lunes, 1 de diciembre de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY LUNES, 1 DE DICIEMBRE DE 2025

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes, 1 de diciembre de 2025. Pensar que los sistemas electrónicos actuales son más estables que los viejos papiros es un error, escribe en la primera de las entradas del blog de hoy el divulgador científico Javier Sampedro, porque su mensaje al futuro no ha sido entregado. En la segunda, un archivo del blog titulado Hannah Arendt en el recuerdo, y publicado el 4 de diciembre de 2016, en el 41 aniversario de su muerte, los profesores Fernando Savater, Jordi Ibáñez, y el propio HArendt, recordaban los hitos más importantes de la gran pensadora alemana. El poema del día, en la tercera, lleva el título de Justo antes del otoño, está escrito por el poeta estadounidense James Schuyler, y comienza con estos versos: Justo antes del otoño/en los intervalos quietos entre vientos de equinoccio/el silencio destella. Y la última entrada del día, como siempre, son las viñetas de humor. Volveremos a vernos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. Y como decía Sócrates: ἡμεῖς ἀπιοῦμεν. HArendt












SU MENSAJE AL FUTURO NO HA SIDO ENTREGADO

 






Pensar que los sistemas electrónicos actuales son más estables que los viejos papiros es un error, escribe en El País (29/11/2025) el divulgador científico Javier Sampedro. Si los bisontes de Altamira o los ciervos de Lascaux fueran mensajes para el futuro, es decir, para nosotros, ¿cómo lo sabríamos? ¿Y qué demonios querrían decir? ¿Que en Cantabria hay bisontes?, comienza diciendo. Pues muy mal, porque ya no hay ni uno. Estos paleolíticos pintaban muy bien, pero no tenían ni idea del futuro. Tomemos un ejemplo más abstracto, como esos estarcidos que se hacían plantando una mano en la pared de la cueva y soplando un pigmento sobre ella. Se pueden ver en la cueva del Castillo, no muy lejos de los bisontes, o en la de Leang Timpuseng, en Indonesia. ¿Querían decirnos algo? Esperemos que no fuera algo muy importante, porque allí no se entiende nada.

Tampoco se entiende el dibujo simbólico más antiguo del que tenemos noticia, las nueve líneas cruzadas formando triángulos que aparecieron grabadas en una piedra de la cueva Blombos, en Sudáfrica. ¿Qué era eso, el skyline de las montañas de la época? ¿Una lección de geometría? ¿Un regalo para el Black Friday cavernícola? Quizá solo fuera un tipo probando el lápiz de ocre, pero el dibujo tiene nada menos que 73.000 años, y ya nos gustaría a nosotros hacer algo tan perdurable. Si eso era un mensaje, en cualquier caso, la clase de receptor a la que iba dirigido ya no existe, y, por tanto, no tenemos forma humana de descifrarlo. Lo mismo pasará con los mensajes que nosotros pretendamos ahora enviar al futuro, ¿no? ¿O no?

Los mensajes al futuro se han puesto de moda por alguna razón. Tiene que ver en parte con la dificultad de preservar los contenidos de internet, incluidas las publicaciones académicas, que son el registro del conocimiento actual. Ya hay millones de papers, o artículos científicos revisados por pares, que no están compilados en ninguna de las bases de datos que utilizan los científicos y los profesores. En los últimos 25 años, han desaparecido 174 revistas profesionales de acceso libre. Las revistas Forbes y Scientific American están lo bastante preocupadas por el asunto como para publicar un especial sobre las cápsulas del tiempo y demás formas de comunicarse con el futuro. La cosa es mucho más difícil de lo que parece a simple vista.

Un clásico del género son las “piedras tsunami” que abundan por la costa nororiental de Japón, donde los maremotos son más frecuentes de lo deseable. Al menos desde hace 600 años, los habitantes de la zona ponen unas piedras a la altura de donde ha llegado la inundación de un tsunami, con unos mensajes grabados que advierten de que no se construyan casas por debajo de ese nivel. Nadie hace ni caso. Por ejemplo, el tsunami de 2011 se llevó por delante todas las piedras que marcaban la inundación de 1611 y se cargó a 18.000 personas que vivían por debajo de esa cota. Las piedras tsunami son muy bonitas, y es fácil verlas como objetos decorativos, sobre todo si uno no tiene otro sitio donde vivir.

Pensar que los sistemas electrónicos actuales son más estables que los viejos papiros es un error. La información guardada en un disco duro no solo se puede alterar por medios informáticos, virus y gusanos incluidos, sino que está alojada en unos soportes ópticos o magnéticos mucho más frágiles que el papel o la película, no hablemos ya de la piedra. Un tercio de las páginas web de hace 10 años ya no existen, y un cuarto de los links de la versión digital de The New York Times ya estaban rotos en 2021. Si quieres enviar un mensaje al futuro, lo mejor es que lo mandes en un cohete a las proximidades de un agujero negro antes de devolverlo a la Tierra. Quizá quede aquí algún robot capaz de entenderlo.




















DEL ARCHIVO DEL BLOG. HANNAH ARENDT EN EL RECUERDO (1906-1975). PUBLICADO EL 4/12/2016

 






En cada mes de diciembre hay dos citas ineludibles en el blog: la del 6 de diciembre, aniversario del referéndum de aprobación de la Constitución española de 1978, y la del 4 diciembre, aniversario de la muerte de Hannah Arendt.

Hannah Arendt, filósofa y teórica política estadounidense de origen judeo-alemán, murió ese día de 1975 en la ciudad de Nueva York, donde residía. Una de sus biógrafas, la profesora francesa Laure Adler, cuenta en su libro "Hannah Arendt" (Destino, Barcelona, 2006) que la tarde de aquel día había invitado a su casa a unos amigos para los que preparó la cena ella misma. Terminada esta, pasaron a un saloncito de la casa para charlar, pero nada más sentarse, dio un profundo suspiro y murió a causa de un infarto de miocardio. Tenía 69 años recién cumplidos. Está enterrada, junto a su esposo, Heinrich Blücher, en el campus universitario del Bard College, en la ciudad de Annandale-on-Hudson, en el estado de Nueva York. 

Nacida en Hannover (Alemania) el 14 de octubre de 1906, Hannah Arendt comienza sus estudios de Filosofía en la Universidad de Marburgo, donde tiene como profesores a Martin Heidegger, Nicolai Hartmann y Rudolf Bultmann, estudios que continúa en la Universidad de Friburgo con Edmund Husserl y que culmina con su doctorado en la Universidad de Heidelberg bajo la dirección de Karl Jaspers. A pesar de su impresionante currículo académico filosófico, ella nunca se consideró a sí misma como filósofa sino como teórica de la política, a cuyo estudio dedicó prácticamente toda su vida como pensadora y profesora en las universidades estadounidenses de Princeton, Chicago y Berkely,  a donde se trasladó en 1941 huyendo del régimen nazi que la había privado de la nacionalidad alemana por su condición de judía. 

Mi primer contacto académico con la persona y la obra de Hannah Arendt tiene lugar cuando curso la asignatura de Teoría Política, en la facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UNED, a través de la serie de libros de "Historia de la teoría política" del profesor Fernando Vallespín. Yo había oído hablar de Hannah Arendt con anterioridad, pero no había leído ninguna de sus obras. Es ahora, cuando lo que hasta ese momento era una obligación académica se va a convertir en una pasión. Y tras "Sobre la revolución", el primero de sus libros que leo, le siguen (no por el orden en que los cito: Los orígenes del totalitarismo, La condición humana, Eichmann en Jerusalén, Entre el pasado y el futuro, ¿Qué es la política?, Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental, La promesa de la política, Tiempos presentes, Crisis de la república, El concepto del amor en San Agustín, Hombres en tiempos de oscuridad, Más allá de la Filosofía, De la historia a la acción, y algún otro que me dejo en el teclado. Y por supuesto, las dos espléndidas biografías que sobre ella escriben Elizabeth Young-Bruehl (Alfonso el Magnánimo, Valencia, 1993) y la citada más arriba de Laure Adler, de las que volveré a hablarles más adelante.   

Como decía en mi entrada de hace unas semanas en la conmemoración del 110 aniversario de su nacimiento, traer a Hannah Arendt a este blog no necesita justificación alguna. Basta con que en el buscador del mismo pongan su nombre para que puedan percibir el sentimiento de admiración que el autor del mismo siente por ella. Hasta el seudónimo con el que firma sus entradas es un homenaje a su memoria.

El catedrático de filosofía Fernando Savater le dedicó en la presentación  de la edición para el Círculo de Lectores del libro de Hannah Arendt quizá más emblemática, La condición humana, unas páginas no por breves menos admirativas hacia su persona y su obra, que reproduzco literalmente a pesar de extensión: A Hannah Arendt, dice sobre ella el profesor Savater, le debemos la reflexión filosófica sobre política más genuina de este siglo. Digo genuina, no simplemente acertada o sugerente. Por supuesto, su gran libro sobre los orígenes del fenómeno totalitario, su comparación entre la revolución americana y la francesa a la luz de las libertades públicas, sus esbozos sobre la violencia o sobre la crisis de la educación, están siempre llenos de originalidad inspiradora incluso para quienes menos comparten su análisis (¡con la posible excepción de sir Isaiah Berlin, que siempre le tuvo una ojeriza teórica sin desmayo!). Pero su filosofía política, continúa mas adelante, es genuina porque no aspira al final de la política, sino a su esclarecimiento y prolongación. Me explico, dice, el filósofo que se dedica a la epistemología no ansía llegar a una visión del conocimiento capaz de cancelar su progreso ulterior, ni el que piensa sobre moral pretende que llegue el momento feliz en que la moral sea cosa del bárbaro pasado... ¡aunque fuese gracias a la victoria definitiva del Bien! Pero el noventa por ciento de los filósofos políticos parecen considerar que la actividad política misma, su agitación, sus constantes cambios de proyecto o ideal, etcétera, son algo a erradicar cuanto antes. El ejercicio contradictorio de la política (necesariamente contradictorio, porque si no faltaría la libertad que lo hace posible) proviene para ellos de ambiciones, caprichos o accidentes igualmente detestables. De ahí su empeño por promulgar el "final de la historia" o la "utopía", objetivos simétricos aunque el primero sea conservador y el segundo, supuestamente revolucionario. En ambos casos (y en otros adyacentes, aunque menos graves) se da a entender que la culminación de la política llegará cuando ya no sea necesario hacer política. Por el contrario, Arendt permanece siempre entusiástica y lúcidamente fiel a la política como actividad. Y la vincula en cuanto tal a la concepción de la vida humana como algo más que la acumulación de labores reproductivas o fabricación de objetos. Para ella, creo que acertadamente, hacer política es también hacer humanidad. Desde el punto de vista genérico de esta colección, La condición humana es particularmente interesante porque muestra las posibilidades del ensayo para abordar de una manera casi "aérea" perspectivas amplísimas que un tratadista minucioso no lograría agotar satisfactoriamente salvo que perpetrase toda una biblioteca de agobiantes volúmenes. Y desde luego porque en este caso el resultado de tal perspectiva sintetizadora merece realmente la pena. Hasta las palabras del profesor Savater sobre Hannah Arendt.

Concluyo esta entrada de hoy, rendido homenaje de admiración a la personalidad y la obra de Hannah Arendt en el aniversario de su muerte, invitándoles a la lectura de la reseña crítica titulada “Amistad y amor mundi: la vida de Hannah Arendt” que de las dos biografías citadas más arriba realizara en su día en Revista de Libros el profesor Jordi Ibáñez Fanés. Les dejo con ella: Al final de su ensayo «La crisis de la cultura» (incluido en Entre el pasado y el futuro), Arendt alude al criterio de acompañarse bien en esta vida y saber escoger los amigos, las ideas y las cosas. La conocida sentencia de Cicerón de que es preferible errar con Platón a tener razón con sus enemigos (Errare mehercule malo cum Platone [...] quam cum istis vera sentire), y que Hannah Arendt cita en este mismo contexto, entreabre una puerta por cuyo resquicio es posible entenderla a ella y al contenido de verdad que ella misma dio a su vida. El arte de escoger a los amigos, el juicio para conocer a las personas más allá de sus aciertos y desaciertos, no es una actividad incidental o privada: es donde comienza el primer círculo de la acción política, de una existencia decente capaz de reconocer y producir sentido. En el mundo ­estropeado por los totalitarismos es, además, un modo de supervivencia y de heroísmo.

Para comprender a Hannah Arendt hay que asumir su concepto de la amistad: exigente, generoso, dinámico, tenso, profundo, leal. Su relación con Heidegger, por ejemplo, va mucho más allá de un enamoramiento de juventud guardado en el relicario de la propia vida. Se convierte en una forma de amor impresionante a partir del momento en que resulta a todas luces incomprensible (si no se ve todo desde un prisma hecho de entrega y generosidad). No es que Hannah Arendt le perdone a Heidegger su deriva nacionalsocialista. Es que simplemente se sobrepone, se coloca por así decirlo más allá de las miserias y debilidades del pobre Martin, y acude a él en sus años más oscuros, como el «rey escondido» que fue pero ahora ya destronado, simplemente para retomar un diálogo tan necesario para ella como para él. Podemos pensar que, en plena barbarie nazi, Hannah Arendt (como Jaspers, como tantos otros amigos) hubiera podido morir ante la puerta de Heidegger sin que ésta se abriera. Es duro pensarlo, pero no tenemos motivos más razonables para no pensarlo, visto el comportamiento del filósofo durante esos años negros. Y, sin embargo, ahora ella va en su busca, le ahorra esta imposible palabra de la disculpa, que él nunca pronunciará, le vuelve a ofrecer su amistad, su amor incluso. A partir de aquí (verano de 1949), Hannah Arendt no dejará de buscar y apreciar el contacto con su antiguo maestro, a pesar de no encontrar en él nunca, o sólo muy al ­final, un reconocimiento por sus propios libros. Deja huella este modo incondicional de entender y de vivir la amistad, dejándola que se alimente de la propia claridad y de los hábitos irre­gulares, y en cualquier caso cómicamente oraculares, de Heidegger como corresponsal. Si se comparan las cartas de Arendt con las de Heidegger, se descubre de inmediato dónde está la filosofía más profunda y dón­de que­da simplemente la que más imposta la voz. La biografía de Laure Adler, sin aportar grandes novedades, rela­ta muy bien el melo­dramático reencuentro (siempre en el verano de 1949) entre los dos antiguos amantes, la escena grotesca, inducida por Heidegger, ante su esposa Elfriede, antisemita hasta los tuétanos, enloquecida por los ­celos, transida por el odio y el dolor, y la actitud de Hannah Arendt, que pa­rece sobrevolar este drama familiar como alguien de otro mundo. Heidegger, que siempre filosofó como si fuera él el que descendía de otro mundo, tu­vo posiblemente en Hannah Arendt la percepción más clara de lo que era real­men­te ser de otro mundo. Aunque, si ella no lo condenó, ¿por qué deberíamos hacerlo nosotros? Personalmente, creo que se desprende mayor profundidad existencial de cinco minutos de la vida de Hannah Arendt que de cinco páginas de Ser y tiempo. Pero también esto es una exageración que ella no hubiera aceptado bajo ningún pretexto (aunque sea verdad).

Ese culto intenso a la amistad, al juicio como una apuesta y un conocimiento dado por los otros a través de la experiencia de la amistad, no lo explica todo, pero sí explica lo esencial, o por lo menos ofrece una visión que permite ir al núcleo vital del personaje. La biografía de Hannah Arendt resulta una lectura apasionante (más allá del chisme, que brilla por su ausencia en alguien que vivió libremente, sin dobles fondos) precisamente porque esa viva experiencia de la amistad y la entrega lo articula todo. Las ideas y las posiciones políticas no se pronuncian en una soledad extraña o superior, sino en el seno de una constelación humana muy diversa y compleja. No hay camino de amistad en Hannah Arendt que no sea de ida y vuelta. Y no hay juicio sumario (a los que también podía ser proclive) que no ponga en evidencia a su condenado de un modo definitivo. El ejemplo de Adorno es, al respecto, devastador. Podemos pensar que hay una cierta incongruencia en el hecho de no perdonarle a Adorno ciertos titubeos cobardicas con respecto al nacionalsocialismo en los primeros meses de la llegada de Hitler al poder, y que luego, en cambio, no le pidiera explicaciones a Heidegger por su compromiso y su identificación con los nazis. Plantear eso supone equivocar completamente el plano desde el que se juzga la cuestión. Adorno nunca fue amigo, más bien fue enemigo desde el primer instante. Por muy irracional que parezca, digamos que ella lo caló, y ahí ya no había nada que hacer. Na­turalmente, los tejemanejes de Adorno y Horkheimer con el que fuera su primer marido (Günther Anders), o la condescendencia vagamente prepotente y de maestrillo sabihondo que ella creyó captar en el trato que Adorno le dispensaba a su amigo Walter Benjamin en el exilio parisino, no ayudaron en nada a lavar esta mala impresión inicial. También puede entenderse el estilo vital e intelectual de Arendt a partir del contraste con Adorno. Arendt nunca fue hegeliana (el error esencial de Hegel fue, según ella, entender el pensar y el actuar como lo mismo; además, para ella, como para Heidegger, el absoluto es una presunción abusiva de la que la filosofía debe precaverse). Tampoco fue marxista (aunque pocos de su generación leyeron a Marx con tanta generosidad para comprenderlo como ella). Fue kantiana y aristotélica, y en cierto modo Adorno tuvo que envejecer para volverse kantiano. El lugar de la negatividad adorniana, además, aparece en ella ocupado por una idea completamente antagónica: el amor al mundo, a las cosas como lo que son. Es decir, frente a la comprensión de lo que es mediante su inversión y su negación, ella siempre opuso la comprensión de lo que es como lo que es. Esto la hizo ser una pensadora valiente, y esto la colocó también en algún apuro.

Si no tenemos presente esta exaltación vital por el dilucidamiento de la verdad, no se entiende que entrara en tromba en un tema tan complejo y vivo como el del holocausto, y no digamos ya en 1961-1963, en el momento del primer relevo generacional entre supervivientes y descendientes de supervivientes. Me refiero a los cinco artículos que publicó en The New Yorker sobre el proceso al nazi Eichmann en Jerusalén y al libro que inmediatamente publicó a partir de ellos (sin rectificar nada, sin matizar lo que ya hubiera podido matizar). Aunque hay una notable y copiosa literatura sobre el tema, las biografías de Young-Bruehl y Laure Adler permiten una reconstrucción y un cierto juicio sobre los hechos. Los «pecados» de su libro fueron básicamente dos. El primero: haber analizado la supuesta sumisión de las víctimas como un fenómeno general de compleja subordinación ideológica respecto del mismo sistema que las masacraba (algo que ya estaba en sus Orígenes del totalitarismo). Su célebre afirmación de que si los judíos no hubieran estado organizados en términos de racionalidad moderna e identi­ficados con un mundo administra­tivamente competente hubieran sido menos vulnerables, no es ni una paradoja ni un sarcasmo, sino un modo (seguramente poco delicado) de tocar un punto singularmente doloroso del exterminio: el de las zonas grises de la colaboración judía con los verdugos nazis. Su segundo error fue haber comentado el mal personificado por Eichmann y por el aparato administrativo nazi en términos de banalidad. Esta idea era, por un lado, coherente también con su propio análisis del totalitarismo: la maldad es una plaga, una epidemia que se apodera de la mediocridad general y se propaga como mezquindad. Pero también es cierto que, de entrada, parecía trivializar el sufrimiento y convertía a las víctimas en cómplices de una rutina siniestra. Arendt sólo se explicó mejor sobre esto cuando la resaca de la dura polémica (que en algunos momentos rozó el linchamiento civil) remitió. El reverso de la trivialidad del mal es la profundidad del bien. La crisis por su libro sobre Eichmann puso a prueba a su «tribu». Viejos amigos como Hans Jonas, Gershom Scholem o Kurt Blumenfeld se enfren­taron a ella; otros, como J. Glenn Gray, Mary McCarthy o Jaspers se pusieron de su lado (no sin ayudarla a ver que la locura de los otros tenía una razón de ser que su propio sentido de la verdad no podía ignorar). Fue en este contexto cuando Arendt se declaró no-filósofa. Pero creo que también fue en el fragor de esta batalla dolorosa por una verdad que no se dejaba decir cuando se encontró a sí misma filosóficamente. Tuvo que pelearse con la vergüenza que le ocasionaba su pasado para aprender a ser generosa no solamente con sus amigos, sino con el mundo.

El lector en español dispone de estas dos biografías (más la de Alois Prinz, que es una introducción nada desdeñable al pensamiento de la autora tomando la vida como guion). ¿Cuál elegir? La de Young-Bruehl data de 1982, fue escrita cuando toda la correspondencia de Hannah Arendt estaba inédita, y la autora es alguien que la conoció y estuvo muy cerca de ella en los últimos tiempos. La de Laure Adler es de 2005, y aunque también trabaja con material inédito, buena parte de las grandes colecciones de cartas (a Jaspers, a Heidegger, a Blücher, a McCarthy) son bien conocidas. La de Young-Bruehl es algo más distante, la de Laure Adler es más empática. Young-Bruehl nos muestra un recorrido intelectual forjándose a sí misma en juego con el mundo, Laure Adler nos muestra a una mujer en busca de sí misma en juego con los demás. Yo he releído la primera (ya había sido publicada en Edicions Alfons el Magnànim en 1993) y la segunda en paralelo, y sólo puedo decir que los dos libros son excelentes, extraordinarias biografías. Que donde no llega la una, llega la otra, y que las dos se dan apoyo mutuo. ¿Para qué elegir, pues, si Hannah Arendt no fueron dos, sino una: profunda, coherente, formidable y de una pieza? Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt


















DEL POEMA DE CADA DÍA. HOY, JUSTO ANTES DEL OTOÑO, DE JAMES SCHUYLER

 







JUSTO ANTES DEL OTOÑO




Justo antes del otoño

en los intervalos quietos entre vientos de equinoccio

el silencio destella

o en un bosque de abetos

se muestra como troncos rayados, claros, oscuros

vistos entre ellos

todos iguales, cada uno diferente:

un bosque despojado de sus ramas más bajas

que yacen vagamente apiladas junto al sendero

musgosas, con liquen, pudriéndose.


El sol está en el cielo como si fuera su retrato.

A las áster las inclina una brisa

que para plantas más leñosas sería indigno notar.

Varas de oro erguidas como cúspides

o de otro tipo, que señalan en lenguaje gestual indio:

“Por aquí”.


Por la tarde temprano la luna sube al cielo

mientras el sol va hacia el oeste

su luz ingrávida se posa

sobre un zarzal de saucos y cerezos silvestres.

Parece que la luz los presionara

y los tironeara desde arriba

así como una lancha huye de la estela

que parece propulsarla

a través de ilusiones de verde

hechas por árboles negros reflejados en el agua astillada

que toma forma.


¡Maravillosa energía universal,

expresada en una estelar quietud!

La Vía Láctea desplegada

sobre la casa anoche

y las Pléyades

a la vista débilmente exclamaban:

“La mejor forma de ver las estrellas

es mirar un poco hacia un costado”

un universo en su red de espacio

debilitándose, concluyendo, continuando.




JAMES SCHUYLER (1923-1991)

poeta estadounidense























DE LAS VIÑETAS DE HUMOR DEL BLOG DE HOY LUNES, 1 DE DICIEMBRE DE 2025