lunes, 26 de mayo de 2025

DE LAS VIÑETAS DEL BLOG DE HOY LUNES, 26 DE MAYO DE 2025

 


































































domingo, 25 de mayo de 2025

DE CONTAR A CENTROAMÉRICA. ESPECIAL 2 DE HOY DOMINGO, 25 DE MAYO DE 2025

 






Uno pensaba que en América Latina habíamos visto ya todas las formas de sumisión a los gobiernos matones de Estados Unidos, comenta en El País [La urgencia de contar a Centroamérica. 25/05/2025] el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, Llevaba 14 años sin venir a Guatemala, comienza diciendo Vásquez. En ese año de 2011, durante un solo viaje alucinado, pasé en muy pocos días de Panamá a Costa Rica y de Costa Rica a Nicaragua y de Nicaragua a El Salvador y de El Salvador a Guatemala, y ahora he vuelto a este país con la impresión ineludible de que en Centroamérica el tiempo es distinto: en un año parece que pasaran varias vidas. Aquí hemos venido un grupo de escritores, periodistas y políticos de todas partes; nos reúne el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, o un encuentro inventado por él hace ya varios años: se llama Centroamérica Cuenta y se llevó a cabo en Nicaragua hasta que su presencia —la del encuentro, pero también la del escritor que lo inventó— se volvió demasiado incómoda para el estalinismo caribeño de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Entonces esta cita se convirtió en un fenómeno itinerante, o, como me dijo un periodista por estos días, andariego. Y aquí, en esta errancia que ha hecho parada en Guatemala, he podido hablar con salvadoreños, con nicaragüenses, con costarricenses y panameños, y todos nos hemos puesto de acuerdo en que la región atraviesa momentos de dificultad extrema: y todos nos hemos puesto de acuerdo en que esa dificultad no es ni nueva, ni sorprendente.

Guatemala se recupera de la catástrofe política pero también moral que fue la presidencia de Alejandro Gianmattei, un régimen que hizo de la corrupción una forma de vida, que miró para otro lado mientras caían asesinados los líderes indígenas, que persiguió a jueces y encarceló a periodistas (José Rubén Zamora sigue preso) y que en las últimas elecciones trató de inhabilitar a cualquier candidato que representara una amenaza. El que escapó a esas estrategias —el que logró volar bajo el radar, pues en las encuestas no parecía demasiado peligroso— fue Bernardo Arévalo, que hoy es presidente constitucional a pesar de los esfuerzos denodados de las autoridades corruptas. En Centroamérica la historia parece colapsar: el presidente de hoy es hijo de otro presidente, Juan José Arévalo, un exótico progresista que en los años cuarenta, esos tiempos que en América Latina fueron una larga pandemia de dictaduras militares, encabezó el primer Gobierno elegido libremente en la historia de la república. Arévalo trató de traer a este país desigual una especie de New Deal rooseveltiano, pero sus reformas sociales se encontraron con el muro de piedra de una sociedad feudal y conservadora y, además, con una época de intensa paranoia anticomunista: una de sus medidas, la aprobación de una ley que permitía a los campesinos constituirse en sindicatos, hubiera parecido lógica e incluso modesta, pero fue recibida como si se tratase de una nueva revolución soviética.

Y lo demás ya es conocido, sobre todo para quien ha leído Tiempos recios, una de las últimas novelas de Mario Vargas Llosa: las acusaciones de comunismo, las decenas de intentos de golpe de Estado, la presidencia de Jacobo Árbenz, la guerra con la United Fruit Company, la intervención de la CIA y los Estados Unidos, las campañas grotescas de desinformación y de calumnias y, finalmente, la imposición a sangre y fuego de un dictador de bolsillo: Carlos Castillo Armas. Hace unos días, dando una vuelta por la ciudad, pasé por el lugar donde Castillo Armas fue asesinado. El 26 de julio de 1957, a eso de las nueve de la noche, el dictador se dirigía al comedor de su palacio presidencial cuando recibió dos disparos de fusil. A pocos metros de allí, la guardia de palacio se topó minutos después con el cuerpo sin vida de un soldado de nombre impagable, Romeo Vásquez, en cuyo cráneo se encontró una bala idéntica a las que mataron a Castillo Armas, y en cuyo casillero descubrieron los investigadores un diario donde el soldado declaraba su intención de asesinar al dictador. La razón: Vásquez estaba convencido de que así permitiría el regreso al poder de Juan José Arévalo. Sí, la historia latinoamericana da la impresión a veces de caminar en círculos, pensaba yo en estos días, mientras me enteraba de las opiniones que un hombre guatemalteco le propinaba a una mujer española sobre Bernardo Arévalo: en frases llenas de la certidumbre de los fanáticos, lo acusaba de ser un rojo y un comunista, y luego se lamentaba de que las cosas no anduvieran mejor en España.

O tal vez no es que se repita la historia, sino que el tiempo se colapsa o se confunde. Insisto: el tiempo funciona distinto. Uno pensaba, por ejemplo, que en América Latina habíamos visto ya todas las formas de sumisión a los gobiernos matones de Estados Unidos, o que el matoneo imperialista de otros años —los de la United Fruit Company, por ejemplo, o el financiamiento de los contras nicaragüenses— había tomado ya todas las formas conocidas. Y luego llega Nayib Bukele, el administrador bien peinado de un Estado policial que se ha aprovechado de los fracasos seriales de sus antecesores, todos incapaces de enfrentarse a la violencia de las pandillas con las herramientas de la legalidad, y pone su sistema de cárceles al servicio del Gobierno de matones de Donald Trump: para que Trump y su política brutal de xenofobia y racismo puedan deportar a ciudadanos latinoamericanos a un país que no es el suyo, sin debido proceso ni garantías legales. El de El Salvador es un régimen autoritario que cada hora bascula más hacia la suspensión del Estado de derecho, pero parece casi legítimo comparado con la Nicaragua de Ortega y Murillo, que en febrero pasado modificaron la Constitución de su país para crear o inventar la figura insólita de la copresidencia. Eso es ahora la pareja grotesca: copresidentes de Nicaragua.

El caso de Nicaragua a veces me parece el más triste de los que agobian la región. En la novela más reciente de Gioconda Belli, Un silencio lleno de murmullos, una mujer de 45 años investiga en la vida de su madre, antigua revolucionaria sandinista, y no consigue entender cómo ha ocurrido todo: cómo Daniel Ortega, uno de los líderes de una revolución triunfante que expulsó a una dictadura hereditaria, se ha convertido ahora en un dictador capaz de mandar a ejércitos paramilitares a asesinar a jóvenes universitarios que se manifiestan sin armas. Los hechos de 2018 marcan la novela tanto como el desencanto por una revolución malversada, y es imposible no recordar que su autora, antigua revolucionaria sandinista, ha terminado esta novela en el exilio: perseguida por un régimen que canceló su nacionalidad nicaragüense y le robó sus propiedades. Lo mismo les ha ocurrido a varios: periodistas, políticos de la oposición, escritores. El periodismo nicaragüense más combativo se hace hoy desde el exilio: en Costa Rica, como El Confidencial de Carlos Fernando Chamorro; en Estados Unidos, como La Prensa, que hace poco recibió —para enorme irritación de Rosario Murillo— un premio de la Agencia Efe.

Hablé largo y tendido con Chamorro, un periodista que lleva 30 años incomodando a los gobiernos y no ha dejado de hacerlo durante estos tiempos de la radicalización de Ortega y su mujer. Las historias que me contó harán parte de otro artículo; por lo pronto, puedo decir que confirmé lo que ya sabía: estos periodistas son hoy más imprescindibles que nunca. Sí, son tiempos recios, aquí y en todas partes, y se podrían hacer muchas malas metáforas con esta tierra de temblores y volcanes. Pero una certeza tenemos: el momento centroamericano, hoy más que nunca, necesita a los que lo cuentan. Juan Gabriel Vásquez es escritor.













CONTRA LA BARBARIE. ESPECIAL 1 DE HOY DOMINGO, 25 DE MAYO DE 2025

 






Isaac Bashevis Singer, te leo hoy buscando respuestas, pero tus personajes hablan por sí mismos. ¿Qué pensarías de lo que está pasando en Gaza?, se pregunta en El País [Siempre contra la barbarie, 25/05/2025] la escritora Elvira Lindo. Isaac, hijo del rabino Pinkhas y de Betsabé. Isaac, comienza diciendo Lindo, nacido en Polonia en 1902. Quisiste agradar a tu padre y comenzaste a estudiar en la yeshiva, pero te arrastró tu carácter escéptico y el ejemplo de tu hermano, Israel Yoshua, que desde muy joven te inculcó el amor por la literatura. Isaac, discípulo por supuesto de Spinoza, lector de Dostoievski, de Chéjov, también de Thomas Mann al que tradujiste a una lengua casi extinta. Elegiste el yidis para expresarte porque se escribe en la que se sueña. También porque, decías, el yidis es el idioma en el que hay más palabras para nombrar a un pobre y porque carece de vocabulario para decir armas, municiones, ejercicios militares, tácticas de guerra.

Presentiste el fin del mundo en el que habías nacido, el de los judíos pobres de Polonia, y emigraste a América, apoyado por Yoshua, que te ayudó a sobrevivir escribiendo artículos de curiosidades en un periódico yidis. Nueva York fue el territorio en el que se movían tus personajes, elocuentes, carentes de paz de espíritu, que habían dejado atrás un mundo poblado de cadáveres y trataban de sobrevivir en tierra extraña. Escribías lo que escuchabas en las cafeterías en las que en torno a una sopa se reunía una intelectualidad sin patria. Allí escuchabas, tímido, incapaz aún de responder a los requiebros de las actrices de los teatros yidis que te consideraban atractivo, bloqueado literariamente en los primeros tiempos neoyorquinos por no encontrar palabras para nombrar el nuevo mundo. Eras el joven prometedor y peculiar. Eras un extraño destilado de fe y duda, de tradición y modernidad, de espiritualidad y lujuria. Tus mujeres hablan y hablan. Algunas perdieron a los hijos en los campos y coquetean con gentiles soñando con una suerte de renacimiento, ya no atienden a cuestiones morales y se entregan a los placeres inmediatos para olvidar. Pero eso es imposible y por las noches se les aparecen sus muertos. Las conocemos porque llenaste tu literatura de su dolor incesante.

Tu hermano te había aconsejado: los hechos nunca envejecen; los comentarios, sí. Y su perspicaz regla alumbró toda tu obra, hizo que aún hoy sigamos leyéndoles a nuestros niños tus cuentos humorísticos, que vibremos con Sombras sobre el Hudson, con Enemigos: una historia de amor o con este recién reeditado Un amigo de Kafka, que tengo en las manos como un tesoro. Eras el hombre que no quería hacerle daño a una mosca, por eso abrazaste el vegetarianismo y cuando te preguntaban si era por razones de salud, contestabas: “Por la salud de los pollos”. Eras el hombre devorado por la culpa, eras el pesimista que, a pesar de la violencia humana, pensabas que siempre hay algo en la vida que nos empuja a no querer perderla.

Bashevis Singer, te leo hoy buscando respuestas pero tus personajes hablan por sí mismos, como si no hubiera un novelista dictándoles al oído: “Los poderes que gobiernan la historia nos habían devuelto a la tierra de nuestros ancestros, pero ya la habíamos mancillado con actos abominables”. Así se expresa en El Mentor un escritor ya afamado que visita Israel en los sesenta y se reencuentra con una alumna que brilló en su juventud y que ha perdido el rumbo en la madurez.

Bashevis Singer, tú que recibiste el Nobel como un reconocimiento a “una lengua de exilio, sin territorio, sin fronteras, sin el aval de Gobierno alguno”, tú que te creaste un misticismo privado y que afirmabas que un Dios compasivo y bondadoso jamás se comportaría así con sus hijos, tú que abominaste de todos los ismos que fanatizaron a la gente en el feroz siglo XX, ¿qué pensarías ahora de un Gobierno que se escuda en el antisemitismo y en la sagrada tragedia del Holocausto para matar a niños bajo las bombas y de hambre y frío? ¿Alzarías la voz para acallar la de quienes en nombre de una religión siembran la tierra de muertos? Te leo y siento tu voz clara siempre contra la barbarie. Elvira Lindo es escritora.
















sábado, 24 de mayo de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY SÁBADO, 24 DE MAYO DE 2025

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 24 de mayo de 2025. Los caprichos de productores con mucho poder y poco cerebro han destrozado filmes a los que nunca se les permitió ser lo que debían, escribe en la primera de las entradas del blog de hoy la cineasta Isabel Coixet. La cultura dominante hoy, basada en que escribimos nuestro destino, nos paraliza en momentos de crisis; lo dice en un archivo del blog de junio de 2020, en la segunda entrada de hoy, el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Gotemburgo, Víctor Lapuente. El poema de hoy, en la tercera, se titula La sed, está escrito por la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou, y comienza con estos versos: Tu beso fue en mis labios/de un dulzor refrescante./Sensación de agua viva y moras negras/me dio tu boca amante. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt















DEL CINE DE HOY

 







Los caprichos de productores con mucho poder y poco cerebro han destrozado filmes a los que nunca se les permitió ser lo que debían, escribe en El País [Una película de nadie (o lo que nunca te cuentan de Cannes), 16/05/2025] la cineasta Isabel Coixet. Salió de su modesto hotel, comienza diciendo Coixet, cerca de la estación de autobuses muy temprano pensando qué le diría aquel productor cuyo apremiante mensaje había recibido la noche anterior. Intuía que le esperaba una mañana dura. El hombre acababa de llegar de Los Ángeles, tenía innumerables compromisos y “la première con George, ya sabes”. ¿Puedes venir a las nueve? Ella pensó que la première con Clooney sería a las siete de la tarde y que no hacía falta que quedaran tan temprano, pero asintió fingiendo un entusiasmo que no sentía: por supuesto, allí estaré.

En el hall le preguntaron dos veces con quién tenía cita, mirando con suspicacia sus zapatillas de cordones deshilachados, sus gafas, su aspecto de no pertenencia: estaba acostumbrada. La escoltaron con indiferencia al ascensor, de él salieron Willem Dafoe y su despampanante mujer italiana cogidos de la mano, ella 30 años más joven que él, quizás más. Nada sorprendente en un mundo donde hasta los 70 los hombres siguen recibiendo ofertas para interpretar a protagonistas seductores, mientras las actrices de 40 languidecen en papeles de composición si tienen suerte.  

La habitación del Martinez era sofocante en su lujo. Unas cortinas gruesas de terciopelo dorado atenuaban la luz de la mañana, mientras que el murmullo distante de la multitud del festival apenas llegaba a la gruesa alfombra. El carro del desayuno resplandecía con un festín apenas tocado. A su lado, un soporte mostraba un cartel de una película desconocida. Cuando se acercó, se dio cuenta de que era la suya: con otro título, otra estética. Otros nombres que no conocía: montaje, banda sonora. Sintió que la invadía el desaliento. Sobre la mesa de cristal, un portátil parpadeaba con una cronología de algo que vagamente tenía que ver con la película que ella había rodado meses atrás.

Él estaba sentado frente a ella con las piernas cruzadas, una sonrisa que olía a puro y a poder reciente, con esos dientes blancos como espejismos que poseen todas las personas del mundo del cine en California. Un gran productor en Cannes durante tres días y que ya jugaba a ser Dios con media docena de películas. Su voz era suave, ensayada. “Te lo digo como amigo, como alguien que siempre ha admirado profundamente tu trabajo. El nuevo montaje da mejores resultados. Es más... accesible. ¡Es trepidante! Me lo agradecerás después. Míralo con calma. Sin prisa. Y te doy mi palabra de honor de que si de verdad no te gusta volveremos a tu versión. Estarás conmigo al menos en que el título es mil veces mejor...”.

Ella sabía que mentía. Una vez recortada la película por el estudio, bajo la normativa americana, no hay nada que un autor pueda hacer, salvo tragarse la furia, intentar olvidar que aquello había ocurrido y no volver a firmar pactos con el diablo. Sus manos se lo decían: tamborileaban con los dedos demasiado rápido, yendo hacia el carro del desayuno a coger un grano de uva. “¿Has desayunado? Sírvete lo que te apetezca... ¡Ah!, la mantequilla salada francesa, qué tentación”. Sus ojos se movían rápidamente, sin sostener los de ella demasiado tiempo. No estaba salvando su película; estaba salvando una inversión haciéndola más segura, más aburrida. Infinitamente más banal. Desmantelaba la violencia silenciosa que ella había pasado dos años creando. Podía escucharse a sí misma respondiendo: “Puedes reeditarla como quieras, pero si se estrena así, me encontrarás sentada en la rueda de prensa diciéndole a cada periodista que pregunte que has secuestrado mi película y le has quitado todo lo que yo había puesto en ella”. Pero no dijo nada de eso. Su boca permaneció inmóvil, los labios apretados en lo que podría haber pasado por un acuerdo, o quizás una rendición educada.

Sabía cómo se jugaba este juego. Había rodado en selvas, en desiertos helados, dormido en salas de montaje, sangrado por historias que nadie quería oír. Pero esto —este sabotaje sonriente en un hotel de cinco estrellas— no era una lucha que ganaría con la verdad. No allí. No ahora. Así que sonrió. Un gesto pequeño y preciso. Suficiente para mantener la paz. Suficiente para hacerle creer que había comprendido su lugar. La reunión terminó con apretones de manos, promesas y un brindis con champán que apenas tocó. Al salir de la fría y dorada sofocación del Martinez, el sol le dio en la cara como una bofetada.

La Croisette ya era un desfile. Mujeres con vestidos de lentejuelas, sus tacones repiqueteando a un ritmo implacable hacia la siguiente alfombra roja. Hombres de esmoquin ajustándose las pajaritas, fotógrafos buscando un instante de imperfección. Risas, tratos, elogios flotando en el aire como confeti. Pasó junto a ellos, sintiéndose invisible con su camiseta negra y sus sandalias desgastadas. Pero lo prefería así. La playa estaba a solo unas calles, lo suficientemente cerca como para recordar que había un mundo más allá de este circo brillante. Al llegar a la arena, el ruido se apagó. El mar, indiferente e inmenso, respiraba a un ritmo lento y eterno al margen del bling bling y de las decepciones. Se quitó los zapatos y se detuvo al borde del agua.

Su mente se llenó de rostros. No su rostro, ni el del productor; solo los rostros de quienes la precedieron. Las mujeres que lucharon por contar historias que no vendieran productos. Los hombres que se negaron a suavizar las asperezas de la verdad. Los cineastas a los que les había mentido, manipulado, silenciosamente borrado. Aquellos que lucharon hasta que no les quedó nada más que sus nombres, a veces ni siquiera eso. ¿Cuántos habían estado allí, con los pies en el mismo mar, tragándose la misma ira?

Pensó en un director al que una vez admiró, cuya última película fue masacrada hasta quedar irreconocible. En una joven cuyo debut fue archivado tras la interferencia del estudio. En todos los funerales silenciosos celebrados por películas a las que nunca se les permitió ser lo que debían ser por el capricho de alguien con mucho poder y poco cerebro.. Cerró los ojos. Esta guerra estaba perdida, pero ella continuaría luchando. Cómo y donde fuera. Y su corazón no sangraría cuando tiempo después, en las páginas de Variety, el nombre del tipo que le había destrozado su película saliera en la sección de noticias de despidos y muertes. Isabel Coixet es directora de cine.