martes, 7 de marzo de 2023

De las armas colgadas en las paredes

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la socióloga Mar Gómez, va de las armas colgadas en las paredes. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








El arma de Chéjov
MAR GÓMEZ GLEZ
02 MAR 2023 - El País
harendt.blogspot.com

“Si en el primer acto tienes un rifle colgado en la pared, en el último acto debe ser disparado. Si no, no lo pongas ahí.” Este es el consejo que Antón Chéjov daba a los jóvenes dramaturgos que querían introducirse en el arte de la escritura dramática y que se convirtió en una lección imprescindible para cualquiera que se dedique a la ficción. A lo que el ruso —hay quien dice que ucranio— se refería es que en una historia no deben introducirse elementos superfluos que no vayan a ser utilizados después. Mucho menos cuando se trata de objetos capaces de condicionar el curso de los acontecimientos, como un rifle o cualquier otro tipo de arma.
Las guerras siempre son dramas, pero no siempre son ficciones, aunque haya ficciones que nos ayuden a entenderlas en toda su complejidad. Quizá usted esté pensando ya en varios ejemplos. Me viene a la mente una novela que a mi juicio no goza de todo el predicamento que merece. Pienso en el libro de Elena Fortún, editado póstumamente en 1987, Celia en la revolución, rescatado hace dos años por la editorial Renacimiento.
Al hablar de la guerra se genera un relato. El relato está etimológicamente ligado a la palabra relación. Los hechos se relacionan entre sí. Se ordenan. Hay unas causas de las que devienen unas consecuencias que a su vez generan otras posibilidades. La cadena de acontecimientos debe ser anunciada más o menos explícitamente para que el resultado esté justificado. Existen diferentes técnicas narrativas que abordan esta cuestión, como es la citada arma de Chéjov, pero también el red herring. Se trata de un recurso de anticipación que consiste en utilizar una pista falsa que confunda a la lectora o al lector. El anglicismo hace referencia a un arenque ahumado muy oloroso utilizado para entrenar a los perros de caza a que no pierdan el rastro de la presa, aun cuando otros olores contaminen el entorno. En el siglo XIX, el periodista británico William Cobbett inventó este término para acusar a la prensa británica, que anunció la falsa derrota de Napoleón dejándose llevar por pistas incorrectas.
Todo orden y toda clasificación supone ejercer un poder. Con nuestras decisiones iluminamos unas derivas y oscurecemos otras. El relato es, como su propio nombre indica, relativo. En cada historia hay una opción, si no la hubiera se extenderían como el mapa de Jorge Luis Borges en su cuento Del rigor en la ciencia (1946) en el que los cartógrafos de un imperio, en su afán de ser minuciosos, terminaron por crear un mapa tan exhaustivo como inútil cuyas dimensiones equivalían al propio imperio. La magia de las obras literarias, al menos la magia de las que a mí me interesan, es que esta opción se puede cuestionar desde dentro de la propia obra. Cada obra lleva inscrita su contraria, o si lo prefiere, cada obra va cargada con una bomba que puede explotar en cualquier momento. Esto no ocurre con el relato histórico, ¿o sí?
Se acaba de cumplir un año desde el inicio de la guerra y los relatos han cambiado considerablemente. Antes de la invasión de Ucrania, las armas nucleares ya habían aparecido. El 19 de febrero de 2022, Vladímir Putin presenció desde el Kremlin las pruebas de su arsenal de misiles con capacidad nuclear; a finales de octubre, Rusia volvió a realizar maniobras de sus fuerzas nucleares estratégicas; a mediados de febrero desplegó buques con armas nucleares en el mar Báltico y unos días más tarde anunció su salida del tratado bilateral entre Rusia y Estados Unidos, New Start, que limitaba el arsenal de ambos países. Además, el presidente ruso no ha dejado de afirmar verbalmente que está dispuesto a utilizar todo su potencial militar, en caso necesario. Por el momento, estas amenazas han tenido poco efecto: Ucrania no retrocede y los países de la OTAN están aumentando el apoyo a sus tropas. Podríamos pensar que Rusia no atiende a los consejos de su propio dramaturgo, aunque tampoco hay que olvidar que el mismo Chéjov puso dos armas cargadas en su última obra, El jardín de los cerezos, que nunca se llegan a disparar en escena. El final del texto ahonda así en la idea de pérdida y la incapacidad de cierre.
Es imposible predecir cómo se cerrará, si se cierra, la narrativa de la guerra. Lo que sabemos es que, aunque las cabezas nucleares no definan el futuro de ambos contendientes, la cantidad de armas convencionales en manos de civiles y grupos paramilitares marcará el futuro de la zona por mucho tiempo. Los países que llevan décadas suministrando armamento de gran potencia a su población, incluidos los cuerpos de seguridad fuera del ejército, como pueden ser las policías locales o regionales, saben que una vez que el rifle está cargado en la pared de casa, se dispara. Según datos oficiales, en el año 2020, en Estados Unidos murieron por heridas relacionadas con armas de fuego 45.222 personas, de las cuales, alrededor de 2.000 nunca cumplirán los 17 años.
























[ARCHIVO DEL BLOG] Teoría del resentimiento. [Publicada el 29/07/2015]











La segunda acepción que el Diccionario de la lengua española (DRAE) da a la palabra "resentimiento" es la de tener sentimiento, pesar o enojo por algo. La cuestión que plantea Manuel Arias Maldonado, profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga e investigador visitante en las universidades de Berkeley, Munich, Siena, Oxford y Kele, en un interesante y denso artículo titulado "El resentimiento en la democracia", publicado en dos entregas sucesivas en el número de julio de Revista de Libros (el primero el día 15, y el segundo el dia 22), es la de si el resentimiento juega un papel significativo en las democracias modernas y si este es positivo o negativo.  
Desde que comenzara la crisis, comenta, se han multiplicado los movimientos y partidos que reclaman justicia para sus víctimas, mientras sus contrincantes ponen de manifiesto con qué frecuencia esa demanda oculta un populismo que explota la peligrosa emoción del resentimiento como forma de agitación política. Y en esas estamos. En realidad, en contra de lo que parecería sugerir una observación superficial del fenómeno, el resentimiento es compatible con una legítima demanda de justicia. Es decir: esta peculiar forma de «autointoxicación psíquica», como la catalogó Max Scheler, puede tener razón. Pero también puede no tenerla en absoluto. No es un asunto sencillo, ni un problema nuevo; su campo semántico –que abarca la envidia tanto como la emulación– parece más bien una jungla. Por eso mismo, a la vista de su protagonismo en nuestra conversación pública, merece la pena explorarlo machete en mano.
Para empezar, dice, parece fuera de duda que el discurso político de algunas de las nuevas fuerzas políticas lleva implícita una apelación al resentimiento social. El mecanismo retórico es sencillo: el daño sufrido por la víctima es señalado como injusto por el partido que moviliza el correspondiente sentimiento de agravio, convertido en deseo de venganza contra quien se identifica como responsable directo del daño. Ya se trate de la casta, los ricos o la oligarquía; o de todos a la vez. Un ejemplo entre muchos es el discurso que pronunció Isabel Torralbo, candidata de Málaga Ahora, en la sesión de investidura del nuevo Ayuntamiento de Málaga: "Nosotras y nosotros somos personas corrientes, esas a las que han dejado de mirar. Pero ahí estábamos: ocupando las plazas, parando con nuestros cuerpos desahucios, impidiendo que privatizaran nuestra sanidad, nuestra educación, que destruyeran nuestro medio ambiente. Aun así, seguían sin mirarnos. Lo aceptamos: somos los Nadie, como decía Galeano. Y hoy afirmamos que estos Nadie, más pronto que tarde, les van a dejar a ustedes sin Nada. [...] Nosotras les acusamos. Les señalamos. Les juzgamos. Y el veredicto es uno: culpables. Y su condena va a ser despojarles del poder que han usado día a día como si los Nadie no contáramos". Es llamativo, añade, que palabras así puedan ser dirigidas contra un gobierno democrático. 
La máxima carga de resentimiento, sigue diciendo, deberá corresponder, según esto, a aquella sociedad en que, como la nuestra, los derechos políticos –aproximadamente iguales– y la igualdad social, públicamente reconocida, coexisten con diferencias muy notables en el poder efectivo, en la riqueza efectiva y en la educación efectiva; en una sociedad donde cualquiera tiene «derecho» a compararse con cualquiera y, sin embargo, «no puede compararse de hecho». La sola estructura social –prescindiendo enteramente de los caracteres y experiencias individuales– implica aquí una poderosa carga de resentimiento.
Ahora bien, ¿merece una sociedad como la española, hoy, esa catalogación? No es una pregunta fácil de responder, añade, porque resulta preciso identificar antes cuál es el umbral de desigualdad que resulta inaceptable y en qué medida la propia estructura social ha sido la causa que ha impedido, a quien experimenta resentimiento, acceder a un mayor bienestar. A esto habría que añadir la necesidad de distinguir entre el estado normal de una sociedad y su estado recesivo, a fin de hacer un análisis de la desigualdad social que tenga en cuenta ambos y no sólo el segundo. En cualquier caso, no parece razonable evaluar el resentimiento con independencia del tipo de sociedad en que se manifiesta; igual que tampoco cabe condenarlo sin paliativos so pretexto de que una democracia social no puede albergarlo en ningún caso: como si la proclamación formal de una igualdad suficiente bastara para garantizarla en la práctica. Otra vez: el resentimiento no siempre se equivoca, aunque se equivoque a menudo. Por ello, será necesario bajar a pie de obra para iluminar con datos la distancia entre la desigualdad real y la desigualdad percibida. A lo que habrá que añadir una variable menos invocada, pero relevante en un contexto democrático: la responsabilidad del individuo resentido en la producción de aquellos resultados colectivos que causan, al modo de una reacción en cadena, su propio resentimiento.
No parece necesario, continúa diciendo, discutir la actualidad política del resentimiento: llevamos varios años conviviendo con esta ambigua emoción moral. Su presencia, sin embargo, no se traduce necesariamente en un adecuado conocimiento de sus matices, a menudo oscurecidos por la agresiva contundencia de sus manifestaciones. Pero no es un asunto sencillo, ni mucho menos: su mala reputación podría ser un invento de sus enemigos. El resentimiento es así visto como un subproducto de la frustración, el mal perder de los perdedores. Sin embargo, no es ni mucho menos la última palabra que puede decirse al respecto.
Para empezar, dice, el resentimiento puede también entenderse como un acto ético y político de naturaleza creativa, que contribuye al progreso de las sociedades mediante la denuncia de sus defectos estructurales. El resentimiento posee de este modo una dimensión creativa, porque de él emergen nuevas subjetividades y formas de percepción; es político, porque implica una interpretación, reinterpretación y recalibramiento del orden social que nos ubica en una determinada posición social: el siervo de la gleba descubre que podría ser otra cosa. En otras palabras, un daño deja de considerarse el producto natural de un determinado orden de cosas, para tenerse por lo contrario: el inaceptable resultado de una situación que nada tiene de natural. Desde este punto de vista, pues, el resentido ofrece una interpretación del daño por él padecido que implica la denuncia de una injusticia, abriendo con ello la puerta al cambio social. 
En cualquier caso, añade, si los correspondientes impulsos coléricos que atraviesan una sociedad en un momento histórico particular tienen suficiente magnitud, probablemente terminen siendo recogidos –agregados– por movimientos o partidos que los transforman en algún tipo de «política constructiva». La indignación precede a la ideología, que se arrogará el derecho a gestionar el correspondiente depósito de ira acumulado silenciosamente a lo largo del tiempo. Sea como fuere, continúa diciendo, la lectura positiva del fenómeno que nos ocupa se asienta sobre la premisa de que el resentido tiene razón al experimentar resentimiento, porque se ha cometido sobre él una injusticia. Pero, ¿y si el resentido se equivoca? Más aún, ¿no es posible que los movimientos populistas apunten hacia causas inexactas y con ello estén creando más que expresando agravios definidos? Nada garantiza la buena fe de los portavoces del resentimiento. Pero, incluso asumiendo que el movimiento político en cuestión explota un resentimiento generalizado dentro de un grupo social o transversal a varios de ellos, ¿qué nos garantiza que ese resentimiento apunte hacia una causa indiscutible? 
Si dejamos a un lado la dimensión económica y moral del resentimiento en la democracia, sigue diciendo, para prestar atención a su aspecto político, es conveniente subrayar la tendencia del votante a olvidar su propia contribución en la generación de la situación que se denuncia. Aquí reside uno de los puntos ciegos de la explotación populista del resentimiento: el escamoteo de la propia responsabilidad del sujeto como ciudadano y votante. A ese escamoteo contribuyen, desde la teoría, el énfasis en los diseños institucionales y la crítica participativista para la que el ciudadano es sistemáticamente ignorado cuando no hay elecciones de por medio. Pero no es así exactamente. Sin negar la importancia de los factores institucionales, el ciudadano, por el solo hecho de elegir a sus gobernantes entre los partidos que concurren a las elecciones, está contribuyendo decisivamente a dar forma a la oferta de los mismos. A eso hay que añadir una opinión pública que condiciona la acción de los gobiernos, aunque sólo sea porque éstos quieren ser reelegidos. Distingamos, pues, entre resentimientos justificados y resentimientos imaginarios: reparemos los primeros y denunciemos los segundos. No sea que el ciudadano se transmute en resentido para eludir su propia responsabilidad, asunto sobre el que –significativamente– nada tiene que decir nunca el populismo que vive de la movilización de este último. Esa distinción, por desgracia, dice, no es fácil. Máxime cuando quien juega la baza del resentimiento goza de una decisiva ventaja: la dolorosa visibilidad del daño actual neutraliza toda referencia que pueda hacerse a la historia particular del daño. 
Sólo importa el problema que tenemos delante, al que urge dar respuesta; sus causas originales apenas cuentan. Pero, entre esas causas, concluye el profesor Arias Maldonado, en una democracia digna de tal nombre, hay que incluir tanto el comportamiento electoral como el normal desenvolvimiento de los ciudadanos en su vida ordinaria: decisiones, actitudes, comportamientos. Así, por más que la primera tentación del frustrado sea buscar una causa externa que lo exima de toda responsabilidad en su propio destino, la obligación de una sociedad democrática será sopesar seriamente la validez de esas razones en el marco de la conversación pública y reforzar aquellos aspectos de su diseño institucional que hagan posible el equilibrio productivo entre oportunidad y competición. Sólo así predominará la sana envidia –susceptible de convertirse en emulación dinámica– sobre el ciego resentimiento: ciego, en primer lugar, a sí mismo. Y saldremos todos ganando, aunque no podamos ganar todos.
En el enlace de más abajo pueden ustedes ver la conferencia pronunciada por el profesor Arias Maldonado en la Fundación Juan March, el 7 de abril de este año, titulada "La democracia sentimental", en la que analiza porqué el populismo, la xenofobia y el nacionalismo son muestras de la tendencia a la sentimentalización irracional en la elaboración de las demandas ciudadanas y como la consideración de las emociones políticas desde disciplinas complementarias como la neurociencia o la psicología, plantea cómo actualizar la tradición ilustrada de la autonomía individual del sujeto como ideal regulativo irrenunciable. Y en el siguiente enlace la entrevista que Arias Maldonado concedió el pasado catorce de mayo  a la segunda cadena de RTVE, en el programa Para todos la 2, en la que habla del fenómeno Wikipedia, preguntándose al respecto sobre si aceptada su innegable utilidad como el mayor archivo cultural del que disponemos, construido con la colaboración desinteresada de miles de redactores diseminados por todo el mundo, puede decirse lo mismo de su fiabilidad. 
Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt












lunes, 6 de marzo de 2023

De la censura en la literatura

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Juan Gabriel Vásquez, va de la censura en la literatura. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
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De qué hablamos cuando hablamos de James Bond
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
02 MAR 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Ahora le ha tocado el turno a James Bond. Después del escándalo improbable que estalló hace unos días, cuando se supo que la editorial de Roald Dahl en el Reino Unido había decidido “corregir” (nunca fueron tan necesarias unas comillas) el lenguaje de sus libros, parece que la misma suerte correrán los de Ian Fleming, y por razones idénticas: se trata de eliminar las expresiones que los lectores de hoy puedan considerar ofensivas. Dahl escribía sobre todo para niños, y la editorial incluyó en sus ediciones corregidas unas líneas que sin duda querían tranquilizar, pero a mí, por lo menos, acabaron preocupándome más: “Este libro fue escrito hace muchos años, por lo que revisamos periódicamente el lenguaje para garantizar que todos puedan seguir disfrutándolo hoy en día”. La aclaración aparece en la página legal; está redactada en el tono paternalista que algunos usan para hablar con los niños, pero va dirigida sin duda a los adultos: a menos que ustedes conozcan a muchos niños que siempre lean cuidadosamente la página legal. Más allá de eso, la nota es fascinante, y merece por lo menos ser el punto de partida de una reflexión más amplia.
Lo digo como lo dije hace una semana en la edición colombiana de este periódico: eso de la revisión periódica del lenguaje me parece salido directamente de 1984. La novela de George Orwell, que tanto nos ha servido en los últimos años para ponerles nombre a los fenómenos de nuestro mundo nuevo, nos dejó términos como newspeak (que podría traducirse como “novolengua”), y pienso en el indefenso Roald Dahl y se me ocurre que eso es lo que buscan las nuevas ediciones de sus libros: traducirlos a la novolengua de la corrección política. Lo he confirmado ahora, pues un artículo de The Telegraph me cuenta que las novelas de Bond se corregirán también, y que las ediciones nuevas incluirán su propia nota explicativa: “Este libro se escribió en un tiempo en que eran normales términos y actitudes que los lectores modernos pueden considerar ofensivos”. Los editores nos explican que la nueva edición incluye “una serie de actualizaciones”, pero que se han hecho siempre “manteniendo la mayor fidelidad posible al texto original y a la época en que se ambienta”.
No sé si los lectores lo hayan hecho, pero los redactores de ese lavado de manos no parecen haberse percatado de las mil ironías que presentan sus poquísimas palabras. Solo para empezar está el reconocimiento de que el problema es el pasado, que es, como dice una novela, un país extranjero: allí las cosas se hacen de manera diferente. Para estos editores, el asunto es muy sencillo: cuando un libro de otro tiempo nos diga cosas que no están de acuerdo con nuestra mentalidad presente, hay que revisarlas (como se revisan las doctrinas de un partido político) o tal vez actualizarlas (como un programa de ordenador que ha quedado obsoleto). Pero los que escribimos sobre el pasado sabemos que el pasado es problemático porque no existe físicamente: es una construcción enteramente mental. Es decir, el pasado solo existe mientras lo imaginamos, y lo imaginamos solo gracias a las historias que contamos o que han contado otros. Y este ridículo frenesí de nuestro tiempo, este afán por conformar las creaciones pasadas a la moralidad presente, puede tener muy buenas intenciones, puede estar movido por emociones bien puestas y solidaridades genuinas, pero lo primero que logrará es cerrarnos las puertas de acceso a ese lugar que ya no está, impedirnos entender cómo se veía —como se vivía— el mundo de antes.
Hay otros problemas. Me entero de que una de las revisiones de las novelas de Fleming se refiere a una escena en la que Bond, hablando de un grupo de africanos que pueden o no ser delincuentes, comenta que son hombres “bastante respetuosos de la ley, excepto cuando han bebido demasiado”. La corrección eliminará la segunda parte de la frase, que se considera ofensiva. Yo puedo aceptar que lo fuera si el comentario lo hiciera una persona real —un político, digamos, o un periodista, o un tuitero— acerca de personas reales, pero me veo en la penosa obligación de señalar que no es así: que el comentario lo hace un personaje de ficción acerca de otros personajes de ficción. Y claro, los personajes de ficción tienen esa característica incómoda: dicen o piensan cosas que los lectores reales —y muy a menudo el autor real— consideran reprobables, y lo hacen justamente para explorar e investigar los lados oscuros de lo que somos los seres humanos.
Es triste y lamentable y un poco vergonzoso vernos obligados a señalar estas obviedades. Pero llevar el caso Bond a sus propios límites lógicos, ¿no nos obligaría a corregir La cabaña del Tío Tom, por ejemplo, porque en ella hay personajes racistas? Se me dirá que no, porque la intención de Harriett Beecher Stowe es muy distinta de la de Fleming, y eso es cierto, sin duda, pero entonces viene la pregunta siguiente: ¿quién lo decide? ¿A quién estamos dispuestos a darle el poder de decidir sobre las intenciones de un autor muerto, y, por lo tanto, sobre el derecho que tiene de que sus palabras se conserven como las escribió? ¿Y qué pasa, por otra parte, con los vivos? Hay una nueva figura en el mundo de los libros, los sensitivity readers, que no son más que lectores expertos en las sensibilidades de un grupo determinado. Se han puesto de moda en el mundo anglosajón, y su misión es señalar los momentos en que un libro pueda herir las sensibilidades de tal o cual grupo. La idea, como tantas otras de nuestro tiempo confundido, sale de emociones loables; pero a mí me parece que tiene consecuencias perversas.
Leo la entrevista que una de estas lectoras de sensibilidad (no hay traducción posible que no suene feo) dio hace poco, a raíz de lo de Dahl. ¿Por qué se han vuelto tan populares los lectores de sensibilidad?, le pregunta el periodista, y la respuesta es transparente: “Creo que los autores no quieren publicar un libro y verse metidos en una tormenta de Twitter, o darse cuenta por las reseñas de Amazon de que han cometido un error grande”. En otras palabras, el miedo a las multitudes sin forma de internet está decidiendo lo que los autores se permiten decir: no hay que despertar a la bestia de la indignación virtuosa, del postureo ético, de las políticas de la identidad; sobre todo, hay que cuidarse de ofender las sensibilidades personales, que son el nuevo territorio de lo sagrado. Si esto no es una manera de la censura, aunque se dé por caminos sinuosos y aunque muchas veces venga de los propios censurados, no se me ocurre qué pueda serlo.
Se equivocan mucho quienes creen que lo sucedido en estos días es menos grave por tratarse de ligeras novelas de espionaje (y quienes creen que los libros infantiles son menos importantes no tienen la menor idea de cómo se forma un ciudadano, ya no digamos una persona), pues lo que está en juego aquí es toda una manera de entender lo que hacen las ficciones. La literatura es un lugar de tensiones y contradicciones y problemas y oscuridades, y podemos discutir con ella, criticarla y despreciarla incluso; pero expurgarla para que no nos ofenda, purificarla de lo que nos choque o incomode, nos priva de formas invaluables de conocimiento, y habla menos de los defectos de la literatura, me parece, que de nuestra propia y lamentable fragilidad.























[ARCHIVO DEL BLOG] Progreso moral y terrorismo. [Publicada el 18/04/2013]











El terrorismo es intrínsecamente perverso; no hay terrorismo malo y terrorismo bueno; ni de derechas ni de izquierdas; hay terrorismo y terroristas a secas; y todos son deleznables. La vida humana es siempre valiosa en sí misma y  por sí misma, sin etiquetas, matices ni colores.
La simultaneidad en el tiempo, apenas unas horas, de varios hechos que no tienen especial relación entre sí: los atentados de Boston y Mogadiscio (o los que ocurren a diario en Bagdad, Damasco, Beirut, Gaza, Kabul o cualquier otro lugar del mundo) y la lectura de un artículo sobre la historia del progreso moral de la humanidad, me han hecho reflexionar sobre una conversación que hace unos días mantenía en Facebook con un buen amigo en relación con mi entrada del blog titulada "España en crisis. ¿Queda algo en pie?".
Estoy seguro que sin intentención peyorativa alguna me tildaba en ella de "optimista".  Vaya por delante que más que optimista, que no lo soy en esencia, yo me autocalifico como "escéptico", término este que defino  como el de "un optimista chamuscado por la realidad".
En el fondo, o no tan en el fondo, yo soy hegeliano. Como G.W.F. Hegel expone en su "Lecciones sobre la filosofía de la historia univers
al" (Alianza, Madrid, 1980), uno de mis libros de cabecera, creo que la historia de la humanidad es la historia de un progreso lineal moral, no necesariamente ni siempre -por desgracia- material del hombre sobre el mundo. A pesar, como comentaba a mi amigo, de todos los meandros, vueltas y revueltas que el fluir de esa historia presenta hasta hoy, sigo creyendo en él.
Ese mismo pensamiento esencial lo compartieron en opinión de Hannah Arendt ("Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política": Península, 2003), cada uno con matices propios, KierkegaardMarx y Nietszche, los tres grandes herederos de Hegel, que pusieron patas arriba, con él, toda la filosofía anterior a su época.
Pero estoy divagando en exceso. En la conversación con mi amigo, defendiéndome  de su calificación de "optimista",  le comentaba que en el momento en que dejara de creer en la fuerza de la palabra habría dejado de vivir. Y añadía en mi respuesta una frase del paleontólogo, filósofo y jesuita francés Teilhard de Chardin en su libro "El fenómeno humano" (Taurus, Madrid, 1965) escrito en 1950, uno de los libros que han marcado mi vida como lector, que venía a decir que "aunque perdiera la fe en Dios, seguiría conservando la fe en el hombre". Yo, en Dios, hace tiempo que la perdí.
A pesar de mi escepticismo, o de mi optimismo chamuscado si prefieren verlo así, yo sigo creyendo en el progreso moral de la humanidad. Es la misma tesis que mantiene el psicólogo, escritor y profesor de la Universidad de Harvard (Estados Unidos), Steven Pinker, en su libro "Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones" (Paidós, Barcelona, 2012), magistralmente comentado por el profesor y catedrático de Filosofía Juan Antonio Rivera en su artículo "Una epopeya del progreso moral", publicado en el último número, abril-mayo, de "Revista de Libros". 
Toda esta larguísima digresión no es más que una invitación sincera, ferviente y entusiasta a que lean el artículo del profesor Rivera, y como no, si tienen ocasión y oportunidad el del profesor Pinker.
Y como colofón, les dejo este artículo publicado en El País del día 19 de abril por el escritor estadounidense Dennis Lehane titulado "No saben con qué ciudad se han metido". No conozco Boston; casi con toda seguridad no voy a conocerla nunca, pero es una de esas ciudades, como Atenas, Roma o El Cairo, que para mí son más un símbolo que una ciudad real. No me pregunten por qué; no sabría responderles.
Sean felices, por favor; o al menos inténtenlo. A pesar del gobierno y del mundo. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt












domingo, 5 de marzo de 2023

De la literatura en tiempos del tuiteo

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del crítico literario Rafael Narbola, va de la literatura en tiempos del tuiteo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
harendt.blogspot.com








La literatura en los tiempos de Twitter
​RAFAEL NARBONA​
​24 FEB 2023 - Revista de Libros​
​harendt.blogspot.com

«Cualquier tiempo pasado fue mejor», escribió Jorge Manrique en el siglo XV, pero añadió: «a nuestro parecer». La mayoría de las personas omiten este comentario, apropiándose de la famosa expresión para manifestar el desagrado que les produce el presente. A menudo oímos «esto no pasaba antes», «en mi juventud las cosas eran de otra manera», «ya no hay valores ni modales», «cada vez estamos peor». Durante veinticinco años enseñé filosofía y ética a alumnos con edades comprendidas entre los catorce y los dieciocho, y cada curso escuchaba el mismo comentario: «nosotros no éramos así». Los chicos más mayores aseguraban que ellos habían sido mucho más formales y maduros que sus compañeros más pequeños, pero cuando estos crecían repetían las mismas palabras, refiriéndose a los que venían detrás. Mi impresión, como profesor, era que todos se parecían mucho. El porcentaje de gamberros, empollones y peritos del mínimo esfuerzo apenas variaba de un curso a otro. La tipología humana no es infinita, sino limitada y reiterativa.
Jorge Manrique nos da a entender que las valoraciones son estrictamente subjetivas y, por tanto, poco fiables. Los economistas que escriben en esta revista tienen muy claro esto y por eso apelan a los datos para justificar una apreciación. No es suficiente decir: «pienso que estamos bien» o «creo que bordeamos el desastre». Hay que demostrarlo. A pesar de todo, me atrevo a aventurar que algunas cosas han empeorado notablemente. Para apuntalar este juicio, no voy a aportar datos, sino impresiones, lo cual quiere decir que hablo de forma subjetiva. No podría ser de otro modo. Yo no me muevo en el campo de la economía. Al igual que Larra, con el que no pretendo compararme, me limito a esbozar opiniones, reivindicado ese tono menor que distancia al periodismo de la filosofía o la ciencia.
¿Por qué conjeturo que las cosas han empeorado? Solo hace frecuentar una red social para apreciar que los modales se han degradado terriblemente. La educación es uno de los mayores logros de la civilización. Cuando falta, no solo se habla con la boca llena. Además, se hiere a los demás con comentarios inaceptables. Umberto Eco dijo que internet había dado voz a los idiotas. Dado que la idiotez no es inocua, resultaba previsible que la avalancha de majaderías que circulan por las redes sociales desembocara en una orgía de malicia. Solo hay que navegar un poco por Twitter u otro espacio similar para comprender el temor que inspiraban las masas a Elias Canetti. El auge de las redes sociales coincide con el declive de la lectura. Evito la palabra «decadencia», para no parecer un wagneriano irredento. La lectura es una forma de cortesía, pues implica olvidarse del propio ego para hacer caso a un ego ajeno. Por eso, no me parece casual que la grosería prospere al mismo tiempo que desciende la pasión por los buenos libros.
En los años ochenta, el metro y el autobús a veces parecían salas de una biblioteca pública. Muchas personas aprovechaban sus desplazamientos para leer obras de calidad y no pocos llevaban un lápiz en la mano para subrayar párrafos o anotar sus impresiones en los márgenes. Entre los títulos más frecuentes —admito que soy un cotilla cuando atisbo un libro— se hallaban las Memorias de Adriano, de Margarite Yourcenar, El nombre de la rosa, de Umberto Eco, La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa o los cuentos de Borges. Actualmente, el libro se ha convertido en algo tan insólito como una chistera. La mayoría de los viajeros solo consulta el teléfono móvil y casi siempre selecciona noticias pueriles, como el culebrón de Vargas Llosa y la Presyler, las pullas intercambiadas entre Shakira y Piqué o las rabietas de Elon Musk. Si echamos un vistazo a los libros más vendidos, pensando que allí nos toparemos con cosas más serias, descubrimos que entre las obras más leídas se encuentran las memorias del príncipe Harry, las novelas de algún presentador televisivo sobre las que planea la sospecha de una autoría dudosa o manuales de autoayuda plagados de consejos repelentes e inanes.
¿Se puede afirmar que Twitter ha contribuido a la decadencia (vaya, por fin me puse wagneriano) de la lectura? Después de diez años frecuentando esa red social con la esperanza de pescar lectores para mis artículos y mis libros, me atrevo a afirmar que no es descabellado atribuirle cierta responsabilidad. Twitter ha alimentado la demanda compulsiva de novedades con forma de fogonazos. La concisión es una virtud, pero solo cuando implica una feliz conjunción de densidad y hondura. Los 280 caracteres no son límites que inciten a la profundidad, sino a la inanidad o el exhibicionismo. La necesidad de llamar la atención fomenta los mensajes agresivos y esquemáticos. El matiz, la cortesía o la prudencia se perciben como lastres o errores. El objetivo es destacar. A cualquier precio. Y para ello no hay mejor estrategia que el exabrupto, la injuria o la calumnia.
Twitter no solo afecta a los modales. Además, destruye la capacidad de concentración. La incesante avalancha de mensajes crea el hábito nefasto de no dedicar más de unos segundos a cualquier tema. Un hábito sumamente perjudicial para el hábito de leer. La lectura exige paciencia, recogimiento, atención. Me refiero, claro está, a los textos literarios, filosóficos o científicos. No es una experiencia que simplemente aplaque la sed de entretenimiento. Leer implica aprender, desechar prejuicios, abrir la mente a nuevas perspectivas. Es una forma de dialogar con otros puntos de vista y revisar con espíritu crítico las propias ideas. En el caso de la literatura, no interviene tan solo la inteligencia, sino que también se implica la sensibilidad. La lectura de un buen poema es una experiencia sensual. Las palabras dejan de ser meras abstracciones, adquiriendo color, tacto, espesura. En Twitter, las palabras resultan incompatibles con la belleza. Parecen meras funciones, opciones de un menú televisivo, engranajes impersonales de una máquina sin alma.
A mi parecer, todas las épocas son imperfectas, pero los tiempos de Twitter son especialmente aciagos para la literatura, la cortesía y la salud mental. Algunos se preguntarán por qué no he borrado entonces mi perfil. Porque mis textos se volverían aún más invisibles e irrelevantes. No estar en Twitter es una forma de no existir. O de existir a medias. Las redes sociales se parecen al continuo tiempo-espacio. Más allá, no hay nada. Bueno, sí hay cosas, pero su existencia es fantasmal. Los que viven al margen de Twitter son una especie de robinsones descolgados de la historia. No es una mala alternativa, pero me falta valor para imitarlos.
¿Cómo se verá esta época cuando pasen un par de décadas? Si continúa la tendencia actual hacia una civilización del espectáculo, banal y ruidosa, algunos evocarán estos años como el albor de una era dichosa. Otros, los cascarrabias que escriben lamentaciones como esta, ya estarán criando malvas, pero los que aún sobrevivan, probablemente en un asilo, seguramente pensarán que asistieron al inicio de una hecatombe cultural.
No pierdo la esperanza de que un pelotón de buenas plumas salve la civilización.
P. S. Advertencia para los más jóvenes: Quizás mi reflexión es fruto del malhumor que produce envejecer. No lo sé. El tiempo, implacable y preciso, lo dirá. Por si las moscas, recomiendo que no me hagan mucho caso.


























[ARCHIVO DEL BLOG] Portugal: 40 años de libertad. [Publicada el 24/04/2011]










Visité Portugal por vez primera en octubre de 1970. Había llegado en barco a Algeciras, desde Gran Canaria, junto con mi mujer y nuestra hija, que aun no había cumplido dos años. En Algeciras nos estaban esperando mis padres que habían venido desde Madrid. Pasamos allí la noche y al día siguiente partimos para Portugal, al que entramos, pasaportes en mano, por el puesto fronterizo de Rosal de la Frontera, en la provincia de Huelva. En Lisboa nos alojamos en un pequeño hotel cuyo encargado, español, parecía odiar cordialmente a sus paisanos. Nos encantó la ciudad, aunque la encontramos un tanto triste y como "decadente", y a la gente, amable pero desconfiada. Por las noches, después de cenar, cuando mis padres ya estaban durmiendo, mi mujer y yo salíamos a pasear por la calles de la ciudad vieja con la niña en su cochecito. Desde Lisboa, subimos hacia el norte. Nos gustaron mucho Nazaré, con sus barcos de pesca sobre la orilla de la playa, y Coímbra, un encanto de ciudad. Oporto, no tanto. Pero lo que más nos impresionó del viaje fue la escena que vivimos en Fátima, a la que llegamos un 12 de octubre: decenas y decenas de soldados, con sus uniforme de campaña, recorriendo de rodillas en compañía de esposas, madres, hermanas o hijas la gran explanada que da acceso a la basílica. Supusimos que eran soldados que daban gracias a la Virgen por haberles devuelto con vida de la sangrienta guerra que Portugal, la última potencia colonial de Europa, mantenía en sus posesiones africanas. Impresionaba, de verdad, el espectáculo. Era una sensación desoladora. Unos días más tarde volvíamos a España, con un sabor agridulce, por Ayamonte.
Tres años y medio después, jóvenes oficiales del ejército portugués, con la llamada "Revolución de los claveles", iniciada tal día como hoy de hace cuarenta años, ponían fin a aquella anacrónica dictadura y a la guerra y devolvían su libertad a los portugueses. Y hacían que el régimen franquista en España pusiera sus barbas a remojar.
Una canción, "Grândola, Vila Morena", que cuarenta años después aun hace que se me humedezcan los ojos cuando la escucho, se convirtió en icono de una revolución casi incruenta. Las prisas de algunos por realizar la revolución popular antes que restaurar la democracia (como ocurrió en España durante la II República) estuvieron a punto de llevarla al traste. Pero la historia demuestra una y otra vez que las democracias cuando son reales tienen recursos para solventar todas las crisis. La portuguesa lo era y la solventó. Como solventará la que sufre ahora, al igual que lo harán Grecia, Irlanda, Italia, España y otros Estados del sur y de Europa oriental. Con su propio esfuerzo y con la ayuda del resto de los europeos. No tengo la menor duda al respecto. 
Desde aquel octubre de 1970 hemos vuelto varias veces más a Portugal; lo hemos recorrido de sur a norte y de norte a sur. El país entero y sus gentes han cambiado para bien, para mucho mejor. Y cuando entramos en él, ahora ya sin barreras fronterizas, nos parece encontrarnos como en casa (y no lo digo solo por el huso horario). Es una tierra bellísima y tiene una gente estupenda... ¡Felicidades, Portugal, por esos cuarenta años de libertad!
Les ruego escuchen a Pasión Vega y su sentimental y emotiva "Lejos de Lisboa"Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt.