sábado, 5 de agosto de 2023

Del gulag que vuelve

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la escritora Monika Zgustova, va del gulag que vuelve. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












El gulag que viene
MONIKA ZGUSTOVA
01 AGO 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Hace una década entrevisté en Moscú a las últimas supervivientes del gulag estalinista, entre ellas a Susanna Pechuro. A Susanna la detuvieron a finales de los 40, cuando tenía 17 años, junto con su novio. Tras la muerte de Stalin, Susanna, entonces de 23, recobró la libertad. A continuación, la joven restableció su salud, pero nunca se recuperó de la noticia sobre el fusilamiento arbitrario de su novio. Al llegar la perestroika, Susanna fue una de los que fundaron Memorial, la ONG cuyo objetivo principal fue conservar la memoria de los abusos del estalinismo. El día que la conocí, me dijo que a sus más de 80 años todavía colaboraba con Memorial y me presentó a su nieto, estudiante que continuaba el trabajo de su abuela. “No me fío de Putin, es producto del estalinismo,” me susurró Susanna cuando me despedía en la puerta.
Recordé sus palabras hace dos años cuando Putin prohibió Memorial, tras haber cerrado las puertas de todos los monumentos erigidos para recordar la tiranía estalinista, como Perm-36, un campo que se había convertido en un museo del gulag. La destrucción de la memoria se puso en marcha cuando el presidente ruso llegó al poder. Sin embargo, la actual Rusia, en guerra contra Ucrania, va mucho más allá de la aniquilación de la memoria: ha empezado a levantar nuevos gulags.
Hace unos días, Associated Press denunció que hay evidencia de por lo menos 40 campos de internamiento en el territorio de Rusia y Bielorrusia, además de 63 campos y cárceles, tanto declarados como extraoficiales, en los territorios que Rusia ha ocupado en Ucrania, en los cuales se hallan unos 10.000 prisioneros ucranios. El grupo ruso Gulagu.net, que desde París vigila los derechos humanos y lleva a cabo la supervisión penitenciaria, también tiene evidencia de esos miles de civiles ucranios, detenidos en territorio ruso o en las partes ucranias ocupadas por Rusia, encarcelados sin documentos y sin ser declarados prisioneros de guerra, cosa que les convierte en personas sin estatus bajo la ley rusa. Las autoridades los obligan a llevar uniformes militares rusos —por cierto de tallas muy superiores a sus figuras— que los convierten en objetivos de posibles ataques. Un exconsejero de un ayuntamiento ucranio se arrastraba en unas botas cinco números más grandes de las que le corresponden, expuso Associated Press.
El régimen de esos campos está modelado según los gulags de la época soviética que en sus memorias describieron Evgenia Guinzburg, Alexandr Solzhenitsin, Margarete Buber-Neumann y otros exprisioneros, mujeres y hombres, rusos y extranjeros. A los presos se los despierta antes del amanecer, entonces hacen cola para un único lavabo y luego se los carga, bajo fusiles apuntados, a remolques para ganado. Tras ser descargados, esos hombres y mujeres pasan las próximas 12 o más horas cavando trincheras y otras fortificaciones para el ejército ruso que ocupa su país. La mayor parte del año, con temperaturas bajo cero, llegan al final de la jornada laboral exhaustos y con las manos que parecen garras de hielo desfiguradas.
Según las investigaciones de Associated Press, cerca de Zaporiyia, un gran grupo de civiles ucranios arrestados cava fosas comunes. Los que se niegan reciben una bala en la frente. Como en el gulag soviético, las familias de los presos no reciben noticias sobre ellos. La arbitrariedad que reinaba en los tiempos de Stalin, una de las facetas más difíciles de soportar porque nada era predecible ni obedecía a lógica alguna, también se ha restablecido en esos campos. Cualquiera puede ser detenido solo por hablar ucranio, llevar una cinta con los colores de la bandera ucrania o sin motivo alguno y se lo envía a esos campos de trabajo sin necesidad de un juicio anterior. Según la historiadora Anne Applebaum, “al igual que el gulag soviético, esta red de campos no es provisional y si los ucranios no logran recuperar el territorio usurpado, el gulag se irá ampliando”. El pasado mes de enero, Associated Press encontró planes detallados de la construcción de esos nuevos gulags; su edificación debe concluirse en 2026.
De todo lo expuesto queda claro que Putin busca las fórmulas del sistema estalinista para establecer en Rusia un régimen de terror, además de disponer de una mano de obra gratuita. Y al igual que el comunismo soviético, Putin es vengativo: no solo obliga a los presos a durísimos trabajos en pésimas condiciones, sino que los castiga de la peor manera: trabajando a favor del enemigo y contra su propia gente.
Susanna y las demás supervivientes que entrevisté en Moscú me contaron que lo esencial para poder cumplir la severa jornada laboral y para sobrevivir en general es tener la conciencia limpia y disfrutar de la sensación de que su trabajo servirá a la sociedad. En el gulag ruso que viene —y en el que ya existe—, ni siquiera este último recurso de humanidad, este último reducto de dignidad, es concedido a los presos.




































viernes, 4 de agosto de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Historia e historiadores. [Publicada el 15/06/2013]










Reedito con sentimientos encontrados mi entrada del 25 de agosto de 2011 dedicada a la memoria del historiador británico Tony Judt. Y lo hago a partir del impacto emocional que me ha provocado la lectura de un nuevo artículo sobre él, su personalidad y su vida más que agitada de temible polemista, que recoge en ajustada síntesis una interpretación de su ingente obra como historiador. La escribe en el número de junio-julio de "Revista de Libros" el escritor y periodista, también británico, Geoffrey Wheatcroft bajo el título de "El profesor Judt hace trasbordo". Lo pueden leer aquí, y fue publicado originalmente en "The Times Literary Supplement". Se lo recomiendo encarecidamente.
De su libro "Pensar el siglo XX" (Taurus, Madrid, 2012) que tengo pendiente de lectura, destaca Wheatcroft el lamento de Judt sobre la tendencia imparable de las democracias de masas actuales a producir políticos mediocres... No creo que haga falta citar ejemplo alguno: solo con girar la cabeza a izquierda o derecha nos los encontramos. De la izquierdista "New Left Review", que lo detestaba como historiador, comenta el articulista, que lo hacía al considerarle un anticomunista de izquierdas (postura que comparto) o lo que era peor aún, un socialdemócrata antiestalinista. Por último, en referencia a una de sus últimas obras publicadas: "¿Una gran ilusión? Un ensayo sobre Europa" (Taurus, Madrid, 2013) nos dice que Tony Judt se mostraba en él inquietantemente profético, y que leerlo ahora, a la luz de la actual crisis que atenaza a la Unión Europea, resulta escalofriante.
Hasta que leí sobre él en "Revista de Libros" nunca había oído hablar de Tony Judt, fallecido en 2010 a causa de una esclerosis lateral amiotrófica (ELA), más conocida como enfermedad de "Lou Gehrig", por haberla padecido el famoso jugador de béisbol de ese nombre. La información que sobre Tony Judt da la Wikipedia en español no le hace justicia, así que en este enlace pueden acceder a la versión inglesa, mucho más extensa y pormenorizada, y en todo caso echarle una ojeada  al vídeo que acompaña esta entrada, realizado en el marco del homenaje que la Fundación Mapfre tributó a la memoria y la obra del historiador británico escasos meses después de su muerte.
De padre belga, emigrado a Gran Bretaña antes del estallido de la guerra mundial, y madre inglesa, ambos descendientes de judíos de Europa oriental, Tony Judt nació en Londres en 1948 y murió en Nueva York, la ciudad en la que residía, el 6 de agosto de 2010. Realizó sus estudios en el King's College de Cambridge y en la École Normale Supérieure de París. Impartió clases en las universidades de Cambridge, Oxford, Berkeley (San Francisco) y Nueva York, ocupando en esta última la cátedra de Estudios Europeos, que él mismo fundó en 1995, y en la que también ocupó la dirección del Remarque Institute. Es autor de numerosos libros, entre ellos "Postguerra. Una historia de Europa desde 1945"  (Taurus, Madrid, 2006). Considerado uno de los diez mejores libros de 2005, se trata de un voluminoso texto de más de mil doscientas páginas, que estoy leyendo ahora mismo con entusiasmo creciente, que en 2007 recibió el Premio Hannah Arendt, otorgado por la ciudad-estado alemana de Bremen y la Fundación Heinrich Boell, y en 2009 el Orwell Prize, el más prestigioso de Gran Bretaña a un libro político. 
Mi relación sentimental con Tony Judt, fue propiciada por la lectura mensual de Revista de Libros. El primer artículo que leí sobre él en dicha publicación (núm. 130, octubre de 2007) fue el titulado "Europa y el mundo. Tres siglos de historia", del profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, Manuel Pérez Ledesma, en el que comentaba el ya mencionado más arriba libro suyo "Postguerra. Una historia de Europa desde 1945", considerado por muchos historiadores el mejor de los que se han escrito sobre dicho período.
Para Judt, dice el profesor Pérez Ledesma, la historia reciente de Europa es en primer lugar la historia de una pérdida: de la pérdida del poder, de la importancia internacional y, en algunos casos, de la condición imperial de los Estados del continente. Algo que se reflejó de forma dramática, ya en los momentos iniciales del relato, en la incapacidad europea para enfrentarse a las amenazas que habían surgido en su interior: en 1945, la mayor parte de Europa «no había sido capaz de liberarse del fascismo por sus propios medios, ni tampoco podía mantener a raya al comunismo sin ayuda»; sólo tras varias décadas y numerosos esfuerzos pudieron los europeos recuperar el control de sus destinos. Pero ésa no es la única pérdida: lo que Judt quiere contar en un segundo nivel -añade el profesor Ledesma- es la historia del declive de las grandes teorías decimonónicas sobre el progreso y el cambio, la revolución y la transformación social, que habían hecho suyas los partidos y los movimientos políticos de preguerra. En especial, dice, son el decaimiento del fervor político en la mitad occidental del continente y el descrédito del dogma marxista en su mitad oriental los asuntos que más le im­portan a Judt.
Tiempo después, de nuevo en Revista de Libros (núm. 145, enero de 2009) vuelvo a encontrar un artículo de Michael Seidman, catedrático de Historia en la Universidad de North Carolina, titulado "La voluntad de ignorar", comentando otro afamado libro de Judt, en esta ocasión el titulado "Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses, 1944-1956" (Taurus, Madrid, 2008).
Dice Seidman del libro que es una historia intelectual extremadamente bien escrita de ciertos intelectuales franceses durante los comienzos de la Guerra Fría y de sus actitudes hacia el comunismo. Entre los más  destacados –principalmente Jean-Paul Sartre, Emmanuel Mounier y Maurice Merleau-Ponty– a los que somete a una crítica despiadada y, en ocasiones, divertida, defendiendo convincentemente que las posiciones y actitudes de estos intelectuales estuvieron determinadas en gran medida no por las duras realidades del comunismo en Europa oriental, sino por sus propias preocupaciones francesas bastante provincianas, destacando que fue la manifiesta falta de valor de tantos escritores –Judt menciona a Paul Eluard, Elsa Triolet, Louis Aragon, Emmanuel Mounier y, por supuesto, a Simone de Beauvoir y al propio Sartre– durante la ocupación alemana, lo que hizo que la sociedad francesa se resolviera a castigar a quienes de entre ellos presentaban un historial inequívoco de colaboración. 
Sobre los intelectuales franceses y el comunismo escribió también Judt en su último libro, "El refugio de la memoria" (Taurus, Madrid, 2011), cuya lectura concluí hace unos días, y sobre el que volveré más adelante, pero que me ha traído recuerdos imborrables sobre sendos libros, magníficos, de dos prestigiosos historiadores franceses. Me refiero a "El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX" (FCE, Madrid, 1995), de François Furet, y "Las voces de la libertad. Intelectuales y compromiso en la Francia del siglo XIX" (Edhasa, Barcelona, 2004), de Michel Winock. Se los recomiendo encarecidamente.
Hasta el número de marzo de este año de Revista de Libros (el núm. 171) no volví a leer nada sobre Tony Judt. En esta ocasión se trataba de un artículo del catedrático de Historia de las Ideas y de los Movimientos Sociales de la Universidad Complutense de Madrid, el profesor José Álvarez Junco, titulado "Elegía por la socialdemocracia". Por él me enteraba también de la muerte del historiador británico en agosto del pasado año. En dicho artículo el profesor Álvarez Junco hacía la crítica de uno de los últimos libros de Judt: "Algo va mal" (Taurus, Madrid, 2010), del que ya escribí en mi blog "Desde el trópico de Cáncer" en la  entrada del 19 de mayo pasado titulada "¡Democracia real, ya!. Complicado pero no imposible", a la que remito, y en la que yo contraponía la lectura del "Algo va mal" de Judt, a la del panfletario "Indignaos" (Debate, Barcelona, 2011) de Stéphane Hessel.
Un texto, el de "Algo va mal", en palabras del profesor Álvarez Junco,  en el que el historiador británico reflexiona sobre la socialdemocracia, su apogeo en el Occidente de 1945-1980 y su sustitución posterior por el conservadurismo neoliberal. En él toma partido -dice- a favor de aquella fórmula política y económica que dominaba en la Europa en que vivió de joven y a la que llama «el mundo que hemos perdido». No debemos idealizarla, añade, pero tampoco olvidarla, porque, sin ser perfecta, ha sido la mejor de las situaciones que ha vivido la humanidad a lo largo de su historia. Lo leí con verdadero entusiasmo en plena vorágine de las manifestaciones que dieron lugar a eso que hemos llamado "spanish revolution" o movimiento 15-M, del que también traté en mi anterior entrada del blog.
A principios del pasado julio me llega a casa el último ejemplar de Revista de Libros, un número doble (el núm. 175-176, julio-agosto de 2011), y me encuentro en él con otro artículo sobre el ya citado libro de Tony Judt, "El refugio de la memoria", obra póstuma, pues terminó de dictarlo con enormes dificultades derivadas de su penosa enfermedad dos meses antes de su fallecimiento.
El artículo lleva el título de "Visita guiada a las ruinas", y está escrito por el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, Enric Ucelay-Da Cal. Les confieso un cierto y desasosegante sentimiento de estupor cuando terminé de leerlo. ¿Cómo era posible una crítica tan implícitamente  malévola hacia la última obra de un colega tan prestigioso como el profesor Judt? Estoy acostumbrado a leer en Revista de Libros críticas muy duras, y con toda seguridad,  justificadas, sobre publicaciones de todo tipo que sin embargo gozan de gran popularidad y se venden como rosquillas. Me vienen a la mente las realizadas a bastantes títulos que he leído y que por pudor no voy a citar, pero me extrañó el tono de la crítica; casi más el tono que el contenido de la crítica en sí.
Nada más terminar de leer "El refugio de la memoria" volví a releer el artículo del profesor Ucelay-Da y  me parece de justicia confesar mi apresurado error de apreciación sobre el mismo, motivado con seguridad, por un párrafo inicial en el que afirma que dada la avalancha de prosa autocontemplativa que desborda tanto a productores industriales como consumidores (288.355 libros editados en Estados Unidos en 2009;  86.300 publicados en 2008 en España) por qué tendrían que atraerle las reflexiones de Tony Judt en su lecho de muerte. Pasé por alto la propia reflexión del comentarista que confiesa no haber entendido su propia reacción ante la lectura del libro de Judt. ¿Seré un envidioso, llenó de morboso placer producido por el dolor ajeno -se pregunta- al querer añadir la reducción del significado del "Chalet" (nombre que desde el inicio de su libro da Tony Judt al rincón de su memoria donde va guardando cada noche de insomnio forzoso sus recuerdos) a poco más que el garaje donde aparcaron a un moribundo? ¿Será que tengo poca sensibilidad retentiva para las historias e historietas de las gentes de mi tiempo específico? ¿O será que estoy harto de confesiones de todo tipo y signo y, como viejo y blando superviviente de la segunda mitad del siglo xx, tengo escasa paciencia para escuchar la misma tecla tocada más de una vez? ¿O será, muy sencillamente, que no me complace un mundo en el cual todos creen tener algo emotivo que comunicar a millones de personas en las redes sociales? Y todo eso para, al final, reconocer que también es verdad que a él le hubiera gustado ser capaz, al menos una vez, de conmover a un lector tan antipático como él mismo tal y como lo hizo Judt en su día.
A mí, la lectura de "El refugio de la memoria"  sí me ha conmovido profundamente. Y no solo por las circunstancias en que fue escrito, que el autor recrea en el capítulo primero, cuando habla de su enfermedad y de los recursos mentales a los que tenía que recurrir en las noches de inmovilidad e insomnio forzoso para recrear las diversas instancias de su memoria y ordenarlas en ella para que al día siguiente, "alguien", otra persona, pudiera trasladarlas al papel. El libro está plagado de anécdotas, anécdotas que le sirven para reconstruir su vida ante nosotros, a modo de estancias o compartimentos estancos, no siempre en un orden cronológico, pero al final, siempre bien interrelacionados.
Delicioso el capítulo que dedica, lleno de admiración, hacia su severo profesor de alemán en el Emanuel School de Battersen, Londres. Divertido y entrañable aquel en que relata su experiencia como estudiante de la Universidad de Cambridge y sobre la venerable y entrañable institución de las "bedders", las mujeres empleadas por la universidad para atender las "necesidades" materiales de los estudiantes de la misma. Dolorido, el que recuerda su estancia, en 1966 y 1967, en el kibutz de Machanayim, en la Alta Galilea israelí y su siempre difícil relación posterior, como judío, con el Estado de Israel. Sarcástico, pero reconocido, el que dedica a los intelectuales franceses de su época de estudio en la École Normale Supérieure, de París, una de las instituciones académicas más prestigiosas de Francia, de la que Raymond Aron, que fue alumno de ella, dijo en sus "Mémoires", que nunca se había encontrado con tantos hombres inteligentes en un espacio tan pequeño. Irónico, el que dedica al parisino Mayo del 68, que vivió en directo como estudiante. Duro y sin contemplaciones, aquel en que enjuicia el poco valor que hoy se da a la corrección en el hablar y el escribir: La prosa de muy mala calidad, dice, es hoy indicativa de inseguridad intelectual; hablamos y escribimos mal -concluye- porque no nos sentimos seguros de lo que pensamos y nos resistimos a afirmarlo de un modo inequívoco.
En otro capítulo relata su aventura universitaria norteamericana y muestra su admiración sin reserva por las instituciones docentes de dicho país, y sobre todo, por sus impresionantemente bien dotadas bibliotecas. Y comparto su juicio sobre la función de las universidades: dice de ellas que son instituciones elitistas, o que deberían serlo por principio, pues les concierne seleccionar a la promoción más capaz de una generación y educarla en esa capacidad forzando una renovación de la élite y rehaciéndola consecuentemente, para añadir que igualdad de oportunidades e igualdad de resultados no son la misma cosa. Verdad evidente que solemos pasar por alto con frecuencia. Admirativo y entrañable es su juicio sobre la ciudad de Nueva York, que le acogió hasta su muerte, a la que califica como "ciudad del mundo".
En su crítica al comunismo se muestra contundente: como mejor se mide -dice- el grado de esclavitud en que una ideología mantiene a un pueblo es en la colectiva incapacidad de este para imaginar alternativas. Feroz es su juicio sobre los dirigentes europeos del momento actual, de los que comenta que escurren el bulto recurriendo a la austeridad presupuestaria para apaciguar a los mercados. 
Sobre el odio, temor, rechazo al extraño, al extranjero, cada vez más acentuado en las privilegiadas sociedades occidentales dice lo siguiente: Ser danés o italiano, norteamérica o europeo, no será solo una identidad; supondrá un rechazo y una reprobación de aquellos a los que esta excluya. El Estado, afirma, lejos de desaparecer, podría estar a punto de lograr su plena realización: los privilegios de la ciudadanía, las protecciones de los derechos de los poseedores de tarjetas de residencia, serán esgrimidos como triunfos políticos. Habrá intolerantes demagogos en democracias establecidas que pedirán tests -de conocimientos, de lengua, de actitud- para determinar si los desesperados recién llegados merecen ostentar la "identidad" de británicos o de holandeses o de franceses. Ya lo están haciendo, añade, En este este "espléndido siglo nuevo" ("brave new century": juego de palabras con el título de la famosa novela de Aldous Huxley "Un mundo feliz", en ingles titulada "Brave New World") echaremos de menos a los tolerantes, a los de los márgenes: a la gente fronteriza: Mi gente, concluye. ¿Les suena? Es una letra que está en casi todas las partituras de los partidos nacionalistas y en las de bastantes dirigentes y responsables del partido popular español y de la derecha europea.
He dejado para el final el alegato que formula en las últimas páginas del libro a su condición de judío, que vuelvo a compartir como tantas otras cuestiones de las que plantea en sus "memorias". Yo no lo soy, evidentemente; ni siquiera me considero un hombre religioso, pero me siento orgulloso de mi doble condición de descendiente de conversos. Dice Judt: El judaísmo es para mí la sensibilidad de un autocuestionamiento colectivo y un incómodo decir la verdad; la capacidad, propia del que va contracorriente, de ser problemático y de disentir, por la que en otro tiempo fuimos conocidos. No basta, añade, con situarse en una posición tangencial frente a las convenciones de otros pueblos; deberíamos ser además los críticos más implacables de nosotros mismos. Siento que tengo una deuda de responsabilidad con ese pasado, dice, y es  por eso por lo que soy judío.
Pero hay más cosas, muchas más cosas que solo podrán descubrir si se animan a leerlo. Yo lo he hecho, y lo he disfrutado. Es mi pequeñísimo homenaje a un gran historiador, un hombre de izquierdas, progresista y socialdemócrata, como él mismo se definió, al que no le dolieron prendas en reconocer los tremendo errores que han llevado al pensamiento de izquierdas a la crisis que está atravesando ahora. Espero que disfruten de los enlaces que he puesto en la entrada sobre los libros y artículos citados en la misma. O en la etiqueta del blog a él referida. Y sean felices, por favor, a pesar de todo. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt













Del mes de agosto

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del poeta Luis García Montero, va del mes de agosto. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Agosto
LUIS GARCÍA MONTERO
31 JUL 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Mis abuelos se compraron una casa en la playa. Como tomaban las vacaciones en agosto, mis padres se acostumbraron a aprovechar el mes de julio. De manera que durante años he relacionado el estado de ánimo de las vacaciones con julio, aunque la mayoría de mis amigos estuviesen ansiosos por tirarse de cabeza en la espuma de agosto para nadar con alegría por el oleaje de sus diabluras. Gracias a ese pequeño quiebro aprendí también a disfrutar de mi ciudad cuando estaba más desocupada, casi vacía. Julio no ha tenido nunca el prestigio de agosto a la hora de fijar distancias. Por eso sabe fijar otro tipo de cercanías. No es mala cosa andar por los caminos que van hacia el colegio sin la urgencia del alumno que llega tarde a clase, dar vueltas por el barrio para descubrir esquinas que suelen pasar desapercibidas con las prisas o establecer una amistad más íntima con los niños que no pueden salir de vacaciones ni en julio ni en agosto.
Al hablar en soledad conmigo, acabé aprendiendo una lección: lo importante es tomarse vacaciones de uno mismo, alejarse por unos días de los odios y los entusiasmos que conforman nuestra existencia diaria. Descansar de uno no te vuelve un ser distinto, un resucitado, pero permite desasosegarse, poner orden en las sombras. García Lorca escribió que el dos es uno y su sombra.
Descansar de uno mismo me enseñó después las posibilidades de septiembre, que también son muy aprovechables. No envenenar la poesía por el hecho de ser un poeta mediocre, no calumniar a los compañeros de trabajo, no odiar el éxito ajeno, o no crispar la convivencia cuando uno no está en el poder. Conviene descansar, tranquilizarse, aprovechar las vacaciones para buscar el mar, o la sierra, o ciudades extranjeras, o los aires extremeños, o cualquier cosa. Pero ante todo para quedarse descansado de la propia mala sombra.






























jueves, 3 de agosto de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Recuerdo y reflexión sobre el totalitarismo. [Publicada el 27/08/2018]













El pasado jueves, 23 de agosto, se celebró sin mucho alharaca el Día Europeo de Recuerdo a las Víctimas del Totalitarismo, instituido por el Parlamento Europeo en homenaje a los más de veinte millones de personas asesinadas por los totalitarismos nacionalsocialista y comunista en Europa y en la extinta Unión Soviética durante la vigencia de sus respectivos regímenes. Esa fecha y lo que en ella conmemoramos, es la razón principal de esta entrada de hoy en la que traigo al blog el artículo escrito en el diario El Mundo por Elías Cohen, abogado, analista político y Secretario General de la Federación de Comunidades Judías de España. Por mi parte, les animo a leer tres textos impresionantes sobre lo que significaron el totalitarismo nazi y comunista. El primero es un trabajo periodístico: "Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad de mal", publicado en 1963 por la teórica política Hannah Arendt. Los otros dos son obras de ficción, textos literarios: "Las benévolas", de Jonathan Littel, publicado en 2006, y "Vida y destino", de Vasili Grossman, publicado en 1980. Hay muchos más, por supuesto, pero pienso que por escasa que sea la sensibilidad del lector, esos tres libros vacunan para siempre de cualquier veleidad totalitaria que aun corra por sus venas.
A Karl Popper, comienza diciendo Cohen en su artículo, se le atribuye una de las citas más acertadas para exponer la operativa de los totalitarismos: "Aquellos que nos prometieron el paraíso no trajeron otra cosa que el infierno". Es cierto, anteayer en términos históricos, los europeos erigimos un mundo en tinieblas sobre falsas promesas de una sociedad mejor. Hoy es un día para reflexionar sobre ello y para recordar a los millones de víctimas que fueron injustamente asesinadas por los regímenes totalitarios. Aunque sea al final de verano, no estemos atentos al calendario y todo pase desapercibido, hace 79 años Viacheslav Molotov y Joachim von Ribbentrop, respectivos ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética y de la Alemania nazi, firmaron el Tratado de No Agresión por el que ambas potencias se repartían Polonia, marcando así el inicio de la guerra más devastadora de la historia. Fue, en palabras del ex primer ministro polaco, Jerzy Buzek, "la colusión de las dos peores formas de totalitarismo en la historia de la humanidad".
La cifra total de víctimas civiles bajo el nazismo y el estalinismo roza los 20 millones de personas. Los nazis asesinaron a 11 millones de civiles no combatientes, y los soviéticos, en el período estalinista, a 9 millones, según las cifras que arrojó en 2010 el historiador Timothy Snyder. A estos abismales números corresponden otros 40 millones de muertos durante la Segunda Guerra Mundial.Por ello, el 23 de septiembre de 2008, mediante una aséptica Declaración, el Parlamento Europeo estableció el 23 de agosto -tradicionalmente señalado como el Día del Listón Negro para denunciar los crímenes del comunismo- como el Día Europeo Conmemorativo de las Víctimas del Estalinismo y del Nazismo; conocido también como el Día Europeo de Recuerdo de las Víctimas del Totalitarismo. En la actualidad tenemos muchos días conmemorativos: el Día del Trabajo, el Día de la Mujer, el Día del Orgullo Gay, o el Día por la Eliminación de la Discriminación Racial, por ejemplo. Y está bien que así sea. Incluso, tenemos el Día de Recuerdo de las Víctimas del Holocausto, en el que hacemos extensivo nuestro homenaje y recordamos a todas las víctimas de la voracidad totalitaria -no sólo a los seis millones de judíos- y alertamos sobre los peligros de buscar culpables colectivos a los problemas cotidianos. 
A pesar de ello, a esta efeméride que nos ocupa no le damos la importancia que merece. Este día sirve, en primer lugar, para que saquemos a las víctimas de la estadística, -Borges decía que la democracia es un abuso de la estadística- e intentemos ponerles nombre y apellidos. Por un mecanismo de supervivencia mental, y también social, tendemos a olvidar a los muertos y a anonimizarlos en grandes números. La sangre se seca y las víctimas se diluyen en las heladas cifras que nos han dejado cronistas e historiadores. Los millones de muertos bajo el nazismo y el estalinismo eran padres, madres, hijos, hijas, hermanos y hermanas. Tenían historias personales, inquietudes, sueños, vicisitudes y rutinas. Como nosotros. Se convirtieron en el otro, en el enemigo. En "una masa de carne en putrefacción" como dijo Franz Stangl, comandante de los campos de Sobibor y Treblinka, cuando fue interrogado sobre sus sentimientos al observar los cadáveres de prisioneros hacinados como si fueran escombros. Es sano que curemos las heridas, que miremos hacia adelante y que dejemos atrás un tiempo inundado de muerte y locura, pero no debemos olvidar nuestro pasado ni a todos los que sufrieron por el derecho humano más elemental: ser o pensar diferente sin sufrir por ello.
Como ciudadanos libres, tenemos el deber moral de recordar en este día a todos los que fueron perseguidos, defenestrados, torturados, hacinados, apresados, explotados, asesinados y exterminados por tener endosada la etiqueta de enemigos del Estado. Es nuestra obligación, por ende, permanecer alerta y no tratar al totalitarismo como una reliquia de un tiempo ido, sino como un virus que puede mutar cuando menos lo esperemos. Personalizar la estremecedora cantidad de 20 millones de muertos sirve a su vez para mitigar la latente lucha de narrativas sobre la historia del pasado siglo. En este sentido, dicha lucha lleva a que de Auschwitz sepamos mucho, pero muy poco sobre el Gulag. Como bien recordó Martin Amis en su certero Koba el Temible (Anagrama, 2002), "todo el mundo ha oído hablar de Auschwitz y Belsen. Nadie sabe nada de Vorkutá ni de Solovetski... Todo el mundo ha oído hablar de Himmler y Eichmann. Nadie sabe nada de Yeyov ni de Dzerzhinski...". Que el Holocausto sea un crimen masivo e industrial de características únicas en la historia de los hombres no debería eclipsar los estremecedores crímenes cometidos en la Unión Soviética durante el estalinismo. Pese a que existen ciertas diferencias, ambos hechos tienen su origen en el mismo fenómeno: la absurda y peligrosa creencia de que el responsable de nuestras miserias se apellida diferente, reza diferente, se relaciona diferente o piensa diferente.
En segundo lugar, esta jornada llama a la reflexión sobre la naturaleza del totalitarismo, mucho más temible que cualquier catástrofe o epidemia. De acuerdo con la definición que dio el propio Benito Mussolini, el totalitarismo se reduce a "todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada en contra del Estado". Pero más allá de la apropiación absoluta de la maquinaria estatal, el totalitarismo basa su credo y su praxis en la destrucción de la persona y en la construcción demagógica del siervo y en la potestad arrogada -sostenida sobre la mentira y generalmente otorgada por una turba entusiasta y cómplice- de decidir quién es apto para vivir en el nuevo orden y quién no. El totalitarismo, en suma, convierte a los ciudadanos en súbditos, a los vecinos en enemigos, a la discrepancia en crimen y a la diferencia en condena; "un estado de la sociedad en el que los hijos denuncian a sus padres a la policía", como sentenció Churchill. Desde aquel infausto día de agosto de 1939, que hoy recordamos, hemos avanzado mucho. 
No obstante, la democracia sigue siendo más frágil de lo que parece. En 2018 somos testigos de cómo vuelven a infravalorarse nuestros regímenes garantistas y de cómo se coquetea con el nacionalismo excluyente, con la búsqueda de culpables imaginarios, con la xenofobia y con formas autoritarias de gobierno.Solemos pensar que el asesinato indiscriminado, el abuso de poder, y la persecución del diferente permanecen extramuros de nuestros cómodos torreones occidentales. Sin embargo, debemos hacer un alto en el camino y acordarnos de lo que sucede cuando la democracia es cuestionada. Hitler y Stalin no fueron extraterrestres de Ganímedes, fueron seres humanos como nosotros, así como toda la larga, silenciosa y anónima cadena desde los tiranos hasta los ejecutores. Parafraseando al gran estudioso del Holocausto, Raul Hilberg, "fueron hombres quienes a otros hombres hicieron esto". 
Si aspiramos a seguir teniendo sociedades abiertas y pacíficas, nunca la voluntad de un grupo puede apropiarse de nuestros derechos individuales como ciudadanos, sin distinción ni excusa. Nunca, ningún concepto u ofrenda, por loable o hermoso que se presente ("justicia", "prosperidad", "futuro") debe estar por encima de nuestra propia libertad ni de toda la estructura que la protege: los contrapesos al poder, la educación basada en el respeto, la prensa libre, la presunción de inocencia y todos los demás instrumentos que los totalitarismos aspiran a derruir. La advertencia de Popper, en este día de recuerdo a las víctimas del totalitarismo, es muy actual: aquellos que nos prometen el paraíso, terminarán trayéndonos el infierno. Sin metáforas, el totalitarismo mata en masa y nuestras democracias son muy preciadas. Hoy es un día para recordar ambas cosas. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












De la España normal

 





Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Juan Gabriel Vásquez, va de la España normal. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Las elecciones, vistas desde otra parte
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
30 JUL 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Las elecciones del domingo pasado en España admiten muchas lecturas, y las páginas de este diario se han llenado con ellas en el curso de la semana. Yo tengo la mía: no habla de investiduras ni de negociaciones ni de pactos de Estado, pues lo que me ha llamado la atención tiene que ver con otras zonas de lo que somos como ciudadanos. ¿Es demasiado pronto para usar palabras grandes? Pues aquí va: mi lectura de lo que pasó el domingo es una lectura ética, o de ética ciudadana. Veremos si consigo explicar mis incertidumbres.
Un par de notas, primero, sobre el lugar desde el que escribo. Yo no tengo memoria de ninguna elección española que estuviera tan presente como esta en América Latina: en nuestras conversaciones, en nuestras ansiedades, en nuestra manera de entender los estremecimientos de nuestra propia política (pues toda política, como bien se sabe, es en el fondo local: no importa dónde ocurra, y en nuestro mundo todo ocurre de alguna manera en todas partes). Pero hoy no quiero hablar desde allí (o desde aquí); no quiero hablar solamente desde la orilla americana, donde la posible o probable victoria de una alianza que incluyera a Vox —es decir, que viniera aparejada con una dosis importante de racismo y homofobia, por no hablar del ridículo negacionismo frente a los grandes retos de nuestro tiempo: el cambio climático o la violencia machista— habría podido darles alas a todos los extremistas que pululan por estos lados, y por lo tanto era fuente de preocupación para los que remamos en el otro sentido.
No: hoy prefiero no hablar de eso. Es verdad que hay muchos de mi lado del Atlántico para los cuales una sociedad diversa o que reconoce su propia diversidad sigue constituyendo una amenaza, y que miran con esperanza pueril hacia estos movimientos europeos cuyo programa político les parece, viéndolo de manera simple y tal vez demasiado burda, un regreso al nacionalismo religioso de otros tiempos: cuando el mundo era más simple y el pueblo más parecido a las fotos de los abuelos. Pero el asunto es, mucho me temo, más complejo que una colección de nostalgias. Estas figuras que van surgiendo al amparo de los Trump y los Bolsonaro, con la inestimable colaboración de las iglesias evangélicas y el metal conductor de paranoias que son las redes sociales, han sabido explotar aprensiones legítimas, identidades frágiles e inseguridades muy reales para crecer políticamente. Son populismos de corte emocional; son “emocional-populismos”, si me permiten ustedes el breve atropello al idioma. En lugar de responder a lo que los ciudadanos piden o necesitan o exigen, responden a lo que los ciudadanos sienten; pero lo hacen con cuidado de haber fabricado previamente el sentimiento, y eso lo consiguen apelando invariablemente a nuestro lado más oscuro, al menos generoso, al menos —esta palabra parece pequeña, pero no lo es— civil.
Esto es lo que hemos venido viendo durante meses. La campaña de la extrema derecha giró sobre varios ejes, pero podemos decir sin temor a equivocarnos —y desde luego sin temor a calumniar a nadie— que una de sus intenciones más evidentes fue esta: la crispación constante y sin tregua, el envenenamiento de la convivencia entre los ciudadanos, la cínica manipulación de nuestros miedos y nuestras ansiedades y aun nuestros prejuicios. Sí, es posible decir que todos los políticos de todas las tendencias utilizan el miedo en tiempo de elecciones, al menos en el sentido de dibujar un panorama de horror y colgarlo sin demasiadas justificaciones en el escenario que llamamos futuro: eso sirve y siempre ha servido para movilizar a los votantes. Pero la campaña de Vox se dedicó a construir enemigos donde no los había o donde había meros contradictores; a convertir a unos ciudadanos en una amenaza clara y presente para otros; en síntesis, a sembrar entre los ciudadanos —allí, en los campos por donde los ciudadanos caminan— las minas antipersonales de la desconfianza.
Esto, me parece, no tiene perdón social, ni debería tener perdón político. La confianza es todo (o casi todo) en una democracia: sin una razonable medida de confianza entre quienes cohabitan en los mismos barrios y caminan por las mismas calles para ir a trabajar en las mismas ciudades, pero también entre quienes no se conocen ni se verán las caras nunca, la vida cívica se emponzoña y se amarga, y los resultados pueden ser catastróficos. Yo, que vengo de una sociedad donde la confianza entre los ciudadanos se ha perdido hasta ser casi inexistente, sé hablar con especial conocimiento de causa de los estragos irreparables que ocurren cuando la relación entre quienes conviven queda marcada por el odio o el miedo. Utilizar el asesinato de una comerciante del centro de Madrid para azuzar el miedo a la inmigración, incluso horas después de que se demostrara que no habían sido inmigrantes los asesinos, no sólo es vil por lo que hace con la tragedia privada de una familia, sino cobarde por alimentar los resentimientos que ya existen hacia personas vulnerables. Las vallas que trazaban causalidades inexistentes entre la situación de una anciana y la de un menor venido de otra parte son un ejemplo menos dramático, pero que pertenece a la misma estrategia tramposa y, sobre todo, insolidaria.
Pero este es sólo un ejemplo entre varios: entre varias vallas, varios tuits, varios comentarios pasajeros en programas de televisión o de radio cuyo único objetivo era envenenar a unos ciudadanos frente a otros, crispar e intranquilizar, robarles los últimos rezagos de serenidad que todavía permite la vida convulsa de la ciudadanía digital. En la conversación social —eso que llamamos conversación social, que en los últimos años se ha vuelto antisocial y nunca es, en sentido estricto, conversación— se recurrió a la calumnia disimulada, al lenguaje atrabiliario, a la agresión verbal, a la caricatura deshonesta del otro o a la burla ofensiva de compadritos de barra: en resumen, a la manufactura de un estado de enemistad permanente con algo o con alguien, el enfado o el encono como normalidad emocional, como actitud por defecto. Uno puede imaginar que el crecimiento del voto socialista vino atado a ciertas causas o urgencias que identificamos con la izquierda, y a las cuales les había declarado la guerra una parte de la derecha; pero el Partido Popular también creció apreciablemente en votos, y tal vez sea lícito pensar que esos votos vinieron de ciudadanos de temperamento azul, por decirlo así, convencidos de que la izquierda se equivoca o de que su país ideal es distinto, pero que rechazaron el apocalipsis de división y ruptura —el estado mental de alarma endémica y de constante conflicto civil— que se les proponía como realidad única desde la derecha radical.
Me gusta pensar que esto fue, por lo menos en parte, lo que rechazaron cientos de miles de españoles: el intento metódico de envenenar su convivencia y arrastrarlos a visiones extremistas que para muchos resultan ajenas o evidentemente falseadas; o de imponerles desde las burbujas de las redes sociales una versión de la realidad española que reñía con la experiencia de todos los días, con el decoro y cierta decencia machadiana que hacen parte del trato de la gente cuando está fuera de su Twitter, con las emociones íntimas de una sociedad que suele ser mejor —más generosa, más tolerante, más plural y más solidaria— que lo que creen muchos de sus líderes. Una versión de la realidad que reñía, para usar dos palabras que no están demasiado en boga, con su sentido común; o acaso con su común humanidad, que eso también es posible.