sábado, 4 de marzo de 2023

De vascos y catalanes

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del politólogo Víctor Lapuente, va de vascos y catalanes. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
harendt.blogspot.com








¿Y si vascos y catalanes suman?
VÍCTOR LAPUENTE
28 FEB 2023 - El País
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Caerán mejor o peor, pero prácticamente nadie piensa que los nacionalismos catalán y vasco sumen a la democracia española. Para la derecha, los partidos políticos periféricos restan mucho. Y, para la izquierda, incluso la más condescendiente, serían neutros: no son una amenaza para la convivencia en libertad, pero, si desaparecieran de forma natural PNV, ERC o Junts, tampoco perderíamos mucho, ¿no?
Este ha sido también el enfoque tradicional entre los académicos. Los movimientos que, dentro de un Estado, defienden los derechos de una comunidad concreta, definida por una cultura, un idioma, una historia o una combinación más o menos cabal o rocambolesca de todo eso, tienen mala fama. Tras la caída del muro de Berlín, los expertos subrayaban que la democracia progresaba más rápido en aquellos países en los que no existían divisiones étnicas, como Polonia, Hungría o República Checa. Un pueblo grande y libre. Por el contrario, donde no había uno, sino varios pueblos, como Eslovaquia, Bulgaria, Rumania y, por supuesto, la antigua Yugoslavia, la democracia parecía encallarse, cuando no degenerar en cruentos conflictos basados precisamente en esas grietas étnicas.
Sin embargo, tras varias décadas de experiencia democrática, esta visión sobre los movimientos políticos étnicos está invirtiéndose. Como apunta Jan Rovny, investigador en Sciences Po, hoy los retrocesos democráticos más notables se producen en los países donde no existen esos partidos étnicos o nacionalistas periféricos. Polonia, Hungría o Eslovenia, que cumplen con el ideal de una única nación en términos étnicos, culturales y políticos, y sus ciudadanos no votan a nacionalismos minoritarios, han sufrido una importante caída de los derechos civiles y políticos. Por el contrario, las democracias étnicamente más “impuras”, como Estonia, Letonia, Bulgaria o Eslovaquia, se mantienen en mejor forma.
Parece ser que los nacionalismos étnicos o periféricos, una vez son conscientes de que deben operar en un Estado en el que inexorablemente son y serán una minoría (y ese reconocimiento les puede costar tiempo; lo estamos viendo en España con muchos independentistas), persiguen políticas para poner coto al poder de la mayoría. Su objetivo primordial es evitar un gobierno absolutista en la capital del país. ¿Y si en España sucede algo parecido? ¿Y si vascos y catalanes suman?

























[ARCHIVO DEL BLOG] Muy personal: historia y memoria. [Publicada el 11/11/2013]











Resultaría bastante pretencioso por mi parte eso de escribir "historia" con mayúsculas, así que, como no quiero pecar de ello después de tanto debate y palabras, algunas interesantes, sobre el polémico asunto de la "memoria histórica", me he decidido a hacer una modestísima contribución a la misma: la de mi propia familia, como homenaje a tantas y tanta otras familias divididas por la guerra civil y obligadas por las circunstancias o por grado a luchar en bandos opuestos. No voy a dar más nombres de los necesarios, pero los hechos y los personajes son reales, y los transmito tal y como a mí me llegaron a través de la memoria y la transmisión oral de mi familia.
13 de septiembre de 1923: El general Primo de Rivera da su golpe de Estado. El rey Alfonso XIII, que se encuentra de vacaciones en San Sebastián con la Familia Real, enterado del pronunciamiento militar, abandona el palacio de Miramar a las doce en punto de la noche. Entra en Madrid a las seis de la mañana. El coche de escolta lo conduce un joven guardia civil de 22 años adscrito a la Casa Real. Es mi padre. Y es republicano.
14 de abril de 1931: Proclamación de la república. Mi padres viven en Sevilla, donde mi padre se encuentra destinado. Mi madre, apolítica total, le comenta estupefacta como es posible que las mismas masas que dos años antes aclamaban emocionadas al rey en la inauguración de la Exposición Universal de Sevilla griten ahora, entusiasmadas, vivas a la república.
Octubre de 1934: Trubia (Asturias). Los mineros se han sublevado contra el gobierno de la república y han ocupado, entre otros lugares, la fábrica de armas sita en la ciudad. Es la denominada "Revolución de Asturias". Asaltan el cuartel de la guardia civil de la localidad. Mi padre está destinado allí. Las mujeres de los guardias y sus hijos, que viven en la casa cuartel, se refugian en zanjas abiertas en el exterior pues el edificio está siendo bombardeado con los cañones que los mineros han obtenido en el asalto a la fábrica. A mi madre, embarazada de mi segundo hermano, le dan un fusil, no sabe muy bien para qué, y la meten en una zanja con mi hermano mayor. Los mineros no llegan a ocupar el cuartel.
18 de julio de 1936: Mis padres viven en Barcelona. Mi padre ya es sargento, y está destinado en el Parque de Automovilismo. Es el chófer del coronel Escobar, jefe de la guardia civil en Barcelona. Está afiliado a Falange Española. Permanece fiel al gobierno de la república ante el golpe militar, como toda la guardia civil de Barcelona.
1938: En fecha indeterminada. Después de vicisitudes varias por toda la zona republicana, mi padre se encuentra de nuevo en Barcelona. Es detenido, acusado de conspiración contra la república y condenado a muerte. Mi abuelo materno, militante socialista, acude desde Madrid para interceder por él y acompañar a mi madre. Se le indulta de la pena de muerte y es ingresado en un barco-prisión fondeado en el puerto de Barcelona. La aviación "nacional" bombardea Barcelona, mi abuelo es alcanzado por una de las bombas y pierde una pierna.
Mi padre y dos guardias civiles más encarcelados, escapan del barco y huyen a pie hasta la frontera francesa. Uno de sus compañeros, herido, es devorado por los cerdos una noche en la que se han refugiado en una alquería, camino de la frontera. Logra llegar a Francia y es internado en un campo de concentración cercano a Lyon. El trato que dan allí a los españoles es inhumano.
Mi madre y mis hermanos no volverán a saber nada de él hasta abril de 1939, cuando por un parte radiofónico se enteran de que ha sido repatriado a España.
1940: Mi padre es investigado y juzgado como desafecto al régimen, al no haberse sublevado en julio del 36. No pueden probarle nada en contra y es destinado como comandante militar a Valverde, en la isla de El Hierro, en Canarias. Allí permanecerá con mi madre y mis hermanos hasta 1945, en que, asciende a teniente y vuelve destinado a la península: primero a Andalucía, donde yo nazco, luego a Asturias y más tarde a Castilla-La Mancha. Asciende a capitán y es destinado a Madrid. En 1956 pasa a la reserva, y se retira, por edad, en 1958, con el grado honorífico de comandante.
Mi madre siempre fue una mujer religiosa, fuerte, y muy conservadora. Toda su familia paterna era militante del partido socialista. Un tío-abuelo mío, el más querido por mi madre, hermano de mi abuelo, fue diputado en las Cortes republicanas y alcalde del municipio de Vallecas, ahora  integrado en el de Madrid. Se llamaba Amós Acero. Era un hombre de orden, muy preparado, republicano ferviente y socialista. Protegió los conventos e iglesias de su localidad cuando ocurrieron los sucesos de abril de 1931, defendiendo a los sacerdotes y religiosas de Vallecas. En 1941, fue condenado a muerte por un consejo de guerra y ejecutado. De nada valieron las intercesiones de esos mismos religiosos que él protegió.
En casa de mis abuelos maternos, de quien eran amigos, en la Rivera de Curtidores de Madrid, comieron muchas veces Indalecio Prieto, Julián Besteiro, Largo Caballero, el doctor Negrín y otros dirigentes socialistas, antes de la guerra civil. Mi madre los conoció a todos desde joven. Mis abuelos maternos murieron a mediados de los años 50. Llegué a conocerlos y jugué muchas tardes en su casa cuando mis padres iban a visitarlos.
Mi abuelo paterno fue también guardia civil. Murió en 1903. Nunca llegué a ver una foto suya. Tuvo 21 hijos, tres con mi abuela, que vivió con nosotros hasta mediados de los 50. En casa de mis padres vi su nombramiento como guardia civil expedido por la reina-regente, María Cristina. Un tío mío, hermano de mi padre, fue teniente de la Legión durante la guerra civil. Todos los hermanos varones de mi madre, y los maridos de sus hermanas, lucharon en el lado republicano.
Otro día, si tengo ánimo, seguiré con la historia. Ahora, les dejo el enlace a un interesante artículo aparecido en la Revista Claves de Razón Práctica de noviembre de 2008 titulado "Argumentos patéticos. Historia y memoria de la guerra civil".
Una persona asesinada es una persona asesinada, ¿o no?, se pregunta el autor del mismo, el profesor Ángel G. Loureiro, catedrático de Literatura Española Contemporánea y Teoría Literaria en la prestigiosa universidad de Princeton (Estados Unidos). Uno puede tener una clara simpatía por la República, dice, pero eso no resuelve las cuestiones éticas planteadas por los asesinados de ambos bandos. Y concluye su artículo: Sería muy tranquilizador tener una respuesta políticas a los dilemas suscitados por los asesinatos pero las cuestiones planteadas por todas las víctimas de la guerra civil no admiten una respuesta política tan sencilla como muchos asumen o exigen.
La foto que enmarca esta entrada es de 1949. En ella está toda mi familiar materna al completo. De los tres niños pequeños al pie de la misma, yo soy el que aparece más a la derecha del espectador.
Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt















viernes, 3 de marzo de 2023

De la defensa de lo público

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la lingüista Beatriz Gallardo, va de la defensa de lo público. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







¿El regreso del mensaje?
BEATRIZ GALLARDO PAÚLS
28 FEB 2023 - El País
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Las teorías del discurso público llevan décadas describiendo una serie de rasgos socioculturales que, como definitorios del contexto político, aportan marco global a los mensajes y se refuerzan entre sí. Casi todos surgen en la segunda mitad del siglo XX y se consolidan progresivamente.
Por ejemplo, la televisión abrió la puerta al personalismo de los partidos, que a su vez facilitaba la tendencia a narrativizar, focalizando las personalidades carismáticas. Los estudios sobre este personalismo muestran cómo la cobertura mediática se desplaza paulatinamente de los partidos a los líderes, y cómo la mercadotecnia política asume el star system de las celebridades. Al archirrepetido axioma de Marshall McLuhan, “el medio es mensaje”, se sumaría años después el de Manuel Castells: “el mensaje es el propio político”.
En el ámbito de la ciudadanía, las teorías sobre la desideologización suelen vincularse al libro de Daniel Bell de 1960 El final de la ideología, que en realidad no apuntaba a su final —nunca se fueron—, sino a la pérdida de su valor movilizador. Se trata de la “irrelevancia de la política” que mencionaba Daniel Innerarity en La sociedad invisible (2004), la sensación de que los verdaderos gestores de la realidad no son nuestros gobiernos y representantes políticos. Esta desideologización alimenta la antipolítica, el indignado “todos son iguales” y, en última instancia, la desafección abstencionista, presuntamente antisistema, pero que siempre beneficia a un polo ideológico.
Por último, la aportación de los medios a este clima personalista y acrítico sería la visión cínica, la espectacularización de la política. Los partidos asumen esta circunstancia y mutan en lo que Umberto Eco llamó “partidos televisivos”, perfectamente representados por los partidos berlusconianos; la política pasa a ser un fenómeno que se despliega en el escenario de los medios de comunicación y toda información deviene infoentretenimiento, los noticiarios se llenan de sucesos.
Personalismo político, desideologización ciudadana y espectáculo mediático serían, en definitiva, tres de los rasgos condicionantes del discurso público en el cambio de siglo. Su confluencia alumbra un discurso en el que predominan los temas no políticos, el sensacionalismo, la anécdota dramática, la trivialidad o la atención a las individualidades, y en el que los textos de opinión van imponiéndose a los informativos.
En este paisaje —inevitablemente simplificado, pero en el que tampoco podemos olvidar el contexto más amplio de la posmodernidad y los programas educativos neoliberales— es en el que penetra la digitalización, cuyo efecto en la primera década del siglo XXI puede asemejarse a una especie de centrifugado que extrema hiperbólicamente todos estos rasgos y fomenta los populismos. La facilidad de acceso a la voz pública, tan celebrada en los primeros años de internet, cambia radicalmente con la irrupción de las empresas de redes sociales, alentando los hiperliderazgos, la pirotecnia discursiva, la expresividad negativa y la desinformación. A estas alturas ya sabemos que tanto los políticos como, especialmente, los medios erraron profundamente al legitimar a tales empresas para la tarea de mediación; en la práctica, esto supuso el reemplazo de las empresas informativas (con su código deontológico y sus rutinas profesionales) por las macroempresas tecnológicas estadounidenses, disfrazadas generalmente de empresas de ocio y entretenimiento, cuya única e inocente finalidad sería derribar (¡y gratis!) frustrantes barreras comunicativas.
Este es el escenario global que ha servido de fondo a las últimas campañas electorales, pero ¿sigue siendo válido en la segunda década del siglo XXI, impactado por una pandemia y una guerra europea? Algunas señales permiten plantear si no se trata ya de un modelo caducado o que, como mínimo, comienza a declinar, de manera que el mensaje en sí mismo, su contenido —su contenido político—, podría estar empezando a recuperar un lugar central. Y en este sentido quiero referirme específicamente a uno de los vértices del triángulo comunicativo, esa ciudadanía presuntamente desideologizada, más pendiente de la anécdota que de lo sustancial, necesitada, en teoría, de que los políticos apelen a su dimensión emocional y sentimental, y más proclive a las afinidades triviales y simbólicas que a las complejidades ideológicas o conceptuales.
Creo interesante señalar que las recientes manifestaciones por la sanidad pública en Madrid o Santiago de Compostela no clamaban por derechos abstractos ni, mucho menos, por las esencias de lo que se vive como identidad individual o como sentimiento. Por el contrario, los asistentes defendían el sistema de gestión de la salud como algo compartido, de todos; y al reivindicar la atención sanitaria centraban su mensaje en algo muy concreto en la vida de cada ciudadano, aunque la pandemia nos haya enseñado su dimensión plural. Así, mientras la voz de algunos políticos sigue insistiendo en abstracciones (libertad, identidad de género), y contenidos altamente expresivos (descalificaciones, triunfalismos, victimismos) se diría que la voz ciudadana rechaza unas políticas bien concretas y reclama otras, con más argumento que relato, con más “nosotros” que “yo”. Asombran, por eso, los intentos, a izquierda y derecha, de negar el valor político de esas manifestaciones, pretendiendo convertirlas, tramposamente, en antipolítica. ¿Hay algo más político que la decisión de destinar la recaudación del Estado a sistemas de salud públicos o privados? Y quien dice salud, dice educación o protección social y, en suma, Estado de bienestar.
Así como Johnny Guitar nos sorprende por ser un western de los cincuenta en el que es el hombre quien inicia las conversaciones amorosas, puede parecer extraño pretender que sea ese mensaje ciudadano el que impulse cambios en el discurso político y mediático; pero es inevitable pensar que medios y políticos ajusten su discurso en respuesta a esa ciudadanía con acciones igualmente centradas en el contenido. En el primer caso, por ejemplo, aunque los medios siguen privilegiando el encuadre del conflicto (la reiterada polarización), y siguen recurriendo al clickbait como estrategia de tráfico digital, los periódicos ya saben que sin calidad informativa no aumentarán las suscripciones de pago.
En el caso de los políticos, me atrevo a decir que fracasará quien centre sus esfuerzos en conseguir que el líder resulte simpático a los ciudadanos, porque, siendo algo importante, no basta en absoluto cuando estos notan que su situación empeora diariamente. Y si comparamos la algarabía actual de la esfera política con la de hace, por ejemplo, cinco años, es fácil comprobar que algunas de las voces más estridentes han desaparecido sin dejar huecos notorios. Quienes, buscando la atención mediática y en redes, pretendan emular esos discursos, no habrán entendido que la indignación y lo simbólico ya no bastan para movilizar, y que es tiempo de ofrecer realidades nítidas a los ciudadanos, es decir, política. Incluso a riesgo de aburrirlos. En este sentido, la mirada a lo común, y no a lo que separa, puede suponer un eje discursivo prometedor y con proyección a futuro. Pensadores como Juan Romero o Mark Lilla han señalado hace tiempo la necesidad de discursos renovados en esa dirección.
Los fenómenos enumerados pueden parecer anecdóticos en el conjunto de la esfera pública, y tal vez interpretarlos como síntomas de un cierto cambio responda tan solo a un exceso de optimismo. Pero lo cierto es que el discurso evoluciona con la sociedad y los modelos explicativos deben hacerlo a la par. Las numerosas campañas de este año nos demostrarán si los mensajes construidos por los partidos y difundidos por los medios asumen las mismas premisas de las anteriores, y con qué resultado.


























[ARCHIVO DEL BLOG] Las lenguas de mi Patria. [Publicada el 16/05/2008]














Hace unas semanas, creo que el 23 ó 24 de abril, escribí un comentario en mi anterior blog "Desde el Trópico de Cáncer - primera temporada: 2006-2008)", con este mismo título. Lo hice con la intención de sumarme un tanto a mi aire a la conmemoración del Día de Libro e incluyendo en él poemas escritos en catalán, castellano, euskera y gallego de autores reconocidos y reconocibles.
Retomo hoy el asunto sobre las "lenguas de mi patria" porque leo en El País de esta fecha un interesante artículo del profesor de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona, Albert Branchadell. Y vaya por delante una salvedad de principio: hablo sin conocimiento de causa y sólo por aproximación dada mi condición de hablante y residente en una comunidad autónoma monolingüe.
He estado numerosas veces en Cataluña, Galicia, País Vasco y Valencia y nunca he tenido problema alguno con el idioma. He hablado en la lengua común, el castellano, y me han contestado en castellano, sin ningún aspaviento ni alarma social alguna. Tengo amigos y conocidos, algunos muy buenos y de muchos años viviendo en ellas, naturales y residenciados, bilingües y monolingües: todos ellos me han comentado en el pasado y me comentan ahora que ni en Cataluña, ni en Galicia, ni en el País Vasco ni en Valencia, hay problema "real" alguno con la lengua de cada cual. Y yo, por mi corta experiencia personal, pienso que es verdad: que en España no hay ningún problema "real" con los diversos idiomas que en ella se hablan. Y si lo hay, es precisamente, en demérito de los idiomas minoritarios y no el del idioma común, el castellano, absolutamente dominante en las comunidades bilingües.
Me duele este asunto, esta confrontación que se me antoja un tanto ficticia. Me duele como español, porque da la impresión de que dos terceras partes de mis compatriotas no parecen entender o no quieren entender que el catalán-valenciano, el euskera y el gallego son tan idiomas españoles como el castellano. Que la oficialidad de éste último constitucionalmente asegurada y reconocida no priva a los primeros de su condición de idiomas de España, y de su co-oficialidad, también reconocida constitucionalmente, en sus comunidades autónomas respectivas.
Tuve una compañera de trabajo suiza que me comentaba, jocosa, cuando le preguntaba sobre ello, que no sabía en que idioma pensaba. "Pienso que pienso -me decía- en italiano (su idioma materno) o quizá en alemán (que aprendí en la escuela de párvulos en Basilea), o en francés (que aprendí en el Instituto)." No me parecía una mujer infeliz ni traumatizada por haber tenido que aprender y hablar cuatro idiomas (con el español)... Supongo que todos ustedes conocen casos similares...
Hay una frase del artículo del profesor Branchadell que sitúa el problema, a mi juicio en sus justos términos cuando dice "que el modelo vigente, que sitúa al catalán como lengua vehicular y de aprendizaje, contraríe las preferencias de miles (unos 50.000) de ciudadanos no significa que conculque los derechos fundamentales de nadie". Pienso que tiene razón. Y espero de la cordura de todos que no hagan de la lengua de cada cual motivo de enfrentamiento sino de orgullo compartido. Sean felices. HArendt













jueves, 2 de marzo de 2023

De las guerras culturales






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo José Luis Pardo, va de las guerras culturales. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








Guerras culturales
JOSÉ LUIS PARDO
27 FEB 2023 - El País
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Aunque nominalmente recuerde a la Kulturkampf de Rudolf Virchow, la expresión “guerra cultural”, hoy tan extendida, procede en su significado actual de lo que en las décadas de 1960-70 se llamó “revolución cultural”. Originada en la China de Mao, en las democracias occidentales de esas décadas la fórmula designaba la estrategia adoptada por la izquierda revolucionaria para contrarrestar su declive en unos países en los que los partidos comunistas iban camino de la irrelevancia electoral o eran ya extraparlamentarios, y su implantación se reducía casi exclusivamente al sector cultural (espectáculos y universidades).
La razón era evidente: el proletariado, señalado por el Dios del materialismo histórico como sujeto de la revolución, se aburguesaba y perdía su conciencia de clase elegida a medida que el estado de derecho se convertía en estado del bienestar. Sólo esa minoría cultural revolucionaria defendía que los derechos civiles y la redistribución fiscal de la renta eran un cebado consumista para mantener al pueblo narcotizado y que los dispositivos de protección social encubrían mecanismos de control mental de la población: “Os mantienen drogados con la religión, el sexo y la televisión, y os creéis muy listos, desclasados y libres”, decía John Lennon en 1970. No sólo descreían de las políticas constitucionales y parlamentarias de libertad civil y de lucha contra la desigualdad económica como un signo de progreso social, sino que las experimentaban como el veneno que provocaría su extinción como grupo significativo. Por eso vieron su salvación en el desplazamiento de la revolución desde el frente político al cultural o, lo que es lo mismo, desde la lucha de clases a la lucha de identidades.
Herbert Marcuse, pionero en la búsqueda de sujetos revolucionarios alternativos, propuso sustituir al proletariado que había traicionado su misión histórica por un conglomerado de identidades embrionarias que, a sus ojos, representaban la auténtica oposición al capitalismo, aunque, como les sucedió a los primeros obreros industriales, ellas aún no lo sabían. Estaba seguro de que esta vez no se podría drogar al nuevo sujeto revolucionario con religión, sexo y televisión, porque su rebelión no nacía de su conciencia sino que era vital, visceral, hormonal, sexual, racial o, como él decía, libidinal (los primeros divulgadores de Marcuse en castellano, llevados por su ebriedad militante, tradujeron simpáticamente: “libidinosa”). Para estos nuevos izquierdistas, las reivindicaciones que habían nacido precisamente de esas sociedades que llamaban “capitalistas” (es decir, las sociedades ilustradas modernas), como la protección del medio ambiente, la emancipación de la mujer o los derechos civiles de las minorías marginadas, se convirtieron en la vanguardia de una revolución que no solamente eliminaría el capitalismo y la propiedad privada, sino que derrotaría definitivamente a los instintos malignos en favor de un Eros libidinoso, aunque el propio Marcuse reconocía que ello comportaría una larga y dolorosa guerra cultural entre identidades (jóvenes y viejos, mujeres y varones, homosexuales y heterosexuales, blancos y negros, naciones oprimidas y estados, etc.).
No era una idea totalmente nueva: la “teoría” marxista siempre había intentado destruir el concepto de “ciudadanía” (igual que su práctica destruía los derechos de los ciudadanos allí donde ostentaba el poder) con el de identidad, postulando que tras la presunta igualdad anónima del sujeto de derechos se ocultaba la identidad de clase del burgués explotador, y que la única defensa contra esa explotación no era la igualdad civil, sino la identidad de la clase obrera, cuyos intereses sólo conocía el Partido porque los trabajadores, pobrecitos, no sabían quiénes eran ni lo que de verdad les interesaba. Se trataba, entonces, de completar el retrato de Dorian Gray del ciudadano moderno añadiendo al habano y la chistera del empresario avaricioso los rasgos del varón blanco heterosexual acomodado, patriarcal, depredador y racista, para configurar con ellos lo que Pascal Bruckner llama “un culpable casi perfecto”: el ciudadano. Pero había que evitar a toda costa que las reivindicaciones de las minorías elegidas fueran asumidas —como iba camino de ocurrir— por la sociedad en su conjunto y que de ese modo alcanzasen la plena ciudadanía que se les había negado, pues en tal caso se aburguesarían y dimitirían de su papel revolucionario como habían hecho los asalariados; y esa era —y sigue siendo— la función de las “dolorosas” guerras culturales. No se puede negar a esta nueva izquierda su contribución a la creación de una conciencia social efectiva de la discriminación y de la feroz naturaleza del imperialismo en sus protestas contra la guerra de Vietnam, pero tampoco que este éxito se debió, en parte, a que quienes nos manifestábamos bajo la pancarta “Indochina vencerá” cerrábamos convenientemente los ojos ante las previsibles consecuencias de esa victoria en forma de jemeres rojos y similares porque, contra las apariencias, el destino de aquellos pueblos nos importaba más o menos lo mismo que el del pueblo español les importa a Junqueras, Puigdemont y sus adláteres. Sin embargo, tras aquella primavera parisino-californiana, se tuvo la falsa impresión de que la izquierda cultural se replegaba a sus cuarteles universitarios y se disolvía sin consecuencias políticas.
Yo descubrí que no había sido así cuando, en 1998, tuve ocasión de escuchar a Richard Rorty describir la situación política en los Estados Unidos como la de una izquierda distraída en hostilidades identitarias (étnicas, religiosas y sexuales) mientras se invertía el proceso de aburguesamiento de los trabajadores y comenzaba el de proletarización de la burguesía. Rorty pronosticó entonces que volverían a ponerse de moda los chistes de mal gusto sobre mujeres y afroamericanos, que los trabajadores empobrecidos culparían de su desdicha a la burocracia política que teledirigía sus vidas, a los agentes de bolsa y a los profesores posmodernos, y que en ese caso podrían aparecer movimientos populistas que derrocasen a gobiernos constitucionales. Casi todos los que le escuchaban pensaron que eran exageraciones de un liberal decadente que sobrevaloraba a unos pocos intelectuales calenturientos de un país extraterrestre. Craso error.
En cuanto la situación económica empeoró (hasta desembocar en la crisis de 2008) y empezó a dificultar la prosecución de la lucha contra las desigualdades —esa “droga” que Lennon denunciaba—, que había sido hasta entonces el fundamento de la democracia social y de la cohesión política, volvió a aparecer toda la artillería retórica sesentayochesca de la revolución cultural, que se ha revelado como una vía mucho más fácil y rápida para alcanzar triunfos electorales, aunque sus costes sean la transformación del estado del bienestar en estado del malestar, el enquistamiento de la discordia social y la conversión de la esfera pública en una confrontación “cultural” y libidinosa —ahora decimos “emocional”— de identidades de todo género que corroe el régimen de opinión pública. Una confrontación que ya no se llama “revolución”, sino “guerra cultural”, porque ya no enarbola la ensoñación de una nueva humanidad redimida del pecado: aspira únicamente a servirse de unos conflictos cuya exacerbación impide su resolución por la vía del derecho para alcanzar cuotas de poder efímeras, pero satisfactorias para quienes las disfrutan, y que garantizan la insatisfacción permanente de quienes las padecen.