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sábado, 21 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] In porno veritas



La ex actriz porno Mia Khalifa


El autor del artículoFerrán Caballero, profesor de Filosofía,  reflexiona sobre la naturaleza de la pornografía y critica a quienes la denuncian como violenta explotación de la mujer. 

La discusión sobre el topless en las piscinas públicas, comienza diciendo Ferrán Caballero, en seguida dio paso a la prescripción del topless entre niñas preadolescentes. Se trataba, según leí, de evitar que el bikini de dos piezas erotizase el pecho femenino. Cabe preguntarse por qué.

La preocupación no venía de la mirada que ese pequeño e inútil sujetador pudiese suscitar en el bañista sino de la actitud que fomenta en las niñas. Se trataba, se trata, de educarlas para que conciban sus pechos en plena igualdad con los pechos masculinos. Sin carga erótica suplementaria. Es el mismo principio que alienta la campaña free the nipple contra la censura y por la libre exhibición del pecho femenino en las redes sociales. También esta campaña insiste en la comparación con el pecho masculino, demostrando hasta qué punto buena parte del feminismo ha hecho suya la convicción, asumamos que católica, de que lo erótico debe mantenerse oculto. Se permite e incluso se reivindica la libre exhibición del pecho femenino, pero a condición de deserotizarlo. Es una concepción equivocada tanto de lo erótico como de lo libre.

De entrada, porque los pechos no pueden (des)erotizarse a conveniencia de la última moda ideológica. Los pechos son eróticos por naturaleza. Han evolucionado para ser más grandes que los de nuestros lejanos parientes, precisamente para ser más atractivos para los hombres. Para ser indicadores de madurez sexual. Cuando se da, claro. Cuando todo lo que se da es una niña que insiste en llevar el sujetador del bikini, lo único que señalan es una niña que quiere parecer mayor. Cuando lo que se da es una madre empeñada en politizar el asunto, lo único que tenemos es una madre que quiere que las niñas sigan siendo niñas, quién sabe hasta cuándo.

Después, porque se percibe lo erótico como algo que esclaviza a la mujer y la convierte en objeto sexual al servicio del hombre. Esta es una visión muy pobre tanto de la naturaleza de eros como del hombre y que en pocos asuntos se hace tan manifiesta como en la discusión sobre la pornografía. Lo hemos vuelto a ver en reacción a una entrevista en la BBC a Mia Khalifa, ex actriz porno americano-libanesa, retirada y arrepentida, que se hizo famosa por rodar unas escenas con velo.

La entrevista es interesante por su denuncia de la industria y debería servir como advertencia a cualquier joven que, como ella, pretenda "hacer porno como su pequeño y sucio secreto". Pero todos sabemos que los debates sobre la industria suelen ser excusas para denunciar la pornografía y su naturaleza supuestamente violenta, explotadora y sexista. Por eso, aunque Khalifa asume "al 100%" la responsabilidad de sus errores, sus defensoras hacen con ella como suelen hacer con prostitutas e incluso azafatas: les niegan la libertad en nombre de la liberación. Si no pueden aceptar que estas mujeres sean libres es porque no pueden reconocerse en sus decisiones. Es un razonamiento equivocado pero comprensible, porque aunque la libertad propia parece evidente en la duda y en el arrepentimiento, la de los demás es siempre misteriosa. Uno puede explicar cualquier conducta del prójimo, como mal hacen ellas, como el resultado lógico y necesario de presiones sociales, prejuicios, etc. Y es así, con este paternalismo metafísico, como suelen hablar del porno, del que tienen una visión tan negativa que les resulta inconcebible que nadie en su sano juicio se dedique a él voluntariamente. Es algo que sólo explicarían el trauma o la coacción.

Es una postura tan injusta con el porno como con sus actores. Porque, contra quienes lo denuncian como violenta explotación sexual de la mujer, lo que muestra la mayoría de las escenas no es tanto el poder de la violencia masculina como su límite. Es habitual ver al hombre sobrepasado y a merced de unas pulsiones y de unas mujeres que es incapaz de controlar. E incluso en esas escenas violentas tan denunciadas, lo que empieza como agresión masculina suele terminar en una subversión de la relación de poder y en la restauración de la normalidad de la relación sexual, donde también la mujer satisface sus bajas pasiones y sus oscuras fantasías. El hombre que usa la violencia como último recurso para satisfacer sus impulsos se descubre ante una mujer deseosa y segura de sí misma y en una situación en la que se sigue haciendo lo que a ella le da la gana.

La libertad de las mujeres será invisible, pero su liberación es, de hecho, el argumento (implícito) de casi todas las escenas, donde la protagonista actúa descaradamente en contra de lo esperado, lo prohibido y lo establecido ante la estupefacción de todas y cada una de las figuras que se pretenden de autoridad. Principalmente, claro está, las masculinas. En pocos ámbitos es tan ridículo hablar de sexo débil como en este, donde es precisamente a través del sexo que la mujer toma el poder. En esto el porno es subversivo, y precisamente a esta subversión le debe Mia Khalifa su fama. El velo no hacía más que teatralizar la liberación, ¡antipatriarcal!, ante todo aquel que no finja ignorar la relación entre el velo islámico y la conducta sexual que se espera, que se exige, de sus portadoras. Es algo que no ignoraron los islamistas que la amenazaron y que no deberían ignorar las feministas que ahora pretenden defenderla.

Es algo que tampoco debería ocultarse cuando se discuten los efectos, digamos pedagógicos, de la pornografía. El porno no es más que caricatura de la naturaleza un poco grotesca y profundamente tragicómica de la sexualidad humana, y por eso las expectativas y frustraciones que genera sobre la vida sexual son sólo tan graves como las que generan las comedias románticas sobre el amor. Son las inevitables frustraciones de madurar para descubrir que ni el mundo ni las mujeres están obligados a satisfacer nuestros anhelos.

Es una lección desagradable y es normal que no quieran verla. Es la lección que tanto le costó aprender a Khalifa y que consiste en descubrir que la tan ansiada libertad tiene precio y unos efectos a menudo inesperados e indeseables. El intento de deserotizar los pechos no es más que un intento de infantilizar, de negar la naturaleza para olvidar que el verdadero peligro no viene de lo erótico o lo patriarcal sino de la inexorable impotencia de la libertad. Antes se entendía el topless, el free nipple, como un acto de empoderamiento de la mujer, que se exhibe libre y segura de sí misma, conocedora del efecto que provoca en los hombres y del poder que le confiere sobre ellos. Ahora se empeñan en deserotizar, en convertir a mujeres adultas en inocentes niñas que corretean en tetas por la playa, sin entender que eso las deja sin dominio sobre su cuerpo, su libertad y su poder.





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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viernes, 30 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Juguetona



Foto de Getty Images para El País


Gracias a personas o juguetes, comenta la escritora Marta Sanz, las mujeres hemos dejado de ser cosa para gozar con cosas. Un querido amigo, comienza dicendo Sans, mi garganta profunda en las redes, me envía una foto: los torsos de unos jóvenes, cuyas cabezas están cortadas —por el encuadre: no se asusten—, lucen una camiseta con el lema “Hoy follo, mañana juicio”. Ay, qué risa, tía Felisa… Luego imagino a una mujer violada por hombres —campechanos, divertidos— que se rebelan contra la pérdida de sus derechos de pernada y la mutación de esta normalidad: están acogotaditos. Los violadores dan instrucciones —“Súbela, bájala, colócala hacia la derecha, ábrele la boca”— que cosifican, no ya el cuerpo femenino, sino a las mujeres y todo lo que su cuerpo encierra: carne, sangre, sinapsis cerebrales, recuerdos, emociones, un espíritu que hemos conquistado infringiendo leyes. Pero hoy mi intención no es reflexionar sobre este asunto, sino sobre su antípoda: la reivindicación del placer como señal indiscutible de liberación femenina.

Recuerdo el descubrimiento del orgasmo como un regalo con el que la naturaleza solo me había premiado a mí. Lo mantuve en secreto para no dar envidia. Para que no me lo quitaran. Para que no me aguasen la fiesta. Disimulaba cuando me deslizaba por las barandillas o al subir la cuerda del gimnasio. Pronto entendí que lo que me sucedía a mí nos pasaba a casi todas. También hablé con chicas que vivían estas experiencias como momentos de suciedad y con otras que jamás habían sentido nada: miedo, impericia, culpa… El orgasmo nos construye como sujetos desde un punto de vista cultural y biográfico, y nuestra naturaleza juguetona alcanzó uno de sus clímax con la invención de un artilugio, el vibrador, con el que se pretendía no tanto dar placer como curar una de esas enfermedades “femeninas” que configuran el territorio de la represión y el tabú: lo cuenta Tanya Wexler en su película Histeria. Hoy, supuestamente salvadas de la vergüenza por sentir goce físico gracias a personas o juguetes, dejamos de ser cosa para gozar con cosas. Pero las “monjitas” como yo somos suspicaces: el neoliberalismo nos etiqueta —puritana, conservadora— si rechazamos gelatinas, pilas y manubrios porque tememos que nuestro deseo sea devorado por una industria que reduzca a las mujeres a consumidoras a través de una visión codificada, obligatoria y clasista del goce sexual. Se puede lograr la felicidad —o disminuir la angustia— follando o practicando el onanismo, pero ignoro si comprando alcanzamos la misma meta. Al final no sé si lo que produce satisfacción es un clítoris bien estimulado —¡Sí!— o la compra del último juguete. Con la adquisición de los móviles ocurre lo mismo: se trata de poseer el fetiche. Comprar entretiene mucho, y a las mujeres, preferiblemente ricas, en el capitalismo más rancio se nos reservaba el ir de compras como remedio terapéutico… Hoy, el “feminismo liberal” no te deja elegir porque el “no” te saca del cajón del estereotipo hiperconsumista de esa mujer liberada que, por un lado, gasta el dinero que genera en su cuarto propio comprando lo que le estaba prohibido, se donjuaniza —manda narices—, y, por otro, está nuevamente agotada por la necesidad de responder a ese estereotipo, falsamente ultracontemporáneo, en el que placer y consumo se identifican. Las femtech —industrias de sexo para mujeres— “traen detrás un negocio de 50.000 millones de dólares”. En el canal de Andalucía vi un anuncio de vibradores con puerto USB. O a lo mejor eran con wifi. Me escama que mi sexualidad, virtual y tangible, la gestione Silicon Valley. Yo, que soy una de esas monjas juguetonas que tuvo orgasmos casi desacomplejados desde la infancia, no lo quiero ni pensar.





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viernes, 16 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] La mujer no es solo un cuerpo





La mujer no es solo un cuerpo, escribe en El País Catherine Millet, escritora y crítica de arte francesa. “No todas reaccionan de la misma forma a las agresiones masculinas”: la escritora, una de las 100 firmantes del manifiesto publicado en enero en ‘Le Monde’, responde a las críticas que sufrió tras la publicación del texto.

El pasado 10 de enero, comienza diciendo Millet, el periódico Le Monde publicó una tribuna titulada Mujeres liberan otra voz, firmada por otras cuatro escritoras (Sarah Chiche, Catherine Robbe-Grillet, Peggy Sastre y Abnousse Shalmani) y yo. De inmediato, más de un centenar de mujeres —artistas e intelectuales, pero no solo— aceptaron firmar el texto, entre ellas Catherine Deneuve. En los días sucesivos, los principales diarios de todo el mundo nos pidieron entrevistas. De pronto empezaron a oírse otras voces además de la única que estaba alzándose hasta entonces, la que reclamaba “denunciar a tu cerdo” y alimentaba el tsunami del #metoo.

La idea de publicar nuestra tribuna nació tras el comentario de un editor de que, en el clima actual, ya ninguno de sus colegas se habría atrevido a publicar mi libro La vida sexual de Catherine M. La observación nos sorprendió y nos inquietó. El libro, editado en 2001, había tenido un enorme éxito nacional e internacional. Durante la polémica suscitada por la publicación de nuestro manifiesto, me han reprochado varias veces una declaración mía en el sentido de que casi lamento no haber sufrido yo una violación, para demostrar con mi ejemplo que es posible superar el trauma. No es una declaración hecha ayer, sino algo que he dicho a menudo, en entrevistas y actos públicos, y, por supuesto, siempre hablaba en mi propio nombre, en el de Catherine M., es decir, a partir de la experiencia de la sexualidad que yo tenía y que había narrado en mi libro. Por eso no está de más que recuerde su contenido.

He tenido muchas parejas; algunos han sido amigos míos durante años, otros eran desconocidos y han seguido siéndolos, hombres que me encontré por casualidad y a los que apenas entreví el rostro. De aquella forma de vivir guardo el recuerdo de momentos excitantes, alegres, felices. Por supuesto, una vez comenzada la relación sexual, alguna pareja resultó decepcionante o desagradable e incluso repugnante. En esos casos, el hombre solo tenía acceso a mi cuerpo, porque mi espíritu se mantenía apartado y no conservaba ninguna huella que pudiera atormentarlo. ¿Qué mujer no ha experimentado esa disociación de cuerpo y espíritu? ¿Quién no se ha rendido a su marido o su amante mientras tenía la cabeza llena de preocupaciones cotidianas? ¿Quién, al contacto entre su piel y la de un hombre torpe, no se ha dejado llevar por el sueño de estar con otro? Yo incluso tengo una pequeña teoría al respecto: creo que la mujer (o el hombre) que recibe la penetración dispone de esa facultad más que quien penetra.

Si me hubiera visto forzada brutalmente a mantener una relación sexual con un agresor o varios agresores, no habría opuesto resistencia, pensando en que la satisfacción del impulso aplacaría el instinto violento. Por más repugnancia que sintiera, o miedo a otro tipo de violencia —la amenaza de un arma—, me atrevo a pensar que habría aceptado que mi cuerpo se sometiera, consciente de que mi espíritu seguiría siendo independiente, que mantendría su integridad y me ayudaría a relativizar la posesión de mi cuerpo. ¿Acaso no es el mismo tipo de protección mental al que recurren las prostitutas, que no escogen a sus clientes?

Ya que estoy expresándome a título personal, debo añadir que, en mi opinión, esta actitud se debe a un trasfondo católico que nunca me ha abandonado del todo y que me enseñó que el alma prevalecía sobre el cuerpo. Hace mucho tiempo que dejé de creer en Dios, y nunca utilizo la palabra “alma”, pero sigo estando totalmente convencida de que mi persona no es lo mismo que mi cuerpo, sino que reside en una consciencia (y en un inconsciente, pero ese es otro tema) que tiene cierto poder sobre el cuerpo. Hay un texto sobre estas cuestiones que puede ser útil leer, un fragmento de La ciudad de Dios de San Agustín. Este Padre de la Iglesia toma el ejemplo de Lucrecia, la mujer de la antigua Roma que prefirió suicidarse antes que sobrevivir a una violación, y escribe: “Este ataque [se refiere a la violación] no arrebata al alma la pureza que defiende”. También dice que quienes “matan el cuerpo no pueden matar el alma”.

Luego va más allá e incluso supone que, “víctima de una violencia irresistible”, Lucrecia tal vez “se dejó arrastrar por el placer”. Pero no la condena. San Agustín no era uno de esos burdos misóginos que, hasta hace no demasiado tiempo, sospechaban que las mujeres violadas, en realidad, habían sido consentidoras secretas. Más bien, encuentro un eco de su pensamiento en la opinión que dio recientemente el filósofo Raphaël Enthoven en la emisora Europe 1 a propósito de una frase que causó gran escándalo de la antigua actriz porno Brigitte Lahaie, hoy presentadora de radio y firmante de nuestra carta: “Siempre se puede disfrutar de una violación”. Enthoven recordó que, en efecto, “técnicamente, se puede experimentar un orgasmo durante una violación, lo cual no significa que la víctima dé su consentimiento”, y que es un error ocultar esa realidad, porque el trauma puede agravarse por el sentimiento de culpa. También dio la razón a otra frase de Lahaie: que “el cuerpo y el espíritu no siempre coinciden”. Dicen que es frecuente que las víctimas de violación tarden en denunciar la agresión por vergüenza. Esta disociación podría ayudarlas a superarla.

Nuestra tribuna no aspiraba más que a recordar que no todas las mujeres reaccionan de la misma forma a las agresiones masculinas. Que, si bien la violación es un crimen y el acoso es un delito —condenados por la ley, es decir, por todas y todos—, no percibimos de la misma forma los gestos y actos sexuales, porque no existe nada más individual ni que diferencie de manera más íntima y profunda a cada persona que la relación que tiene con su propio cuerpo y la moral sexual que se forja a lo largo de la vida.

No se nos puede reducir a un cuerpo, y me sorprende que se haya utilizado tan poco en los recientes debates la palabra resiliencia. La resiliencia es la capacidad del ser humano de recuperarse después de un trauma. Los juicios por violación suelen ser largos y muy difíciles para las víctimas porque, hasta llegar a que se haga justicia, las obligan a remover sus recuerdos más dolorosos. Por eso me parece tan importante decir y repetir que existen otros modelos aparte de los que atan la psique y el cuerpo, y que dichos modelos pueden ayudar a las mujeres encerradas en su sufrimiento. Nuestro manifiesto recogió numerosas firmas, muchas de ellas acompañadas de testimonios espontáneos de mujeres que habían sufrido agresiones sexuales pero que se alegran de haber podido superarlas, a veces incluso olvidarlas, para vivir hoy una vida amorosa y sexual equilibrada. Esas mujeres son un ejemplo digno de seguir. ¿Había que negarles la palabra de la que se quiso hacer eco nuestra carta?



Dibujo de Raquel Marín para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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