viernes, 18 de octubre de 2024

Del poema de cada día. Hoy, Muro con buganvilla, de Lucía Emmanuel (1985)

 





MURO CON BUGANVILLA


1

Mi primera memoria: el punto más bajo de la casa. El hueco a ras de suelo del armario de los juguetes, donde poso una muñeca desnuda que no dice mamá, que no dice papá.

2

Él, que sueña con el movimiento, con echar a andar fotogramas, se

conforma con poner los ojos en una mano, la mano en un lapicero, el

lapicero sobre un papel.

Él, que sueña con el movimiento, pasa las tardes frente a un muro. Su

primer muro. Vigila cada ladrillo negro, cada ladrillo blanco.

3

Aita y ama roncan al otro lado del pasillo.

Yo cuento estrellas, fluorescencias,

mi cama el globo que vuela en la oscuridad.

Aita y ama roncan más allá de mi puerta.

Travesía de manos pequeñas,

pies fríos y lunares en los brazos.

Aita y ama roncan en su habitación.

Yo cuento estrellas, fluorescencias.

Aita y ama roncan y cierro los ojos.

A veces tengo miedo de morir.

4

Mi madre me enseña a colocar los brazos en arco, el cuello estirado, la barbilla alta. Estirar las piernas, juntar los pies, abrir los empeines cuarenta y cinco grados. Meter el coxis, apretar las nalgas y mirar de frente. Me enseña la postura precisa y fuerte de la flor.

5

Cuencos de aire son macetas vacías. Barro seco y desnudo, exilio de las flores. Mis manos que de niña bailan, mis dedos que olvidan la música, mis uñas manchadas de tierra. Acerco la cara, aspiro hondo la oscuridad. Acaricio el hueco donde vive mi raíz.


Lucía Emmanuel (1985)

Poetisa española








De las viñetas de humor de hoy viernes, 18 de octubre de 2024

 

















jueves, 17 de octubre de 2024

De las entradas del blog de hoy jueves, 17 de octubre de 2024

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves, 17 de octubre de 2024. Pocas veces he aprendido tanto, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy, como tratando de verter al español la prosa dificilísima de Conrad y conociendo, como solo conoce un traductor, los vericuetos de esta novela implacable y clarividente sobre las tinieblas humanas del colonialismo. Se dice de la política, en la segunda de las entradas de hoy, que es el arte de lo posible, pero los deseos de cambiar por la fuerza la naturaleza del mundo y de quienes lo hemos ido habitando en oleadas sucesivas, los intentos de convertir en realidades lo que no son mas que utopías, no han traído para los hombres nada más que sangre, muerte y lágrimas. La tercera del día es un poema, paradigma del romanticismo, que comienza con estos versos: "Las fuentes se unen con el río / y los ríos con el Océano". Y la cuarta, como siempre, son las viñetas de humor del día. Espero que todas ellas les resulten de  interés. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos. Nos vemos de nuevo mañana si la diosa Fortuna lo permite. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Tamaragua, amigos míos. HArendt











De las tinieblas humanas

 







A los dioses de la literatura les gustan las coincidencias, comenta en El País [Los caminos de las tinieblas 13/10/2024] el escritor Juan Gabriel Vásquez. A mediados de este año, la editorial que publica mis novelas publicó un libro que no es mío, pero al que le tengo tanto cariño como a los que sí lo son: mi traducción de El corazón de las tinieblas, una de las varias obras maestras de Joseph Conrad. La hice ya hace varios años por encargo del editor Pere Sureda, pero la he revisado con esmero para esta nueva encarnación, y he confirmado que pocas veces he aprendido tanto como tratando de verter al español la prosa dificilísima de Conrad y conociendo, como solo conoce un traductor, los vericuetos de esta novela implacable y clarividente. Conrad cumplió hace poco cien años de muerto, y sus lectores militantes hemos estado hablando de él y de sus libros con frecuencia. Pero en estos días otra conversación se cruzó con estas, también motivada por un aniversario. Y esta es la coincidencia que quiero compartir con mis lectores.

Comienzo con un episodio de espanto. Lo cuenta Maya Jasanoff en su extraordinario libro sobre Conrad: La guardia del alba. Hacia 1891, desesperado porque la explotación libre del Congo no estaba produciendo riquezas suficientes para cubrir la inversión, el rey belga Leopoldo II decidió declarar amplias zonas de su territorio africano propiedad privada. Ya no serían espacios abiertos para que vinieran a explotarlos todos los europeos que quisieran un pedazo de la inmensa industria del marfil, a veces disfrazada obscenamente de misión civilizadora, a veces desnuda en su codicia y prescindiendo de todo disfraz. Ahora la explotación sería privilegio real. Los abogados de Leopoldo II redactaron justificaciones considerando que aquellas tierras africanas eran tierras baldías, con lo cual el rey se podía apropiar legítimamente de ellas y explotarlas como quisiera. Y a eso se dedicó con esmero.

Pronto comprendió la posibilidad de explotar no solo los recursos naturales, sino también los humanos. Empezó a cobrar impuestos a los congoleses; pero los impuestos no podían pagarse con dinero (porque el régimen colonialista había instaurado deliberadamente una economía de trueque), y tampoco podían pagarse explotando la tierra (porque los derechos exclusivos le pertenecían al rey), de manera que el gobierno, en su infinita creatividad, propuso una tercera opción: que se pagaran con trabajo. Impuso entonces un sistema de trabajos forzados en que los agentes del Estado reclutaban por la fuerza a los hombres, y, cuando los hombres escapaban a la selva para evitar el reclutamiento, secuestraban a sus mujeres y a sus hijos hasta que volvieran a someterse. Enseguida, como las infelicidades no vienen solas, los agentes de Leopoldo cayeron en la cuenta de que no solo de marfil vive el hombre: sus nuevos terrenos eran ricos en caucho, un material que Europa estaba devorando a toneladas.

Fue un golpe de fortuna: el caucho rescató la economía colonialista que había estado a punto de quebrar pocos años atrás. Como la extracción era ardua, un esclavismo legalizado se puso en marcha: los impuestos se pagaban con caucho, y el trabajador que no cumpliera con su cuota era castigado brutalmente, a veces con un tiro en la cabeza. Se puso de moda entre los agentes colonialistas cortar la mano de los trabajadores incumplidos y asesinados, pues así llevaban ante sus superiores la justificación de su esfuerzo recaudador, y pronto, para ahorrar balas, comenzaron a cortar las manos de los vivos también. Las mutilaciones se volvieron cotidianas, pero nada de eso se sabía en Europa, y quienes lo sabían miraban para otro lado. Hasta 1902: cuando un tal Edmund Dene Morel, un funcionario cualquiera aquejado de decencia o de mera humanidad, denunció en varios panfletos lo que llamó “Estado esclavista del Congo” y acompañó su denuncia de fotos de jóvenes mutilados. Y la Corona británica decidió enviar a su cónsul, un irlandés llamado Roger Casement, para recabar información sobre las atrocidades. Casement volvió de sus investigaciones cargado de pruebas incontrovertibles del infierno.

Y aquí empieza la coincidencia a la que me refería al comienzo de esta página. Otras de las grandes zonas productoras de caucho era la selva amazónica, y una empresa peruana se había comenzado a adueñar de la explotación en los terrenos fronterizos de Colombia, Perú y Brasil. La casa Arana había descubierto, igual que los colonialistas belgas, la maravillosa posibilidad del esclavismo: reclutaba trabajadores forzados entre las tribus indígenas de la zona, y, con el mismo pretexto civilizador de los europeos, implantó un universo de horror en que los trabajadores tenían que llegar a cuotas imposibles para no recibir castigos inhumanos. El escándalo mundial estalló cuando un ingeniero norteamericano, de viaje por la zona en 1909, vio lo que sucedía y lo denunció. Lo que molestó al gobierno británico no fue tanto la revelación de las atrocidades, sino un titular de prensa: “Un Congo de propiedad británica”. Pues la Casa Arana, también llamada Peruvian Amazon Company, tenía una junta directiva que funcionaba en Londres con miembros ingleses. El escándalo, por lo tanto, era británico también. La Corona decidió investigar las denuncias y le encomendó la tarea al hombre que entretanto se había convertido en su cónsul en Brasil: Roger Casement.

Casement fue a las selvas del Putumayo, recopiló pruebas y presentó un informe demoledor contra la Casa Arana. Y sí, la empresa acabó cayendo: pero mucho después, como un efecto diferido. Entretanto, un hombre que no conoció a Roger Casement hizo su propio viaje a las entrañas de la selva del Putumayo, exploró esos territorios violentos y oyó historias atroces y conoció a sus protagonistas, y luego escribió una novela que era, por lo menos en parte, otro enjuiciamiento de lo que llamó el infierno verde. Era un abogado colombiano llamado José Eustasio Rivera; su novela, La vorágine, contenía varias historias en sus páginas de espanto, pero una de ellas me ha interesado más que otras. Es la historia de un francés que en la novela solo aparece como “el mosiú”: un fotógrafo que anda por la selva tomando fotos de las plantas, haciendo mediciones de los árboles e inventariando insectos. A partir de cierto momento, el fotógrafo comienza a darse cuenta de que los explotadores del caucho son esclavistas, torturadores y asesinos, y comienza a fotografiar las espaldas de los indígenas, cruzadas de cicatrices como los árboles. Decide denunciar las atrocidades, pero sin fortuna: porque los dueños de la explotación se han dado cuenta de sus indiscreciones. El francés, misteriosamente, desaparece.

La vorágine se publicó en noviembre de 1924: tres meses mal contados después de la muerte de Conrad. En este siglo se ha convertido en una de las novelas señeras de la literatura latinoamericana, y los lectores la hemos celebrado de diversas formas. Que hayan coincidido en el mismo año los dos aniversarios, la muerte de Conrad y la novela de Rivera, es apenas una frivolidad cronológica; más interesante es que se comuniquen por caminos tan extraños sus dos mundos: más extraño es preguntarse qué habría pasado si Rivera hubiera conocido a Casement, o si hubiera leído El corazón de las tinieblas. Yo encuentro un misterioso parentesco entre la novela de Conrad y La vorágine: guardadas varias distancias, los dos libros usan la ficción para viajar a esos territorios de oscuridad de nuestras geografías, pero también de la condición humana, y luego regresar para contar lo que han visto. Son como parientes lejanos que se encuentran y dialogan. Y lo que se dicen no deja nunca de merecer nuestra atención: aunque pasen cien años. Juan Gabriel Vásquez es escritor.












[ARCHIVO DEL BLOG] El arte de lo posible (18/05/2009)










Se dice de la política que es "el arte de lo posible". Quizá sea mejor así. Los deseos de cambiar por la fuerza la naturaleza del mundo y de quienes lo hemos ido habitando en oleadas sucesivas, los intentos de convertir en realidades lo que no son mas que utopías, no han traído para los hombres nada más que sangre, muerte y lágrimas. 
Dos experimentos sociales llevados a cabo en el pasado siglo, dos intentos de transformar por la fuerza la naturaleza propia del ser humano, comunismo y nazismo, acabaron en inmensas tragedias. Ambas eran doctrinas totalitarias; ambas pretendieron cambiar el hombre y el mundo, y sus injusticias, de raíz; ambas provocaron la muerte de millones de seres inocentes; ambas fracasaron. Hannah Arendt las estudió muy bien en uno de sus más originales libros: "Los orígenes del totalitarismo", (Alianza, Madrid, 1987). Pero lo han intentado desde el principio de la historia, véase Platón, en su República.
En las democracias modernas también hay "lados oscuros". La "razón de estado" es uno de ellos. El "Diccionario de Política", (Siglo XXI, Madrid, 1994), dirigido por Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco Pasquino, le dedica nada menos que 11 páginas a dos columnas de diminuta y apretadísima letra. Su punto de partida, podemos leer en él, se encuentra en los umbrales de la edad moderna y está representado por la intuición genial e iluminadora de Maquiavelo ("El príncipe", Temas de Hoy, Madrid, 1994), a través de la cual empieza a surgir en sus términos más generales el concepto de "razón de estado", aunque todavía no su precisa formulación verbal. Otro de esos "lados oscuros", es, o fue, el de la "obediencia debida", desmantelada tras la II Guerra Mundial por los Tribunales de Nuremberg (1945-1949), el Derecho Internacional y las Naciones Unidas (Declaración de 9 de diciembre de 1975).
Quizá por eso, a pesar de aceptar y compartir que la política sea el arte de lo posible, me produce cierta decepción la decisión del presidente Obama de no perseguir judicialmente a los responsables de las torturas de Guantánamo y Abu Ghraib. Mi confianza en su ya mítico e ilusionante lema de campaña: "Yes, we can", permanece intacta, pero esta -quiero suponer difícil decisión para él- representa para mí la primera rayadura en ella.
El escritor y crítico literario argentino Alberto Manguel, comenta la decisión de Obama en su artículo de hoy en El País ("La crueldad de Dante") y la pone en relación con uno de los Cantos (Infierno: XXXII, 72-123) de su "Comedia" (Barcelona, Seix Barral, 1973), y con una cita del escritor británico G. K. Chesterton, muy bien traída a colación. Lo pueden leer ahora: La decisión del presidente Obama de dar a conocer los documentos sobre las prácticas interrogatorias de Guantánamo y Abu Ghraib, comienza diciendo Manguel, y, al mismo tiempo, no ordenar la investigación de quienes llevaron a cabo tales prácticas, me recordó un caso bien anterior, en el que el sistema legal es también utilizado para justificar la tortura, y en el cual el torturador tampoco es condenado por sus acciones. Ocurre casi al final del viaje al infierno de Dante, en el Canto XXXII de su Comedia.
Siguiendo a Virgilio por los varios círculos infernales, Dante llega al lago glacial en el que las almas de los traidores son presas hasta el cuello en el hielo. Entre las terribles cabezas que gritan y maldicen, Dante cree reconocer la de un cierto Bocca degli Abati, culpable de haber traicionado a los suyos y haberse aliado al enemigo. Dante pide a la inclinada cabeza que le diga su nombre y, como es ya su costumbre a lo largo del mágico descenso, promete al pecador fama póstuma en sus versos cuando vuelva al mundo de los vivos. Bocca le contesta que lo que desea es precisamente lo contrario, y le dice a Dante que se vaya y no lo fastidie más.
Furioso ante el insulto, Dante coge a Bocca por el pescuezo y le dice que, a menos que confiese su nombre, le arrancará cada pelo de la cabeza. "Aún si me dejases calvo", le contesta el desdichado, "no te diría quien soy, no te mostraría mi cara/ aunque mil veces me azotases". Entonces Dante le arranca "otro puñado de pelo", haciendo que Bocca lance aullidos de dolor. Mientras tanto, Virgilio, encargado por la voluntad divina de guiar al poeta, observa y guarda silencio.
Podemos interpretar ese silencio de Virgilio como aprobación. Varios círculos antes, en el Canto VIII, cuando los dos poetas navegan a través del Río Estigio, Dante, viendo cómo uno de los condenados se alza de las aguas inmundas, le pregunta, como siempre, de quién se trata. El alma pecaminosa no le da su nombre, sólo le dice que es "uno que llora" y Dante, sin conmoverse, lo maldice ferozmente. Virgilio, sonriente, toma a Dante en sus brazos y lo alaba con las palabras que San Lucas usó para alabar a Cristo. Entonces Dante, alentado por la reacción de su maestro, le dice que nada le daría mayor placer que ver al condenado volver a hundirse en el fango atroz. Virgilio le dice que así ocurrirá, y el episodio concluye con Dante agradeciendo a Dios la concesión de su deseo.
A través de los siglos, los comentadores de Dante han intentado justificar estos actos como ejemplos de "noble indignación" u "honorable cólera", que no es un pecado como la ira (según Santo Tomás de Aquino, uno de las fuentes intelectuales de Dante), sino una virtud nacida de una "causa justa". El problema, claro está, reside en la lectura del adjetivo "justo". En el caso de Dante, "justo" se refiere a su comprensión de la incuestionable justicia de Dios. Sentir compasión por los condenados es "injusto" porque significa oponerse a la imponderable voluntad divina.
Tan sólo tres cantos antes, Dante cae desmayado de piedad cuando el alma de Francesca, condenada a girar para siempre en el vendaval que castiga la lujuria, le cuenta su triste caso. Pero ahora, más avanzado en su ejemplar descenso, Dante ha perdido su flaqueza sentimental y su fe en la autoridad es más robusta.
Según la teología dantesca, el sistema legal impuesto por Dios no puede ser tachado ni de erróneo ni de cruel; por lo tanto, todo lo que decrete debe ser "justo" aun cuando se halle más allá del entendimiento humano. Las acciones de Dante -la tortura deliberada del prisionero preso en el hielo, su sórdido deseo de ver al otro prisionero ahogarse en el lodo- deben ser entendidas (dicen los comentadores) como una humilde obediencia a la Ley y a una incuestionable Autoridad Mayor.
Un argumento similar es propuesto hoy en día por quienes argumentan contra la investigación y condena de los torturadores. Y sin embargo, habrá pocos lectores de Dante que no sientan, al leer esos pasajes infernales, un mal sabor de boca. Quizás sea porque, si la justificación de la aparente crueldad dantesca yace en la naturaleza de la voluntad divina, entonces, en lugar de sentir que las acciones de Dante son redimidas por la fe, el lector siente que la fe es envilecida por las acciones de Dante.
De la misma manera, el implícito perdón a los torturadores, sólo porque los abusos ocurrieron en un pasado inmutable y bajo la autoridad y ley de otra administración, en lugar de alimentar la fe en la política del Gobierno actual, la envilece. Peor aún: tácitamente aceptada por la Administración de Obama, la vieja excusa de "sólo obedecí las órdenes" adquirirá renovado crédito y servirá de antecedente para futuras exoneraciones.
G. K. Chesterton dijo alguna vez: "Obviamente, no puede haber seguridad en una sociedad en la que el comentario de un juez de la Corte Suprema, diciendo que asesinar está mal, sea visto como un epigrama original y deslumbrante". Lo mismo puede decirse de una sociedad que, bajo no importa qué circunstancias, rehúsa investigar y condenar infames actos de tortura. Espero que les haya resultado interesante. ¡Ah!, y sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt












Del poema de cada día. Hoy, Filosofía del amor, de Percy Bysshe Shelley (1792-1822)

 






FILOSOFÍA DEL AMOR



Las fuentes se unen con el río

y los ríos con el Océano.

Los vientos celestes se mezclan

por siempre con calma emoción.

Nada es singular en el mundo:

todo por una ley divina

se encuentra y funde en un espíritu.

¿Por qué no el mío con el tuyo?


Las montañas besan el Cielo,

las olas se engarzan una a otra.

¿Qué flor sería perdonada

si menospreciase a su hermano?

La luz del sol ciñe a la tierra

y la luna besa a los mares:

¿para qué esta dulce tarea

si luego tú ya no me besas?



Percy Bysshe Shelley (1792-1822)

Poeta inglés











De las viñetas de humor de hoy jueves, 17 de octubre de 2024

 

























miércoles, 16 de octubre de 2024

De las entradas del blog de hoy miércoles, 16 de octubre de 2024

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles, 16 de octubre de 2024. Yo creía hasta ahora que solo los cervantinos incondicionales nos acordábamos de la batalla de Lepanto, y con ella la memoria del sufrimiento y el heroísmo de muchos muertos anónimos, y el desengaño y la penuria de muchos supervivientes, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy. Hablemos solo, al menos hoy, se comenta en la segunda de las entradas, un archivo del blog de noviembre de 2016, sobre la libertad, y la peculiar idea que sobre la misma tienen algunos energúmenos que alegran el solar patrio desde su calidad de hombres públicos. La tercera del día es un poema que comienza con estos versos: "Los veo en pie, en la puerta principal de sus universidades / veo a mi padre saliendo / bajo el arco de arenisca ocre". Y la cuarta, como siempre, son las viñetas de humor del día. Espero que todas ellas les resulten de  interés. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos. Nos vemos de nuevo mañana si la diosa Fortuna lo permite. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Tamaragua, amigos míos. HArendt









De los nuevos guerreros de Lepanto

 






Yo creía hasta ahora que solo los cervantinos incondicionales nos acordábamos de la batalla de Lepanto, y seguíamos las referencias a ella en la obra y en la vida de nuestro héroe, que ya en su vejez comprendía melancólicamente que una victoria militar de hacía casi medio siglo estaba siendo olvidada, y con ella la memoria del sufrimiento y el heroísmo de muchos muertos anónimos, y el desengaño y la penuria de muchos supervivientes, entre ellos el propio Cervantes, mutilado de guerra que persiguió en vano alguna recompensa a sus méritos, comenta en El País [Nuevos guerreros de Lepanto, 12/10/2024] el escritor y académico de la RAE Antonio Muñoz Molina. Un año antes de morir, “viejo, soldado, hidalgo y pobre”, aún se acordaba con apasionada elocuencia de haber participado “en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”. Es una exageración muy poco característica de su forma de escribir, en la que los altos vuelos retóricos siempre quedan ridiculizados por la ironía. Cervantes había visto de cerca el contraste entre las leyendas oficiales de la épica guerrera y la dureza de la realidad, entre la glorificación de los caudillos militares como don Juan de Austria y el triste destino de los soldados, los marineros, los remeros forzados en las galeras victoriosas. Había experimentado en su propia piel las heridas de la guerra y las de los latigazos y las humillaciones de la esclavitud. Y en su cautiverio de Argel, durante cinco años, había convivido a diario con una variedad de gente y de creencias religiosas que en la España de Felipe II ya era imposible.

Al enemigo musulmán se le llamaba genéricamente el Turco. Pero en Argel Cervantes vio que detrás de ese calificativo sin rostro habitaba un hervidero de personas reales, muchas de ellas de lealtades cruzadas, cristianos que se habían convertido por conveniencia al islam, mercaderes griegos, italianos, albaneses, judíos, frailes españoles dedicados durante años a la tarea de rescatar cautivos. Y todos ellos se entendían en una jerga bastarda hecha de retales de diversos idiomas que era objeto de la curiosidad de un oído tan alerta a todo tipo de hablas como el de Cervantes, católico devoto y observador compasivo y sin prejuicios de todo el arco de la condición humana.

Pero ahora me entero, gracias a una de esas sagaces crónicas italianas de Íñigo Domínguez, que la efemérides para mí lejana y literaria de la batalla de Lepanto es una fiesta anual de los neopaleofascistas italianos de Matteo Salvini, que se reúnen cada 7 de octubre no para recordar a aquel soldado Cervantes que tuvo tanto amor por Italia —su idioma, su literatura, su alegría de vivir, tan ajena al ceño áspero español—, sino para conmemorar belicosamente la victoria de la Liga Santa contra el imperio otomano. Hay que tener mucho cuidado con los movimientos políticos que veneran batallas ganadas o perdidas hace varios siglos. Por lealtad al recuerdo de la batalla de Kosovo de 1389 los nacionalistas serbios sembraron de destrucción y de cadáveres en los primeros años noventa el país desguazado que un poco antes era Yugoslavia. Como bien sabía Cervantes, el “día después” de Lepanto (por decirlo en nuestro español mal traducido de ahora) fue en gran medida un fiasco. La armada cristiana dejó pasar la oportunidad de perseguir a la muy debilitada de los turcos e infligirle un daño definitivo. La Liga Santa, constituida por España, el Papado y la República de Venecia —ahora Salvini propone una “Santa Alianza”— quedó deshecha muy pronto, por las disputas internas, y, sobre todo, por la ambición de Venecia de mantener los lazos comerciales en el Mediterráneo con el imperio de los infieles. Cervantes, recuperado parcialmente de heridas gravísimas, siguió combatiendo cuatro años más, antes de ser hecho cautivo, y vio en ese tiempo cómo se disipaban en aventuras militares inútiles las supuestas ganancias de la victoria de Lepanto.

Ahora, Matteo Salvini y sus repugnantes aliados de toda Europa se ven a sí mismos como herederos de don Juan de Austria, almirantes de una nueva armada cristiana que se dispone a combatir en esas mismas aguas del Mediterráneo a un enemigo que en el fondo es el mismo de siempre, el Turco, el Moro, el Negro, el Ladrón de nuestras casas, el Violador de nuestras mujeres, el que nos va a quitar lo que es nuestro, cada uno de esos privilegios que parecen haber servido solo para alimentar el resentimiento, no la lealtad hacia el sistema democrático y de protección social que los ha hecho posibles. En la cubierta de la galera Marquesa, ardiendo de fiebre, sobreponiéndose al miedo, Miguel de Cervantes veía aproximarse las naves enemigas y era consciente del equilibrio de fuerzas entre las dos armadas. Ahora, en las nuevas batallas soñadas de Lepanto, el enemigo invasor son los fugitivos inermes de las guerras, las persecuciones políticas, el hambre, la desertización acelerada por el cambio climático. Hasta ahora, la gran victoria naval de la que se enorgullece Salvini fue la obtenida contra el buque español Open Arms, al que en 2019, cuando era ministro del Interior, forzó a permanecer 19 días delante de la costa de Lampedusa, con 147 emigrantes hacinados a bordo, rescatados del mar, acosados por el hambre y la sed, por una claustrofobia que a muchos de ellos los empujó a saltar al agua en la que muy poco antes estuvieron a punto de ahogarse.

Ese enemigo irrisorio al que venció Matteo Salvini expande ahora por el mundo su amenaza universal. En Springfield, Ohio, los emigrantes de Haití cazan y devoran los gatos y los perros y hasta las ardillas en los jardines de las personas decentes. En las zonas de Carolina del Norte devastadas por el huracán Helene los damnificados blancos no reciben ayuda porque votan al Partido Republicano y porque los fondos del Gobierno federal se gastan en sobornar a los inmigrantes ilegales para que voten a los demócratas. La delincuencia es más baja que nunca en nuestro país, y ha ido descendiendo en los mismos tiempos en que llegaban más inmigrantes, pero dirigentes políticos y agitadores en la televisión y en las redes claman contra la inseguridad creciente provocada por los menores extranjeros. Informes de rigor intachable aseguran que los inmigrantes no perjudican a los nativos en su trabajo ni en sus prestaciones sociales, pero nada de eso desacredita a los demagogos que los acusan de “quitarnos lo que es nuestro”.

A Cervantes, que lo había visto todo en esta vida, lo fascinaba la extraña capacidad humana para no ver lo que se tiene delante de los ojos, y para empeñarse en ver lo que no existe, y dejarse engañar por las mentiras y las fantasías de otros. La locura de don Quijote es en gran parte un empecinamiento fanático en no ver lo evidente, y más tarde una voluntad de aceptar las mentiras que otros han urdido para manipular su conducta o tan solo para burlarse cruelmente de él. Según una encuesta reciente, una gran mayoría de españoles considera que en nuestro país hay demasiados inmigrantes, y asocia esa abundancia con hechos negativos, como la inseguridad o el deterioro de las prestaciones sociales. Al mismo tiempo, para esa misma mayoría sus relaciones personales o laborales con inmigrantes son positivas. La amenaza del enemigo abstracto se disuelve ante la cara, la presencia, el trabajo de una persona concreta. Pero Cervantes nos advirtió de lo que saben muy bien los manipuladores satánicos de las mentes humanas: que es muy fácil persuadir a casi cualquiera de que la realidad no es lo que muestra serenamente la razón, sino un simulacro urdido por encantadores maléficos para sembrar la duda y ocultarnos la batalla de Lepanto que no ha cesado nunca, la del nativo contra el bárbaro, del cristiano contra el infiel, del Bien contra el Mal. Antonio Muñoz Molina es escritor y académico de la RAE.











[ARCHIVO DEL BLOG] Sobre la libertad (01/11/2016)











Hace unos días que vengo leyendo a trompicones y ratos libres un fascinante libro del escritor israelí Amos Oz y su hija Fania Oz-Salzberger, doctora en Historia, titulado Los judíos y las palabras, en el que intentan dilucidar mediante narración, investigación, conversación y argumentación el por qué las palabras son tan importantes para los judíos.
No creo que sea la porción de sangre de judeo-conversos que corre por mis venas la responsable de la irrefrenable pasión por los libros y la escritura que me corroe por dentro, pero supongo que algo tendrá que ver. Por poner dos ejemplos, el llevar un diario personal que alcanza ya los cincuenta y dos años, desde que tenía 18, y un blog, este que ustedes están leyendo, que ya ha llegado a los diez y que hoy alcanza su entrada número 3000. 
Y por cierto, esta entrada de hoy iba a titularse sobre "La libertad, la tolerancia y el liberalismo", pero los hados quisieron que cuando ya estaba totalmente terminada y solo faltaba apoyar el dedo sobre la tecla "guardar", el texto desapareciera como por ensalmo de la pantalla del ordenador sin posibilidad alguna de recuperarlo. Y la verdad, no me encuentro con fuerzas para reeditarla a base de memoria, que no es mi fuerte. Así pues, hablemos solo, al menos hoy, "Sobre la libertad", y la peculiar idea que sobre la misma tienen algunos energúmenos que alegran el solar patrio desde su calidad de "hombres públicos".
El historiador José Álvarez Junco, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales de la Universidad Complutense de Madrid, escribía hace pocos días en El País que quienes han actuado en nombre del pueblo, la nación o el proletariado han ejercido demasiadas veces la tiranía contra gran parte de esos mismos colectivos y que la tradición antiliberal sigue nutriendo la cultura política española.
No estamos ante un aniversario redondo de la publicación del libro On Liberty, de John Stuart Mill, ni de ninguna otra fecha significativa de la vida de este autor, dice al comienzo del mismo. Pero el momento es tan bueno como cualquier otro para evocarlo, porque en él expresó la esencia de la cultura liberal y hace pensar aún hoy tanto como cuando se escribió.
Su tesis fundamental, sigue diciendo, es sencilla: que nuestra libertad individual debe ser protegida como algo sagrado frente a las intromisiones de los Gobiernos o del conjunto social. Nadie tiene derecho a inmiscuirse en nuestro espacio privado, impidiéndonos u obligándonos a actuar en cierto sentido, incluso si lo hace por nuestro bien o para procurarnos la felicidad. Nadie puede obligarnos a ser buenos. Los únicos límites lícitos a nuestra libertad son los que impiden que perjudiquemos o perturbemos la libertad de otros. Mientras nuestros actos no nos afecten más que a nosotros mismos, nadie tiene por qué imponernos ni prohibirnos nada. De este derecho básico a organizar y dirigir nuestra vida íntima se derivan las libertades de conciencia y expresión.
La defensa apasionada de estas libertades, añade, es el meollo del libro de Mill. En este terreno, todo límite es malo, incluso si quien lo impone disfruta de un apoyo social abrumador. Es dictatorial que la minoría imponga su opinión a la mayoría, pero también que esta no deje hablar a aquella. Porque cuando existen discrepantes, aunque sea uno solo, las posibilidades son dos: que tengan razón, al menos parcialmente, en cuyo caso la sociedad, al prohibirles expresarse, pierde una oportunidad de superar errores generalizados; o que no la tengan, en cuyo caso el debate servirá para revitalizar y fortalecer la opinión dominante. Porque no hay verdad más fuerte que aquella que es explicada y defendida cada día frente a sus adversarios.
La cuestión de fondo, añade, sigue diciendo Mill, es que no existe una verdad absoluta, objetiva e indiscutible. Los individuos somos la única realidad social, el único fundamento de las verdades y los principios morales. Sólo a través de la diversidad y el contraste de opiniones entre nosotros vamos acordando ciertas verdades parciales y transitorias. E incluso sobre estas, nadie es infalible. Eso es lo que no aceptan quienes imponen su opinión a otros, que convierten su verdad, o su certeza, en verdades y certezas absolutas; es decir, que deciden una cuestión para los demás.
Durante siglos, prosigue más adelante, los gobernantes españoles pensaron lo contrario. Y proscribieron la heterodoxia en pro de la concordia social, creyendo que la homogeneidad de creencias evitaba los conflictos. Sofocaron así la creatividad y fomentaron la sumisión, el temor, el conformismo del “doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”. El país se aisló y apenas aportó nada a los formidables avances intelectuales europeos de los siglos XVII a XIX. Mejores resultados alcanzaron otras sociedades con menor temor a los discrepantes.
Y no hablo sólo de un pasado muy remoto, precisa. En mi propia mente tengo viva la imagen de aquel cura de mi colegio clamando, a mediados de los años cincuenta: “Libertad, libertad. Mucho hablar de la libertad. Pero si la Iglesia también está a favor de la libertad... La defiende en China o Japón, para predicar allí el Evangelio. Libertad, sí. Pero libertad para difundir la verdad. Libertad para el error, no. ¿Cómo se puede poner al mismo nivel la verdad y el error?”.
En ese ambiente nos criamos, señala. Nadie nos hizo leer a Stuart Mill (¡ay, lo que pudo ser Educación para la Ciudadanía! Pero para padres de familia). Y así de asilvestrados salimos. Permítanme otro recuerdo: California, durante la guerra de Vietnam, un mitin izquierdista donde tomó la palabra, imprevisiblemente, alguien que defendía la política de Nixon. Nuestro grupo europeo (latino, la verdad: italianos, franceses, españoles) empezó a abuchearle. Uno de los radicales estadounidenses, situado a mi lado, me decía que le dejáramos hablar: “Let him talk!”. Como era de los nuestros, creí que no entendía bien lo que aquel tipo defendía e intenté explicárselo: ¿Pero no ves que es un reaccionario? Y se limitó a repetirme, lento, serio, tajante: “Let-him-talk!”.
Esa tradición antiliberal, dice, sigue nutriendo la cultura política española. Una tradición que no basa la legitimidad en las voluntades individuales sino en la de un ente etéreo, referente de la verdad. Un ente de carácter divino en las viejas monarquías absolutas y que, desde Rousseau para acá, ha encarnado en una colectividad: la nación, el pueblo, el proletariado, la “gente”. Según la lógica rousseauniana, en efecto, si gobierna el pueblo, ¿en nombre de qué se le pueden poner límites?, ¿quién puede proteger al pueblo contra su propia voluntad?, ¿cómo podría el pueblo tiranizarse a sí mismo?
Pero todo Gobierno necesita límites, afirma. Ante todo, porque ese ente ideal que legitima sus decisiones es ilocalizable. Nadie podrá presentarnos nunca a Dios, a la nación o al pueblo, sino sólo a individuos que dicen hablar en su nombre. Esos pueden alcanzar el poder, pero mejor será que este esté dividido y limitado si queremos evitar los abusos que siempre ocurren cuando se concentra en unas únicas manos, libres de trabas. Y, desde luego, que protejamos las libertades individuales básicas frente a su violación por cualquier gobernante o mayoría social.
No sólo el terror jacobino durante la Revolución Francesa sino el leninismo, los fascismos y los populismos han puesto repetidamente de manifiesto los fallos de este planteamiento colectivista/esencialista sobre la legitimidad del poder. Hay demasiados ejemplos de gobernantes que, dice más adelante, en nombre del pueblo, la nación o el proletariado, han tiranizado a gran parte de esos mismos colectivos. No haber puesto límites a su acción política ha sido desastroso.
En España, añade, este antiliberalismo es común a la derecha y la izquierda. Muchos conservadores blasonan de liberales y, cuando tienen el poder, lo ejercen de manera autoritaria, sin aceptar límites y aplastando a sus oponentes. El orden público, la jerarquía social, los principios morales irrenunciables o la unidad de la patria les preocupan más que las libertades individuales. Su liberalismo se reduce a suprimir controles sobre las actividades económicas y privatizar los servicios públicos (para dárselos a sus amigos).
En cuanto a la izquierda radical, afirma, la semana pasada grupos de matones impidieron hablar en la Universidad Autónoma de Madrid a personajes que no eran de su gusto. Que ocurran cosas así, en principio, no es tan escandaloso; siempre habrá locos violentos. Pero sí lo es que les avalen personas que aspiran a gobernarnos, o a legislar en nuestro nombre. Es el caso del secretario general de Podemos, que ha descrito esos hechos como síntoma de la “buena salud política” de que disfruta la Universidad. Coincide con el cura de mi colegio: libertad para predicar, pero sólo la verdad. Lo contrario de lo que defendía Stuart Mill. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt