jueves, 4 de octubre de 2018

[HISTORIA] Sobre el progreso humano



La diosa Clío, musa de la Historia


¿Qué la humanidad tiene problemas? Por supuesto, gravísimos. Pero los problemas se pueden resolver. Y parodiando a lo que decía Napoléon sobre las guerras, que se ganaban únicamente con tres cosas: dinero, dinero y más dinero, los problemas se arreglan con ciencia, ciencia y más ciencia, y voluntad para hacerlo. A pesar de todo lo que le digan los agoreros de izquierdas y de derechas, los tertulianos de radios y televisiones, los locutores y presentadores mediáticos, los pseudocientíficos presuntuosos, los líderes políticos y de opinión, y los obispos, ulemas, rabinos, bonzos y lamas sobre la catástrofe que nos acecha por nuestros pecados, a pesar de todo eso, la humanidad y los humanos individuales con ella, estamos progresando, y hay razones suficientes para el optimismo. Deje de derramar lágrimas de cocodrilo y póngase a trabajar para conseguirlo. De entrada, basta con mandar al cuerno a tanto simplón como nos amarga la vida a cada instante.

El profesor Juan Antonio Rivera, catedrático de Filosofía de I.E.S. y autor de libros como menos Menos utopía y más libertad y Camelia y la filosofía escribe en el último número de Revista de Libros una extensa reseñas de varios libros que fundamentan con rigor las razones para el optimismo sobre el progreso de la humanidad, tales como En defensa de la Ilustración, del que ha he escrito en el blog en varias ocasiones, de Steven Pinker; La gran convergencia,  de Richard Baldwin; Progreso, de Johan Norberg; Una prosperidad inaudita, de Edmund Phelps; y El gran escape, de Angus Deaton. Si desea acceder a los datos bibliográficos completos y al artículo original del profesor Juan Antonio Rivera, lo puede hacer desde este enlace. El texto que sigue es extenso, cierto, muy extenso (12200 palabras, exactamente), pero creo que merece la pena el esfuerzo de su lectura. Al final, si acepta el reto, la aseguro que saldrá reconfortado. Puede descargárselo y leerlo con tranquilidad desde el enlace anterior, o desde el propio blog. Usted verá...

Cualquiera de estos cinco libros reúne a buen seguro méritos suficientes para ser reseñado por separado, pero también es cierto que guardan entre sí un parentesco que autoriza y alienta su reseña conjunta, comienza diciendo Rivera. En la práctica me centraré en el libro de Steven Pinker, que es el que tiene un recorrido conceptual más rico y completo, y emplearé los demás para contrastar o prestar apoyo a algunas de las afirmaciones que hace el psicólogo estadounindense.

Esto es lo que nos cuenta Giorgio Manganelli sobre cómo era la vida en Londres en el primer tercio del siglo XVIII: «Pero en 1737 Londres no era sólo un lugar de arrebatadora vitalidad, el gran escenario de la vida. Era una ciudad torva y sórdida, increíblemente sucia ‒puesto que aún no existía un servicio municipal de limpieza urbana‒ y mal iluminada; las calles estaban sin pavimentar y desprovistas de aceras; no había alcantarillado ni conductos de desagüe, de modo que toda la inmundicia se acumulaba y fluía hacia el centro de las calles; los informes de la época insisten especialmente en los gatos y perros muertos [...]. Era frecuente la pena de la argolla, que solía recaer en los calumniadores, categoría de la que formaban parte los libelistas, los polemistas temerarios y los periodistas agresivos. Recayó también en Defoe, y podía ser mortal, debido a la libertad que se daba a la plebe para arrojarle al desdichado piedras y palos, además de menos letales verduras, y hubo quien, durante ese hostigamiento, murió como consecuencia de la angustia, la vergüenza y el rigor del sol y la lluvia».

Se advierte que en el Londres de la época el deterioro moral estaba muy estrechamente vinculado al deterioro material. En esta reseña haré hincapié asimismo en la estrecha vecindad de ambos, pero empezaré por ocuparme de la vida material en épocas anteriores. Lo mejor es dejar hablar a los datos. La esperanza de vida a escala planetaria era de 71,4 años en 2015. Esto contrasta con el dato de que la esperanza de vida durante más del 99% de la historia de la especie humana ha estado rondando los treinta años. La esperanza de vida empezó a despegar en el siglo XX, y lo hizo con más rapidez en los países más pobres de la Tierra que en los más ricos. En Holanda, el país más rico hace doscientos años, la esperanza de vida al nacer era de cuarenta años; hoy, la esperanza de vida en el país más pobre del mundo, la República Centroafricana, es de cincuenta y cuatro años.

La reducción de la tasa de mortalidad infantil vino acompañada de una reducción de la tasa de natalidad, con lo que no se produjo la bomba demográfica que tan agoreramente se temía en las décadas de 1960 y 1970. El declive de la natalidad vino de resultas de la percepción por parte de los padres de que no necesitaban más hijos para asegurarse la supervivencia de unos pocos.

En conjunto, puede que las mejoras en la salud deban más al progreso económico (con las consiguientes ventajas en alimentación y salubridad) que al avance en la medicina. Por poner un ejemplo especialmente relevante, uno de los grandes triunfos en materia de salud fue la separación de las aguas negras (o fecales) del agua destinada a beberse. Y los héroes de esta historia fueron burócratas y hombres de Estado animados por un espíritu a mitad de camino entre el paternalismo y la filantropía. Este problema de salud pública no acabó de estar del todo resuelto hasta bien entrado el siglo XX en economías avanzadas, como las de Gran Bretaña y Estados Unidos4.

El consumo medio de calorías en Europa Occidental pasó de entre dos mil y dos mil quinientas (por debajo de los niveles actuales en África) a tres mil en 1950. También desde 1870 la altura de los europeos occidentales creció a razón de un centímetro por década, pasando de una media de 1,67 a 1,79 metros. La tasa de desnutrición en 1947 era del 50% de la población mundial; en la actualidad está en torno al 13%. Como suele suceder, el África subsahariana está a la zaga en resultados. El porcentaje de hambrientos ha decrecido del 33% al 23% entre 1990 y 2014, pero, debido al incremento de la población en ese período, la incidencia del hambre afecta hoy a cuarenta y cinco millones de personas. Aunque hay casos de éxito: Nigeria, Angola, Camerún o Mozambique5.

El umbral de pobreza extrema se sitúa en 2015 en 1,9 dólares del año 2005. (El Banco Mundial, que es quien corta el bacalao en estas decisiones, lo mantenía en 1,25 dólares en 2008.) Con este baremo en la mano, la tasa de pobreza extrema ha caído entre 1981 y 2015 del 53,9% al 11,9% en los países en vías de desarrollo (la media global ha pasado en este período del 44,3% al 9,6%). La zona más castigada por la pobreza sigue siendo el África subsahariana, que en 2015 continúa en el 35,2%. En las tres últimas décadas, la tasa de pobreza global ha bajado al ritmo de un punto por año.

En términos absolutos (no porcentuales), el número de pobres ha descendido en un millón doscientas cincuenta mil personas entre 1990 y 2015, aunque la población mundial aumentó en dos mil millones de habitantes en ese período. Esto significa que en esos veinticinco años la pobreza extrema ha disminuido a un ritmo de cincuenta millones cada año. En 1820, la probabilidad de nacer pobre era del 94%; en 2015, del 11%6.

Un hecho chocante es lo poco que en apariencia haría falta para resolver el problema de la pobreza en el mundo. Bastaría, por ejemplo, con que cada adulto estadounidense transfiriera un dólar al día a los habitantes pobres del resto del mundo para que todos ellos rebasaran el umbral de la pobreza. Si en esta cruzada contra la pobreza intervinieran otros países ricos, sería suficiente con que cada uno donase medio dólar diario, o incluso algo menos. Esto parece que debería servir de reclamo estridente para que los países ricos ayudasen a los pobres a salir del hoyo.

Pero lo curioso es que incrementar la ayuda empeora la situación de los donatarios pobres. De hecho, las cantidades donadas por los habitantes ricos del planeta (directamente o a través de organizaciones humanitarias) superan holgadamente lo necesario para sacar a los pobres de su pobreza si (y en este «si» está toda la clave de la cuestión) el dinero llegase directamente a los donatarios, lo que no es el caso. Casi la mitad de la ayuda va a parar a regímenes autocráticos, lo que es casi una garantía de que no alcanzará a sus destinatarios finales pretendidos.

Por término medio, los países ricos destinan un 0,5% de su renta nacional a ayuda a los países pobres. Por debajo del 0,7% a que urge la ONU. Pero hay que añadir que esto sólo incluye la ayuda oficial (la de los gobiernos), a la que hay que sumar la ayuda de las organizaciones humanitarias, que se suma a la ayuda oficial. Aproximadamente el 80% de la ayuda es bilateral (de país rico a país pobre) y el resto se canaliza a través de organismos multilaterales, como el Banco Mundial.

De los cuarenta y nueve países del África subsahariana, treinta y seis han recibido ayuda exterior por un importe igual al 10% de su renta nacional durante tres décadas o más. Esto ha supuesto algo más del 75% del gasto gubernamental en esos países, lo que ha tenido el efecto perverso de que esos países y sus gobiernos se han acostumbrado a vivir de la ayuda extranjera: se han vuelto adictos a ella, lo que les ha impedido desarrollar por su cuenta las instituciones facilitadoras de un avance económico autónomo. Se conforman con mantener una economía basada en el sector primario o extractivo (productos agrícolas y minerales), en vez de desplegar un sector industrial y de servicios pujante, que son los característicos de las economías punteras.

La ayuda exterior alienta, asimismo, la falta de disciplina en el gasto público por parte del país receptor, que cuenta con nuevas remesas de ayuda si se excede e incurre en déficit. Los gobernantes de los países pobres pueden entregarse a gastos faraónicos o suntuarios financiados con la ayuda al desarrollo que les llega de los donantes internacionales. También les sirve para crear una red clientelar que les perpetúe en el poder: otorgan favores económicos a cambio de apoyo político.

La dependencia adictiva de la ayuda exterior hace que los gobiernos de los países pobres no tengan incentivos para alentar instituciones políticas democráticas y liberales. La mayor parte de los regímenes son presidencialistas, y el autócrata en el poder se mantiene en él y se resiste a cederlo a otro por las prebendas que le proporciona tanto la ayuda económica exterior como la propiedad sobre los recursos naturales (tierras, minas, pozos de petróleo), con las que allega divisas del extranjero. Renunciar a este pingüe botín por la alternancia democrática en el poder no entra sencillamente en sus planes y es a lo último a lo que estaría dispuesto un sátrapa de un país pobre. Los países pequeños del África subsahariana, que obtienen mucha ayuda, están entre los menos democráticos del mundo7.

El movimiento ecologista despega en la década de 1970. Y lo ha hecho con ribetes casi siempre románticos, de exaltación del medioambiente primitivo, no contaminado por el progreso humano. Steven Pinker, aceptando la importancia de proteger el agua, el aire, las especies y los ecosistemas, opta por enfocar todo el asunto desde un punto de vista ilustrado, antes que romántico. Hay un ecologismo misántropo, de raíz romántica, que ve a los humanos como viles explotadores de un planeta prístinamente sano. En cambio, el ecologista ilustrado reconoce que los humanos necesitan energía para auparse a sí mismos desde la pobreza, y que esta energía puede extraerse con un daño mínimo para el planeta y los seres vivos.

El movimiento ecomodernista, de inspiración ilustrada, empieza por sostener que cierto grado de polución es una consecuencia inexorable de la Segunda Ley de la Termodinámica: si las personas usan energía para conferir orden a sus cuerpos y hogares, lo que cabe esperar es que crezca la entropía en el ambiente bajo la forma de residuos, polución y otras vicisitudes del desorden. La industrialización ha traído muchas bendiciones a la humanidad: ha alimentado a miles de millones de personas, ha más que duplicado su esperanza de vida, las ha sacado de la pobreza extrema y de la esclavitud del trabajo físico extenuante, les ha permitido leer de noche y estar calientes en invierno. Una consecuencia de todas estas buenas noticias ha sido el deslustre del medio ambiente. Está claro que un medio más limpio es mejor, pero no a cualquier precio, no al precio de renunciar a muchas cosas buenas de la vida traídas por el progreso material. No se trata de escoger uno de los dos cuernos del dilema, sino de alcanzar soluciones de compromiso entre ellos.

Frente a los agoreros vaticinios de los verdes de que sólo el decrecimiento económico puede detener la polución rampante, o el planteamiento de la derecha política según el cual la protección medioambiental acabará por sabotear el crecimiento económico, lo que se ha observado es que la prosperidad material ha aumentado a la vez que ha mejorado la calidad del medio ambiente, mediante el uso de energías más limpias y de un empleo más eficiente de los recursos. Incluso la deforestación de los bosques tropicales, que continúa siendo alarmante, ha caído en dos tercios en lo que llevamos de centuria.

Ante los reiterados fallos de predicción de apocalipsis medioambientales (bomba de población, escasez de recursos esenciales y no renovables, lluvia ácida, agujero en la capa de ozono), hay motivos para pensar que existe un fallo en el razonamiento de los apocalípticos: los humanos no agotan los recursos hasta el final, como el que sorbe un batido con una pajita, sino que, a medida que un recurso escasea, se incrementa su precio, lo que anima a la gente a conservarlo y a buscar sustitutivos del mismo. El mecanismo de mercado previene contra el agotamiento definitivo de los recursos. Gracias a esto, cualquier sociedad humana ha abandonado el empleo de un recurso y ha pasado a explotar otro mejor mucho antes de que el primero haya quedado agotado. Todavía quedaba mucha madera en el planeta cuando pasó a explotarse el carbón, y mucho carbón cuando pasamos a utilizar el petróleo.

Pinker admite, pese a todo su optimismo, que hay una cuestión alarmante sobre el tapete: los gases de efecto invernadero y su repercusión sobre el cambio climático. Esos treinta y ocho mil millones de toneladas de CO2 que arrojamos a la atmósfera cada año hacen que la concentración de dióxido de carbono haya pasado de 270 partes por millón en los tiempos de la Revolución Industrial a más de 400 partes por millón en la actualidad. Y provoca que la temperatura media global haya aumentado 0,8 grados centígrados. Y las proyecciones son que aumente entre 1,5 y 4 grados hacia finales del siglo XXI8. El otro gran lunar en el luminoso panorama del progreso moral y material de la especie humana en los últimos tiempos son los arsenales nucleares que todavía conservan nueve de los casi doscientos Estados que se reparten el planeta9.

El sistema mixto de mercado y sector público podría habernos hecho ganar el mundo entero, pero, como se dice en los Evangelios, ¿de qué nos serviría esto si ha echado a perder nuestra alma? (Mateo 16, 26; Marcos 8, 36; Lucas 9, 25). Pero resulta que ese sistema mixto también ha hecho su parte en la mejora de nuestra vida anímica.  Por supuesto, no hay que tomarse muy a pecho esta distinción entre progreso material y espiritual, entre otras cosas porque enseguida vamos a ver lo mucho que se deben entre sí.

Aunque resulta facilón menospreciar como superficial la renta nacional como un medidor del bienestar, resulta que este indicador se correlaciona positivamente no sólo con la longevidad, la salud y la nutrición, sino también con otros indicadores más «espirituales» de la calidad de vida, como la paz, la libertad, los derechos humanos, la tolerancia o la alfabetización.

Empecemos por esta última. Antes del siglo XVII sólo algo menos de un octavo de la población había recibido educación formal en la Europa Occidental, mientras que ahora el 83% del planeta está educado. Y la educación es hoy aceptada como un derecho fundamental por ciento setenta países de la ONU. No sólo esto: la educación vuelve a un país más democrático y pacífico. El mejor predictor de valores emancipatorios en una sociedad es el Índice de Conocimiento del Banco Mundial, un índice que combina medidas de educación per cápita (alfabetización de adultos, matriculación en institutos y universidades), acceso a la información (teléfonos, ordenadores, uso de Internet), productividad tecnológica y científica (investigadores, patentes, artículos de revistas) e integridad institucional (imperio de la ley, calidad de las regulaciones y economía abierta al comercio). Lo que da a entender que el conocimiento y las instituciones saneadas conducen al progreso moral.

Pero la educación no sólo favorece el progreso moral, sino también el material. Los países ricos son los mejor educados. Pero, ¿es la riqueza la causa de la superior educación, o es la superior educación la causa de la riqueza? Para convertir la correlación en causalidad habría que discernir cuál de los dos fenómenos se verifica antes en el tiempo: ése será la causa del otro. En este caso ocurre que la mayor inversión en educación va seguida de aumentos en la riqueza, de modo que la primera sería causa de la segunda10.

Pero aquí conviene hacer un inciso e introducir una excepción: la educación infantil fue favorecida por el incremento de la riqueza. Que los niños trabajaran ha sido la condición habitual en todas las épocas históricas; es simplemente un bulo que el trabajo infantil fuera causado por la tenebrosa Revolución Industrial. El trabajo infantil empieza a desaparecer cuando los sueldos reales de los padres aumentan, y éstos pueden prescindir del trabajo de sus hijos, a los que llevan a la escuela para que acumulen capital humano y puedan alcanzar puestos de trabajo de más alta cualificación y mejor pagados. Es la mayor riqueza de las familias la que acaba con el trabajo infantil.

¿Y qué decir de la felicidad? Resulta que, cuanto más próspera es la humanidad, más felices se sienten los humanos, aunque los incrementos en felicidad sean marginalmente decrecientes. En ocho de nueve países europeos, la felicidad aumentó entre 1973 y 2009 a la par que crecía el PIB per cápita. Y en el World Values Survey se encontró que en cuarenta y cinco de cincuenta y dos países estudiados la felicidad cotizó al alza entre 1981 y 2007.

Es importante resaltar que no estamos hablando de mediciones objetivas de la felicidad hechas con «hedonímetros», sino de encuestas basadas en autoinformes de las personas interrogadas, lo que torna menos fiables las «mediciones» de la felicidad. Cuando se habla de felicidad, parece obvio que, aparte de datos, necesitamos algo de análisis conceptual, pues no es inmediatamente claro qué hay que entender por «felicidad». Pinker distingue entre llevar una vida feliz (placentera) y llevar una vida significativa. Cosas que no tienen por qué coincidir (ni tampoco oponerse la una a la otra). La gente feliz vive en el presente; la que lleva una vida significativa tiene una narración sobre su pasado y sus planes de futuro.

Da toda la impresión de que Pinker está diferenciando la comodidad epicúrea de la felicidad nietzscheana; la vida orientada por recompensas intrínsecas (que se disfrutan mientras se hace algo y por hacerlo bien) frente a la vida presidida por recompensas extrínsecas, las que se obtienen tras haber acabado de hacer una tarea y presentar sus resultados: cosas como dinero, prestigio o poder. Es preciso subrayar, por último, que entregarse a tan elevados quehaceres presupone tener resueltas ciertas cuestiones materiales. Aludamos en este punto a que el incremento de la esperanza de vida desde el siglo XVIII en adelante hizo que perdiera vigencia la pregunta «¿Cómo puedo salvarme?» y cobrara protagonismo la búsqueda de cómo ser feliz.

No es menos cierto que hace falta el ocio para ocuparse de la felicidad. Hacia 1870 se trabajaban sesenta y seis horas a la semana en Europa Occidental y sesenta y dos en Norteamérica. A partir de 1980 se trabajan más horas en los emprendedores Estados Unidos (unas cuarenta horas) que en la socialdemócrata Europa (en torno a treinta y ocho horas de media). No es difícil imaginar que, con las extenuantes jornadas laborales del siglo XIX, quedaba muy poco espacio mental para pensar en el desarrollo de las propias capacidades. Hacen falta muchas horas de ocio a la semana para poder siquiera caer en la cuenta de que uno tiene capacidades que le gustaría desplegar tras el horario de trabajo (a menos que uno sea de esos afortunados cuyo trabajo consiste precisamente en la dedicación al autodesarrollo).

De la violencia ya se ocupó copiosamente Pinker en su libro anterior, Los ángeles que llevamos dentro, de modo que aquí será suficiente con dejar caer algunas pinceladas. La guerra civil en Siria, con doscientos cincuenta mil muertos en batalla en 2016, es el peor repunte de la tendencia general al declive de la guerra a escala global. La desbandada de refugiados producida por la guerra en Siria (unos cuatro millones) ha hecho a muchos exclamar que ésta es la peor ola de refugiados de la historia. Pero esta afirmación sólo revela una lamentable amnesia: nos olvidamos de los diez millones de refugiados provocados por la guerra de independencia de Bangladesh en 1971, de los catorce millones que huyeron tras la partición de la India en 1947, por no hablar de los sesenta millones de desplazados por la Segunda Guerra mundial tan solo en Europa.

Dos circunstancias que han ayudado a la amortiguación de los brotes de mortandad han sido el incremento del comercio internacional tras la Segunda Guerra Mundial (la guerra es menos atractiva entre socios comerciales) y la extensión de la democracia cada vez a más países, pues cuanto más democráticos sean dos países, más improbable es que se hagan la guerra entre sí.

A despecho de vaticinios pesimistas, el número de países democráticos ha crecido de treinta y uno en 1971 a cincuenta y dos en 1989; y de ochenta y siete en 2009 a ciento tres en 2015, lo que supone que un 56% de la población mundial está bajo regímenes democráticos. Lo que contrasta con el 1% en 1816. Además, de los sesenta países autocráticos que subsisten en el momento presente, cuatro quintas partes de sus habitantes residen en China.

Otro capítulo importante en la dulcificación de la existencia en el mundo es la supresión paulatina de la pena de muerte. En las tres últimas décadas, la pena de muerte ha sido abolida en el mundo a razón de dos o tres países cada año. Los cinco países en que se producen más ejecuciones son China e Irán (a un ritmo de más de mil personas cada año), Pakistán, Arabia Saudí y Estados Unidos (aquí en un puñado de Estados sureños: Texas, Georgia y Misuri). En Europa, el último refugio de la pena de muerte es Bielorrusia.

Los prejuicios sexuales, raciales y étnicos están de capa caída en todo el mundo: en 1950, casi la mitad de los países tenían leyes discriminatorias contra las minorías; en 2003, sólo un quinto las mantenía. En 1900, las mujeres sólo podían votar en Nueva Zelanda. Hoy pueden votar en cualquier país donde también puedan votar los hombres, a excepción del Estado Vaticano. La mutilación genital femenina sigue practicándose en veintinueve países africanos (además de Indonesia, Irak, India, Pakistán y Yemen), pero incluso en estos países se vuelve mayoritaria entre hombres y mujeres la idea de que esta práctica debe acabar; y, de hecho, en los últimos treinta años ha descendido en un tercio.

La homosexualidad masculina era tolerada en Grecia o en Roma, pero no entre varones de la misma edad, sino entre un adulto y un efebo, o entre un adulto y un esclavo. Uno de los primeros en defender la despenalización de la homosexualidad fue Jeremy Bentham en 1785. La última ejecución por homosexualidad en el Reino Unido fue en 1835. Aunque la criminalización de la homosexualidad está cayendo sin cesar, sigue siendo perseguida en setenta países, y en once de ellos (de religión islámica) es castigada con la pena capital.

La región menos liberal del mundo en costumbres está constituida por los países musulmanes de Oriente Próximo. Pero, incluso en esos países, la gente joven tiene hoy valores sobre las libertades individuales comparables a los que tenían los jóvenes en Europa Occidental a comienzos de 1960.

Hasta ahora hemos comprobado que la vida material y la espiritual estaban alineadas y que existía una correlación positiva entre ambas. Pero también puede darse una correlación negativa. Aunque pueda sonar paradójico, una vida espiritual muy intensa puede redundar en un deterioro de la calidad de la vida material. Esto es al menos lo que defiende con ahínco Steven Pinker (pp. 435-441). Para él, a medida que las gentes de un país se vuelven más ricas y mejor educadas, más irreligiosas tienden a ser. La anomalía es Estados Unidos, un país rico y a la vez muy religioso: en 2012, el 60% de los estadounidenses se declararon religiosos, frente al 46% de los canadienses, el 37% de los franceses o el 29% de los suecos. Pero hasta los estadounidenses han emprendido un éxodo sin retorno desde la religiosidad al descreimiento, generación tras generación. Estados Unidos, con su mayor religiosidad, es también el que puntúa más bajo que sus pares en otras partes del mundo en indicadores de bienestar, como tasas de homicidio, encarcelamiento, aborto, mortalidad infantil, obesidad o muertes por transmisión sexual. La misma tendencia se observa en los cincuenta Estados del país: cuanto más religioso es el Estado, menos bienestar se disfruta en él.

Una muestra adicional de que la religiosidad repele al bienestar la encuentra Pinker en los países con mayorías musulmanas, que puntúan bajo en salud, educación, libertad, felicidad o democracia. Además, en ellos se han desencadenado todas las guerras que han estallado en 2016, y la mayor parte del terrorismo tiene una clara impronta islamista. Apenas puede decirse que los derechos humanos son respetados en los países musulmanes, donde se persigue con sevicias degradantes la homosexualidad, la apostasía y la simple expresión de opiniones liberales.

Con el encomiable propósito de frenar la islamofobia, algunos intelectuales occidentales se han decidido a defender prácticas musulmanas (misoginia, homofobia) que encontrarían inadmisibles en sus propios países, considerando que es progresista flagelar costumbres que ocurren en Occidente y defender esas mismas costumbres (o al menos justificarlas) cuando se producen fuera de la cultura occidental. Este ramalazo antietnocéntrico es el santo y seña de muchos intelectuales biempensantes, aunque ignore que la inmensa mayoría de las víctimas de la violencia islamista son musulmanes.

Las estadísticas que manejan los economistas coinciden en que la desigualdad económica en el interior de la mayoría de los países está creciendo, que está creciendo todavía más la desigualdad económica entre países, pero que a la vez está disminuyendo la desigualdad económica entre los individuos que integran la población mundial15. ¿Cómo es posible conjugar estas tres afirmaciones?

Hay otra estadística en la que confluyen Angus Deaton, Edmund Phelps y Richard Baldwin: los países ricos del Norte industrializado conocieron su época de esplendor económico entre 1820 y 1990, pero a partir de esta fecha su crecimiento se ha ralentizado16. Deaton explica esta deceleración de los países ricos del G-7 (Estados Unidos, Alemania, Japón, Francia, Gran Bretaña, Canadá e Italia) por los fallos del PIB para capturar ciertos aspectos del crecimiento económico: la contabilidad nacional tiende a medir cuántas cosas más se producen, pero no la calidad creciente de esas cosas. Se hace cargo de cuántos ordenadores se fabrican, pero no de la superior velocidad de los mismos y sus mayores prestaciones, de cuántos automóviles se producen, pero no de los sistemas de seguridad mejorados que incorporan, etc. La calidad es más difícil de medir que la cantidad. Todo lo cual subestima el crecimiento del PIB en los países ricos.

Edmund Phelps ofrece una explicación diferente del mismo fenómeno. Para él la clave del crecimiento económico es el dinamismo emprendedor, el espíritu de innovación. Lo que mueve al innovador son tanto motivaciones pecuniarias como no pecuniarias. En cuanto a las primeras, el innovador ha de estar inserto en un marco legal y económico que proteja sus derechos de propiedad intelectual mediante patentes y le permita obtener ganancias económicas de ellas (o venderlas a otros). Los empresarios, por su parte, desarrollarán las ideas del innovador si tienen libertad de entrada y salida a los sectores o industrias. Si la economía es corporativista, y hay un control político sobre la entrada o salida de competidores, el empresario perderá interés en el asunto.

Pero hace falta también motivación intrínseca por parte de los innovadores, los empresarios y los consumidores finales. Los innovadores han de «pasárselo bien» creando ideas; los empresarios han de disfrutar guiándose por sus corazonadas; y los consumidores o usuarios finales han de gozar con la sensación de ser los primeros en adoptar un artículo, tal vez por curiosidad, tal vez por el deseo de autoexpresión ligado a su uso.

Todo esto lo enmarca Phelps en una interesante concepción humanista de una economía moderna. Una economía así es la que mejor sabe explorar y aprovechar los talentos individuales diversos y dispersos entre sus muchos individuos, y la que luego dispone de mecanismos de división del trabajo para coordinar e integrar de la mejor manera posible esos talentos desperdigados, de modo que se obtenga un máximo de inteligencia colectiva o distribuida.

Esta forma dinámica de concebir a los componentes de una sociedad y de exprimir sus más descollantes aptitudes en ellos yacentes no existe en las sociedades premodernas, en las que la clase en que uno ha nacido determina a qué va a dedicar su vida. Sólo con el Renacimiento tardío, la Revolución Científica y la Ilustración se abre paso la manera genuinamente moderna de concebir el aprovechamiento por parte de la sociedad de las muy diversas maneras de florecer de sus individuos. Aunque este concepto de florecimiento estuviera ya en Aristóteles, sólo se materializa a gran escala a partir del siglo XIX en Europa y Norteamérica. En la sociedad premoderna y tradicional sólo unos pocos privilegiados pueden llevar una vida floreciente; en la sociedad moderna, esa posibilidad se democratiza y se abre a (casi) todos, y éste es el secreto de una economía moderna y de su capacidad para generar crecimiento. La clave de una economía pujante está en la más amplia autorrealización de los individuos que la componen. He aquí una concepción francamente humanista de qué es una buena economía: la que se dedica a la minería intensiva de la caleidoscópica diversidad de capacidades y aptitudes de sus miembros.

La respuesta más elaborada a la pregunta de por qué se ha ralentizado el crecimiento de las economías punteras en las últimas décadas del siglo XX la proporciona Richard Baldwin. Y es una respuesta que tiene el mérito adicional de explicar por qué ha disminuido la desigualdad económica a escala global. Baldwin empieza por decir que hay tres costes fundamentales debidos a la distancia y que separan la producción del consumo: el coste del transporte de bienes, el coste de circulación de ideas y el coste de traslado de las personas. El primer coste que se derrumbó, y el que ocasionó la Primera Globalización, fue el del transporte de mercancías, y tal cosa benefició a los países del hemisferio Norte frente a los del Sur. Esta Primera Globalización acontece en la década de 1820 y está impulsada por el uso industrial de la energía del vapor y la paz mundial que por entonces se disfrutaba (la paz es una buena noticia para el comercio; la guerra lo agosta).

Entre 1820 y 1990, los países ricos del G-7 (Estados Unidos, Alemania, Japón, Francia, Gran Bretaña, Canadá e Italia) pasaron de copar un quinto de la renta mundial a casi dos tercios. Pero, a partir de esta fecha, la tendencia se invirtió y el G-7 ha regresado a los niveles de participación en la renta mundial que tenía hacia 1820. A la par que esto ocurría, seis países en vías de industrialización (China, Corea del Sur, la India, Polonia, Indonesia y Tailandia) han visto cómo aumentaba sustancialmente su participación en la renta mundial; el caso más sonado es el de China, que ha pasado del 3% a casi el 20%. No siempre las cosas fueron así. Antes de la Primera Globalización, hacia 1750, China y la India representaban el 73% de la producción manufacturera mundial, seguían siendo más de la mitad hacia 1830, pero cayeron al 7,5% en 1913. Con anterioridad a 1820, China acaparaba la tercera parte del PIB mundial, seis veces más que Gran Bretaña, aunque, eso sí, la renta per cápita china era un tercio de la británica.

Cuando todavía no había entrado en escena la Primera Globalización, las personas consumían lo que se producía en sus inmediaciones, dados los costes prohibitivos del transporte de mercancías. Esto cambia en torno a 1820 con la reducción de los costes de transporte merced al uso del vapor como fuente de energía, así como al trasvase de trabajadores de la agricultura a la industria manufacturera. Tales cambios trajeron consigo un aumento de la productividad por trabajador, debido a que en las tareas agrícolas (en especial entre la siembra y la recolección) transcurre mucho tiempo muy poco productivo. Por otra parte, las labores manufactureras se prestan más que las agrícolas a la introducción de innovaciones técnicas que elevan la productividad per cápita y los salarios.

Con la expansión del comercio mundial, los países ricos del Norte pudieron dedicarse a producir aquello que se les daba mejor e importaron el resto. Esto es lo que significa la «ventaja comparativa» ricardiana dicho en román paladino. Asimismo, la expansión del comercio a larga distancia multiplicó el número de consumidores potenciales de un artículo, lo que redujo el coste unitario de su producción al poder fabricarse a una escala ampliada (economías de escala). El resultado de estos círculos virtuosos fue el vigor inusitado con que despegaron las economías del Norte durante el siglo XIX, dando lugar a lo que Kenneth Pomeranz llamó la «Gran Divergencia» con los países pobres del Sur. Lo que agudizó la Gran Divergencia es que, si bien los costes de mover bienes se redujeron, seguía siendo muy alto el coste de mover ideas de un sitio a otro. Esto aumentó la brecha de productividad (y de renta) entre los países ricos (donde se atesoraban las nuevas ideas sobre cómo producir cosas) y los países pobres.

Todo este panorama se altera con la irrupción hacia 1990 de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Entre 1986 y 2007 se producen estas aceleraciones: la capacidad mundial de almacenamiento de información crece un 23% al año; las telecomunicaciones, un 28% anual; la capacidad de cómputo, un 58% anual. Según la ley de Moore (que toma su nombre de Gordon Moore), el rendimiento de un chip de ordenador se duplica cada dieciocho meses. Según la ley de Gilder (por George Gilder), el ancho de banda crece tres veces más deprisa que la capacidad de cómputo y se duplica cada seis meses. Según la ley de Metcalfe (por Robert Metcalfe), la utilidad de una red crece con el cuadrado del número de sus usuarios.

Entre 1990 y 2010, con la llegada de la Segunda Globalización o Nueva Globalización, la participación de los países del G-7 (el «Norte») en la producción manufacturera mundial cayó de dos tercios a menos de la mitad, mientras que las manufacturas chinas pasaron de no ser competitivas en 1970 a hacer de China el segundo fabricante mundial en 2010. Las consecuencias de la Segunda Globalización han sido cuatro:

1) La ventaja comparativa se desnacionaliza. En la Vieja Globalización, las unidades que tenían ventaja comparativa eran los países. En la Nueva Globalización (producida en torno al año 1990), las nuevas unidades de producción y suministro son lo que el sociólogo Gary Gereffi (de la Universidad de Duke, en Carolina del Norte) ha llamado las «cadenas globales de valor», es decir, las redes internacionales de producción. Pongamos un ejemplo: una empresa vietnamita, cuyo nombre no menciona Richard Baldwin19, produce maquinaria agrícola y cuenta con buena mano de obra, pero la dirección de la empresa deja bastante que desear. En la década de 1990, esta empresa vietnamita llega a un acuerdo con la japonesa Honda en virtud del cual esta última envía ingenieros japoneses cualificados a Vietnam para mejorar la gestión de la empresa, y también les realiza transferencias de tecnología. Esta fusión de conocimientos japoneses y mano de obra barata vietnamita ha convertido a la empresa vietnamita en exportadora de piezas de motocicleta.

Esto mejoró también la posición de la empresa Honda frente a su rival alemana BMW, que, por su parte, respondió aplicando una estrategia similar y pasando a surtirse de piezas para la fabricación de motocicletas en la India. Esto ha creado dos cadenas globales de valor: una encabezada por Honda y otra por BMW. Estas cadenas globales de valor no tienen una base nacional, sino transnacional.

2) El valor se desplaza a los servicios. Es la llamada «curva de la sonrisa». En una cadena de valor típica hay tres fases: a) actividades anteriores a la fabricación: diseño, financiación y servicios organizativos; b) fabricación; y c) actividades posteriores a la fabricación: distribución, marketing, servicios posventa, etc. La fase de fabricación es la que añade menos valor y la que se desplaza a los países en vías de desarrollo, mientras que las fases de pre- y posfabricación son servicios con alto valor añadido que permanecen en los países ricos del Norte. Esto es lo que hace de manera característica Apple: deja la fabricación de sus productos en manos de una empresa radicada en Taiwán, Foxconn, mientras que retiene en Estados Unidos los servicios de pre- y posfabricación, de más alto valor añadido.

La teoría ricardiana de la ventaja comparativa se ha hecho más modular y menos nacional con la Segunda Globalización. Ya no se trata de que un país elabore enteros los artículos que se le da mejor producir e importe el resto, sino que las empresas de los países se encargan de aquellas fases de fabricación en las que tienen ventaja comparativa y deslocalizan las otras (en especial la fase de manufactura del producto).

3) Hay nuevos ganadores y perdedores de la globalización. Cuando las unidades comerciales ya no son países, sino cadenas globales de valor multinacionales, los ganadores y perdedores del comercio internacional dejan también ya de ser países y pasan a serlo esas cadenas globales de valor, al frente de las cuales hay empresas que son el mascarón de proa de esas cadenas globales de valor. Los países que quieren mantener las cadenas globales de valor dentro de sus fronteras tienen todas las de perder frente a aquellos otros países que aceptan la condición transnacional de las cadenas globales de valor. Por ejemplo, Brasil está empeñado en producir motores eléctricos con mano de obra y tecnología brasileñas. Y tiene que competir con China, que también produce motores eléctricos con mano de obra china, pero conocimientos japoneses. Esta mayor especialización hace que los chinos estén ganando a los brasileños en la batalla de producir y exportar motores eléctricos en los mercados internacionales.

Hasta 1990, y en el marco de la Primera Globalización, cuando un país rico del Norte (con mano de obra muy cualificada y elevados conocimientos tecnológicos) comerciaba con un país pobre del Sur (cuya principal baza era la mano de obra barata), el país rico se especializaba en producir y exportar bienes intensivos en tecnología y capital humano, e importaba del país pobre bienes (por lo general agrícolas) intensivos en mano de obra poco cualificada. Los perdedores de la Primera Globalización eran los agricultores de los países ricos, que tenían que competir con los productos agrícolas homólogos más baratos producidos en los países pobres (a menos que existiera una agresiva política proteccionista de los agricultores por parte de los gobiernos de los países ricos, y aun así...).

Con la Segunda Globalización (hacia 1990) se difunden los conocimientos tecnológicos desde los países ricos a los pobres. Y como los conocimientos son bienes en gran medida no rivales (pueden ser utilizados a la vez y sin merma por varios usuarios), los principales ganadores son las empresas tecnológicas de los países ricos, que pueden aprovechar ahora la mano de obra cualificada tanto de los países ricos como la de los países pobres. Con la ventaja de que esta última es más barata e invita a la externalización de la fase de fabricación de los productos a los países en vías de desarrollo.

El estudio de Branko Milanović (Global Inequality. A New approach for the Age of Globalization), publicado en 2016, muestra que los ganadores y perdedores forman una silueta de elefante. Milanović ordena a la población mundial por tramos de cinco percentiles de renta cada uno, desde los más pobres a los más ricos, sin tomar en consideración la nacionalidad de los individuos. En otras palabras, Milanović considera a todos los terrícolas como ciudadanos de un solo país. Los perdedores en la Segunda Globalización son quienes están en torno al percentil 80 de percepción de la renta (es decir, quienes dejan por debajo de sí al 80% de la población mundial), que corresponde a los trabajadores poco cualificados o semicualificados de los países ricos, que ahora tienen que competir con la mano de obra cada vez más cualificada de los países en vías de desarrollo. También han sido castigados, aunque en menor medida, los trabajadores que ya eran pobres y que ocupaban el percentil 40 o menor20. Los ganadores de la Segunda Globalización están siendo la clase media mundial y la elite del Norte.

Pero el «elefante de Milanović» revela un panorama más taraceado. El grueso del elefante (siete décimas partes de la población mundial) representa la nueva clase media global emergente, que ha salido ganando entre el 40 y el 60% de sus rentas reales en este período de veinte años (desde 1988 hasta 2008). Los perdedores comparativos (sólo han ganado menos de un 10% en su renta real en ese período) están entre el percentil 70 y el 85. Aquí ha estado el granero de votos en que ha hozado Donald Trump. Y son los que ya eran muy ricos en 1988 (ese famoso 1% mundial) quienes han visto catapultada su riqueza en estos últimos treinta años. Además, entre 2008 y 2011 el aspecto del «elefante» ha variado algo: la punta de la trompa se ha recortado un poco, mientras que se ha cargado de espaldas. Esto significa que los crecimientos en los ingresos de los más ricos se han moderado y que la clase media mundial (engrosada, sobre todo, por China) ha duplicado sus rentas en este período.

Lo único que parece cierto es que los pobres del mundo se han enriquecido en parte a costa de la clase pobre y media de los países ricos. Lo cual no significa, quede claro, que esta clase media se haya empobrecido en términos reales, sino que sus ingresos han mostrado un crecimiento comparativamente decepcionante si los comparamos tanto con los de los más pobres como con los de los más ricos. La desigualdad ha aumentado dentro de los países ricos, pues el ritmo al que los ricos se han hecho más ricos ha sido más rápido que el ritmo al que ha crecido la riqueza de los pobres y de la clase media. Pero todos en promedio se han vuelto más ricos en los últimos treinta años21.

El expediente de Milanović de considerar a los humanos de uno en uno, ignorando su país de procedencia, elimina la distorsión que introduce el muy distinto peso demográfico que media entre los pocos gigantes asiáticos con una pujanza económica descollante en las últimas décadas (China e India, ante todo) y los muchos países pigmeos africanos (como Guinea-Bissau, con millón y medio de habitantes y un desempeño económico más bien asténico). Mientras China e India sigan creciendo a las tasas de los últimos años, continuará engrosándose la clase media global y podrán ser ciertas a la vez tres afirmaciones que, tomadas en conjunto, parecen conformar una paradoja: que la desigualdad económica está creciendo dentro de los países y entre ellos, pero que a la vez está reduciéndose la desigualdad económica entre todos los habitantes del planeta22.

4) La globalización se desboca y es poco controlable por políticas económicas de rango nacional. La Primera Globalización era más manejable por los gobiernos de los países mediante la suavización de las caídas arancelarias decretadas por el GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio) y luego por la OMC (Organización Mundial del Comercio), amortiguando esa rebaja arancelaria mediante su espaciamiento a lo largo de varios años. Pero la Nueva Globalización es menos dócilmente encauzable por parte de los gobiernos, dado que se basa en avances en las tecnologías de la información y la comunicación emprendidas por empresas privadas multinacionales con ánimo de lucro23.

Los países crecen ahora, bajo la Nueva Globalización, de una forma distinta a como crecían con la Vieja Globalización. En esta última se trataba de tener empresas industriales que integraran en su interior toda la cadena de producción y pudieran vender sus artículos en una amplia gama de mercados internacionales, lo que les permitiría exprimir el jugo a las economías de escala. En la Nueva Globalización, un país puede crecer de una manera más oportunista y modular: integrándose en una cadena global de valor y ocupando seguramente, al menos en los primeros compases, la fase de producción, que es la que genera menos valor añadido. Después, y con las transferencias de tecnología que recibe de las empresas de otros países encuadradas en la misma cadena global de valor, puede esperar expandirse a las fases de pre- y posfabricación, con más alto valor añadido.

La Segunda Globalización se basó en juntar dos ventajas comparativas: los países ricos del G-7 tenían ventaja comparativa en conocimientos, mientras que los países emergentes del Sur tenían ventaja comparativa en el trabajo. Pero esta unión se verificó trasladando flujos de conocimientos del Norte al Sur, no flujos de trabajadores del Sur al Norte. Al confluir en los países emergentes mano de obra y conocimientos, pudieron producir y exportar una gigantesca plétora de nuevos artículos sofisticados que no hubieran podido elaborar con sus conocimientos tecnológicos propios. Los beneficiarios de esta confluencia de ideas tecnológicas punteras y mano de obra barata han sido unos pocos países en vías de desarrollo (no todos los países en vías de desarrollo), y hablamos señaladamente de China e India, cuyas poblaciones conjuntas suponen más de un tercio de la población mundial. La entidad demográfica de estos dos gigantes asiáticos es lo que ha hecho posible que su crecimiento meteórico en los últimos tiempos (China desde finales de la década de 1970; India, en la década de 1990) haya propiciado una reducción de la desigualdad económica a escala planetaria. En esto ha consistido la Gran Convergencia traída por la Segunda Globalización.

¿No deberíamos estar lanzando cohetes de alegría a la vista de todo lo dicho con anterioridad? Pues no, lejos de eso, el pesimismo es lo que más cunde, en especial entre los doctos. Como dice Pinker (p. 39), los intelectuales progresistas odian la idea de progreso, aunque luego hagan uso de sus frutos sin mala conciencia: emplean ordenadores en vez de pluma y tintero, se operan con anestesia, consultan la Wikipedia, viajan en avión, etc. Corres el riesgo de pasar por un panoli desinformado si vas de optimista por el mundo; en cambio, los pesimistas lo tienen fácil para sentar plaza de personas cultas y avisadas sin hacer el menor esfuerzo por documentarse acerca de cómo va el mundo24. Más de lo mismo: los experimentos demuestran que los críticos que se muestran despiadados con los libros que comentan son percibidos como más competentes que aquellos otros que los alaban o hacen de ellos apreciaciones más benevolentes. El pesimismo parece intelectualmente más serio y cabal que el optimismo. Pero, para ser del todo justos con los hechos, esta inclinación al pesimismo no es sólo oportunismo facilón, que también, sino el resultado de ciertos sesgos cognitivos que los economistas conductuales nos han enseñado recientemente a identificar.

Uno de estos sesgos profundos a cuya merced estamos es la aversión a las pérdidas. Para ilustrarlo tomemos un inteligente, como suyo, artículo de Javier Marías. En él hablaba de una macroencuesta llevada a cabo y publicada por el diario El País con motivo de la celebración del Día de la Mujer el 8 de marzo de este año. El titular elegido por el periódico era «Una de cada tres españolas se ha sentido acosada sexualmente». Marías hacía notar que el verdadero titular tendría que haber sido que dos tercios de las mujeres españolas nunca se han sentido sexualmente acosadas. Pero no. El diario El País, como todos los diarios y todos los periodistas, prefirió resaltar el lado negativo de la noticia, que tiene más pegada emocional, que el lado positivo, mucho más insulso y sin relieve para el público. Esto ilustra bien nuestro sesgo de aversión a las pérdidas: damos más importancia a la mala noticia de que un tercio de las españolas se hayan visto acosadas alguna vez que a la buena noticia de que dos tercios de las mismas no lo hayan sido nunca, y esto aunque ambas noticias sean formalmente idénticas. La conclusión práctica es que, si hacemos caso a la prensa, los informativos o Internet, concluiremos, llevados por este sesgo de aversión a las pérdidas, que el mundo cada vez va a peor. Cuando estamos viendo que lo cierto es justamente lo contrario.

El sesgo de disponibilidad, por su parte, nos conduce a hacer una valoración subjetiva de la probabilidad de un suceso por la presteza con que acuden a nuestra memoria sucesos de la misma especie. Esto nos hace evaluar como más probables los acontecimientos más espectaculares, aunque su frecuencia real sea mucho más baja. Este sesgo de disponibilidad nos arrastra a considerar casi seguro que un político cualquiera, a quien no conocemos de nada, sea corrupto, porque tenemos la cabeza saturada de noticias en primera plana de casos de corrupción política. También pensaremos que la vida sentimental de las estrellas de Hollywood es más turbulenta de lo normal porque recordamos con facilidad casos sonados de divorcio o separación entre ellas. Tememos más las muertes por avión que las ocurridas en coche, aunque la cifra de las primeras sea insignificante comparada con la de las segundas. Lo espectacular y malo gana la partida en nuestro cerebro a lo discreto y bueno. De modo que la mezcla del sesgo de aversión a las pérdidas (que nos hace subrayar lo malo con más intensidad que lo bueno) y el sesgo de disponibilidad (que nos lleva a juzgar como más frecuente lo que recordamos con más facilidad) es letal para la creencia en cualquier forma de progreso.

Otra cosa que nos inclina a magnificar el esplendor de los tiempos pasados, y a denigrar los presentes, es que tendemos a confundir el declive de nuestras facultades en el decurso del tiempo con un declive del mundo en su conjunto. Pensamos que los tiempos de nuestra juventud eran mejores sencillamente porque estábamos en espléndidas condiciones para disfrutarlos. Por otro lado, como dijo Hobbes, reverenciar la antigüedad y deplorar los tiempos modernos nos hace aparecer más solícitamente preocupados por nuestros coetáneos, lo que nos hará ganar puntos en su estima (sin perder la de los difuntos, que no tienen ya nada que decir), de modo que es una apuesta segura. Después de todo, nosotros competimos con los vivos, no con los muertos.

Qué duda cabe de que el pesimismo tiene su lado positivo: resaltar los males que aún nos afligen contribuye a reducirlos, aunque esos males fueran considerados habituales en tiempos pretéritos más encallecidos moralmente. Pinker (p. 49) recuerda que el acoso escolar era visto en su infancia como algo normal, casi como un rito de paso a la edad adulta; y nunca llegó a imaginar que un presidente de Estados Unidos, como Barack Obama en 2011, llegaría a ocuparse en uno de sus discursos de las indeseables secuelas de estas perfidias infantiles y juveniles. Deplorar el acoso escolar significa que nuestros estándares morales se han vuelto más exigentes, no que el mundo vaya peor que nunca.

Si tuviera que clasificar la obra de Steven Pinker en alguna categoría, no dudaría en considerarlo un ensayo filosófico, pues aborda una cuestión muy presente en la filosofía y en la que su libro tiene siempre puesto el foco: «¿Existe el progreso moral?» Ahora bien, no cabe duda de que hay que añadir a renglón seguido que se trata de un ensayo filosófico atípico. Pinker es un yonqui de los datos, como lo son los cuatro economistas que lo acompañan en esta reseña. Pero si es normal, y hasta esperable, que un economista se hunda hasta el corvejón en bases de datos, no es esto lo más habitual en los dominios de la filosofía. Todo lo contrario, en filosofía lo que más abunda es la especulación más o menos a neurona libre, sin disciplina empírica alguna. Esto puede estar cambiando, pues en tiempos recientes existe una corriente dentro de la filosofía que aboga no sólo por el uso de observaciones y datos, sino por algo incluso más ambicioso: por la necesidad y oportunidad de llevar a cabo experimentos para resolver asuntos filosóficos.

En cuanto ensayo filosófico, el de Pinker es modélico y tal vez anuncie que en el futuro se prodigarán los libros de filosofía cortados por este patrón, en los que se acude a los datos y a su tratamiento estadístico como principal munición para resolver preguntas filosóficas, y no tanto a la especulación teórica más o menos afortunada y basada, a lo sumo, en ejemplos y anécdotas. Después de todo, una anécdota es una muestra de un solo caso, y de aquí poca enseñanza puede extraerse acerca de la población de que se trate. Por otra parte, el análisis de datos es un área floreciente de investigación, impulsada por el recio viento de cola de las nuevas tecnologías de la información. Pero, desde luego, la tendencia al progreso moral y material de los últimos años, por muy empíricamente documentada que esté, no autoriza a nadie, como bien sabe Pinker, a posar de futurólogo para vaticinar que esa tendencia se mantendrá incólume en el porvenir, sin altibajos ni marchas atrás.

Tras dejar correr torrentes de datos en la segunda parte de su libro, Steven Pinker dedica la tercera y última parte de él a una forma de argumentar más tradicionalmente filosófica, en la que se esmera, con sus muy considerables artes retóricas, en convencernos de que todas las bendiciones traídas por el progreso moral y material (y que ya ha documentado profusamente con anterioridad) han sido suministradas por las luces de la Ilustración europea del siglo XVIII y por sus tres escarapelas más significativas: la racionalidad, la ciencia y el humanismo. Aquí es donde se amontonan, como era de esperar, las afirmaciones más litigiosas y controvertibles de toda su obra.

Una de ellas, y en la que me centraré en exclusiva, es la defensa del realismo moral, la posición en que se defiende que los juicios morales pueden ser objetivamente verdaderos o falsos («moral statements may be objectively true or false», p. 429). Lo cierto es que ya en Los ángeles que llevamos dentro había mantenido que «las verdades morales están ahí para que las descubramos, igual que descubrimos las verdades de la ciencia y las matemáticas» (p. 903). Entre los realistas morales cuyo apoyo recaba, Pinker cita a Derek Parfit, cuyo libro On What Matters ha sido objeto de reseña reciente en esta revista. Jorge Mínguez, el reseñista, señala algunas de las dificultades del realismo moral, que, no obstante, defiende tan acérrimamente como el filósofo al que reseña.

Uno de los inconvenientes del realismo es que nos involucra, en apariencia fatalmente, con una metafísica de lo más estrafalaria e incómoda: la de Platón. He aquí algunos juicios morales que pueden parecernos «verdaderos», acompañados de sus correspondientes oraciones prescriptivas:

«La pena de muerte es mala» («Debe abolirse la pena de muerte»)

«La educación es mejor que la ignorancia» («Debe fomentarse la educación entre la gente»).

¿Existen «hechos morales» correspondientes a estas afirmaciones? ¿Existen en absoluto «hechos morales»? Una posibilidad es que existieran en el mundo sensible, como los hechos de que la nieve es blanca o la sangre es roja. Pero David Hume ya nos advirtió en el siglo XVIII de que las oraciones descriptivas (o enunciados) son de naturaleza diferente de las oraciones prescriptivas, y que estas últimas no pueden derivarse de las primeras. Pretender hacerlo es incurrir en la famosa «falacia naturalista». Sólo los enunciados pueden ser verdaderos o falsos. Las oraciones prescriptivas («Debe abolirse la pena de muerte», «Debe fomentarse la educación») no pueden ser ni verdaderas ni falsas, como tampoco lo son las oraciones interrogativas («¿Qué hora es?») o las oraciones imperativas («Salga de este despacho»).

No hay hechos morales descritos por oraciones morales. Al menos no los hay en el mundo sensible. Pero podría haberlos en un mundo suprasensible, que es lo que sugiere Platón, con todo lo embarazosa que, como digo, resulta la metafísica del mundo suprasensible, con sus entidades eternas, inobservables, inmóviles y desprovistas de cualquier otra característica física, como peso, tamaño, olor, sabor o textura.

Platón se oponía al relativismo moral de los sofistas griegos, y eso le hizo caminar claramente demasiados pasos en la dirección opuesta hasta llegar a afirmar que las verdades morales eran verdades necesarias, como las de la lógica o las matemáticas. Verdades en todos los mundos posibles, dicho en la jerga de los lógicos modales, no únicamente en el mundo de experiencia que tenemos delante. Pinker es también realista, y me temo que camina igualmente demasiados pasos en dirección contraria al relativismo, hasta cometer errores categoriales de bulto, como sostener que existen verdades morales parecidas a las de la ciencia o las matemáticas. El solo hecho de equiparar las verdades de las ciencias empíricas con las de las matemáticas revela un descuido impropio de alguien tan sofisticado intelectualmente como Pinker. Las verdades de las ciencias empíricas (física, biología, etc.) son verdades contingentes, cuya negación no constituye una contradicción (una descripción de algo imposible), mientras que las verdades de las matemáticas y la lógica son verdades formales y necesarias: no se refieren a hechos, y su negación sí constituye una contradicción.

Derek Parfit es consciente de los embrollos que supone hablar de «verdades (empíricas) morales» y propone abandonar la noción de verdad como correspondencia con los hechos, de raigambre aristotélica, cuando se abordan asuntos morales; pero en plena huida hacia delante sugiere algo todavía más disparatado: que hablemos de que los juicios morales son verdaderos en el mismo sentido en que lo son los enunciados matemáticos, verdaderos necesariamente, verdaderos de forma que su negación es contradictoria, verdaderos en todos los mundos posibles.

La metafísica es un fangal surcado por multitud de rutas argumentativas que se entrecruzan y no llevan a ninguna parte. En metafísica, nunca se ha podido demostrar, ni refutar, cosa alguna. De modo que todo cuanto rescatemos de la metafísica para intentar reformularlo en un lenguaje diferente, susceptible en principio de confirmación o rechazo, bien rescatado estará. Parfit rechaza la noción de verdad como correspondencia para escapar de la estrambótica metafísica platónica, pero lo hace a costa de caer en una salida de pata de banco todavía más estruendosa: la de considerar que los juicios morales encierran una verdad tan apodíctica como la de las matemáticas o la lógica. ¿Hay forma de esquivar el relativismo moral sin incurrir en este desliz (en el que, por cierto, también se columpia Pinker)? En el siguiente apartado aventuro una posible salida del enredo, quizá tan sólo un esbozo de solución que demanda a todas luces un desarrollo en mayor profundidad, pero que tiene el mérito, cuando menos para mí, de no resbalar en legamosas aseveraciones metafísicas ni tampoco en desaforadas ocurrencias, como la de que existen verdades morales necesarias.

El aprendizaje moral de un niño ocurre en lo fundamental a través del ejemplo de la conducta de sus mayores, y sólo ocasionalmente mediante los juicios morales explícitos que éstos le hacen llegar. Esta enseñanza moral es, en un primer momento, consciente y explícita para el niño, pero no tarda mucho, apenas resulta sobreaprendida, en convertirse en algo tácito e implícito para él. Igual que sucede con tantas otras cosas que se asimilan de manera atenta y racional en un primer momento para después convertirse en rutinas y automatismos: andar, subir una escalera, hablar la lengua materna, escribir en un teclado, etc. Y, alcanzado este punto del sobreaprendizaje, es mejor dejar fuera la racionalidad: una habilidad muy entrenada se ejecuta mejor cuando se hace inconscientemente.

También las enseñanzas morales, conscientemente aprendidas en un primer momento, se convierten en automatismos, en intuiciones morales. Así queda reconocido –involuntariamente, eso sí‒ en el que pasa por ser el modelo más acabado de moral racionalista: el de Kant. En uno de los escasos, y afortunados, ejemplos que Kant condescendió a dejarnos, se nos plantea el dilema de un individuo encargado de cumplir las últimas voluntades de un moribundo, que le confía en sus disposiciones testamentarias (en la más estricta intimidad, sin conocimiento de terceros) un depósito de dinero que ha de hacer llegar a sus legítimos herederos. Una vez muerto su amigo, el albacea se debate con la disyuntiva de quedarse con todo o parte del dinero o entregárselo a sus destinatarios, que andan sobradísimos de él, hasta tal punto que dárselo sería «como arrojarlo directamente al mar». El albacea sopesa con afán los pros y los contras de cada uno de los cuernos del dilema, calculando ventajas, inconvenientes y probabilidades como haría un utilitarista. Frente a esta manera racional de proceder, Kant propone acudir a la voz del deber, al dictamen alto y nítido de los principios morales: «Pregúntese ahora si en tales circunstancias podría considerarse permitido el uso de ese depósito en provecho propio. Sin duda alguna, el interrogado responderá: “¡No!”. Y, en vez de invocar toda clase de razones, se limitará a decir: “Es injusto”, esto es, se opone al deber. Nada más claro que esto»27.

Tal parece que, tras el obligado entrenamiento inicial, los preceptos morales acaban por convertirse en intuiciones morales, que acuden con presteza a nosotros para resolver problemas de conducta, y ya sin necesidad de reflexión moral alguna28. Esto, de ser así, resultaría perfectamente congruente con lo que se nos enseña desde la economía del comportamiento. Lo que sucede es que ciertas convicciones morales se afincan tan hondamente en nuestro inconsciente (individual y colectivo) que, tras un período de escrutinio racional, se convierten en automatismos, en creencias inconscientes. Pasan de ser ideas a ser creencias, como diría Ortega y Gasset29. Todo lo que ocupa el costoso sistema racional (el Sistema 2 de Daniel Kahneman), lo ocupa fugazmente y su destino es acabar en el mucho más frugal sistema intuitivo (el Sistema 1). Allí quedan ancladas, como parte de un paisaje moral ya sobreentendido y unánimemente compartido, creencias que en su momento fueron innovaciones morales consciente y deliberadamente propuestas por individuos concretos; y moran en ese cálido claustro inconsciente, desligadas ya en la mayoría de los casos de sus impulsores iniciales. De modo que los sedicentes «hechos morales» no habitan en un mundo platónico inteligible, ni tampoco en el mundo sensible, sino que son nada más, y nada menos, que intuiciones morales que se dan por sentadas y en las que no reflexionamos por más tiempo. A las intuiciones morales «se las da por hechas», pero no son hechos, ni en el mundo de experiencia sensible ni en el suprasensible. Las normas moralmente aprendidas se convierten en sagradas, es decir, adquieren vigor normativo, cuando se han vuelto ya inconscientes intuiciones morales; y apartarse de esa conducta sobreaprendida nos produce una profunda extrañeza y una aversión visceral, como si de cometer un sacrilegio se tratara.

Claro que esto deja en apariencia sin resolver el problema del relativismo, que es para muchos filósofos morales, Pinker incluido, la auténtica bête noire. ¿Por qué no pensar que diferentes comunidades de individuos puedan tener diferentes inconscientes colectivos y alojadas en ellos diferentes culturas morales? De hecho, tal cosa es lo que ocurre, pero sobre todo desde el siglo XVIII en adelante, y merced en buena medida a las mayores facilidades en los transportes y las comunicaciones, las diversas culturas morales han llegado a conocerse cada vez mejor entre sí, han dejado de verse como extrañas y hostiles, o irreconciliables por principio, y ha empezado a abrirse paso una moral universal del respeto, en la que han ido coagulándose los derechos y deberes que todo hombre tiene frente a cualquier otro de su especie, y por este simple hecho de pertenecer a la misma especie. Esta suerte de globalización ética se ha sobreimpuesto a las costumbres locales de cada cultura, sin entrar por ello por fuerza en confrontación con ellas. Esta moral fría del respeto ha nacido para convivir con las morales cálidas de las diversas comunidades humanas culturalmente diferenciadas, y también para exigir prioridad sobre ellas30. Expresado rawlsianamente, lo correcto está llamado a prevalecer sobre las diversas concepciones del bien que puedan tener individuos o grupos de individuos.

Esta moral fría se ha alimentado de innovaciones culturales racionalmente meditadas, que en su momento fueron vistas como en exceso «avanzadas» o iconoclastas, pero que después consiguieron pasar el filtro de la selección cultural y se han asentado en el inconsciente colectivo de una parte cada vez más amplia de la humanidad. Que estas innovaciones morales hayan procedido en la mayor parte de los casos de la cultura euroamericana no ha impedido a la larga su aceptación en otros predios culturales. Lo ocurrido con los derechos humanos ilustra cuanto acabo de decir. A pesar de las reiteradas acusaciones sobre su condición eurocéntrica, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 fue apoyada por China, India, Tailandia, Birmania, Etiopía y siete países musulmanes31. Hoy su radio de aceptación se ha dilatado y así viene haciéndolo con cada nueva generación. El progreso moral consiste en buena medida en la conversión de altisonantes y solemnes declaraciones de derechos humanos en silentes convicciones éticas consabidas y compartidas por un número creciente de habitantes del planeta. A esta globalización creciente de la moral fría del respeto han contribuido decisivamente los avances tecnológicos en el transporte, la información y la comunicación, que han abierto los apriscos culturales cerrados en que hasta fechas recientes ha vivido la especie humana.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






Entrada núm. 4607
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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

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