jueves, 9 de noviembre de 2023

Del sentido de la comunicación

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura para hoy, de la escritora Marina Perezagua, va del sentido de la comunicación. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com






Veo una voz
MARINA PEREZAGUA 
04 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Aeropuerto de Atlanta. Regreso de la Feria del Libro de Monterrey, México. El primer vuelo se ha retrasado, lo que me obliga a apresurarme para superar los trámites de inmigración y, con suerte, alcanzar el siguiente vuelo hacia Nueva York. En medio de las prisas, con mi equipaje de mano rozo de manera casual y mínima la pierna de un hombre. Me insulta con una violencia desorbitada. No quiero mirar hacia atrás, solo le oigo. Vuelve a insultarme y yo sigo de espaldas contando hasta diez antes de darme la vuelta. Ocho, nueve, y diez. Me giro para responderle y me sorprendo a mí misma. Sin haberlo pensado previamente ni haber recurrido a esta estrategia nunca antes, me dirijo al señor con el lenguaje de signos, una lengua que siempre me ha fascinado. La discusión termina ahí, tal vez debido a una especie de condescendencia absurda hacia la pobre sordomuda o, simplemente, porque el señor carece de estrategias para poder insultarme en lenguaje de signos.
En el libro Veo una voz, hay un pasaje bellísimo en el cual Oliver Sacks narra la historia de Ildefonso, un joven sordo de 27 años que vivió en un estado de confinamiento sensorial en una granja del sur de México. Uno de los rasgos más insólitos del caso es que, a pesar de no haber tenido acceso a ningún tipo de lenguaje, Ildefonso mantuvo su desarrollo mental más o menos estable. En 1987, Susan Schaller, académica e intérprete de signos, le escribió a Sacks una carta en la que le cuenta los progresos con el muchacho. Cuando al principio comenzaron a enseñarle el idioma de signos, el chico no entendía que querían comunicarse con él, y simplemente imitaba los movimientos. Durante meses no hubo avance alguno, sólo una repetición mímica, hueca. Cuando finalmente parecía que Ildefonso había comprendido que se trataba de una tentativa de algo parecido a la comunicación, resultó que carecía de la noción de presente o pasado. El lenguaje nos otorga la capacidad de situarnos en un tiempo, por tanto para él no había diferencia entre la pregunta “qué hiciste ayer” y la pregunta “qué harás mañana”, el sentido del tiempo era un continuo por la ausencia del lenguaje. Debido a su edad avanzada, Ildefonso parecía un caso perdido, hasta que una vez, en clase, apareció un gato. Entonces Schaller le mostró el signo correspondiente a “gato”, y repitió la palabra señalando al animal: gato, gato, gato. En ese momento, como en un chasquido de iluminación, Ildefonso entendió por primera vez que todas las cosas de su entorno, absolutamente todas, y también él, tenían un nombre, de manera que empezó a señalar objetos para averiguar el nombre y así verlos por primera vez. Ildefonso sólo comenzó a ser consciente de su entorno, a verlo, cuando fue capaz de nombrarlo. Tal como lo describe Susan Schaller, Ildefonso “tensa y dilata los rasgos de la cara lleno de emoción […] despacio al principio, luego con avidez, lo va captando todo, como si no lo hubiese visto jamás: la puerta, el tablero de anuncios, las sillas, los estudiantes, el reloj, y a mí... Ha entrado en el universo de la humanidad, ha descubierto la comunión de inteligencias. Sabe ya que él, y un gato, y la mesa tienen nombre”.
Pensaba en esta historia cuando esperaba mi turno en la cola de inmigración. En un mundo en llamas, ¿para qué utilizamos hoy la palabra? Esa palabra inicial, entendida como el gesto primordial que guía hacia las demás y desencadena la liberación de la inteligencia y la mente previamente aprisionadas, esa palabra, ha muerto a base de una reproducción infinita que la ha vaciado de contenido, una metástasis que se extiende por el cuerpo enfermo de un humano global. En el aeropuerto de Atlanta, podría haberle respondido al señor en el mismo idioma en el que me había insultado pero, en cambio y de manera intuitiva, escogí un idioma impenetrable para él. En esta torre de babel en la que los habitantes de hoy nos violentamos en todas las lenguas posibles, le ofrecí, pacíficamente, el silencio, el punto y aparte, el final de la discusión.
¿Pero cuál es el sentido de la comunicación hoy? Uno de los sentidos de la comunicación para cualquier especie es lograr un estado de convivencia que le permita sobrevivir, llegar a acuerdos, negociar de manera que los miembros de su misma especie puedan vivir en un futuro. Pero el humano de hoy parece haber roto cualquier pacto contra la comunicación y aquello que solía llamarse humanidad, y más bien somos como chimpacés perdidos con ametralladoras cargadas que no sabemos usar. Hemos hecho de la palabra un arma de discordia en un mundo hipernarrado y, por tanto, hiperfracturado, donde cada persona habla, habla, habla para no comunicar nada que salvaguarde nuestra vida e integridad como seres humanos. Si fuera posible, tal vez sería necesario olvidar nuestro idioma y aprenderlo de nuevo, para poder ver, para poder mirar por primera vez nuestro entorno, no el gato, o la pizarra, o la profesora que vio Ildefonso, sino los escombros que vamos dejando a nuestro paso, darnos cuenta por fin de que lo que estamos haciendo también tiene un tiempo y un nombre, una palabra, allí donde miremos: exterminio. No sólo contra todo aquello que vive, sino contra nuestro propio ecosistema físico y espiritual.


































[ARCHIVO DEL BLOG] Rosa Park in Catalonia. [Publicada el 19/09/2017]










Habría que tener más cuidado al nombrar figuras históricas que si bien no son dioses tienen rango de santos laicos, comenta el escritor y periodista Sergio del Molino, refiriéndose a la mención hecha por los independentistas catalanes a la mítica figura de Rosa Park.
Como seguramente muchos lectores desconocerán esa historia a la que con tanto cinismo como desvergüenza recurre Puigdemont y sus acólitos, recordemos quien fue Rosa Park. 
Rosa Parks, nacida Rosa Louise McCauley (1913-2005) fue una figura importante del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos. Y todo comenzó el día en que se negó a ceder su asiento en el autobús en el que viajaba a un joven blanco. 
Estamos en la ciudad de Montgomery, Alabama. Rosa Park tenía 42 años cuando el 1 de diciembre de 1955 tomó un autobús para volver a su casa. En ese momento, los vehículos estaban señalizados con una línea: los blancos delante y los negros detrás. Así, la gente de color subía al autobús, pagaba al conductor, se bajaba y subía de nuevo por la puerta trasera. Parks se acomodó en los asientos del medio, que podían usar los negros si ningún blanco lo requería. Cuando se llenó esa parte, el conductor le ordenó, junto a otros tres negros que viajaban en el vehículo, que cedieran sus asientos a un joven blanco que acababa de subir. «Este ni siquiera había pedido el asiento», dijo después Parks en una entrevista a la BBC. Los otros se levantaron, pero ella permaneció inmóvil. El conductor trató de disuadirla. Debía ceder su asiento, es lo que marcaba la ley. «Voy a hacer que te arresten», le dijo el conductor. «Puede hacerlo», respondió ella. Cuando la policía le preguntó por qué no se levantaba, contestó con otra pregunta: «¿Por qué todos ustedes están empujándonos por todos lados?». Fue encarcelada por su conducta, acusada de haber perturbado el orden. Y su gesto acabó con casi 100 años de discriminación legal en los estados sureños.
Contra lo que dice la doctrina religiosa, comienza diciendo Sergio del Molino, nombrar a Dios en vano no supone un agravio, por feo que le pueda sonar a un creyente, pero habría que tener más cuidado al nombrar figuras históricas que, si bien no son dioses, tienen rango de santos laicos. Como Rosa Parks, entronada como patrona de todo el que se dispone a desobedecer una ley. En términos formales, la analogía es válida: yo, alcalde/funcionario/ciudadano que lucha por la independencia de Cataluña, incumplo unas leyes injustas que no reconozco, del mismo modo que Rosa Parks se rebeló contra las leyes Jim Crow de Alabama. Pero el símil se desguaza en cuanto nos preguntamos en qué sentido un catalán del siglo XXI puede sentirse con respecto a España como un negro del sur de Estados Unidos con respecto a las leyes segregacionistas. Son tantísimas las distancias que hay que salvar entre ambas, llamémosles, opresiones, que un activista por los derechos civiles de Alabama de 1955 que se pasee por la Diagonal de 2017 en busca de ciudadanos apaleados, clamaría, ofendido: estos señores que salen de los restaurantes, ¿dicen que sufren como yo?
La invocación a Rosa Parks es un síntoma de la histeria que ha dominado el debate catalán desde el principio y que ha conducido a la situación límite en que se encuentra. En la última década, España ha visto crecer la miseria, desmantelarse su sistema bancario, hundirse sectores económicos enteros y asomar graves conflictos sociales que parecían impensables y olvidados, pero ninguno de estos problemas (ni siquiera con el 15M mediante) se ha abordado con el desquiciamiento, el griterío y la hipérbole con los que se discute sobre Cataluña, que, por comparación, debería parecerse más a una discusión aburrida de leguleyos y catedráticos, material poco inflamable para la plaza, casi ignífugo, como el acta de una reunión de comunidad de vecinos. ¿Qué hace de la cuestión catalana algo tan dado a expresarse en términos de tragedia de Lorca? El sentimiento patriótico, que convierte ofensas rutinarias en agravios que reclaman venganza.
Cuando alguien se siente Rosa Parks y no distingue entre los funcionarios y políticos del Estado español y el Ku Klux Klan, no solo se vuelve imposible el acuerdo, sino la mera posibilidad de una discusión. Ahora, con fiscales y jueces de por medio, es muy tarde para ponerse ingenuo, pero si queremos recomponer los puentes (y somos muchos los que lo queremos), deberíamos empezar por bajar el volumen y abandonar los símiles ridículos. Frenar, echar un vistazo y debatir acerca de lo que existe, no de los monstruos que la imaginación construye. ¿Estamos a tiempo de calmarnos y dejar tranquilos a los fantasmas de Rosa Parks y de Luther King?, se pregunta Del Molino. Sería de agradecer por el bien de todos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt














miércoles, 8 de noviembre de 2023

De la vergüenza propia y ajena

 






Ojalá la vergüenza sirviese para algo
SERGIO DEL MOLINO - El País
08 NOV 2023 - harendt.blogspot.com

Si yo fuera uno de los asesores monclovitas que se descuernan estos días por convencer al vulgo de que la amnistía es la más dulce de las medicinas y que hay que tomar una cucharadita por papá y otra por mamá, estaría encantado con los follones que se montan frente a las sedes del PSOE y mandaría un jamón a cada uno de los ocho vocales del Consejo General del Poder Judicial que promovieron el comunicado. Menudo favorazo han hecho a la causa: ahora, quienes nos oponemos a la amnistía podemos ser asimilados con magistrados partidistas y con hooligans que ondean banderas con el aguilucho.
Estamos acostumbrados a la lógica polarizada que dice que si te opones a los rojos, eres de los azules (y al revés), y bien sabemos que muchos se inhiben para que nadie les cuestione el pedigrí progresista. Conforme crece la histeria ambiental, quienes no guardamos la ropa antes de nadar nos quedamos más solos, y no lo digo como lamento, sino como constatación: somos bichos raros y nuestra voz suena cada vez más débil. Aclarar que oponerse a la amnistía no implica la menor aquiescencia con posiciones de derechas ni con kales borrokas aventadas por Vox —decir, incluso, que uno se opone a la amnistía por razones estrictamente izquierdistas— es una obviedad que malogra cualquier debate.
Abogaba David Trueba por la resistencia interior, la de las tortugas y los avestruces. Hay días en que apetece mucho esconder la cabeza. El bochorno, y no solo el miedo timorato a ser llamado facha, lo propicia.
Acabo de leer el último libro del filósofo Frédéric Gros, La vergüenza es revolucionaria, donde defiende (con muy poca convicción, el panfleto es un poco bluf) que la vergüenza puede ser motor de ira, y la ira, impulso de cambio. Yo siento mucha vergüenza, pero me paraliza en vez de movilizarme. Siento vergüenza por los que gritan “que te vote Txapote” y por los que intentan convencerme de que esta amnistía es por el bien común, y no por el bien particular de unos pocos. Siento vergüenza por quienes llevan todo el día la palabra diálogo en la boca y nunca se les ha visto dialogar con nadie que no les dé la razón. Siento vergüenza por un Gobierno que compadrea con gente tan indeseable como Gonzalo Boye o Laura Borràs, y siento vergüenza por una oposición que no tiene crédito ni dignidad, pues también la ha canjeado muchas veces por un puñado de garbanzos. Ojalá la vergüenza me inspirase algo mejor que impotencia y frustración. Al menos, no me inspira silencio. Todavía. Sergio del Molino es escritor.













Del futuro de la democracia

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura para hoy, del filósofo Daniel Innerarity, va del futuro de la democracia. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









El futuro de la democracia
DANIEL INNERARITY - El País
03 NOV 2023 - harendt.blogspot.com

Se han escrito muchos libros acerca de si la democracia tiene futuro, tratando de responder a la pregunta de si va a sobrevivir y cuánto tiempo le queda, pero me temo que el problema no es ese, sino que la verdadera crisis de la democracia es la falta de futuro. ¿En qué sentido? No se trata tanto de si la democracia tiene futuro, sino de qué futuro tiene la democracia, qué futuro nos ofrece: cuál es la relación que la democracia tiene con el futuro, en qué medida lo configura, anticipa, proyecta o teme, qué promesas, visiones e imágenes del futuro nos proporciona. No es tanto el futuro que le espera a la democracia, sino el que nos espera a nosotros en una democracia.
Muchos defectos de las democracias actuales tienen que ver con la mala calidad del futuro que proyectan. Un buen presente no basta para que la democracia resulte atractiva. El modo como divisemos el futuro condiciona nuestro afecto a la democracia. Detrás de mucho desapego hacia ella no hay otra cosa que un futuro frustrado.
Las democracias suscitan expectativas y modos de relacionarse con el futuro, esperanza o precaución. La democracia tiene la función de articular futuros deseables y no puede vivir sin esa promesa. Si esa promesa deja de ser plausible, también deja de serlo la democracia. Tarde o temprano la desconfianza respecto del gobierno se convierte en desprecio al “sistema” para acabar siendo desafecto hacia la democracia.
La democracia está en crisis porque lo está su futuro y tal vez eso explique por qué resulta tan atractivo el pasado. La expresión más rotunda de esta ausencia de futuro es que el futuro prometedor consistiría en la recuperación de un pasado supuestamente glorioso; el futuro estaría realmente en el pasado. La frustración respecto del futuro se compensa retornando a un pasado político mejor o inmutable. Hay quien desea volver a un pasado en el que se tenía más futuro. Puede consistir en hacer que América vuelva a ser grande, en el Imperio británico antes de la Unión Europea, volver a la familia de antes o a la nación homogénea y colonial, a la masculinidad dominante e incuestionada. También se da una curiosa combinación de neoliberalismo y nacionalismo en esa nueva derecha que aspira a tener ambas cosas, mercado e imperio.
Aunque se perciba a sí misma como progresista, tampoco la izquierda se relaciona demasiado bien con el futuro y apela a mantener el presente; sueña con que las cosas se limiten a no empeorar, mantener las conquistas sociales (del pasado), con un lenguaje literalmente conservador. Y a pesar de que se autodenomine transformadora, no hay futuro alternativo, sino una especie de futuro continuo, como mera prolongación o supervivencia. En la izquierda hay actualmente más resistencia que revolución.
Podríamos tomar esta cuestión del futuro como el elemento que mejor nos define políticamente. En última instancia, las diferencias ideológicas se basan en diferentes relaciones con el tiempo. La izquierda está preocupada por la desaparición del futuro, mientras que la derecha está más bien preocupada por la desaparición del pasado; la izquierda lamenta que el pasado tenga tanto peso en el presente (que intenta contrarrestar con la política fiscal o con la propuesta de la herencia universal, por ejemplo) y la derecha lamenta exactamente lo contrario (tratando, por ejemplo, de impedir que se revise el pasado con leyes de memoria).
En este contexto, la nueva cuestión social es la de los futuros desiguales. Desde esta perspectiva, las grandes divisiones del presente lo son entre quienes tienen al futuro de su parte y quienes tratan de defenderse de él. La auténtica brecha social no es la llamada polarización, sino el hecho de que unos, como la canción de The Rolling Stones, pueden decir “el tiempo está de mi parte” y otros no. Ya no es el clásico conflicto distributivo acerca de la propiedad de dinero y bienes, sino sobre quién tiene razones para esperar qué.
El futuro significa cosas distintas para las personas, en función de su edad y condición, a veces incluso contrapuestas. La discusión política es una confrontación de distintos futuros. Tal vez esto explique el resentimiento contra los migrantes, que son pobres de presente pero ricos de futuro, por parte de ciertos sectores de la población que son exactamente lo contrario, favorecidos en el presente y preocupados por el futuro. La tecnología parece amenazar las competencias adquiridas (en el pasado) y convertirnos en inútiles para el futuro. La economía distribuye futuros de una manera muy desigual: la inflación socava las seguridades de los cálculos económicos, las tasas de interés afectan de diferente manera a la capacidad de endeudarse de los diversos sectores sociales, la deuda pública es un mecanismo que contribuye a que el futuro sea asimétrico para los diferentes grupos sociales según la edad. La estructura urbana también reparte futuros desiguales: la periferia en relación con el futuro se concentra en barrios, geografías vacías y lugares mal comunicados, la movilidad o el cambio climático no es lo mismo para todos, el aumento de las temperaturas afecta de distinta manera a unos trabajadores que a otros, que haya o no zonas verdes, piscinas públicas o refugios climáticos, buenos transportes colectivos, es necesidad para unos y gasto superfluo para otros.
La solución a todo esto pasa por hacer creíble la promesa democrática de un futuro mejor y compartido. Un indicador de qué lejos estamos de un futuro igualitario y hasta qué punto lo hemos privatizado es el hecho de que en las encuestas se valore mejor la economía personal que la situación económica general, una percepción que puede compaginar optimismo personal con pesimismo colectivo. La privatización del futuro consiste en no esperar nada bueno en el plano colectivo y estar satisfecho con la propia situación, una actitud que pone de manifiesto, entre otras cosas, que hemos desvinculado nuestro destino individual del común y que hemos abandonado a su suerte a aquellos cuyo destino personal depende especialmente del destino de todos. Pero la democracia no es la mera agregación de futuros individuales sino la configuración de un futuro del que en buena medida dependen los futuros individuales, sobre todo de aquellos cuya única esperanza es que la política funcione bien.
La gran cuestión que debemos plantearnos es si podemos perseguir nuestro futuro privado sin prestar atención a los futuros comunes. La idea liberal es que el Estado debe ocuparse de posibilitar el futuro privado, sin entender que, en la era de los destinos entrelazados y las amenazas compartidas, ni siquiera es posible la promoción personal sin el cuidado de ciertos bienes públicos. Para asuntos como el cambio climático, la salud pública o la seguridad no podemos garantizarnos privadamente la protección a la que tenemos derecho si no hay una estrategia compartida, pública y global, de ciertos bienes comunes, es decir, de un futuro igualitario. Con el aire acondicionado, sin acometer compromisos públicos y globales contra el cambio climático, lo único que nos aseguramos es una muerte más confortable.
El futuro no es solo un asunto individual o familiar, privado. La democracia es un procedimiento para hacer visible ese vínculo entre lo individual y lo colectivo, negociando su articulación. En ella se lleva a cabo la distribución equitativa de futuros haciendo explícito el futuro en el que queremos vivir y los correspondientes derechos y deberes.
































[ARCHIVO DEL BLOG] El cadáver de Dios. [Publicada el 21/02/2018]











Guy Debord llegó a la revolución de la misma manera que otros llegan a la literatura, combinando memoria y deseo a partes iguales. Por algo así, Debord nunca olvidaría que un fragmento del Mayo francés era suyo, que le pertenecía en cada una de sus consignas. Eslóganes que ocupaban la mayoría de los muros de un París electrizado, contraseñas que asumirán su valor de uso desde el mismo momento en que penetraron en las estructuras psíquicas de una sociedad revuelta, escribe en la revista Jot Down Roberto Montero González, más conocido como Montero Glez (1965), un escritor español cuya obra enlaza con la tradición del esperpento de Valle Inclán y el realismo sucio de Charles Bukowski.
Hasta entonces, hasta la aparición de Guy Debord, la praxis no había hecho más que reforzar el mundo, comienza diciendo. Con las teorías de Guy Debord, llegaba la hora de destruirlo. Porque nadie como él, nadie como Debord, supo percibir el intenso perfume de la memoria hasta hacerlo presente de aquel modo, dando utilidad a las palabras para activar con ellas los resortes de una revolución que denunciará la miseria desde el mismo corazón de la riqueza. A la sombra del cadáver de Dios —y anticipándose al Mayo francés— Guy Debord había conseguido publicar un manual de preparativos para la ceremonia en la que París se iba a casar con el siglo. Su título: La société du spectacle.
Hasta el momento de su publicación, en noviembre de 1967, las relaciones fetichistas que han dado lugar a la historia —y, por extensión, sus formas de conciencia correspondiente— no habían sido denunciadas con una carga crítica tan profunda. Si la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases, Debord va a conseguir el salto vital del siglo al señalar el origen esotérico de la citada lucha de clases. Porque para Guy Debord el conflicto continuado que se da dentro de las estructuras de la sociedad de la mercancía tiene su origen en la misma mercancía y en su relación con el ser humano.
De esta manera, el concepto marxiano del fetichismo de la mercancía es recogido por Debord para ser aplicado a la denominada sociedad del espectáculo hasta darle la vuelta. Se trata de invertir la jerarquía de un mundo donde las relaciones fluyen solo en un sentido: de arriba hacia abajo, de poderoso a oprimido. En la denominada sociedad del espectáculo las relaciones se falsifican, la exclusión se hace pasar por participación y la pérdida de realidad se hace pasar por realización. Al final, en la sociedad del espectáculo se termina confundiendo necesidad con deseo.
Debord, que ha leído y comprendido a Marx, asume que la mercancía está llena de «humoradas teológicas». Al igual que los fetiches son venerados por su propiedad sobrenatural, nosotros apreciamos la mercancía por su propiedad invisible; una propiedad esotérica que es valor de cambio en las relaciones sociales. Con todo, el fetichismo de la mercancía, lejos de ser ilusión, es realidad. Una realidad muy alejada de la ciencia, tal y como escribiría Marx, ya que, hasta el momento, «ningún químico ha descubierto valor de cambio en las perlas o en los diamantes».
El fetichismo de la mercancía y su paradoja, llevarían a Debord a plantearse que el concepto de lucha de clases no es más que una teoría para liberar el capitalismo de residuos de la misma manera que el aparato digestivo libera jugos gástricos. Solo hay una forma en la que se le puede cortar la digestión al capitalismo: golpeando en el hígado. Por algo Guy Debord siempre aspiró a ser un cruce de boxeador y poeta, entre Arthur Cravan y Lautréamont. Al final traspasaría las membranas psíquicas con la intensidad de ambos en lo que respecta a su deriva, a su aproximación romántica a la vanguardia, llegando hasta el cielo del espectáculo para denunciarlo. Desde las solapas de sus libros nos avisan de las veces en las que Debord «despertó mayor interés en la policía que en los órganos que se encargan de la difusión del pensamiento».
Bien mirado, Guy Debord es un hereje que propone el retorno a las fuentes originales del marxismo, un credo que ha sido pervertido con desviaciones estalinistas. Porque para Debord, el marxismo había dejado de ser ideología para convertirse en dogma de una religión burocrática con todo lo que eso acarrea. El estalinismo será el ejemplo debido a sus procedimientos rituales y sus purgas. Fue en ese preciso instante, momento en el que el estalinismo interpretaba el pensamiento de Marx en beneficio propio, cuando apareció Guy Debord. Un tipo mofletudo y con olor a coñac que llegaba a tiempo para practicar el exorcismo con toda la mala conciencia del fracaso. En realidad, fue la historia quien lo había elegido para su próxima actuación.     
El hilo conductor entre el Marx más esotérico y el Debord más acertado va a ser otro hereje. Su nombre: Henri Lefebvre; un marxista que, a finales de los años cincuenta, impartió un curso de sociología en Nanterre al que asistiría Debord. Aunque Lefebvre está a punto de ser expulsado del Partido Comunista, se encuentra pletórico, está en su mejor momento. El asunto de su inevitable expulsión parece llenarlo de energía. Suele pasar. En aquel curso, Lefebvre construirá momentos que atraparán a Debord como si fueran «situaciones» o, lo que es lo mismo, revoluciones en la vida cotidiana. De esta manera, Lefebvre señalaría el punto vital donde había que atacar y Debord pondría en práctica su golpe más doloroso.
Debord asumiría a Lefebvre, que es como decir que asumiría los hechizos fatales que van desde Judas el Oscuro hasta Artaud, por nombrarlo con palabras del propio Lefebvre. Sin embargo, la arqueología del pensamiento de Debord no se reducía a Lefebvre por mucho que Lefebvre pensase lo contrario. Cuando Debord llegó al curso de Lefebvre lo hacía fogueado. Cargaba intuiciones de calado. Por ejemplo, Debord sospechaba que existía un ámbito sin descubrir y ese era el de la creación de situaciones; la construcción concreta de ambientes de vida momentáneos y su trasposición a una calidad pasional superior que no se producirá ni en un espacio ni en un tiempo marginal, sino sobre las ruinas del espectáculo moderno envueltas en el tiempo de la conciencia histórica; una dimensión mucho más flexible que la que condiciona la sociedad actual con su falsa conciencia del tiempo. Por decirlo de alguna manera, Debord intuyó y Lefebvre convirtió las intuiciones de Debord en certezas.
Lo que sucede es que el Mayo francés como revolución en busca de autor no se conformaría con las lecciones de Lefebvre, sino que, tirando del hilo del tiempo, alcanzará el origen de la revisión del marxismo propuesta por el grupo Socialismo o Barbarie (1) o, más lejos aún, cuando Marx y Engels en el libro La ideología aleman anuncian los principios de su teoría sociológica partiendo de «la vida cotidiana».
Con dichos materiales e inspirado por el mismísimo demonio, que a su vez inspiró a Maquiavelo su tratado, Debord escribiría un manual de instrucciones políticas para acabar con Dios. La société du spectacle es un texto geométrico, concebido como una obra tóxica, de alto veneno político y que arranca del pasado original que construyeron Marx y Engels en su obra La Ideología alemana, donde la pareja de perturbadores presenta los principios de su teoría sociológica partiendo de la vida cotidiana. De esta manera, el concepto de alienación constituirá la base intelectual sobre la cual Guy Debord edificará su noción de espectáculo. Porque la alienación proviene de una praxis invertida que impide la realización de las capacidades del propio ser humano que la ejerce. Dicho de otro modo: el hombre no trabaja para vivir, sino que vive para trabajar. 
Invertir la praxis para acabar con la alienación solo es posible retirando el valor de cambio de la mercancía a favor de su valor de uso, de esta manera el movimiento práctico de la mercancía dejará de achicar la Tierra en beneficio del mercado mundial. Porque solo hay una manera de convertir a Dios en un cadáver y esa manera consiste en hacer la revolución contra el valor de cambio, contra la forma social de la mercancía, confiriendo un valor de uso totalmente nuevo a todos los rincones del mundo.
Las tesis del ensayo de Debord siguen vigentes, no han dejado de ser confirmadas a cada momento por la acción real del espectáculo mundial. Además, se pueden aplicar en cualquier situación en la que la vida cotidiana se haya reducido a un espectáculo y las relaciones sociales hayan sido falsificadas. Por algo, La société du spectacle fue concebido y escrito como un libro para malos tiempos.
Si al cielo del espectáculo político le aplicamos algunas de las tesis de Debord, nos daremos cuenta de que en una democracia de mercado los candidatos comparten la misma esencia opresora. Lo que aparece como contradicción oficial, luchas entre candidatos con políticas opuestas, no es más que lucha por gestionar el mismo sistema socioeconómico donde el idealismo sigue teniendo la libertad de decidir el precio que se pone al trabajo ajeno. Sus lacayos abrazan la libertad en la única forma que la conciben: como libertad del mercado. Con tal manera de desligar la economía de la realidad material es imposible que el sistema económico propuesto pueda salvar las calles.
Cuando la revolución se pone en marcha, la única manera que tiene el capitalismo de hacerse «razonable» es con la resurrección violenta del idealismo: sacando el fascismo a pasear. Guy Debord nos lo advierte cuando coloca el fascismo como defensa extremista de la economía burguesa amenazada por la crisis, «uno de los factores en la formación del espectáculo moderno y la forma más costosa del mantenimiento del orden capitalista».   
Guy Debord se suicidó el 30 de noviembre de 1994, apoyando una escopeta contra su pecho. Sus cenizas fueron arrojadas al Sena desde el Pont du Vert-Galant y aún no se han disuelto. Sin duda alguna, cada vez que una revuelta se dispone a conquistar la lejanía aparece cargada con los fragmentos que pertenecen a Guy Debord. Que el diablo lo bendiga. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












martes, 7 de noviembre de 2023

De la amnistía, los jueces y el Estado de Derecho

 






Amnistía, jueces y Estado de derecho
MARIOLA URREA CORRES - El País
07 NOV 2023 - harendt.blogspot.com

La negociación de una ley de amnistía no deja indiferente a nadie. El análisis acerca de la constitucionalidad de la medida ha sido prolijo y, a pesar de algunas voces discrepantes, parece jurídicamente difícil de sostener que el legislador tenga vetada la aprobación de este mecanismo, aunque la Constitución no haga una referencia expresa al mismo. Esto no exime a quien la impulsa de la justificación del interés general que con ella se persigue como parámetro de constitucionalidad. Además de la dimensión técnica, la ley de amnistía implica también un desafío en clave política. Saber explicar la oportunidad de la medida, su alcance y consecuencias es, a la vista de las resistencias que su aprobación plantea, el gran reto para sus promotores. Más allá de la aproximación jurídica o política al instrumento de gracia, considero imprescindible señalar que una ley de amnistía no puede rechazarse por creer que vulnera el Estado de derecho o suponer que con ella se pone fin a la democracia. Tales excesos verbales carecen de respaldo, incluso en el supuesto de que la ley de amnistía, una vez aprobada, llegara a ser declarada inconstitucional.
El Estado de derecho es un concepto que aparece en una pluralidad de textos jurídicos internacionales, europeos y también nacionales, aunque ninguno de ellos incorpora una definición del mismo. Así, la Constitución española señala en el preámbulo su voluntad de “consolidar un Estado de derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular” y su artículo 1 define a España como un “Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. El Estado de derecho es también, junto a la democracia, la dignidad humana, la libertad y la protección de los derechos fundamentales, uno de los valores compartidos entre la Unión Europea y sus Estados miembros. Así lo establece el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea. El preámbulo del Estatuto del Consejo de Europa contempla igualmente el Estado de derecho como uno de los tres “principios que forman la base de toda democracia genuina”, junto con la democracia y los derechos fundamentales. La propia ONU ha hecho mención al Estado de derecho en una de las metas a lograr en el marco de la Agenda 2030. De lo expuesto, bien podría afirmarse que el Estado de derecho es, en suma, una aspiración y, en todo caso, el componente principal del líquido amniótico en el que la vida democrática prospera. De ahí que los Estados y algunas organizaciones internacionales, como la Unión Europea, se hayan dotado de mecanismos para garantizar su protección. Y es aquí donde cabe preguntarse si una ley de amnistía amenaza al Estado de derecho.
Para obtener una respuesta adecuada, resulta necesario acudir al documento aprobado en 2016 por la Comisión Europea para la Democracia por el Derecho del Consejo de Europa, conocida como Comisión de Venecia. Ahí se ofrece una definición del Estado de derecho como un sistema de certezas y previsibilidad jurídica, donde todos tienen el derecho de ser tratados por los órganos decisores con dignidad, igualdad y racionalidad, en armonía con el ordenamiento jurídico, y de tener la oportunidad de impugnar las decisiones ante tribunales independientes e imparciales a través de un proceso justo. Además de esta aproximación puramente formal a la idea de Estado de derecho, la Comisión de Venecia afirma que el análisis que del mismo se haga sobre los Estados debe articularse a partir de la toma en consideración de una serie de criterios materiales: legalidad, certeza jurídica, interdicción de la arbitrariedad, acceso a la justicia ante tribunales independientes e imparciales, respeto de los derechos humanos, no discriminación arbitraria e igualdad ante la ley. Me detengo en el criterio de legalidad porque está directamente conectado con la cuestión que nos ocupa. Así, la Comisión de Venecia señala que, bajo este parámetro y para constatar el riesgo de vulneración del Estado de derecho, se debe estudiar la existencia en cada Estado de un proceso democrático transparente y políticamente responsable de la formación de la ley, así como los mecanismos de control de legalidad de tales actos legislativos por parte de tribunales imparciales e independientes. Pues bien, ¿acaso no existe en España un procedimiento legislativo previamente regulado y con supremacía del Parlamento al que se someterá cualquier iniciativa legislativa que incluya una amnistía? ¿No serán las Cámaras legislativas, una de ellas con mayoría absoluta de la oposición, las encargadas de discutir el contenido del texto y, en su caso, aprobar o rechazar la norma a través de mayorías previamente establecidas? ¿Alguien cree que no estará garantizado el acceso público al texto de la ley cuando esta se remita a las Cámaras? ¿No será la ley de amnistía susceptible de recurso de inconstitucionalidad en el caso de ser aprobada? ¿No tendrán los jueces encargados de su aplicación la oportunidad de hacerlo con independencia de criterio y protegidos en su función jurisdiccional frente a cualquier injerencia política?
Cabe señalar, a mayor abundamiento, que los tribunales de justicia también han tenido la oportunidad de analizar el Estado de derecho y sus carencias. En este sentido, destaca el papel desarrollado por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que ha tenido la ocasión de señalar el carácter trascendental e irrenunciable del citado principio a resultas de una pluralidad de pronunciamientos en los que ha señalado las violaciones constatadas en el caso particular de Polonia en relación con la vulneración de la independencia judicial. Evidentemente, el respeto a la independencia judicial, sobre la base del principio de separación de poderes, es un elemento vertebrador del Estado de derecho. Sin jueces independientes para interpretar y aplicar las leyes al caso concreto, no hay Estado de derecho posible. Pero, como bien señala la Comisión de Venecia, el Estado de derecho está conectado con la independencia del poder judicial, pero también con su imparcialidad. Y es ahí donde puede surgir alguna duda. Me refiero al impacto que los pronunciamientos preventivos de miembros del poder judicial sobre una futurible ley de amnistía tienen sobre la necesaria imparcialidad que los tribunales encargados de su aplicación deben garantizar, sin entrar ahora en lo que a todas luces parece una clara intromisión de un poder del Estado sobre la competencia de los otros.
La idea de independencia judicial como criterio a analizar para valorar la salud del Estado de derecho es claro que no alcanza a la libertad de los jueces para interpretar y aplicar las normas al margen de los criterios fijados por el propio legislador. Tampoco parece que dicha independencia pueda amparar manifestaciones de asociaciones judiciales ni de órganos de gobierno de los jueces contra medidas cuyo texto se desconoce y que compete adoptar a otros poderes del Estado. Y es que la esencia última del Estado de derecho implica también el sometimiento de los poderes públicos al imperio de la ley, por ser la ley el resultado de la voluntad popular expresada en el Parlamento, de acuerdo con los procedimientos y mayorías legalmente establecidas y por contar con el privilegio de la presunción de constitucionalidad, mientras el Tribunal Constitucional no determine lo contrario.
En definitiva, tramitar una ley de amnistía siempre es una acción política de riesgo y quien lo hace, movido o no por la coyuntura, no lo ignora. Hay muchas razones para estar en contra de una medida de gracia como la que se negocia, pero no está entre ellas la de ser la causa del final de la democracia, ni constituir la voladura del Estado de derecho. El ciudadano y la calidad de nuestra democracia merecen que el debate sobre la ley de amnistía se plantee con extrema seriedad. Por eso, no está de más hacer un llamamiento para que nadie caiga en la tentación de utilizar el nombre del Estado de derecho en vano. Mariola Urrea es jurista.













De mis querida dos Españas

 





Queridas dos Españas
VÍCTOR LAPUENTE - El País
07 NOV 2023 - harendt.blogspot.com

Querida España Azul, la democracia no se hunde. No vamos camino de Venezuela o de Hungría. La amnistía no supone el “principio del fin de la democracia”, sino un test donde se verá su fuerza. Si el Congreso aprueba una proposición de ley que viola el orden legal, un abanico de magistraturas impedirá su puesta en marcha, de cualquier Audiencia al Constitucional, pasando por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. La democracia, que no es un ideal de armonía, sino una fórmula civilizada para gestionar conflictos, sale robustecida tras una tensión que prueba sus costuras.
Querida España Roja, puede que la ley de amnistía esquive los obstáculos jurídicos. Puede que en Europa no se lleven las manos a la cabeza, sino que se encojan de hombros. Pero, si no es así y los tribunales tumban la aplicación de la ley, la democracia española no se hundirá. Y lo que sirve para el futuro se aplica al pasado: la justificación de la amnistía no puede ser la existencia de un lawfare o una conspiración político-judicial de derechas para minar la voluntad popular. Porque, o es falso, o hay que imputar a miles de funcionarios y jueces por prevaricación.
El problema de los acuerdos conocidos hasta ahora no es el “cambio de opinión” de Sánchez. El PSOE no fue a las elecciones con la amnistía, pero los socialistas pueden argumentar que, precisamente para que se cumpla su programa, hay que adoptar medidas que no estaban en él. Como en cualquier Gobierno de coalición. Y como sucedía tradicionalmente con los pactos con los nacionalistas. Pero las cesiones a CiU o al PNV se podían presentar como juegos de suma positiva ―todos ganamos si ellos gestionan el IRPF― o suma cero ―nadie pierde recursos―. Ahora, se interpretan como juegos de suma negativa, donde unos intereses más responsables pierden frente a unos menos responsables. La condonación de la deuda tendrá una lógica nacional equitativa, pero, de entrada, se ve como un premio a las comunidades más gastadoras (como Cataluña) y un castigo a las más hacendosas. Y la amnistía se proyecta como una concesión a quienes han cometido delitos y no muestran arrepentimiento ni propósito de enmienda.
Quizás la amnistía es mejor que cualquier alternativa. Pero eso no lo decidiremos ni yo ni la mejor analista del mundo, sino el Congreso primero y los tribunales después. Respetemos a ambos. Esto es la democracia. Víctor Lapuente es politólogo.