La segunda acepción que el Diccionario de la lengua española (DRAE) da a la palabra "resentimiento" es la de tener sentimiento, pesar o enojo por algo. La cuestión que plantea Manuel Arias Maldonado, profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga e investigador visitante en las universidades de Berkeley, Munich, Siena, Oxford y Kele, en un interesante y denso artículo titulado "El resentimiento en la democracia", publicado en dos entregas sucesivas en el número de julio de Revista de Libros (el primero el día 15, y el segundo el dia 22), es la de si el resentimiento juega un papel significativo en las democracias modernas y si este es positivo o negativo.
Desde que comenzara la crisis, comenta, se han multiplicado los movimientos y partidos que reclaman justicia para sus víctimas, mientras sus contrincantes ponen de manifiesto con qué frecuencia esa demanda oculta un populismo que explota la peligrosa emoción del resentimiento como forma de agitación política. Y en esas estamos. En realidad, en contra de lo que parecería sugerir una observación superficial del fenómeno, el resentimiento es compatible con una legítima demanda de justicia. Es decir: esta peculiar forma de «autointoxicación psíquica», como la catalogó Max Scheler, puede tener razón. Pero también puede no tenerla en absoluto. No es un asunto sencillo, ni un problema nuevo; su campo semántico –que abarca la envidia tanto como la emulación– parece más bien una jungla. Por eso mismo, a la vista de su protagonismo en nuestra conversación pública, merece la pena explorarlo machete en mano.
Para empezar, dice, parece fuera de duda que el discurso político de algunas de las nuevas fuerzas políticas lleva implícita una apelación al resentimiento social. El mecanismo retórico es sencillo: el daño sufrido por la víctima es señalado como injusto por el partido que moviliza el correspondiente sentimiento de agravio, convertido en deseo de venganza contra quien se identifica como responsable directo del daño. Ya se trate de la casta, los ricos o la oligarquía; o de todos a la vez. Un ejemplo entre muchos es el discurso que pronunció Isabel Torralbo, candidata de Málaga Ahora, en la sesión de investidura del nuevo Ayuntamiento de Málaga: "Nosotras y nosotros somos personas corrientes, esas a las que han dejado de mirar. Pero ahí estábamos: ocupando las plazas, parando con nuestros cuerpos desahucios, impidiendo que privatizaran nuestra sanidad, nuestra educación, que destruyeran nuestro medio ambiente. Aun así, seguían sin mirarnos. Lo aceptamos: somos los Nadie, como decía Galeano. Y hoy afirmamos que estos Nadie, más pronto que tarde, les van a dejar a ustedes sin Nada. [...] Nosotras les acusamos. Les señalamos. Les juzgamos. Y el veredicto es uno: culpables. Y su condena va a ser despojarles del poder que han usado día a día como si los Nadie no contáramos". Es llamativo, añade, que palabras así puedan ser dirigidas contra un gobierno democrático.
La máxima carga de resentimiento, sigue diciendo, deberá corresponder, según esto, a aquella sociedad en que, como la nuestra, los derechos políticos –aproximadamente iguales– y la igualdad social, públicamente reconocida, coexisten con diferencias muy notables en el poder efectivo, en la riqueza efectiva y en la educación efectiva; en una sociedad donde cualquiera tiene «derecho» a compararse con cualquiera y, sin embargo, «no puede compararse de hecho». La sola estructura social –prescindiendo enteramente de los caracteres y experiencias individuales– implica aquí una poderosa carga de resentimiento.
Ahora bien, ¿merece una sociedad como la española, hoy, esa catalogación? No es una pregunta fácil de responder, añade, porque resulta preciso identificar antes cuál es el umbral de desigualdad que resulta inaceptable y en qué medida la propia estructura social ha sido la causa que ha impedido, a quien experimenta resentimiento, acceder a un mayor bienestar. A esto habría que añadir la necesidad de distinguir entre el estado normal de una sociedad y su estado recesivo, a fin de hacer un análisis de la desigualdad social que tenga en cuenta ambos y no sólo el segundo. En cualquier caso, no parece razonable evaluar el resentimiento con independencia del tipo de sociedad en que se manifiesta; igual que tampoco cabe condenarlo sin paliativos so pretexto de que una democracia social no puede albergarlo en ningún caso: como si la proclamación formal de una igualdad suficiente bastara para garantizarla en la práctica. Otra vez: el resentimiento no siempre se equivoca, aunque se equivoque a menudo. Por ello, será necesario bajar a pie de obra para iluminar con datos la distancia entre la desigualdad real y la desigualdad percibida. A lo que habrá que añadir una variable menos invocada, pero relevante en un contexto democrático: la responsabilidad del individuo resentido en la producción de aquellos resultados colectivos que causan, al modo de una reacción en cadena, su propio resentimiento.
No parece necesario, continúa diciendo, discutir la actualidad política del resentimiento: llevamos varios años conviviendo con esta ambigua emoción moral. Su presencia, sin embargo, no se traduce necesariamente en un adecuado conocimiento de sus matices, a menudo oscurecidos por la agresiva contundencia de sus manifestaciones. Pero no es un asunto sencillo, ni mucho menos: su mala reputación podría ser un invento de sus enemigos. El resentimiento es así visto como un subproducto de la frustración, el mal perder de los perdedores. Sin embargo, no es ni mucho menos la última palabra que puede decirse al respecto.
Para empezar, dice, el resentimiento puede también entenderse como un acto ético y político de naturaleza creativa, que contribuye al progreso de las sociedades mediante la denuncia de sus defectos estructurales. El resentimiento posee de este modo una dimensión creativa, porque de él emergen nuevas subjetividades y formas de percepción; es político, porque implica una interpretación, reinterpretación y recalibramiento del orden social que nos ubica en una determinada posición social: el siervo de la gleba descubre que podría ser otra cosa. En otras palabras, un daño deja de considerarse el producto natural de un determinado orden de cosas, para tenerse por lo contrario: el inaceptable resultado de una situación que nada tiene de natural. Desde este punto de vista, pues, el resentido ofrece una interpretación del daño por él padecido que implica la denuncia de una injusticia, abriendo con ello la puerta al cambio social.
En cualquier caso, añade, si los correspondientes impulsos coléricos que atraviesan una sociedad en un momento histórico particular tienen suficiente magnitud, probablemente terminen siendo recogidos –agregados– por movimientos o partidos que los transforman en algún tipo de «política constructiva». La indignación precede a la ideología, que se arrogará el derecho a gestionar el correspondiente depósito de ira acumulado silenciosamente a lo largo del tiempo. Sea como fuere, continúa diciendo, la lectura positiva del fenómeno que nos ocupa se asienta sobre la premisa de que el resentido tiene razón al experimentar resentimiento, porque se ha cometido sobre él una injusticia. Pero, ¿y si el resentido se equivoca? Más aún, ¿no es posible que los movimientos populistas apunten hacia causas inexactas y con ello estén creando más que expresando agravios definidos? Nada garantiza la buena fe de los portavoces del resentimiento. Pero, incluso asumiendo que el movimiento político en cuestión explota un resentimiento generalizado dentro de un grupo social o transversal a varios de ellos, ¿qué nos garantiza que ese resentimiento apunte hacia una causa indiscutible?
Si dejamos a un lado la dimensión económica y moral del resentimiento en la democracia, sigue diciendo, para prestar atención a su aspecto político, es conveniente subrayar la tendencia del votante a olvidar su propia contribución en la generación de la situación que se denuncia. Aquí reside uno de los puntos ciegos de la explotación populista del resentimiento: el escamoteo de la propia responsabilidad del sujeto como ciudadano y votante. A ese escamoteo contribuyen, desde la teoría, el énfasis en los diseños institucionales y la crítica participativista para la que el ciudadano es sistemáticamente ignorado cuando no hay elecciones de por medio. Pero no es así exactamente. Sin negar la importancia de los factores institucionales, el ciudadano, por el solo hecho de elegir a sus gobernantes entre los partidos que concurren a las elecciones, está contribuyendo decisivamente a dar forma a la oferta de los mismos. A eso hay que añadir una opinión pública que condiciona la acción de los gobiernos, aunque sólo sea porque éstos quieren ser reelegidos. Distingamos, pues, entre resentimientos justificados y resentimientos imaginarios: reparemos los primeros y denunciemos los segundos. No sea que el ciudadano se transmute en resentido para eludir su propia responsabilidad, asunto sobre el que –significativamente– nada tiene que decir nunca el populismo que vive de la movilización de este último. Esa distinción, por desgracia, dice, no es fácil. Máxime cuando quien juega la baza del resentimiento goza de una decisiva ventaja: la dolorosa visibilidad del daño actual neutraliza toda referencia que pueda hacerse a la historia particular del daño.
Sólo importa el problema que tenemos delante, al que urge dar respuesta; sus causas originales apenas cuentan. Pero, entre esas causas, concluye el profesor Arias Maldonado, en una democracia digna de tal nombre, hay que incluir tanto el comportamiento electoral como el normal desenvolvimiento de los ciudadanos en su vida ordinaria: decisiones, actitudes, comportamientos. Así, por más que la primera tentación del frustrado sea buscar una causa externa que lo exima de toda responsabilidad en su propio destino, la obligación de una sociedad democrática será sopesar seriamente la validez de esas razones en el marco de la conversación pública y reforzar aquellos aspectos de su diseño institucional que hagan posible el equilibrio productivo entre oportunidad y competición. Sólo así predominará la sana envidia –susceptible de convertirse en emulación dinámica– sobre el ciego resentimiento: ciego, en primer lugar, a sí mismo. Y saldremos todos ganando, aunque no podamos ganar todos.
En el enlace de más abajo pueden ustedes ver la conferencia pronunciada por el profesor Arias Maldonado en la Fundación Juan March, el 7 de abril de este año, titulada "La democracia sentimental", en la que analiza porqué el populismo, la xenofobia y el nacionalismo son muestras de la tendencia a la sentimentalización irracional en la elaboración de las demandas ciudadanas y como la consideración de las emociones políticas desde disciplinas complementarias como la neurociencia o la psicología, plantea cómo actualizar la tradición ilustrada de la autonomía individual del sujeto como ideal regulativo irrenunciable. Y en el siguiente enlace la entrevista que Arias Maldonado concedió el pasado catorce de mayo a la segunda cadena de RTVE, en el programa Para todos la 2, en la que habla del fenómeno Wikipedia, preguntándose al respecto sobre si aceptada su innegable utilidad como el mayor archivo cultural del que disponemos, construido con la colaboración desinteresada de miles de redactores diseminados por todo el mundo, puede decirse lo mismo de su fiabilidad.
Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt