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miércoles, 29 de abril de 2020

[CUENTOS PARA ADULTOS] Hoy, con "Levitación", de Joseph Payne Brennan






El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros. 

Continúo hoy la serie Cuentos para adultos con el titulado Levitación, de Joseph Payne Brennan (1918-1990), poeta y escritor estadounidense de fantasía y terror. De ascendencia irlandesa, nació en Bridgeport, Connecticut, y vivió la mayor parte de su vida en New Haven, Connecticut. Trabajó como asistente A
de adquisiciones en la Sterling Memorial Library de la Universidad de Yale durante más de 40 años. Brennan publicó varios cientos de historias cortas, dos novelas y miles de poemas. Sus historias aparecieron en antologías y han sido traducidos al alemán, francés, holandés, italiano y español. Era un bibliógrafo temprana de la obra de HP Lovecraft. Les dejo con su relato.


LEVITACIÓN
de
Joseph Payne Brennan


El Circo Ambulante Morgan llegó a Riverville para dar una función de noche, y plantó sus tiendas en el parque situado en uno de los extremos del pueblo. Era un cálido atardecer de primeros de octubre, y a eso de las siete una gran multitud se había congregado ante la barraca principal del Circo, dispuesta a divertirse.

El espectáculo viajero no era nada del otro jueves en cuanto a presentación y calidad, pero su aparición fue salu­dada con alborozo en Riverville, una aislada comunidad mon­taraz que no contaba con cinematógrafos, ni teatros, ni campos de deporte, como los que existen en las grandes ciudades.

Los habitantes de Riverville no eran exigentes en sus diversiones; en consecuencia, la inevitable Mujer Gorda, el Hombre Tatuado y el Muchacho Mono les hicieron pasar un buen rato. Mientras contemplaban el espectáculo, masticaban cacahuetes y rosetas de maíz, bebían vaso tras vaso de limonada y mantenían ocupados sus dedos con los colo­reados papeles que envolvían los caramelos.

Todo el mundo se hallaba en un relajado y tolerante estado de ánimo cuando el locutor empezó a anunciar la actuación del Hipnotizador. El locutor, un hombre pequeñito y rechoncho que vestía una chaqueta a cuadros, aullaba a través de un improvisado megáfono, mientras el Hipnotizador permanecía en último plano sobre la plataforma de madera levantada delante del barracón, con aire indiferente y burlón, sin dignarse mirar a la multitud de espectadores.

Al final, sin embargo, cuando unas cincuenta almas se habían reunido ante la plataforma, el Hipnotizador avanzó hasta quedar a plena luz. Un murmullo se elevó de la multitud.

Iluminado por la lámpara suspendida sobre su cabeza, el Hipnotizador ofrecía un aspecto impresionante. Era un hombre alto, delgadísimo, con una tez sorprendentemente pálida. Pero lo que más llamaba la atención en él eran sus ojos oscuros hundidos en las cuencas, enormes y brillan­tes. El usado traje negro que vestía, y la corbata de lazo, también negra, que llevaba anudada al cuello, acababan de conferirle un aire mefistofélico

Contempló a la multitud fríamente, con una expresión a la vez resignada y desafiante.

Todos oyeron su voz sonora.

-Para mi experimento, necesito un voluntario -dijo-. Si alguno de ustedes es tan amable como para subir a la plataforma…

Todo el mundo miró a su alrededor o dio con el codo a su vecino, pero nadie se movió.

El Hipnotizador se encogió de hombros.

-No puedo trabajar a menos que uno de ustedes se preste al experimento. Les aseguro, damas y caballeros, que la demostración es completamente inofensiva y no reviste el menor peligro.

Miró a su alrededor con aire expectante, y de pronto un joven empezó a abrirse paso entre la multitud y avanzo hacia la plataforma.

El Hipnotizador lo ayudó a subir los escalones de madera y lo invitó a sentarse en una silla.

-Relájese -dijo el Hipnotizador-. Ahora va usted a dormirse. Y hará exactamente lo que yo le ordene.

El joven se movió en la silla, al tiempo que dirigía una burlesca mueca a la multitud.

El Hipnotizador reclamó su atención, fijando en él sus enormes ojos, y el joven dejó de moverse.

Súbitamente, uno de los espectadores lanzó una bolsita de rosas de maíz hacia la plataforma. La bolsita describió un arco y fue a aterrizar exactamente en la cabeza del joven sentado en la silla.

El impacto aturdió al joven, que estuvo a punto de caer de la silla, y la multitud, callada un momento antes, estalló en ruidosas carcajadas.

-¿Quién ha sido el gracioso? -preguntó en tono irritado.

El Hipnotizador estaba furioso. Su pálida tez enrojeció y parecía a punto de estallar de rabia al enfrentarse con los espectadores.

La multitud guardó silencio.

El Hipnotizador continuó mirándolos fijamente. Al final, el color abandonó su rostro y dejó de temblar, pero sus brillantes ojos mantenían una expresión amenazadora.

Al cabo de unos segundos se volvió hacia el joven sentado en la silla, lo despidió dándole las gracias por su colaboración y se encaró de nuevo con la multitud.

-Debido a la interrupción -anunció en voz baja-, será necesario volver a empezar la demostración… con un nuevo sujeto. Tal vez a la persona que lanzó la bolsita no le importaría subir a la plataforma.

Una docena de espectadores se volvieron a mirar a alguien que permanecía medio escondido detrás de la multitud.

El Hipnotizador clavó en él sus oscuros ojos, y al hablar su tono era francamente burlón.

-Quizá -dijo- la persona que interrumpió el espectáculo tiene miedo de subir. ¡Prefiere esconderse detrás de la gente y lanzar bolsitas de maíz!

El culpable profirió una exclamación y luego avanzó con aire beligerante hacia la plataforma. Su aspecto no tenía nada de notable; en realidad, tenía un vago parecido con el joven que había subido anteriormente, y cualquier observador casual les hubiera catalogado a los dos como típicos campesinos.

El segundo joven subió a la plataforma y se sentó en la silla con un visible aire de reto, y por espacio de unos minutos se hizo evidente que se negaba a relajarse, tal como le sugería el Hipnotizador. De pronto, sin embargo, su agresividad desapareció y se quedó mirando obedientemente los imperiosos ojos situados delante de los suyos.

Al cabo de unos instantes se puso en pie, obedeciendo la orden del Hipnotizador, y se tendió de espaldas sobre el entarimado de la plataforma. Los espectadores se quedaron boquiabiertos.

-Ahora va usted a dormirse -le dijo el Hipnotizador-. Va usted a dormirse. Va usted a dormirse. Va usted a dormirse. Va usted a dormirse y hará todo lo que yo le ordene. Todo lo que yo le ordene. Todo…

Su voz se convirtió en una especie de zumbido, repitiendo incansablemente las mismas frases, y la multitud cayó en un religioso silencio.

De repente, en la voz del Hipnotizador apareció una nota completamente nueva, y el auditorio contuvo la respiración.

-Ahora, va usted a alzarse sobre la plataforma -ordenó el Hipnotizador-. ¡Álcese sobre la plataforma!

Sus oscuros ojos brillaban con extraña intensidad, y la multitud se estremeció.

-¡Álcese! ¡Arriba!

El suspiro colectivo de la multitud fue perfectamente audible.

El joven tendido en la plataforma, completamente rígido, sin mover un músculo, empezó a ascender. Subía con lentitud, casi imperceptiblemente al principio, pero su ascensión no tardó en hacerse más rápida.

-¡Arriba! -ordenó la voz del Hipnotizador.

El joven continuó ascendiendo, hasta quedar a unos pies por encima de la plataforma. Y siguió ascendiendo…

Los espectadores estaban convencidos de que existía algún truco, pero a pesar de ello contemplaban la ascensión del joven con la boca abierta. El joven parecía estar suspendido y moverse en el aire sin ninguna clase de apoyo físico.

Repentinamente, la atención de la multitud se vio distraída por otro suceso: el Hipnotizador se llevó una mano al pecho, dio un traspié y se derrumbó sobre la plataforma.

Se oyeron gritos reclamando la presencia de un médico. El locutor de la chaqueta a cuadros subió rápidamente a la plataforma y se inclinó sobre la inmóvil figura.

Le tomó el pulso, sacudió la cabeza y frunció el ceño. Alguien le ofreció una botella de whisky, pero el locutor se limitó a encogerse de hombros.

De pronto, una mujer lanzó un grito.

Todo el mundo se volvió a mirarla, y un segundo después todos los ojos se fijaron en un mismo punto.

El grito de horror fue unánime: el joven a quien el Hipnotizador había dormido, seguía ascendiendo. Mientras la atención de la multitud se había distraído con el fatal colapso del Hipnotizador, el joven había continuado subiendo. Se hallaba ahora a más de dos metros de altura por encima de la plataforma y moviéndose inexorablemente hacia arriba. Incluso después de la muerte del Hipnotizador continuaba obedeciendo aquella orden final: “¡Arriba!”.

El locutor, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, dio un frenético salto tratando de agarrar al joven, pero fracasó en su intento. Sus dedos solo pudieron rozar a la moviente figura antes de caer de bruces sobre la plataforma.

La rígida forma siguió flotando hacia arriba, como atraída por una especie de invisible imán.

Las mujeres empezaron a gritar histéricamente; los hombres vociferaban. Pero nadie sabía qué hacer. Una expresión de terror llenó los ojos del locutor al mirar hacia arriba.

-¡Baja, Frank! ¡Baja! -gritó la multitud-. ¡Frank! ¡Despierta! ¡Baja! ¡Párate, Frank!

Pero la rígida forma de Frank se movía incesantemente hacia arriba. Arriba, arriba, hasta que alcanzó el nivel del techo del barracón, hasta que alcanzó la altura de las copas de los árboles más altos, hasta que sobrepasó los árboles y siguió ascendiendo en dirección al despejado cielo de aquella noche de primeros de octubre.

La mayoría de los espectadores se cubrieron los horrorizados rostros con las manos.

Los que continuaron mirando vieron a la forma flotante ascender hacia el cielo hasta que no fue más que una leve mancha, como un diminuto cilindro acercándose cada vez más a la luna.

Luego desapareció del todo.

FIN



El escritor Josep Payne Brennan



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viernes, 3 de abril de 2020

[CUENTOS PARA ADULTOS] Hoy, con "Medida contra la violencia", de Bertolt Brecht






El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros. 

Continúo hoy la serie Cuentos para adultos con el titulado Medida contra la violencia, de Bertolt Brecht (1898-1956), dramaturgo alemán, uno de los más influyentes del siglo xx, creador del teatro épico, también llamado teatro dialéctico.

Todas las obras de Brecht están absolutamente ligadas a razones políticas e históricas y tienen un sobresaliente desarrollo estético. En realidad, en Brecht se encuentran siempre unidos el fondo y la forma, la estética y los ideales. Desde sus comienzos se caracterizó por una radical oposición a la forma de vida y a la visión del mundo de la burguesía y naturalmente al teatro burgués, sosteniendo que sólo estaba destinado a entretener al espectador sin ejercer sobre él la menor influencia. Brecht, desarrolló una nueva forma de teatro que se prestaba a representar la realidad de los tiempos modernos, y se encargó de llevar a escena todas las fuerzas que condicionan la vida humana. Les dejo con su relato.

MEDIDA CONTRA LA VIOLENCIA
por 
Bertolt Brecht


En los tiempos de la ilegalidad, un día llegó a casa del señor Egge un agente que le mostró un documento expedido en nombre de quienes dominaban la ciudad y en el cual se decía que toda vivienda en la que él pusiera el pie pasaría a pertenecerle; también le pertenecería cualquier comida que pidiera, y todo hombre que se cruzara en su camino debería asimismo servirle.

Y el agente se sentó en una silla, pidió comida, se lavó, se acostó y, con la cara vuelta hacia la pared, poco antes de dormirse preguntó:

—¿Estás dispuesto a servirme?

El señor Egge lo cubrió con una manta, ahuyentó las moscas, veló su sueño y, al igual que aquel día, lo siguió obedeciendo por espacio de siete años. No obstante, hiciera lo que hiciera por él, hubo una cosa de la que siempre se abstuvo: decir aunque solo fuera una palabra.

Transcurridos los siete años murió el agente, que había engordado de tanto comer, dormir y dar órdenes. El señor Egge lo envolvió entonces en la manta ya podrida, lo arrastró fuera de la casa, lavó el camastro, enjalbegó las paredes, lanzó un suspiro de alivio y respondió:

—No.

FIN



El dramaturgo Bertolt Brecht



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lunes, 9 de marzo de 2020

[CUENTOS PARA ADULTOS] Hoy, con "La última noche del mundo", de Ray Bradbury






El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros. 

Continúo hoy la serie Cuentos para adultos con el titulado La última noche del mundo, de Ray Bradbury (1920-2012) escritor estadounidense de misterio del género fantástico, terror y ciencia ficción, principalmente conocido por su obra Crónicas marcianas (1950)​ y la novela distópica Fahrenheit 451. Se consideraba a sí mismo «un narrador de cuentos con propósitos morales». Sus obras a menudo producen en el lector una angustia metafísica desconcertante, ya que reflejan la convicción de Bradbury de que el destino de la humanidad es «recorrer espacios infinitos y padecer sufrimientos agobiadores para concluir vencido, contemplando el fin de la eternidad». Les dejo con su relato.


LA ÚLTIMA NOCHE DEL MUNDO
por 
Ray Bradbury


¿Qué harías si supieras que esta es la última noche del mundo?

-¿Qué haría? ¿Lo dices en serio?

-Sí, en serio.

-No sé. No lo he pensado.

El hombre se sirvió un poco más de café. En el fondo del vestíbulo las niñas jugaban sobre la alfombra con unos cubos de madera, bajo la luz de las lámparas verdes. En el aire de la tarde había un suave y limpio olor a café tostado.

-Bueno, será mejor que empieces a pensarlo.

-¡No lo dirás en serio!

El hombre asintió.

-¿Una guerra?

El hombre sacudió la cabeza.

-¿No la bomba atómica, o la bomba de hidrógeno?

-No.

-¿Una guerra bacteriológica?

-Nada de eso -dijo el hombre, revolviendo suavemente el café-. Solo, digamos, un libro que se cierra.

-Me parece que no entiendo.

-No. Y yo tampoco, realmente. Solo es un presentimiento. A veces me asusta. A veces no siento ningún miedo, y solo una cierta paz -miró a las niñas y los cabellos amarillos que brillaban a la luz de la lámpara-. No te lo he dicho. Ocurrió por vez primera hace cuatro noches.

-¿Qué?

-Un sueño. Soñé que todo iba a terminar. Me lo decía una voz. Una voz irreconocible, pero una voz de todos modos. Y me decía que todo iba a detenerse en la Tierra. No pensé mucho en ese sueño al día siguiente, pero fui a la oficina y a media tarde sorprendí a Stan Willis mirando por la ventana, y le pregunté: “¿Qué piensas, Stan?”, y él me dijo: “Tuve un sueño anoche”. Antes de que me lo contara yo ya sabía qué sueño era ese. Podía habérselo dicho. Pero dejé que me lo contara.

-¿Era el mismo sueño?

-Idéntico. Le dije a Stan que yo había soñado lo mismo. No pareció sorprenderse. Al contrario, se tranquilizó. Luego nos pusimos a pasear por la oficina, sin darnos cuenta. No concertamos nada. Nos pusimos a caminar, simplemente cada uno por su lado, y en todas partes vimos gentes con los ojos clavados en los escritorios o que se observaban las manos o que miraban la calle. Hablé con algunos. Stan hizo lo mismo.

-¿Y todos habían soñado?

-Todos. El mismo sueño, exactamente.

-¿Crees que será cierto?

-Sí, nunca estuve más seguro.

-¿Y para cuándo terminará? El mundo, quiero decir.

-Para nosotros, en cierto momento de la noche. Y a medida que la noche vaya moviéndose alrededor del mundo, llegará el fin. Tardará veinticuatro horas.

Durante unos instantes no tocaron el café. Luego levantaron lentamente las tazas y bebieron mirándose a los ojos.

-¿Merecemos esto? -preguntó la mujer.

-No se trata de merecerlo o no. Es así, simplemente. Tú misma no has tratado de negarlo. ¿Por qué?

-Creo tener una razón.

-¿La que tenían todos en la oficina?

La mujer asintió.

-No quise decirte nada. Fue anoche. Y hoy las vecinas hablaban de eso entre ellas. Todas soñaron lo mismo. Pensé que era solo una coincidencia -la mujer levantó de la mesa el diario de la tarde-. Los periódicos no dicen nada.

-Todo el mundo lo sabe. No es necesario -el hombre se reclinó en su silla mirándola-. ¿Tienes miedo?

-No. Siempre pensé que tendría mucho miedo, pero no.

-¿Dónde está ese instinto de autoconservación del que tanto se habla?

-No lo sé. Nadie se excita demasiado cuando todo es lógico. Y esto es lógico. De acuerdo con nuestras vidas, no podía pasar otra cosa.

-No hemos sido tan malos, ¿no es cierto?

-No, pero tampoco demasiado buenos. Me parece que es eso. No hemos sido casi nada, excepto nosotros mismos, mientras que casi todos los demás han sido muchas cosas, muchas cosas abominables.

En el vestíbulo las niñas se reían.

-Siempre pensé que cuando esto ocurriera la gente se pondría a gritar en las calles.

-Pues no. La gente no grita ante la realidad de las cosas.

-¿Sabes?, te perderé a ti y a las chicas. Nunca me gustó la ciudad ni mi trabajo ni nada, excepto ustedes tres. No me faltará nada más. Salvo, quizás, los cambios de tiempo, y un vaso de agua helada cuando hace calor, y el sueño. ¿Cómo podemos estar aquí, sentados, hablando de este modo?

-No se puede hacer otra cosa.

-Claro, eso es; pues si no estaríamos haciéndolo. Me imagino que hoy, por primera vez en la historia del mundo, todos saben qué van a hacer de noche.

-Me pregunto, sin embargo, qué harán los otros, esta tarde, y durante las próximas horas.

-Ir al teatro, escuchar la radio, mirar la televisión, jugar a las cartas, acostar a los niños, acostarse. Como siempre.

-En cierto modo, podemos estar orgullosos de eso… como siempre.

El hombre permaneció inmóvil durante un rato y al fin se sirvió otro café.

-¿Por qué crees que será esta noche?

-Porque sí.

-¿Por qué no alguna otra noche del siglo pasado, o de hace cinco siglos o diez?

-Quizá porque nunca fue 19 de octubre de 2069, y ahora sí. Quizá porque esa fecha significa más que ninguna otra. Quizá porque este año las cosas son como son, en todo el mundo, y por eso es el fin.

-Hay bombarderos que esta noche estarán cumpliendo su vuelo de ida y vuelta a través del océano y que nunca llegarán a tierra.

-Eso también lo explica, en parte.

-Bueno -dijo el hombre incorporándose-, ¿qué hacemos ahora? ¿Lavamos los platos?

Lavaron los platos, y los apilaron con un cuidado especial. A las ocho y media acostaron a las niñas y les dieron el beso de buenas noches y apagaron las luces del cuarto y entornaron la puerta.

-No sé… -dijo el marido al salir del dormitorio, mirando hacia atrás, con la pipa entre los labios.

-¿Qué?

-¿Cerraremos la puerta del todo, o la dejaremos así, entornada, para que entre un poco de luz?

-¿Lo sabrán también las chicas?

-No, naturalmente que no.

El hombre y la mujer se sentaron y leyeron los periódicos y hablaron y escucharon un poco de música, y luego observaron, juntos, las brasas de la chimenea mientras el reloj daba las diez y media y las once y las once y media. Pensaron en las otras gentes del mundo, que también habían pasado la velada cada uno a su modo.

-Bueno -dijo el hombre al fin.

Besó a su mujer durante un rato.

-Nos hemos llevado bien, después de todo -dijo la mujer.

-¿Tienes ganas de llorar? -le preguntó el hombre.

-Creo que no.

Recorrieron la casa y apagaron las luces y entraron en el dormitorio. Se desvistieron en la fresca oscuridad de la noche y retiraron las colchas.

-Las sábanas son tan limpias y frescas…

-Estoy cansada.

-Todos estamos cansados.

Se metieron en la cama.

-Un momento -dijo la mujer.

El hombre oyó que su mujer se levantaba y entraba en la cocina. Un momento después estaba de vuelta.

-Me había olvidado de cerrar los grifos.

Había ahí algo tan cómico que el hombre tuvo que reírse.

La mujer también se rió. Sí, lo que había hecho era cómico de veras. Al fin dejaron de reírse, y se tendieron inmóviles en el fresco lecho nocturno, tomados de la mano y con las cabezas muy juntas.

-Buenas noches -dijo el hombre después de un rato.

-Buenas noches -dijo la mujer.

FIN





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lunes, 10 de febrero de 2020

[PÍLDORAS LITERARIAS] Hoy, con "El descuido", de Martin Buber





La noción de brevedad ronda siempre las consideraciones sobre la ficción de los minirrelatos. Aunque la brevedad no sea, ni con mucho, el único rasgo que es necesario observar en estas brillantes construcciones verbales, resulta lógico que para el lector común, e inclusive en cierta medida para el escritor, resalte de manera especial.  

Continúo hoy la serie de Píldoras literarias con el relato de Martin Buber (1878-1965), titulado "El Descuido". Buber fue un filósofo y escritor judío austríaco-israelí conocido por su filosofía de diálogo y por sus obras de carácter existencialista. Sionista cultural, anarquista filosófico, existencialista y partidario de "una tierra para dos pueblos" buscando el diálogo entre judíos y árabes en Palestina. Estudió en la Universidad de Viena, y en 1898 se unió al movimiento sionista, participando en diversos congresos. En 1901 empezó a editar la revista "Die Welt" (El Mundo), pero a Theodor Herzl no le agradaban para nada las ideas políticas y sociales de Buber, por lo que tuvo que abandonarla. Desde 1904 se dedicó plenamente al estudio y a la escritura, sobre todo textos místicos. Durante la Primera Guerra Mundial, ayudó a establecer la Comisión Nacional Judía para mejorar la condición de los judíos que vivían en la Europa del Este, y en 1916 fundó el periódico: Der Jude ("El Judío"). Entre 1923 y 1933 fue un reconocido profesor de la Universidad de Francfort. En 1933 fundó la Oficina Central para la Educación Judía Adulta, que fue de mucha importancia y de gran ayuda después de la prohibición de asistencia de los judíos a las escuelas públicas, a pesar de que el partido nazi obstruyó todo lo posible esta organización. En 1938 emigró a Jerusalén, donde enseñó filosofía social en la Universidad Hebrea de Jerusalén, llegando a ser jefe del Ihud, un movimiento que apoyaba la cooperación entre árabes y judíos. En 1946 publicó su trabajo Paths in Utopia, en el que detalló sus puntos de vista y, sobre todo, su teoría de la Comunidad de Diálogo. En 1951 recibe el Premio Goethe de la Universidad de Hamburgo, y en 1953 es obsequiado con el Premio Paz de la Cámara del Libro alemana. En 1963 recibe el Premio Erasmus. Les dejo con su relato.


EL DESCUIDO
por
Martin Buber


Cuentan que el rabí Elimelekl estaba cenando con sus discípulos. El criado le trajo un plato de sopa. El rabí lo volvió y la sopa se derramó sobre la mesa. El joven Mendel, que sería rabí de Rimanov, exclamó:

-Rabí, ¿qué has hecho? Nos mandarán a todos a la cárcel.

Los otros discípulos sonrieron y se hubieran reído abiertamente, pero la presencia del maestro los contuvo. Éste, sin embargo, no sonrió. Movió afirmativamente la cabeza y dijo a Mendel:

-No temas, hijo mío.

Algún tiempo después se supo que en aquel día un edicto dirigido contra los judíos de todo el país había sido presentado al emperador para que lo firmara. Repetidas veces el emperador había tomado la pluma, pero algo siempre lo interrumpía. Finalmente firmó. Extendió la mano hacia la arena de secar, pero tomó por error el tintero y lo volcó sobre el papel. Entonces lo rompió y prohibió que se lo trajeran de nuevo.

FIN



Martin Buber


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