viernes, 4 de noviembre de 2022

Del precio de la civilización

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del precio de la civilización, de ahí que como dice en ella el escritor Javier Cercas, el diagnóstico de Piketty nos parezca acertado; la solución, también: que los milmillonarios paguen un 90% de impuestos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







El precio de la civilización
JAVIER CERCAS
29 OCT 2022 - El País


No se puede decir mejor: “Los impuestos son el precio de la civilización”. Lo dijo Claudi Pérez en este diario; o, más bien, Claudi Pérez dijo que lo dijeron “los clásicos”. Los clásicos de la economía, claro está. Pero apenas hace falta saber de economía para entender que, como los otros, estos clásicos también llevan razón. ¿Para qué sirven los impuestos? Para pagar escuelas, hospitales, pensiones y toda la serie de servicios indispensables en la única sociedad donde merece la pena vivir: aquella que ha sido diseñada no para las personas excepcionales, las más fuertes y capacitadas, sino para las comunes y corrientes, las que no son nada del otro mundo (aunque esa sociedad también deba reservar un espacio y una función para las excepciones). En resumen: imposible ser una persona civilizada sin pagar a tocateja los impuestos que te corresponden. Es verdad que, en una tradición como la nuestra, donde el catolicismo mató de raíz al protestantismo, donde el espíritu picaresco derrotó al caballeresco y Quevedo a Cervantes, a la mayoría de la gente le trae al pairo ser civilizada o no, y quien paga sus impuestos pudiendo escaquearse es un panoli. Es verdad, pero no por ello los clásicos dejan de ser clásicos.
Dicho esto, ¿son sólo el catolicismo, la picaresca y Quevedo los responsables de que haya tan poca gente entre nosotros que obre conforme al criterio impositivo de los clásicos, o como mínimo de que haya mucha menos gente que en algunos países escandinavos, que no son el paraíso terrenal, pero tienen una ética fiscal más firme que la nuestra? La respuesta es no. Porque, además de cobrar impuestos, nuestros gobernantes deben gastarlos bien, o por lo menos no derrocharlos. Tranquilos: evitaré la demagogia antipolítica (aunque algunos chiringuitos, algunos sueldos de sátrapas y algunas trapacerías más no sean exactamente demagogia); me limitaré a recordar un par de cifras. Según el FMI, en 2019 la corrupción le costaba a España del orden de 60.000 millones anuales, lo que equivale a 4,5 puntos de nuestro PIB; según la OCDE, en 2017 entre el 10% y el 30% de la inversión en un proyecto de construcción financiado con fondos públicos podía llegar a malgastarse a causa de la mala gestión y la corrupción. ¿Es comprensible o no que haya tantos españoles que consideran un tonto del bote a quien paga impuestos pudiendo no pagarlos? La ética fiscal y el buen gobierno son dos caras de la misma moneda: uno paga impuestos menos a disgusto si sabe que el Gobierno no los va a malgastar, o si, al menos, como ocurre en los susodichos países nórdicos, los índices de corrupción figuran entre los más bajos del planeta. Por lo demás, la pregunta del millón es por supuesto quién debe pagar los impuestos, y cuántos y cómo debe pagarlos. Mientras escribo estas líneas, las comunidades autónomas (y no sólo las del PP) se han lanzado a un sprint fiscal a la baja, mientras el Gobierno prepara un alza de impuestos de algo más de 3.000 millones, obtenidos de los patrimonios de más de tres millones y de las grandes empresas. Lo primero me parece una locura en un país cuya presión fiscal está 6 puntos por debajo de la media europea; en cuanto a lo segundo, me parece insuficiente: el problema no son las personas que tienen tres millones de euros, sino las que acumulan miles. Por eso me gusta mucho la propuesta del economista Thomas Piketty, quien aboga por una sociedad en la que todos podamos disponer de algunos centenares de miles de euros, y en la que algunos que crean riqueza y gozan de éxito tengan unos millones, quizá unas decenas de millones. “Pero, francamente,” añade, “tener varios centenares o miles de millones no creo que contribuya al interés general”. El diagnóstico me parece acertado; la solución, también: que los milmillonarios paguen un 90% de impuestos. “Un 90% a quien tenga 1.000 millones de euros significa que le quedarán 100 millones de euros”, razona Piketty. “Con 100 millones uno puede tener un cierto número de proyectos en la vida”.
Yo creo que eso es muy civilizado. Piketty no debe de computar como clásico, pero a veces lo parece. ¿Quién le pone el cascabel al gato?

















jueves, 3 de noviembre de 2022

De arte, activismo y ecología

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de arte y activismo ecológico, porque como dice en ella la escritora Azahara Palomeque, los activistas que atacan cuadros pretenden llamar la atención sobre la hecatombe climática inminente y exigir aquello de lo que disfrutaron quienes los precedieron: el derecho a una vida digna que admita recorrido. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





Vilipendiar el arte para evitar un exterminio
AZAHARA PALOMEQUE
29 OCT 2022 - El País


Por definición, una urgencia es algo que no puede esperar. Si a nuestra madre le da un infarto, acudimos corriendo al hospital o llamamos a una ambulancia, lo que estimemos que resolverá el problema más rápidamente, sin prestar atención a circunstancias secundarias, pues se trata de salvar su vida. De la misma manera, si se desata un incendio en nuestras inmediaciones, una agarra lo imprescindible y desaloja su casa, en un minuto, o menos, evitando llevarse objetos que, aunque acumulen un alto valor sentimental, son completamente inútiles cuando nos encontramos en peligro de muerte. De nuevo, ese es el significado de urgencia y hasta aquí la mayoría de la gente estará de acuerdo conmigo. Sin embargo, cuando el asunto a abordar es la crisis climática, es decir, rescatar a la especie humana de una probable extinción en este siglo XXI, provocada por catástrofes de calibre inimaginable, sean estas hambrunas, fenómenos meteorológicos extremos, guerras o ecofascismo, se multiplican las voces que reclaman retrasar la acción efectiva, guiarnos por métodos teóricamente civilizados como cumbres que culminan en acuerdos no vinculantes que nadie cumple, o directamente no hacer nada. La urgencia climática es impostergable, como han alertado los activistas de Just Stop Oil en sus embestidas a varias obras de arte, pero en vez de encomiar su coraje o, al menos, intentar entender las razones que conducen a un grupo de jóvenes a cargar con furia contra pinturas tan emblemáticas como son las de Van Gogh, Monet o, más recientemente, Vermeer, hay quien se lleva las manos a la cabeza, los acusa de vandalismo, de “banalidad” o de haber perpetrado una “gamberrada”, como decía Sergio del Molino. Nada más lejos de la realidad.
Las agresiones a estos lienzos por parte de Just Stop Oil y otros colectivos de activistas preocupados por el cambio climático hielan la sangre de quien tenga un mínimo de sensibilidad porque atacan lo sagrado o, si preferimos secularizar nuestro lenguaje, lo sublime. Confieso que, en un primer momento, al contemplar las manchas resbaladizas sobre la superficie acristalada de obras que aprecio, sentí un horror visceral, un rechazo impulsado por las innumerables horas que, a lo largo de mi vida, he pasado en pinacotecas de todo el mundo. Yo, que no tuve padres de los que te llevan a museos, rememoro con entusiasmo cómo, al mudarme a Madrid con 18 años, lo primero que hice fue acudir al Prado y deleitarme con su colección, de la que me sobrecogieron especialmente las Pinturas negras de Goya. Lo segundo fue comprar un vuelo barato a Londres para admirar las piezas de esa desgarradora maravilla que es el British Museum. No creo que haya vivido algo más parecido al síndrome de Stendhal que entre los muros de aquel lugar en el que, al toparme con la Piedra Rosetta, supe identificar la llave que abría la puerta a varias civilizaciones cuyo legado demuestra los prodigios de que es capaz la especie humana. No obstante, esa especie que tantas veces me ha hecho vibrar con sus creaciones es la misma que está alterando el equilibrio climático hasta transformar el planeta en algo totalmente irreconocible y, en ese tira-y-afloja, es donde ha de dirimirse la lata de tomate lanzada al van gogh, o de puré de patatas catapultada al monet, ya que el mensaje es más complejo de lo que se cree.
En primer lugar, la contraposición comida-cuadro evoca un escenario en que las necesidades básicas —la alimentación— pasan a un primer plano, opacando la producción artística, como señalaron las propias activistas. Quién puede o no crear en mitad de tragedias insoportables es una interrogación bien anclada en nuestra tradición intelectual que el filósofo Theodor Adorno subrayó al escribir que la poesía, después de Auschwitz, es un acto barbárico. Esta frase, que más tarde transmutó en otras parecidas, como que es imposible el arte tras el Holocausto, alude a la dificultad de construir belleza o transcendencia en una civilización que, fruto del raciocinio, fue capaz de aniquilar a cantidades ingentes de personas. Algunos años antes, María Zambrano se hacía preguntas similares y Alejo Carpentier, al visitar nuestra Guerra Civil, llegó a declarar que no sabía para qué servía la literatura frente a ciertos “desamparos profundos”. Conscientemente o no, Just Stop Oil retoma las reflexiones de una trayectoria de pensamiento aterrado ante la violencia contra la vida que, en este caso, se refiere específicamente a la debacle fósil, y no es casual que su rabia parezca concentrarse únicamente en muestras de arte occidental, aludiendo al dislate que implica creernos superiores mientras que otras culturas consideradas atrasadas han efectuado menos daño a la biosfera. Más allá, lo que su performance pone de manifiesto es el delirante contrapunteo entre la inmediatez, el tiempo de respirar, de comer y sobrevivir, y la eternidad que se le atribuye al arte, para el que el tiempo supone un valor añadido que le otorga densidad interpretativa y lazos con universos otros, lejanos o desaparecidos. Pero, si resulta que abundarán dentro de poco los estómagos vacíos en Europa, y que en apenas tres años el número de población global afectada por la inseguridad alimentaria aguda, según la ONU, ha pasado de 135 a 345 millones, ¿quedará pluma, pincel o cuerpo para la creatividad del ánimo? Y, si queda, ¿a quién contentará, inundará de goce o llevará al éxtasis estético en un paisaje devastado?
En otras palabras, podríamos afirmar que los cuadros actúan como dispositivos de memoria, proyectan una continuidad histórica que sobrepasa la mera biografía de su autor, y eso, como vulgares criaturas pronto volatilizadas en polvo, nos reconforta enormemente. De forma análoga a la fotografía del abuelo fallecido, cuyo recuerdo sabemos que perdurará entretejido en sus redes afectivas, pero ataviadas con un “aura” que no han logrado perder a pesar de lo que Walter Benjamin llamó “la era de la reproductibilidad”, esas pinturas están dotadas de aquello que el cambio climático nos niega: la posibilidad de perpetuación. Por eso, verlas mancilladas, con latas parapetándoseles —aunque no han resultado dañadas— o manos untadas de pegamento en sus marcos, causa tantísimo espanto. De ahí también que innumerables detractores no hayan escatimado en insultos, como gritando: “¿Cómo osas privarme de mi inmortalidad?”, arremetiendo contra el patrimonio común de Occidente, violando la respetabilidad de nuestros espíritus más excelsos…, sin darse cuenta, quizá, de que si se cumplen las predicciones científicas que apuntan a casi 3ºC de calentamiento de aquí a finales de la centuria, o las que aseguran que a partir de 1,5ºC la destrucción será irreversible por activarse una serie de mecanismos de retroalimentación como el derretimiento del permafrost, pronto no habrá museos, y no se deberá precisamente a la rebeldía de unos muchachos. Al final, lo que estos activistas pretenden es llamar la atención sobre la hecatombe inminente, y exigir nada más y nada menos que aquello de lo que disfrutaron las generaciones que los precedieron: el derecho a una vida digna que admita recorrido, a poder leer y componer versos como el de la poeta griega Safo: “Te aseguro que alguien se acordará de nosotras”. A mí también me genera estupor esa iconoclasia desmedida, ese agravio a la belleza, pero más me estremece pensar en una absoluta carencia de futuro.



















De la investigación del cáncer

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va sobre la investigación del cáncer de mama en España, pues como dice en ella la escritora Laura Ferrero, que no nos confunda el lazo rosa: entre el 20% y el 30% de los cánceres de mama no tienen curación, y lo que necesitamos se llama fondos para investigación. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Ni pena ni miedo
LAURA FERRERO
29 OCT 2022 - El País


A la poeta y ensayista Anne Boyer le diagnosticaron un cáncer de mama triple negativo de pronóstico grave. Lo contó en un libro necesario y desgarrador llamado Desmorir, donde desgranaba su enfermedad, pero sobre todo las consecuencias de esa omnipresente cultura del lazo rosa que, más que ayudar, hostigaba a las mujeres con discursos edulcorados del estilo “la actitud lo es todo”. Boyer contaba, en una frase que subrayé que “a veces dar a una persona una palabra con la que nombrar su sufrimiento es el único tratamiento disponible”. Y esa palabra, me temo, no es un símbolo, tampoco una frase hecha, tampoco un lazo rosa.
El 19 de octubre, el Día Mundial en Contra del Cáncer de Mama, la organización Teta&teta publicó una campaña de concienciación sobre esta enfermedad en la que se cuenta, en un vídeo de cinco minutos de duración, el origen del lazo rosa, que no era rosa sino de color melocotón, pero que se centra especialmente en denunciar el lavado de cara de una enfermedad tan áspera como el cáncer de mama en este mes de octubre en que el lazo rosa inunda medios y redes sociales. A lo largo del vídeo, varias mujeres que han padecido o padecen la enfermedad toman la palabra para decir, entre otras cosas que: “El cáncer de mama no es rosa, es un puto marrón” o que a menudo, la proyección que se hace de la enfermedad —pacientes maquilladas y sonrientes—, no coincide con la realidad en lo más mínimo: “Está la gente haciéndose fotos con su pañuelo. Monísimas, peinadas. Y yo estoy aquí vomitando y calva”, dice otra de las protagonistas. La campaña se plantea, entre otras cosas por el uso del vocabulario bélico o por las razones por las que el cáncer de mama es la única enfermedad comercializada del mundo: “¿Por qué no hay campañas de recaudación para el cáncer de próstata ni mensajes en los packs de calzoncillos?”.
Colgué el video de la campaña en redes e inmediatamente después, me escribió una mujer para decirme que a ella y a sus compañeros, trabajadores en un centro médico privado, les habían pedido que el 19 de octubre acudieran a sus puestos con una prenda de color rosa para dar visibilidad al cáncer de mama. Y me pareció una anécdota muy reveladora del tipo de sociedad en que vivimos. Una sociedad que no quiere ver el dolor ni la enfermedad sino es romantizado, infantilizado, un dolor a la altura de nuestras expectativas.
Tardamos de tres a cuatro años en aprender a hablar con fluidez, y casi toda una vida en saber lo que queremos decir. Pero a lo que aprendemos rápido y casi instintivamente es a dar rodeos. A no decir lo que no puede decirse. A sortear el tabú. A inventar frases hechas, símbolos, a dar con un hashtag solidario para cada causa a la que nos apuntamos sin movernos del sofá. Un día es una pantalla en negro, otro, un lazo de cualquier color, en otra ocasión, una foto de una ciudad que ha entrado en guerra con un #prayfor, que siempre queda mejor en inglés. Y todo esto estaría bien si fuera la mecha que encendiera lo verdaderamente importante, si moviera a las instituciones, a inversores, si nos moviera a nosotros del sofá porque el símbolo vacío no sirve. No es suficiente. No es real.
Tengo una buena amiga que cada vez que alguien le dice que tiene una enfermedad que no conoce se saca de la manga un “bueno, ahora hay muchos avances” con el que da por finalizada la conversación, sin importar que se trate de un ictus, de una depresión, de un cáncer metastásico o de una rotura de ligamentos. Y sería cómico si solo fuera algo anecdótico, pero es una muestra de nuestra infinita capacidad de negar y blanquear el sufrimiento y el dolor. Un hecho que sorprende teniendo en cuenta los tiempos en los que vivimos, tiempos tan llenos de imágenes violentas, de guerra, explosiones, unos tiempos tan llenos de muerte en los que sigue funcionando un mandamiento invisible según el cual no está permitido tener una conversación sobre la vulnerabilidad o sobre el miedo.
Últimamente releo mucho al poeta chileno Raúl Zurita, que tiene unos versos tatuados sobre la piedra del desierto de Atacama que dicen así: Ni pena ni miedo. No soy muy de lemas, pero me parece que este da en el clavo. Si, como apuntaba también Anne Boyer, solo pudiéramos nombrar el sufrimiento y dejar de esconderlo para poder, de verdad, acompañar sin compadecer a los que lo padecen. Si solo pudiéramos ver lo que hay tras el símbolo y el lazo.
Pero no quiere ser esta columna un alegato en contra del lazo rosa, ni mucho menos. Solo un recordatorio, una petición. Que el rosa no sea motivo de infantilizar, de lavar la cara a la dureza, de seguir hablando de guerreras y luchadoras culpando de perder la batalla a quien no se cura en esta sociedad en la que hablemos de la enfermedad mediante un lenguaje restringido y estereotipado. Y que tantos lazos rosas no nos confundan: entre el 20% y el 30% de los cánceres de mama no tiene curación: lo que necesitamos se llama investigación.



















martes, 1 de noviembre de 2022

De jugar con la verdad

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va sobre don Alberto Núñez Feijóo, líder del PP, del que como dice en ella la escritora Nuria Labari, está dispuesto a jugar con la verdad, la espontaneidad y con todo lo que es (o parece) auténtico cuando la espontaneidad de Tik Tok barre al postureo calculado (y viejuno) de Instagram. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





La foto de Feijóo y el secreto de la Coca-Cola
NURIA LABARI
29 OCT 2022 - El País


A mí no me gusta la Coca-Cola. Sin embargo, algunas veces, cuando tengo mucha sed, no hay nada que desee más en el mundo que beberme una. Tengo sed y empiezo a imaginar el deseado refresco en un vaso de vidrio (saben cuál digo, el mítico con deslizamiento de gotitas heladas) con todos esos hielos danzarines. Tengo sed y quiero no solo saciarla, sino tener en mis manos ese vaso o esa lata con forma de trofeo. Y esto se lo debo claro está a todas las fotografías hiperrealistas que me he tragado de esta bebida, al arte del marketing y sus promesas. Del mismo modo, a mí no me gusta el PP. Pero veo la portada de la revista Esquire con el retrato de Aberto Nuñez Feijóo y caigo en la cuenta de dos cosas. La primera es que España tiene sed. Y la segunda, que Feijóo conoce el secreto de la Coca-Cola.
El autor del portadón de Esquire es el fotógrafo Luis de las Alas, especializado en retratos realistas. Y se ha marcado la primera imagen de Feijóo para todos los públicos, es decir, la foto de quien aspira a que lo prueben hasta quienes pasan normalmente de las bebidas gaseosas. Así, mientras Pedro Sánchez no logra despegarse de su aire de influencer de Instagram —hasta le han dedicado en Twitter una cuenta que se llama @MrHandsome—, Feijóo ha elegido mostrarse como el candidato de la hiperrealidad. Podría haberse conformado con ser un hombre sin filtros, pero él quiere subrayar que es un político “de verdad”, incluso “el de la verdad”, que suena aún mejor. De modo que la imagen de Luis de las Alas muestra el vello negro en las manos, cada una de las arrugas en primer plano, los poros abiertos de las mejillas y los recién afeitados de la barba. Todo es tan auténtico que, cuando te encuentras con sus ojos grises mirando de frente (porque Feijóo va de frente), no puedes hacer otra cosa que creerte a quien tienes delante.
Así que ya ven, Feijóo está dispuesto a jugar con la verdad y con todo lo que es (o parece) auténtico cuando la espontaneidad de Tik Tok barre al postureo calculado (y viejuno) de Instagram. Entonces llega él a demostrarnos que la estética realista de un retrato noventero puede resultar increíblemente moderna. Y que un político que lleva 30 años en activo puede convertirse en sorpresa electoral. Pero la narrativa de la portada no termina aquí. Porque Feijóó, además de ser auténtico, resulta que también es hipster y por eso luce jerséis de lana más propios de un domingo de Rastro que de un café en la calle de Génova. No es de extrañar si tenemos en cuenta que su corazón aprendió a latir al ritmo de las canciones de Luis Eduardo Aute y Joaquín Sabina, según él mismo confiesa en la entrevista. Un acercamiento estético y sentimental a los votantes de izquierdas que es un ejercicio de estudiada seducción. Y pasa un poco como cuando ligas con alguien que no te gusta. Que vale, que no es tu tipo, pero parece más amable y sexi desde que sabes que se ha fijado en ti. Tiene un punto atractivo saberse deseado, y Feijóo desea más que nada cambiar el voto de los socialistas “más centrados”. Y a todos ellos parece querer cantarles al oído aquello de “Puedo ser tu estación y tu tren / tu mal y tu bien / tu pan y tu vino…”.
Habría que ser el gallego más gallego de España para convencernos de que el bien y el mal pueden entregarse a la vez y con las mismas manos, o que se puede subir y bajar de una escalera al mismo tiempo. Pero aquí es donde el jersey de cuello alto del que emerge el candidato en la portada lo explica todo. Feijóo no necesita palabras, cuando ha conseguido una imagen que vale por mil. De modo que el cuello alto del jersey hipster le tapa casi hasta la mitad del rostro pero, lejos de mostrar indecisión u ocultamiento, aporta equidistancia, simetría y belleza a la imagen. Como si Feijóo quisiera explicarnos que lo importante del tópico no es si va a subir o va a bajar (la escalera, el jersey o la ideología), sino que la clave está en ser capaz de mantenerse en el centro, en ser ecuánime y no dejarse arrastrar por ningún extremismo salvo, en el peor de los casos, el de la verdad. Que levante la mano quien no quiera un sorbito de semejante elixir.
Lo malo es que hay escaleras en las que uno tropieza, peldaños marcados donde ciertas ideologías siempre patinan. Y Jorge Alcayde, director de Esquire y autor de la entrevista, lo sabe. Así que además de hablar de la paternidad, del rock y de Madrid conduce al entrevistado hasta tres escalones donde es imposible subir y bajar al mismo tiempo: el aborto, la ley trans y la igualdad. Del aborto dice Feijóo que “el tema económico no puede ser nunca un factor desencadenante de esa decisión”. Que es como decir que alguna ideología o institución podrían determinar qué factores son legítimos para que una mujer elija abortar. Afirmación que puede mosquear a muchas mujeres, evidentemente. A lo mejor por eso la palabra mujer no le cabe en la boca cuando sostiene: “Hemos de respetar a la gente que toma esa decisión”. Qué curiosa aquí la palabra “gente”, ¿no creen? Como si la elección no fuese única y exclusivamente de las mujeres. Demasiado áspero me parece ahora su jersey de lana.
Más tarde, en la ley trans, el escalón marcado se convierte en profundo abismo cuando asegura: “Creo que las feministas tienen razón. Esta ley no atiende a la causa histórica del feminismo. Además, es una ley impuesta por una minoría contra la mayoría”. Y aquí la lana del cordero que lo abriga empieza a parecerme la piel de un lobo. Primero, porque utiliza la palabra “feministas” para referirse en realidad a una minoría de mujeres tránsfobas. Y, segundo, porque asegura que defender los derechos de la minoría no debe hacerse si en algo incomoda a la mayoría. ¿En serio? Casi podría parecer que garantizar la igualdad de todas y de todos (empezando por las minorías más vulnerables) no fuera la primera exigencia de la democracia. Podría incluso parecer que la democracia puede convivir felizmente con la más profunda (e injusta) desigualdad. Claro que no solo lo parece, sino que Nuñez Feijóo llega a decirlo literalmente. “Para mí la libertad individual es irrenunciable. La libertad se complementa con la igualdad. Pero por ese orden”. Y aquí es cuando el lobo comienza aullar. Porque decir que la igualdad es “un complemento” es mucho decir en un país donde 10 millones de personas viven con ingresos inferiores a 794,6 euros m
ensuales. Casi podría parecer que en democracia uno puede nacer libre y muerto de hambre al mismo tiempo. Libres antes que iguales, que aúlla Feijóo. Pero en realidad no, la igualdad no es un complemento, sino un derecho irrenunciable. Sin igualdad no hay justicia y sin justicia no hay libertad.
Qué bonito es el jersey. Y qué entrañable la mirada. Por un momento, casi me olvido de lo que todo el mundo sabe: por muy refrescante que sea la Coca-Cola, nunca ha quitado la sed.