sábado, 5 de octubre de 2024

De las viñetas de humor de hoy sábado, 5 de octubre de 2024

 























viernes, 4 de octubre de 2024

De las entradas del blog de hoy viernes, 4 de octubre de 2024

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes, 4 de octubre de 2024. Cada vez con mayor nitidez, y de forma más acelerada, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy, los humanos tenemos evidencia de que vivimos en la Historia; pero esta capacidad, que nos puede parecer consustancial a nuestra condición de seres pensantes y sociales es, sin embargo, relativamente reciente en el devenir de la humanidad. En la segunda de ellas, un archivo del blog de octubre de 2016, se decía que una buena democracia no sólo legitima sino que mejora las decisiones, y que buenos expertos no son los que tienen las grandes respuestas, sino los que ayudan a formular las preguntas que la sociedad y sus representantes deberían contestar. La tercera, es un bello y cortísimo poema (ya saben eso de lo bueno y corto, doblemente bueno) del gran Mario Benedetti. La cuarta, como siempre, son las viñetas de humor del día. Espero que todo ello le resulte interesante. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos, y nos vemos de nuevo mañana si la diosa Fortuna lo permite. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Tamaragua, amigos míos. HArendt








De la velocidad de la Historia

 







Uno. Cada vez con mayor nitidez, y de modos también más acelerados, los humanos tenemos las evidencias de que vivimos en la Historia, comenta en El País [La insoportable velocidad del tiempo, 29/09/2024] el escritor Leonardo Padura. Esta capacidad, que nos puede parecer consustancial a nuestra condición de seres pensantes y sociales es, sin embargo, relativamente reciente en el devenir de la humanidad.

No fue hasta finales del siglo XVIII y principios del XIX que adquirimos esa posibilidad de sabernos y, sobre todo, de sentirnos “históricos”. Ciertas convulsiones sociales, descubrimientos científicos y adelantos tecnológicos que influyeron en la transformación de la economía, generaron una inédita movilidad de la Historia y nos ofrecieron la facultad de percibir su transcurso en un tiempo que adquirió una velocidad nunca antes alcanzada. Un hombre que un siglo antes hubiera nacido y vivido toda su existencia en una misma condición histórica, alterada tal vez por una guerra o una catástrofe natural, pudo en las décadas finales del siglo XVIII atravesar diversos estadios socio-históricos y tener conciencia de ello. Un proceso de esa índole ocurrió entre los habitantes de las colonias que se convirtieron en la república de los Estados Unidos de América (1775-87) o, de manera mucho más turbulenta, en la Francia que entre 1789 y 1830 —apenas los cuarenta años que podía vivir cualquier persona—, fue escenario de la revolución burguesa que derrocó a la monarquía, la Convención, el Directorio, el Consulado, el Imperio, la Restauración y hasta de otra revolución. En estos dos procesos históricos —que tuvieron consecuencias universales—, además de adquirir esa percepción del transcurso “en vivo” de la Historia, el ser humano también alcanzó la noción de su responsabilidad social gracias a acuerdos tan trascendentales como la Declaración de los Derechos del Hombre firmados por los revolucionarios franceses o la Constitución estadounidense. No es casual, por todo ello, que solo gracias a esas veloces revulsiones y la adquisición de una conciencia de nuestro devenir temporal, surja como género la que llamamos novela histórica, marcado por Waverley, or Tis Sixty Years Since, de Walter Scott, aparecida en 1814.

Dos. Hoy la noción de que vivimos en la Historia nos acompaña de un modo tan visceral que sin dudarlo solemos considerar como trascendentes, justamente históricos, muchos de los acontecimientos entre los que vivimos. Ahora mismo —y a nivel universal— todos entendemos, por ejemplo, que en Estados Unidos se desarrolla una campaña electoral que será histórica y en mucho podrá alterar los rumbos del devenir de esa nación, y hasta del planeta, con la victoria de uno u otro candidato. Será una prueba de fuego del concepto de la democracia y la primera vez en el devenir de esa república, por cierto, en que los ciudadanos podrán votar por un expresidente delincuente, condenado por la justicia de su país.

Muy recientemente, en Pekín, se produjo otro acontecimiento de la mayor importancia, que también alterará los rumbos de la Historia que estamos viviendo y viviremos en las próximas décadas. El Foro China-África, presidido por el líder asiático Xi Jinping, reunió a presidentes y representantas de 50 países africanos y se saldó con el acuerdo de que en los próximos tres años China destinaría unos 700 millones de dólares a sus inversiones en África. El destino del dinero será la cooperación en infraestructura (autopistas, ferrocarriles), agricultura, minería, comercio y energía. Con este acuerdo China se reafirmará como el mayor socio comercial de África, donde ya hay varios países largamente endeudados con Pekín, como Nigeria o Kenia. Fácil resulta concluir que estamos ante una nueva colonización de un continente por una potencia económica que juega con la carta económica (que decide en la política) en el reparto geopolítico del mundo de hoy y de mañana, y lo hace con una eficiencia y rapidez vertiginosas.

Pero la velocidad del transcurso del tiempo, el desarrollo trepidante de la Historia que vivimos los moradores de las décadas finales del siglo pasado y las iniciales del presente (unos cuarenta años, como antes ocurrió con el francés nacido en el Antiguo Régimen o ahora con el ruso nacido soviético) abarca todos los aspectos de nuestras existencias, pues hemos sido testigos no solo de la desaparición del comunismo en Europa del Este, del fin de la guerra fría, del auge del terrorismo islámico, sino y sobre todo de un salto de eras históricas: hemos transitado de las sociedades industriales y analógicas a la sociedad global postindustrial y digital.

Es una verdad dicha y repetida que entre la invención de la máquina de vapor a finales del siglo XVII y su uso industrial, a principios del XIX, transcurrieron más de cien años para que semejante adelanto tuviera efectos económicos y sociales. Vale recordar, entonces, que en nuestro tiempo histórico, los avances tecnológicos y digitales provocan resultados casi inmediatos. Los descubrimientos biotecnológicos, como el mapeo del genoma humano terminado en 2003, permitió, por ejemplo, que unos pocos años después se pudieran elaborar las vacunas que contuvieron la pandemia del coronavirus desatada en 2020.

Mientras, en el universo digital, quizás el más global de todos los existentes en la actualidad y en toda la Historia, cada avance provoca una avalancha casi inmediata de consecuencias capaces de alterar muchos paradigmas, de mover a las sociedades y hasta ciertas prácticas ancestrales. Para hacerlo evidente baste recordar (otra vez) que la creación de las redes sociales han transformado de forma trepidante, entre otros elementos, los flujos de información (se ha descentrado la verdad), el consumo y, en especial, las relaciones personales.

Así, si hace quince, o apenas diez años, la Inteligencia Artificial aun parecía una cuestión de novelas de ciencia ficción, hoy su presencia está alterando la Historia y amenaza hacerlo mucho más, y todo ante nuestros ojos humanos. Entre los creadores artísticos la IA ha desatado adhesiones o fobias, pues su habilidad para traducir textos es hoy una práctica recurrida, pero lo preocupante radica en su capacidad también para generar esos textos, o para componer música, o crear imágenes e incluso editarlas en forma de videos, todo lo cual ya está afectando y afectará de modo impredecible el acto creativo que hasta ayer nos parecía estrictamente humano, casi sublime.

Pero esa misma IA está escribiendo también la Historia del presente e incidirá en la del futuro de modos mucho más dramáticos y profundos. La aptitud de semejante instrumento para crear realidades y afectar las percepciones de nuestros entornos es uno de sus posibles y muy temibles capacidades. Más grave aun y en la misma línea de incidencia está su utilización para generar información destinada al control económico y político de unos ciudadanos que, gracias a esa inteligencia, ya vivimos en el más refinado influjo del Gran Hermano, aunque lo verdaderamente inquietante resulta saber que solo estamos leyendo el prólogo de un libro de muchísimas páginas.

Ahora sería importante saber si en la evolución global de la economía, la política, la tecnología, mientras vivimos la condensación de una Historia que ha roto todos los récords de velocidad, los seres humanos tendremos alguna posibilidad de gestionar un control ante el avance de instrumentos como la IA. Lamentablemente debemos reconocer que tras ese vértigo histórico actúan poderes oscuros aunque (bueno, a veces muy visibles) que difícilmente entenderán de leyes y recatos morales, mientras hacen correr a la Historia hacia un futuro que, siendo optimistas, podríamos calificar de incierto. Leonardo Padura es escritor y premio Princesa de Asturias de las Letras en 2015.















La buena democracia: Einsteins y alquimistas. [Archivo del blog, 10/10/2016]












Una buena democracia no sólo legitima sino que mejora las decisiones: unos buenos expertos no son los que tienen las grandes respuestas, sino los que ayudan a formular las preguntas que la sociedad y sus representantes deberán contestar. Quién así se pronuncia es Víctor Lapuente Giné, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Gotemburgo, Suecia, en un reciente artículo en El País titulado Einstein y los alquimistas
¿Por qué no votamos a los atletas que enviamos a las Olimpiadas?, se pregunta. Pues porque queremos a los mejores, responde. Entonces, ¿por qué votamos a los políticos? Si realmente queremos a los mejores, sigue preguntándose, deberíamos someter a los candidatos a pruebas de inteligencia y capacidad. A oposiciones o competitivos concursos de plazas. Así tendríamos un Gobierno de Einsteins. Es lógico. Pero también tiene sentido pensar que llevamos demasiado tiempo gobernados por demasiados expertos. Y mira qué han conseguido.
Esta es la cuestión de fondo en la actual crisis de la democracia, dice. Nuestras sociedades se están rompiendo entre quienes desean delegar más capacidad de decisión a los Einsteins y quienes quieren dársela a los votantes y a sus representantes. El abismo entre ambos crece. Cada día acumulan más razones para desconfiar los unos de los otros.
Por un lado, añade, las élites (económicas, políticas e intelectuales) temen el juicio de los votantes en cuestiones fundamentales. Hace unos meses fue el Brexit: ¿cómo han podido votar los británicos a favor de la salida de la Unión Europea cuando van a estar peor? Hace unos días, el sorprendente "no" de los colombianos al acuerdo de paz con las FARC. Mañana puede ser un referéndum de autodeterminación o de reforma constitucional. Lo que parece de sentido común para los líderes de opinión y analistas más prestigiosos es sistemáticamente rechazado en las urnas.
El problema de fondo, sigue diciendo, somos nosotros. Los estudios indican que los votantes somos irracionales, ignorantes, cortoplacistas y caprichosos. Irracionales porque castigamos a los Gobiernos por accidentes de los que no son responsables. Así, una pertinaz sequía o incluso los ataques de tiburones en la costa pueden disminuir significativamente el voto por el partido en el Gobierno. Ignorantes porque no sabemos cómo funciona la economía hasta el punto de confundir subidas con bajadas del déficit. Cortoplacistas porque sólo nos fijamos en los logros o desastres económicos que tienen lugar en los meses inmediatamente anteriores a las elecciones. Si llegamos a entender la evolución de las estadísticas, claro. Y caprichosos porque votamos para expresar nuestra adhesión a un grupo o a una ideología en lugar de hacer un cálculo objetivo de costes y beneficios. Esto explica que políticas dañinas con melodías muy pegadizas, como el proteccionismo, sean abrazadas por tantos votantes en países tan distintos.
Que a unos ciudadanos tan imperfectos, continúa diciendo, se nos dé la responsabilidad de decidir el futuro de un país es, en palabras de Bryan Caplan, como si a unos estudiantes que han suspendido anatomía básica se les invita a hacer una operación de neurocirugía. No es por tanto casualidad que la ola de desregulación y privatización de los años ochenta viniera precedida de la publicación de las primeras investigaciones cuestionando la racionalidad de los votantes. La tendencia se puede acentuar ahora. Mejor la mano invisible del mercado que las manos defectuosas de los votantes.
Pero los ciudadanos también han acumulado un fundado resentimiento contra las élites, nos dice. Como han documentado Martin Gilens y Benjamin Page, en la democracia norteamericana gobierna la mayoría sólo si su opinión coincide con la de los más ricos. En caso de desavenencia, es el parecer de las clases altas, no de las medias, el que se impone. Las leyes consagran los agujeros fiscales que permiten a los más privilegiados pagar menos impuestos. Pero también los agujeros penales que perdonan sus vicios, como la normativa que durante tantos años ha castigado cien veces más la posesión de crack (una droga asociada a los marginados) que la de cocaína en polvo (la droga de Wall Street). Así, para que un yuppy fuera sentenciado a los 10 años de cárcel que le caían a un joven pillado con 50 gramos de crack, tenía que llevar todo un maletín de cocaína. Indulgencia para esnifarse el sistema.
En casi todas las democracias occidentales, dice más adelante, se extiende la desazón de la impotencia. El votante de a pie sospecha que la política está crecientemente dominada por grupos de interés. Por consiguiente, muchos reclaman recuperar espacios para la democracia. Quitar capacidad de decisión a los mercados anónimos. Y politizar los organismos autónomos. Los entes que, dirigidos por expertos que no responden a las urnas, han proliferado como setas, de los Ayuntamientos a Bruselas.
Dadas las limitaciones cognitivas que tenemos los votantes, añade, los partidarios de una mayor democratización son como los alquimistas medievales. Utilizando la metáfora de Jon Elster, creen que pueden convertir el plomo (las mediocres opiniones de los votantes) en oro (sabiduría colectiva). Sin embargo, tan insensato es creer en la omnisciencia de la voluntad colectiva como en el desinterés de los expertos. Dicho en otras palabras, existe una manera de reconciliar a estas dos visiones del mundo opuestas si los alquimistas abandonan la fe ciega en el poder de los números y los Einsteins la suya en el poder del conocimiento experto.
Los expertos tienen razón en que, para deliberar, menos es más, añade. Una deliberación óptima sólo se puede hacer en grupos pequeños. Por ejemplo, una comisión para reformar la Constitución formada por pocos miembros puede reflexionar de forma más profunda que una gran asamblea —o una cadena de asambleas desde los barrios hacia arriba—. Cuanto más grande es el foro de discusión, más probable es que la discusión se simplifique con etiquetas y atajos ideológicos. Al aumentar el número de pintores, nos quedaremos con los que usan la brocha más gorda.
Pero los alquimistas tienen razón en que, para juzgar, la pluralidad de opiniones es mejor que el conocimiento ortodoxo, señala más adelante. Es lo que se llama la “diversidad cognitiva”. Cuanto más inclusivo sea un grupo, mejores serán sus decisiones, pues tendrán en cuenta perspectivas más diversas. Un grupo de personas heterogéneas acierta más que un núcleo reducido de personas superinteligentes. La diversidad gana a la habilidad. Ninguna comisión de expertos puede elegir mejor a los responsables de las instituciones públicas de un país que sus millones de votantes.
En definitiva, concluye, una buena democracia no sólo legitima sino que mejora las decisiones. Y unos buenos expertos no son los que tienen las grandes respuestas, sino los que ayudan a formular las grandes preguntas que la sociedad y sus representantes deberán contestar. El buen gobierno necesita Einsteins y alquimistas. Mecanismos que complementen sus virtudes en lugar de enfrentar sus opiniones. Que sí, son distintas. Pero eso nos enriquece. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













El poema de cada día, Hoy, Viceversa, de Mario Benedetti (1920-2009)

 






VICEVERSA

Tengo miedo de verte, necesidad de verte, esperanza de verte, desazones de verte. 

Tengo ganas de hallarte, preocupación de hallarte, certidumbre de hallarte, pobres dudas de hallarte.

Tengo urgencia de oírte, alegría de oírte, buena suerte de oírte y temores de oírte.

O sea resumiendo, estoy jodido y radiante, quizá más lo primero que lo segundo y también viceversa.«


Mario Benedetti (1920-2009)

Poeta uruguayo













De las viñetas de hoy viernes, 4 de octubre de 2024

 

























jueves, 3 de octubre de 2024

De las entradas del blog de hoy jueves, 3 de octubre de 2024

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves, 3 de octubre de 2024. A los socialistas parece haberles entrado de pronto un ataque de realpolitik, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy en relación con el Sahara Occidental, esa que no aplican en el conflicto entre Rusia y Ucrania; se ve que Mohamed VI no es un tirano, y que hablar del Gran Marruecos es menos grave que mentar la Gran Rusia. En la segunda, un archivo del blog de diciembre de 2019, un gran escritor y académico de la RAE comentaba que había una cosa que le hacía sentirse periodista: el respeto, incluso al amor por la verdad de los verdaderos periodistas. En la tercera, en el poema del día, el más grande de los poetas posrománticos españoles se pregunta: ¿De dónde vengo?, ¿adónde voy? La cuarta, como siempre, son las viñetas de humor del día. Espero que todo ello le resulte interesante. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos, y nos vemos de nuevo mañana si la diosa Fortuna lo permite. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Tamaragua, amigos míos. HArendt












De la inexplicable realpolitik de Sánchez con Marruecos





 


Agustín Jiménez era el alcalde de Noblejas cuando yo era niña y llevaba siempre una bufanda roja, comenta en El País [¿Qué le debe el PSOE a Marruecos? (I-II), 18/02/2023-28/09/2024], la escritora Ana Iris Simón en sendos artículos separados en el tiempo por diecinueve meses.  Cuando les pregunté a mis padres el por qué, me respondieron que porque era socialista. Aquello contradecía un mantra que oía en casa, “que el PSOE ya no era ni socialista ni obrero”, fórmula a la que años más tarde yo misma añadiría que tampoco español, pues hace tiempo que asumieron que quien manda aquí no duerme en La Moncloa sino en Bruselas, la City o Washington. Pero si mis padres decían que Agustín era socialista y no “del PSOE”, igual es porque lo era de verdad.

Era uno de esos alcaldes de los que se dice que “hizo mucho por el pueblo”, pero no solo por el suyo: también era el encargado del proyecto “Vacaciones en Paz” en Noblejas, gracias al cual muchos tuvimos la oportunidad de acoger niños saharauis. Fue por Agustín que compartí infancia, habitación y juegos durante varios veranos con Fatma y Lehbib, que en septiembre volvían a los campamentos de refugiados en los que habían nacido y en los que, si nadie lo evita, nacerán también sus nietos.

Hasta allí viajó Felipe González en el 76, y les dijo a los saharauis que “su partido estaría con ellos hasta el final”. Décadas más tarde, el presidente del Gobierno más progresista de la galaxia, que en sus propias palabras pasará a la historia por haber exhumado a Franco, le llevó flores a la tumba del genocida Hassan II.

Unas semanas después, el PSOE se ha quedado solo en el Congreso votando en contra de otorgarle la nacionalidad a los saharauis nacidos bajo la soberanía española. Unas semanas antes, habían votado junto a Le Pen en el Parlamento Europeo contra una resolución que pedía libertad de expresión en Marruecos y denunciaba la posible participación del régimen alauí en una trama de sobornos para ganar peso en las instituciones europeas. Pero no es lo único que huele a podrido en Dinamarca: también están las declaraciones de la exministra María Antonia Trujillo defendiendo que Ceuta y Melilla son marroquíes o, sobre todo, la traición del PSOE a los saharauis, con las cesiones primero de Zapatero y luego de Sánchez respecto a su tierra.

A los socialistas parece haberles entrado de pronto un ataque de realpolitik, esa que no aplican en el conflicto entre Rusia y Ucrania. Se ve que Mohamed VI no es un tirano, que hablar del Gran Marruecos —donde se incluirían, por cierto, las ciudades autónomas y Canarias— es menos grave que mentar la Gran Rusia, que invadir el Sáhara no es tan terrible como invadir Ucrania, porque al Polisario nadie le manda tanques.

La postura de PSOE frente a Marruecos la resumió López Aguilar: “Hay que tragar sapos si hace falta”, dijo hace nada. Aunque esos sapos incluyan tolerar el chantaje, contravenir a la ONU, hacer la vista gorda ante las torturas del sultanato, felicitarlos por matar inmigrantes en la frontera o besar las babuchas de su casta califal golfa, esa que cuelga nuestra bandera al revés.

Escuchando a los líderes de su partido me pregunto qué pensará Agustín Jiménez y qué pensarán todos esos alcaldes de bufanda roja, todos esos socialistas de base que se desvivieron por los saharauis en sus pueblos y viajaron hasta los campamentos de refugiados para llevar placas solares. Y me pregunto, también y como tantos otros, ¿qué le debe el PSOE a Marruecos? Y cuando parecía que no podían caer más bajo, cuando parecía que era imposible hacerlo peor, nos han vuelto a sorprender

En 2016 viajé a los campamentos de refugiados saharauis en Tinduf. Lo hice para reencontrarme, casi veinte años después, con Fatma y Lehbib, los niños que pasaron varios veranos en mi casa cuando también yo era una niña. Lo hicieron gracias al programa Vacaciones en paz, que cada año permite que cientos de familias españolas acojan niños saharauis.

Del desierto me traje algunas cosas. Un poema de Marcos Ana en la cabeza —ese que dice “recítame un horizonte/ sin cerradura y sin llave”—, un par de collares de dátiles, una conversación sobre Dios al caer la tarde que incluso a mí, entonces atea, me conmovió, las manos pintadas de henna, mucha rabia y un dibujo hecho por la que, durante mi estancia allí, se convirtió en mi guía: la pequeña Fatma, sobrina de Fatma y Lehbib. En la hoja arrancada de un cuaderno, la niña pintó una jaima como en la que dormíamos cada noche. Y, sobre ella, dos banderas: de un lado, la saharaui, del otro, la española. Debajo escribió su nombre y el mío.

Con cada traición del PSOE a ese pueblo hermano vuelvo a ese dibujo, al pasaporte español que me enseñó un anciano saharaui con acento cubano (qué extrañas las terribles dictaduras que se empeñan en ayudar a pueblos aún más pobres que ellos) y al cariño con el que todos en los campamentos me hablaban de España. Así que he vuelto unas cuantas veces en los últimos años: cuando Sánchez le llevó flores a la tumba de Hassan II, cuando tomó partido por Marruecos, contraviniendo a la ONU, en el conflicto con los saharauis, cuando el PSOE se quedó solo en el Congreso votando en contra de otorgarle la nacionalidad a los saharauis nacidos bajo la soberanía española o cuando votaron junto a Le Pen en el Parlamento Europeo contra una resolución que pedía libertad de expresión en Marruecos.

Y cuando parecía que no podían caer más bajo, cuando parecía que era imposible hacerlo peor, nos han vuelto a sorprender: en esta ocasión, negándoles el asilo a más 40 saharauis perseguidos por el reino marroquí. Llevan más de una semana en la sala de inadmitidos de Barajas y entre ellos hay dos niños de uno y dos años y un enfermo. Como destacó Ione Belarra, es incomprensible que en el país que ha acogido a 210.000 ucranios en los últimos dos años o a 40.000 venezolanos, entre ellos Leopoldo López, no haya hueco para estos 40 saharauis.

Cuando Fatma vino a mi casa, en el noventa y pico, era un poco más mayor que los dos niños de Barajas y estaba enferma: tenía una afección ocular que le causaba estrabismo. Nada más llegar, mis padres la llevaron a una oftalmóloga, que les dijo que había que operarla. Al contarle el caso, la doctora se ofreció a renunciar a su salario y cobrarles únicamente las costas de la clínica. La factura fue de 200.000 pesetas, que terminó pagando el Ayuntamiento de Noblejas en otro bonito gesto de solidaridad.

Su alcalde, Agustín Jiménez, llevaba siempre una bufanda roja, según decían mis padres cuando les preguntaba, “porque era socialista”. Con cada traición del PSOE también me acuerdo de él. De todos esos votantes y militantes que, como Agustín, viajaron a Tinduf o promovieron la acogida de niños saharauis desde sus ayuntamientos. Y me pregunto cómo es posible que una niña de seis años que ha crecido en una cárcel de arena, dos carteros como mis padres, una oftalmóloga o un alcalde de pueblo comprendan mejor lo que significamos los españoles para los saharauis y viceversa que las élites del Gobierno más progresista de la Galaxia. Ana Iris Simón es escritora.











No basta contar la verdad... [Archivo del blog, 04/12/2019]











“Ya no basta con contar la verdad, también hay que destruir las mentiras", afirma en el A vuelapluma de hoy el escritor Javier Cercas, tras recibir el premio Francisco Cerecedo de Periodismo de manos del rey Felipe VI el pasado 28 de noviembre. "En primer lugar -comienza su discurso Javier Cercas-, me gustaría contarles una anécdota que he contado alguna otra vez y que, estando en presencia del rey Felipe VI, me siento obligado a repetir. En una ocasión, el rey Alfonso XIII, su bisabuelo, condecoró a Miguel de Unamuno. Y cuentan que, durante la ceremonia, una vez que el Rey le hubo impuesto la condecoración, Unamuno le espetó: “¡Gracias, señor, me la merezco!”. Como es natural, Alfonso XIII se sorprendió un poco —no mucho, creo yo, al fin y al cabo conocía al personaje: de hecho, no mucho después lo mandó al destierro—; el caso es que el Rey se sorprendió o fingió sorprenderse, y dijo: “Caramba, don Miguel, es el primer galardonado que me dice eso; todos los demás me habían dicho exactamente lo contrario: ‘Gracias, señor, es un honor que no merezco…’” Y en ese momento Unamuno interrumpió al Rey: “Y tenían razón”.
Bueno, pues a mí me encantaría hacer gala hoy de la misma magnífica soberbia de don Miguel. Por desgracia, cualquiera que eche un vistazo a la lista de galardonados que me han precedido en el Premio Francisco Cerecedo comprenderá que no es posible, y que no tengo más remedio que decir la verdad; o sea: que este premio significa un grandísimo honor para mí, y que, al contrario que don Miguel de Unamuno, yo sí sé que no lo merezco. Lo digo con absoluta sinceridad.
Siento demasiado respeto por el periodismo para considerarme un periodista. No estudié periodismo. Nunca he trabajado en la redacción de un periódico, ni en una radio o una televisión. Nunca he sido corresponsal de ningún medio, ni tampoco reportero. Ni siquiera me he ganado la vida escribiendo en los periódicos, y desde luego mi velocidad de escritura es salvajemente antiperiodística, porque es más o menos la de Oscar Wilde, que en una ocasión declaró: “Hoy me he pasado el día escribiendo: por la mañana, quité una coma; por la tarde, la volví a poner”. ¿Cómo es posible, entonces, que me hayan concedido un premio de periodismo, y para colmo tan importante como este? ¿Hay que culpar únicamente del desaguisado a la generosidad insensata del jurado? ¿O acaso soy yo como Monsieur Jourdain, aquel personaje de Molière que llevaba toda su vida hablando en prosa sin saberlo? ¿Seré yo también, sin saberlo, un periodista?
Es posible. Al fin y al cabo, desde hace veinte años escribo de manera regular en el diario El País, lo cual significa, supongo, que, aunque no sea un periodista, quizá sí puedo considerarme, más modestamente, un escritor de periódicos. Más modestamente, pero con no menos orgullo: no en vano, esa categoría de escritor es, en nuestra tradición, una categoría ilustre. Se ha dicho tan a menudo que ya es casi un cliché: gran parte de la mejor prosa escrita en España durante los dos últimos siglos se ha publicado en los periódicos. Ahora bien, las ideas no se convierten en clichés porque sean falsas, sino porque son verdaderas, o al menos porque contienen una parte sustancial de verdad. Es sin duda el caso de esta: baste recordar que quien es, para mi gusto, el mejor prosista de nuestro siglo XIX fue, sobre todo, un escritor de periódicos, si no un periodista a secas: Mariano José de Larra; baste recordar que Azorín, Ortega o Josep Pla fueron, quizá esencialmente, periodistas.
Lo cierto es que yo, a los periódicos, llegué tarde, como a casi todo. También es cierto que, aunque sea en lo esencial un novelista, la escritura en los periódicos cambió mi forma de escribir novelas, o simplemente mi forma de escribir. Quiero decir que, en un determinado momento de mi vida, escribir en los periódicos me obligó a dejar de ser un escritor de gabinete, libresco y hasta un poquito autista, y me obligó a salir a la intemperie y a contrastar la escritura con la realidad, me forzó a escribir una prosa más nítida, más viva y más rápida, me empujó a intentar decir las cosas más complejas de la forma más transparente y directa posible, y me ayudó, en definitiva, a tratar de escribir los libros que siempre he soñado con escribir: libros fáciles de leer y difíciles de entender; libros que, como los mejores que conozco, cualquier lector de buena fe puede disfrutar a fondo y sin tropiezos, pero que, al mismo tiempo, ni el lector más concienzudo o exigente puede agotar del todo, sencillamente porque son inagotables, porque nunca acaban de decir aquello que tienen que decir, como escribió Italo Calvino de los clásicos. En resumen, los periódicos me han dado a mí mucho más de lo que yo les he dado a ellos. Así que no debería ser el periodismo quien me premiase hoy a mí, sino yo quien premiase al periodismo.
Hay una cosa, sin embargo, que sí me hace sentirme periodista, y que me hermana con los periodistas auténticos. Me refiero al respeto, incluso al amor por la verdad. Sobre todo hoy, cuando parece que se cuentan más mentiras que nunca, cuando nos asedia por momentos la sospecha asfixiante de que vivimos en la era de la mentira.
No es una sospecha injustificada. Igual que la crisis económica de 1929 dio lugar en gran parte del mundo al surgimiento o la consolidación del fascismo, la crisis de 2008 ha propiciado el surgimiento, también en gran parte del mundo, de eso que solemos denominar nacionalpopulismo; este no es una repetición del fascismo, porque en la historia nada se repite exactamente, pero sí es, en muchos sentidos (como ha mostrado Federico Finchelstein en un libro importante), una transformación de determinados rasgos del fascismo, porque en la historia, como en la naturaleza, nada se crea ni se destruye —solo se transforma—, lo cual significa que todo se repite con máscaras diversas. Sea como sea, la extensión venenosa de ese nacionalpopulismo ha ido acompañada de verdaderas invasiones de mentiras: lo hemos visto en los Estados Unidos de Donald Trump, en el Reino Unido del Brexit o en la Cataluña del llamado procés, todos ellos avatares diversos del mismo fenómeno (por distintos que sean), todos ellos causantes de crisis profundas y profundas divisiones en nuestras sociedades.
Vaya por delante, Señor, que soy un votante fiel de partidos de izquierdas, aunque —no sé si me explico— no siempre soy su simpatizante. Vaya por delante, también, que, a mi modo de ver, la Monarquía que usted encarna es una Monarquía republicana; o dicho de otro modo: que es una Monarquía democrática precisamente porque está basada en valores republicanos —la libertad, la igualdad, la fraternidad— y que por lo tanto es, se diga o no, implícita o explícitamente, heredera del último y frustrado experimento democrático español, la II República. Así que, como cualquier ciudadano español con dos dedos de frente, yo sé que nuestro verdadero dilema político no es Monarquía o República, sino mejor o peor democracia: la prueba es que todos preferimos un millón de veces una Monarquía como, pongamos, la noruega, que una República como, pongamos, la siria. Sentado lo anterior, quisiera decirle una cosa que, me temo, los catalanes no le hemos dicho con la claridad con que hubiéramos debido decírselo. Quisiera darle las gracias porque el día 3 de octubre de 2017, mientras un grupo de políticos felones intentaba imponernos a la mayoría de nosotros, por las bravas, un proyecto minoritario, inequívocamente antidemocrático y profundamente reaccionario —es decir, mientras esos políticos arremetían contra nuestras libertades e intentaban derogar el Estatut y violar la Constitución, aboliendo el Estado de derecho—, usted nos dijo a quienes nos hallábamos del lado de la legalidad democrática que no estábamos solos. Porque éramos, repito, la mayoría, centenares de miles, millones de catalanes, pero nos sentíamos solos. Y teníamos miedo. Mucho más miedo del que ahora queremos recordar, mucho más del que nos gustaría confesar, mucho más del que ustedes se imaginan. Y aquel día usted, señor, nos dijo que no estábamos solos, y —esto es lo más importante— al decírnoslo usted nos lo dijo el Estado democrático que usted representa. Que no estábamos solos, nos dijo. Que no nos iban a abandonar. Y que, esta vez, por lo menos esta vez, no pasarían. Y no pasaron. Así que muchas gracias.
Pero me he desviado del tema. Para volver a él, y aunque no sea periodista, quisiera darles una gran exclusiva, una noticia bomba: Jorge Manrique nunca dijo que cualquier tiempo pasado fue mejor. Los grandes poetas jamás dicen tonterías, y Manrique, vive Dios, es uno de los más grandes. Lo que Manrique dijo en realidad es que “a nuestro parescer” cualquier tiempo pasado fue mejor; es decir: que el pasado casi nunca es mejor, pero casi siempre nos lo parece.
La observación, por supuesto, es exactísima. No: en nuestro tiempo probablemente no se cuentan más mentiras que nunca, aunque a menudo nos lo parezca; mentiras, en la política y fuera de la política, se han contado siempre, porque el hombre es el animal que miente. Lo que sí ocurre hoy, me parece, es que la mentira posee mayor capacidad de difusión que nunca. Y ocurre porque uno de los hechos fundamentales de nuestro tiempo es el poder creciente, imparable, casi omnímodo de los medios de comunicación, hasta el punto de que no hay hipérbole alguna en decir que los medios no solo reflejan el mundo, sino que lo configuran, en cierto modo lo crean. Esto significa que los medios poseen una responsabilidad extraordinaria; también los periodistas, que son quienes hacen los medios y pueden usarlos para mal, difundiendo mentiras, o para bien, difundiendo verdades. No revelo ningún secreto si añado que hay periodistas que no los usan para bien. El por qué es evidente. Sabemos que el poder y el dinero son fuerzas por definición ciegas, insaciables, cuya esencia consiste en la pura repetición de sí mismas, en la búsqueda de su pura perduración: el poder quiere por definición más poder; el dinero, más dinero. Y sabemos que, para perpetuarse, el dinero y el poder no necesitan hombres y mujeres libres —que los humanicen y pongan límites racionales a su expansión voraz e incontrolada—, sino que necesitan ciudadanos sumisos, con lo que poder y dinero intentan controlar los medios para controlar la realidad que configuran. ¿Cómo? Difundiendo mentiras, puesto que también sabemos todos, al menos desde el Evangelio, que la verdad fabrica hombres y mujeres libres, mientras que la mentira solo fabrica esclavos.
Es así: la mentira constituye el instrumento principal de dominación de los hombres, y por eso el primer deber de un mal periodista consiste en difundirla, mientras que el de un buen periodista consiste en combatirla, aunque el poder y el dinero la prefieran, o precisamente porque la prefieren. Es cierto que, a menos que se resigne a convertirse en un esclavo, cualquier ciudadano está obligado a pelear contra la mentira; pero los periodistas auténticos son quienes pelean en primera línea del frente, y quienes más riesgos corren. Se trata, a veces, de un combate heroico, que no suele terminar en los salones de un hotel tan bonito como este, en una ceremonia tan maravillosa como esta, junto a un Rey y una Reina, como si estuviéramos en un cuento de hadas. No. Algunos periodistas se juegan la vida en esa batalla. Algunos la pierden. Ellos son los periodistas auténticos. Y lo son porque demuestran que la verdad sigue importando, sigue siendo relevante: por eso el poder y el dinero la temen. Esos periodistas demuestran que la verdad es hoy, de hecho, más revolucionaria que nunca, precisamente porque por momentos nos abruma la impresión deprimente de que la mentira ha vencido. Ellos demuestran que, como la mentira tiene hoy mayor capacidad de difusión que nunca y los periodistas más responsabilidad que nunca, el periodismo honesto —el que pelea con la verdad en la mano contra la tiranía de las mentiras que el poder y el dinero tratan de imponer— es más que nunca necesario. También, claro está, más difícil. Porque hoy ya no basta con contar la verdad; además, hay que destruir las mentiras, empezando por esas grandes mentiras que se fabrican con pequeñas verdades y que son las peores mentiras, porque tienen el sabor de la verdad. Esos periodistas valientes demuestran, en definitiva, lo que demuestra todo periodista auténtico: que el combate por la verdad es un combate contra la esclavitud".
A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













El poema de cada día: Hoy, ¿De dónde vengo?, de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

 






¿DE DÓNDE VENGO? RIMA LXVI

¿De dónde vengo?… El más horrible y áspero
de los senderos busca:
las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura;
los despojos de un alma hecha jirones
en las zarzas agudas
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.

¿Adónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza;
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas.
En donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.


Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870). Poeta español