viernes, 16 de junio de 2023

De Berluscomi

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Roberto Saviano, va de Berlusconi. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 










Berlusconi deja un país con la política destruida
ROBERTO SAVIANO
13 JUN 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Con Berlusconi no acaba una era, como muchos están diciendo y escribiendo. Berlusconi se ha ido pero detrás ha dejado escombros. Desde 1994, los golpes de piqueta contra la política, el sentido de las instituciones, la implicación de los ciudadanos y la percepción de que votar servía para cambiar las cosas nos han traído directamente hasta nuestros días. A que votar sea hoy un ejercicio de confianza que pocos están dispuestos a ejercer. De confianza o de conveniencia. Se dirá que lo mismo ocurre en otros lugares, pero Berlusconi es un político exquisitamente italiano. Solo en parte, porque dominó la política italiana pero también dejó huella en la europea, sentó un precedente e indicó el camino incluso a Trump, que lo presentó como referencia cuando fue elegido presidente de Estados Unidos. La alianza con Putin, la amistad con Erdogan, el acuerdo con Gadafi para la construcción de campos de internamiento con el propósito de impedir el paso a los migrantes en tránsito… Precisamente este último pacto es el que se recuerda hoy que el Gobierno italiano y la Unión Europea están negociando con Kais Saied, el presidente tunecino, que ha suspendido la democracia, para que cierre el paso a los migrantes en Túnez con métodos similares. Pagando a milicias, suspendiendo el respeto a los derechos humanos, convirtiendo la cuestión migratoria en unas personas a las que hay que detener.
Y en Italia, hoy observamos con impotencia los escombros dejados por una televisión comercial que ha obligado a la pública a rebajarse también, los escombros de un populismo trasegado en la política institucional que hizo posible el Movimiento 5 Estrellas, un movimiento que, al menos al principio, no fue sino una reacción a los abusos de las políticas de Berlusconi. Pero el populismo de Berlusconi era un populismo dorado, contaba con dinero y con unos medios de comunicación que siempre empleó para golpear a sus adversarios —no solo políticos— y fortalecer a sus aliados. Hablando claro: Matteo Salvini y Giorgia Meloni, sin Berlusconi y la enorme ayuda que les dio, no habrían hecho nada en la política italiana. Sin una campaña permanente en las cadenas de Mediaset, Salvini no habría conseguido que la Liga creciera de forma exponencial en las elecciones de 2018 ni Meloni habría ganado las de 2022.
Ni siquiera hoy puedo interpretar los acontecimientos de los últimos 30 años con cierta indulgencia, porque Berlusconi nos acostumbró a lo peor, a las leyes ad hominem, desde los decretos Berlusconi del Gobierno Craxi en los años ochenta, que iban a regular temporalmente la radio y la televisión, hasta las que solo servían para que Berlusconi pudiera defenderse, no como acusado en los juicios, sino de la propia justicia. Berlusconi incluyó en las listas de los partidos que dirigía y llevó al Gobierno a personas cuya relación con las organizaciones criminales que han martirizado al país quedó demostrada posteriormente. Algunos de los más leales, como Marcello Dell’Utri (fundador de Forza Italia) y Nicola Cosentino (que fue nada menos que subsecretario de Economía en el mismo Gabinete de Berlusconi en el que Giorgia Meloni fue ministra de Política Juvenil), han acabado condenados por complicidad con asociación mafiosa, lo cual dice mucho de la despreocupación con que Berlusconi seleccionaba a los líderes pertenecientes a su ámbito político.
Con Berlusconi no acaba nada, porque los hombres y mujeres que crecieron políticamente e hicieron carrera con él siguen en el Gobierno. Y no acaba nada porque estos hombres y mujeres van a gestionar una cantidad inimaginable de dinero, la avalancha de financiación del PNRR (Plan Nacional de Recuperación y Resiliencia), que será difícil de controlar, con los escasos espacios informativos democráticos que quedan en Italia. Esto es obra de Berlusconi, que demostró que todo el mundo tiene un precio, que se puede comprar a todos, que la realidad y la verdad dependen solo de cuánto se quiera gastar para cambiarlas, reescribirlas y reinventarlas.
A esto se añaden la afición a la mentira y la idea de impunidad. Poder contar las mentiras más absurdas, como el asunto de la supuesta sobrina de Mubarak, la menor detenida mientras estaba al cuidado de la higienista dental de Berlusconi y después consejera regional por el PdL Nicole Minetti. Berlusconi convirtió la política italiana en algo impensable, estrictamente personal, profundamente suyo. Todo parecía pertenecerle, y de ahí la gran hipocresía: se atribuyó a sí mismo una reputación de gran liberal, pero hoy, treinta años después de su entrada en política, puede decirse que destruyó por completo la cultura liberal italiana y compró el pensamiento libre.
Y Silvio Berlusconi ha tenido suerte, porque, gracias a la pietas que acompaña a la muerte en un país tan profundamente católico como Italia —un país que prefiere olvidarse de lo malo y no recordar más que lo que, a fin de cuentas, se puede dejar pasar—, ha fallecido con todas las televisiones italianas vinculadas a él de una u otra forma. La RAI, la televisión pública, depende mayoritariamente del Gobierno de Meloni y, por tanto, es obediente. Las cadenas que le pertenecen le son leales. De manera que hoy todo se vuelve bueno, todo es simpatía, licencia poética, deseo de libertad y ligereza, incluso su imagen junto a Putin simulando disparar una ametralladora en una rueda de prensa, después de lo que le pasó a Anna Politkóvskaya. Incluso la cercanía política y empresarial con Putin, en estos momentos, se convierte en prueba de lealtad, de amistad profunda y real.
Berlusconi muere y deja detrás un país con la política destruida. No seguimos recogiendo escombros, porque a estas alturas ya nos han sepultado. Comprendo la pietas, y hoy se debe tener el valor de decir que no estamos hablando del Berlusconi político, que hoy solo hay hueco para el hombre, para el duelo callado ante la muerte. Pero esta santificación política a posteriori es una vergüenza para la democracia y un insulto a la verdad. Roberto Saviano es periodista, escritor y ensayista.


































[ARCHIVO DEL BLOG] En defensa de la Ilustración. [Publicada el 19/07/2018]









Hace un mes casi exacto, el 18 de junio pasado, publicaba en el blog una entrada titulada Contra la Ilustración. Hoy, como ven, toca defenderla, aunque en realidad el tema va sobre el progreso moral y social humano. Un servidor, hijo de la Ilustración, se declara como escéptico al respecto, lo que en realidad viene a ser una confesión de optimismo impenitente..., vapuleado por la realidad de cada día...Jan Martínez Ahrens, filósofo y periodista entrevista hace unas semanas en El País Semanal a Steven Pinker, una de las grandes figuras de la psicología cognitiva y un especialista en el binomio mente-lenguaje. Dialéctico incansable e innegociable, su nuevo libro, ‘En defensa de la Ilustración’, vuelve a cargar contra los profesionales del apocalipsis. Contra los irredentos de “el mundo va cada día peor y solo nosotros podemos salvarlo”. Hombre de ciencia y de pensamiento, el catedrático de Harvard ajusta cuentas con los populistas y con los enemigos del progreso.
Hace ya mucho tiempo, comienza diciendo Ahrens, que Steven Pinker (Montreal, 1954) mató a Dios. Fue en Canadá, al entrar en la adolescencia y descubrir que no lo necesitaba para nada. “Cuando empecé a pensar en el mundo, no le encontré sitio y me di cuenta de que no me servía ni siquiera como hipótesis”, explica. Arrancó entonces un idilio con la ciencia que 50 años después no ha dejado de crecer. Considerado uno de los psicólogos cognitivos más brillantes del planeta, sus trabajos académicos, centrados en el binomio lenguaje-mente, y sus obras de divulgación, como La tabla rasa (2002) y Los ángeles que llevamos dentro (2011), han roto tantos moldes que muchos le ven como un adelantado de la filosofía del futuro.
No es una descripción que le agrade a Pinker, pero es imposible sustraerse a ella al repasar su obra. Cada uno de sus libros ha generado ondas sísmicas de largo alcance. Debates globales en los que este catedrático de Harvard, firme defensor de las bases genéticas de la conducta, nunca ha rehuido el cuerpo a cuerpo y que le han valido la fama de dialéctico invencible. Desde esa altura, vuelve ahora a la carga con una obra mayor. Un trabajo que ha cosechado el aplauso internacional y que Bill Gates ha definido como su “libro favorito de todos los tiempos”.
En defensa de la Ilustración (editorial Paidós, 550 páginas, traducción de Pablo Hermida Lazcano) es ante todo un ajuste de cuentas con los enemigos del progreso. Aquellos que piensan que el mundo no deja de retroceder y que solo ellos pueden salvarlo. Son adversarios bien conocidos y temibles. Donald Trump, el Brexit, el populismo y los nacionalismos tribales forman parte de esa cohorte oscura, adversaria de los valores de la Ilustración.
“Los ideales de razón, ciencia y humanismo necesitan ser defendidos ahora más que nunca, porque sus logros pueden venirse abajo. El progreso no es una cuestión subjetiva. Y esto es sencillo de entender. La mayoría de la gente prefiere vivir a morir. La abundancia a la pobreza. La salud a la enfermedad. La seguridad al peligro. El conocimiento a la ignorancia. La libertad a la tiranía… Todo ello se puede medir y su incremento a lo largo del tiempo es lo que llamamos progreso. Eso es lo que hay que defender”, explica Pinker.
Pinker está sentado en su despacho de la Universidad de Harvard. A su alrededor se respira silencio. La novena planta del William James Hall, diseñado en 1963 por el arquitecto Minoru Yamasaki, es un estanque de luz líquida desde el que se contempla Cambridge (Massa­chusetts) y su lluvia de mayo. Dentro, en el departamento de Psicología Cognitiva, unos pocos alumnos merodean por la oficina del profesor. Hay libros especializados, moldes de cerebros y algún que otro ordenador. Dos sillones violetas invitan a sentarse. Pinker lo hace sin dejar de mirar a su interlocutor. Con su aspecto de rockero superviviente de los setenta, se le ve tranquilo, en su ambiente. Durante más de una hora, contestará a las preguntas con largueza. Curtido en mil debates, sabe que su propia calma refleja mejor que nada la fuerza de sus convicciones.
La Ilustración, en su definición, se vincu­la al capitalismo. Un concepto que ha entrado en crisis, ¿no? Ilustración y capitalismo van juntos, pero hay una confusión muy extendida. Muchos intelectuales entienden el mercado como el libre mercado, lo identifican con el anarcocapitalismo o el liberalismo extremo. Y no son la misma cosa. El propio Adam Smith fue claro al respecto.
Pero con la Gran Recesión, una parte importante de la población, sobre todo la más joven, ha llegado a la conclusión de que el capitalismo y las instituciones que lo sustentan les han fallado. Y han dejado de confiar, se sienten los perdedores de la globalización. ¿Qué les diría? Lo primero, que miren los datos. Ni la globalización ni los mercados les han empobrecido. La realidad es bien distinta. La pobreza extrema ha descendido un 75% en 30 años. Lo segundo, no hay incompatibilidad entre los mercados y las regulaciones. Por el contrario, la experiencia de la Gran Recesión nos mostró que se debe evitar el caos de los mercados desregulados. Lo tercero, hay que recordar el poder de los mercados para mejorar la vida. El mayor descenso en la pobreza de la historia de la humanidad se ha dado probablemente en China y se ha logrado no mediante la redistribución masiva de riqueza desde los países occidentales, sino por el desarrollo de instituciones de mercado.
Eso es mejora económica, pero no más libertad. La libertad económica suele ir acompañada a menudo de otras formas de libertad. Corea del Sur, aparte de gozar de una economía de mercado, es un lugar mucho más libre y placentero que su vecino del norte. Cuando los países abandonan el mercado, como Venezuela, se hunden en la miseria. Ocurrió con la Unión Soviética, la China de Mao, la Alemania del Este anterior a la caída del Muro…Vale, el mundo es un lugar mejor y los mercados ayudan a ello. Pero entonces, ¿por qué asistimos a un ascenso del populismo? Nadie lo sabe con certeza. Seguramente la Gran Recesión contribuyó a ello. En Europa hubo además un factor añadido. Al tiempo que se registraba una fuerte corriente migratoria desde los países musulmanes, aumentaba el terrorismo yihadista y se exageraba su riesgo. El resultado fue que el miedo y el prejuicio anidaron en muchos ciudadanos y se generó una reacción. No es algo nuevo. Los populistas están en el lado oscuro de la historia. Se sienten inquietos y marginados frente a esa corriente gradual e inexorable que conduce al cosmopolitismo, la liberalización de las costumbres, los derechos de las mujeres, los gais, las minorías… Eso asusta a esos hombres blancos mayores que forman su núcleo, que apoyan a Trump, al Brexit, a los partidos xenófobos europeos.
¿Cuál es la ideología de fondo de ese movimiento? Tienen en común una mentalidad tribal, la misma que conduce al nacionalismo y al autoritarismo. Sienten hostilidad hacia las instituciones, buscan un líder natural que exprese la pureza y la verdad de la tribu. Les cuesta aceptar la idea democrática e ilustrada de que el gobernante es un custodio temporal del poder sometido a deberes y limitaciones.
Es decir, rechazan el control de las instituciones democráticas. Efectivamente. El énfasis de la Ilustración en las instituciones parte de la idea de que, dejados a su naturaleza, los humanos acabarán haciéndolo mal, agrediéndose, luchando por el poder… Frente a esto, no procede intentar cambiar la naturaleza humana, como siempre han buscado los totalitarismos, sino utilizar la propia la naturaleza humana para frenarla. Como dijo James Madison [presidente de EE UU de 1809 a 1817], la ambición contrarresta la ambición. De ahí el sistema de contrapoderes. Por supuesto que los líderes pretenden maximizar su poder, pero si los tribunales y los legisladores, aunque no sean ángeles, se les enfrentan, se neutralizan y se previene la dictadura.
¿Les ve ganando el pulso? No sé si el populismo vencerá a las fuerzas de la Ilustración, pero hay razones para pensar que no. Aunque Trump se empeñe en ello, los avances son muy difíciles de revertir. El populismo tiene una fuerte base rural y se extiende por las capas menos cultas de la sociedad. Pero el mundo es cada vez más urbano y educado. La generación de Trump, de hecho, desaparecerá y tomarán el poder los millennials, poco amigos del populismo.
Y mientras eso llega, ¿no está el mundo en peligro con Trump? Pues sí. Su personalidad es impulsiva, vengativa y punitiva. Y tiene el poder de declarar una guerra nuclear. Esas son razones suficientes. Pero además se opone a las instituciones que han permitido el progreso. Rechaza el comercio global, la cooperación internacional, la ONU… Si en estas últimas décadas no hemos sufrido una guerra mundial se debe a una serie de compromisos mutuos que parten de la premisa de que somos una comunidad de naciones y tomamos decisiones en consecuencia. Trump amenaza todo ello. Ha abandonado la aspiración de Obama de un mundo sin armas atómicas, ha rechazado el pacto con Irán y ha modernizado el arsenal nuclear… Sus instintos autoritarios están sometiendo a un test histórico al mundo y a la democracia estadounidense.
¿Y cuál es su pronóstico? Pienso que vencerán las instituciones. Hay muchas fuerzas opuestas a lo que dice Trump y que le impiden materializarlo. Incluso han surgido líderes carismáticos que se alinean con los valores de la Ilustración, como Justin Trudeau y Emmanuel Macron…
No parecen suficientemente fuertes. Para vencer al populismo se debe además reconocer el valor del progreso. Hay un hábito muy extendido entre intelectuales y periodistas que consiste en destacar solo lo negativo, en describir el mundo como si estuviera siempre al borde de la catástrofe. Es la mentalidad del default. Trump explotó esa forma de pensar y no encontró resistencia suficiente en la izquierda, porque una parte estaba de acuerdo. Pero lo cierto es que muchas instituciones, aunque imperfectas, resuelven problemas. Pueden evitar guerras y reducir la pobreza extrema. Y eso debe formar parte del entendimiento convencional de cada uno.
Es usted un optimista. Me gusta más definirme como un posibilista serio.
Frente a ese posibilismo, después de dos guerras mundiales, la bomba atómica, la proliferación de armas y el terrorismo, mucha gente no cree que el mundo sea un lugar mejor. ¿Están completamente equivocados? ¿No es necesario cierto pesimismo para no caer en la complacencia? Hay que ser realistas. Las cosas siempre pueden ir a peor y es cierto que la complacencia impide ver los peligros. Un riesgo es el fatalismo, la idea de para qué hay que molestarse en mejorar el mundo si el mundo no hace sino empeorar; son aquellos que piensan: si no es el cambio climático, serán los robots los que acaben con nosotros. El otro es el radicalismo. Mucha gente joven ve acertadamente errores en el sistema. Y eso es bueno, pero si se acaba pensando que las instituciones son tan disfuncionales que no merece la pena mejorarlas, entonces se entra en el terreno de las soluciones radicales: todo puede ser destruido porque nada vale. Mejor edificar sobre las cenizas. Ese es un error terrible, porque las cosas se vuelven mucho peores.
¿Es el nacionalismo uno de esos factores de destrucción? Crecí en Quebec y las tensiones que hay en España no me son ajenas. El nacionalismo corre siempre el riesgo de hacerse maligno, pero puede ser benévolo, si funciona como un contrato social y se basa en la residencia, no en las creencias religiosas, clánicas o tribales. La mente humana, de hecho, tiene una categoría flexible de tribu: puede referirse a la raza, pero también a un equipo deportivo, a Windows contra Mac, a Nikon frente a Canon. Y además cabe su despliegue en múltiples niveles: uno puede estar orgulloso de ser de Harvard, de Boston, de Massachusetts y del mundo. Si nuestro sentido de nación coexiste con nuestro sentido de ser europeos y, más importante aún, de ser humanos y ciudadanos del mundo, puede ser benigno. El nacionalismo es pernicioso cuando se parte de una imposición tribal y se entiende como una suma cero: nuestra nación solo puede prosperar si a otras les va peor.
¿Ayudan las redes sociales al populismo? El populismo las ha usado. Ahora bien, no quiero echar la culpa de todo a las redes sociales. Eso se ha puesto muy de moda: hay un problema y se les atribuye la culpa. Las redes pueden ser usadas positivamente, como hizo Obama.
Leyendo su libro es casi imposible no ser optimista con el devenir del mundo. Pero cuando uno lo cierra y mira las noticias, el pesimismo vuelve. ¿Está el problema en los medios? El periodismo tiene un problema inherente: se concentra en acontecimientos particulares más que en las tendencias. Y le resulta más fácil tratar un hecho catastrófico que uno positivo. Esto acaba generando una visión distorsionada del mundo. El economista Max Roser lo ha explicado. Los periódicos podrían haber recogido ayer la noticia de que 137.000 personas escaparon de la pobreza. Es algo que lleva ocurriendo cada día desde hace 25 años, pero que nunca ha merecido un titular. El resultado es que 1.000 millones de personas han escapado de la pobreza extrema y nadie lo sabe.
Volviendo al principio. La Ilustración se apoya en el progreso. ¿Pero no es irracional ser tan optimista? A fin de cuentas, la creencia de que las cosas siempre irán mejor no es más racional que la creencia de que todo irá siempre a peor. Ser incondicionalmente optimista lo es, es irracional. Hay una falsa creencia, procedente del siglo XIX, de que evolución equivale a progreso. Pero la evolución, en un sentido técnico y biológico, trabaja en contra de la felicidad humana. La biosfera está llena de patógenos que están en constante evolución para enfermarnos. Los organismos de los que dependemos para alimentarnos no quieren ser nuestro alimento. La vida es una lucha. Y el curso natural de los acontecimientos es terrible. Pero la ingenuidad humana hace caso omiso a estos problemas. Hay una falacia muy común que conceptualiza el progreso como una fuerza mística del universo que destina a los humanos a ir a mejor. Siempre a mejor. Y eso, simplemente, no es así. Tenemos una esperanza razonable de progreso si las instituciones humanas sacan lo mejor de nosotros, si nos permiten adquirir nuevos conocimientos y resolver problemas. Pero eso no siempre ocurre. Hay muchas fuerzas que naturalmente empeoran las cosas.
Pinker, con una sonrisa tenue, ha terminado. Educadamente, se levanta y se encamina a la sesión de fotos. De lado y de frente, se deja llevar por el departamento de Psicología Cognitiva e incluso posa junto a una sinuosa masa color canela guardada en formol. Al terminar, la observa y comenta: “Este cerebro es real”. Los alumnos miran de reojo a su maestro y siguen trabajando en silencio. Fuera, llueve sobre Cambridge. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





 






jueves, 15 de junio de 2023

De razas, racismo y genética

 








Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del genetista Carlos López-Fanjul, va de razas, racismo y genética. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 










Razas, racismo y genética
CARLOS LÓPEZ-FANJUL
09 FEB 2022 - Revista de Libros
Reseña del libro Cómo rebatir a un racista: historia, ciencia, raza y realidad, de Adam Rutherford, Ediciones Paidós, 2021
harendt.blogspot.com

El significado de la voz raza que ofrece el actual diccionario de la Real Academia, expresado como «cada uno de los grupos en que se subdividen algunas especies biológicas y cuyos caracteres diferenciales se perpetúan por herencia», es tan políticamente correcto como poco informativo, al no concretar en manera alguna ni a qué especies se refiere ni cuáles son los atributos hereditarios a tener en cuenta para encasillar en cada una de ellas a los distintos grupos que la componen. Algo más precisa, quizás por obra del subconsciente académico, es la especificación de etnia como «comunidad humana definida por afinidades raciales, lingüísticas, culturales, etc.», que implícitamente remite al uso común del término raza en lo que respecta al ser humano, alusivo a conjuntos de individuos que comparten un mismo origen geográfico más o menos remoto, cuyos rasgos distintivos abarcan características físicas externas como color de la piel, tipo de cabello, o rasgos faciales, junto con cualidades conductuales entre las que se incluyen temperamento, moralidad y capacidad intelectual. En otras palabras, a pesar de manifestaciones en contrario o premeditados silencios, cabe pensar que, para muchos, sigue aún vigente en líneas generales la clasificación propuesta por Linneo en su Systema Naturae (1758), que no pasa de ser una verbalización de las opiniones racistas de su época, al subdividir al Homo sapiens en cuatro grupos: europeos blancos, americanos cobrizos, asiáticos cetrinos y africanos negros, respectiva y supuestamente gobernados por leyes, atavismos, sentimientos o caprichos específicos. Pasados algo más de dos siglos, el catálogo oficial de razas del Census Bureau norteamericano (blancos, africanos, indios americanos, asiáticos e isleños del Pacífico) coincide prácticamente con el linneano, a pesar de su insistencia en que la configuración de dicha lista obedece exclusivamente a criterios sociales y no biológicos. Al aumentar el repertorio de caracteres diagnóstico propio de la taxonomía al uso, el número de razas humanas propuesto por los especialistas blancos llegó a alcanzar varias decenas, pero todos ellos coincidían en situar a la suya en la cúspide de la estructura poblacional de la especie. Es más, Linneo propuso una segunda especie, el Homo monstruosus, que englobaba entre otros a patagones, hotentotes e, incluso, indígenas canadienses.
A exponer lo que la genética puede decir sobre los temas apuntados más arriba está dedicado el texto objeto de la presente reseña, publicado en 2020 y traducido el año siguiente al castellano. Su autor, Adam Rutherford, se ha aplicado a la divulgación científica, tras doctorarse en genética por la universidad de Londres, como editor responsable de los programas audiovisuales de la revista Nature durante una década, presentador del programa radiofónico de la BBC Inside Science, colaborador habitual del diario The Guardian, y autor de varios libros, entre ellos Breve historia de todos los que han vivido: el relato de nuestros genes, reseñado en Revista de Libros (20/12/2017).
La obra en cuestión está estructurada en cuatro capítulos que analizaré con detalle en lo que sigue, destinando los dos primeros a exponer la realidad genética en lo que toca a la pigmentación y la pureza racial, y dedicando los dos últimos a examinar la pretendida condición hereditaria del mayor potencial deportivo o la superior capacidad intelectual que, respectivamente, suele atribuirse a una ascendencia africana o europea. Precedido por una larga introducción y finalizado con unas cortas conclusiones, tanto el enfoque como la división del escrito me han traído a la mente la versión operística del mito de Fausto desarrollada por Arrigo Boito en su Mefistofele, una versión más del eterno combate entre el bien y el mal rematada esta vez con un final feliz.
A lo largo de un siglo, la genética ha intentado establecer el alcance de su influencia en la determinación de las diferencias entre comunidades humanas asentadas en distintas áreas geográficas. Sin embargo, un análisis científicamente satisfactorio sólo ha podido llevarse a cabo a partir de los datos genómicos obtenidos utilizando las técnicas moleculares desarrolladas durante los últimos veinte años, con la notable excepción del expuesto en el párrafo siguiente. Por su novedad e interés, creo que merece la pena extenderse en la exposición de esos datos y examinar detenidamente las conclusiones alcanzadas a partir de su elaboración.
En 1972 Richard C. Lewontin publicó su famoso trabajo The apportionment of human diversity, cuyo propósito era averiguar si las diferencias taxonómicas convencionales hasta entonces utilizadas para establecer las clasificaciones raciales podían aplicarse a la variación genética subyacente, representada por la que era accesible entonces, esto es, por nueve grupos sanguíneos conocidos de antiguo y ocho polimorfismos enzimáticos detectados pocos años antes, examinados en muestras de individuos tomadas en cada una de 168 poblaciones de diversa localización geográfica a razón de unas 34 por cada uno de los cinco continentes. Los resultados pusieron de manifiesto que el 86% de la variabilidad total observada correspondía al promedio de las diferencias entre las personas que formaban parte de una misma población, y que el 14% restante se repartía prácticamente por igual entre las divergencias promedio entre las poblaciones asentadas en un mismo continente y las existentes entre los seres humanos afincados en distintos continentes. Debe destacarse la elevada repetibilidad de las conclusiones que acabo de cuantificar, puesto que al llevar a cabo el análisis gen por gen las respuestas individuales fueron extraordinariamente consistentes, cosa insólita dada la escasa confianza que a priori cabe depositar en un sólo gen si se le toma como representante de los veinte mil de nuestro genoma. En consecuencia, Lewontin concluyó su estudio con la inevitable afirmación de que la herencia de los caracteres en los que se basa la clasificación racial convencional no presenta relación alguna con el comportamiento de la variación genética general representada por los genes analizados, dictaminando en consecuencia que dicha clasificación carece de sentido científico.
Treinta años después, el grupo dirigido por Noah Rosenberg repitió la operación anterior en 52 poblaciones situadas en distintos lugares del globo, pero utilizando un número mucho mayor de marcadores genéticos moleculares, en este caso 377 microsatélites, esto es, segmentos del genoma que muestran en la misma posición un número variable de secuencias repetidas de ADN no codificante. Los resultados obtenidos fueron, de facto, análogos a los anteriores, aunque las disparidades entre continentes o entre distintas poblaciones de un mismo continente se redujeron respectivamente al cuatro y el tres por ciento, adjudicando por tanto a la variabilidad genética de los individuos adscritos a una misma población el 93% de la total de la especie.
Tras la presentación del primer genoma humano en 2001, el número de variantes genéticas accesibles pasó de unos centenares a cientos de miles, utilizando los llamados polimorfismos de un solo nucleótido (SNP = single nucleotide polymorphism), es decir, los cambios de un nucleótido por otro que se dan en unos cuantos millones de posiciones del genoma como consecuencia de la acción reiterada de la mutación a lo largo de las generaciones. Recurriendo a estas variantes es posible escudriñar, mediante complejos procedimientos estadísticos, incluso pequeñas divergencias genéticas entre grupos actuales geográficamente próximos pero a los que tradicionalmente se atribuye un origen ancestral al menos parcialmente distinto, por más que, como se ha dicho, dichas diferencias sólo representen de promedio entre un tres y un cinco por ciento de la variación total. Por dar un ejemplo, en el proyecto People of the Bristish Isles iniciado en 2004 en la Universidad de Oxford, se analizaron 600.000 SNPs en 4.500 ciudadanos del Reino Unido cuyos cuatro abuelos habían nacido en puntos situados dentro de un círculo de 40 km de radio, tomando como centro el punto de nacimiento del nieto. Las mínimas diferencias detectadas permitieron distinguir a los pobladores de las regiones a las que el romanticismo decimonónico denominó «célticas» de los del resto del país, con la sorpresa de que escoceses, galeses y córnicos diferían más entre sí que con respecto a los ingleses, lo cual sugiere, para desconsuelo de algunos, que su anhelada prosapia «céltica» es esencialmente lingüística y cultural pero no está en la sangre. Dado que la edad media de los sujetos experimentales era de 65 años, las inferencias obtenidas refieren a la población que residía en las zonas en cuestión hacia 1880 y no a la actual, fruto en parte de migraciones recientes. Lo mismo aplica a los conjuntos formados por individuos con ocho apellidos vascos, que igualmente remiten a la población del territorio en el último tercio del siglo XIX y no a la actualmente empadronada en él, donde sólo un 20% tiene dos apellidos vascuences y los de ocho deben ser mucho menos frecuentes.
Lo anterior deja palmariamente clara la situación con respecto a la variabilidad genética referida, generada inicialmente por mutación y denominada neutra porque su magnitud está únicamente sometida a los influjos de la migración y el azar, pero no de la selección natural. En resumidas cuentas, las diferencias genéticas entre poblaciones son muy pequeñas y las que existen entre los individuos que las componen muy grandes. Queda por averiguar a qué momento del pasado refieren este tipo de datos. El grupo de Wenqing Fu ha podido establecer que tres de cada cuatro variantes SNP observadas en euro y afroamericanos corresponden a mutaciones ocurridas entre los últimos 5.000 y 10.000 años de la historia de la humanidad. En consecuencia, cabe analizar la diferenciación de esas variantes entre poblaciones actuales de distinto origen geográfico mediante el llamado modelo clinal, esto es, suponiendo que, durante el lapso referido, los continentes fueron sucesivamente ocupados por pequeñas cuadrillas y que la mayor parte de los migrantes que se integraban reproductivamente en ellas provenían de otras colectividades relativamente próximas, lo cual concuerda con el hecho general de que la diversificación genética poblacional aumenta en relación directa con la distancia que separa los respectivos emplazamientos geográficos.
¿Qué ocurrió antes? Las técnicas desarrolladas desde 2010 por el grupo de investigación dirigido por Svante Pääbo hicieron posible la secuenciación de genomas humanos procedentes de restos fósiles no totalmente mineralizados datados por métodos radiocarbónicos, operación continuada en el laboratorio de David Reich mediante el análisis comparado de los acervos genéticos de individuos que vivieron en distintos momentos del pasado hasta hace unos 50.000 años, esto es, durante la práctica totalidad del período de ocupación del territorio europeo por el Homo sapiens sapiens. La principal conclusión alcanzada, que precisaré más adelante, es que el genoma de cualquier población humana actual es el resultado de sucesivos mestizajes entre grupos de procedencias diversas y presenta escasas coincidencias con el de sus antepasados en un pasado remoto, digamos más atrás de 10.000 años. Es preciso tener en cuenta que las muestras de genomas fósiles fechadas en una determinada época son, irremediablemente, poco numerosas y, por ello, las inferencias derivadas de su estudio van acompañadas de un margen de error considerable a pesar del gran número de marcadores genéticos empleados. Esto implica que las correspondientes conclusiones pueden experimentar modificaciones a medida que va incorporándose nueva información. En lo que sigue me limitaré a describir la situación en Europa, donde el acopio de datos es mucho mayor que en cualquier otro territorio, y en América, por ser el último continente ocupado por el ser humano, glosando los datos aportados por Rutherford y los expuestos en la obra de Reich Quiénes somos y cómo llegamos hasta aquí: ADN antiguo y la nueva ciencia del pasado humano, también reseñada en Revista de Libros (20/02/2019).  
Hace unos 40.000 años, durante el Paleolítico superior, comenzó la primera colonización de Europa por cazadores-recolectores de origen africano. A partir de entonces, la paleogenómica ha permitido establecer a grandes rasgos los cambios experimentados por el genoma de los pobladores del continente como consecuencia de tres invasiones sucesivas. La primera ocurrió unos 15.000 años después de la ocupación inicial y corresponde a otro grupo de cazadores-reproductores, los llamados Noreuroasiáticos antiguos (ANE = Ancient North Eurasians), del mismo origen que los nativos coetáneos pero separados de estos a lo largo de unos milenios de aislamiento en la estepa siberiana. A la etnia ANE perteneció la Dama Roja, cuyos restos pintados de ocre datados hace unos 19.000 años se excavaron en El Mirón (Cantabria), esto es, durante el período magdaleniense al que corresponden la mayor parte de las pinturas de la Gran Sala de Altamira. Pasados otros 15.000 años, en pleno Neolítico, unos recién llegados procedentes del Creciente Fértil introdujeron en Europa las técnicas agrícolas. Con ellas se hizo posible la implantación de asentamientos estables, asociada a un empobrecimiento de la calidad de la dieta resultante en la disminución de la talla. Por último, hace unos 5.000 años, ya en la Edad de los Metales, hicieron su entrada desde la estepa rusa los ganaderos Yamnaya, provistos de carros y caballos, que importaron entre otras cosas el idioma protoindoeuropeo. A cada incursión sucedió la substitución prácticamente total del genoma autóctono previo por el foráneo, de manera que el de los europeos actuales está compuesto por un 75% de ganaderos y un 25% de agricultores, conservando sólo escasos vestigios de los cazadores-recolectores previos. En otras palabras, el grueso del genoma en cada período fue el resultado de la reiteración temporal de apareamientos entre machos invasores llegados en sucesivas oleadas y hembras nativas con un creciente grado de mestizaje, de tal modo que mil años después de la entrada de los pueblos yamnayas en la Península Ibérica correspondía a esta etnia el 90 % de los cromosomas Y de sus habitantes. A lo que parece, la tez de los ANE era oscura, aunque a veces venía acompañada por ojos azules, como es el caso de dos adultos que vivieron hace unos 7.000 años en la vertiente leonesa de la cordillera cantábrica (La Braña, Arintero); mientras que entre los agricultores predominaba una piel algo más clara, pelo negruzco y ojos pardos. Los primeros europeos dotados de una epidermis notoriamente blanca, el distintivo prototípico del europaeus albus de Linneo, corresponden a unos restos datados hace unos 8.000 años excavados en Motala (Suecia), una intrigante colección de cráneos atravesados por estacas. Sin embargo, la ventaja que puede proporcionar una baja concentración cutánea de melanina, favorecedora de una síntesis más eficiente de vitamina D en zonas de insuficiente radiación solar, sólo explica parcialmente la presión selectiva determinante de la rápida disminución de la pigmentación epidérmica en Europa, acaso acelerada por la pertinente merma de la concentración de dicha vitamina en la dieta de los agricultores comparada con la de los cazadores-recolectores. En resumidas cuentas, la noción de raza como entidad biológica ancestral conservada en pureza desde tiempos remotos es, a la luz de la genética, insostenible. Por el contrario los europeos, y lo mismo puede decirse de los restantes seres humanos actuales, son el producto de sucesivas mixturas ocurridas en el transcurso de una extensa historia como consecuencia de repetidas migraciones.
A diferencia de lo ocurrido en los restantes continentes, la colonización de América comenzó en tiempos mucho más recientes, hace tan sólo unos 15.000 años. Por ello, la constitución genética de las poblaciones nativas modernas concuerda por lo general con la que correspondería a la expansión de pequeñas bandas de cazadores-recolectores procedentes de una misma raíz asiática, denominada Americana Primitiva, que fueron ocupando sucesivamente el territorio. Aunque están documentadas distintas migraciones orientales posteriores, su influencia sobre el genoma contemporáneo de los pueblos autóctonos es de mucha menor entidad. Es interesante señalar que, en lo que respecta a las mutaciones ocurridas después de que el Homo sapiens saliera de África, se aprecia cierta semejanza entre los actuales genomas de europeos y americanos atribuible a su común ascendencia ANE, no compartida con los presentes pobladores del Oriente asiático. Evidentemente, los mestizajes importantes en América ocurrieron después del descubrimiento, tanto por parte de los colonizadores europeos, predominantemente españoles, como de los esclavos procedentes de África.
Con todo, la historia de las amalgamas determinantes de la constitución de nuestro genoma actual no acaba aquí. La paleogenómica ha permitido establecer que dos subespecies de Homo sapiens hoy extinguidas (neanderthalensis y denisova) convivían con la nuestra y, aunque se separaron filogenéticamente de ella 600.000 años atrás, aún retenían hasta hace unos 30.000 la propiedad que define a todas ellas como tales, esto es, la capacidad de sus miembros para poder aparearse entre sí y engendrar descendencia fértil. Todavía permanece en el genoma europeo un promedio del orden de un dos por ciento del neandertal, lo que quiere decir que aproximadamente la mitad de los europeos no conservan ni un sólo gen de esa procedencia, para desengaño de aquellos que dicen sentirse orgullosos de compartir el patrimonio hereditario de ambas estirpes. Algo parecido ocurre con los denisovanos, de cuyo genoma aun retiene un promedio de un 4% el de los actuales novoguineanos, pero que se reduce a un 0,2 % en el de los asiáticos orientales.
Como insiste Rutherford, quizás sea más ilustrativo pasar de la descripción de lo ocurrido antaño a la averiguación de lo que sucede hogaño. Supongamos, por facilitar el cálculo, que nos limitamos a Europa, que nos remontamos al año mil de nuestra era, y que ajustamos la duración de una generación a 25 años, esto es, retrocedemos 40 generaciones. El número de antepasados que en esa fecha del pasado tiene cualquier europeo de hoy es, aproximadamente, un billón (240 ~ 1012), sin embargo, se ha estimado que sólo cuatro quintas partes de los 25 millones de seres humanos que poblaban Europa al cumplirse el primer milenio cuentan con descendencia en la actualidad. Por tanto, para acomodar esas dos cifras tan dispares, es preciso que las ramas de los correspondientes árboles genealógicos no sean independientes en el tiempo sino que muestren numerosísimas interconexiones en diferentes momentos pretéritos, esto es, un gran número de ascendientes repetidos que han transmitido genes a su progenie a través de muy diversas vías, de manera que una exploración de la situación recurriendo a modelos matemáticos indica que cualquier europeo contemporáneo, siempre que lo sea por los cuatro costados, desciende de todos y cada uno de esos 20 millones de europeos de un ayer relativamente cercano. Evidentemente, los modelos se construyen partiendo de determinados supuestos y sus predicciones pueden variar si estos cambian, pero las consideraciones anteriores han sido satisfactoriamente validadas recurriendo a datos empíricos, esto es, a grandes números de variantes genéticas del tipo SNP, algo que solamente ha sido posible en los últimos años. En otras palabras, un promedio de unas mil líneas diferentes unen genealógicamente a cada español coetáneo con cada uno de sus ancestros peninsulares de hace mil años aunque, como cabría esperar, el número de esas líneas se reduce a diez cuando conducen a cada uno de sus antecesores escandinavos en la misma fecha. Hace tan sólo 600 años vivía un individuo que figura en el árbol genealógico de todos los europeos del presente, pero, si queremos ampliar la dispersión geográfica de sus ascendientes, basta con retroceder 3.400 años para encontrar al anónimo progenitor común más reciente de toda la humanidad actual, más o menos a los tiempos de Nefertiti. A esta simple precisión quedan reducidos los desvelos de tantos genealogistas que se afanaban y afanan en encontrar para sus clientes un abuelo en Covadonga. Ahora sabemos que si alguno de aquellos «abuelos» tiene actualmente «nietos», estos son el nutrido conjunto formado por la totalidad de los europeos.  
Las consideraciones expresadas hasta aquí refieren a la porción neutra del genoma, es decir, a aquellas variantes genéticas surgidas inicialmente por mutación cuyas frecuencias fluctúan únicamente por la acción conjunta de la migración y el azar. ¿Qué decir de los genes sometidos a la presión de la selección natural? Aunque los datos pertinentes son mucho menos abundantes, comenzaré apuntando que el porcentaje de genoma neandertal portado por los miembros de nuestra subespecie era un 5% hace unos 40.000 años pero se ha ido reduciendo con el paso del tiempo hasta el 2% moderno como consecuencia de la acción selectiva en su contra, en particular sobre los genes relacionados  con la fecundidad de los híbridos, de los que la muestra más obvia es el conjunto de los situados en el cromosoma X, aunque parece que una fracción considerable de los genes vinculados con el sistema inmunológico y la adaptación a climas fríos podría proceder de los neandertales. Algo parecido ocurre con los genes que, al facilitar la absorción del oxígeno en la sangre, permiten la adaptación a grandes altitudes, posiblemente incluidos en un segmento de ADN denisovano. A su vez, los indicios de selección natural detectados en los genomas europeos cuya edad está  comprendida entre los últimos 8.000 y  2.000 años corresponden, en buena medida, a genes relacionados con los cambios de dieta promovidos por la introducción de las prácticas agrícolas y ganaderas, como las variantes que confieren a sus portadores la capacidad de digerir la lactosa permitiéndoles la ingestión de leche fresca, propias de las poblaciones europeas pero ausentes en las de los demás continentes, a excepción de algunos pueblos ganaderos africanos como los masais y los tuaregs cuya pertinente mutación es distinta. Por otra parte, la frecuencia de los genes deletéreos causantes de las denominadas enfermedades genéticas raras es más baja en África que en el resto del planeta, lo cual probablemente se debe al reducido censo de los grupos que iniciaron la dispersión geográfica de la especie hace unos 100.000 años.
Buena parte de los genes afectados por la selección tienen efectos pequeños y, por ahora, su identificación se limita a aquellos que los tienen lo suficientemente grandes como para provocar los llamados barridos selectivos, consistentes en rápidos aumentos de la frecuencia génica del gen favorecido asociados a la reducción de la variación genética en torno a su posición cromosómica. Aunque su estudio está limitado a los últimos 30.000 años, sólo un 20% de los barridos identificados en regiones cromosómicas concretas son comunes a poblaciones residentes en distintos continentes, como consecuencia de la acción diferencial de la selección en circunstancias ambientales distintas. Por ejemplo, algunos de los genes responsables de la pigmentación de la piel, la tolerancia a la lactosa, o la resistencia a la malaria no son los mismos en poblaciones europeas, asiáticas o africanas, ni están necesariamente situados en la misma posición genómica.
El desarrollo técnico ha hecho posible el florecimiento de empresas dedicadas a ofrecer la secuenciación del genoma individual, completando la información con la atribución de porcentajes de la ascendencia del interesado a distintos grupos históricos que se consideran atractivos, por ejemplo, el vikingo. Aunque dichas asignaciones satisfagan las aspiraciones genealógicas de los clientes, lo cierto es que no se basan en una comparación con una inexistente muestra de genomas vikingos ancestrales, sino con la población escandinava actual cuya relación con los pobladores de su zona de asentamiento hace un milenio es, como mínimo, difusa.
Por ser el rasgo más visible, las clasificaciones raciales, de Linneo en adelante, han tomado el color de la piel como el signo más evidente de pertenencia a una determinada etnia. Pero si bien es cierto que la pigmentación de la epidermis, el cabello y el iris depende esencialmente de la concentración de melanina que, a su vez, está determinada genéticamente, Rutherford también se afana en demostrar que la coloración no es una característica discontinua que permita diferenciar sin ambages a las razas humanas tradicionales, sino una variable continua que muestra una apreciable dispersión dentro de cada una de ellas como ocurre, por ejemplo, con el tinte de la piel de los europeos que oscila entre la palidez del escandinavo y lo cetrino del siciliano. Es más, un determinado color, sensu lato, no es exclusivo de los pobladores de un mismo continente, como proclama la tez oscura que comparten los africanos subsaharianos con los aborígenes australianos y neoguineanos y los isleños del golfo de Bengala. En los últimos años el número de genes identificados con efecto sobre el grado de pigmentación ha pasado de una decena a más de un centenar, cuya manifestación individual puede variar de un individuo a otro dependiendo de sus respectivas constituciones genéticas con respecto a los restantes. Así, la variante del gen MC1R, que hasta hace unos cuatro años se consideraba determinante del fenotipo pelirrojo si se presentaba en dosis doble, ha pasado a ser una condición necesaria pero poco suficiente, puesto que un 70% de sus portadores son rubios o castaños claros. La presencia de otra variante, en este caso del gen OCA2, resulta en ojos pardo oscuros en un tercio de sus portadores, pero en verdes o azules en un 13% de estos. Por último, una variante más, esta vez del gen SLC24A5, probablemente originada por mutación en Europa y estrechamente asociada a la piel blanca, se encuentra con frecuencias elevadas en etíopes y tanzanos. De hecho, los bosquimanos, cuya epidermis es considerablemente más clara que la de otros sudafricanos nativos, también portan con frecuencia alta una variante idéntica a la europea, probablemente recibida de pueblos pastores etíopes hace unos 2000 años y, más modernamente, de los boers. Por estas razones, las coloraciones atribuidas a los portadores de genomas fósiles a las que me he referido anteriormente no pasan de ser meras conjeturas.
Los depósitos de melanina cutánea absorben los rayos ultravioletas y protegen al individuo de la radiación solar, lo cual es ventajoso en zonas luminosas y desventajoso en las oscuras, puesto que, como se ha indicado antes, la radiación ultravioleta activa la producción de vitamina D, que es esencial para el desarrollo óseo. Prueba de la acción de la selección natural sobre la pigmentación es la ausencia de variación en poblaciones nativas subsaharianas del gen MC1R al que me he referido más arriba, uno de los importantes en la regulación de la producción de eumelanina.
El tercer capítulo del libro está dedicado a desmontar la opinión generalizada de que los africanos están genéticamente mejor dotados que otros pueblos para la práctica de determinados deportes, lo que presuntamente explicaría el predominio de los atletas afroamericanos en las carreras olímpicas de 100 metros lisos durante los últimos 40 años. En este sentido, el entrenador de Jesse Owens, ganador de los 100 y 200 metros y los relevos 4 x 100 en la olimpiada de Berlín de 1936 pese a la irritación de Hitler, atribuía el triunfo de la raza negra a la velocidad que decidía entre la vida o la muerte de sus primitivos antepasados en las adversas circunstancias de la jungla donde se afincaban. Más tarde, se trató de achacar dicha preponderancia a un proceso de selección artificial dirigido a aumentar el vigor físico de los esclavos supuestamente puesto en práctica en las plantaciones sureñas de los Estados Unidos, pero, como cabría esperar, la comparación del ADN de afroamericanos y africanos de su mismo origen geográfico no reveló indicio alguno de esa pretendida presión selectiva. En este orden de cosas, también se ha tratado de asignar a la nacionalidad keniana o etíope de los ganadores de las carreras de fondo una especial aptitud genética, supuestamente fijada durante un pasado pastoril donde el esfuerzo físico para mantener unido el rebaño condicionaría el éxito reproductivo en hábitats desfavorables.
Por ahora se han identificado en deportistas de elite unas 150 variantes en 83 genes presuntamente relacionados con el vigor físico, aunque la gran mayoría de sus efectos no hayan alcanzado la significación estadística exigible. Como excepción, Rutherford se detiene en el análisis de aquellos que el sensacionalismo al uso de los medios de comunicación ha bautizado como el gen de la velocidad (ACTN3) o el de la resistencia (ACE).  La variante R del gen ACTN3 aumenta la capacidad de contracción muscular y es más frecuente en afroamericanos (96%) que en euroamericanos (80%), pero, por ser muy abundante en ambos grupos, es muy improbable que decida la supremacía atlética de los primeros. A su vez, la variante D del gen ACE proporciona a sus portadores una mayor tasa de incorporación de oxígeno a la sangre, aunque su frecuencia no difiere entre atletas y no atletas de nacionalidad keniana o etíope. Un buen número de empresas ofrecen reactivos que permiten a sus clientes averiguar su constitución genética con respecto a estos dos genes. Sin embargo, la Federación Internacional de Medicina Deportiva ha salido al paso de este negocio afirmando que los resultados no predicen el futuro éxito deportivo de los solicitantes ni especifican el tipo de entrenamiento preciso para lograrlo.
Aunque no puede negarse la influencia de los genes en la condición física del individuo, no parece que haya grupos humanos hereditariamente mejor dotados que otros para la práctica de un deporte concreto. Con todo, muchos jóvenes se someten a un entrenamiento intensivo por el éxito económico y social alcanzado por sobresalientes deportistas de su misma oriundez en una especialidad determinada, aunque no en otras. En este sentido, los afroamericanos nunca han destacado en los 50 metros libres de natación, acaso equivalente a los 100 metros lisos en tierra, lo cual debe tener que ver con que un 70% de ellos no sabe nadar, por más que no han faltado explicaciones ad hoc que atribuyen esa carencia a que «están menos evolucionados». Como burlonamente apunta Rutherford, la mayor parte de los campeones británicos de tenis de mesa han nacido en Reading, pero esto no se debe a compartir una especial dotación genética sino a su excelente entrenamiento en un afamado club de esa localidad.
El último capítulo del texto reseñado se centra en el controvertido tema de la herencia de la inteligencia y la posible existencia de diferencias genéticas entre poblaciones humanas con respecto a este atributo. El autor admite sin reparos que, grosso modo, las diferencias fenotípicas promedio del cociente intelectual (IQ = intelligence quotient) entre los individuos de una misma población se reparten por mitad entre las causas hereditarias y las ambientales, lo cual, en la jerga del oficio, corresponde a una heredabilidad del 50%. En paralelo, opina que recientes estudios han identificado decenas de variantes genéticas relacionadas con mejores puntuaciones en las valoraciones cognitivas, afirmando que no le sorprendería si el número ascendiera «a muchos centenares si no a miles». Sin embargo, también procura escurrir el bulto con la manida excusa de que los resultados referidos son fruto de la aplicación de técnicas científicas complejas y análisis estadísticos enrevesados. En primer lugar, aunque mantiene que el IQ debe ser utilizado como medida de inteligencia por ser un buen predictor, tanto de las calificaciones académicas como del salario y el éxito profesional, también insinúa que no está claro lo que ese índice mide. En segundo lugar, reconoce que los procedimientos de estima de la heredabilidad mencionada, basados en la semejanza de gemelos monocigóticos y dicigóticos criados por separado, no están exentos de reparos aunque considera que estos no son importantes, por más que repetidamente se ha demostrado que pueden serlo. Por último, admite que los efectos de genes putativos (regiones del genoma marcadas por SNPs) sobre el número de años de educación recibidos están correlacionados con los que pudieran tener sobre el IQ, cuando es mucho más fácil que dichos efectos dependan en buena medida de la situación socioeconómica del examinando y no tanto de su capacidad intelectual. Llegados aquí, Rutherford aclara que lo dicho sólo proporciona información sobre las poblaciones objeto de análisis y no sobre las diferencias genéticas entre ellas. Aunque técnicamente no hay duda de que le asiste la razón, para este viaje no precisaba de las antedichas alforjas. Para mantener su postura bastaba con expresar que la importancia de la base genética del IQ, por no decir de la inteligencia, dista mucho de haber sido establecida en términos estrictamente científicos.
Como he insistido desde el comienzo de esta reseña, cabe esperar que existan diferencias entre poblaciones para cualquier rasgo heredable y también que dichas disparidades no representen más que una menuda fracción de las que distinguen a unos individuos de otros entre los que componen cada una de ellas. Aunque algunos de los genes relacionados con la adaptación a distintos medios sean causantes de diferencias patentes, como los que determinan el grado de pigmentación de la epidermis, esa distinción sólo opera a flor de piel y no es en absoluto representativa de lo que ocurre en el resto del genoma. También existen divergencias de signo alternante con respecto a la susceptibilidad a determinadas enfermedades. Por ejemplo, la esclerosis múltiple es más frecuente en euroamericanos que en afroamericanos y lo contrario ocurre con el cáncer de próstata. Algo semejante sucede con caracteres de base poligénica amplia como la estatura adulta, pero la discrepancia promedio entre las poblaciones del Norte y el Sur de Europa con respecto a la frecuencia de 89 variantes con efecto significativo pero pequeño sobre este atributo ha resultado ser algo menor del 1%, a efectos prácticos insignificante.
A veces, profundos prejuicios personales pueden llegar a negar cerrilmente la evidencia científica contrastada, resultando en incoherencias flagrantes cuando la mano izquierda decide ignorar lo que hace la derecha. Así, las continuas manifestaciones racistas de James D. Watson, codescubridor de la estructura en doble hélice del ADN por lo que se le concedió el premio Nobel y primer director del Proyecto Genoma Humano, motivaron que la institución que dirigió durante largos años, el Laboratorio Cold Spring Harbor, le retirara en 2019 todos sus títulos honoríficos. El propio Rutherford, hijo de inglés y guayanesa de ascendencia india, comenta que, en cierta ocasión, Watson le indicó despectivamente que podría ser un buen genético «porque los indios son muy trabajadores aunque poco imaginativos». Como resume Rutherford al final de su obra, las razas son reales porque las concebimos como tales y el racismo es real porque así lo decretamos. Pero ni unas ni otro se fundamentan en consideraciones científicas. Ambas entran, en fin, en franca contradicción con los hechos.

























[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Hola, ¿Europa. Hay hay alguien ahí?... [Publicada el 22/01/2015]









A la memoria de mi profesor en la UNED, 
don Enrique Fuentes Quintana

Si en algún momento me rondó la cabeza el presuntuoso pensamiento de que mi "Carta abierta al presidente del parlamento europeo", publicada en este blog hace unos días, iba a causar un efecto similar a la del famosísimo "J'accuse" de Émile Zola en el diario L'Aurore de París el 13 de enero de 1898, me equivoqué de medio a medio: apenas un centenar de lectores, un par de comentarios de amigos incondicionales, y ninguna respuesta, ni siquiera protocolaria, de su destinatario: el presidente del parlamento europeo, al que le fue remitida directamente, ni tampoco de los otros destinatarios de la correspondiente copia: el presidente del Consejo Europeo, el Defensor del Pueblo Europeo y la dirección del grupo parlamentario Alianza Progresista de Socialistas y Demócratas. Ni uno... Ni por mera cortesía hacia el elector. Así, pues, pregunto de nuevo: ¿Hola?, ¿Europa?: ¿Hay alguien ahí?... Más adelante volveré sobre la infantil e ingenua -por lo que se ve- pretensión que me movió a a publicar la citada carta. De momento voy a tomar prestada las palabras de otros para intentar ver que está pasando en el seno del proyecto europeo.
Mi amigo Mark de Zabaleta, economista, residente en Ginebra (Suiza), suele citar en su magnífico blog una frase del profesor John Kenneth Galbraigth (1908-2006) que ha hecho fortuna: "Hay dos clases de economistas, los que no saben nada y los que no saben ni eso". Un servidor, a pesar de haber estudiado y aprobado con nota la asignatura de Economía Política con el famoso libro de Paul A. Samuelson (1915-2009), forma parte de los primeros, de los que no saben nada, así que para enterarme de algo de lo que se cuece en esa pretendida ciencia tengo que recurrir, forzosamente, a lo que dicen otros. Por ejemplo, el premio nobel de Economía y profesor estadounidense de la Universidad de Columbia Joseph E. Stiglitz (1943). 
Hace unos días el profesor Stiglitz publicaba en el diario El País un artículo titulado "Europa y su momentánea sinrazón" en el que señalaba que, contrariamente a lo que estaba ocurriendo en Estados Unidos a este lado del Atlántico había pocas señales de, incluso, una recuperación modesta. La brecha entre donde Europa está y donde habría estado en ausencia de la crisis -dice en él- sigue creciendo. Una media década perdida -añade- que se está convirtiendo rápidamente en una década entera perdida. Detrás de las frías estadísticas las vidas se arruinan, los sueños se desvanecen, y las familias se desintegran (o no se forman) a la par de que el estancamiento —que llega a ser depresión en algunos lugares— se arrastra año tras año. Peor diagnóstico, imposible.
El caos actual, dice más adelante, viene de la ya desacreditada creencia de que los mercados funcionan bien sin ayuda. Sin embargo, añade, Europa no es una víctima: su malestar es autoinfligido a causa de una sucesión sin precedentes, de malas decisiones económicas, comenzando por la creación del euro. Si bien el euro se creó con la intención de unir a Europa, finalmente, lo que hizo fue dividirla; y, debido a la ausencia de la voluntad política para crear instituciones que permitan que una moneda única funcione, el daño no se está revertiendo. Y es que cada día parece más claro que ahí está la clave de todo: en la falta de una voluntad política para dotar a la Unión Europea de una estructura federal que le permita funcionar eficazmente. Si Europa no cambia sus maneras de actuar —si no reforma la eurozona y rechaza la austeridad— una reacción popular será inevitable. Esta locura económica no puede continuar por siempre, concluye diciendo: la democracia no lo permitirá, pero ¿cuánto más dolor tendrá que soportar Europa antes de que se restablezca el sentido común? Así pues, ¿Hola?, ¿Europa?: ¿Hay alguien ahí?
Otro economista, esta vez francés, Thomas Piketty (1971), profesor de la École de Économie de París, autor de un libro de culto entre la izquierda y la progresía europea: "El capital en el siglo XXI" (Fondo de Cultura Económica de España, Madrid, 2014) defiende que la evolución dinámica de una economía de mercado y de propiedad privada que es abandonada a sí misma, contiene en su seno fuerzas de convergencia importantes, relacionadas sobre todo con la difusión del conocimiento y de calificaciones, pero también poderosas fuerzas de divergencia, potencialmente amenazadoras para nuestras sociedades democráticas y para los valores de justicia social en que están basadas. 
Durante demasiado tiempo, dice en el capítulo de conclusiones de su libro, los economistas han tratado de definir su identidad a partir de supuestos métodos científicos. En realidad, añade, esos métodos se basan sobre todo en un uso inmoderado de modelos matemáticos que a menudo no son más que una excusa para ocupar espacio y disimular la vacuidad del objetivo. Demasiada energía se ha gastado, sigue diciendo, en meras especulaciones teóricas sin que los hechos económicos que se ha trado de explicar, o los problemas sociales y políticos que se ha intentado resolver, hayan sido claramente definidos. Y es que, como ha escrito antes, en la introducción de su libro, la economía no puede ser concebida como una ciencia autónoma sino como una subdisciplina más de las ciencias sociales, al lado de la historia, la sociología, la antropología, las ciencias políticas y tantas otras. ¿Quiere eso decir que hay que volver a la primacía de la política? Supongo que sí; asi pues, ¿Hola?, ¿Europa?: ¿Hay alguien ahí?
En el número de febrero del pasado año de Revista de Libros el catedrático de Historia de las Instituciones Económicas de la Universidad de Sevilla, el profesor Antonio-Miguel Bernal, escribía un denso artículo titulado "¿Moribunda Europa?" que llevaba el clarificador subtítulo de "El proyecto europeo más allá de la economía y de la crisis". Una vez más, ¿y van, cuántas?, la necesidad de restablecer en el seno de la Unión Europea la primacía de la política sobre la economía. 
Más allá de la crisis, dice en los párrafos finales del mismo. bajo el imperio de la economía, la política europea se ha convertido en algo demasiado tecnocrático, al tiempo que la burocratización de los Estados ha alcanzado unos límites insoportables. Son caldos de cultivos propicios que dan alas a los movimientos regionalistas y nacionalistas y a conflictos secesionistas que afloran en distintos Estados de la Unión. Unos regionalismos autonómicos y unos nacionalismos que se gestionan fuera del alcance de la autoridad central de sus respectivos Estados y que sólo ven a Europa como la nodriza del maná ilimitado –por ahora– del que se alimentan. Se trata de una mera opción económica, pues, en lo referente a la política de integración, los nacionalistas/regionalistas irredentos, en tanto que euroescépticos, hacen bueno el dicho aldeano de que, fuera de las «fronteras naturales» –lengua, folclore y demás señas identitarias–, no hay más que barbarie. Moribunda Europa.
La Unión Europea, continúa diciendo, a diferencia de los orígenes míticos y heroicos que los imperios y nacionalismos reclaman como esencia de su ser, un ser al margen de la historia, nació de la agonía de un continente en guerra empapado de sangre. El proyecto europeo, más allá de la crisis y de la economía, ha puesto al descubierto la falta de un compromiso constitucional para hacer de Europa, como sistema de poder, una formación supranacional, federada, cuyos actores sean los propios ciudadanos europeos y no, en exclusiva, los Estados constituyentes que la conforman representados por las elites tecnológicas y burocratizadas que los suplantan. Y, en consonancia con este compromiso, se impone la necesidad de un contrato social y político en el que se haga realidad el manifiesto de más libertad, más democracia, más Europa.
Vuelvo pues, a lo que era mi ingenua pretensión al escribir y publicar la entrada citada del pasado 7 de enero, mi carta abierta al Presidente del Parlamento Europeo: animar a la institución que preside a liderar, asumir y protagonizar, como calificados y genuinos representantes del pueblo europeo en su conjunto, el golpe de timón que la Unión necesita: la proclamación de los Estados Unidos de Europa y la elaboración y aprobación de una Constitución Federal que rija su destinos. 
El 17 de junio de 1789 el Tercer Estado abandonó los inútiles debates de los Estados Generales de Francia y se autoproclamó Asamblea Nacional y única representación del pueblo francés. Ni yo ni nadie en Europa le pide a nuestros parlamentarios en Estrasburgo un golpe de Estado; sí, que asuman el papel que les corresponde en el proceso definitivo de construcción europea; sí, que asuman, que si no la hacen ellos, los gobiernos de los Estados de la Unión no van a hacerlo nunca por sí mismos a menos que una marea irresistible de ciudadanos encolerizados por su incompetencia les empuje a ello; sí, que asuman que nunca, nunca más, un ciudadano europeo reciba el silencio por respuesta cuando pregunte algo tan sencillo y elemental como "¿Hola?, ¿Europa?: ¿Hay alguien ahí?"... Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt