martes, 11 de junio de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] Frankenstein en la política. [Publicada el 14/11/2019]











A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, escrito por la historiadora Isabel Burdiel, un relato que dedica al profesor Santos Juliá, recientemente fallecido, sobre la perduración aún hoy del mito de Frankenstein en clave política, cuyo origen se remonta al mismo momento de su creación por Mary Shelley.
Frankenstein vuelve a la política española de la mano de Pablo Casado -comienza diciendo Burdiel-. Sin ir más lejos, lo citó en el debate electoral del lunes. Con la utilización del mito creado por Mary Shelley en 1818 se trata de convocar, una vez más, todos los horrores contenidos en aquel monstruo que, casi en el momento mismo de nacer, se apropió del nombre de su creador. Esta lectura en clave política y conservadora no es un anacronismo. De hecho, fue la más cercana a la época en que nació el mito, mucho más que la lectura científica, popularizada sobre todo a finales del siglo XIX.
El mismo año de la primera versión teatral de Frankenstein, 1823, el ministro de Asuntos Exteriores británico, lord Canning, la utilizaba en un debate parlamentario sobre la abolición de la esclavitud. Con ella quería ilustrar el peligro de las buenas intenciones de un humanitarismo errado e irresponsable que amenazaba con conducir a una rebelión de consecuencias imprevistas: “Al tratar con el Negro estamos tratando con un ser que posee la forma y la fuerza de un hombre, pero cuyo intelecto es el de un niño. Liberarlo, con toda la fuerza física de su virilidad, sería como crear una criatura parecida a la de la ficción de un relato reciente”. Un relato que, mucho antes del cine, se hizo célebre a través de aquella adaptación dramática titulada significativamente Presumption, or the Fate of Frankenstein, que se mantuvo en escena hasta finales de siglo. Unos años después del discurso de Canning, Elizabeth Gaskell había publicado una novela de éxito titulada Mary Barton en la que —al tiempo que se iniciaba la confusión que aún hoy se mantiene entre el nombre del monstruo y el de su creador— se decía: “Las acciones de las masas iletradas me parecen tipificadas en las de Frankenstein, ese monstruo de tantas cualidades humanas y, sin embargo, sin alma y sin conocimiento de la diferencia entre lo bueno y lo malo”.
De esta forma, a lo largo de las grandes convulsiones políticas del siglo XIX, el uso político metafórico de Frankenstein se convirtió en recurrente enlazando, en una misma lectura, las inquietudes relativas al cambio social y político con la problemática derivada del desarrollo científico y tecnológico. En Victor Frankenstein, y en su empresa, ingeniería social, política y científica estarían estrechamente unidas en un proyecto común de alterar las bases de la antigua sociedad que algunos calificaron como aberrante, antinatural y monstruoso. Mary Shelley —hija de la pionera del feminismo anglosajón Mary Wollstonecraft y del filósofo radical William Godwin— se haría eco así de la convicción (posilustrada y posrevolucionaria) de que las fuerzas conjuradas para servir al proyecto del progreso, de la emancipación y de la ciencia se habían rebelado contra sus creadores, tornándose monstruosas, incontrolables e impredecibles. En esa lectura, Frankenstein contaría la historia del desencanto de los hijos de los radicales de la década de los años noventa del siglo XVIII respecto al proyecto ilustrado y revolucionario, a los sueños de la razón, que había animado a sus padres.
Esa lectura cautelar, sin embargo, no agota ni con mucho la complejidad (y la inquietud) del diálogo sin solución que se establece en las páginas del que su autora llamó “mi pequeño cuento de fantasmas”. De hecho, todo lo que ocurre y se dice en la obra de Mary Shelley cuestiona la posibilidad misma de establecer un juicio moral o político (respecto a la sociedad y sus individuos) que pueda considerarse, en algún sentido unívoco de la palabra, verdadero. Ahí reside, a mi juicio, su vitalidad y la profunda historicidad de los temores que suscitó y que, aún hoy, es capaz de seguir generando. ¿Qué ocurre cuando las utopías se convierten en distopías, cuando nuestros actos y las grandes esperanzas colectivas y personales tienen consecuencias imprevistas e indeseadas? ¿Qué ocurre —como escribió Isaiah Berlin hablando de la gran revolución romántica, a la que pertenece sin duda Frankenstein— con la posibilidad de que existan varias respuestas verdaderas, incompatibles entre sí, a una misma pregunta o a un mismo problema? ¿Acaso eso que llamamos Verdad o Identidad (cuando las pensamos con mayúsculas, absolutas y excluyentes) contienen inevitablemente un potencial monstruoso que convoca a la violencia?
Mary Shelley, como todos los románticos, estaba fascinada por el doble, por la idea misma de duplicidad, de indeterminación. En el análisis histórico de la situación política en España desde la Transición y, en concreto, del actual desafío independentista en Cataluña, habrá que hacer un elogio del Estado democrático español que creyó y cree posible combinar, y respetar, identidades diversas, cosiéndolas entre sí. También habrá que hablar del secuestro ideológico de una izquierda (a veces dudosamente democrática) que consideró y considera irrebatiblemente progresista apoyar con los ojos cerrados a ese nacionalismo alternativo que, en realidad, se ha convertido en el doble monstruoso del nacionalismo español excluyente y no democrático. La dispar composición social y política del movimiento —en las calles y en las universidades que se traicionan a sí mismas con la duplicidad más cobarde— demuestra que el proyecto de Artur Mas de evitar, agitando el fantasma de España, el colapso de Convergència ante la oleada de protestas populares por los efectos de la crisis económica, ha tenido éxito. Un partido corroído por la corrupción sistémica durante décadas de autonomía ha logrado desplazar la indignación social y las esperanzas frustradas hacia el espejismo interclasista y supuestamente armónico de La Nación como solución final.
Frente a ello, y a sus dobles políticos igualmente monstruosos, el relato de Mary Shelley vuelve de una manera que, probablemente, no es la que invoca el líder del Partido Popular. Vuelve para recordar que la utopía de las identidades excluyentes, fijas y delimitadas, como lugares de creación del orden, la armonía y la unidad, esconde el corazón de las tinieblas. La criatura sin nombre que creó Victor Frankenstein invocando las mejores intenciones —“una nueva especie me bendeciría como a su creador, muchos seres felices y maravillosos me deberían su existencia”— advierte que todos somos híbridos, mestizos, impuros, hechos de partes cosidas entre sí. Su voz acoge también las voces de los que se preguntan si acaso la identidad monstruosa no será aquella que se aferra a la unidad, a la pureza y a la armonía como únicas condiciones posibles de lo bello y de lo bueno. Frente a esa utopía (que inevitablemente convoca a la violencia) resuena todavía el eco de aquel que, cuando acaba la novela de Mary Shelley, “se pierde en la oscuridad y en la distancia”, pero no en el silencio". Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













lunes, 10 de junio de 2024

De Israel y la leyenda negra antiespañola

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes, 10 de junio. Desde que hemos reconocido el Estado palestino, comenta en El País la escritora Ana Iris Simón, el Gobierno de Netanyahu ha puesto en circulación los bulos habituales para dañar a España. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com








 




Israel y la leyenda negra antiespañola
ANA IRIS SIMÓN
01 JUN 2024 - ​El País - harendt.blogspot.com

La leyenda negra antiespañola dice que siempre fuimos un pueblo de bárbaros exterminando indígenas por el mundo en nombre de atrasadas supersticiones. Aunque lo hayamos interiorizado, estas acusaciones partían de potencias extranjeras que querían dañar a España. En su día eran Holanda o Inglaterra, hoy es Israel, que ha resucitado los tópicos de la leyenda negra desde que hemos reconocido el Estado palestino.
El ministro de Exteriores Israel Katz amenaza con “dar un paso similar contra España”, es decir, apoyar un Estado catalán y a otros separatistas. Una falsa equivalencia entre los palestinos en Israel, que viven sin plenos derechos, y los vascos en España, que hasta tienen privilegios fiscales. Aquí el primer mito: la España cárcel de pueblos, que ejerce una “brutal ocupación de Cataluña” según comentaristas israelíes como Edy Cohen.
Figuras públicas como Adam Fisher, asesor financiero de grandes empresas israelíes como Wix o Fiverr, difunden en redes los bulos habituales. Uno, que España es colonialista y debe devolver Ceuta y Melilla a Marruecos —socio preferente de Israel—. Otro, que la Semana Santa es antisemita y los Reyes Magos racismo —pero no pregunten cómo se trata en Israel al clero cristiano o a los negros etíopes—. Otro, que la España catolicona e islamófoba robó a los moros la mezquita de Córdoba para hacerla catedral (mentira, ya era previamente una iglesia), mientras que Israel respeta la mezquita de Al-Aqsa (más mentiras: tras robar toda la Ciudad Santa, Israel castiga los santos lugares de musulmanes y cristianos con un acceso cada vez más restringido y constantes incursiones de judíos ultraortodoxos).
También circulan entre sionistas comparaciones entre el descenso de población indígena americana tras la llegada de los españoles (lo que demostraría un genocidio) con el crecimiento demográfico de los palestinos en las últimas décadas (lo que refutaría una falsa acusación de genocidio). No mencionan las enfermedades y guerras internas que diezmaron a los indígenas americanos, ni su posterior desarrollo (en la América británica fueron erradicados). Tampoco mencionan el desplome de población palestina entre 1948 y 1967, con más de un millón de víctimas de limpieza étnica. Aquella conquista de las Américas se paró en 1550 para dirimir si los indios debían ser tratados como súbditos o como iguales; en 2024, Israel es incapaz de dejar de bombardear refugiados a los que ni siquiera reconoce como humanos.
También es leyenda negra la advertencia lanzada a España por el ministro Katz: “Los días de la Inquisición han terminado, nadie nos hará cambiar de religión ni amenazará nuestra existencia”. Pero la Inquisición no buscaba cambiar la religión de los judíos, sobre los que no tenía jurisdicción, igual que no la tiene el ministro Katz para vetar la ayuda española a ​ Palestina. Es leyenda negra porque vincula la Inquisición específicamente con España y no con los países donde fue más mortífera (Alemania, Francia), y porque no amenazó la existencia de ningún pueblo, matando en cuatro siglos menos de la décima parte que Israel en los últimos cuatro meses.
Algunos bulos sobre la Inquisición provienen, precisamente, de un historiador israelí: Ben Sión Mileikowsky. La pregunta es ¿dónde están todos esos políticos y opinadores que, desde la derecha, decían combatir contra la leyenda negra antiespañola?​ Apoyando y aplaudiendo al hijo de Ben Sión Mileikowsky, el primer ministro Benjamin Netanyahu​. 
Ana Iris Simón es escritora.




























[ARCHIVO DEL BLOG] Israel y Palestina: Es necesario un acuerdo. [Publicada el12/06/2017]










Ha pasado medio siglo y el final del conflicto entre dos naciones convencidas de que tienen derecho a reclamar el mismo pedazo de tierra parece más alejado que nunca. Europa, sobre todo Alemania, debe actuar en favor de los palestinos. Lo pide en un emotivo artículo en El País el afamado pianista y director de orquesta argentino, nacionalizado español, israelí y palestino, Daniel Barenboim.
La política internacional actual, dice al comienzo de su artículo, está dominada por cuestiones como el futuro del euro y la crisis de los refugiados, la amenaza de que la presidencia de Trump provoque el aislamiento de Estados Unidos, la guerra de Siria y la lucha contra el extremismo islámico. No obstante, hay otro tema casi omnipresente desde la primera década del nuevo milenio pero que cada vez aparece menos en las noticias y, por tanto, cada vez está menos presente en la conciencia colectiva: el conflicto en Oriente Próximo. Durante decenios, el enfrentamiento entre israelíes y palestinos fue una preocupación constante para Estados Unidos y Europa, y la resolución del conflicto, una de sus grandes prioridades políticas. Sin embargo, después de numerosos y fracasados intentos de poner fin a esta situación, da la impresión de que el statu quo se ha consolidado. El mundo sigue pensando —con malestar, con impotencia y con cierta desilusión— que este conflicto es irresoluble.
La situación es más trágica aún, añade, en la medida en que los frentes se han ido reforzando y la situación de los palestinos ha empeorado sin cesar, y ni el más optimista puede atreverse a suponer que el Gobierno actual de Estados Unidos vaya a abordar el problema con una actitud prudente y sensata. Y la tragedia se va a hacer notar especialmente este año y el próximo, porque vamos a vivir dos aniversarios llenos de tristeza, en particular para los palestinos: en 2018 se conmemorará el 70º aniversario de lo que los palestinos llaman al Nakba, “la catástrofe”, que supuso la expulsión de más de 700.000 personas del antiguo territorio incluido en el mandato británico, como consecuencia directa del plan de la ONU para la partición de Palestina y la creación del Estado de Israel, el 14 de mayo de 1948. Al Nakba sigue vigente, puesto que más de cinco millones de descendientes directos de aquellos palestinos desplazados continúan hoy viviendo en un exilio forzoso.
Y este año, continúa diciendo, el 10 de junio se han cumplido 50 años de ocupación continuada de las tierras palestinas por parte de Israel, una situación moral y físicamente intolerable. Incluso los que piensan que la Guerra de los Seis Días —que terminó el 10 de junio de 1967— fue necesaria porque Israel tenía que defenderse deben reconocer que la ocupación y todo lo que ha sucedido con posterioridad constituyen un desastre absoluto. No solo para los palestinos sino también para los israelíes, desde el punto de vista estratégico y desde el punto de vista ético.
Ha pasado medio siglo desde entonces, y el final del conflicto parece más alejado que nunca, afirma. Nadie se hace hoy ilusiones de poder ver a un joven palestino o a un joven israelí tendiendo la mano al otro. Y es un problema que, a pesar de que haya dejado de ser “popular”, como decía antes, sigue siendo importante, incluso crucial. Para los habitantes de Palestina e Israel, para todo Oriente Próximo y para el mundo entero.
De ahí que, añade más adelante, coincidiendo con el 50º aniversario de la ocupación, me atreva a pedir a Alemania y a Europa que vuelvan a dar prioridad a la resolución del conflicto. No estamos hablando de un enfrentamiento político, sino de un enfrentamiento entre dos naciones que están completamente convencidas de que tienen derecho a reclamar el mismo, y pequeño, pedazo de tierra. Europa, que hace declaraciones sobre la obligación de ser más fuerte y más independiente, debe ser consciente de que esa nueva fortaleza y esa nueva independencia implican exigir de manera inequívoca que Israel ponga fin a la ocupación y reconozca el Estado palestino.
El hecho de ser un judío, señala, y vivir en Berlín desde hace más de 25 años me permite tener una perspectiva especial sobre la responsabilidad histórica de Alemania en este conflicto. Si tengo la posibilidad de vivir libre y felizmente en este país es solo gracias a que los alemanes han afrontado y digerido su pasado. No cabe duda de que, incluso en la Alemania actual, existen tendencias extremistas y preocupantes contra las que todos debemos luchar. Pero, en general, la sociedad alemana es hoy una sociedad libre y tolerante, consciente de su responsabilidad humanitaria.
Alemania e Israel, por supuesto, siempre han tenido una relación especialmente estable, afirma; la primera siempre se ha sentido, y con razón, en deuda con el segundo. Pero no tengo más remedio que ir un poco más allá: Alemania tiene también una deuda especial con los palestinos. Sin el Holocausto, nunca se habría llevado a cabo la partición de Palestina, ni se habrían producido al Nakba, la guerra de 1967 y la ocupación. Ahora bien, no son solo los alemanes los que tienen una responsabilidad hacia los palestinos, sino todos los europeos, porque el antisemitismo fue un fenómeno que se dio en toda Europa, y los palestinos siguen sufriendo sus consecuencias directas, a pesar de no tener ninguna culpa de aquello.
Es absolutamente necesario que Alemania y Europa asuman esa responsabilidad respecto al pueblo palestino, comenta. Eso no significa que haya que tomar medidas contra Israel, sino en favor de los palestinos. La ocupación actual es inaceptable, tanto desde el punto de vista estratégico como desde el punto de vista moral, y debe terminar. Hasta ahora, el mundo no ha hecho nada verdaderamente importante para lograrlo, y Alemania y Europa deben exigir el fin de la ocupación y el respeto de las fronteras anteriores a 1967. Hay que fomentar una solución con dos Estados, pero, para eso, es necesario que se reconozca a Palestina como Estado independiente. Hay que encontrar una solución justa para la crisis de los refugiados. Hay que reconocer el derecho de retorno de los palestinos y ponerlo en práctica en colaboración con Israel. Hay que garantizar una distribución equitativa de los recursos y el respeto a los derechos civiles y humanos de los palestinos. Y todo esto es tarea de Europa, sobre todo ahora que vemos cómo está cambiando el orden mundial.
Cuando han pasado 50 años desde aquel 10 de junio, concluye Barenboim, quizá estamos muy lejos de poder resolver el conflicto israelo-palestino. Solo si Alemania y Europa empiezan ya a asumir su responsabilidad histórica y a tomar medidas que ayuden a los palestinos será tal vez posible evitar que, cuando llegue el 100º aniversario de la ocupación israelí de las tierras palestinas, la situación siga igual Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












domingo, 9 de junio de 2024

Sobre la desidia como la lista más votada. Especial 3 de hoy domingo, 9 de junio, jornada electoral europea

 






Desidia, la lista más votada en las elecciones europeas
LUCÍA ABELLÁN
09 JUN 2024 - El País - harendt.blogspot.com

La principal incógnita de estas elecciones europeas —si las fuerzas ultras conquistan las cimas que vaticinan algunos sondeos— permanecerá abierta hasta el final. Pero existe otra clave en la que el pronóstico es mucho menos arriesgado: el clamoroso silencio que ofrecerá una buena parte de la ciudadanía ante las urnas este domingo. Salvo excepciones de voto masivo (en parte, por los países donde es obligatorio), los comicios de 2019 apenas sedujeron a uno de cada dos electores en más de la mitad de los Estados de la Unión Europea. Pese a todo, la modesta media contabilizada en 2019, de casi el 51%, ya se consideró un éxito porque representaba el mejor dato desde 1994.
La ingeniería de la Unión Europea (con directivas traspuestas o por trasponer, trílogos, comitologías y otros muchos términos oscuros que ahuyentan hasta al más entusiasta) nunca fue un fenómeno de masas. Desde el inicio, el proyecto ha avanzado con el sobreentendido de que unas élites ilustradas hacían avanzar la integración. Porque la armonización de reglas favorecía a la mayor parte de la ciudadanía al robustecer el Estado de bienestar. Se asumía que esa Europa silenciosa —la que no se siente interpelada por unas elecciones al Parlamento Europeo que ni siquiera son la vía más determinante para el reparto de poder entre instituciones— daba su aval a proseguir el camino. Con la convicción de que lo logrado durante estas décadas se mantendrá, e incluso se expandirá, a través de nuevos derechos y nuevas incorporaciones al vecindario de la UE.
Los frutos obtenidos desde las primeras elecciones al Parlamento Europeo, en 1979 (en España hubo que esperar hasta 1987, un año después de la integración en el club), son evidentes: la libre circulación entre Estados miembros (antes reservada a unos pocos), un marco de derechos y libertades casi único en el mundo, las icónicas becas Erasmus… También, sí, otros sinsabores como el desmantelamiento forzado de algunas industrias, los recortes y rigores que hicieron temblar al bloque comunitario hace 12 años y un reciente endurecimiento de la política migratoria que choca con el sistema de valores que dice preconizar la UE.
La enumeración de aciertos y errores (siempre más fácil de evaluar a posteriori) es infinita. Y, sin embargo, el principal activo de este periodo extrañamente pacífico en un territorio que guerreó durante siglos es precisamente ese: un hilo invisible llamado paz.
Frente a la desidia —traducida en abstención— que se erige como la lista más votada en buena parte de los países de la UE, en los últimos 10 años han emergido con fuerza opciones rupturistas. Con el entusiasmo que suelen despertar las fórmulas que prometen desterrar todo lo conocido para sustituirlo por algo óptimo, algunos partidos esgrimen la Europa de las naciones como receta para enderezar la UE. Cuando fue precisamente el fervor excesivo de las naciones el que desangró el continente. De repente, esos mensajes mesiánicos movilizan a una parte todavía pequeña del pueblo europeo —si es que ese concepto existe—, pero más activa en las urnas que la que defiende políticas continuistas.
Europa, los europeos, corren el riesgo de incurrir en la mayor ceguera posible: dar por blindado lo que se forjó con tanto esfuerzo, tratando de alejar para siempre —a golpe de ley— las tinieblas de la guerra. Pero la salida del Reino Unido en 2020, el primer y único Estado miembro que se ha apeado del proyecto comunitario por un pulso populista alimentado principalmente por bulos, constituyó una primera señal. Las conquistas no son irreversibles. Sin intereses comunes y sin un engranaje de normas que vinculen a los Estados, la tentación de volver a empuñar las armas al menor desencuentro puede reaparecer. Lucía Abellán es periodista y redactora jefe de Internacional en El País.









Sobre los viejos fantasmas. Especial 2 de hoy domingo, 9 de junio. Jornada electoral europea

 





Los viejos fantasmas
MÀRIUS CAROL
09 JUN 2024 - La Vanguardia - harendt.blogspot.com

En su último mitin en Barcelona, Alberto Núñez Feijóo proclamó: “Si quieres darle un disgusto a Sánchez, coge la papeleta del PP”. Así que, a su juicio, las elecciones europeas de hoy van de disgustar al socialista, cuando muchos pensábamos que nos estábamos jugando la manera de afrontar el cambio climático, la despoblación de las zonas rurales mientras las ciudades se convierten en parques temáticos, la desigualdad entre las personas, nuestra capacidad de acabar con la pobreza, la contaminación de los mares, la desaparición de los insectos en los bosques o las sequías que matan las cosechas y amenazan la vida en el planeta.
Y todo eso, con dos guerras terribles a las puertas de Europa, que nos interpelan a diario y que nos obligan a dedicar más recursos a la industria bélica. Sin olvidar que el discurso del odio recorre Europa de la mano de la extrema derecha y que las noticias falsas cercan la verdad. Un dato: desde que empezó la guerra de Ucrania han sido expulsados un millar de espías rusos.
La derecha de este país, que tiene un mal perder, pretende que estas elecciones sean un plebiscito (otro más) sobre Pedro Sánchez, cuando está en juego la propia concepción de Europa. El compromiso que democristianos, liberales y socialdemócratas asumieron tras la Segunda Guerra Mundial para que Europa fuera un territorio unido, solidario y libre, concebido como un Estado de bienestar y donde nunca más los europeos fueran víctimas de los totalitarismos peligra, mientras en España nos miramos el ombligo.
En 1849, Victor Hugo ya intuyó que un día no muy lejano los estados europeos formarían una república internacional, donde el cosmopolitismo se impondría a los sentimientos nacionales. Llegó a escribir que nada le había horrorizado más que la guerra de Crimea, cuando “los ferrocarriles y barcos de vapor europeos en vez de transportar los abundantes regalos de la naturaleza de aquí para allá, como amistosos intercambios entre hombres, llevaban soldados y máquinas de destrucción”.
Hoy no se vota a Sánchez o a Feijóo, sino el futuro inmediato de Europa, donde los viejos fantasmas del odio y la sinrazón quieren salir de sus tumbas para atraparnos de nuevo. Màrius Carol es consejero editorial de La Vanguardia.









Sobre el jardín y la jungla. Especial 1 de hoy domingo, 9 de junio, jornada electora en Europa

 







El jardín y la jungla
JORDI AMAT
09 JUN 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Hace año y medio Josep Borrell pronunció un discurso importante en uno de los corazones del continente: el Colegio de Europa de Brujas. Su auditorio era la primera promoción de la Academia Diplomática Europea, un programa financiado principalmente por el Parlamento Europeo y cuya misión es formar a diplomáticos de los Estados miembros para que actúen como diplomáticos europeos de pleno derecho. Aquel 13 de octubre de 2022 el Alto Representante para Asuntos Exteriores y Seguridad de la UE construyó su reflexión a partir de una imagen provocadora que generó una reveladora controversia: describió a Europa como un jardín y caracterizó como una jungla asediante a la mayor parte del resto del mundo, con Putin como encarnación del temible tigre salvaje. Por entonces hacía medio año que el autócrata había decidido invadir Ucrania. La mayoría de la ciudadanía europea, que padecía las consecuencias económicas de la guerra, aún estaba altamente sensibilizada con un conflicto que, desde las imágenes inhumanas del sitio de Mariupol, estaba reactivando la memoria secular de una barbarie que deseábamos lejana y olvidada. ¿Europa, atemorizada en su seguridad y bienestar, podía dejar de ser aquel vergel? Este domingo, en las urnas, también damos una respuesta a esa pregunta.
“Hemos construido un jardín. Todo funciona. Es la mejor combinación de libertad política, prosperidad económica y cohesión social que ha construido la humanidad”. Lo que vino a decir Borrell en la tranquilidad de Brujas es que esa tríada de libertad, prosperidad y cohesión, si seguíamos encerrados en nuestro jardín, estaba seriamente amenazada. Desde entonces, mientras la guerra ha continuado, nuestras opiniones públicas, sobre todo las más cercanas a Rusia, han ido interiorizando que existe una plausible amenaza de agresión bélica y, en paralelo, la UE ha empezado a explorar nuevos mecanismos presupuestarios con el propósito de financiar el aumento del gasto en defensa. Pero la cuestión militar no es la única en la que Europa se juega el ser o no ser. Hay otra cara del mismo reto. En un momento de transición global, siguiendo con el argumento de Borrell, los europeístas interpretan cuáles son las coordenadas de una globalización que ya no solo lidera Occidente. Solo así, al entender cuál debe y puede ser su lugar en la tensa coyuntura actual, podrá seguir siendo un jardín. Es la otra batalla. La de la economía cuando el mercado interior, que fue origen de la Unión, es un recuerdo del mundo de ayer al que prometen regresar los nacionalpopulismos.
Ese mundo, el que nació hace 80 años en la playa de Omaha, tan solo es un recuerdo en el que Europa se mira el ombligo nostálgico. El de hoy es el del artículo de portada de The New York Times del pasado miércoles, escrito por Patricia Cohen, donde ya en el titular se formulaba la pregunta esencial: “Europa se ha quedado detrás de Estados Unidos y China. ¿Puede ponerse al día?”. No será fácil. El punto de partida son unos datos inapelables que José Ignacio Goirigolzarri —presidente de CaixaBank— puso sobre la mesa hace pocas semanas en un debate en Barcelona: Europa tiene el 6% de la población mundial, el 18% del PIB mundial y supone el 48% del gasto público. Hemos vivido en este jardín porque ha podido realizarse ese gasto. Pero las cuentas, a medio plazo, no saldrán. Por eso es clave apostar por un modelo productivo que refuerce la prosperidad económica como única garantía del bienestar que cohesiona. Durante la última legislatura se ha abierto un camino propio: la reindustrialización a través del vector del Pacto Verde y, sobre todo en España e Italia, los Fondos Next Generation. No se han planteado otras alternativas realistas. Bueno, sí: las involutivas. Las de la jungla. Jordi Amat es filólogo.














Del olvido y el sueño

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo, 9 de junio, día electoral en la Unión Europea. Vivimos inmersos en sociedades cansadas, comenta en El País la escritora Berta Ares, insertos en dinámicas de autoexplotación y ansiedad, enredados en relatos de “fin de mundo”, miedo y odio. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
 











Olvidar para conciliar el sueño
BERTA ARES YÁÑEZ
01 JUN 2024 - El País - harendt.blogspot.com

De él dijo el escritor David Foster Wallace que es una verdadera estrella de la literatura de no ficción, y es cierto. Cuando abrimos las páginas de uno de los libros de Lewis Hyde sentimos esa luz que acompaña el reconocimiento de un saber sanador, que el poeta y ensayista comparte con generosidad. Por ejemplo, sumergirse en su Breviario del olvido (Siruela) es penetrar en las costuras de la imaginación humana, un tejido hecho de recuerdos y de olvidos, y, por tanto, de maneras de experimentar el tiempo, de comprender la historia o de ejercer la política.
Según la etimología del inglés enraizada en el alto alemán antiguo, la palabra con la que se expresa “olvidar” significa abstenerse de agarrar algo, mientras que la que se emplea para “recordar” sugiere aferrarse a algo para retenerlo. Así, olvidar es abrir la mano del pensamiento para dejar caer, y recordar es cerrar la mano del pensamiento para agarrar o para captar ese algo.
De forma diferente, pero igualmente elocuente, en la antigua Grecia el olvido se comprendía como aquello que permanece borrado, oculto o cubierto, como las ruinas del Angelus Novus benjaminiano, mientras que la memoria y el recuerdo referían a aquello que se muestra o se descubre.
n cualquier caso, tanto aquello que permanece oculto o desasido como lo que se muestra o se agarra tienen un estatuto de verdad. La cuestión de fondo es el delicado equilibrio entre olvido y memoria, pues tan valioso es desprenderse del pasado como preservarlo. Hacerlo bien, mal o a medias tiene repercusiones cruciales en la formación de la identidad de una persona, de una comunidad, de un grupo, de un pueblo, de una nación. Y a estas alturas de la historia, del mundo en su globalidad.
Escribe Hyde que, cuando no somos capaces de relegar al olvido verdades que son dolorosas, hechas de un sufrimiento que arrastra ira, las furias nos dominan. Estos espíritus de lo inolvidable provocan que nos aferremos al recuerdo del daño y del dolor, hinchando el presente con un pasado mal digerido. Son afrenta, crueldad, venganza.
Contra el poder de las furias puede levantarse el velo de la amnistía, que no tiene por qué ser un olvidarse de pensamiento, pues es importante que la verdad se muestre para poder dejarla atrás: curar el pasado requiere que se reconozcan las heridas. Sin embargo, la amnistía sí debe ser un olvidarse de la acción de venganza que provoca el recuerdo.
Si olvidar es abrir la mano, podremos comprender el poema de Paul Celan (”Tú / tú enseñas / tú enseñas a tus manos / tú enseñas a tus manos tú enseñas / tú enseñas a tus manos / a dormir”) como un dejar caer las furias, soltarlas, no agarrarse a ellas. Olvidar, no necesariamente para perdonar, pero sí para conciliar el sueño. Concordia y dormir van de la mano, de la misma manera que el sueño está emparejado con el olvido. Dormir cumple la imperiosa necesidad de descartar lo que no necesitamos y retener lo esencial, formatea una mente ágil, una buena salud mental. Según la ciencia, un buen sueño nos hace más saludables, previene el cáncer, el alzhéimer, las depresiones, reduce los efectos del envejecimiento y aumenta la longevidad.
Olvidar también favorece huir de las verdades trilladas, de los prejuicios, de las elecciones realizadas bajo el poder del hábito o de la inercia, de los conceptos definitivos. Nos predispone a abrirnos a nuevas posibilidades y a disfrutar de una memoria más sensorial, como la que ensalzó Marcel Proust, el escritor que más bellamente ahondó en la fuerza redentora del recuerdo involuntario y, a su manera, previno contra la pobreza de los sentidos. En El tiempo recobrado, describe el cerebro como una rica cuenca minera donde hay una extensión inmensa y variada de yacimientos. Cultivar los sentidos, predisponer la mente a la contemplación, proporciona variadas y enriquecedoras formas de ver la realidad. Y la realidad, ya se sabe, o al menos eso escribió el poeta, es sobre todo un estado mental.
Como las manos de Celan, también el mundo necesita dormir, pero parece que se le esté olvidando, por eso se atasca, colapsa, porque deja de soñar. Vivimos inmersos en sociedades cansadas, en sistemas que estimulan la mediocridad, o peor aún, insertos en dinámicas de autoexplotación y ecoansiedad, enredados en narraciones de “fin de mundo”, en plena agitación histórica, entre discursos del miedo y del odio que nos exigen ser hostiles antes que hospitalarios, incapaces de crear nuevas narrativas, otras formas de proyectarnos y de representación.
Solo una imaginación sana y creadora puede ahuyentar a las furias, ayudar a aguzar el criterio, a desconfiar de políticas que tratan de enterrar los recuerdos antes de que las heridas curen, o las que impelen al tribalismo, las que apartan del consuelo, del sueño y de la reconciliación. La imaginación puede ayudarnos a configurar otro modo de ser y de habitar el tiempo. Ahí están las artes y las humanidades, siempre propicias y predispuestas a acompañar al ser humano en su transformación. Berta Ares es periodista e investigadora cultural y doctora en Humanidades.
 




















 






[ARCHIVO DEL BLOG] Contra el antipopulismo. [Publicada el 14/09/2017]











El diputado de Podemos, Íñigo Errejón Galván, doctor en Ciencias Políticas, reseñaba el sábado pasado en la revista Babelia el libro Contra el populismo (Debate, Madrid, 2017) del también politólogo y secretario de Estado José María Lasalle Ruiz, al que califica de un "ensayo vigoroso contra un fantasma de contornos imprecisos", y de artillería intelectual contra el populismo. Nada que objetar, salvo que me resulta un poco cínico. Les dejo con él.
José María Lassalle, comienza diciendo Errejón,  ha escrito un ensayo breve, ágil y vigoroso dedicado a combatir la que en su opinión es la principal amenaza para las democracias contemporáneas, un fantasma de contornos imprecisos que en los últimos años inspira ríos de tinta, gruesos titu­lares y cataratas de adjetivos: el fantasma del populismo. Con un buen olfato intelectual y un explícito compromiso liberal y conservador, Lassalle diagnostica la discusión fundamental de nuestros días: para sectores cada vez más amplios de nuestras sociedades, las certezas de antaño, las promesas de seguridad y prosperidad, están hoy rotas y se han llevado por delante con ellas la confianza de los gobernados en las élites políticas y económicas.
A partir de aquí, y todo en virtud del combate de la demagogia y las “bajas pasiones”, Lassalle no escatima en recursos e imágenes para que compartamos su inquietud: “Entre los escombros de la fe en el progreso (…) repta silenciosa y oculta a los ojos de la opinión pública la serpiente de un populismo que puede convertirse en la columna vertebral de un nuevo leviatán totalitario”. Casi nada. A lo largo del ensayo, la ausencia de demostraciones empíricas que permitan contrastar la encendida prosa con la realidad es compensada por más andanadas retóricas, hasta dibujar un paisaje tenebroso en el que causas y consecuencias se confunden.
El autor acierta en su lectura de la sensación generalizada de fin de ciclo, de pacto social y político resquebrajado. Pero indaga poco o nada en sus causas, en el tipo de políticas concretas que han sustituido la conciencia de los derechos por el miedo al futuro, en la voladura de las instituciones o las políticas públicas que tenían como objetivo limitar el poder de los más fuertes, elevar las oportunidades de los más débiles y garantizar unas reglas del juego compartidas por toda la comunidad política. Este marco de convivencia, en el libro de Lassalle, habría volado por los aires fruto de una “crisis” sin nombres ni apellidos, sin decisiones concretas con ganadores y perdedores de las mismas. Un fenómeno al margen de la política, sobre el que no cabe hacerse preguntas políticas ni, por tanto, pensar alternativas, igual que sucede, por ejemplo, ante un huracán. Así que el problema pasa a ser que sobre ese fenómeno han surgido fuerzas políticas que para Lassalle son más bien “estados de ánimo”, por supuesto irracionales: rencor, venganza, miedo. La fractura social, la jibarización de la democracia por poderes privados no sometidos a control alguno no existían hasta que despiadados tribunos de la plebe la han señalado, de tal manera que el problema es señalarla, no su existencia. Por poner un ejemplo concreto: el desprestigio de las instituciones no tendría tanto que ver con su uso patrimonial —o saqueador— por parte de las élites tradicionales como por la artillería discursiva del populismo.
El constitucionalista norteamericano Ackerman señala que la historia pasa por “épocas frías”, durante las cuales la institucionalidad existente contiene en lo fundamental las esperanzas y demandas de la población, y por “épocas calientes”, de carácter más bien fundacionalista, en las que un excedente popular no contenido o satisfecho en la institucionalidad existente reclama con más o menos éxito la reconstrucción del interés general y una arquitectura institucional acorde. Esto no es resultado de malignas y demagógicas conspiraciones, sino la esencia de la política: los fines de una comunidad, su propia composición, no están dados y es en torno a su definición que se articula la disputa y el pluralismo. También los “antipopulistas” elaboran relatos que explican la realidad, atribuyen responsabilidades, reparten posiciones e identifican a un “nosotros” que quieren mayoritario. La diferencia es que ellos lo niegan.
Nuestros sistemas políticos contemporáneos son hijos de una convergencia, no exenta de conflictos, entre el principio democrático y el principio liberal. Ambos han convivido en un equilibrio siempre inestable. En los últimos tiempos, ese equilibrio se ha escorado claramente hacia el principio liberal por la erosión de los derechos sociales y el estrechamiento de la soberanía popular. De ahí procede el desencanto y la brecha entre gobernantes y gobernados. Sin embargo, a los intentos de reequilibrar esta convivencia Lassalle los mira como afanes revanchistas y rencorosos propios de perdedores. Su solución es protegerse aún más del componente popular y profundizar el desequilibrio en favor del liberalismo. Salir del hoyo cavando.
Una de las mejores hebras del libro es el análisis de la tensión entre la “excepcionalidad” del momento de construcción popular y la “normalidad” del enfriamiento institucional. El problema es que Lassalle no la puede desarrollar pues para él no hay tensión, sino contraposición moral. A pesar de todas las evidencias empíricas, para él se trata de dos fuerzas antagónicas y no de una tensión que genera un movimiento pendular. Al negar todo posible entendimiento entre el momento popular y el momento republicano, Lassalle nos devuelve en lo teórico a la dicotomía simplificada liberalismo versus comunitarismo, y en lo político nos condena a la inmovilidad y la mistificación de lo existente como lo único posible.
Siempre que, tras un momento de dislocación y crisis, hay una nueva reunión de voluntades, un “volver a barajar las cartas”, aparece el pueblo, la gente o el país, como nueva voluntad colectiva. Es el momento fundacional de we the people que a los conservadores de distinto signo ideológico fascina cuando está escrito en un código o expuesto en un museo de historia, pero horroriza cuando asoma la cabeza en el presente. El “pueblo”, por tanto, es entonces algo así como un imposible imprescindible: imposible porque la diversidad de nuestras sociedades —­afortunadamente— nunca se cancela o cierra en una voluntad general plenamente unitaria y permanente, pero al mismo tiempo imprescindible, porque no existen sociedades sin mitos, relatos y metas compartidas en torno a las cuales construir orden y anticipar soluciones a los principales problemas del momento. La hegemonía es la capacidad dirigente para articular un nuevo horizonte general que incluya también a los adversarios. Y hoy está en disputa, lo que inquieta a sus tradicionales detentadores hasta el punto de llevarles a escribir encendidos ensayos.
Los conservadores siempre han desconfiado de “los riesgos que conlleva la arquitectura masiva e igualitaria de la democracia” y en los años dorados del neoliberalismo acariciaron la utopía regresiva de establecer “democracias sin demos”: de electorados y consumidores, fragmentados, solos frente a los grandes poderes, sin pasiones ni identidades compartidas, que se reúnen sólo dentro de los límites y cuando son oficialmente convocados: exorcizar la comunidad. Tal cosa nunca fue posible, pero el estallido de la crisis financiera y el devastador resultado de su gestión en favor de intereses de minorías privilegiadas hacen hoy inaplazable la discusión que de manera certera identifica Lassalle: la refundación democrática de nuestras comunidades políticas para paliar la incertidumbre, la precariedad, la desprotección y el sentido de injusticia e impunidad de los poderosos que se abaten sobre nosotros.
Parece difícil negar que hoy atravesamos un momento caliente. La encrucijada es si sabremos encauzarlo institucionalmente o elegiremos condenarlo moralmente —“los míos son actores políticos legítimos, los otros son un estado de ánimo, una suspensión de la razón”—. Nos jugamos que el impulso popular sirva para ensanchar y robustecer nuestras democracias o que se estrelle contra unas élites atrincheradas y temerosas del futuro... e incluso de una “sobredimensión de la esencia popular de la democracia”. Esta es, como bien señala el autor, la batalla intelectual más relevante del momento, y Lassalle es sin duda de los más lúcidos y preparados para librarla desde el campo conservador. Bienvenida sea. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt