El escritor David Vicente (1974) ha ganado el XLVIII Premio Internacional de Novela Corta “Ciudad de Barbastro” con su obra titulada Isbrük, que acaba de publicar la editorial Pre-Textos. Isbrük, en palabras de Carmen Valcárcel –presidenta del jurado–, se nutre de la mejor tradición del relato breve, pero con un largo recorrido narrativo. Cada uno de los diferentes puntos de vista que compone esta historia se convierte en una punzada que permanece en el corazón del lector.
Anja y Andreas se trasladan a Isbrük, un pueblo de pescadores, con la esperanza de reencontrarse el uno al otro y cada uno a sí mismo. Pero Isbrük no es un lugar para reencuentros, sino más bien un decorado, que se nutre de hombres pez y mujeres de hombres pez que han sido ya tragados por las aguas de su propia desesperación.
David Vicente construye a través de un estilo conciso, casi minimalista, dominado por una prosa poética, cargada de metáforas e imágenes simbólicas, una especie de tragedia moderna en la que la soledad acaba siendo un viaje de ida y vuelta para sus protagonistas: «Todas las mujeres de la familia desde hace generaciones han acabado locas. Locas y solas. O solas y locas. No estoy segura. Quizá todas deshidrataron tomates como punto de partida».
Mi amigo Alberto Atienza, periodista y escritor mendozino que habita al pie del Aconcagua, muy lejos de estas queridas islas atlánticas que me acogen, ha escrito una hermosa reseña de Isbrük que no me resisto a subir al blog. Espero que su lectura les lleve hasta la de Isbrük sin solución de continuidad. Conmigo lo ha hecho, y estoy seguro que merecerá la pena.
El mar es otro universo, comienza diciendo Alberto Atienza. Días y noches de horizontes en olas. Navegar, desde el mágico instante en que el barco nace de nuevo. Cuando de a poco despega de la posesiva tierra. Es el momento en que el marino, comienza a transmutar su alma. Ese camino de profundidades. Días que parecen todos iguales y son siempre distintos. Las mil caras del mar. El viento que moja y canta “soy tu hogar…soy toda tu vida” Es imposible ante la cercanía del mar, no sentir su milenario influjo. Al montañés, al urbano, le dice “soy la puerta al mundo”. Y al pescador, al capitán de ultramar no les habla. Ellos ya son el mar. Para siempre. Un destino inexorable que nada puede deshilar.
Isbrük, un pequeño puerto pesquero es la breve escenografía en la que se mueven los personajes, de intensas vidas, silenciosas vidas, que invocaron al escritor David Vicente para corporizarse en su sorprendente novela. Obra que ingresa casi con un lenguaje propio, en el mundo de las letras. Claro que el idioma empleado es el español. Tratado con cuidado. Pero, manejado de modo sucinto. El idioma le obedece a Vicente. Alumbra los sentimientos. El planeta interno de los humanos de la obra es condensado, doliente, con el tenue brillo de pocos buenos recuerdos. Por momentos envuelve al lector un clima carente de adjetivación. Anja, la mujer casi no descripta, sin afeites ni atuendos. Ella, con hielo en su alma, solo equivalente al blanco corazón de los témpanos, con una ronda de muerte abierta por su madre. Y nunca cerrada. Ella, se ve a través de las parcas letras como una mujer de rara belleza. Aparece, sin metáforas ni retratos, como una fémina atractiva, de rostro un tanto tosco, pero que se espeja, sugestiva, por el deseo sexual. Una sola vez elige una prenda especial y un poco se maquilla. Es una ocasión que, como contrapartida, la encuentra enflaquecida en extremo.
El concierto de instrumentos disonantes en su interior, lo fatídico, la soledad, la fuga de la alegría, la distancia y el acercamiento con Andreas, su esposo, hombre con más de mar que humano. Anja, un personaje muy logrado. Más que eso, aparece como una persona. Inevitablemente, genera en el lector, un abrigo piadoso. Uno, página a página, desea lo mejor para ella. Cautiva, en un telar enredado, mujer sensible, directa.
Andreas, apenas esbozado por los sentimientos de Anja, por su pensar, por el extrañamiento, de pronto adquiere voz propia. Sorprende lo profundo de su frustrado contacto, difícil de sobrellevar, con Luissa, hija de ambos. Y también conmueve en un rol de padre real, verídico, con afectos muy fuertes, pero inmóviles. El mar se adueña cada vez más de él. Y Andreas, como si navegara al garete, se aleja de Anja, que lo reclama.
Vicente plantea una dura economía en el uso del idioma. Esa exigente selección le sirve para trasladar, por momentos toda la fuerza de la acción, al alma de sus criaturas.
Sin buscar analogías, Isbrük, es un pueblo nunca descripto, con paisajes borrosos y el gran ciclorama del mar que, como a Andreas, lo contiene. El caserío, en un recurso que apenas se advierte como animismo, formula su alegato. Surge la visión de una suerte de purgatorio. Distinto al bíblico. Atípico. En la tierra. Adosado al océano. Ahí, tarde o temprano, todos descubren sus destinos.
Tobias, hombre joven, sin ataduras con el mar, despierta, de pronto, al inefable amor de pareja. Detrás de ese cielo aparecen nubes. Tobías descree de ellas hasta que el aguacero del dolor lo inunda.
Olträf y Hakon, aunque no trascendentales en la historia, distan mucho de ser unos meros personajes episódicos. Sus espíritus forman indisoluble parte de ese pequeño y gran mundo que, ¡cuidado!, puede tener más vecinos. Como el autor dice en una suerte de anatema literario. O, acaso una verdad: “Puede que tú también habites en Isbrük y no lo sepas”
Difícil escribir una novela sin caer en la influencia de moldes, arquetipos o ciertas modas pasajeras. Cuesta romper los formatos que desde la Biblia, pasan por el “El Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha” (esa estructura, perenne, blindada por la genialidad). Ardua tarea hacer que la prosa deambule entre la vida y la muerte sin evocar a Juan Rulfo, en “Pedro Páramo”. Vicente lo logra. El evanescente sendero que transitan sus seres es de ellos. Nació con ellos. Y con ellos se irá.
Dueño de la novela, Vicente la califica al final como una “farsa”. Disiento con el autor, aunque eso acaso no sea importante. Pero permítaseme que inscriba que una novela es eso, lo que el nombre indica. Y una farsa, es otra cosa. Para empezar, la farsa, desde sus orígenes, anidó en el teatro. Hay que admitir que la escena, con sus tablas, con Moliere, con la Comedia del Arte al aire libre, con piezas anónimas pero bellísimas y muy cómicas, como “La farsa de Patelín” adquirió una entidad puramente teatral. Los especialistas exigentes no consideran a la farsa un género. Pero eso es harina de otro costal.
Lo de Vicente es una novela de búsqueda propia. Búsqueda y encuentro. Indiscutible obra de la novelística. De excelente calidad y clima. Sostiene la atención. Sorprende aunque sin el empleo de grandes prodigios. Excepto uno, el retorno de Andreas, en más alma que cuerpo. Otro ser Andreas y a la vez, el mismo de antes. Una conmovedora toma de conciencia, despedida unilateral y definitiva.
Vicente Invita al lector a mundos internos, atrapantes, ciertos y a la vez fantásticos. Y que, él autor lo insinúa, están ahí no más. Acaso, esperándonos, a la vuelta de la esquina.
1 comentario:
Parece bueno ...
Publicar un comentario