Vientos de guerra y sumisión
J.L. OLLER-ARIÑO
Reseña de los libros Betrachtungen zum Weltkriege (Consideraciones sobre la guerra mundial, editado por Jost Dülffer)
Theobald von Bethmann Hollweg, Berlín, Hobing, 1919; Not One Inch. America, Russia and the Making Of Post- Cold War Stalemate M. E. Sarotte, Yale University Press, 2022; y Ucrania 22. La guerra programada, Francisco Veiga, Alianza Editorial, Madrid, 2022.
En las últimas semanas, las autoridades europeas parecen haberse concertado para llevar a la conciencia de la ciudadanía el «riesgo absoluto de guerra», en expresión de la ministra de defensa española, la señora Robles. Por su parte, la señora Von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, se manifiesta frecuentemente como la cabeza de las autoridades que nos advierten del peligro a los ciudadanos corrientes.
Los dirigentes occidentales y sus mensajes. Dado que Putin ha dicho públicamente que si Europa envía tropas a suelo ucraniano se puede desatar un conflicto nuclear que signifique el fin de la civilización («¿no lo entienden?», añadió), es razonable suponer que es de eso de lo que nos quieren advertir: de un conflicto nuclear con Rusia.
¿Qué esperan nuestros dirigentes de estos mensajes? Asistimos resignadamente a un despropósito que puede llevarnos a desenlaces catastróficos e irreparables. Pero, previo a todo análisis, hay que expresar un intenso sentimiento de sorpresa: nuestros dirigentes no nos relatan sus esfuerzos por conseguir un alto el fuego, una negociación y un pacto, el agotamiento de las vías para lograrlo, las veces y los caminos que lo han intentado y probado, su pérdida de esperanza de lograrlo; no, nada de eso: nos advierten a quienes nada podemos hacer, excepto votar, de su temor a una extensión del conflicto de Ucrania, solo de eso.
La primera guerra mundial tuvo su origen en la extensión a toda Europa del estallido, en julio de 1914, del envenenado conflicto entre Serbia y el gobierno del Imperio austrohúngaro. La gran mayoría de los millones de muertos que causó la generalización del conflicto a todas las grandes potencias europeas ignoraba, incluso, la ubicación geográfica de Serbia. Hoy, la mayoría de los europeos también ignoran cuántos kilómetros de frontera separan a Ucrania de Rusia. Pero lo más grave es que desconocen los orígenes del conflicto y los pasos que han dado EE. UU. y Rusia para llevarnos a esta guerra. También podría decirse que esa mayoría parece ignorar, como, probablemente, también lo hacen nuestros actuales dirigentes políticos, lo que un conflicto nuclear significaría: el fin de la civilización europea y de su población. ¿O es, quizá, que la mayoría de los europeos, aun conociendo sus consecuencias, no cree posible que ese escenario de guerra nuclear vaya a materializarse? Se diría que Putin sí parece saber las consecuencias de una guerra nuclear y no cree imposible la generalización del conflicto.
La ciudadanía europea ha desoído las advertencias de sus líderes: las bolsas han seguido subiendo, no se han registrado anuncios de ventas masivas de inmuebles y todo el mundo ha acudido a sus destinos turísticos a lo largo de las festividades de Semana Santa sin la menor indicación de preocupación por los mensajes alarmistas de las autoridades. En 1914, en realidad, solo las élites gobernantes creían en la posibilidad de un conflicto cuyo estallido estaba en sus manos. Hoy corremos un riesgo similar: que unas élites políticas tomen decisiones letales sin debates previos, ni públicos, ni parlamentarios. La política exterior rehúye, esquiva o burla en todas las democracias los controles parlamentarios. En Europa, también.
La política exterior rara vez se entiende si no se analizan las diversas capas superpuestas de motivaciones e intereses que la inspiran. Rara vez salen a la luz las más profundas y nunca son objeto de debate democrático. Al estallido de conflictos precede siempre la difusión de relatos que encubren los objetivos de los contendientes. En la era de la información, la verdad sigue siendo la primera víctima de toda guerra. El conflicto actual en Ucrania no es una excepción.
Not One Inch, publicado en 2021, de la historiadora norteamericana M. E. Sarotte, de la John Hopkins University, es un relato detallado, preciso y documentado del desencuentro, desde 1989, entre Washington y Moscú a propósito de la expansión de la OTAN. Con una minuciosidad poco usual, describe los escalones de ampliación de la OTAN hacia el este, las decisiones de los sucesivos presidentes americanos y sus escenarios, y la cada vez más firme y radical oposición de Rusia. Editado un año antes de la entrada del ejército ruso en Ucrania, es una fuente indispensable para el conocimiento del desarrollo del conflicto que la impulsó, sin justificarla, porque ni se había producido, ni se preveía entonces.
En este momento, el nivel 1 del relato encubridor de lo que realmente ha ocurrido entre Rusia y Ucrania se presenta así: habiendo Putin reconstruido la economía rusa, tras un terrible período de transformación de una economía socialista quebrada y políticamente insostenible en una más cercana al mercado, se propone reconstruir el ámbito de poder de la Unión Soviética, evitar que Ucrania ( origen histórico del Imperio ruso) forme parte de la economía europea, de la UE, y de la OTAN, y amenaza a Europa con recuperar las repúblicas bálticas, como mínimo. A Putin le mueve un propósito imperialista: he ahí la amenaza a Europa. Ante tamaños propósitos imperialistas, es imprescindible que Occidente se defienda; con EE.UU. a la cabeza y el esfuerzo político y militar potenciado de una Europa consciente de esta necesidad sobrevenida.
Este es el relato que promueven las élites de Bruselas y de EE.UU., utilizando la guerra de Ucrania para sus propios fines. Pero, ¿cuáles son estos fines?
Bruselas (digamos, la ministra española de Defensa y el presidente de Francia) repiten que Ucrania debe ganar la guerra, cuando los militares y los políticos occidentales saben que tal cosa no es posible. Pero defienden la necesidad de continuar el combate porque creen estimular así la exaltación de los valores europeos de libertad (Ucrania debe poder decidir su destino) y unión, solidaridad y cooperación europeas en un proyecto común.
El recurso a los supuestos propósitos imperialistas de Putin es, al parecer, preciso para justificar mayores presupuestos de gastos en defensa y una política de defensa común e independiente de la de EE.UU. En cuanto a EE.UU., resulta evidente que hay fuerzas interesadas en la continuación de la guerra, como quedó de manifiesto cuando, en marzo de 2022, se impidió, por mediación de Boris Johnson, que Zelenski firmara un acuerdo ya alcanzado con Rusia, comprometiendo la neutralidad de Ucrania a cambio del cese de hostilidades y la retirada de las tropas rusas. Si hoy sigue la guerra es porque la OTAN no quiso que parara. Este es un dato esencial, tanto que ha desaparecido del relato oficial.
El interés de la OTAN por continuar la guerra es tan manifiesto que está promoviendo acuerdos contractuales de asistencia a Ucrania por parte de sus miembros, individualmente y por un plazo de diez años. Asimismo, a principios de abril de 2024, la prensa ha informado de que la OTAN está estudiando la manera de comprometer la ayuda norteamericana de forma irrevocable para el caso de triunfo electoral de Trump el próximo noviembre. Es evidente que todo ello responde, no a la voluntad de encontrar una solución negociada al conflicto, sino a dos propósitos; uno, público, el de incorporar Ucrania a la OTAN; y otro, oculto. El propósito oculto es someter a Rusia a una guerra de desgaste económico y político hasta su descomposición en una pluralidad de pequeñas repúblicas, cuyos recursos naturales resulten más accesibles, y su poder político y militar, irrelevante. No porque sí, sino con el designio de evitar un posible entendimiento entre la Rusia actual y la potencia china, a la que los EE.UU. ven como su principal amenaza en un futuro no lejano.
El «imperialismo» ruso y el nacionalismo ucraniano. El relato del supuesto imperialismo ruso olvida y oculta hechos históricos que explican, no justifican, pero explican, la invasión de Ucrania. Lo que está en juego, lo que Putin describió como una «cuestión existencial» para Rusia, es que Ucrania no entre en la OTAN, completando el cerco de las fronteras europeas de Rusia. En los últimos tres decenios, se ha incumplido con total descaro la promesa formulada por la Administración norteamericana a Rusia de «no ampliar ni una pulgada la OTAN hacia el este» a cambio de la unificación de las dos Alemanias, sin condición alguna en materia militar o de defensa para Rusia.
Occidente no admite que Rusia exija una zona de protección entre sus fronteras y las bases de la OTAN. Aduce que Ucrania tiene el derecho a elegir la defensa que prefiera. Pero, un momento: ¿se le reconoció este derecho a Cuba cuando instaló misiles a 90 millas de Florida? Rusia ha sido invadida dos veces por ejércitos occidentales y exige, desde que se libró de la segunda invasión en 1945, a un coste de más de veinte millones de muertos, una zona neutral de protección. Exige la neutralidad de Ucrania, con la que tiene dos mil cien kilómetros de fronteras. ¿Es esta una exigencia imperialista?
Como queda bien explicado en el libro de Francisco Veiga, Ucrania 22. La guerra programada, publicado en 2022, la evolución política de Ucrania desde su independencia, lograda en 1991, hace ya más de tres décadas, tiene vericuetos no siempre fáciles de seguir. En realidad, el primer paso hacia la guerra de Ucrania fue el golpe de estado llamado «de Maidán», de 2014, propiciado, según diversas fuentes y muchos indicios, por EE.UU., por el que la fracción nacionalista ucraniana expulsó del Gobierno a los líderes pro rusos.
Como explica Francisco Veiga en Ucrania 22, allí conviven, entreveradas, básicamente, dos poblaciones, más identificables por razones lingüísticas que por características étnicas: la ucraniana, antirrusa, prooccidental y nacionalista; y la afín, desde luego, a Rusia y que, puede suponerse, es partidaria de los objetivos de Putin. Los dirigentes ucranianos prorrusos, en el poder en 2014, se negaron a firmar acuerdos de asociación económica con la Unión Europea. Rusia prestó 14.000 millones de dólares a Ucrania, un gesto para mantener y reforzar la vinculación con Ucrania. La reacción de la facción nacionalista, apoyada económica y políticamente por EE.UU., fue organizar los disturbios de Maidán, que culminaron en el golpe de estado y la huida de Yanukóvich, el presidente prorruso que, hay que recordarlo, había sido elegido democráticamente. Los nacionalistas, ya en el poder, manifestaron abiertamente su intención de integrarse lo antes posible en la Unión Europea y en la OTAN.
El gobierno nacionalista se apresuró a anular las leyes que reconocían el ruso como segundo idioma oficial, además de otras limitaciones a ciudadanos de etnia rusa, como el cierre de las escuelas en su lengua. Al poco se produjo un levantamiento popular en las provincias rusas del este (Donbas) que fué reprimido por el Ejército a las órdenes del nuevo gobierno nacionalista. Fue el principio de la guerra civil que causó 15.000 muertos, ya antes de la invasión, muchos de los cuales fueron civiles de las provincias del Donbás. La intervención del ejército ruso en febrero de 2022 estuvo precedida por siete años de conflicto armado.
El propósito principal de Putin es el que lleva expresando con el mayor énfasis y total claridad desde 2008: evitar la integración de Ucrania en la OTAN, cuestión «existencial», como advirtió en aquella fecha a los representantes de los gobiernos occidentales. Pero estos no tomaron nota: armaron y entrenaron al ejército nacionalista pro-OTAN desde el principio de la guerra civil en el 2015. La ocupación de Crimea, que se produjo aquel año sin violencia y con la aquiescencia de una población casi exclusivamente rusa, fue la respuesta al golpe de estado iniciado en Maidán en 2014, y su objetivo inmediato fue evitar que los EE.UU., través de Ucrania, ocuparan o controlaran la base que ha alojado desde siempre la escuadra rusa, Sebastopol.
Pero ¿es la invasión de Ucrania el primer paso de lo que estaría, supuestamente, planeando Putin, según algunos: la invasión de otros territorios de Europa occidental? La respuesta es que no parece existir una sola evidencia, verbal o escrita, que indique planes de ataque o invasión rusos a otros territorios europeos. Ucrania combate la incorporación a Rusia de cuatro de sus provincias de amplísima mayoría rusa, sublevadas contra su gobierno antirruso y «desrusificador» de las instituciones, enseñanza y cultura ucranianas, en una guerra civil en precario contra el gobierno de Kiev. Atribuir a Putin propósitos imperialistas en Europa occidental es querer ignorar y esconder la historia del conflicto civil, el golpe de estado de 2014 y el objetivo «existencial» de Rusia: que Ucrania sea un país neutral fuera de la OTAN, como lo ha sido Austria desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Aun sin planes ni propósitos imperialistas por parte de Rusia, la prolongación de la guerra aumenta exponencialmente los riesgos de su extensión. El primero y más obvio de esos riesgos resulta de una eventual participación directa de fuerzas europeas o de la OTAN ante un derrumbe del ejército o de las posiciones ucranianas, algo que el presidente Macron sugirió abiertamente hace unas semanas.
Pero hay otros riesgos menos evidentes: los objetivos ocultos de quienquiera que aspire a obtener ganancias o ventajas de la extensión de la guerra. Y hay un precedente trágico: la extensión del conflicto local de Serbia con Austria en 1914 que, en 37 días desde el asesinato del heredero de la Corona austriaca y de su esposa por un terrorista serbio bosnio, terminó enfrentando a todas las grandes potencias europeas en lo que se llamó la Gran Guerra o la Primera Guerra Mundial. Lo ocurrido en 1914, la extensión de un conflicto local hasta el enfrentamiento de la totalidad de las grandes potencias es, quizá, la mayor tragedia de la historia de la diplomacia. Aquel inmenso fracaso no debe olvidadarse. ¿Cómo explicar lo que ocurrió?
Todas y cada una de las grandes potencias vieron en el conflicto bélico entre Austria y Serbia la oportunidad de alcanzar sus propios objetivos estratégicos. Veamos: con la excusa de apoyar a sus «tutelados» serbios, Rusia imaginó la ocasión de hacerse con los Dardanelos, su vieja aspiración de acceso al Mediterráneo. Ante la movilización de Rusia, Alemania vio la oportunidad de hacer la guerra preventiva que promovía su Estado Mayor, convencido, como la cúpula de la élite civil, de la próxima e inevitable invasión rusa de Alemania. Francia, apoyando a Rusia, oficialmente en cumplimiento de sus acuerdos de defensa mutua, en realidad tenía la expectativa de una victoria que le permitiera recuperar Alsacia-Lorena, perdida ante los alemanes en 1871. Inglaterra, en manos de su ministro de Exteriores, Edward Gray, declaró la guerra a Alemania cuando las tropas alemanas pisaron suelo belga camino de París, oficialmente en defensa de su neutralidad, pero con el objetivo real de acabar con la creciente hegemonía alemana en el continente.
Así se pasó de un pequeño conflicto local a la catástrofe del siglo, que no acabaría hasta 1945. Hoy no sabemos qué intereses agazapados de unos y otros, no solamente de EE.UU,, pueden ampliar la guerra de Ucrania. Los conflictos pueden también extenderse por errores de juicio, desinformación y miedo, un motor universal de agresividad.
Bethmann Hollweg, canciller alemán entre 1909 y 1917, admitió en su ensayo póstumo, Betrachtungen zum Weltkriege (Reflexiones sobre la Guerra Mundial), que fue consciente, al comprometer su apoyo a la sanción militar de Austria a Serbia, del riesgo de extensión del conflicto a todas las grandes potencias. Sin embargo, confió en que Gran Bretaña no entraría en él y estimó, no sin base, como demostrarían los acontecimientos, que Alemania vencería a Rusia si esta decidía intervenir en favor de Serbia. La sinuosa, ambigua y, hasta el último minuto, engañosa diplomacia del ministro Grey, encubridora de sus verdaderos propósitos, tuvo un papel determinante en la toma de decisiones de las partes en conflicto.
Una escena ilustra hasta qué punto el destino de millones de personas y de grandes imperios, naciones y culturas puede depender de errores de juicio evitables, malentendidos o circunstancias inesperadas, cuando la tensión del conflicto atenaza las mentes. Durante julio de 1914, el mes en el que se cocinó la extensión del conflicto entre Serbia y Austria, Grey, factotum de la política exterior británica, dio a entender, velada y sinuosamente a Sazónov, ministro de Exteriores ruso, lo que este necesitaba oír para afianzar sus planes bélicos: que Gran Bretaña intervendría a su favor y en el de su aliado francés, en caso de conflicto. Al mismo tiempo, y con la misma astucia, hacía ver al embajador alemán en Londres su lejanía del conflicto que ocupaba a los europeos continentales, que es lo que querían escuchar el káiser y el canciller alemán. Rusia necesitaba la colaboración de Gran Bretaña y Alemania su neutralidad. Y ambas potencias diseñaron sus planes de acuerdo con estas expectativas. Sin Inglaterra, el conflicto habría tenido un carácter continental europeo, pero no mundial.
Alemania declaró la guerra a Rusia el primero de agosto de 1914, habiendo confirmado la previa movilización rusa, en la confianza, pero sin la seguridad, de la neutralidad de Gran Bretaña, Y esa tarde se produjo una escena surrealista que ilustra la fragilidad y contingencia de los mayores dramas humanos. Reunidos con el káiser, el jefe del ejército, general Falkenhayn, el jefe del Estado Mayor, general Moltke, y otras autoridades militares y civiles, se recibieron dos telegramas consecutivos del embajador alemán en Londres, informando de que Grey ofrecía la neutralidad de Inglaterra si Alemania dirigía sus fuerzas exclusivamente al Este. Eufórico por esta noticia y entusiasmado por ella, después de pedir champán para celebrarla, el káiser ordenó a Moltke que dirigiera las tropas solo al Este, a Rusia. Moltke, alteradísimo, indicó al káiser que no podía cumplir esta orden porque no era posible alterar los planes para que un millón de hombres se desplazaran hacia París y, neutralizada Francia, al frente ruso, sin provocar un descalabro. Moltke, descompuesto, y con un amago de infarto y lágrimas en los ojos, se retiró. Horas después, un nuevo telegrama del embajador Lichnowsky desmentía el contenido de los anteriores. El 4 de agosto, al día siguiente de que las tropas alemanas hubieran empezado a cruzar la frontera belga, Gran Bretaña declaraba la guerra a Alemania.
El miedo fue el motor que impulsó a las Potencias Centrales a perseguir objetivos presuntamente defensivos en un escenario amenazador, como ha ocurrido tantas veces en la historia. Pero no fue el miedo de la ciudadanía, sino el de una pequeñísima élite dirigente en las cúspides militares y civiles. El miedo es un pésimo consejero.
Rusia y EE.UU. deben negociar ya. La pasividad, hoy, de la ciudadanía europea, heredera de incontables sufrimientos provocados por la violencia guerrera, es sorprendente y asombrosa. Acepta que una élite política, que olvida que su primerísima misión es preservar la paz, anuncie riesgos de guerra por extensión de la que asola Ucrania, sin confesar su impotencia y su fracaso en encontrar e imponer, sí, imponer, una solución negociada. Y recordemos, otra vez, que, para colmo, ha aceptado sin rechistar que a las pocas semanas de la entrada de tropas rusas en Ucrania, Boris Johnson presionara con éxito a Zelenski (¿por encargo de quién?) para que renunciara a firmar un acuerdo, mediado por Turquía, por el que, a cambio de su neutralidad, las tropas rusas abandonarían Ucrania. Si continúan los combates es porque Occidente lo ha querido así.
Las proclamas democráticas de gobiernos electos, incapaces de preservar la paz, son una contradicción dramática y cruel porque la ciudadanía, por encima de todo, quiere y aspira a mantener la paz. Es del todo inaceptable que unas docenas de electos y de funcionarios decidan, contra los intereses de todos, que hay proyectos bélicos que merecen ser promovidos o prolongados. Es lo que ocurrió en julio de 1914 y lo que podría volver a ocurrir.
Hay quien sostiene que los recientes anuncios de riesgos bélicos con Rusia y la repetición incesante de la necesidad europea de mayor gasto en armamento son posicionamientos previos a una próxima negociación. ¿Para ganar qué? Ni Crimea, ni las cuatro provincias rusófilas van a ser devueltas. Occidente habrá de aceptar que la paz y la completa retirada de las tropas rusas requerirán la formalización de la neutralidad de Ucrania. Una paz que es imperativo pactar de inmediato, sin mayor dilación, para evitar mayores bajas y, cada día, agravados riesgos.
Los políticos, incapaces de negociar la paz, deben ser sustituidos con urgencia mediante el voto, la palabra y la acción. Las elecciones al Parlamento Europeo del próximo mes de junio debieran ser aprovechadas para excluir a todo candidato renuente a la pacificación por negociación, a todo candidato belicista por acción o por omisión. La ciudadanía europea quiere amigos, no enemigos, paz, no guerra, y líderes capaces, valerosos e inmunes a la sumisión. J.L. Oller-Ariño es economista.