viernes, 3 de febrero de 2023

De la natalidad como esperanza del mundo

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la socióloga Olivia Muñoz-Rojas, va de la natalidad como esperanza del mundo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.









Matilda y Pinocho
OLIVIA MUÑOZ-ROJAS
31 ENE 2023 - El País

“Dice mamá que soy un milagro”. Con esta frase cantada en off y la imagen de un bebé de pocos días en su cuna abre la versión cinematográfica del musical Matilda, adaptado a su vez del famoso libro homónimo de Roald Dahl. Un milagro es también Pinocho, el muñeco de madera que cobra vida en el último largometraje de animación fotograma a fotograma de Guillermo del Toro, recientemente galardonado con un Globo de Oro y que se inspira en la clásica novela de Carlo Collodi. Con cada nacimiento, pensaba Hannah Arendt, hay un nuevo comienzo, una nueva posibilidad de acción sobre la esfera humana. Escribía Arendt en La condición humana: “El milagro que salva al mundo (…) de su ruina normal y ‘natural’ es en último término el hecho de la natalidad”. Y concluía: “Esta fe y esperanza en el mundo encontró tal vez su más gloriosa y sucinta expresión en las pocas palabras que en los evangelios anuncian la gran alegría: ‘Os ha nacido hoy un niño”. No hace tanto que celebrábamos la Navidad y, sin embargo, en estos momentos de pesimismo generalizado en los que llega incluso a cuestionarse el sentido de continuar procreándonos, sugerir que cada nacimiento implica un nuevo inicio y con ello la posibilidad de cambiar el mundo constituye casi una expresión política radical.
Si Matilda nos cuenta la historia de una niña de prodigiosa inteligencia y creatividad a quien sus padres consideran todo menos un milagro, Pinocho, esculpido por un Geppetto ebrio, desde el dolor y la rabia por la pérdida de su adorado hijo Carlo, nos habla de ese abrupto llegar al mundo, aprender sus reglas… y desobedecerlas cuando su fin es aplastarnos. No es casualidad que tanto Dahl en su novela original como Del Toro en su adaptación de la novela de Collodi sitúen sus historias en lugares y tiempos evocadores de los fascismos del siglo XX. El colegio Crunchem Hall (un juego de palabras que en inglés significa “Aplastémoslos a todos”) al que acuden Matilda y sus compañeros no es tan distinto del campo de entrenamiento militar de las Juventudes Fascistas al que el oficial Podestà (personaje inventado por Del Toro) lleva a su hijo Polilla junto con Pinocho y otros chiquillos. A través de la disciplina y la violencia física, ambas instituciones están diseñadas para someter a los niños, destruyendo aquello que los hace únicos a cada uno y diversos como grupo. Nos recuerda el filósofo de la educación Jan Masschelein que Arendt, en su famoso estudio sobre el totalitarismo, planteaba “que existe una conexión entre el terror totalitario y la destrucción de la novedad y la alteridad contenidas en el nacimiento”.
Pues la voz del infante, paradójicamente, el que no habla, es la voz inocente de quien observa el mundo por primera vez, libre de prejuicios. Si Pinocho simboliza al niño que aprende a través del ensayo y el error, la experiencia en suma, Matilda, que parece educarse sola, representa una suerte de infancia ilustrada. Es su ávida lectura la que le abre las puertas a mundos que ni sus padres conocen (lo que hace que la desprecien aún más). Sea por la vía de la vivencia o del conocimiento, tanto Pinocho como Matilda concluyen que las reglas que rigen la esfera humana no siempre son justas y que, en ocasiones, lo justo es desobedecerlas. “A veces hay que ser un poco más que traviesa”, canta Matilda, utilizando todo su ingenio y sus capacidades especiales (la telequinesis) para poner en evidencia a sus padres y resistir a la señorita Trunchbull. Del ingenio y del humor, se sirve también Pinocho para inventarse su propio guion el día en que el mismísimo Mussolini —Il Duce, a quien Pinocho llama Il Dolce y Sua Excremenza— acude a ver la representación de marionetas del conde Volpe que el muñeco humano protagoniza. Que la desobediencia tome formas lúdicas no quiere decir que no pueda tener consecuencias trágicas, pues si hay algo que no entiende el poder tiránico es precisamente el humor. Tras la función, Il Dolce ordena disparar a Pinocho, que muere una vez más… para volver a resucitar tras su obligado paso por los aposentos del Hada de la Muerte.
Justamente a ella es a quien Pinocho más adelante pide poder romper las reglas, ya no de la esfera humana, sino la del más allá. Cuando, buscándolo, Geppetto está a punto de ahogarse en el mar, Pinocho le pide al Hada que le deje regresar al mundo antes del tiempo que marca el reloj de arena para poder salvarlo. El Hada accede finalmente, apremiándole: “Haz que merezca la pena”. En la noción de una desobediencia responsable, un romper las reglas que no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar algo que se considera justo, consistiría la maduración de la rebeldía. Es así como Matilda y Pinocho nos invitan a visualizar y reflexionar sobre la fuerza política de la infancia.


























[ARCHIVO DEL BLOG] Stalin en su mundo. [Publicada el 08/06/2015]











La verdad es que resultan incomprensibles las querencias que una personalidad como de la Iósif Vissariónovich "Stalin" sigue despertando entre algunos intelectuales de izquierda en esta nuestra Europa del primer cuarto del siglo XXI. 
Que eso ocurriera en mayo de 1945, tras las entrada y conquista de Berlín por el Ejército Rojo, resulta del todo comprensible. Como cuenta el historiador Arthur M. Schlesinger, Jr., en el prólogo del libro de Susan Butler "Querido Mr. Stalin" (Paidós, Barcelona, 2007), del que hablé en extenso en mi entrada de septiembre del pasado año titulada "Realpolitik". El propio presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt y el primer ministro británico Winston Churchill, a pesar de mantener la opinión de "la Unión Soviética era una dictadura tan absoluta como cualquier otra del mundo", reconocieron sin paliativos lo que las democracias debían al Ejército Rojo en la derrota de Hitler, y que el "Día D" no hubiera sido posible si Stalin no hubiera retenido a la mayor parte del ejército nazi en el frente oriental de Alemania. 
Pero menos concebible resulta que muchos de esos intelectuales europeos siguieran creyendo en él una vez que, con cuentagotas, se fuera filtrando en Occidente el contenido del demoledor Informe Secreto que el secretario general del partido comunista de la Unión Soviética, Nikita Khrushchev, presentó el 25 de febrero de 1956 ante el XX Congreso del PCUS, y menos aun que sigan manteniendo esa misma postura hoy. 
Hace unos días me vi envuelto en una de esas querellas estúpidas que se dan en las redes sociales, especialmente en el Facebook, a resultas de un artículo publicado en El País por el historiador y catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales de la Universidad Complutense de Madrid, el profesor José Álvarez Junco, titulado "El otro monstruo". La culpa es mía, evidentemente, por entrar al trapo de los comentarios suscitados por el artículo del profesor Álvarez. Uno no aprende a pesar de la edad y a pesar, también, de compartir el dicho de que sabe más el diablo por viejo que por diablo, Pero ni por esas... Salí escaldado una vez más y con firme propósito de enmienda, pero como el espíritu es débil (la carne, mejor ya ni mencionarla) aquí estamos de nuevo, reincidiendo.
El artículo del profesor Álvarez Junco no puede negarse que comienza golpeando donde más duele: El otro día recordé sin lamentarla- dice- la muerte de Hitler, ocurrida hace ahora 70 años. Hoy toca hablar del otro personaje que compartió con él el dominio del tablero europeo y que, tras derrotarle en “la Gran Guerra Patria”, disfrutaba en esos mismos días de su momento de máxima gloria. Me refiero a Iósif (José) Vissariónovich Stalin; para los amigos, Koba. Lo primero que debe decirse sobre Stalin -continúa diciendo- es que, al igual que Hitler, fue un loco; un loco asesino. Millón más, millón menos, eliminó al mismo número de personas que el jerarca nazi y con métodos parecidos: los fusilamientos y los campos de concentración; con la diferencia de que en los de Stalin los prisioneros no eran inmolados en cámaras de gas al poco de llegar sino que, tras una supervivencia media de cinco años, morían a causa de los trabajos forzados, el frío o el hambre. El número de reclusos de los “campos de trabajo correctivos” (Gulag) superó los diez millones, y los muertos los dos millones. Aquellos campos fueron creados para los antiguos aristócratas, los kulaks (campesinos medios opuestos a la colectivización), el clero ortodoxo, los delincuentes comunes y, sobre todo, los disidentes políticos. Sobre estos últimos, solo en las “grandes purgas” de 1936-1938 hubo 1,3 millones de detenidos, de los que unos 700.000 acabaron ejecutados. En total, los fusilados bajo Stalin ascienden a un millón, como mínimo, que se eleva a cuatro si se añaden los muertos en campos de trabajo y en deportaciones masivas de población. Doy cifras conservadoras, multiplicadas por dos o más por algunos historiadores... Pueden seguir ustedes si lo desean leyéndolo en el enlace de más arriba. 
Curiosamente, por esos azares de la diosa Fortuna (de la que soy ferviente devoto) recordé haber leído el pasado mes de abril en Revista de Libros una magnífica reseña del historiador e hispanista estadounidense Stanley G. Payne, catedrático en la Universidad de Wisconsin-Madison, con el mismo título que da pie a esta entrada, al libro del profesor en Historia de las Relaciones Internacionales de la Universidad de Princeton, Stephen Kotkin, titulado "Stalin. Vol. I: Paradoxes of Power, 1878-1928" (Penguin, Nueva York, 2014).
Del libro de Kotkin, al que Stanley G. Payne considera la mayor autoridad mundial en el estudio y conocimiento de la vida y la historia de Stalin, dice que toda su segunda mitad podría titularse «El ascenso de Stalin» y que gira alrededor de dos temas paralelos: el primero es la expansión de su poder personal tanto antes como después de la muerte de Lenin hasta que finalmente fue él quien se hizo con el dominio; el segundo, el camino en ocasiones titubeante mediante el cual implementó la lógica de una revolución violenta y totalitaria hasta que en 1928, convertido ya en un dictador de facto, dio comienzo a la creación del sistema estalinista pleno. 
Kotkin -sigue diciendo el profesor Payne- no es el primer biógrafo en demoler el mito de un Stalin permanentemente traicionero y tiránico. Muestra que conquistó su ascenso dentro del partido y se ganó la confianza de muchos de sus colegas y subordinados no por medio de la tiranía, sino gracias al trabajo duro y a una administración eficiente, mostrando una devoción constante por el desarrollo del partido y del sistema. Para muchos él no parecía más despiadado que sus colegas, sino mucho más estable y fiable, más absolutamente entregado, día tras día, no el más radical, sino el más práctico, el más digno de confianza y el más trabajador de los principales dirigentes. Stalin construyó su preeminencia en un principio gracias a sus cualidades positivas, no las negativas; de haber estado ausentes las primeras, nunca habría podido desempeñar un papel importante. Pero en cuanto empezó a ejercer un mayor poder, se volvió cada vez más exigente y, a la postre, cada vez más resentido con los desprecios y la resistencia mostrados por otros dirigentes. Él no creó la dictadura, sino que la transformó en un Moloch que se cobró millones de víctimas. Esto se debió no simplemente a su orgullo, su ambición o su sed de poder, sino que siguió la lógica del violento colectivismo de Lenin, que era intrínsecamente paranoico en su visión del mundo. Tal como escribe elocuentemente Kotkin, la paranoia de la política de Lenin acabó por contagiar a Stalin, cuyo liderazgo personal hizo a su vez que el sistema se volviera aún más paranoico de lo que ya lo había sido con su antecesor.
En 1927-1928, continúa diciendo el profesor Payne en su reseña, el régimen soviético había llegado a un momento decisivo. No había resuelto sus profundas contradicciones internas, no había conseguido promover la revolución mucho más allá en otros países y no había superado su propia debilidad militar. Hasta ese momento, Stalin había seguido una política comparativamente moderada, esperando a que la economía soviética se recuperara de la destrucción masiva provocada por la revolución y la guerra civil. La mayor parte de esa economía aún seguía estando fuera del control del Estado y la gran mayoría campesina de la población no era aún comunista. A partir de 1927, Stalin dio cada vez más pasos conducentes a poner fin a esta contradicción, empezando con un gigantesco programa para colectivizar la agricultura y transformar la estructura económica y luego, el año siguiente, con la adopción de un programa igualmente audaz para crear un enorme complejo industrial estatal que modernizaría la economía soviética, sentando las bases para que la Unión Soviética se convirtiera en una gran potencia militar. Estos tres objetivos se conseguirían en el mayor programa de transformación económica impuesta por el Estado de la historia, pero es justamente al llegar aquí cuando Kotkin pone punto final al primer volumen de su proyectada trilogía. La consecución de estos grandiosos objetivos y la creación plena del totalitarismo estalinista –el primer auténtico totalitarismo de la historia– serán el objeto del segundo volumen.
¿Qué lugar le corresponde a este monumental estudio dentro de la amplísima literatura sobre Stalin? El tratamiento anterior más extenso era el del general retirado del Ejército Rojo, Dmitri Volkogónov, que tuvo acceso a documentación especial durante el derrumbamiento de la Unión Soviética y que escribió una obra en cuatro volúmenes, publicada poco después en Occidente en una sinopsis de un solo volumen en 1991. Los últimos estudios que lograron presentar material nuevo sobre la vida personal de Stalin fueron los dos libros comparativamente recientes, y ya citados, de Simon Sebag Montefiore, aunque algunos de sus datos podrían no ser del todo fiables. En punto a nivel de detalle y extensión de tratamiento, Kotkin puede compararse con el primero, aunque supera a Volkogónov en alcance, profundidad de análisis y amplitud de contextualización, en todo lo cual su propia obra no tiene parangón. Si es capaz de completar los dos volúmenes siguientes de un modo similar, habrá producido tanto la más extensa como, también, la más completa de todas las biografías políticas. 
El presente volumen, termina diciendo Payne, constituye un impresionante comienzo de lo que puede convertirse en el magnum opus de toda la era estaliniana. Pero tendremos que esperar a su culminación y posterior publicación. En el ínterin, les invito a leer la reseña completa de Payne, el artículo del profesor Álvarez Junco y el "informe secreto" de Khrushchev en los enlaces de más arriba. Espero que les resulten interesantes.
Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt











jueves, 2 de febrero de 2023

De los años que definen épocas

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Moisés Naím, va de los años que definen épocas. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.









Años que definen épocas
MOISÉS NAÍM
30 ENE 2023 - El País

Basta mencionar 1789 (la Revolución Francesa), 1945 (el fin de la II Guerra Mundial) o 1989 (la caída del muro de Berlín) para denotar profundas transformaciones. Así las cosas, cabe preguntarse, ¿cuál será el primer año icónico de nuestro accidentado siglo XXI?
Hasta hace poco, 2016 era el candidato más claro: el año del Brexit (el 23 de junio) y la elección de Donald Trump (8 de noviembre) fue el punto de partida de una nueva ola global de populismo, polarización y posverdad que amenaza con acabar con la democracia en muchos países. Pero también ocupa un lugar importante en la lista de fechas históricas aquel fatídico 13 de marzo de 2020 en que el Centro de Control de Enfermedades de EE UU oficialmente declaró que estamos siendo atacados por la covid. ¿Es esta pandemia la precursora de muchas otras? ¿Es el comienzo de un planeta permanentemente sacudido por algún tipo de pandemia? Puede ser.
Otra fecha que simboliza los revolucionarios cambios que se nos vienen es el premio Nobel de química de 2020, otorgado a Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna por haber desarrollado la tecnología de modificación del genoma llamada CRISPR-Cas9. La manipulación de nuestros genes utilizando esta técnica promete enormes progresos en la curación de enfermedades hasta ahora letales, pero también crea graves amenazas. El CRISPR en malas manos es una amenaza para la humanidad.
Como también lo es el desarrollo y la diseminación de las nuevas técnicas de inteligencia artificial. El 30 de noviembre de 2022, la empresa OpenAI desveló su ChatGPT, una tecnología que finalmente gana la prueba de Turing: un robot que replica el idioma natural con tal fluidez que sus respuestas son indistinguibles de las de un ser humano. Esto es lo que el fundador de la computación moderna, Alan Turing, había definido como “inteligencia artificial” en un lejano ensayo publicado en 1950. A partir de 2022, esa alocada elucubración es una ineluctable realidad. Porque el ChatGPT no es un software o una plataforma más de esas que regularmente nos anuncian los magos de las industrias digitales. La inteligencia artificial va a tener un impacto sobre las industrias del conocimiento tan transformador como el que tuvo la introducción de máquinas durante la revolución industrial. O quizás más.
Pero el siglo XXI no solo ha traído importantes cambios tecnológicos, también nos ha traído guerras que se parecen a las del siglo pasado o al anterior. El 24 de febrero de 2022, Vladímir Putin ordenó invadir Ucrania. A esta sorpresa le siguieron otras: en vez de durar pocos días, la guerra de Putin está por cumplir un año. Europa descubre que puede actuar unificadamente y que esa recién descubierta capacidad hace que, en vez de limitarse a discursos y exhortaciones, pueda actuar como una potencia militar de primer orden. Los feroces ataques cibernéticos que se esperaban de Rusia no se han materializado o han sido neutralizados. La ineptitud de los militares rusos es solo superada por el salvajismo medieval con el cual actúan. Los cotidianos ataques contra la población civil de Ucrania y la infraestructura del país parecen ser la única respuesta que tiene el Kremlin.
Esto hace que en septiembre de 2022 Putin haya vuelto a introducir una opción que se pensaba superada: el uso de armas nucleares. “Si la integridad territorial de nuestro país es amenazada, sin duda, usaremos todos los medios disponibles para proteger a Rusia y a nuestra gente” dijo el líder ruso. Esto es lo que debe decir todo líder que vea la soberanía de su país en peligro. Aquí, el detalle importante es que el líder que dice lo obvio tiene a su disposición el mayor arsenal nuclear del mundo. “Esto no es un bluf”, alertó Putin. Claramente, lo que está en juego en Ucrania no solo afecta a ese país, sino que tiene ramificaciones geopolíticas de todo tipo, muchas de ellas insospechadas.
Otro de los cambios importantes en la política mundial ocurrió el pasado 23 de octubre, cuando Xi Jinping, el líder chino, logró romper con la norma que lo hubiese obligado a dejar el poder al término de su periodo, tal como lo habían hecho sus predecesores desde Mao. Ese día, Xi fue reelegido presidente de China y secretario general del Partido Comunista por tercera vez, despejando todos los obstáculos para convertirse en el primer dictador vitalicio de China desde la muerte de Mao.
Finalmente, en lo que va de este siglo, el cambio climático se ha manifestado ferozmente. La frecuencia, intensidad, daños materiales y el masivo sufrimiento humano que han ocurrido en este siglo por el cambio climático están alterando profunda y rápidamente nuestro planeta. No hay una fecha simbólica de esto: las catástrofes climáticas se han hecho normales.

















[ARCHIVO DEL BLOG] La historia del Sábado Santo Rojo. [Publicada el 08/03/2017]










Hace unos días, con motivo de la entrada que dediqué al aniversario del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, dejé constancia expresa una vez más de mi admiración profunda por dos grandes hombres políticos de esa "transición española a la democracia" tan denostada por algunos politicastros de la nueva hornada nacional. Como saben los que la leyeron, me refería en ella a Adolfo Suárez y Santiago Carrillo. Uno, presidente del gobierno y líder de la Unión de Centro Democrático, el otro secretario general del Partido Comunista de España. Hubo más políticos de su talla en ese proceso de transición a la democracia dignos de reconocimiento, indudablemente, pero yo los personifico a todos en esos dos nombres. 
Dentro de unas semanas se cumplen los cuarenta años de aquel Sábado Santo de 1977 en que Adolfo Suárez, con la complicidad del Rey, y jugándose la posibilidad de la democracia a una sola carta, legalizó por sorpresa al Partido Comunista. La historia la relató ya el periodista Joaquín Bardavío en un libro titulado Sábado Santo Rojo (Ediciones Uve, Madrid, 1980) que yo leí por vez primera con verdadera fruición en abril de ese año 1980 y releído después en numerosas ocasiones, cada vez que el panorama político nacional, cuajado hoy de politiquillos de toda laya y condición, se me hace insoportable. 
Hace unos días el diario El Mundo recreaba de nuevo la historia de la legalización del partido comunista español y de los contactos secretos entre Adolfo Suárez y Santiago Carrillo que condujeron a ella en una crónica titulada Las cinco horas secretas de Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, crónica basada en el libro recién publicado por el historiador Alfonso Pinilla, La legalización del PCE. La historia no contada (Alianza, Madrid, 2017), donde el autor realiza su investigación a partir del archivo personal inédito de José Mario Armero, enlace entre Suárez y Carrillo durante toda esa negociación.
"Hemos estado jugando este año una partida de ajedrez y usted ha ido avanzando sus peones de forma que ha condicionado mi juego...". Son las 18.15 de la tarde, domingo 27 de febrero de 1977. Llueve fuera. Dentro, dos hombres dispuestos a enderezar el destino. El primero en hablar, o mover pieza por la terminología que elige, es Adolfo Suárez, presidente del Gobierno. Enfrente tiene a Santiago Carrillo, líder del entonces prohibido Partido Comunista de España. El lugar para la cita, su primer cara a cara, es una casa a las afueras de Madrid que José Mario Armero (presidente de la agencia de noticias Europa Press) y su esposa, Ana Montes, los anfitriones de tan histórico y secreto momento, han puesto para la cita tras semanas de mensajes cruzados. Cuando Carrillo, que acudió al chalé sin peluca, escuchó la salutación de Suárez, enseguida confirmó lo que le habían dicho del presidente: "Es un maestro en las distancias cortas". Y así fue como el viejo líder comunista y el joven presidente de una democracia incipiente tras años de dictadura empezaron a jugar su particular partida de ajedrez bajo el aguacero. Desde primera hora de la mañana, llueve intensamente sobre Madrid. En la capital hay calma, pero en otros puntos del país se respira un ambiente de tensión y conflictividad social. Numerosos jornaleros celebran manifestaciones y asambleas de protesta por su precaria situación en algunas ciudades de Andalucía. Mientras, ocho organizaciones políticas vascas convocan para el próximo jueves, 3 de marzo, una huelga general en señal de solidaridad con los cinco obreros muertos hace un año en Vitoria. Nadie sabe que esa tarde de domingo -de la que acaban de cumplirse 40 años- van a reunirse, por primera y última vez antes de las elecciones del 15 de junio, Adolfo Suárez y Santiago Carrillo. Cobijados en el secreto que hábilmente han tejido José Mario Armero y su esposa, el líder del Gobierno y el líder de la oposición por fin se ven las caras. Han hablado a través de intermediarios -Armero, fundamentalmente- desde agosto de 1976, pero los últimos acontecimientos exigen un contacto directo y una toma de posiciones nítida. Hace menos de un mes, la Transición ha estado a punto de descarrilar, pues el asesinato de los abogados laboralistas de Atocha, la muerte de dos estudiantes en sendas manifestaciones -como consecuencia de las cargas policiales- y el secuestro del teniente general Emilio Villaescusa a manos de los GRAPO han elevado tanto la tensión que la reforma suarista parece haber encallado. Ante tal crisis, Carrillo responde con moderación y responsabilidad, asegurando el orden en el impresionante entierro de los abogados laboralistas; y Suárez responde con osadía: tiene que ver al líder comunista para tratar con él la posible legalización de su partido antes de las primeras elecciones, previstas para el 15 de junio de 1977. Y así se lo hace saber a Armero, que enseguida organiza la reunión en su chalé de Pozuelo."Vengo a presionar para que el presidente nos legalice antes de las primeras elecciones". Carrillo confiesa el fin principal que le ha movido a sentarse con Suárez. Pero el líder del Gobierno va a intentar disuadirlo, porque sabe que esa decisión levantará una polvareda en el Ejército que puede conducir a España al borde de un golpe de Estado. Así que Adolfo propone a los comunistas que no se presenten ahora, sino tras la cita electoral de junio. Arguye que, pasado el tiempo (dos, tres años), la situación sería más estable, las Fuerzas Armadas habrán asumido ya la dinámica del cambio político y la presencia del PCE en campaña no abrirá serias heridas una vez la democracia se haya puesto en marcha. Y, para ofrecer un amplio abanico de posibilidades, el presidente hace una última proposición: "Presentaos si queréis en junio, pero como independientes, enmascarando vuestras siglas". Carrillo contestará a Suárez lo mismo que les dijo a los emisarios del Rey cuando contactaron con él en 1974 y 1975 para pulsar su actitud ante el cambio político que se avecinaba: "¿Presentarme como independiente? Ni así, ni vestido de lagarterana". Parece que cada uno se enroca en su posición. Adolfo toma café y fuma una cajetilla entera de Canarios. Santiago bebe whisky y fuma compulsivamente: casi dos cajetillas de Peter Stuyvesant. José Mario Armero ha intentado dejarlos solos en el salón, pues considera que ya ha finalizado su misión como intermediario y anfitrión del encuentro, pero Suárez prefiere que esté presente, y a Carrillo le parece bien. Ello demuestra que José Mario no es un simple mensajero que lleva y trae información entre los dos líderes, sino un auténtico "abogado conciliador" -como acertadamente comenta Joaquín Bardavío en su libro Sábado Santo Rojo-, es decir, una parte activa y no pasiva de la negociación, un auténtico forjador de consensos que encarrila el proceso cuando está a punto de irse al garete. El aparente choque inicial se salva porque, realmente, hay voluntad de entendimiento. "Aquí venimos a hablar de política con pe mayúscula", dice Carrillo, "y debemos coordinar fuerzas para superar la crisis económica que nos azota, con el fin de estabilizar al país". Desde las antípodas ideológicas, las posiciones se van acercando, en medio de la bruma de los cigarros y el repiquetear de la lluvia. Aquellos hombres están luchando, en el fondo, por su supervivencia política, pues se necesitan mutuamente. Surge una relación simbiótica entre ellos. Suárez necesita el concurso de Carrillo antes de la primera cita electoral porque, sin el PCE, su reforma hacia la democracia no es creíble. ¿Cómo puede construirse un sistema democrático en España sin el primer partido de la oposición? ¿Acaso sería homologable ese sistema al Occidente europeo? Sin legalización no habrá legitimidad. Por su parte, Carrillo necesita a Suárez porque sin la legalidad que éste puede concederle, no se convertirá en un actor político con presencia en las instituciones y capacidad para intervenir -y condicionar- la apertura política en curso. Ese trueque de legalidad por legitimidad, esa historia de supervivencia política es el nudo gordiano que está desatándose aquel inhóspito domingo de febrero.
Una servilleta de papel: Jueves, 14 de abril de 1977. Negociación precipitada e in extremis de Armero con Jaime Ballesteros. Armero apunta las exigencias de Suárez a Carrillo para tranquilizar a los militares. Y todo ello se completa, además, con un juego velado de amenazas, cálculos electorales e intereses cortoplacistas. "Si no somos legales antes de junio, desacreditaremos los primeros comicios, aunque sea colocando urnas de cartón con nuestras candidaturas en la puerta de los colegios electorales. Movilizaremos a todos nuestros apoyos para hacer fracasar cualquier intento de marginarnos". Carrillo es contundente, y Suárez asume que va a legalizar el PCE antes del 15 de junio, entre otras cosas porque sabe que la presencia de los comunistas debilitará a la izquierda, pues PSOE y PCE habrán de repartirse votos en las urnas. Divide al adversario y vencerás, calcula el presidente. Así se llega al "pacto entre caballeros" en "Santa Ana". Adolfo asume y promete a Santiago la legalización de los comunistas antes de las primeras elecciones y solicita de estos moderación tanto en la teoría -"rebájese el tono de soflamas y eslóganes"- como en la praxis ("embrídese la movilización social que el PCE controla y azuza"). Y Carrillo recoge el guante, garantizando moderación tanto en la forma como en el fondo. Sólo hay promesas entre estos dos hombres, sólo palabras, sólo intenciones (buenas intenciones), pero no se habla de fechas, de gestos concretos, de medidas determinadas. Se pacta una voluntad de caminar, juntos, por la senda de la democratización, con lo que cristaliza un fenómeno pocas veces dado en la Historia: la confianza en el enemigo, la lealtad mutuamente profesada entre quienes estaban separados por una profunda trinchera política, ideológica y generacional (Suárez tiene 44 años, Carrillo 62) . La "victoria" de 1939 en torno a la que Franco había legitimado su dictadura a lo largo de 40 años iba mutando en reconciliación, y los antiguos enemigos se convertían en leales adversarios. Siguiendo el ya famoso aserto del democristiano Alcide De Gasperi, Suárez y Carrillo se comportaban como dos políticos de raza que piensan en las próximas elecciones, pero también como hombres de Estado capaces de tener en cuenta a las próximas generaciones, pasando por encima de sus intereses partidistas. Había voluntad para que las viejas heridas, abiertas desde la Guerra Civil, empezaran a cicatrizar. Y donde hay voluntad, siempre hay un camino. Pero los caminos se bifurcan, el azar es inevitable en la Historia, y su aparición puede derribar el endeble castillo de naipes del consenso. Es el efecto mariposa: pequeños detalles que varían el curso de los acontecimientos. Esta delicada negociación puede interrumpirse si el vecino de los Armero decide acercarse a "Santa Ana" para preguntar qué está ocurriendo. En absoluto secreto, el director general de Seguridad y dos hombres de su confianza están vigilando la zona circundante al chalé para evitar incómodas interrupciones. Lo ha ordenado Suárez, sin desvelar a su propio servicio de seguridad con quién se está reuniendo y por qué. En esa operación, los policías han entrado en el jardín del chalé contiguo al de los Armero y la esposa de José Mario teme que ese error alerte al vecino y haga saltar por los aires el absoluto secreto en que discurre la reunión. La tarde está siendo muy tensa para Ana. Según el plan convenido, recoge a Carrillo en su casa a las 17 horas en el Seat 1600 azul de sus hijas, pero el viaje hacia el chalé será digno de una novela policíaca. Mientras espera a Santiago, un joven se acerca a su coche y le pregunta: "¿Espera usted a Santiago Carrillo?". Ana teme que sea un simpatizante de la ultraderecha y pueda atentar contra su vida. Sobreponiéndose, responde: "Sí, estoy esperando a Carrillo". "Tranquila", contesta el joven, "soy uno de sus hijos y en ese coche están mis hermanos. Vamos a seguirla unos minutos para asegurarnos de que todo está bien". Ana comprende la preocupación de la familia, pero no tolerará que la sigan durante mucho tiempo: la reunión es secreta y nadie debe saber dónde se celebrará. El líder del PCE baja de su casa. Va sin peluca porque, desde su detención y rápida puesta en libertad a finales de diciembre de 1976, reside legalmente en España y ya no tiene por qué ocultarse. Entra en el coche de Ana, se sienta a su lado y ella emprende la marcha rápidamente. Pasan los minutos, los hijos de Santiago la persiguen y, contrariada, le dice a su acompañante que los chicos deben dar media vuelta o no lo conducirá al lugar previsto. Al detenerse los dos coches en un semáforo, Carrillo saca el brazo por la ventanilla del coche y, con un gesto, ordena a los "perseguidores" que se retiren. Así lo hacen. El sendero hacia "Santa Ana" queda expedito. El sendero hacia la democracia también, o al menos eso parece, tal y como está desarrollándose la conversación entre Adolfo y Santiago. Y no sólo hacia la democracia, probablemente también hacia la monarquía, porque al presidente le preocupa la actitud del PCE ante la Corona. Santiago no cambia su discurso y mantiene lo mismo que ha defendido ante Armero desde agosto de 1976, cuando empezaron sus conversaciones: "Nosotros somos republicanos, pero aceptaremos la monarquía siempre y cuando ésta apueste por la democracia. Lo importante ahora no es el debate entre monarquía o república, sino la elección entre dictadura o democracia, y nosotros estamos claramente con la segunda. Si el Rey asume la monarquía parlamentaria y constitucional, nosotros lo apoyaremos". Misión cumplida, legalización y moderación comunistas garantizadas. El presidente tiene de Carrillo lo que quiere, y viceversa: "La conversación con Suárez es la más clara que he tenido en este periodo. Hemos tratado problemas concretos y hemos llegado a soluciones concretas [...] Pese a venir de donde viene, me ha dado la impresión [de] que, de mis interlocutores en ese periodo, es el que tiene menos resabios anticomunistas. ¡Sorprendente pero cierto!".Son las 12 de la noche, han transcurrido casi seis horas de intensa conversación y ninguno se ha levantado de su sitio. En el exterior, amaina la lluvia y el cielo parece despejarse, augurando horizontes despejados. ¿También en lo político? No, pues muchas tormentas habrían de azotar aún la nave de la Transición. Sin embargo, los dos líderes están satisfechos con la reunión y así se lo comunican a las únicas personas del entorno de uno y de otro que sabían del encuentro secreto de aquella tarde. Suárez, nada más llegar a La Moncloa, llama al Rey satisfecho porque "Carrillo se ha mostrado razonable, colaborador y moderado". El monarca recibe la noticia con reservas, sin aplaudir ni rechazar la legalización del PCE, pues teme en aquel momento que una decisión favorable a la integración de los comunistas abra serias heridas en el Ejército. Al día siguiente, 28 de febrero, Adolfo comunica a Torcuato Fernández-Miranda que, tras su reunión con Carrillo del día anterior, legalizará al PCE. Torcuato no está de acuerdo, lo considera un grave error que hará fracasar la reforma que él mismo ideó, y por eso se irá distanciando cada vez más del presidente del Gobierno. Paradojas de la Historia: la reforma política conducida por Suárez acababa de engullir a la persona que la formuló jurídicamente. Exultante, ilusionado, Carrillo confirma a sus colaboradores más estrechos -Jaime Ballesteros, Pilar Brabo, Simón Sánchez Montero y Manuel Azcárate- que "pronto saldrá el sol". La legalización está cerca. Les dice además que el presidente acaba de autorizar la cumbre eurocomunista de los días 2 y 3 de marzo en Madrid, con presencia de Georges Marchais y Enrico Berlinguer. Estos correligionarios de Carrillo sabían que aquella tarde su líder se reunía con Suárez, si bien desconocían el lugar y los detalles del encuentro. Ana Montes respira tranquila, ha cumplido con solvencia su papel de anfitriona. Disuadió a sus suegros para que aquella tarde no vinieran a comer, ocultó a los niños los asuntos de Estado en que su marido y ella andarían involucrados en medio del aguacero, condujo con éxito a Carrillo hacia el chalé sorteando "persecuciones" y desconfianzas, logró que el comunista no reparara en el discreto servicio de seguridad que el presidente había previsto para vigilar la reunión y, sobre todo, quedó aliviada al constatar que el vecino no interrumpiría "el encuentro en la cumbre" entre el jefe del Ejecutivo y el líder de la oposición. Gracias a su diario, y al archivo personal de José Mario Armero, puede abordarse la intrahistoria de este episodio sin el cual no se entiende el tránsito a la democracia después de 40 años de dictadura. Estas teselas de información permiten reconstruir el mosaico, siempre complejo y poliédrico, de una Historia fascinante. 
Y de unos hombres fascinantes, añado yo, que parecen haber desaparecido del panorama político nacional. ¿Nostalgia del pasado? Es muy posible, pero las comparaciones con los actuales no tienen color. Por desgracia.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt










miércoles, 1 de febrero de 2023

De la necesidad del humor

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Bernat Castany, va de la necesidad del humor. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Si no se puede reír, no es mi revolución
BERNAT CASTANY PRADO
29 ENE 2023 - El País

Están los memes de escarnio, los zascas de congreso, los chascarrillos de cuñado, las bromas de anuncio, las sonrisas de selfi, las risas enlatadas, los monólogos costumbristas, la ironía posmoderna, el cinismo neoliberal, la mala leche reaccionaria… No parece que tengan razón los que dicen que al final no podremos reírnos de nada. Lo que sucede es que hay muchas risas y muy poca alegría. Pues no nos reímos ni mucho, ni poco, ni todo lo contrario, sino que nos reímos mal. Y eso sí que no es ninguna broma.
Lejos de mí la tradición agelástica, que abomina de la risa, desde los padres de la Iglesia, que destacaron que en los Evangelios sólo se ríen los que se burlan de Cristo, hasta el conde de Chesterfield, que aseguraba que nadie lo vería reír jamás. Lejos de mí también los que dieron en la locura de creer que la risa todo lo cura, como si no hubiese risas crueles, fatalistas e incluso desesperadas. La comicidad es como un cuchillo, que igual te sirve para pelar una manzana que para degollar a un vecino. Así que ni siquiera tienen razón los que sostienen que siempre será mejor reír que llorar, porque después de reír no tienes que pasar la fregona…
Los griegos distinguían entre la buena risa, gelas, y la mala risa, katagelan. Yo prefiero hablar, more spinoziano, de risa triste y risa alegre, según disminuya o aumente la potencia o la vida de los implicados. La risa triste reduce la capacidad de hacer o de aparecer del individuo o grupo del que se ríe, al aislarlo, avergonzarlo, asustarlo y paralizarlo. Es la risa del que se burla del diferente o del débil, que no es de naturaleza muy diferente a la del acosador, el torturador o el asesino, pues todos ellos se congratulan de ver su potencia ejercida o aumentada en el acto mismo de vampirizar la de sus víctimas. Pero esa risa es triste por partida doble, porque no solo reduce la potencia de la víctima, sino también la del victimario, ya que en ambos casos deforma su conocimiento de las cosas, reduce su superficie de exposición al mundo, aumenta su sentimiento de indignidad, y les hace temer, o desear, la venganza. De modo que ni el primero ni el último ríe mejor.
Pero la risa triste no es siempre hostil. De hecho, es habitual que adopte una apariencia refinada y seductora, cuando no lúcida y trágica. Son las risas de cocodrilo del cinismo irónico que reina en la cultura de masas y en algunos ambientes intelectuales, y que tiene un efecto desmoralizador, en los tres significados del término: indiferencia respecto de la injusticia, corrosión del carácter e incremento de la sensación de impotencia. David Foster Wallace clamó contra este tipo de ironía, que el sistema capitalista ha sabido poner a trabajar en favor de nuestra servidumbre voluntaria. Es el sonría que le están grabando. La guirnalda de flores que oculta las cadenas. Y por eso le interesa tanto al poder.
Lo cual no significa que debamos reír menos, sino que nos iría mejor si aprendiésemos a reír de otro modo. Porque está la risa alegre, que supone un aumento de nuestra potencia, individual y colectiva, ya que no se ríe de tal o cual persona en concreto, sino de los falsos valores que nos hechizan a todos. Al burlarse de la ansiedad por el estatus, del miedo a ser diferente o de nuestros ataques de importancia, la risa alegre produce una agradable levedad de ser. Y aunque en un primer momento esta suele dirigirse hacia los demás, no tarda en identificarse con la vulnerable ridiculez que nos iguala a todos. Al levantar, en ese momento, el pie de la manguera de la empatía, nos convertimos en el regador regado. Y es esa risa universal la que nos eleva abrazados, como chorro de ballena.
La risa alegre ha sabido renunciar a la doble fantasía de que existe una sola verdad, que además es solo nuestra. Es la ironía tierna de Cervantes, que tenía el superpoder de ver las dos caras de todas las cosas. Y es también la risa salvaje de Shakespeare, al que John Keats atribuyó la negative capability, o capacidad de ver las tensiones que atraviesan el mundo sin sentir la imperiosa necesidad de resolverlas. Esta renuncia a la verdad absoluta —este “no haber razón para nada, de haber razón para tanto”, como diría Sor Juana—, ha llevado a algunos a concebir el humor como la politesse du désespoir, como la cortesía de la desesperación. Mas cambiar la risa megalómana, pero falsa, del que se cree por encima de aquellos de los que se ríe, por la sonrisa modesta, pero real, del que deja caer su sábana de fantasma —¡sabanidad de sabanidades!— para entrar en la danza general de la ridiculez humana, no implica pérdida, sino ganancia. Pues, como diría Cantinflas, “antes estábamos bien, pero era mentira, no como ahora, que estamos mal, pero es verdad”.
La risa alegre también aumenta nuestra potencia política, porque reírse de uno mismo junto con el otro es una forma de reconocer su ser, y, con este, sus derechos. Es dar un paso atrás para abrir la puerta y dejarle entrar. Y también es dar un paso al frente para dejar fuera a los que quieren cerrarla, pues, como dice un refrán alemán, “si en una mesa hay 10 personas y un nazi, entonces en esa mesa hay 11 nazis”. La risa triste petrifica a la gente, como la mirada de la Medusa, o los memes de la ultraderecha, que luego hace gravilla con ella. Mientras que la risa alegre personifica, como la buena literatura. Hace caer la venda de los ojos del reo, para que el pelotón de fusilamiento vea en sus ojos una evidencia, que al mismo tiempo una súplica: “Somos diferentes, pero no dispares...”.

No es extraño, pues, que las diversas modalidades de la risa triste le interesen tanto al sistema neoliberal, y su jijijajá, como a la extrema derecha, y su contracultura del escarnio, con la que busca normalizar su ideario, nunca mejor dicho, y aparentar una cierta rebeldía, o desfachatez. Lo cual no deja de ser un avance más de su guerra cultural relámpago de fagocitación retórica de una izquierda ilustrada, que se ha dejado robar la creatividad, la alegría y la risa.
Hagamos, pues, el humor en los tiempos de la cólera, y, en lugar de enredarnos en el debate sobre “lo políticamente correcto” o “la cultura de la cancelación”, y en lugar de imitar la comicidad triste de las redes sociales y de las pirañas políticas, busquemos formas de comicidad alegres. Está la ironía de Sócrates, que se acercaba a la verdad apartándose de la mentira; la risa desvergonzada de Diógenes e Hiparquia (más interesante que Hipatia); el humor de Erasmo, que hablaba con palabras dulces, porque sabía que acabaría teniendo que tragárselas; la inteligencia de sor Juana Inés de la Cruz, que deconstruía mejor que nadie la retórica del poder; la sátira de Voltaire, que aplastaba al infame, o la sorna de Rosario Castellanos, que sabía latín. Lo que sí tengo claro, como diría Emma Goldman, es que, si no se puede reír, no es mi revolución.




















[ARCHIVO DEL BLOG] La mañana más larga. [Publicada el 11/03/2016]









Asumo el riesgo con esta entrada de hoy de no ser entendido. Y en el peor de los casos de molestar a algunos de los lectores habituales de "Desde el trópico de Cáncer". Todo, por unir en un mismo comentario los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, cuyo aniversario recordamos hoy, y una excelente película, ¿de ficción?, "La noche más oscura" (2012), de la cineasta estadounidense Kathryn Bigelow, sobre los hechos que llevaron a la localización y muerte en Pakistán de Osama Bin Laden, el 2 de mayo de 2011, en una operación de tropas de élite de la marina norteamericana. 
Este vídeo que he bajado de YouTube, con las fotografías de la mayor parte de las víctimas de los atentados de Madrid, es mi sincero homenaje en su recuerdo. Como todas las víctimas de actos terroristas, sean estos del color que sean, fueron víctimas inocentes. El terror es un arma criminal siempre, inadmisible en una sociedad democrática, venga de quien venga y se alegue la pretendida excusa que se quiera para llevarlo a término.
Sobre los atentados del 11 de marzo en Madrid ya está todo dicho. A pesar de ello, algunos pretendan seguir manipulando lo ocurrido bajo pretextos, inconfesables, de mero oportunismo político. Lo mismo ocurre con los del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, o, por citar un solo ejemplo más, los acontecimientos relativos al intento de golpe de estado en España del 23 de febrero de 1981. Son ya historia; dejemos pues a los historiadores que diluciden las controversias que pudieran existir. Los hechos son los hechos y las opiniones son opiniones. A mí, personalmente, el antiguo adagio latino "Fiat veritas, et pereas mundus" (Que se haga justicia y perezca el mundo), me resulta bastante hipócrita.
En uno de los ensayos incluidos en su libro "Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política" (Península, Barcelona, 2003), que lleva el título de "Verdad y política", escrito a raíz de la controversia surgida en torno a la publicación de "Eichmann en Jerusalén", la gran pensadora estadounidense Hannah Arendt dice lo siguiente: "Nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca se llevaron bien, y nadie, por lo que yo sé, puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas. Siempre se vio a la mentira como una herramienta necesaria y justificable no solo para la actividad de los políticos y los demagogos sino también para la del hombre de Estado. [...] Nuestra habilidad para mentir -añade más adelante- pero no necesariamente nuestra habilidad para ser veraces, es uno de los pocos datos evidentes y demostrables que confirman la libertad humana."
No puedo saber lo que ustedes recuerdan haber sentido ese 11 de marzo de hace doce años. Las anotaciones de mi agenda de ese día, que he revisado para confeccionar esta entrada, me han resultado tan asépticas que me han provocado rubor y una sensación incómoda de  malestar:

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07:30 = Atentados en Madrid. Se habla de 201 muertos en Atocha.
08:00 = En guagua, a UGT.
09:00 = Inicio del curso de formación para nuevos delegados de FeS. Tenemos 13 alumnos. Lo damos María Teresa Bernardo y yo.
12:00 = Manifestación silenciosa de 10 minutos en la puerta de UGT.
14:00 = Fin del curso. Vuelvo a casa en guagua.
17:00 = Al Sur, con Paqui, Myriam y Concha.
19:30 = Café en casa de Juana.
21:00 = De vuelta en Las Palmas

Atentado islamista en Madrid.
Curso FeS-UGT.
Hablamos con Ruth y el resto de la familia en Madrid. Todos están bien.
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Escritas, como hago siempre, al finalizar el día, parece que para esa hora la mayor parte de los medios de comunicación y de los españoles ya tenían claro que se trataba de un atentado de una célula islamista de Al Qaeda, contra la opinión sostenida por el gobierno de que se trataba de un atentado de ETA. De lo que no tengo duda es de que, al contrario de lo que sentí con los sucesos que dieron origen al 23-F: vergüenza y rabia, aquel 11 de marzo lo que me se agolpó en el alma, conforme se conocía y confirmaba el alcance de los atentados, fue un inmenso dolor y estupor por la muerte absurda de tantas víctimas inocentes. Perdónenme si confieso que no sentí lo mismo cuando abatieron a Osama Bin Laden.
No hay terrorismo bueno ni terrorismo malo; no hay terrorismo de izquierdas ni terrorismo de derechas; no hay terrorismo justo ni terrorismo injusto; no hay terrorismo de Estado ni terrorismo civil... Hay terrorismo y terroristas a secas y todos son igualmente asesinos y despreciables. El diario El País mantiene un número especial virtual dedicado a los atentados del 11 de marzo en Madrid que se actualiza periódicamente; pueden leerlo en este enlace, y si lo desean, ver este documental de más de 50 minutos de duración sobre lo que pasó aquel día de hoy hace doce años en Madrid. 
Me sumo al homenaje de mis conciudadanos a las víctimas inocentes del fanatismo que murieron ese día. Estos son sus nombres, nacionalidad y edades, y este mi recuerdo. Ni olvido para ellas ni perdón para sus asesinos.
Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt