza de pleno en el pecho. Sus dos mitades sobreviven porque un diestro medico restaña las heridas, pero resulta que el vizconde ha quedado partido en dos mitades tan distintas moral como físicamente. Ahora, una de las dos es increíblemente bondadosa, en tanto que la otra es de una absoluta perversidad. Sin embargo, las dos causan el mismo daño al mundo, y su trato es igualmente espantoso, hasta que el mismo médico vuelve a unirlas, y, una vez en un mismo cuerpo, retoman la pluralidad moral, es decir, la propia del ser humano.
Durante muchos años, mi destino ha consistido en beber de la botella marcada con la etiqueta Libertad, y, por tanto, escribir sin comedimiento los libros que se me venían a la cabeza, y ahora, cuando estoy a punto de publicar mi novela vigésimo segunda, tengo que decir que en 21 de esas 22 ocasiones ha merecido la pena beber el elixir, y que he tenido una buena vida desempeñando el único trabajo que siempre quise tener. En la ocasión que falta, es decir, cuando publiqué mi cuarta novela, aprendí —muchos aprendimos— que la libertad puede desatar una fuerza igual y opuesta de aquellos que se le oponen, y también aprendí cómo enfrentarme a las consecuencias de esa reacción, y a continuar ejerciendo mi arte lo mejor que pude, sin trabas, como siempre quise. Igualmente aprendí que muchos otros escritores y artistas, en el ejercicio de su libertad, también se enfrentaban a los enemigos de la antilibertad, y que, en suma, beber el vino de la libertad puede ser peligroso. Pero eso hacía que defenderla fuera todavía más necesario, más esencial, más importante, y yo creo que, junto a otros muchos, he hecho todo lo posible por defenderla. Confieso que ha habido momentos en los que habría preferido haber bebido el elixir de la Paz y pasarme la vida sentado debajo de un árbol con una sonrisa gozosa y beatífica, pero no fue esa la botella que me dio el buhonero.
Vivimos una época que no pensé que llegara a vivir, una época en la que la libertad —y en concreto la de expresión, sin la cual el mundo de los libros no podría existir— se ve en todas partes atacada por voces reaccionarias, autoritarias, populistas, demagógicas, poco formadas, narcisistas y descuidadas; en la que los centros educativos y las bibliotecas suscitan hostilidad y censura, y en la que ideologías extremistas, religiosas y fanáticas han comenzado a inmiscuirse en esferas de la vida que no les atañen. Y también se están alzando voces progresistas a favor de un nuevo tipo de censura biempensante, de apariencia virtuosa, que mucha gente, sobre todo jóvenes, ha comenzado a identificar con la virtud. De manera que la libertad sufre presiones a izquierda y derecha, de jóvenes y viejos. Es un fenómeno nuevo, que complican todavía más las novedosas herramientas de comunicación, internet, en las que páginas bien diseñadas de mentiras malintencionadas conviven con la verdad, y a mucha gente le resulta difícil distinguir entre unas y otra; y nuestros medios sociales, en los que todos los días se abusa del concepto de libertad para permitir que con frecuencia imponga sus criterios una especie de turba digital, que los multimillonarios propietarios de esas plataformas parecen cada vez más dispuestos a fomentar y a sacarle provecho.
¿Qué hacemos con la libertad de expresión cuando sufre abusos por doquier? Tenemos que seguir haciendo, con renovado vigor, lo que siempre hemos necesitado hacer: cuando el discurso es malo, hay que responderle con un discurso mejor; es preciso contrarrestar los relatos falsos con mejores relatos, responder al odio con amor y creer que la verdad aún puede triunfar, incluso en una época dominada por las mentiras. Debemos defenderla fervientemente, y darle una definición lo más amplia posible; así que debemos, sin duda, defender discursos que nos ofenden, porque, de no ser así, no estaríamos defendiendo en absoluto la libertad de expresión. Los editores se encuentran entre los principales guardianes de la libertad. Gracias por la labor que desempeñan ustedes; les ruego la hagan todavía mejor y con más coraje, permitiendo que se expresen mil y una voces, de mil y una formas distintas.
Como decía Cavafis, Los bárbaros llegarán hoy y yo estoy seguro de que a la ignorancia se responde con el arte, a la barbarie con la civilización y de que, en una cultura de guerra, quizá artistas de todo tipo —cineastas, actores, cantantes, y también, por supuesto, creadores de ese arte que todos los años reúne a las gentes del libro en Fráncfort— todavía pueden, si se unen, expulsar a los bárbaros de sus puertas.
Antes de terminar esta intervención me gustaría dar las gracias a todos aquellos que en Alemania y otros países alzaron su voz para solidarizarse y mostrarme su simpatía después del atentado que sufrí hace unos 14 meses. Ese apoyo fue muy importante para mí, y también para mi familia, y demostró que, en todo el mundo, la libertad de expresión se defiende apasionadamente y que está muy extendida. La indignación que se manifestó después del atentado del 12 de agosto surgió de la simpatía hacia mí, pero también, y esto en aún más importante, del horror —vuestro horror—, que suscitó que un valor capital de las sociedades libres se hubiera visto atacado de forma tan brutal por la ignorancia. Lo que más agradezco fue la corriente de amistad que recibí, y haré lo posible por seguir luchando por aquello que todos vosotros defendisteis al alzar la voz.
Sin embargo, cuando me vaya a casa con este Premio de la Paz, también me detendré un momento a beber el elixir, y a sentarme tranquilamente bajo un árbol con una sonrisa gozosa y beatífica. Gracias a todos. Este texto es el discurso de aceptación del Premio de la Paz de los Libreros Alemanes al escritor británico-estadounidense, entregado en Fráncfort el 22 de octubre de 2023.























[ARCHIVO DEL BLOG] Conservador, y con estos calores. [Publicada el 28/08/2019]









Gregorio Luri, profesor de filosofía y autor de La escuela contra el mundo, El valor del esfuerzo o Mejor educados. El arte de educar con sentido común, esboza lo que define como un "conservadurismo de andar por casa", enfrentando las ideas y las prácticas que lo componen contra las de "la Vulgata 'progre'"
Con este calor, comienza diciendo Luri, me van a permitir ustedes que me atreva a entretener su ociosidad con 20 tesis (más una) que pretenden esbozar un conservadurismo de andar por casa (que es el único que tiene sentido). Ya sé que si, en España, nadie está tentado por el conservadurismo en invierno, pocas esperanzas tengo de tentarlo cuando está en chancletas, pero espero que la laxitud del estío me gane, aunque sea por pereza, alguna benevolencia.
I. El conservadurismo hoy es la heterodoxia. La ortodoxia esta okupada por la izquierda. Esto significa que es muy fácil prever qué dice la Vulgata progre sobre cualquiera tema, mientras que es aventurado suponer lo que dirá un conservador. Obviamente, la libertad de pensamiento está con la heterodoxia. Si hubo un tiempo en que los guardianes de las esencias del conservadurismo eran la iglesia, el ejército y la monarquía, hoy, ser conservador es pensar a retropelo. Esa es nuestra fortuna.
II. El conservador es un patriota sin adjetivos. Si los alemanes pudieran haber sido simplemente patriotas tras la Segunda Guerra Mundial, para rato hubieran recurrido a ese invento ad hoc del patriotismo constitucional, que es una manera sofisticada de pedir perdón por ser patriota.
III. El conservador practica ese arte sutil de la distancia que es la ironía. La ortodoxia se toma a sí mismo demasiado en serio para permitirse este lujo. Los iconos de la izquierda siempre han tenido dificultades para reír: Stalin, el Che, Greta Thunberg...
IV. El conservador sabe que los conceptos políticos son más performativos que descriptivos y que el origen de la moral pocas veces es moral, precisamente por eso celebra sus mitos colectivos. Hay un país allí donde hay fiestas colectivas. Yo recordaría cada 6 de diciembre aquel partido de fútbol que jugaron diputados y periodistas cuando la Comisión Constitucional concluyó sus trabajos. ¿Se imaginan ustedes alineados en un mismo equipo a Unamuno, Lerroux, Largo Caballero, Alcalá Zamora, Azaña, Maura, Indalecio Prieto, Gil Robles y Besteiro?
V. El conservador observa que a una neurona no se le pregunta qué piensa de sí misma para poder comprenderla; al hombre sí. Las opiniones que tienen los hombres sobre sí mismos son datos objetivos de su realidad. Es bueno que estas opiniones sean optimistas, dado que sin autoestima difícilmente querrán mejorar. Antonio Pérez solía decir que el hombre es un árbol inverso, enraíza en ideales.
VI. Frente a las tentaciones abisales de la ortodoxia, el heterodoxo es un pensamiento de superficie. El conservador toma a los adultos por adultos y si alguien le dice que está bien, lo cree y se alegra con él. No intenta persuadirle de que en realidad se encuentra mal y que su conciencia del bienestar es una conciencia alienada que necesita de un intelectual crítico para despertar a la realidad. El conservador no quiere ser el maestro de escuela de la sociedad. No por ello renuncia a la utopía: sueña con resolver cada problema sin crear otro mayor.
VII. El lema del conservador: Et pluribus unum. Otra utopía española. Recordemos que cuando se decidió incluir el término nacionalidades en la Constitución, Peces Barba declaró que, con este gesto -¡al fin!-, la historia de España sería una historia aburrida.
VIII. El conservador concede una gran importancia al cristianismo porque, entre otras cosas, le permite distinguir entre Dios y el César. Si el César se endiosa, se acaba en el totalitarismo. Cuando no se cree ni en Dios ni en el César, inmediatamente desaparecen los santos y, tras ellos, los héroes. Y todo se nos llena de influencers.
IX. El conservador es moderno, pero no sólo. No padece ese complejo de Orfeo que impide a los izquierdistas mirar hacia atrás para aprender algo sustantivo sobre el presente. El pasado es el pie en que te apoyas para dar un paso adelante.
X. El conservador no quiere irse de este mundo sin pagar. No hay muchas personas capaces de entender esto, cosa que al conservador le importa un bledo. Isabel II se le quejó un día a Narváez: "¿Pero es que no podréis poneros nunca de acuerdo y gobernar a la vez?". Narváez le contestó que eso sería fácil si hubiera cien ministerios a repartir. Alejandro Mon, un conservador que merecía este título, apostilló: "O si hubiera más patriotismo".
XI. El conservador comprende que las instituciones se justifican, ante todo, por nuestra incapacidad para vivir sin ellas. Me gusta mucho la defensa involuntaria que hizo Heribert Barrera de la monarquía constitucional para justificar su voto contrario a la misma: "Todos los países europeos son republicanos, excepto...".
XII. El conservador está convencido de que España sólo es un problema para quienes dan por supuesta una Europa aproblemática.
XIII. El conservador ha firmado la paz con la historia de su patria. La acepta toda, íntegra. De toda es heredero, y no sólo descendiente. Aunque, se lo confieso, deprime un poco que hables de la Escuela de Salamanca y después un periodista asegure en su crónica que has estado diciendo no sé qué de la "cueva de Salamanca".
XIV. Al conservador, una familia normalica le parece un chollo psicológico.
XV. El conservador sabe que no hay que esperar a ser feliz para comenzar a ser virtuoso, digan lo que digan coaches, terapeutas y educadores emocionales doctorados en reiki o en cuencos tibetanos. Entre el homo therapeuticus y el homo politicus no hay término medio.
XVI. El conservador observa con reticencias el actual desprecio hacia las fronteras. Si los flujos (de mercancías, capitales, personas y nubes tóxicas) son más importantes que las fronteras, la legitimidad de las instituciones políticas está en riesgo.
XVII. El conservador no tiene ningún interés por participar en la competición por la hegemonía moral internacional, que acaba pidiéndole a la política más de lo que ésta puede dar de sí. El hombre tiene prójimo; las naciones, no.
XVIII. Si eres conservador, tienes algo que conservar, comenzando por el medio ambiente y continuando por el respeto profundo a la naturaleza, que siempre vuelve, por mucho que la ortodoxia intente someterla con leyes (a eso que siempre vuelve la izquierda lo llama "la derecha"). El conservador no es tan iluso como para pretender poner a la naturaleza a las órdenes del Partido. Como no cree que pueda modificarse la naturaleza para hacer posible una vida sin riesgos, asume prudentemente los riesgos inherentes al animal político.
XIX. El conservador desconfía de la retórica del humanismo que exige a los Estados que rindan cuentas ante el tribunal del hombre en general. El hombre en general es el hombre inocente, que ha renunciado al uso legítimo de la fuerza para no tener que comprometerse en la defensa de causas nobles e imperfectas (es decir: de causas humanas). El hombre en general es un Narciso democrático.
XX. El conservador sabe que la moral, a diferencia de la política, no decepciona nunca. Está en la naturaleza de las cosas políticas que todo proyecto haya de llevarse a cabo bajo condiciones que no fueron previstas. Un ejemplo menor, pero sabroso: el Marqués de Rozalejo usó en la campaña de Morella una lujosa tienda de campaña en la que sobresalía su escudo de armas con este lema: Prius mori quam foedari (antes muerto que traidor), que sus lanceros traducían así: "Antes moro que federal". Y con este grito se lanzaban contra el enemigo.
Y... XXI. Platón defiende a veces a Sócrates con argumentos propios de los sofistas. Sospecho que, si me ha seguido hasta aquí, el lector sabe a qué me refiero. Si no fuera así, valga una anécdota como explicación. Cuando le preguntaban a Salvador de Madariaga por el significado del Himno de Riego, solía contestar: "Vous comprenez, Madame, pays très sec, l'Espagne, c'est l'Hymne de l'Irrigation".
Y, ya puestos, déjenme acabar con lo que le ocurrió a Líster cuando, tras dar una conferencia en una academia militar checa, se puso firme para escuchar el Himno de Riego y tuvo que mantener el rigor de la posición para no desairar a los militares checos, que cantaron enfervorizados una canción que decía: "Marinerito arría la vela que está la noche tranquila y serena". Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt











sábado, 18 de noviembre de 2023

De la balada triste de un hombre con su muñeca hinchable

 






La balada triste del hombre con su muñeca hinchable
NOELIA RAMÍREZ
18 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

En la fotografía, compartida en X por @anardgzgil a la 1.05 del pasado día 15, se ve a un señor de mediana edad pegado a la puerta y de espaldas en un vagón del metro madrileño. Tiene la cabeza agachada. Mira su móvil, mientras con el pie aguanta en tensión un churro de piscina rosa atado a una muñeca hinchable. El juguete sexual, también de espaldas, queda atrapado entre su cuerpo y la que será su vía de salida al andén. Se podría decir que la está asfixiando de lo pegada al cristal que se encuentra. A su lado, en una pancarta, se intuye parte de su mensaje, que se ve completo en otras fotografías del hilo: “Annistia [sic] no. Sánchez dictador. Basta ya!!”. Susan Sontag escribió en El heroísmo de la visión que “la mayor vocación de la fotografía es explicar el hombre al hombre”. Si algo ha hecho esa imagen, que ha acabado viralizándose, es dar literalidad, por lo específico y genérico, a la célebre cita.
Vergüenza ajena y ridículo son los primeros adjetivos que nos asaltan al preguntarnos qué despierta la imagen de un hombre paseando de madrugada a una muñeca hinchable por el suburbano madrileño. Tristeza, puede que hasta compasión. ¿Quién le hizo daño a ese señor? Pero la pena se esfuma si en otra foto no aparece solo uno, sino una veintena, compinchados para acudir cada uno con el mismo modelo de muñecas de procesión vociferando frente a la sede del PSOE “¡estas son las ministras del Gobierno!” o “no es una sede, es un puticlub”. La misoginia nos estalla, otra vez, en la cara.
La manifestación orquestada de muñecas hinchables ni es una caricatura cutre ni una payasada aislada. Es la enésima escenificación de la dominación masculina y la violencia que subyace en su homosocialización. Hombres que se peinan y se visten igual para reconocerse y admirarse entre sí. Hombres que se reúnen para dejar claro el sitio que debe ocupar el género femenino en su imaginario: humillado y sometido a su voluntad, como los orificios inertes de una muñeca sexual. Estoy cansada de escribirlo para recordarlo, pero es que muchas estamos hartas de verlo.
Como ejemplifica Martine Delvaux en Los boys club (Península), lo de la otra noche ya pasó en los clubes de caballeros que nacieron por miedo al avance de las feministas sufragistas y pasa en los reservados de puros y whiskies donde se cierran los tratos de ese otro poder que nadie ha votado. Pasó cuando, hace más de un año, los chavales del colegio Elías Ahuja gritaron “¡Putas, salid de vuestras madrigueras, conejas, hoy vais a follar todas en la capea!”, y en todos esos espacios en los que machistas, homófobos y clasistas de manual se reúnen para que nadie les tosa y salvaguardar su poder. Apesta a ranciedad, pero es la respuesta cíclica a la ansiedad que genera el progreso.
Esas muñecas de Ferraz simbolizan el miedo que esos hombres sienten hacia las mujeres o hacia lo femenino. Es una manifestación de la repugnancia que nace de desear a quien se desprecia y de la idea de que esa a quien quieren subyugada les iguale en poder. El dramaturgo David Mamet dijo que “en la mente de los hombres, las mujeres ocupan un lugar tan bajo dentro de la escala social que no sirve de nada definirse en función de una mujer. Lo que los hombres necesitan es la aprobación de los hombres”. Por eso, la patética foto viral de un hombre con una muñeca hinchable es tan certera. Solo con su manada tendrá sentido entonar la (agónica) balada del macho occidental. Noelia Ramírez es periodista.