La historia del fascismo y de su relación con la cultura es la historia de un mal sueño, señala el profesor José-Carlos Mainer, catedrático emérito de Literatura en la Universidad de Zaragoza, al reseñar el libro The Nazi-Fascist New Order for European Culture (Cambridge, Harvard University Press, 2016), del historiador estadounidense Benjamin G. Martin, profesor investigador de la Universidad de Upsala, en Suecia.
Al comienzo de este interesante, meticuloso y también inquietante libro, dice el profesor Mainer, Benjamin G. Martin nos recuerda una reunión secreta de oficiales de la Wehrmacht en la que un cercano colaborador de Joseph Goebbels, Leopold Gutterer, habló de la inminente imposición de un «Nuevo Orden» en política y economía, que comportaría el establecimiento de una perdurable hegemonía germánica. El momento de aquella alocución, recuerda Martin, era muy propicio: en junio de 1940, Francia acababa de ser ocupada, Inglaterra parecía abocada a la rendición, faltaba casi un año para la invasión de la Unión Soviética (que entonces era un aliado de conveniencia del nazismo) y Estados Unidos no parecía tan decidido a intervenir como lo estuvo en 1917.
Es norma estratégica de la divulgación anglosajona que un libro arranque con una anécdota reveladora que introduzca la reflexión general que nos lleva a la materia de las páginas que siguen. Pero Martin no ha elegido quizá la más significativa de las anécdotas, porque Gutterer hablaba a convencidos de la superioridad germánica y es posible que una referencia a la monografía de George L. Mosse sobre las raíces decimonónicas de la ideología supremacista alemana y sobre el culto a los caídos hubiera explicado mejor la climatología en que se mezclaban los deseos de la revancha de 1919 y el orgullo satisfecho de 19401. Tampoco acierta del todo cuando nos recuerda que otros imperios vencedores –el Reino Unido cuando construía su expansión por todo el mundo o la Francia de Luis XIV cuando regía los destinos de Europa‒ ya usaron del inmemorial derecho de imponer su modo y sus modas de vida y cultura, lo que incluso se refleja en cómo Estados Unidos los impuso en la posguerra del 1918, cuando vencedores y vencidos adoptaron una elaborada cultura popular –musical, cinematográfica, teatral‒ basada en las conquistas tecnológicas y en la vitalidad del melting pot. Pero el caso alemán de 1940 fue distinto: en él predominaron supremacismo, venganza y castigo y no hubo demasiado lugar para otros antecedentes históricos.
Sucede que la palabra «Orden», como también apunta Martin, es una palabra aviesamente polisémica: habla de sumisión, pero también de cooperación, como lo hace de racionalización planificada y, a la vez, de determinismo histórico. «Orden» fue una consigna muy frecuente en los años que siguieron a 1918, cuando se generalizó la conciencia de que otro «orden», más benévolo, hipócrita e incauto –el de la Belle Époque-, se había venido estruendosamente abajo. Antonio Gramsci tituló L’Ordine Nuovo la revista de 1919 que renovó el marxismo italiano en los años duros, cuando todos los socialismos debieron elegir entre la Tercera y la Segunda Internacional, y se vieron obligados a revisar su contradictorio pasado cercano. No fue casual que Gramsci se acogiera al dictum del no muy bien visto Ferdinand Lassalle: «Decir la verdad es revolucionario». En 1923, tras la escalada anarquizante de las vanguardias (y antes, sobre todo, con los extremismos destructivos del grupo Dada), el brillante escritor Jean Cocteau, que había sido un alegre participante de la fiesta general, también habló de «le rappel à l’Ordre», una consigna a la que pudieron acogerse los nuevos realistas, los metafísicos o los herméticos. El Orden invocado no era un paso atrás, sino la renuncia expresa al desorden.
Tras el silencio de los cañones, para un nacionalista, para un católico conservador, para un revanchista en general, el desorden por antonomasia era el que había impuesto el internacionalismo cultural de la modernidad. Su aversión incluía todo lo que trajeron la Ilustración y el Romanticismo, el naturalismo y el simbolismo, tanto como aquel aire enfermizo e inquieto que había suscitado la difusión universal del art nouveau y el espíritu de fin de siglo. No es difícil comprobar que, después de 1918, muchos escritores contrapusieron a aquella modernidad, tan apegada a la vida urbana, la rutina de la vieja existencia campesina, el paisaje atávico y salvaje de la infancia, el ritmo inmutable de los impulsos nacionales que allí se sentían con toda su fuerza: bastará que citemos a un autor noruego que volveremos a recordar (Knut Hamsun, La bendición de la tierra, 1917) y a otro francés (Jean Giono, Colina, 1929, que fue acusado en 1939 de pacifista y en 1944 de colaboracionista).
Para sus partidarios, sin embargo, el internacionalismo debía ser algo constructivo y cooperador, alejado de la banalidad del cosmopolitismo de las Guías Baedeker, los lujosos expresos y los hoteles de lujo. Así lo deseaba la Sociedad de Naciones, el sueño de armonía universal que tuvo Woodrow Wilson, y lo ratificó el compromiso de muchos escritores para volver a la amistad entre los pueblos: tan hermoso propósito inspiró páginas de Romain Rolland y Jean Giraudoux en Francia, Émile Verhaeren en Bélgica, Bertrand Russell en Inglaterra, Hermann Hesse y Heinrich Mann en Alemania y, en Austria, Karl Kraus y Stefan Zweig. Algunos habían decidido no combatir en 1914 y otros, que lo hicieron, optaron por superar el odio y el miedo.
Muchos de ellos formaron el Comité Internacional de Cooperación Intelectual, que creó la Sociedad de Naciones en 1922 y que surgió en el mismo año en que lo hizo el PEN Club de Escritores, una iniciativa privada británica que tuvo largo éxito y en cuyo congreso ordinario de 1936, en Buenos Aires, Emil Ludwig, escritor alemán y judío, clamó contra la persecución de los autores en muchos países. Henri Bergson presidió el Comité de Cooperación Intelectual hasta 1925, y le siguieron Hendrik Lorentz y Gilbert Murray, que lo gobernaron desde 1928 a 1939, siempre con orientación liberal-progresista. En 1933, en vísperas de la crisis que acabó con la Sociedad de Naciones, celebró su reunión ordinaria en el recién inaugurado auditorio de la madrileña Residencia de Estudiantes, sobre «El porvenir de la cultura». Sin embargo, ni la cultura tenía entonces un horizonte muy despejado, ni faltaban muchos años para que la Residencia de Estudiantes desapareciera como tal y aquel auditorio fuera remodelado para dar paso a la iglesia del Espíritu Santo (1942), obra de Miguel Fisac y signo de la combativa confesionalidad del nuevo Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
En 1918, las guerras eran todavía el crisol de las naciones y las victorias o las derrotas impregnaban la vida de generaciones enteras: eran contiendas de hegemonía en las que no faltaban las coartadas culturales. De la guerra francoprusiana derivaron tanto el peligroso orgullo nacional de Alemania como el resentimiento de Francia, donde anidaron, por cierto, los antecedentes culturales del futuro fascismo europeo que se expandió ya en el siglo XX. No curó sus síntomas la victoria de 1918 y, quizá por esa multiplicidad de manifestaciones previas, el fascismo francés nunca cuajó en un único partido, ni siquiera bajo el gobierno de Pétain. Fue en Italia y Alemania ‒un vencedor humillado y un vencido escarnecido‒ donde surgieron los dos fascismos históricos: necesitaron que un líder se propusiera la conquista del Estado, pero, sobre todo, una predisposición para que medrosos ciudadanos convirtieran el desasosiego o el miedo en una experiencia de enajenación. El fascista potencial descubre que lo es cuando alguien le narra los motivos de su presente debilidad y le alumbra el camino de la nueva fe: la conversión es un rito de paso del fascismo.
No olvidemos que el libro que afianzó el nazismo en muchos ánimos pusilánimes fue una confusa autobiografía, Mein Kampf, atravesada por revelaciones. Y, por supuesto, por la virulencia de un paranoico. Y donde, una vez más, eran determinantes la experiencia de la guerra y la del excombatiente: de ellas surgieron los Freikorps paramilitares, que se convirtieron en la pesadilla de los primeros pasos de la República de Weimar, y la idolatría tributada a los héroes de guerra que allanó el camino italiano hacia el fascismo. Todavía no había concluido la guerra cuando Benito Mussolini –convaleciente de una herida (producida en unas maniobras, por cierto)‒ anticipó en el artículo «Trincerocrazia», en Il Popolo d’Italia, quiénes debían gobernar al final de la contienda: los soldados desmovilizados que, entre 1919 y 1921, pasaron de ser los Fasci Italiani di Combattimento (muy similares a los Freikorps) a constituir el Partito Nazionale Fascista que organizó la Marcha sobre Roma al año siguiente.
Por entonces, el nombre de dictadura no escandalizaba a nadie y así lo ostentó públicamente, segura de su necesidad histórica, la del general Primo de Rivera desde 1923. Pero también había modelos para elegir en Hungría, Grecia, Polonia, Yugoslavia, Rumanía o Turquía. En 1931, el inquieto periodista (y excombatiente) italiano Curzio Malaparte (nacido Kurt Erich Suckert) alcanzó notoriedad internacional por el libro La técnica del golpe de Estado, que publicó en francés. El breve prólogo hablaba de Maquiavelo como precedente de su reflexión y del hecho de que, desde 1917, había dos paralelas idolatrías del Estado: el fascismo y el comunismo. Y ambas llegaron al poder no tanto por la virtud de una ideología como por haber resuelto un problema de técnica y oportunidad. Se trataba –como hizo Trotski‒ de saber cómo una pequeña fuerza puede movilizar recursos para la insurrección y la toma del Estado, y no esperar a las «condiciones históricas» con las que especulaba Lenin. Que fue, en cambio, quien supo defender el triunfo precario y prevalecer, como hizo el mariscal conservador Józef Piłsudski en Polonia. Un golpe de Estado debe carecer de escrúpulos y, por tenerlos, cayó el general Primo de Rivera, porque «no hay nada más triste que su lealtad y buena fe». De Mussolini, al que Malaparte apoyó inicialmente y con quien rompió pronto, piensa que había sido «violento y metódico» y que supo neutralizar a su último enemigo: la huelga general obrera. La marcha del 1922 fue un golpe escénico cuando ya estaba todo ganado. Por el contrario, vio en Adolf Hitler «una caricatura de Mussolini». Por ahora no ha logrado su objetivo, porque «la Alemania de Weimar no podría ser un país de conquista para un pequeño burgués de la alta Austria disfrazado de Sila, de Julio César o de condottiero». Su táctica parecía copiada del fascismo, pero ahora estaba evolucionando hacia la legalidad convertido en «un ejército de salvación del patriotismo alemán»; Hitler es un espíritu «femenino y cobarde que se refugia en la brutalidad para disimular su falta de energía». No fue Malaparte, en este caso, el mejor de los profetas, aunque acertó en algunos términos de su diagnóstico.
Tampoco fue el único interesado en las dictaduras. En 1927, el portugués António Ferro –amigo de Mário de Sá-Carneiro y de Fernando Pessoa, que ya había escrito un libro sobre D’Annunzio en 1922 y otro sobre la jazz-band en 1923‒ publicó un Viagem á volta das ditaduras (significativamente dedicado «Á saudade e á esperança do encoberto») donde ofreció un animado friso, lleno de entrevistas agudas y de opiniones entusiastas, acerca de las vigentes y lozanas dictaduras italiana, española y turca, vistas desde el rampante autoritarismo luso. Vale la pena leerlo.
¿Qué «Nuevo Orden» cultural podía proponer el fascismo? ¿Cómo elaborar una norma general cuando basaba su idea de cultura en el reencuentro con los orígenes mitológicos de la propia raza? ¿De qué cultura hablamos si se excluye el matiz y la variedad, la duda y el disentimiento, y si no se prevé una evolución continua de formas y de ideas?. Es patente que los dos centros del fascismo optaron por líneas diferentes. En Italia, el fascismo reconoció una parte de la reciente estética moderna y, aunque el futurismo era ya un artefacto que se imitaba a sí mismo, persistió como referencia. La modernidad cosmopolita inspiró también el movimiento Stracittà (el prefijo stra- indica intensificación) que no fue explícitamente fascista, pero sus rivales del grupo que optó por denominarse Strapaese profesaron un nacionalismo popular y terruñero (de cuyas andanzas surgió, por cierto, el futuro pintor del comunismo italiano de posguerra, Renato Guttuso) y fueron fieles cofrades del fascismo. Incluso los primeros pasos del neorrealismo (en la novela y el documentalismo cinematográfico, en parte herederos de Strapaese) surgieron en revistas o en estudios de la Italia fascista.
En la Alemania nazi hubieran sido inviables tales liviandades, pero no por eso el nacionalsocialismo dejó de insertarse en la modernidad: le fue fiel en su devoción por la tecnología, por su uso de la propaganda y por su fe en un futuro mecánico poblado de autopistas, trenes, automóviles y aviones, por los que sintió la misma superstición devota que el comunismo soviético. La contraposición básica residía en decidir qué arte era «sano-idealista-nacional» y cuál podía ser tildado de «decadente-materialista-internacional». Benjamin G. Martin reproduce oportunamente el discurso de Hitler del 18 de julio de 1937, con motivo de la Exposición de Arte Alemán Moderno, celebrada en Múnich, la ciudad de sus primeros éxitos políticos: «Aquellos que hablaban del Arte Nuevo de la Alemania de los últimos años se equivocaban a la hora de comprender la Nueva Edad de Alemania. No son los escritores, sino los combatientes, quienes dan forma a una época nueva: es decir, los líderes que renuevan los pueblos [...]. La inauguración de esta exposición señala el fin de la locura del arte alemán y de la destrucción de nuestra cultura».
Estas palabras, que condenaban el arte individualista y pesimista, aquel que gustaba retroceder a los balbuceos del primitivismo, eran algo más que un nuevo dogma. En las mismas fechas de julio de 1937, y en otro edificio muniqués muy próximo (el Instituto de Arqueología), se mostraba la exposición de Arte Degenerado (Entartete Kunst): Adolf Ziegler, designado por Goebbels como comisario de la muestra, había hecho una selección de casi seis mil cuadros que se habían confiscado previamente en treinta y dos museos. Los escoltaban cartelas burlescas y se exhibían los precios que costaron aquellas pinturas a un Estado en plena crisis de la devaluación del marco alemán. Sus autores eran, como es sabido, Otto Dix, Max Ernst, George Grosz, Vasili Kandinski, Paul Klee, Edvard Munch y Emil Nolde, entre otros. Se dio alguna situación paradójica, como la de Max Beckmann, que era antisemita y el pintor preferido de Goebbels, pero que fue incluido en la lista de proscritos por su evidente primogenitura en la creación de la estética expresionista. Y no faltó la nota trágica en el caso de Ernst Ludwig Kirchner, que vio secuestrados seiscientos de sus cuadros y se suicidó. El título de la exposición provenía de un término difundido por el atrabiliario crítico judío Max Nordau en su abultado panfleto Entartung (Degeneración), de 1892, que había sido en su día una resonante descalificación (de base positivista e incluso progresista) de fenómenos como el naturalismo, el parnasianismo y el simbolismo. La exposición anduvo por varias ciudades hasta 1941; un año después ya se hablaba de «música degenerada» y hubo en Düsseldorf ‒a comienzos de 1938‒ una «Exhibición de Música Degenerada» que anunciaba un cartel, de fondo rojo, en el que un negro, con la estrella de David en la solapa del frac, tocaba el saxo.
¿Qué hacer con la música? Resultaba fácil la condena del jazz, llegado de América de Norte, originario de África y exponente del primitivismo. La música era el arte alemán por excelencia; por supuesto, debía ser nacional, fiel a sus raíces, pero si ese requisito lo colmaba Richard Wagner, tampoco era ajeno a Beethoven o a Brahms, ni a Haydn y Mozart. Debían excluirse, por tanto, las recientes derivas degeneradas que venían del atonalismo, o incluso de la pluralidad desconcertante y proteica de Stravinsky, que era ruso. A la larga, veremos que el problema fundamental, la gran divisoria, la trazó la presencia de muchos artistas judíos, tanto en el mundo de la composición como de la interpretación. Y, sin embargo, a despecho de los gustos convencionales de los jerarcas nazis, se dieron curiosas excepciones. Martin recuerda que el festival de junio de 1937 en Dresde presentó, en coincidencia con la exposición de Arte Degenerado, el estreno del Concierto para cuerda, percusión y celesta, de Béla Bartók, de quien se elogiaba «el más convincente carácter nacional», pero la preciosa obra, una de las cumbres del autor, arranca con una evocación de los doce tonos de la escala cromática y alude fecundamente al atonalismo. Bartók había roto con el gobierno dictatorial de su país natal y en 1940, en una situación personal muy dramática, huyó de Hungría a Estados Unidos.
Quien representaba mejor la herencia de la gran música alemana era Richard Strauss y no se equivocó Goebbels cuando lo puso al frente de la Cámara de Música del Reich en 1934, ni Strauss vaciló a su vez cuando, algún tiempo después, ya en el Consejo Permanente de Compositores (creado por el nazismo), eligió al finlandés Jan Sibelius como su vicepresidente. Sibelius ya no componía desde la Séptima Sinfonía (1924) y Tapiola (1926), ni volvería a hacerlo con la intensidad de los años finiseculares y de comienzos de siglo, cuando fue el bardo musical de la emancipación de su país y ejerció una fuerte influencia en la música británica coetánea, por ejemplo. El aprecio de Sibelius y Strauss era mutuo, pero el primero admiraba también a Bartók, Vaughan Williams y Shostakóvich, que, sin duda, hicieron música nacional en el eco de la tradición sinfónica germana, pero también buscaron infatigablemente otros horizontes.
Strauss cumplió los sesenta y ocho años en Florencia, donde era la estrella del Maggio Musicale ‒creado por los fascistas‒ en su programación de 1937. Y es que nadie representaba mejor la tradición de aquellos Minnesänger cuyas agrupaciones evocó Wagner en Die Meistersinger von Nürnberg. Había nacido en el corazón del apogeo organizativo de la gran música alemana. Era hijo de un trompa solista de la Ópera de la Corte de Baviera que había tocado en los primeros festivales de Bayreuth, aunque Strauss padre aborrecía personalmente a Wagner. Su retoño, sin embargo, era un wagneriano convencido, fue protegido del director Hans von Bülow y realizó una carrera muy rápida. Siempre fue fiel al espíritu trascendentalista alemán, recibió el espaldarazo de Brahms y de Gustav Mahler y, ya al final del siglo, era el gran heredero del poema sinfónico, una invención de Liszt. Sus poemas Una vida de héroe (quizá inspirado por la trayectoria patriótica de Otto von Bismarck) y Así habló Zaratustra (lectura personal de la obra nietzscheana) lo situaron como el nuevo héroe del germanismo musical. Pero no es seguro que quisiera serlo con todas sus indeseables consecuencias: Strauss fue también un provocador (Salomé, Electra) y, sobre todo, un profesional interesado en los réditos de su oficio, un buen burgués decidido a sacar partido de su habilidad y su tibia adhesión al nazismo obedeció a la satisfacción de la vanidad halagada y a la miopía nacionalista. Tenía todos los prejuicios de su clase social, pero no dudó en buscar la exención de las leyes raciales en beneficio de su nuera judía, a la que adoraba. Aceptó el encargo de escribir el himno para los Juegos Olímpicos berlineses de 1936 y rompió su colaboración, aunque no la amistad, con Stefan Zweig, iniciada en la ópera La mujer silenciosa, cuando se señaló públicamente la condición hebrea del escritor austríaco. Y consintió luego que firmara los libretos un colaborador propuesto por el propio Zweig, que era hombre medroso y poco amigo de heroísmos.
Al final de la guerra, Strauss fue acusado de colaboración por las autoridades aliadas y Klaus Mann, el hijo del novelista Thomas, entrevistó para la prensa de Estados Unidos a aquel anciano egoísta y obstinado para quien la guerra había sido, al parecer, una suerte de afrenta personal y el nazismo, un incómodo vecino.
El 1 de noviembre de 1936 Mussolini proclamó la existencia del Eje Roma-Berlín. Había concluido la conquista de Etiopía, a despecho del hipócrita escándalo internacional, mientras el Reich había remilitarizado la región del Ruhr y la política de los hechos consumados empezaba a ser la pauta de los años venideros, como demostró el desarrollo de la guerra civil española. Las muestras culturales de la hermandad se vieron muy pronto. Se celebró una exposición de arte italiano desde 1800 hasta ese momento, en la Academia Prusiana de Berlín, y Hermann Göring –que ya aspiraba a coleccionista‒ subrayó en su inauguración que «las cuestiones culturales son tan importantes como las políticas y económicas». La orquesta del Reich (antes Filarmónica de Berlín), dirigida por Herbert von Karajan, hizo una gira italiana, mientras que la de la Academia Santa Cecilia de Roma y la del Teatro alla Scala de Milán la hicieron por Alemania (el mejor director italiano del momento, Arturo Toscanini, exiliado en Estados Unidos, era un antifascista furibundo).
Hasta The Times habló de un «eje cultural» que, sin embargo, nunca estuvo bien calibrado. Alemania partía del elevado concepto de sí misma, de la superioridad espiritual de lo germánico y de la existencia de un rígido escalafón de los pueblos inferiores. Italia tuvo en 1938 unas leyes raciales equivalentes a las alemanas, pero, a pesar de todo, siguió siendo una sociedad más abierta y menos fanatizada. El fascismo había integrado componentes histórico-culturales amplios y menos dogmáticos que los alemanes y, sobre todo, se sintió heredero de la romanidad, que era algo italiano, pero también universal. Hitler llegó incluso a sospechar que Giuseppe Bottai, el activo ministro de Educación desde 1936, era judío. Y tampoco entendió muy bien la actividad del Instituto Nacional de Relaciones Culturales Extranjeras, que presidió Alessandro Pavolini, un universitario florentino, discípulo de Giovanni Gentile y que acabó sus días colgado en la milanesa Piazza Loreto, al lado de Mussolini y Clara Petacci. Todo hizo patente la diferencia –como señala Benjamin G. Martin‒ entre la idea germánica de Kultur, esencialmente racial, y la preferencia italiana por el término Civiltà, mucho más rica en matices universalistas y, sobre todo, sospechosamente cercana a la noción francesa de civilización, laica, abierta y progresista.
En 1934, el fascismo había creado un Comité de Acción por la Universalidad de Roma, cuya primera actividad fue la convocatoria de un congreso de fascismos europeos, celebrado en Montreux, que sólo registró recelos y divergencias. En 1937 se creó el Ministerio de Cultura Popular, que ocuparon sucesivamente Dino Alfieri y Alfredo Pavolini, donde se integró la proyección exterior del fascismo; sus propósitos y actividad no tuvieron mucho que ver con el siniestro aire del madrugador Ministerio del Reich para Ilustración Popular y Propaganda, que ocupó Joseph Goebbels desde su creación en 1933. Muy pronto, el gran escaparate internacional del ministerio fue la Bienal de Venecia, que ya existía como certamen de artes visuales desde 1895; en 1930 había dejado de ser una actividad del ayuntamiento local para serlo del Estado, bajo la dirección del conde Giovanni Volpi di Misurata, político y empresario, ministro de finanzas con Mussolini y presidente a la par de la Biennale y la agrupación patronal Confindustria. Bajo su dirección se crearon sucesivamente el Festival de Cine (1930), el de Música (1932) y el de Teatro (1934).
Los dos fascismos coincidieron con el régimen soviético en su interés por la industria cinematográfica, un vehículo ideal de propaganda y espectáculo de masas que podía convertirse también en un factor de desmovilización de la inquietud de las clases subalternas. La UFA germana, viejo invento de los últimos días del imperio, y el italiano Instituto LUCE (1924), acrónimo de L’Unione Cinematografica Educativa, fueron los buques insignia de una carrera por dominar la pantalla frente al gigante norteamericano, la eficacia y variedad del cine británico y la indiscutible calidad del cine francés. La batalla se perdió, pero el empeño dio lugar a algunas coproducciones germano-italianas totalmente olvidadas: Condottieri (1937), Giuseppe Verdi (1938) y Mia moglie si diverte (1938). Benjamin G. Martin no lo menciona, pero conviene recordar aquí que las hubo también españolas, después del levantamiento militar de 1936, y lo cierto es que los dineros del Eje cultural contribuyeron a consolidar la industria ‒ya que no la calidad‒ cinematográfica española, que se había iniciado en el cine republicano y que se convertiría en un próspero negocio en los años del franquismo bajo la protección del Estado. Entre las más conocidas de las coproducciones están las dobles versiones que se rodaron por productores españoles en los estudios de la UFA: la primera fue El barbero de Sevilla (1938), dirigida por Benito Perojo, con Estrellita Castro y Miguel Ligero, a la que siguieron en el mismo año Carmen la de Triana, de Florián Rey, con Imperio Argentina y Rafael Rivelles (este fue el motivo de inspiración de una divertida comedia farsesca de Fernando Trueba, La niña de tus ojos) y Mariquilla Terremoto, del mismo Perojo, con Estrellita Castro y Antonio Vico. En Italia hubo también coproducciones: el imprescindible Benito Perojo rodó Los hijos de la noche (1938) y Edgar Neville hizo Carmen fra i rossi (Frente de Madrid, 1939), con Conchita Montes, y La muchacha de Moscú (1942), donde la Montes compartía cartel con Amedeo Nazzari; Santa Rogelia (1939), sobre la novela de Armando Palacio Valdés, fue dirigida por Roberto de Ribón, y la sorpresa es que los créditos del guion recogen la colaboración de Alberto Moravia y Mario Soldati. Hasta un total de dieciocho películas llegaron a rodarse en Italia: las más conocidas fueron Sin novedad en el Alcázar (1940), de Augusto Genina, y Sarasate (1941), del alemán Richard Busch, que dirigió a Alfredo Mayo y Margherita Carosio en los papeles del violinista navarro y la cantante Adelina Patti.
En 1935, Ernesto Giménez Caballero, inventor y empresario del fascismo (y único español que merece una mención, aunque escueta, de Benjamin G. Martin), publicó el libro Arte y Estado. Sus primeros capítulos habían visto la luz en Acción Española, la revista de la derecha monárquica antirrepublicana, a la que nunca repugnó la publicación de textos falangistas si eran «patrióticos». Pero el libro de Giménez Caballero era, más que una expresión de patriotismo fascista, una tesis original que venía a responder a bastantes de las inquietudes del Nuevo Orden cultural: el Estado, forma suprema de la vida colectiva, se había expresado siempre a través de las formas estéticas, y debía seguir haciéndolo cuando el mercado burgués de las artes estaba en franca decadencia. El tema se había discutido en uno de los numerosos convegni venecianos del conde Volpi y allí mismo Eugenio d’Ors formuló un deseo parecido, aunque en dimensiones menores: una evolución del mecenazgo público similar al de los principados de la Italia humanística y un arte que expresara las formas de convivencia y el persuasivo arbitrio del poder, pero sin magnitudes colosales. A Giménez Caballero, sin embargo, le entusiasmaba lo descomunal, no discernía demasiado entre el colosalismo fascista y el soviético y todo parecía darle la razón: las ambiciones de la arquitectura de Estado, el uso y abuso de la cartelística o el retorno de la pintura mural.
¿Un arte transitoriamente politizado o un arte devuelto a su centro natural, el poder político? Walter Benjamin ya había observado que «la alienación de la humanidad es tal que la conciencia de su autodestrucción puede proporcionarle un gran placer. Esta es la situación en que el fascismo iba a inyectar la estética en la política. El comunismo, por su parte, le respondería con la politización del arte». La diferencia entre ambos era capital y los rivales marcaron pronto las distancias. El Primer Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura se celebró en París, en junio de 1935; el segundo tuvo lugar en Valencia, en julio de 1937, con subsedes en el Madrid asediado y en Barcelona. Los convocaban las agrupaciones de escritores –progresistas, socialistas y comunistas‒ que aceptaron desde 1930 una estrategia de colaboración diseñada por el Komintern con insólita habilidad y cuya plasmación política fueron los Frentes Populares que habían ganado las elecciones de febrero de 1936 en España y de mayo del mismo año en Francia.
Las circunstancias de la guerra civil española imprimieron un rumbo de emergencia a la política cultural del Frente Popular, pero en el caso francés la mayor estabilidad de la coalición, que se mantuvo viva hasta abril de 1938 bajo la presidencia del socialista Léon Blum, permitió un despliegue en el que brilló la figura de Jean Zay, primer titular de un Ministerio de Cultura en un gabinete (el gobierno republicano español tuvo, a su vez, un efímero Ministerio de Propaganda que recayó en el periodista Carlos Esplá, en el segundo gobierno de Francisco Largo Caballero). Pero no fueron los únicos casos en los que un Estado progresista intervino directamente en el curso de la cultura: el antecedente más llamativo fue el de México, donde el presidente Álvaro Obregón contó desde 1920 con la colaboración de José Vasconcelos, primero como rector de la Universidad Nacional Autónoma de México y después como secretario de Instrucción Pública; algo posterior fue la política cultural del New Deal (1933-1938) del presidente Franklin D. Roosevelt en Estados Unidos, donde una decidida intervención del Estado reforzó el papel del arte en dos direcciones: la promoción indirecta de una visión más cercana y comprometida de la vida social (las películas de Frank Capra o Preston Sturges fueron la visión amable de lo que reflejaba con mayor dramatismo el teatro de Eugene O’Neill o las novelas de John Dos Passos) y la asignación de programas de ayuda a artistas y grupos a través de la Works Progress Administration.
Que gran parte de la creatividad cultural se había puesto al servicio de la política tuvo una confirmación inmediata en la Exposición Internacional que se inauguró en mayo de 1937 en París y que el Gobierno del Frente Popular tomó como cosa propia. En su ya lejano origen, las exposiciones universales habían sido exhibiciones de los «avances de la humanidad» y ecos de la curiosidad geográfica y etnográfica que trajo la expansión colonial (no muchos años antes, Londres vio una resonante Exposición del Imperio Británico, en 1924, y París, que no quiso ser menos, organizó su Exposición Colonial de 1931, amplia y lujosamente instalada en el Bois de Vincennes). Estos propósitos de exhibición de musculatura nacional y de adoctrinamiento de masas impregnaron la exposición de 1937, casi una protocolización previa del conflicto bélico que se venía venir. Los fotógrafos se complacieron en retratar juntos los remates de los pabellones soviético, alemán e italiano: el primero, coronado por las estatuas gigantescas de un hombre y una mujer corriendo juntos y enarbolando la hoz y el martillo, símbolos de la agricultura y el trabajo industrial; el pabellón de la Alemania nazi llevaba una gran acrotera en la que campeaba una esvástica y el de Italia lo remataba un friso de estatuas clásicas que representaban las corporaciones del Estado fascista. Hubo pinturas murales (o en grandes formatos) en todas partes: la más universal, por supuesto, fue el Guernica, encargado por el gobierno para el Pabellón de la República Española, pero también Mario Sironi decoró con un fresco una pared del Pabellón de Italia, y el Pabellón del Vaticano (que asumió la representación de la España de los sublevados) encargó a José María Sert un cuadro de gran formato, La intercesión de santa Teresa en la guerra civil española.
La guerra estalló al fin, y con ella llegaron las fulgurantes victorias de la Wehrmacht. Desde el despacho de Alfred Rosenberg se proclamó el final del «encanto» de la cultura francesa y Joseph Goebbels comprobó que, por fin, París adquiría el rango de una ciudad de provincias. Aunque casi simultáneamente, como recuerda Benjamin G. Martin, el Reich pensó en convertirla en sede de una Oficina de Cooperación Intelectual, que sustituyera en el Nuevo Orden a las organizaciones internacionales surgidas después de 1918. Hitler aplicó –como apunta con ironía Martin‒ una suerte de renovación de la doctrina Monroe para uso y disfrute alemán: lo que fuera auténticamente europeo encontraría su mejor destino en la supremacía germana. Y se aplicó a esa tarea en el peculiar caso francés. El embajador del Reich en París, Otto Abetz, ya lo fue entre 1938 y 1939 y, aunque afiliado al partido nazi desde 1931, había sido uno de los más activos peones del acercamiento cultural franco-alemán de la preguerra y prosiguió su labor después de 1940 con la ayuda de sus dóciles amigos colaboracionistas, que no fueron pocos.
También Italia celebró la llegada del Nuevo Orden, aunque con más moderación. La revista Critica Fascista apostilló que se producía «la crisis del concepto romántico-liberal que enfatizaba la autonomía individual en cualquier actividad», pero muy pronto los éxitos bélicos no acompañaron su designio de ser la heredera del imperio romano. Su gran proyecto cultural fue la Exposición Universal de 1942 (llamada E42, y, luego, la EUR: al fascismo le encantaban las siglas), que hubiera sucedido a las de Chicago en 1933 y Nueva York en 1939, pues la Exposición parisiense de 1937, que hemos reseñado, solamente tuvo el rango inferior de «Internacional». Nunca se celebró, por supuesto, pero permanecen algunos de sus edificios en la zona sudeste de Roma ‒camino del mar y del actual aeropuerto de Fiumicino‒, a la que se asignaba la función de ser una futura ciudad de negocios. Su arquitectura, de corte moderno pero inevitablemente retórico, resultó ser un compromiso entre el estilo clasicista de Marcello Piacentini y el racionalismo moderno de Giuseppe Pagano. Paralelamente a la exposición, el filósofo Giovanni Gentile –referente ideológico del fascismo y una de las escasas víctimas de la guerra civil de 1943-1945‒ concibió una muestra dedicada a la Civiltà Italiana, que diseñó con la ayuda de dos jóvenes historiadores, Federico Chabod y Delio Cantimori, que no mucho después de 1945 serían dos bastiones de la nueva historia intelectual de su país.
Al regreso de un viaje a Berlín, ya iniciada la guerra, el conde Ciano confidenció a Mussolini –su suegro y jefe‒ que la consigna más repetida en medios políticos alemanes era la de «solidaridad europea». Y un paso en ese sentido fue el congreso cuya descripción ocupa el capítulo final de la obra de Martin bajo el significativo título de «Usos y desventajas de una cultura völkisch [étnica]». Se reunió en Weimar, lugar sagrado de las letras alemanas, el 24 de octubre de 1941, con el objetivo de lanzar la Unión Europea de Escritores. El presidente del encuentro fue el novelista Hans Carossa y el secretario, Carl Rothe (un año después se propuso la vicepresidencia a Giovanni Papini, que no la aceptó). Al primero no le faltaban méritos: médico, poeta, narrador, combatiente en la Primera Guerra Mundial, fue un humanista trágico que se movió en el terreno equívoco entre la grandeza y la soberbia. En 1938 se le distinguió con el Premio Goethe, pero en 1945 estuvo perseguido por derrotista. Fueron invitados cuarenta siete escritores extranjeros originarios del nuevo mapa europeo, que incluía naciones nuevas (Eslovaquia o Croacia), neutrales (Suiza y Suecia), políticamente comprometidas con el Eje (Italia, España, Rumanía, Bulgaria, Hungría, Finlandia) y representaciones de los países sojuzgados, donde siempre hubo un notable grupo de renegados (Bélgica, Francia, Dinamarca, Holanda y Noruega). Lo más significativo, sin embargo, fue la ausencia de muchos invitados italianos. Acudieron el gran comparatista Arturo Farinelli y el historiador antisemita Alfredo Acito, pero Papini arguyó en su descargo su escaso conocimiento del alemán y la mala salud, y el exitoso novelista Riccardo Bacchelli (que acaba de publicar su mejor obra, El molino del Po) renunció directamente a la invitación. La representación española se redujo a Ernesto Giménez Caballero, que había aumentado su currículo de fascista internacional al ganar en 1937 el premio de la Academia de Italia por el libro Roma, risorta nel mondo (Roma Madre en su versión española de 1939), pero no logró encontrar un traductor alemán para Genio de España, su ensayo de 1932. Aunque la anécdota más singular de su viaje fue la propuesta de concertar, por medio de Magda Goebbels, el matrimonio de Adolf Hitler y Pilar Primo de Rivera. Tampoco acudió el más notable de los invitados y, sin disputa, la figura literaria más significativa de cuantos se proclamaron fascistas: el premio Nobel de 1920, el noruego Knut Hamsun, envió sólo un caluroso telegrama, aunque algo después visitó a Hitler en el Berghof. No parece que fuera una visita muy amable, y así lo refleja Per Olov Enquist en el excelente guion que escribió para la película Hamsun (1995), de Jan Troell.
Pero a lo largo de 1943 todos los buenos propósitos del Congreso quedaron en nada en un año que fue aciago para las armas del Eje: se inició con la derrota norteafricana de los dos aliados, siguió en el desembarco de julio en Sicilia (y la caída de Mussolini) y, ya en el invierno, vino el desastre del Sexto Ejército alemán en el cerco de Stalingrado. Martin cierra su evocación con el recuerdo de la inauguración del Instituto Alemán de Venecia en 1944, al que asistieron únicamente militares, y en el que se interpretaron –manes de la fraternidad del Eje‒ cuartetos de Giovanni Paisiello y de Joseph Haydn. No muy lejos de allí, el palacio Ca’ Giustinian, que había visto los trabajos y sesiones de la Biennale, albergaba ahora los servicios de propaganda de la Wehrmacht y la delegación de la policía secreta de la República Social Italiana.
Así acabaron las andanzas del Nuevo Orden cultural europeo. Los protagonistas de aquel congreso y de otras andanzas que se han evocado tuvieron suerte diversa. Robert Brasillach y Pierre Drieu La Rochelle, divos fulgurantes del Congreso de 1941 en Weimar, pagaron su desatino con la vida. Pero antes, haber criticado su presencia allí costó la detención al joven periodista Jacques Decour, que fue entregado a los alemanes por la policía de Pétain y posteriormente asesinado. Richard Strauss salvó su responsabilidad dejando algún jirón de su dignidad, pero no su genio, que todavía brilló en la ópera Capriccio (estrenada en Múnich ‒bajo las bombas‒ en octubre de 1942) y en las prodigiosas Cuatro Últimas Canciones, escritas en Suiza. Karl Böhm, Wilhelm Fürwangler y el muy joven Herbert von Karajan reanudaron sin mayores problemas su brillante carrera como directores de orquesta, que culminó en la época dorada de la discografía (años cincuenta y sesenta). La novelista búlgara Fani Popova-Mutafova, que fue una de las triunfadoras de 1941 y dio conferencias por toda Alemania, recibió una severa condena de cárcel en su país y no volvió a publicar hasta veinte años después. Otro invitado, el belga de lengua flamenca Felix Timmermans, tuvo más suerte y murió en paz en 1947, aunque había sido director de la prensa flamenca pronazi. En 1976, su libro más famoso, Pallieter (1916), seguía siendo la lectura de todos los ruralistas y optimistas; se estrenó un musical inspirado en sus páginas y se rodó una película –en holandés– en cuyo guion participó Hugo Claus, paradójicamente el novelista que escribió en La pena de Bélgica (1985), la más corrosiva sátira del colaboracionismo flamenco. Otros hallaron también buen acomodo: el dramaturgo finlandés Arvi Kivimaa, participante del Congreso de Weimar, llegó a ser presidente del Instituto de Teatro de la UNESCO. Los herederos del nacionalismo húngaro de 1944, los populistas de Viktor Orbán, restituyeron el crédito de József Nyirő, un escritor popular de temas rurales, sacerdote católico en su juventud, y uno de los fundadores del partido de la Cruz Flechada, además de invitado en Weimar. Logró asilo en el hospitalario Madrid de finales de los años cuarenta y allí murió en 1953. En 2012 se le desenterró para darle sepultura con la pompa del caso en su pueblo natal de Transilvania, ahora en territorio rumano (donde su recuerdo se mantuvo en la época de Nicolae Ceaușescu, que incluso pagó una pensión a su viuda). Como recuerda Benjamin G. Martin, Jean-Paul Sartre escribía en 1947 ‒con bastante razón‒ que a menudo invocar la palabra Europa «evoca el crujido de las botas de la Europa nazi».
El fascismo no ha muerto del todo. Pero la Cultura de Estado e incluso el Estado Cultural –que recibió en 1992 las críticas de un inteligente panfleto de Marc Fumaroli‒ ha sobrevivido muy bien, porque es más heredero de la noción de patrimonio nacional que se forjó en el siglo XIX liberal que de las formas espectaculares, dirigistas y autosatisfechas que legaron los años treinta y cuarenta. Aunque veamos despuntar más de una vez ‒en la izquierda o en la derecha‒ las viejas maneras del populismo cultural.
Sin embargo, el horror de los sueños del Nuevo Orden totalitario sobrevive en la literatura insomne de algunos escritores. La primera novela de Patrick Modiano, La Place de l’Étoile (1968) –traducida como El lugar de la estrella‒ fue una evocación que jugaba entre la autobiografía, la invención y la historia a propósito del recuerdo del colaboracionismo intelectual, que ha sido tema recurrente en la trayectoria posterior del escritor. La novela del norteamericano Jonathan Littell, Les bienveillantes (2006), es una crónica (y una larga pesadilla) acerca de la Segunda Guerra Mundial, que desgrana un cínico y cultivado oficial alsaciano, Maximilian Aue, y que incluye un espléndido friso de la literatura collabo en el París ocupado. Algo después, el biógrafo Pierre Assouline fantaseó en su novela Sigmaringen (2014) sobre el final de los protagonistas de la traición de Francia en el castillo alemán donde Hitler los confinó y los dejó a la merced de sus recuerdos y sus odios.
No es casual que algunos escritores latinoamericanos hayan sentido la misma fascinación por un pasado remoto y distante que, pese a todo, tuvo tanto que ver con Chile, México y Argentina. El chileno Roberto Bolaño publicó en 1996 su inventada (pero muy verosímil) novela La literatura nazi en América, en forma de un diccionario de autores del que uno de ellos, Carlos Ramírez Hoffman, se desprendió para protagonizar ese mismo año (como Carlos Wieder) Estrella distante, impresionante relato sobre el terror fascista de Pinochet. Y en 2010 se publicó póstumamente El Tercer Reich, que es, en realidad, la historia de un juego electrónico y de su inventor, pero también constituye la persistencia de una obsesión. En 1999, el mexicano Jorge Volpi contó la historia de un teniente norteamericano –que no por azar se llama Francis Bacon‒ que, en 1989, persigue en Alemania los recuerdos sobre la fabricación de la bomba atómica en la memoria del matemático loco Gustav Links, encerrado en un manicomio de Alemania Oriental. En la trayectoria del argentino Patricio Pron hay también una explícita búsqueda del pasado agorero en su cuarta novela, El comienzo de la primavera (2008), donde un joven estudioso indaga en la vida de un filósofo alemán, discípulo de Heidegger. Y en 2016, Pron inventó y narró, en otra compleja textura del pasado y el presente (No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles), la historia de un congreso imaginario de escritores fascistas –como el de Weimar en 1941‒ que hubiera debido celebrarse en marzo de 1945 en Pinerolo, a la sombra de la República de Salò. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt