sábado, 29 de marzo de 2025

[ARCHIVO DEL BLOG] Los lugares de la memoria. Publicado el 22/03/2019

 






No necesitamos lugares que cultiven el nacionalismo. Hasta ahora hemos vivido muy bien sin él, escribe en El Pais [Los lugares de la memoria, 22/03/2019] la directora de esGlobal, Cristina Manzano. Una guerra diplomática entre Turquía y Australia flota en el aire, comienza diciendo Manzano. Las palabras del presidente turco afirmando que todos los que fueran a Gallipoli “con intenciones antimusulmanas volverían a casa en un féretro, como lo hicieron sus abuelos” no han sentado nada bien al primer ministro australiano. Con razón. Hacía tiempo que no se oían términos tan hostiles hacia países amigos.

Recep Tayyip Erdogan, en campaña electoral, con el nacionalismo subido, con la impresión de los atentados de Christchurch en la retina, usando la islamofobia como excusa para la palabra dura, aludía al escenario de una de las batallas más mortíferas de la Primera Guerra Mundial y al peregrinaje que, cada año, hacen miles de australianos y neozelandeses para recordar a sus 26.000 caídos en combate. Allí las fuerzas turcas infligieron una gran derrota a los aliados. Fue el canto del cisne. Poco después desaparecería el Imperio otomano. Gallipoli fue el lugar que lanzó al poder a Mustafá Kemal, Atatürk, el origen de la Turquía moderna. Un lugar para la memoria colectiva, para la creación de un mito nacional. También lo es para Australia, pues lo consideran la cuna de su unidad como nación.

El mundo está lleno de lugares que encarnan esa memoria colectiva. La ciudad de Washington, por ejemplo, es uno de ellos, un homenaje a la democracia, a sus padres fundadores, con su gigantesco Mall jalonado de monumentos y el cementerio de Arlington, al otro lado del río, donde reposan los que cayeron por defenderla.

Entre finales de los años ochenta y principios de los noventa en Francia se publicó Los lugares de memoria, un ingente —y controvertido— trabajo de recopilación de todos aquellos espacios, físicos y mentales, que han contribuido a lo largo de la historia a perfilar el ser francés. ¿Sería algo así posible en España? Parece difícil.

Lo supuestamente más glorioso de nuestra historia, y sus lugares, queda demasiado lejos por mucho que algunos tengan ahora la tentación de evocarlo. Incluso la guerra de la Independencia —uno de los momentos que suele dejar más huella en la creación de mitos nacionales— está dispersa en nuestra memoria. ¿Cuánta gente podría colocar hoy en el mapa los Arapiles, por ejemplo?

Sumida en guerras civiles durante más de un siglo y en una larga dictadura después, a nuestro relato nacional le cuesta identificar esos lugares comunes, aunque sí lo han hecho las comunidades autónomas: Villalar en Castilla y León; Guernica en el País Vasco, o la estatua de Rafael Casanova en Cataluña, entre otros muchos.

¿Y qué? Como describe Martín Ortega en Ser español en el siglo XXI, lo que nos define como colectividad es una cultura híbrida y nuestra identificación en torno a los valores democráticos. No necesitamos lugares que cultiven el nacionalismo. Hasta ahora hemos vivido muy bien sin él.





Del poema de cada día. Hoy, Canarias (I), de Nicolás Estévanez

 






CANARIAS (I)



Un barranco profundo y pedregoso,

una senda torcida entre zarzales,

un valle pintoresco y silencioso,

de una playa los secos arenales;

Un cabrero en la cumbre que silbaba,

una bella pastora que corría,

una rústica flauta que llenaba

los riscos y las grutas de armonía;

En el aire reflejos y cambiantes,

en el cielo colores trasparentes,

en la noche luceros rutilantes,

crepúsculos brillantes y esplendentes;

Un gallardo mancebo en la montaña

que las cabras monteses perseguía

en la cima del monte una cabaña

y un torrente que al valle descendía;

Tales fueron los goces fugitivos

de cien generaciones ignoradas;

éstos fueron los cuadros primitivos

de las risueñas islas Fortunadas.



NICOLÁS ESTÉVANEZ (1838-1914)

poeta canario


















De las viñetas de humor del blog de hoy sábado, 29 de marzo de 2025

 






































viernes, 28 de marzo de 2025

De las entradas del blog de hoy viernes, 28 de marzo de 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes, 28 de marzo de 2025. Si nos quieren convencer de que servir en el ejército es un deber cívico, no puede convertirse en una mercancía, dice en la primera de las entradas del blog de hoy la filósofa María Eugenia Rodrìguez Palop, y Europa debe estar preparada para una guerra que no es inminente pero tampoco imposible. La segunda es un archivo del blog de tal día como hoy de 2019, en el que se hablaba de que era inevitable añorar los tiempos pasados, sobre todo cuando fueron gloriosos, pero que no se puede parar el futuro por ello. El poema de hoy, en la tercera, se titula Hacia el final, es del poeta Jorge Guillén, y comienza así: Llegamos al final,/A la etapa final de una existencia. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt











Del deber de defender a la patria

 







Si nos quieren convencer de que servir en el ejército es un deber cívico, no puede convertirse en una mercancía, escribe en El País [Reclutamiento forzoso: ¿todos a la guerra?, 24/03/2025] la filósofa María Eugenia Rodrìguez Palop. Europa debe estar preparada para una guerra que, en palabras de Ursula von der Leyen, no es inminente pero tampoco imposible, comienza diciendo Rodríguez Palop. De momento, la Unión Europea impulsará un plan masivo de rearme y hay quien estudia la posibilidad de reinstaurar el servicio militar obligatorio a fin de incrementar nuestros efectivos.

Con diferentes modelos y niveles de compromiso, varios países europeos han mantenido el reclutamiento forzoso o han introducido incentivos para hacer más atractivo el servicio militar. El artículo 30 de nuestra Constitución habla del derecho y el deber de defender España, garantiza la objeción de conciencia y remite a una ley que regule los deberes de los ciudadanos en casos de grave riesgo, catástrofe o calamidad pública.

El dilema es que parece totalmente imposible armonizar el deber de defender un país con arriesgar la vida que ese mismo país está obligado a proteger. Recurrir a la coacción y obligar a personas mayores de edad (excluyendo a mujeres embarazadas) a enrolarse durante un determinado período de tiempo para luchar en el campo de batalla no es compatible con el principio de inviolabilidad y autonomía personal que dota de sentido a un sistema democrático. Sacrificar a unos en beneficio de otros, disponer del proyecto vital de toda una generación para favorecer a las venideras, es una práctica utilitarista y perfeccionista que viola el derecho a la vida que el Estado tiene que salvaguardar. El deber de dar la vida por la patria, en caso de ser necesario, no puede equipararse con cualquier otro deber cívico, como el de pagar impuestos o formar parte de un jurado.

Para salvar este escollo, en ciertos lugares se permite que las personas llamadas a filas paguen a sus sustitutas. O sea, se opta abiertamente por una guerra de ricos en la que son los pobres los que pelean, trasladando la idea de que la vida puede reducirse a un valor monetario y que no todas las vidas valen lo mismo. La cuestión es que la vida no tiene precio porque, entre otras cosas, no tenemos ningún criterio fiable para determinarlo, y la utilidad social de las personas no se puede medir en función de su cuenta corriente. Es de necios confundir el valor y el precio. Y es antidemocrático pensar que la vida de los ricos es, por definición, mucho más valiosa.

La alternativa a este mercado de personas sustitutas podría ser la de crear incentivos para que la gente se enrole en los ejércitos apostando por un sistema profesional, como ya sucede en varios países de la UE. Sin embargo, aquí se obvian las abismales desigualdades que existen en la sociedad sin considerar, además, que el mercado laboral no siempre las corrige. Las necesidades económicas condicionan nuestras elecciones vitales y aunque esto se pudiera amortiguar con políticas públicas —acceso privilegiado a ciertos servicios sociales o pagos en forma de ayudas o pensiones— esta alternativa, en realidad, no se distingue de la anterior. La única diferencia es que ahora es el Estado el que subvenciona a los más pobres para que le hagan sus guerras.

Si nos quieren convencer de que servir en el ejército es un deber cívico, ese deber no se puede poner en venta ni convertirse en una mercancía. Y esta paradoja se ve aún más clara si se incorpora el vector de la población migrante. ¿Sería aceptable un ejército formado solo por migrantes a los que, a cambio, se les otorgara la nacionalidad? No estamos tan lejos de eso. Francia ha lanzado un enrolamiento en línea para atraer a reclutas de todo el mundo, atenuando así el sacrificio de los franceses más vulnerables (con evidente coste electoral) y engrosando las filas con foráneos en peores condiciones. Una forma de mercadear con la vulnerabilidad que el propio Estado provoca, sin perder escaños.

Finalmente, siempre cabe recurrir a una contrata militar privada, como viene haciendo EE UU con Blackwater Worldwide (ahora llamada Constellis). Externalizar las guerras recurriendo a ejércitos de mercenarios, privatizarlas, permite a políticos y ciudadanos desentenderse de ellas. De este modo es más fácil y hasta “ilusionante” pensar en “nuestras” batallas patrias. No nos interpelan, desconocemos a víctimas y victimarios, no nos perjudican electoralmente y hasta nos acarrean ventajas económicas y estratégicas. Es más, como los inversores se han multiplicado, este podría ser un nicho de negocio muy rentable para la industria. Estaríamos, además, ante guerras mucho más cruentas porque la impunidad de los agentes privados suele ser mayor y no se mueven por la lealtad a la nación, sino por su cuenta de “resultados”. Si no son “nuestros” soldados, el juicio moral, social y político cambia radicalmente. Aquí la guerra solo se mide en pérdidas o ganancias económicas y si la superioridad militar es evidente, las ventajas también lo son.

Lo cierto es que cualquiera de estas alternativas plantea problemas de calado siempre que se asuma, simultáneamente, que tenemos el deber de defender a nuestro país, que la vida es valiosa y que todas las vidas valen lo mismo. Aún no hay solución para este viejo dilema. María Eugenia Rodríguez Palop es profesora titular de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid y exeurodiputada de Unidas Podemos (independiente).


















[ARCHIVO DEL BLOG] Nostalgia. Publicado el 28/03/2019

 







Es inevitable añorar los tiempos pasados, sobre todo cuando fueron gloriosos, pero no se puede parar el futuro, comenta en El País [Nostalgia en blanco y negro,28/03/2019] el periodista Guillermo Altares. El Gordo y el Flaco, Oliver Hardy y Stan Laurel, llegaron a ser los cómicos más famosos de su tiempo, en una época en la que competían con gigantes como Charles Chaplin y Buster Keaton. Sobrevivieron al paso del cine mudo al sonoro, pero su humor, blanco, ligero, bastante inocente, se fue apagando lentamente hasta que se convirtieron en un recuerdo. Se acaba de estrenar una película de Jon S. Baird titulada precisamente El Gordo y el Flaco, comienza diciendo Altares, que recuerda una gira que realizaron por el Reino Unido en la década de los cincuenta, cuando hacía años que se habían retirado y la vida les había derrotado. Empezaron en teatros de segunda medio vacíos y en desoladores hoteles de cuarta.

Las historias de cómicos al final del camino forman un subgénero que ha dado grandes películas, desde El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder, hasta El viaje a ninguna parte, de Fernando Fernán Gómez, en la que los cómicos de la legua se topan con el cine, que les come la tostada en el entretenimiento de los pequeños pueblos de la España rural de la posguerra. Queda para el recuerdo la imborrable escena en la que el propio Fernán Gómez desespera a un director de cine cuando es incapaz de declamar decentemente una frase, mientras el realizador lanza todo tipo de juramentos contra los hermanos Lumière.

Son filmes que, en su mayoría, hablan de los problemas que plantean las grandes transformaciones tecnológicas, que relatan cómo el viento del futuro se lleva por delante todo un universo que parecía perfectamente establecido. También describen lo efímero de la fama, lo despiadado que resulta el mundo del espectáculo, la capacidad implacable que tienen las sociedades para expulsar de sus sueños a los artistas cuando dejan de necesitarlos. Y demuestran también que la nostalgia es un sentimiento bastante yermo. Es inevitable añorar los tiempos pasados, sobre todo cuando fueron gloriosos, como le ocurre a Norma Desmond en el filme de Wilder, pero no se puede parar el futuro. Ya lo decía José Agustín Goytisolo en Palabras para Julia, aquel maravilloso poema que cantó Paco Ibáñez: "Tú no puedes volver atrás / porque la vida ya te empuja / como un aullido interminable. / Hija mía, es mejor vivir / con la alegría de los hombres / que llorar ante el muro ciego".
















Del poema de cada día. Hoy, Hacia el final, de Jorge Guillén

 






HACIA EL FINAL 



Llegamos al final,

A la etapa final de una existencia.


¿Habrá un fin a mi amor, a mis afectos?

Sólo concluirán

Bajo el tajante golpe decisivo.


¿Habrá un fin al saber?

Nunca, nunca. Se está siempre al principio

De una curiosidad inextinguible

Frente a infinita vida.


¿Habrá un fin a la obra?

Por supuesto.

Y si aspira a unidad,

Por la propia exigencia del conjunto.

¿Destino?

No, mejor: la vocación

Más íntima.



JORGE GUILLÉN (1893-1984)

poeta español























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