domingo, 19 de mayo de 2024

De la nostalgia que fue...

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo, 19 de mayo. Los mismos que decían que el movimiento 15-M fue una “vacuna democrática” que garantizaba que en España nunca existiría la extrema derecha, comenta en El País la escritora Ana Iris Simón, ahora insinúan que algunos discursos y sentires de entonces podrían contener trazas reaccionarias. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Nostalgia del 15-M
ANA IRIS SIMÓN
18 MAY 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Esta semana ha sido el aniversario del 15-M y ha pasado sin pena ni gloria entre quienes se reclamaban sus herederos. Creerán que se ha quedado viejo y ya no moviliza. Habrán encontrado nuevos mitos en el 8-M, la revuelta climática o los aplausos en los balcones, que han envejecido peor que las manifestaciones de 2011 y emocionan a menos de los que cabían en la Puerta del Sol.
Tal vez el olvido del 15-M tenga que ver con que sus autoproclamados representantes cambiaron las lonas por la moqueta. ¿Cómo seguir hablando de “la primera generación que vive peor que sus padres” cuando uno se embolsa un salario que roza o sobrepasa las seis cifras anuales? Aunque bien es cierto que algunos de ellos simplemente igualaron el nivel de vida de su linaje.
Estuvieron en las plazas momentáneamente junto a aquellos que de verdad no tenían futuro entonces ni lo tendrían en lo venidero: ni trabajo estable, ni acceso a vivienda, ni la posibilidad de formar una familia. Coincidieron en el espacio físico y luego se fueron al lugar que, por clase, les correspondía. Se dejaron de “democracia real” y “momento populista” para ocupar un lucrativo espacio en el régimen del 78 como sucursal del PSOE y en el esquema general del capitalismo como agencia eco-trans-racializada. El mejor predictor de dónde va a acabar alguien es de dónde viene, y algunos supuestos heraldos del 15-M no dejaban de ser una caterva de pijos con educación privada, buenos barrios, una red de contactos importantes e incluso apellidos históricos de la progresía. Su sitio no era la tienda de campaña, sino aquel en el que han acabado: algún ministerio desde el que poder preocuparse por el género no binario en las escuelas y descolonizar los museos.
La mayoría de los que compartieron plaza y protestas con ellos tenían un pasado peor que pronosticaba un futuro peor: barrios pobres y periferias, padres sin formación ni contactos, la necesidad de trabajar mientras estudiaban. Pero también tenía un legado que hacer valer: la dignidad de la clase obrera, la protección de unas familias que en lo peor de la crisis salvaron a los suyos sin grandes apellidos pero con gran generosidad, el saberse de un lugar (madrileños, catalanes, españoles) incompatible con la tutela de “hombres de negro” desde Bruselas y la incendiaria memoria reciente, la certeza de que las cosas se estaban poniendo cada vez más negras para ellos.
Lo escribía Juan Carlos Monedero, uno de los pocos que se ha acordado del 15-M en este aniversario: “Desde entonces están peor las guerras, el clima, la vivienda, el empleo y la importancia de España”. Pero muchos de sus excompañeros tildarán estas palabras de peligrosa melancolía. Los mismos que decían que el 15-M fue una “vacuna democrática” que garantizaba que en España nunca existiría la extrema derecha, ahora insinúan que algunos discursos y sentires de entonces podrían contener trazas reaccionarias. Han conquistado su calma en la vida burguesa y ahora les asustan los que siguen indignados, escépticos o con cualquier sentimiento distinto a felicidad bobalicona, resiliencia o, como mucho, terrores climáticos como los de Astérix y Obélix.
Por eso tildan de reaccionario a quien afirme o piense lo mismo que entonces: que “mandan los mercados y no los hemos votado”, que “PSOE y PP la misma mierda es” y que los (ya no tan) jóvenes “somos la primera generación que vive peor que sus padres”. Porque la progresía del buen pasado individual no quiere reconocerle al pueblo ningún buen pasado colectivo. Ana Iris Simón es escritora.
 























[ARCHIVO DEL BLOG] Machirula. [Publicada el 11/05/2019]










¿Qué más se puede decir sobre las relaciones de pareja? Menos mal que somos un matrimonio que se esfuerza en dinamitar las relaciones de poder que nos denigran a las unas y a los otros, escribe la novelista española Marta Sanz.
Hoy he vuelto a casa con un humor de perros, comienza diciendo. Llegaba de viaje en un tren lleno de seres comedores de ganchitos que escuchaban, sin auriculares, sus “dispositivos” móviles. Volvía de dar un curso en no sé dónde, había dormido en una cama que no era la mía y sentía un clavo en la cabeza. Al llegar a Madrid comprobé que mi tarjeta de transporte estaba vacía e intenté recargarla en una máquina del metro. Repetí la operación varias veces quizá por culpa de mi inutilidad, aunque puede que las máquinas nos boicoteen. Sobre todo, cuando captan agotamiento o prisa. Un niño me dio una patada sin querer, pero no pidió perdón, los vagones iban de bote en bote, al salir del metro llovía a cantaros. Una furgoneta municipal, circulando a 70 por una estrecha calle, me salpicó y me empapó los pantalones. Al subir los tres pisos que llevan a mi casa, mi marido, sexagenario parado que reinventa su vida, estaba esperándome con una sonrisa que no supe apreciar. Había hecho la colada y la compra, revisado las facturas, tenía puesta la mesa. Había preparado el aperitivo y una ensalada de pulpo con patatas, cebolla, tomate y pimiento verde. “¿Le habrás echado pimienta de Jamaica, no?”, le interrogué con desconfianza. A mi marido la sonrisa comenzó a desdibujársele, pero se mordió la lengua. A mí se me iba poniendo la misma mala leche que al extraterrestre del chiste que se coloca un tricornio en la cabeza nada más bajar de su nave para echar un vistazo.
El malestar de mi marido y mi airada prepotencia —¿mi feminismo liberal?—, la insatisfacción de ambos, son fruto de nuestras respectivas educaciones machistas. Pero la tensión fue aliviándose poco a poco. Seguramente, la laxitud llegó porque somos una pareja de cierta edad que, con el paso del tiempo, ha aprendido que la expresión “llevar los pantalones” es fea; que ingresar el sueldo en una casa no le da a nadie patente de corso; que trabajo doméstico y cuidados son imprescindibles para que los viejos y nuevos modelos de familia funcionen; que el cuarto propio de las mujeres se relaciona con la posibilidad de disponer de un espacio personal, independencia y sueldo, pero también con ciertas formas amables de convivencia deseada y gregarismo humano; que hay trabajos que deberían pagarse y no se pagan, y que no todo lo que se paga es valioso; que los hombres no deberían sentirse capitidisminuidos si no pueden arrastrar el bisonte dentro de la cueva, ni las mujeres deberían golpearse los pechos con los puños si clavan la lanza en el corazón del jabalí que alguien les asará gratuitamente. Menos mal que somos un matrimonio de mediana edad que sabe esto y se esfuerza en dinamitar las relaciones de poder que nos denigran a las unas y a los otros, porque, si no, aquel día aciago quizá le habría soltado una leche a mi marido por no recibirme con una copita de coñac y las zapatillas en la boca. Yo no me habría dado cuenta de haber sido abducida por un macho prototípico del capitalismo salvaje, y él habría llorado y, sisando dinero de la compra semanal, habría pedido consejo a una pitonisa para resolver sus errores. Pese a que convendría evitar la asunción de modelos “viriles” y competitivos, hay que insistir en que, por regla general y estadística, por costumbre y costra histórica, somos nosotras las que solemos experimentar culpa. Las que nos mordemos la lengua, las pobras y las hostiadas. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














sábado, 18 de mayo de 2024

De los toros como militancia

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 18 de mayo. En un momento en que solo se permiten las efusiones identitarias si coinciden con los límites de nuestra autonomía, comenta en El País el escritor Ignacio Peyró, el toreo parece vivirse como más placer da hoy: como una militancia contra otro. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












Los toros: pijos de Barcelona vs. pijos de Madrid
IGNACIO PEYRÓ
17 MAY 2024 - El País - harendt.blogspot.com

España es país de conversos. Prohombres del Movimiento amanecieron un día siendo demócratas de toda la vida. Maoístas de pelo duro predican hoy el evangelio liberal. Algunos progresistas han pasado de agitar las pancartas en las plazas a mecer el Cardhu junto a la piscina: otros, rebautizados por Vox, intentan salvar a Occidente de tipos como los que ellos mismos eran hasta ayer por la mañana. Y mientras conocidos sátiros descubren su sensibilidad de aliados, un obispo cuelga los hábitos por una escritora de novela erótica. En fin, todos somos conversos de algo y yo mismo he empezado a comprar tofu. Lo decía Baroja: el mundo es ansí. Y España, más de bandazos que de matices.
Solo una cosa permanece inamovible en el ruedo ibérico: los taurinos no se hacen antitaurinos, y al revés. Acostumbrados a la polarización inducida, con los toros tenemos un caso de controversia real, quizá porque uno puede ser moderadamente atlético o moderadamente borrachín, pero no moderadamente taurino o antitaurino. Es uno de los hondos dilemas morales —cebolla sí, cebolla no; Ayuso sí, Ayuso no— con que los españoles vienen al mundo. Y quizá por ser hondo, no estamos dispuestos a ahondar más. Nos basta con situarnos. Me situaré yo también: nacido con El Cossío en casa, con los años generé un puritanismo contra esa “horda del sur envanecida y boba” que, según Foxá, poblaba los tendidos. Sin embargo, hay razones del corazón por las que he vuelto. Entre mis primeros recuerdos está la cogida del Yiyo: ¿cómo ser antitaurino sin pensar que estoy traicionando algo muy hondo? La relación, con todo, es problemática.
Quizá por eso sí merece la pena ahondar, siquiera sea por cabalgar —¡lidiar!— nuestras contradicciones. Uno puede amar la belleza del toreo, pero no sin contar los pinchazos que hay por cada chicuelina bien pintada. Uno puede ponderar su huella en la cultura, pero a sabiendas de que hay mucho bombero torero por cada verso de Lorca. Uno puede recurrir a Picasso, pero que no se sorprenda si otro recurre a Jovellanos. Y uno puede pensar que acabar con los toros sería acabar con España, pero si España puede sobrevivir sin curas —y yo diría que eso está por ver—, quizá también pueda sobrevivir sin toros. Por lo demás, con su estética ocurre como con el dodecafonismo: muchos prefieren una colonoscopia. Como fuere, sorprende, por parte taurina, el escamoteo del argumento fundacional: la continuidad de la tauromaquia proviene de una deliberación social implícita por la cual, reyes de la creación, nuestro arrobo merece el sacrificio ritualizado de un toro. Y lo hacemos porque los dolores ajenos son fáciles de soportar.
Estaría bien discutir de toros, siquiera para que cada uno se haga el chequeo: en un marco opinativo predecible, la duda es una de las formas de la libertad. Y en un momento en que debemos pronunciarnos sobre todo, nada para afirmar una soberanía de la conciencia como defender el derecho a pensárselo. Pero, como suele ocurrir entre nosotros, cuando hablamos de toros, en realidad estamos hablando de otra cosa. Estas semanas, la discusión taurina es solo otro afloramiento de la verdadera batalla por la hegemonía cultural en España: pijos de Barcelona frente a pijos de Madrid. Pijos de izquierdas vs. pijos de derechas. La mirada al país desde un fachaleco o desde una camisa de Toni Miró.
Un momento de esta lucha ha sido la eliminación del Premio Nacional de Tauromaquia, a raíz de la cual tanta gente ha sabido que había un Premio Nacional de Tauromaquia. ¿Estamos ante una izquierda utópica que aprende posibilismo? ¿Es una reivindicación ante el electorado propio? A saber, pero también es una expresión de impotencia: se quitan los premios porque no se puede quitar la tauromaquia. No hay voluntad, ni valor, ni competencias. Y sí hay sendas cucharadas del paternalismo y la suficiencia moral de la neoizquierda: en poco tiempo han pasado de querer unir a los hijos del agro a condenar a la reeducación a la paletería.
No debieran tener prisa los antitaurinos: en los libros de Chaves Nogales, los niños jugaban a hacer recortes; ahora juegan a regatearse entre sí. Pero al polarizar puede ocurrir que los otros te polaricen a ti también. No sorprendería que, “como el toro se crece en el castigo”, la fiesta conozca un revivir: debajo del fachaleco también hay un corazón y todo el mundo quiere una raíz. El toreo ya no se transmitirá con la naturalidad de antes, pero a cambio puede vivirse como más placer da hoy: como una militancia contra otro. Y, en un momento en que solo se permiten las efusiones identitarias si coinciden con los límites de nuestra autonomía, ofrecen un asidero de sentimentalidad española de la que mucha gente, lamento decirlo, anda anémica.
A la derecha también hay que darle la puntilla. Ni ellos toman en serio la ecuación transgresión/toros, pero lo chocante es que reivindiquen la transgresión como si la bondad de una causa tuviera algo que ver con ella. Las derechas serias alentaban nuevos clasicismos: ahora, en vergonzante signo de los tiempos, se conforman con ser “el nuevo punk”. Sobre toros nunca nos entenderemos, pero de la polvareda del debate sí podemos aprender una lección superior: en un país de contornos morales tan rígidos, no hay ninguna causa que no gane con un poco de nuestro escepticismo. Ignacio Peyró es escritor.


































[ARCHIVO DEL BLOG] Ensoñaciones. [Publicada el 18/05/2008]










Dice el escritor Manuel Vicent en El País de hoy, en su artículo Estafa, que muchos no comprenden todavía por qué vota a la derecha la gente de los suburbios de las grandes ciudades que se levanta a las seis de la mañana a trabajar hasta dejarse la piel sin más horizonte que seguir así hasta el final de sus días". Con sinceridad, yo tampoco. Puedo entender y me parece normal que vote por la derecha la buena clase dirigente de la industria o el comercio que vive en el barrio de Salamanca de Madrid. ¿Pero el obrero industrial o el empleado o administrativo residente en Delicias o el Puente de Vallecas? ¿O el estudiante universitario de familia humilde o clase media media de la complutense? No lo entiendo, pero esa es la realidad. Y debería tener una explicación racional. ¿La qué aduce Vicent? Pues no lo se... He citado a Madrid sin intención dolosa alguna. Podemos hacerlo con Italia... ¿Cómo puede ser que un mafioso declarado y confeso como Silvio Berlusconi, un Jesús Gil en guapo y con más dinero, obtenga de nuevo la mayoría absoluta en Italia? ¿A qué tipo de ensoñación somete la derecha a sus votantes para conseguir una obnubilación tan radical de sus mentes?  A la clase obrera, comienza diciendo Vicent, hoy le basta con cerrar los ojos para soñar con el paraíso en la tierra. Al instante, en mitad de la frente comienzan a cimbrearse las palmeras de una playa de los mares del sur, la misma que aparece en un calendario editado por cualquier fábrica de embutidos. Muchos no comprenden todavía por qué vota a la derecha la gente de los suburbios de las grandes ciudades que se levanta a las seis de la mañana a trabajar hasta dejarse la piel sin más horizonte que seguir así hasta el final de sus días. Los autobuses, el metro y los cinco carriles de las autopistas vierten en el corazón de todas las urbes de Occidente un aluvión humano indefenso. A esa hora, recién salido del sueño, el cerebro se halla muy blando todavía y da entrada franca a todos los mensajes con los que es bombardeado de forma inmisericorde. Sobre la multitud de cabezas desamparadas en los andenes del suburbano resplandecen los paneles publicitarios. La marca de una crema se desliza por la piel de un cuerpo desnudo de belleza inaccesible que, no obstante, parece estar al alcance de la mano. Desde los vertederos industriales de las afueras se elevan sobre la extensión de coches atascados unas vallas con un rostro femenino en actitud de entrega cuyos labios entreabiertos ofrecen al automovilista la vaga promesa de huir con él un día al salir del trabajo. En la parada del autobús una chica de piernas largas o un joven de mandíbula cuadrada con los pectorales muy marcados se quedan siempre en tierra, pero desde el diorama acompañan al viajero con una mirada seductora hasta la primera curva y le mandan un mensaje a través de la ventanilla: si hoy trabajas muy duro, todo cambiará mañana. Esfumado el valor de la solidaridad, mucha gente, que se mata para salir adelante con una agonía tenaz, vota a la derecha porque espera ser como ella y su cerebro crea un horizonte de felicidad no muy distinto de las ofertas excitantes que emanan de los paneles publicitarios. En ellos cada promesa es un reto, una meta. Donde antes había ideas ahora sólo hay marcas. Donde antes había sentimientos ahora sólo hay sensaciones. La izquierda ha quedado en una difusa conciencia de rebelión colectiva frente a esa estafa. Sean felices a pesar de todo. HArendt
















viernes, 17 de mayo de 2024

De los vientos de guerra

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes, 17 de mayo. La ciudadanía europea, escribe en Revistas de Libros el economista J.L. Oller-Ariño, quiere amigos, no enemigos, paz, no guerra, y líderes capaces, valerosos e inmunes a la sumisión. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Vientos de guerra y sumisión
J.L. OLLER-ARIÑO
08 MAY 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña de los libros Betrachtungen zum Weltkriege (Consideraciones sobre la guerra mundial, editado por Jost Dülffer)
Theobald von Bethmann Hollweg, Berlín, Hobing, 1919; Not One Inch. America, Russia and the Making Of Post- Cold War Stalemate M. E. Sarotte, Yale University Press, 2022; y Ucrania 22. La guerra programada, Francisco Veiga, Alianza Editorial, Madrid, 2022.
En las últimas semanas, las autoridades europeas parecen haberse concertado para llevar a la conciencia de la ciudadanía el «riesgo absoluto de guerra», en expresión de la ministra de defensa española, la señora Robles. Por su parte, la señora Von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, se manifiesta frecuentemente como la cabeza de las autoridades que nos advierten del peligro a los ciudadanos corrientes.
Los dirigentes occidentales y sus mensajes. Dado que Putin ha dicho públicamente que si Europa envía tropas a suelo ucraniano se puede desatar un conflicto nuclear que signifique el fin de la civilización («¿no lo entienden?», añadió), es razonable suponer que es de eso de lo que nos quieren advertir: de un conflicto nuclear con Rusia.
¿Qué esperan nuestros dirigentes de estos mensajes? Asistimos resignadamente a un despropósito que puede llevarnos a desenlaces catastróficos e irreparables. Pero, previo a todo análisis, hay que expresar un intenso sentimiento de sorpresa: nuestros dirigentes no nos relatan sus esfuerzos por conseguir un alto el fuego, una negociación y un pacto, el agotamiento de las vías para lograrlo, las veces y los caminos que lo han intentado y probado, su pérdida de esperanza de lograrlo; no, nada de eso: nos advierten a quienes nada podemos hacer, excepto votar, de su temor a una extensión del conflicto de Ucrania, solo de eso.
La primera guerra mundial tuvo su origen en la extensión a toda Europa del estallido, en julio de 1914, del envenenado conflicto entre Serbia y el gobierno del Imperio austrohúngaro. La gran mayoría de los millones de muertos que causó la generalización del conflicto a todas las grandes potencias europeas ignoraba, incluso, la ubicación geográfica de Serbia. Hoy, la mayoría de los europeos también ignoran cuántos kilómetros de frontera separan a Ucrania de Rusia. Pero lo más grave es que desconocen los orígenes del conflicto y los pasos que han dado EE. UU. y Rusia para llevarnos a esta guerra. También podría decirse que esa mayoría parece ignorar, como, probablemente, también lo hacen nuestros actuales dirigentes políticos, lo que un conflicto nuclear significaría: el fin de la civilización europea y de su población. ¿O es, quizá, que la mayoría de los europeos, aun conociendo sus consecuencias, no cree posible que ese escenario de guerra nuclear vaya a materializarse? Se diría que Putin sí parece saber las consecuencias de una guerra nuclear y no cree imposible la generalización del conflicto.
La ciudadanía europea ha desoído las advertencias de sus líderes: las bolsas han seguido subiendo, no se han registrado anuncios de ventas masivas de inmuebles y todo el mundo ha acudido a sus destinos turísticos a lo largo de las festividades de Semana Santa sin la menor indicación de preocupación por los mensajes alarmistas de las autoridades. En 1914, en realidad, solo las élites gobernantes creían en la posibilidad de un conflicto cuyo estallido estaba en sus manos. Hoy corremos un riesgo similar: que unas élites políticas tomen decisiones letales sin debates previos, ni públicos, ni parlamentarios. La política exterior rehúye, esquiva o burla en todas las democracias los controles parlamentarios. En Europa, también.
La política exterior rara vez se entiende si no se analizan las diversas capas superpuestas de motivaciones e intereses que la inspiran. Rara vez salen a la luz las más profundas y nunca son objeto de debate democrático. Al estallido de conflictos precede siempre la difusión de relatos que encubren los objetivos de los contendientes. En la era de la información, la verdad sigue siendo la primera víctima de toda guerra. El conflicto actual en Ucrania no es una excepción.
Not One Inch, publicado en 2021, de la historiadora norteamericana M. E. Sarotte, de la John Hopkins University, es un relato detallado, preciso y documentado del desencuentro, desde 1989, entre Washington y Moscú a propósito de la expansión de la OTAN. Con una minuciosidad poco usual, describe los escalones de ampliación de la OTAN hacia el este, las decisiones de los sucesivos presidentes americanos y sus escenarios, y la cada vez más firme y radical oposición de Rusia. Editado un año antes de la entrada del ejército ruso en Ucrania, es una fuente indispensable para el conocimiento del desarrollo del conflicto que la impulsó, sin justificarla, porque ni se había producido, ni se preveía entonces.
En este momento, el nivel 1 del relato encubridor de lo que realmente ha ocurrido entre Rusia y Ucrania se presenta así: habiendo Putin reconstruido la economía rusa, tras un terrible período de transformación de una economía socialista quebrada y políticamente insostenible en una más cercana al mercado, se propone reconstruir el ámbito de poder de la Unión Soviética, evitar que Ucrania ( origen histórico del Imperio ruso) forme parte de la economía europea, de la UE, y de la OTAN, y amenaza a Europa con recuperar las repúblicas bálticas, como mínimo. A Putin le mueve un propósito imperialista: he ahí la amenaza a Europa. Ante tamaños propósitos imperialistas, es imprescindible que Occidente se defienda; con EE.UU. a la cabeza y el esfuerzo político y militar potenciado de una Europa consciente de esta necesidad sobrevenida.
Este es el relato que promueven las élites de Bruselas y de EE.UU., utilizando la guerra de Ucrania para sus propios fines. Pero, ¿cuáles son estos fines?
Bruselas (digamos, la ministra española de Defensa y el presidente de Francia) repiten que Ucrania debe ganar la guerra, cuando los militares y los políticos occidentales saben que tal cosa no es posible. Pero defienden la necesidad de continuar el combate porque creen estimular así la exaltación de los valores europeos de libertad (Ucrania debe poder decidir su destino) y unión, solidaridad y cooperación europeas en un proyecto común.
El recurso a los supuestos propósitos imperialistas de Putin es, al parecer, preciso para justificar mayores presupuestos de gastos en defensa y una política de defensa común e independiente de la de EE.UU. En cuanto a EE.UU., resulta evidente que hay fuerzas interesadas en la continuación de la guerra, como quedó de manifiesto cuando, en marzo de 2022, se impidió, por mediación de Boris Johnson, que Zelenski firmara un acuerdo ya alcanzado con Rusia, comprometiendo la neutralidad de Ucrania a cambio del cese de hostilidades y la retirada de las tropas rusas. Si hoy sigue la guerra es porque la OTAN no quiso que parara. Este es un dato esencial, tanto que ha desaparecido del relato oficial.
El interés de la OTAN por continuar la guerra es tan manifiesto que está promoviendo acuerdos contractuales de asistencia a Ucrania por parte de sus miembros, individualmente y por un plazo de diez años. Asimismo, a principios de abril de 2024, la prensa ha informado de que la OTAN está estudiando la manera de comprometer la ayuda norteamericana de forma irrevocable para el caso de triunfo electoral de Trump el próximo noviembre. Es evidente que todo ello responde, no a la voluntad de encontrar una solución negociada al conflicto, sino a dos propósitos; uno, público, el de incorporar Ucrania a la OTAN; y otro, oculto. El propósito oculto es someter a Rusia a una guerra de desgaste económico y político hasta su descomposición en una pluralidad de pequeñas repúblicas, cuyos recursos naturales resulten más accesibles, y su poder político y militar, irrelevante. No porque sí, sino con el designio de evitar un posible entendimiento entre la Rusia actual y la potencia china, a la que los EE.UU. ven como su principal amenaza en un futuro no lejano.
El «imperialismo» ruso y el nacionalismo ucraniano. El relato del supuesto imperialismo ruso olvida y oculta hechos históricos que explican, no justifican, pero explican, la invasión de Ucrania. Lo que está en juego, lo que Putin describió como una «cuestión existencial» para Rusia, es que Ucrania no entre en la OTAN, completando el cerco de las fronteras europeas de Rusia. En los últimos tres decenios, se ha incumplido con total descaro la promesa formulada por la Administración norteamericana a Rusia de «no ampliar ni una pulgada la OTAN hacia el este» a cambio de la unificación de las dos Alemanias, sin condición alguna en materia militar o de defensa para Rusia.
Occidente no admite que Rusia exija una zona de protección entre sus fronteras y las bases de la OTAN. Aduce que Ucrania tiene el derecho a elegir la defensa que prefiera. Pero, un momento: ¿se le reconoció este derecho a Cuba cuando instaló misiles a 90 millas de Florida? Rusia ha sido invadida dos veces por ejércitos occidentales y exige, desde que se libró de la segunda invasión en 1945, a un coste de más de veinte millones de muertos, una zona neutral de protección. Exige la neutralidad de Ucrania, con la que tiene dos mil cien kilómetros de fronteras. ¿Es esta una exigencia imperialista?
Como queda bien explicado en el libro de Francisco Veiga, Ucrania 22. La guerra programada, publicado en 2022, la evolución política de Ucrania desde su independencia, lograda en 1991, hace ya más de tres décadas, tiene vericuetos no siempre fáciles de seguir. En realidad, el primer paso hacia la guerra de Ucrania fue el golpe de estado llamado «de Maidán», de 2014, propiciado, según diversas fuentes y muchos indicios, por EE.UU., por el que la fracción nacionalista ucraniana expulsó del Gobierno a los líderes pro rusos.
Como explica Francisco Veiga en Ucrania 22, allí conviven, entreveradas, básicamente, dos poblaciones, más identificables por razones lingüísticas que por características étnicas: la ucraniana, antirrusa, prooccidental y nacionalista; y la afín, desde luego, a Rusia y que, puede suponerse, es partidaria de los objetivos de Putin. Los dirigentes ucranianos prorrusos, en el poder en 2014, se negaron a firmar acuerdos de asociación económica con la Unión Europea. Rusia prestó 14.000 millones de dólares a Ucrania, un gesto para mantener y reforzar la vinculación con Ucrania. La reacción de la facción nacionalista, apoyada económica y políticamente por EE.UU., fue organizar los disturbios de Maidán, que culminaron en el golpe de estado y la huida de Yanukóvich, el presidente prorruso que, hay que recordarlo, había sido elegido democráticamente. Los nacionalistas, ya en el poder, manifestaron abiertamente su intención de integrarse lo antes posible en la Unión Europea y en la OTAN.
El gobierno nacionalista se apresuró a anular las leyes que reconocían el ruso como segundo idioma oficial, además de otras limitaciones a ciudadanos de etnia rusa, como el cierre de las escuelas en su lengua. Al poco se produjo un levantamiento popular en las provincias rusas del este (Donbas) que fué reprimido por el Ejército a las órdenes del nuevo gobierno nacionalista. Fue el principio de la guerra civil que causó 15.000 muertos, ya antes de la invasión, muchos de los cuales fueron civiles de las provincias del Donbás. La intervención del ejército ruso en febrero de 2022 estuvo precedida por siete años de conflicto armado.
El propósito principal de Putin es el que lleva expresando con el mayor énfasis y total claridad desde 2008: evitar la integración de Ucrania en la OTAN, cuestión «existencial», como advirtió en aquella fecha a los representantes de los gobiernos occidentales. Pero estos no tomaron nota: armaron y entrenaron al ejército nacionalista pro-OTAN desde el principio de la guerra civil en el 2015. La ocupación de Crimea, que se produjo aquel año sin violencia y con la aquiescencia de una población casi exclusivamente rusa, fue la respuesta al golpe de estado iniciado en Maidán en 2014, y su objetivo inmediato fue evitar que los EE.UU., través de Ucrania, ocuparan o controlaran la base que ha alojado desde siempre la escuadra rusa, Sebastopol.
Pero ¿es la invasión de Ucrania el primer paso de lo que estaría, supuestamente, planeando Putin, según algunos: la invasión de otros territorios de Europa occidental? La respuesta es que no parece existir una sola evidencia, verbal o escrita, que indique planes de ataque o invasión rusos a otros territorios europeos. Ucrania combate la incorporación a Rusia de cuatro de sus provincias de amplísima mayoría rusa, sublevadas contra su gobierno antirruso y «desrusificador» de las instituciones, enseñanza y cultura ucranianas, en una guerra civil en precario contra el gobierno de Kiev. Atribuir a Putin propósitos imperialistas en Europa occidental es querer ignorar y esconder la historia del conflicto civil, el golpe de estado de 2014 y el objetivo «existencial» de Rusia: que Ucrania sea un país neutral fuera de la OTAN, como lo ha sido Austria desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Aun sin planes ni propósitos imperialistas por parte de Rusia, la prolongación de la guerra aumenta exponencialmente los riesgos de su extensión. El primero y más obvio de esos riesgos resulta de una eventual participación directa de fuerzas europeas o de la OTAN ante un derrumbe del ejército o de las posiciones ucranianas, algo que el presidente Macron sugirió abiertamente hace unas semanas.
Pero hay otros riesgos menos evidentes: los objetivos ocultos de quienquiera que aspire a obtener ganancias o ventajas de la extensión de la guerra. Y hay un precedente trágico: la extensión del conflicto local de Serbia con Austria en 1914 que, en 37 días desde el asesinato del heredero de la Corona austriaca y de su esposa por un terrorista serbio bosnio, terminó enfrentando a todas las grandes potencias europeas en lo que se llamó la Gran Guerra o la Primera Guerra Mundial. Lo ocurrido en 1914, la extensión de un conflicto local hasta el enfrentamiento de la totalidad de las grandes potencias es, quizá, la mayor tragedia de la historia de la diplomacia. Aquel inmenso fracaso no debe olvidadarse. ¿Cómo explicar lo que ocurrió?
Todas y cada una de las grandes potencias vieron en el conflicto bélico entre Austria y Serbia la oportunidad de alcanzar sus propios objetivos estratégicos. Veamos: con la excusa de apoyar a sus «tutelados» serbios, Rusia imaginó la ocasión de hacerse con los Dardanelos, su vieja aspiración de acceso al Mediterráneo. Ante la movilización de Rusia, Alemania vio la oportunidad de hacer la guerra preventiva que promovía su Estado Mayor, convencido, como la cúpula de la élite civil, de la próxima e inevitable invasión rusa de Alemania. Francia, apoyando a Rusia, oficialmente en cumplimiento de sus acuerdos de defensa mutua, en realidad tenía la expectativa de una victoria que le permitiera recuperar Alsacia-Lorena, perdida ante los alemanes en 1871. Inglaterra, en manos de su ministro de Exteriores, Edward Gray, declaró la guerra a Alemania cuando las tropas alemanas pisaron suelo belga camino de París, oficialmente en defensa de su neutralidad, pero con el objetivo real de acabar con la creciente hegemonía alemana en el continente.
Así se pasó de un pequeño conflicto local a la catástrofe del siglo, que no acabaría hasta 1945. Hoy no sabemos qué intereses agazapados de unos y otros, no solamente de EE.UU,, pueden ampliar la guerra de Ucrania. Los conflictos pueden también extenderse por errores de juicio, desinformación y miedo, un motor universal de agresividad.
Bethmann Hollweg, canciller alemán entre 1909 y 1917, admitió en su ensayo póstumo, Betrachtungen zum Weltkriege (Reflexiones sobre la Guerra Mundial), que fue consciente, al comprometer su apoyo a la sanción militar de Austria a Serbia, del riesgo de extensión del conflicto a todas las grandes potencias. Sin embargo, confió en que Gran Bretaña no entraría en él y estimó, no sin base, como demostrarían los acontecimientos, que Alemania vencería a Rusia si esta decidía intervenir en favor de Serbia. La sinuosa, ambigua y, hasta el último minuto, engañosa diplomacia del ministro Grey, encubridora de sus verdaderos propósitos, tuvo un papel determinante en la toma de decisiones de las partes en conflicto.
Una escena ilustra hasta qué punto el destino de millones de personas y de grandes imperios, naciones y culturas puede depender de errores de juicio evitables, malentendidos o circunstancias inesperadas, cuando la tensión del conflicto atenaza las mentes. Durante julio de 1914, el mes en el que se cocinó la extensión del conflicto entre Serbia y Austria, Grey, factotum de la política exterior británica, dio a entender, velada y sinuosamente a Sazónov, ministro de Exteriores ruso, lo que este necesitaba oír para afianzar sus planes bélicos: que Gran Bretaña intervendría a su favor y en el de su aliado francés, en caso de conflicto. Al mismo tiempo, y con la misma astucia, hacía ver al embajador alemán en Londres su lejanía del conflicto que ocupaba a los europeos continentales, que es lo que querían escuchar el káiser y el canciller alemán. Rusia necesitaba la colaboración de Gran Bretaña y Alemania su neutralidad. Y ambas potencias diseñaron sus planes de acuerdo con estas expectativas. Sin Inglaterra, el conflicto habría tenido un carácter continental europeo, pero no mundial.
Alemania declaró la guerra a Rusia el primero de agosto de 1914, habiendo confirmado la previa movilización rusa, en la confianza, pero sin la seguridad, de la neutralidad de Gran Bretaña, Y esa tarde se produjo una escena surrealista que ilustra la fragilidad y contingencia de los mayores dramas humanos. Reunidos con el káiser, el jefe del ejército, general Falkenhayn, el jefe del Estado Mayor, general Moltke, y otras autoridades militares y civiles, se recibieron dos telegramas consecutivos del embajador alemán en Londres, informando de que Grey ofrecía la neutralidad de Inglaterra si Alemania dirigía sus fuerzas exclusivamente al Este. Eufórico por esta noticia y entusiasmado por ella, después de pedir champán para celebrarla, el káiser ordenó a Moltke que dirigiera las tropas solo al Este, a Rusia. Moltke, alteradísimo, indicó al káiser que no podía cumplir esta orden porque no era posible alterar los planes para que un millón de hombres se desplazaran hacia París y, neutralizada Francia, al frente ruso, sin provocar un descalabro. Moltke, descompuesto, y con un amago de infarto y lágrimas en los ojos, se retiró. Horas después, un nuevo telegrama del embajador Lichnowsky desmentía el contenido de los anteriores. El 4 de agosto, al día siguiente de que las tropas alemanas hubieran empezado a cruzar la frontera belga, Gran Bretaña declaraba la guerra a Alemania.
El miedo fue el motor que impulsó a las Potencias Centrales a perseguir objetivos presuntamente defensivos en un escenario amenazador, como ha ocurrido tantas veces en la historia. Pero no fue el miedo de la ciudadanía, sino el de una pequeñísima élite dirigente en las cúspides militares y civiles. El miedo es un pésimo consejero.
Rusia y EE.UU. deben negociar ya. La pasividad, hoy, de la ciudadanía europea, heredera de incontables sufrimientos provocados por la violencia guerrera, es sorprendente y asombrosa. Acepta que una élite política, que olvida que su primerísima misión es preservar la paz, anuncie riesgos de guerra por extensión de la que asola Ucrania, sin confesar su impotencia y su fracaso en encontrar e imponer, sí, imponer, una solución negociada. Y recordemos, otra vez, que, para colmo, ha aceptado sin rechistar que a las pocas semanas de la entrada de tropas rusas en Ucrania, Boris Johnson presionara con éxito a Zelenski (¿por encargo de quién?) para que renunciara a firmar un acuerdo, mediado por Turquía, por el que, a cambio de su neutralidad, las tropas rusas abandonarían Ucrania. Si continúan los combates es porque Occidente lo ha querido así.
Las proclamas democráticas de gobiernos electos, incapaces de preservar la paz, son una contradicción dramática y cruel porque la ciudadanía, por encima de todo, quiere y aspira a mantener la paz. Es del todo inaceptable que unas docenas de electos y de funcionarios decidan, contra los intereses de todos, que hay proyectos bélicos que merecen ser promovidos o prolongados. Es lo que ocurrió en julio de 1914 y lo que podría volver a ocurrir.
Hay quien sostiene que los recientes anuncios de riesgos bélicos con Rusia y la repetición incesante de la necesidad europea de mayor gasto en armamento son posicionamientos previos a una próxima negociación. ¿Para ganar qué? Ni Crimea, ni las cuatro provincias rusófilas van a ser devueltas. Occidente habrá de aceptar que la paz y la completa retirada de las tropas rusas requerirán la formalización de la neutralidad de Ucrania. Una paz que es imperativo pactar de inmediato, sin mayor dilación, para evitar mayores bajas y, cada día, agravados riesgos.
Los políticos, incapaces de negociar la paz, deben ser sustituidos con urgencia mediante el voto, la palabra y la acción. Las elecciones al Parlamento Europeo del próximo mes de junio debieran ser aprovechadas para excluir a todo candidato renuente a la pacificación por negociación, a todo candidato belicista por acción o por omisión. La ciudadanía europea quiere amigos, no enemigos, paz, no guerra, y líderes capaces, valerosos e inmunes a la sumisión. J.L. Oller-Ariño es economista. 























[ARCHIVO DEL BLOG] La Hispanic Society of America. [Publicada el 19/05/2017]









El Premio Princesa de Asturias de Cooperación Internacional 2017 ha recaído en la Hispanic Society of America (HSA), una reconocidísima entidad cultural dedicada al estudio de las artes y la cultura de España, Hispanoamérica y Portugal con sede en Nueva York. El jurado ha elegido entre 19 candidaturas de nueve países que optan al galardón, entre las que también se encontraban la del exsecretario general de la ONU Ban Ki-Moon y el líder de U2, Bono.
La HSA es una organización privada fundada el 18 de mayo de 1904 en la ciudad de Nueva York por Archer Milton Huntington (1870-1955), inspirado por sus visitas al British Museum de Londres y al Louvre de París a finales del siglo XIX. Nació con el objetivo de establecer un museo, una biblioteca y una institución educativa de acceso público y gratuito destinados a avanzar en el estudio de la lengua, la literatura y la historia de España y Portugal, así como de los países en los que el español y el portugués fueron o seguían siendo hablados. Se abrió al público en 1908.
Entre 2017 y 2019 ha cerrado sus puertas para remodelar sus instalaciones. Esta situación ha permitido que El Museo del Prado haya inaugurado este 4 de abril una muestra titulada Visiones del mundo hispánico. Tesoros de la Hispanic Society of America, en la que se podrán admirar hasta el próximo 10 de septiembre más de 200 obras provenientes de la HSA y que abarcan más de 4.000 años de historia.
El museo de la Hispanic Society alberga más de 23.000 ejemplares únicos, entre los que hay cuadros, esculturas, piezas de cerámica, textil o muebles, que abarcan desde el Paleolítico hasta el siglo XX. La colección pictórica alberga obras como el retrato de La Duquesa de Alba de Goya, el El cardenal Camillo Astalli, de Velázquez, La Piedad, de El Greco, e incluso una sala con grandes murales pintados por Joaquín Sorolla.
La candidatura de la Hispanic Society ha sido propuesta por Ramón Gil-Casares, embajador de España en Estados Unidos. Ha sido apoyada, entre otros, por sir John Elliott, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 1996; Carlos Andradas, rector de la Universidad Complutense, y Mark Thompson, presidente de The New York Times Group, según ha informado la organización en un comunicado.
Los Premios Princesa de Asturias están destinados, según los Estatutos de la Fundación, a galardonar "la labor científica, técnica, cultural, social y humanitaria realizada por personas, instituciones, grupo de personas o de instituciones en el ámbito internacional". El pasado año obtuvo el galardón la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático y el Acuerdo de París y, en años anteriores, Wikipedia; la Fundación Fulbright; la sociedad Max Planck; la Cruz Roja y de la Media Luna Roja; Al Gore; la Fundación Bill y Melinda Gates; Isaac Rabin y Yasir Arafat; Frederick De Klerk y Nelson Mandela.
En esta XXXVII edición de los Premios Princesa se han concedido ya el de las Artes, que recayó en el creador sudafricano William Kentridge, y el de Comunicación y Humanidades, que recayó en el grupo argentino Les Luthiers. El acto de entrega de los Premios Princesa de Asturias se celebrará, como es tradicional, en octubre en el Teatro Campoamor de Oviedo, en una solemne ceremonia presidida por los reyes. Cada Premio Princesa de Asturias está dotado con la reproducción de una escultura de Joan Miró —símbolo representativo del galardón—, la cantidad en metálico de 50.000 euros, un diploma y una insignia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt