Dos ilustres profesores de Ciencias Políticas, el español Daniel Innerarity (1959) y el británico David Runciman (1967), publicaban estos últimos días sendos artículos sobre las posibilidades de supervivencias de la democracia, al menos de la democracia tal y como la concebimos los demócratas, es decir, la democracia liberal y representativa, la única posible.
Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y profesor invitado en la Universidad estadounidense de Georgetown, cuyo último libro, La política en tiempos de indignación, ya he comentado anteriormente en el blog, defiende con énfasis que es posible sobrevivir a los malos gobernantes porque lo que importa son los procedimientos y las reglas, no tanto las personas. Lo hace en un artículo en El País que lleva precisamente ese título: Sobrevivir a los malos gobernantes.
Runciman es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Cambridge, y su último libro, Politics. Ideas in Profile, que yo sepa, todavía no ha sido traducido al español. En su artículo en Revista de Libros, ¿Es así como se acaba la democracia?, se pregunta sobre si cuando los resultados de las elecciones presidenciales estadounidenses del pasado noviembre comenzaban a vislumbrar lo que había pasado, no hubiera sido el momento de plantearse, como hizo el Premio Nobel Paul Krugman aquella misma noche, si Estados Unidos no se había convertido desde ese momento, ya, en un Estado fallido.
Pueden leer los artículos originales en los enlaces anteriores o si lo prefieren seguir haciéndolo aquí. El contenido es idéntico, salvo las correcciones estilísticas necesarias por mi parte para presentarlos de forma inteligible en la entrada.
La democracia está para que cualquiera pueda gobernarnos, dice el profesor Innerarity. Lo que importa son los procedimientos y las reglas: lo que impidió a Obama aplicar su ambicioso programa de salud puede ahora dificultar a Trump el cumplimiento de sus promesas (o amenazas).
Dos investigadores británicos, sigue diciendo, Robert Geyer y Samir Rihani, propusieron un experimento mental para que cayéramos en la cuenta de que los sistemas inteligentes son más importantes que las personas inteligentes: ¿qué pasaría si los gobernadores del Banco de Inglaterra fueran sustituidos por una habitación llena de monos? Si uno tuviera que responder rápidamente a esta pregunta, la intuición inmediata le llevaría a asegurar que la economía británica colapsaría. Ahora bien, a nada que hayamos podido reflexionar un poco y superar el automatismo de la reacción, la respuesta sería muy diferente: el gobierno de los monos pondría de manifiesto hasta qué punto estamos gobernados más por sistemas que por personas, con equilibrios, contrapesos y correcciones automáticas, por lo que los monos no harían tanto daño como podría suponerse.
La pregunta que en estos momentos todo el mundo se hace, añade, acerca de lo que puede suponer un gobierno de Trump para los Estados Unidos y el mundo en su conjunto es si el sistema político americano es capaz de resistir a un presidente así o se plegará finalmente a los dictados de quien temporalmente lo dirige (y la referencia a los monos es pura casualidad sin malicia alguna, pues también podía haber puesto como ejemplo a Rajoy, May, Le Pen, Grillo, Orban o Erdogan). Las respuestas a esta pregunta son muy variadas, pero se agrupan en dos tipos. Quienes tienen una visión más bien individualista de la política son en este caso pesimistas; quienes la conciben sistémicamente tienden a ser optimistas. Es curioso que los límites del poder sean ahora un motivo de esperanza, cuando en otros momentos habían simbolizado más bien nuestra desesperación. No deja de ser una paradoja el hecho de que estemos depositando todas nuestras esperanzas en que eso que hemos llamado últimamente y con gesto despectivo “la casta” (los altos funcionarios, los expertos, militares, empresarios o el propio Partido Republicano) sean un poder que limite efectivamente el de su presidente.
El experimento mental propuesto por los profesores británicos, continúa diciendo, es interesante porque en el automatismo de nuestras respuestas iniciales se pone de manifiesto hasta qué punto somos deudores de un modo de pensar centrado en los individuos y los líderes, en el corto plazo y en la falta de atención a las condiciones sistémicas en las que tienen lugar nuestras acciones. Seguimos pensando que el gobierno es una acción heroica de las personas en vez de entender que se trata de configurar sistemas inteligentes. Es una prueba de eso que Luhmann llamaba “la huida hacia el sujeto”, cuando la acción política se degrada a una competición entre personas, sus programas, sus buenas (o malas) intenciones o su ejemplaridad moral; por eso hablamos de liderazgo con unas connotaciones tan personalizadas, la atención pública se interesa principalmente de las cualidades personales de quienes nos gobiernan, nos preocupa más descubrir a los culpables que reparar los malos diseños estructurales…
La renovación de nuestros sistemas políticos, señala, debe ser abordada de otra manera. Nos jugamos demasiado como para confiarlo todo a que nuestros gobernantes sean competentes y buenas personas; no podemos jugar a la ruleta rusa de que estos sean ejemplares y tengan propiedades extraordinarias. La democracia está para que cualquiera pueda gobernarnos, lo que implica que nuestro esfuerzo se dirija hacia los procedimientos y reglas a los que nuestros dirigentes tienen que atenerse, y no tanto al casting político.
No diseñemos nuestras instituciones y sus eventuales reformas pensando en seleccionar a los mejores y facilitar su acción de gobierno, dice, sino en impedir que los malos hagan demasiado daño, aunque ocasionalmente esas mismas instituciones dificulten a los buenos sacar adelante todos sus proyectos. La democracia es un sistema diseñado más para impedir que para facilitar, un sistema que prohíbe, equilibra, limita y protege. Esta circunstancia que impidió a Obama llevar a cabo un ambicioso programa de salud, podría ser lo que dificulte a Trump el cumplimiento de sus promesas (o amenazas).
Todo lo que sea poner el foco en los individuos para designar los problemas que tenemos —la teoría de que lo importante es el ser humano, sea desde la perspectiva de las características personales del líder o de las motivaciones del votante individual en clave de rational choice— lleva consigo una infravaloración de las propiedades sistémicas de la sociedad, señala más adelante. Los principales problemas a los que se enfrenta hoy la humanidad tienen el carácter de problemas planteados por un sistema interdependiente y concatenado ante los cuales son ciegos sus componentes individuales: insostenibilidad, riesgos financieros y, en general, aquellos que están provocados por una larga cadena de comportamientos individuales que pueden no ser en sí mismos malos, pero sí lo es su desordenada agregación. De ahí que no se trate tanto de modificar los comportamientos individuales como de configurar adecuadamente su interacción y esa es precisamente la tarea que podemos designar como inteligencia colectiva. Se gana mucho más mejorando los procedimientos que mejorando a las personas que los dirigen. No deberíamos esperar tanto de las virtudes de quienes componen un sistema ni temer mucho de sus vicios; lo que realmente deberían inquietarnos es si su interconexión está bien organizada, cómo son las reglas, los procesos y las estructuras que configuran esa interdependencia.
Las sociedades están bien gobernadas, afirma, cuando lo están por sistemas en los que se sintetiza una inteligencia colectiva (reglas, normas y procedimientos) y no cuando tienen a la cabeza personas especialmente dotadas o ejemplares. Podríamos prescindir de las personas inteligentes pero no de los sistemas inteligentes; es lo que se suele decir de otra manera: una sociedad está bien gobernada cuando resiste el paso de malos gobernantes.
Estos doscientos años de democracia, concluye su artículo, han configurado precisamente una constelación institucional en la que un conjunto de experiencias han cristalizado en estructuras, procesos y reglas (especialmente las constituciones) que proporcionan a la democracia un alto grado de inteligencia sistémica, una inteligencia que no está en las personas sino en los componentes constitutivos del sistema. De alguna manera esto hace al sistema democrático independiente de las personas concretas que actúan e incluso de quienes lo dirigen, resistente frente a los fallos y debilidades de los actores individuales. Por eso la democracia tiene que ser pensada como algo que funciona con el votante y el político medio; únicamente sobrevive si la propia inteligencia del sistema compensa la mediocridad de los actores, incluido el eventual paso de unos monos por el gobierno.
El profesor Runciman se muestra más pesimista en su diagnóstico. En la noche de las elecciones, dice, casi en cuanto estuvo claro que lo impensable se había convertido en una cruda realidad, Paul Krugman preguntó en The New York Times si Estados Unidos no era ahora un Estado fallido. Los politólogos que estudian normalmente la democracia estadounidense en un espléndido aislamiento están empezando a desviar su atención hacia África y Latinoamérica. Quieren saber qué sucede cuando los autoritarios ganan elecciones y la democracia se transforma poco a poco en algo diferente. El demagogo que prometió matar a los terroristas junto con sus familias está trasladando a su propia familia al palacio presidencial. Antes incluso de que se produzca la ocupación, sus hijos ya están siendo situados en posiciones de poder. Ahí lo tenemos en televisión, dorado y reluciente, con su mujer a su lado y tres de sus hijos en fila por detrás, preparados para recoger lo que papá tenga que ofrecer. Aquí lo tenemos de vuelta en Twitter, desencadenado tras la victoria, revolviéndose contra sus adversarios en la prensa libre. Su hijo de diez años es aún demasiado joven para unírseles, pero estaba al lado de su padre en la noche de las elecciones, y su aspecto apenas mostraba menos desconcierto que el de cualquiera de nosotros mientras Trump pronunciaba el discurso tras su triunfo electoral, notablemente conciliatorio. Palabras de conciliación seguidas de la implacable apropiación personal de la maquinaria gubernamental, con sus hijos a remolque. ¿No es así como se acaba la democracia?
Decir que éstas son las preguntas equivocadas no es menospreciar la crisis a que se enfrenta la república estadounidense y, en realidad, todo el mundo, añade. Estados Unidos no es un Estado fallido. ¿Cómo lo sabemos?, se pregunta. Porque eso es lo que Trump dijo que era durante la campaña electoral y estaba mintiendo. Retrató a su país como un lugar plagado de instituciones fallidas y corrupción generalizada, con los suburbios de sus ciudades asolados por la violencia y su clase política interesada únicamente en enriquecerse. Sería un gran error pensar que ganó porque la gente le creyó. Si le hubieran creído, difícilmente habrían votado por él: poner a un hombre como Trump al frente significaría realmente el final para la democracia estadounidense, porque lo habría dejado libre para hacer todo el daño posible. La gente votó por él porque no le creyeron. Querían cambiar, pero también tenían confianza en la durabilidad y la decencia básicas de las instituciones políticas de Estados Unidos para protegerles de los peores efectos de ese cambio. Querían a Trump para agitar un sistema que esperaban que les protegiera asimismo de la temeridad de un hombre como Trump. ¿Cómo explicar si no que muchas personas que se declararon alarmadas por la idea de una presidencia de Trump votaran también por él? La campaña de Clinton cometió un error de libro al elegir centrarse en los defectos evidentes en la personalidad de Trump como el motivo para mantenerlo fuera de la Casa Blanca. Como si esos defectos se encontrasen ocultos. Para sus partidarios ya formaban parte del todo: insistir sobre ellos no consiguió otra cosa que hacer que los demócratas sonaran como si fueran el pastor mentiroso. Si este tipo fuera tan peligroso como ellos dicen, ¿sería realmente un candidato serio a la presidencia? Debe de ser, sin embargo, un candidato serio a la presidencia si no paran de decir que es tan peligroso. Quod erat demonstrandum, no es tan peligroso como dicen.
Esta es la crisis a que se enfrentan las democracias occidentales: ya hemos dejado de saber qué aspecto tiene el fracaso y no tenemos ni idea de cuán grande es el peligro en que estamos inmersos, continúa diciendo. El lenguaje de los Estados fallidos no encaja con el momento actual porque evoca imágenes que son completamente inapropiadas para una sociedad como los Estados Unidos contemporáneos. No habrá un conflicto civil extendido, ni tanques en las calles, ni generales en televisión anunciando que el orden ha quedado restaurado. La victoria de Trump ha sido saludada con algunas protestas diseminadas por todo el país, acompañadas de violencia esporádica. Si hubiera sido derrotado por un estrecho margen y se hubiera negado luego a admitirlo, la historia podría haber sido diferente. Pero aun así me resulta difícil creer que se hubiera visto trastocado el orden cívico en Estados Unidos. La violencia habría sido, sin duda, mayor y buena parte de ella habría sido aborrecible. Pero una resistencia armada generalizada al régimen resulta aún muy difícil de imaginar. Estados Unidos no tiene nada que ver con las sociedades en que sabemos lo que sucede cuando la política se va a pique, incluida la propia Europa en los años treinta del siglo pasado, lo que suele esgrimirse como advertencia de lo que podría estar esperando a la vuelta de la esquina. Los Estados Unidos contemporáneos son mucho más prósperos que otros Estados en los que la democracia ha fracasado en el pasado, por muy desigualmente que se encuentre distribuida esa prosperidad. Su población es mucho más vieja. El desorden civil tiende a producirse en sociedades en las que la edad media se sitúa en poco más de los veinte años; en Estados Unidos se halla cerca de los cuarenta. Sus jóvenes están mucho mejor educados, o al menos educados durante mucho más tiempo. Sus niveles de violencia, aunque elevados para la media europea en el siglo XXI, son bajos sea cual sea el criterio histórico de medición. Sus frustraciones son las de un país en el que todo esto es cierto y, sin embargo, las cosas siguen yendo rematadamente mal. Son problemas del Primer Mundo. Eso no hace que sean en absoluto menos serios. Simplemente hace que resulte mucho más difícil encontrar precedentes históricos de lo que sucederá a continuación.
La campaña de Clinton, comenta más adelante, que incluyó a Obama en su último tramo, hizo que pareciera como si Trump fuera un cuerpo extraño, claramente situado al margen de las normas democráticas básicas, capaz de derribar absolutamente todo en caso de que triunfase. En el segundo debate presidencial, Clinton lo acusó de hecho de trabajar para una potencia extranjera hostil, de ser un títere del régimen ruso. De haber sido eso cierto, los responsables de la seguridad nacional deberían estar ahora actuando rápidamente a fin de proteger a la república. La aparición de generales en televisión para hacerse con el control sería una respuesta apropiada al riesgo derivado de que las claves secretas nucleares hayan caído en manos enemigas. El Estado norteamericano ha actuado, en cambio, tan rápidamente como lo hace normalmente para acoger a su nuevo jefe y ofrecer sus servicios a su causa, en la esperanza de conseguir que esa causa resulte razonablemente eficaz. Obama apareció en televisión para insistir en que desea lo mejor para Trump, porque si a Trump le salen las cosas bien, otro tanto le sucederá a Estados Unidos. Esto sugiere que las personas que votaron por él estaban en lo cierto al sospechar que el sistema haría todo cuanto estuviese en su mano para mitigar el golpe de su elección. También significa que si Trump plantea una seria amenaza a la democracia estadounidense, carecemos del lenguaje para expresarlo.
Sin embargo, continúa diciendo, los verdaderos peligros de hacer de pastor mentiroso se encuentran al otro lado. Trump dijo que Estados Unidos era una sociedad fracturada y que él venía a recomponerla. Pero no está fracturada del modo que dijo, por lo que él no puede recomponerla. Trump tendrá que convertirse, en cambio, en algo mucho más parecido a un político convencional, que no cumpla sus promesas, que contrate a personas experimentadas de Washington para ayudarle a gestionar la ciénaga, no a drenarla. Ya ha empezado a suceder. Lo que resulta tan temible de esta perspectiva es que Trump carece de experiencia de cómo hacer nada de todo esto: no es un político, y todo apunta a que será hecho mal, dando torpes bandazos y con brotes regulares de absoluta incompetencia. Estos episodios se disimularán después con nuevas oleadas de grandilocuencia trumpiana. Ese es supuestamente el trabajo de Steve Bannon y sus colegas de Breitbart, ya debidamente instalados en el Ala Oeste. Ellos están ahí para tapar los follones con nuevas teorías conspiratorias. Pero la incompetencia quedará también recubierta por la capacidad funcional del Estado norteamericano, que fue diseñado para absorber grandes cantidades de gobierno ineficaz a fin de impedir que personas realmente malas sean capaces de gobernar eficazmente. En un país que ha visto un mayor número de malos presidentes que buenos, Trump no es uno de esos cuerpos extraños. Ni siquiera es el más repugnante de todos ellos.
Peter Thiel, comenta, el multimillonario de Silicon Valley que se la jugó al declararse públicamente favorable a Trump antes del día de las elecciones y que es probable que se vea ahora recompensado con su propia posición privilegiada en el gobierno, afirmó que una presidencia de Trump significaría tener en cuenta a la realidad. Si eso fuera cierto, entonces la realidad podría tener una oportunidad mejor de defenderse. Parece mucho más probable, en cambio, que esto oculte lo que está sucediendo con otra capa más de bravuconería y confusión. El meollo de la defensa de Trump por parte de Thiel era que la generación de estadounidenses representados por los Clinton −los niños nacidos inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se disparó el número de nacimientos− habían inflado una burbuja tras otra en su deseo desesperado de evitar enfrentarse a la dura verdad y proseguir con su propia existencia muelle. No habían sido simplemente burbujas de equidad y burbujas en la política de vivienda: había burbujas humanitarias y burbujas de corrección política; cualquier cosa para mantener lejos de la puerta al lobo de cómo-son-en-realidad-las-cosas. Sin embargo, la idea de que Trump, que pertenece a la misma generación y ha sido tan mimado como el que más, ofrece algo diferente resulta risible. Es probable que la burbuja de Trump sea la mayor de todas.
Sus planes inmediatos, dice, pasan por realizar unos gastos masivos en infraestructuras aprobados por el Congreso, junto con grandes bajadas de impuestos. Hay pocas barreras en su camino. Puede confiar en los republicanos para implementar las bajadas de impuestos y en los demócratas para apoyar los proyectos de infraestructuras. El impulso a corto plazo que dé este estímulo a la economía puede luego utilizarlo para comprar tiempo mientras fracase en el cumplimiento del resto de promesas que hizo durante la campaña: sobre inmigración, sobre creación de puestos de trabajo en las fábricas, sobre declarar la guerra a los terroristas y sobre compartir el amor en casa. Es posible que pueda incluso defender durante un tiempo que al ofrecer algo a uno y otro lado de la línea divisoria que separa a los dos partidos está empezando a tender un puente entre ambos. Pero todo lo que estará haciendo es tapar las enormes grietas. Las bajadas de impuestos, unidas al gasto gubernamental no dotado de fondos, desatarán la inflación y crearán las condiciones para una crisis futura. Todo ello dará también lugar a un choque frontal con la Reserva Federal y ahí no le resultará nada fácil a Trump salirse con la suya. Si intenta sustituir a Janet Yellen o meter en el consejo a sus propios candidatos, el partidismo se verá enormemente reafirmado. La realidad acabará volviéndose contra Trump. Cuando lo haga, se sentirá inclinado a atacar. Pero para entonces puede que ya sea demasiado tarde. Estará atrapado.
Entretanto, señala, las verdaderas amenazas a largo plazo a que se enfrenta la sociedad estadounidense seguirán sin abordarse. Si nos aferramos a los riesgos de la violencia política directa, ponemos un listón demasiado bajo que Trump podrá sortear con relativa facilidad. La violencia verdaderamente destructiva de la sociedad estadounidense se produce bajo la superficie y suele pasar inadvertida para todos excepto para sus víctimas. Es la violencia de un sistema de prisiones que encarcela y priva del derecho a voto a segmentos significativos de la población adulta, especialmente varones jóvenes afroamericanos. Es la epidemia de la violencia cometida por blancos sobre blancos la que se calcula que se ha cobrado las vidas de casi cien mil estadounidenses desde 1999 y que, sin embargo, ha permanecido más o menos invisible, hasta que repararon en ella los economistas Anne Case y Angus Deaton en un artículo académico publicado en 2015. Estas muertes son el resultado de violencia autoinfligida, ya se trate de suicidios o de sobredosis de drogas y alcohol («envenenamientos», en el lenguaje del informe), que afectan especialmente a estadounidenses blancos que viven en las partes del país que han votado abrumadoramente a Trump: el sur, los Apalaches, el Cinturón Industrial. Es mucho más probable que las personas de estas comunidades se maten a sí mismas a que maten a otras y lo cierto es que están muriendo más jóvenes de lo que lo hicieron sus padres, una tendencia que resulta única en una sociedad desarrollada. La victoria de Trump podría brindar a las víctimas de esta epidemia un respiro superficial −incluida la oportunidad de dirigir parte de su autoaversión hacia el exterior−, pero hará poco por abordar las causas de su desesperanza subyacente. Estados Unidos es una sociedad en la que muchas personas en edad laboral han tirado la toalla y otras han visto cómo un sistema de justicia criminal violentamente punitivo les ha arrebatado la oportunidad de llevar una vida decente. Si está fallando, es aquí donde está fallando. Cuando estalle la burbuja de Trump, no se habrá producido ese cara a cara con esta realidad. Pero sí que habrá una sensación cada vez mayor de traición.
Una administración Trump, comenta más adelante, no tendrá ninguna dificultad para cumplir sus promesas electorales sobre el cambio climático, ya que prometió no hacer nada y hacer nada es relativamente sencillo. Es posible que deshacer toda la agenda medioambiental promovida durante la presidencia de Obama le resulte una tarea más difícil, pero dado que Obama se vio obligado a recurrir a órdenes ejecutivas para conseguir buena parte de esto −durante seis años se ha chocado con el muro de que la legislación pertinente fuese aprobada por el Congreso−, a un nuevo ejecutivo le resultará mucho más sencillo echar por tierra todo el trabajo de su predecesor. En el campo de la política exterior, Trump podrá asimismo recoger muy pronto aquellos frutos que están al alcance de la mano: anular acuerdos que se encuentran aún pendientes de firma, renunciar al apoyo de regímenes carentes de influencia, encontrar a gente normal, con poco poder, a la que intimidar. Trump ha mostrado que está encantado de seguir el camino más fácil, que es el que ha acabado por conducirlo hasta la Casa Blanca. ¿Por qué iba ahora a detenerse? Estados Unidos adoptará poses para impresionar y magnificará su verdadera influencia. Pero se rehuirán las decisiones difíciles y se conciliará con los enemigos. Será quizás en el ámbito internacional donde habrá un momento de verdad cuando uno de estos enemigos se decida a someter a Estados Unidos a la prueba de una abierta confrontación. Pero parece improbable. Las instituciones que salvaguardan la seguridad nacional siguen siendo una máquina formidable y nadie se las tomaría a la ligera. El funcionamiento básico del sistema político estadounidense proporciona a Trump toda la cobertura que necesita para que finja estar desmantelándolo. Lo que hará en realidad es proseguir con su erosión sistemática. No es probable que suceda nada demasiado dramático, lo que quiere decir que ese cara a cara con la realidad puede posponerse aún un poco más. Eso sería seguramente mejor que permitir que algo verdaderamente dramático suceda durante la presidencia de Trump. ¿Quién podría querer algo así? Probablemente ni siquiera las personas que votaron por él.
El meollo de la defensa que Thiel hizo de Trump, señala, era que Estados Unidos se ha convertido en una sociedad renuente al riesgo, temerosa del cambio radical necesario para su supervivencia. Necesita una descarga eléctrica. Pero Trump no es un electricista: es un alborotador malicioso. Las personas que votaron por él no pensaban que estuvieran incurriendo en un riesgo enorme; simplemente deseaban reprender a un sistema del que siguen dependiendo para su seguridad esencial. Esto es lo que tiene en común con el Brexit el voto a Trump. Al optar por abandonar la Unión Europea, podría parecer que la mayoría de los votantes británicos estaban comportándose con una temeridad extraordinaria. Pero, en realidad, su comportamiento reflejaba también su confianza esencial en el sistema político con el que estaban tan ostensiblemente disgustados, porque creían que seguía siendo capaz de protegerlos de las consecuencias de su decisión. A veces se dice que Trump atrae a sus partidarios porque representa la figura paternal autoritaria que quieren que les proteja de toda la gente mala que hay ahí fuera convirtiendo sus vidas en un infierno. Eso no puede ser cierto: Trump es un chiquillo, el político más infantil que he conocido en toda mi vida. El padre en esta relación es el propio Estado norteamericano, que permite que los votantes tengan un berrinche y unan sus fuerzas con el chico que peor se porta de toda la clase, porque confían en que los adultos estarán siempre ahí para hacer que las cosas vuelvan a la normalidad.
Y aquí, concluye diciendo el profesor Runciman, donde radican los verdaderos riesgos. No es posible seguir comportándose así sin dañar la maquinaria esencial del gobierno democrático. Se necesita una inteligencia política extraordinariamente bien afinada para dirigir la rabia popular hacia las partes del Estado que necesitan reformas, al tiempo que se dejan intactas las partes que hacen posible esa reforma. Trump −al igual que el Brexit− no es eso. Es la encarnación misma de los instrumentos más romos, que agitan indiscriminadamente los cimientos con nada que ofrecer a modo de apoyo. En estas condiciones, la reacción más probable para los adultos que se encuentran dentro de la habitación es agacharse y esperar a que pase la tormenta. Mientras lo hacen, la política se atrofia y el cambio necesario queda pospuesto por el imperativo primordial de evitar el colapso sistémico. El deseo comprensible de mantener los tanques lejos de las calles y los cajeros abiertos se interpone en el camino de abordar las amenazas a largo plazo a que nos enfrentamos. Una descarga eléctrica que no es tal seguida de una parálisis institucional, y durante todo ese tiempo los verdaderos peligros siguen creciendo. En última instancia, así es como se acaba la democracia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt