lunes, 15 de mayo de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Victimismo identitario: El caso "Rebecca Tuvel". [Publicada el 15/09/2017]












Pablo de Lora, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid, escribe en el último número de Revista de Libros un provocativo artículo titulado Filosofar en tiempos de victimismo identitario: notas sobre el «caso Rebecca Tuvel», que pone de manifiesto el degradante recurso a la corrección política y la autocensura que puede llegar a manifestarse en el inescrutable mundillo académico de la Filosofía. Si quieren leerlo en su formato original en Revista de Libros, pueden hacerlo desde el enlace de más arriba. En la versión que reproduzco a continuación he prescindido, para facilitar su lectura, de las numerosas notas a pie de página que sí pueden leerse en el formato original. Espero que les resulte interesante. 
Como hubo un «caso Sokal» (recordarán: el físico travieso que coló un artículo fake a los posmodernos de la revista Social Text allá por 19961), habrá un «caso Tuvel», comienza diciendo el profesor Lora Y me atrevo a conjeturarlo tanto por lo interesante del asunto −su densidad teórica y metateórica− como por el torrente de análisis y comentarios habidos ya pese al poco tiempo transcurrido desde que saltara la liebre. Si la siguiente es una medición aceptable de la repercusión de la polémica, disponemos ya de una entrada de Wikipedia dedicada a la controversia, y el número de resultados que arroja la búsqueda en Google con los términos «Rebecca Tuvel controversy» en el momento en que se escriben estas líneas (15 de mayo de 2017) supera los cuatro mil. Pero, ¿de qué liebre hablamos. Procedamos con orden. 
El volumen 32, número 2, de la revista Hypatia −probablemente la revista más importante del pensamiento filosófico-político feminista en la actualidad− contiene un artículo de Rebecca Tuvel, una profesora de una universidad menor de Estados Unidos (Rhodes College, Tennessee), en el que bajo el título «In Defense of Transracialism» defiende la posibilidad de que los individuos expresen su identidad racial de la misma manera que los trans expresan su identidad de género, con independencia de cuáles sean sus caracteres sexuales secundarios. Tuvel se plantea esa posibilidad, según ella misma declara, por curiosidad intelectual: con el afán de profundizar en nuestra comprensión de las apelaciones identitarias, y todo ello evitando el fácil expediente de «ofrecer las opiniones estandarizadas basadas en lo que ya creemos saber».
El ejemplo que usa para desarrollar su argumento filosófico no puede ser más oportuno: la casi coexistencia en el tiempo (2015) de la transición a la identidad de género femenina de Bruce Jenner (ahora Caitlyn), el campeón olímpico de decatlón en las Olimpiadas de Montreal de 1976, y la escandalosa revelación de que Rachel Dolezal, representante destacada de la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP), una de las organizaciones de defensa de los afroamericanos más importantes de Estados Unidos, no era «negra», pese a lo que era socialmente asumido. ¿Por qué Dolezal no puede reclamar su negritud y Jenner sí su condición femenina? A ojos de cualquiera, se trata de una pregunta genuinamente filosófica, y la indagación sobre su respuesta resulta bien pertinente y relevante.
Por supuesto que alguien podría ver también en este planteamiento una bomba de relojería, colocada bajo la forma de un argumento de reducción al absurdo. Démosle la vuelta al modo de presentarlo: si es absurdo pensar que alguien pueda, a voluntad, reclamar una identidad racial que no se corresponde con su naturaleza, ¿por qué no es igualmente absurdo el cambio o expresión de una identidad de género que no se corresponde con lo que ha determinado la biología? Así lo ha indicado el sociólogo Rogers Brubaker en las páginas de The New York Times: «La idea del transracialismo ha sido rechazada de plano por la izquierda cultural. A algunos les preocupaba −como muchos conservadores culturales sin duda esperaban− que esta idea aparentemente absurda pueda minar la legitimidad de las reivindicaciones de los transgénero. Otros han argüido que si la autoidentificación reemplazara a los ancestros o al fenotipo como lo determinante de la identidad racial, ello favorecería el “fraude racial” y la apropiación cultural. Puesto que la raza ha sido siempre en primer lugar una clasificación impuesta externamente, resulta comprensible que la posibilidad de que los individuos se reclamen transraciales choque a muchos como algo ofensivamente desdeñoso de las realidades sociales de la raza».
Este es, de hecho, el trasfondo del anecdótico, pero revelador, experimento audiovisual que realizó el Family Policy Institute de Washington (una organización fuertemente conservadora) y que puede verse en YouTube. En el contexto de la polémica sobre el uso de los baños públicos por parte de las personas transgénero o intersexuales, el entrevistador pregunta sobre ese particular a diversos estudiantes que circulan por el campus de la Universidad de Washington. Todos se muestran favorables a que el uso sea el que corresponda a la identidad de género abrazada o expresada por el individuo, o bien que los baños sean unisex o «gender-neutral». En un momento dado, el entrevistador pregunta a esos mismos estudiantes qué dirían si él −de apariencia masculina, blanco, anglosajón mayor de edad y no muy alto− afirmara ser chino o tener siete años o medir 1’95 metros. Las reacciones de escepticismo, turbación o perplejidad no sorprenden, aunque sí conmueve, incluso enternece, el esfuerzo de los entrevistados por mantener a flote la coherencia.
De forma semejante se han explotado las contradicciones provocadas en España por el supuesto mensaje tránsfobo que divulgaba la organización «Hazte oír» en un autobús. Ante las reiteradas detenciones y prohibiciones de circular por parte de las autoridades, la proclama, que inicialmente rezaba «Los niños tienen pene, las niñas tienen vulva. Que no te engañen. Si naces hombre, eres hombre. Si naces mujer, seguirás siéndolo», acabó siendo transformada en un interrogante («¿Los niños tienen pene? ¿Las niñas tienen vulva?»), que, pese a que epitomiza como pocos el fundamento teórico del movimiento trans, no apaciguó ni la censura, ni evitó su requisa, ni la imposición de sanciones administrativas. Es más: puestos a comparar mensajes, el que figuraba en el autobús con que la cadena de televisión La Sexta contraatacaba («La identidad de género no se elige. Que no la elijan otros por ti») debiera suscitar más suspicacias por parte de la comunidad trans por el esencialismo que encierra.
El planteamiento de Tuvel y sus conclusiones se dejan presentar fácilmente, cosa de agradecer y no tan frecuente en muchas publicaciones de los llamados «estudios de género o raciales» y en buena parte de las publicaciones académicas en las disciplinas filosóficas o humanísticas, en las que la hojarasca de la jerigonza impide muchas veces percibir el bosque. No hay, parafraseando a Roger Scruton, una nonsense machine a pleno rendimiento en el artículo de Tuvel, sino que su trabajo reúne las virtudes de la claridad y el rigor analíticos, amén de la honestidad a la hora de pensar y responder a las posibles objeciones a sus tesis. A diferencia de Sokal, nada más lejos de su intención que revelar la desnudez del rey, aunque lo cierto es que Tuvel sí ha conseguido destapar unas cuantas vergüenzas. Pero no adelantemos acontecimientos.
La premisa de Tuvel es que agraviamos a los individuos cuando dejamos de reconocer la identidad personal que anhelan o expresan. Para ella los procesos de transformación identitaria, la transición efectiva, exige el reconocimiento social, el del grupo de referencia. Así, si pensamos en la conversión religiosa, es fácil ver que existe un agravio por parte del rabino que no reconoce como judío al que así se identifica, de la misma manera que ocurre con los o las trans.
Una posibilidad para negar la equiparación de los transgénero y los transraciales es precisamente recurrir a la biología, es decir, consignar que así como hay disforia de género −causada por una alteración genética que provocaría una menor exposición a la testosterona durante la gestación y, por ende, un cerebro «más feminizado»−, no hay un fenómeno equivalente que pudiéramos llamar «disforia de raza»: la raza sería inmodificable, cualquiera que sea la causa genética que consideremos determinante. La mera voluntad del individuo transracial no sería suficiente para lograr el reconocimiento de su condición.
Pero esa diferenciación, señala Tuvel, más allá de que no pueda sostenerse biológicamente −ya que los grupos humanos diferenciados genéticamente no se correlacionan con lo que llamamos «razas»−, tiene el problema añadido de que no abarca todo el universo de los transgénero, en particular los de quienes no reclaman que desde siempre se sintieron con otra identidad de género en un «cuerpo equivocado». Ellos no «padecerían» de ese desajuste congénito causado por la biología.
Sea como fuere, para Tuvel, lo que resulta problemático del anterior planteamiento diferenciador entre transgénero y transraciales es la implicación de que debemos resolver el debate sobre lo biológico versus lo social antes de saber si el transgénero es un fenómeno real y, por tanto, aceptable. Eso sería injusto para los transgénero, arguye Tuvel. La certeza de que el sexo no determina una psicología de género específica, que el género es una construcción social como muchas feministas ansían mostrar, ¿haría que fueran «inaceptables las decisiones de cambio de sexo de los transgénero?», se pregunta Tuvel. Y lo mismo cabe decir de la raza, según la autora. Puesto que es una categoría o constructo social, resulta maleable: «no hay hechos determinantes [fact of the matter] sobre su raza “real” desde una perspectiva genética, estos rasgos de la experiencia de Dolezal [inmersión cultural, experiencias vitales como alguien tenida por negra, y autoidentificación] habrían de ser decisivos para determinar su raza en este contexto particular. El argumento crucial es, por tanto, que no hay una “verdad” sobre la raza “real” de Dolezal que estaría siendo violentada».
Y es que las reclamaciones de membrecía sexual y tratamiento de género son, de acuerdo con Tuvel, de naturaleza «política». Evocando a Sally Haslanger, una autora en la que el planteamiento de Tuvel descansa de manera decisiva, «más que preocuparnos sobre la pregunta “¿Qué es el género, realmente?” o “¿Qué es la raza, realmente?”, creo que debemos empezar preguntándonos (tanto en el sentido teórico como político) qué es lo que queremos que sea, si es que queremos que sea algo».
Si la cuestión es, por tanto, política, ¿qué razones morales y/o políticas podría tener una sociedad para rechazar la decisión individual de cambiar de raza? En primer lugar, que las Dolezal de este mundo no han sufrido la exclusión, el rechazo, el aislamiento que acompaña a la condición de afroamericano; en definitiva, no han experimentado el racismo. Pero lo mismo podría entonces ocurrir con la inexperiencia del sexismo de muchas transgénero, responde Tuvel.
Tuvel está apuntando con ello a la existencia de una cierta imposibilidad en la posición «feminista sensible a las transgénero», al modo en el que un liberal no puede ser paretiano de acuerdo con la célebre tesis de Amartya Sen. Esa imposibilidad se manifiesta −y de ahí lo de «cierta»− cuando a la feminista le toca aceptar que alguien como Bruce Jenner estuvo atrapada en un cuerpo que no era el suyo, como ella alega; que se sabía o se sentía mujer «desde siempre». Y es que esa apelación y su subsiguiente admisión o reconocimiento resulta incompatible con algo que también acostumbra a creer una feminista, que, como sentenció Simone de Beauvoir nada más arrancar El segundo sexo, «no se nace mujer, sino que se llega a serlo». Digamos que es precisamente por esa consideración no esencialista del género −asumido entonces como una construcción social no mediada por el sexo biológico− por lo que feministas y trans pueden ir de la mano caminando por la vereda del antideterminismo: una denunciando cabalmente que el hecho de ser mujer no justifica la asunción de determinados roles y/o ser discriminada a la hora de ocupar otros tradicionalmente asignados al varón; la otra para señalar que el hecho de tener una determinada configuración genética y ciertos caracteres sexuales secundarios no justifica no ser tratada como un miembro del género al que se siente pertenecer, al que «se llega a ser». Por eso las niñas pueden tener pene y los niños vagina.
La alianza, sin embargo, tiene fisuras y me atrevo a conjeturar que las mismas derivan de que, en el fondo, y frente a Simone de Beauvoir, en el subconsciente o consciente colectivo de muchas feministas sí se nace mujer, y ello es determinante. Para muestra tres botones. A Caitlyn Jenner, como a tantas otras transgénero, les falta la vivencia de la subordinación qua mujer: lo que ha experimentado Bruce-Caitlyn, y ha hecho experimentar a las mujeres, es precisamente todo lo contrario, y esa es la razón del justificable enfado de la histórica feminista Germaine de Greer contra su «conversión». En segundo lugar, aunque anecdótica, y sin duda extravagante, reparen en la polémica habida por uno de los videoblogs de la conocida bloguera feminista Isa Calderón criticando una columna de Arturo Pérez Reverte en la que Calderón se permite decir que «si [ella] tuviera un rabo de aquí a San Sebastián de los Reyes y unos cojones como campanas» no la habrían echado de ningún sitio, lo cual provocó la reacción airada de aquellas mujeres trans que tienen tales atributos y que igualmente se sienten excluidas y oprimidas, acusando a Calderón por ello de «transmisoginia». O pensemos, por último, en el caso límite de la trans Kimberly Nixo, que alegaba sufrir una discriminación injusta, basada en la transfobia, al no permitírsele trabajar como voluntaria en un centro de acogida de víctimas de violación en Vancouver con la justificación de que no podría llegar a entender las vivencias y experiencias de las mujeres que allí recalaban, y que fue resuelto en su contra por los tribunales canadienses. Y es que el «se» del mantra beauvoiriano no es en puridad reflexivo: no es la mujer la que «llega», sino que «la hacen», o «es» hecha a partir de una condición sexual no elegida.
Volvamos a Tuvel, que da por buena que es la vivencia de la subordinación una primera condición necesaria para la admisión de la transracialidad o el transgénero. Pues bien, que tal condición o experiencia concurra es una cuestión contingente. En definitiva, que haya existido un historial de sumisión qua negro, viene a decir Tuvel, no puede descartarse de entrada, aunque de acuerdo con ciertos parámetros de ascendencia genética se sea «blanco»: habrá quienes hagan un uso fraudulento u ofensivo de la transracialidad, o una «apropiación» de lo ¿auténticamente? afroamericano, al modo de los other, la oprobiosa práctica −tiznarse de negro− que estuvo de moda durante el siglo XIX y con la que se representaban grotescas chanzas contra los negros por parte de actores blancos. Pero no cabe descartar de antemano que haya también usos fraudulentos o apropiaciones semejantes en el caso de los transgénero. ¿Por qué no conceder a Dolezal lo genuino y honesto de su pretensión, habida cuenta de sus circunstancias? De hecho, en muchos casos particulares, habría más razones para admitir la transracialidad que el transgénero.
Para Tuvel, cabe vivir, desde una condición biológica no correlacionada con el género o la raza y no típicamente subordinada sino subordinante, la experiencia de la sumisión. Con ese requisito de «haber experimentado», se frena en la pendiente resbaladiza que tal vez ya asome en nuestras mentes: ¿deberíamos reconocer también la condición de quienes se identifican como «no humanos» (otherkin)? No, porque el individuo debe ser capaz de «saber cómo es ser un miembro de esa categoría», cosa metafísicamente imposible, de acuerdo con la bien conocida tesis de Thomas Nagel. ¿Y la discapacidad? ¿Cabría admitir el «transableism»? En este caso, de acuerdo con Tuvel, esa experiencia de la otredad del discapacitado sólo es posible mediante la amputación o la modificación corporal: no habría podido experimentarse antes, salvo en las burdas, no del todo eficaces, obstaculizaciones autoimpuestas, como las consistentes en atarse una pierna a la espalda o moverse en silla de ruedas.
En resumen: las condiciones necesarias y suficientes para admitir la transracialidad y el transgénero serían las siguientes: a) identidad percibida por el sujeto y b) trato social, que, para el caso de las mujeres y los afroamericanos, supone la subordinación sistemática en alguna dimensión relevante. Así, bajo esas circunstancias, concluimos que las categorías de «raza» y «sexo» son modalidades livianas de «constructivismo social».
Llegados a este punto, restan, en el análisis de Tuvel, dos posibles objeciones que resolver. Una, simple, la de Cressida Heyes: la admisión de la transracialidad no es posible, porque son las creencias sociales sobre la raza las que determinan la identidad racial, y estas son, a día de hoy, contrarias a que una persona como Rachel Dolezal pueda reclamarse como afroamericana. Pero, como bien y fácilmente responde Tuvel, vincular el argumento al sentirse social es muy inestable, amén de terriblemente conservador. Es precisamente este mismo razonamiento de Heyes el que fue esgrimido inicialmente en contra del reconocimiento de los transgénero.
Y, finalmente, puede objetarse, señala Tuvel, que la transracialidad es una manifestación del privilegio de los blancos cuando la transición a otra raza se hace desde la raza caucásica, puesto que dicha transición es más fácil y, además, tienen garantizado el camino de vuelta. Algo semejante, vaya, a lo que podrían hacer quienes compiten como discapacitados pero, terminada la prueba, regresan a su plena funcionalidad. Pero, de nuevo, esto mismo podría predicarse de la transición de género masculino a femenino, en particular si el individuo no se ha sometido a cirugía. En todo caso, y dando por sentado que los blancos lo tengan más fácil en su transición a negros que viceversa, cuesta aceptar que la conversión de Rachel Dolezal, o de los blancos en general, o de Bruce Jenner en particular, es una forma de privilegio, más que la renuncia al mismo, sobre todo si, como parece desprenderse del planteamiento de Tuvel, vamos a exigir precisamente la experiencia de la subordinación para reconocer la expresión trans.
Lo tiene dicho Manuel Arias Maldonado en estas mismas páginas. En los siguientes términos: «si para que haya ofensa basta con sentirse ofendido, la tentación del victimismo es grande. [...] las políticas del reconocimiento han acabado por crear un depósito de indignación del que puede servirse quien se adscriba a alguno de los grupos vulnerables, que, por lo demás [...] pueden crearse a voluntad: nada mejor que una ofensa para hacer piña. [...] ¡Todos víctimas! A este paso, no van a quedar verdugos».
El depósito de indignación a que se refiere Arias Maldonado no tardó apenas nada en desbordarse una vez que el artículo de Tuvel empezó a ser leído. ¿Había una deficiente argumentación? ¿Se había plagiado la obra de algún autor? ¿Se interpretaban incorrectamente algunos hechos, se tergiversaban datos o tesis, se ocultaban conflictos de intereses por su parte? Nada de eso. En una nota de protesta que ha sumado más de ochocientas firmas, entre ellas las de muy respetables y consagradas académicas, se denuncia que Tuvel ha utilizado un vocabulario −el término «transgénero» y la práctica del «deadnaming»− y un marco conceptual no reconocido en la comunidad «científica relevante» y, además, no ha tratado de investigar y dialogar con el corpus académico de aquell@s que son más vulnerables a la intersección de las opresiones basadas en el género y la raza.
Todos estos defectos del ensayo, prosigue la denuncia, han producido daño a las comunidades implicadas y se solicita por ello a la revista, entre otras cosas, que asuma la responsabilidad por los fallos al haber publicado el artículo y que se evite la práctica del «deadnaming» y se comprometa a referenciar a las personas trans como autores y sujetos de las discusiones académicas.
La disculpa por parte del consejo editorial de Hypatia no tardó en llegar y, con ella, el reconocimiento de que la publicación del artículo −que ahora se lamenta, a pesar de haber pasado la correspondiente revisión por pares− había producido efectivamente daños en la descripción de las vidas de los trans de forma tal que se perpetúan asunciones dañinas (el razonamiento circular del Consejo de Editores es apabullante); daños por haber ignorado el importante trabajo académico de otros filósofos trans; daños por la práctica del «deadnaming»; daños por haber utilizado metodologías que analizan fenómenos social y políticamente importantes de forma ahistórica y descontextualizada y, negligentemente, no afrontan ni toman en serio los modos en que esos fenómenos marginan y practican actos de violencia hacia personas reales; daño por no haber dialogado suficientemente con la teoría racial crítica (critical race theory); daño, en fin, por haber comparado las experiencias vividas por los trans (desde una perspectiva distintivamente externa) con un único ejemplo de una persona blanca. Y por si todo lo anterior no era suficiente, se reconoce también el daño causado por un primera entrada en el Facebook de la revista en la que se caracterizaba el enfado subsiguiente a la publicación del artículo como un «mero diálogo» que el artículo había provocado y no como lo que era verdaderamente: irritación y enfado.
Que una revista se retracte o retire un artículo no es sorprendente ni inusual, pero que lo haga por las razones antedichas constituye una buena muestra de hasta dónde han llegado la corrección política académica y el nivel de censura ideológica y metodológica que se vive en ciertos ámbitos de la filosofía política, y que, a la luz de lo que el propio consejo editorial ha declarado, se piensa reforzar en tiempos venideros, al menos en esta emblemática revista.
Y es que no se trata de que Tuvel haya descuidado alguna perspectiva argumentativa, descubrimiento o dato que sea relevante (a mí, por ejemplo, me llama la atención que Tuvel no haya indagado sobre el muy discutido y ya clásico artículo de Thomas Nagel cuando piensa en la posibilidad de los «otherkin»), sino de que, como ha señalado Shannon Winnubs, directora el Departamento de Women’s, Gender and Sexuality Studies de la Ohio State University, y una de las firmantes de la carta pidiendo a Hypatia la retirada del artículo: «el problema fundamental con el ensayo de Tuvel no es su capacidad para articular un argumento racional, sino su falta de diálogo con la bien desarrollada e interdisciplinar literatura sobre raza y género, en particular la elaborada por académicos afroamericanos y trans».
Lo censurable para los críticos como Winnubst y los editores de la revista que acogieron el artículo de Tuvel y ahora lo repudian, es que no haya mencionado el trabajo de ciertas personas con ciertos rasgos, o adscritas a determinadas corrientes; es decir, «los nuestros». Lo cual, por supuesto, enturbia lo más importante: ¿tienen buenas razones o argumentos los (así considerados) «nuestros», los critical race theorists o gender theorists, u otros miembros de su progenie disciplinar no referidos en un artículo que, necesariamente, no podía abarcar toda la literatura existente sobre la materia? Y lo que es más importante: ¿no hubiera resultado científica y académicamente más apropiado y noble dedicar, por ejemplo, un número de la revista a discutir la susodicha cuestión, invitando a esos académicos silenciados y a la propia Rebecca Tuvel para que respondiera?
Bajo otra interpretación posible de la censura, a Tuvel, como mujer «cis» blanca, le faltaría perspectiva para ocuparse del asunto, como si Karl Marx, qua burgués casado con aristócrata, no hubiera podido ni tenido que meter sus impolutas e intelectuales manos en la condición del proletariado inglés, o Cécile Fabre, por poner un ejemplo contemporáneo, no debiera ocuparse de la ética en la guerra, pues desconoce lo que es estar en las trincheras. Hay en esta crítica a Tuvel, como ha destacado Brubaker, un problema de relativismo u ombliguismo epistemológico («epistemological insiderism»): la creencia en que la identidad califica o descalifica para escribir con autoridad o legitimidad sobre un asunto en particular.
Cuestión distinta es la del cometido del filósofo, o la relevancia del asunto que trata en un contexto determinado, o su grado de compromiso con el objeto de su análisis cuando este tiene una dimensión social, como es el caso del fenómeno trans. Un asunto éste, el del compromiso del intelectual, largo tiempo debatido y del que no voy a ocuparme ahora. Simplemente diré que hay una legítima división del trabajo temático −faltaría más− que permite que haya quienes se dedican a la lógica paraconsistente, y otros a alguna de las vertientes de la filosofía práctica o a la estética. A un filósofo que se ocupa de reflexionar sobre cuestiones de naturaleza institucional, es legítimo acusarle de hacer filosofía de butaca (armchair) si su planteamiento no escapa de la escolástica, o de la filología de autor si sólo se entretiene en calibrar hasta qué punto es correcta la interpretación que de la interpretación de un autor hace otro autor, y no se acaba de aterrizar nunca sobre la cuestión sustantiva.
Pero la filosofía demanda abstracción, una mirada desde ningún lugar en concreto, una perspectiva universal independiente del contexto en que se filosofa, si es que se tienen pretensiones de validez o acercamiento a la verdad; y, si hablamos de filosofía práctica, ésta se edifica sobre la contrafacticidad, una contrafacticidad que, ciertamente, a veces se extrema en las hipótesis, alejándonos del mundo real para introducirnos en cualquier mundo posible, en ocasiones en una carrera por dar con la situación o ejemplo de laboratorio mental más extravagante y alejado de las condiciones reales del mundo. Sin embargo, de nuevo, ninguna de esas son tachas que quepa aplicar al trabajo de Rebecca Tuvel. Por ninguno de esos cauces discurre la querella que muchos de los críticos han esgrimido contra ella. En su caso, su trabajo es la manifestación del noble y bien filosófico ejercicio consistente en calibrar la robustez de ciertos argumentos, para lo cual su yo y sus circunstancias no parecen atinentes.
Otra cuestión es que Tuvel, siendo quien es, ocupe un lugar de privilegio, y permitir que publique y escale en su carrera académica posterga a las que pertenecen a minorías desfavorecidas. Publicando su trabajo, Hypatia, una revista cuya misión es precisamente dar voz a las pensadoras marginadas ocupadas en asuntos marginales, estaría vulnerando una suerte de justicia distributiva en la asignación de oportunidades académicas en el campo de la filosofía. Así lo ha afirmado, de manera descarnada, Sally Haslanger, abogando, además, por hablar de ello «en privado»: «Muchas académicas feministas −especialmente las mujeres negras y trans− no encuentran un lugar para desarrollar su importante trabajo; hay una injusticia epistémica en nuestro campo. ¿Podemos hablar sobre ello cara a cara?»
Que Rebecca Tuvel tenga que disculparse, como ha hecho finalmente, por aludir a una persona con su nombre original, cuando la propia aludida lo ha utilizado y se ha referido a ella misma como «Bruce» en un sinfín de entrevistas y apariciones públicas, como si no se pudiera, por ejemplo, describir a alguien por sus viejas creencias ya superadas, y no que Tuvel admita como un «reproche válido» que en su artículo se discutan las vidas de personas vulnerables sin citar suficientemente sus propias experiencias personales, permite afirmar que estamos ante una auténtica y exitosa caza de brujas, como ha destacado Jesse Singel en The New York Magazine.
¿Y qué decir de la censura que también se le ha hecho por el uso del término «transgénero», al que se objeta por parte de algunos colectivos autodenominados non-binary, los cuales no se sienten identificados bajo ese paraguas y reivindican la «fluidez del género»? El problema no es de Tuvel −que es bien consciente de esa complejidad y ha valorado las distintas opciones terminológicas, como ella misma ha explicado−, sino de la imperiosa y constante necesidad de conquista semántica en pos de evitar la (presunta) estigmatización o falta de representación que tienen las etiquetas progresivamente puestas en circulación. Esa depuración terminológica incesante, nunca plenamente satisfactoria, acaba propiciando el pitorreo, para enfado de los «ofendidos» o de sus valedores académicos. Y no es para menos. Es célebre ya la intervención de Steffen Könniger, el conservador diputado de Alternativa por Alemania que, en un debate sobre una propuesta de los verdes en junio de 2016, empleó más de dos minutos en una salutación que incluía todas las denominaciones de género existentes en ese momento. El usuario de Facebook dispone hoy de un menú de más de cincuenta.
Sally Haslanger apelaba a clausurar esta discusión en el ámbito público y confinarla a lo «privado», lo cual no deja de ser una curiosa recomendación viniendo de una pensadora política feminista, sin duda una de las más ilustres y sofisticadas del panorama contemporáneo. Y es que en ese ámbito «privado», es decir, a resguardo de las posibles repercusiones negativas que las opiniones o valoraciones puedan tener de ser expuestas públicamente, es como se están manifestando muchas académicas, temerosas de que solidarizarse con Rebbeca Tuvel malogre su promoción profesional. Así lo ha confesado la que fue su directora de tesis, Kelly Oliver, quien también señala cabalmente cómo, si exponer ideas como las que ha presentado Tuvel y participar públicamente en una discusión sobre las mismas es una forma de «violencia» −así se le ha espetado públicamente en muchos foros−, la palabra «violencia», así como la noción de «daño», habrán sufrido el que quizá sea su último vaciado semántico. Y es que la «indignación» (outrage), sostiene Oliver, parece haberse convertido en la «nueva verdad», la piedra de Rosetta de los planteamientos filosóficos. Lo dicho: todos víctimas. Empezando, en este caso, por la filosofía, concluye diciendo Pablo de Lora. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt. 













domingo, 14 de mayo de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Ejemplaridad pública: Ciudadanos, funcionarios, políticos. [Publicada el 14/05/2015]













¿Ahora que la vulgaridad, aquello que es común o general a todos, se ha convertido en paradigma, afortunadamente, de la democracia moderna por mor de la igualdad de todos los hombres en dignidad: "Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros", (Art. 1º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos), cabe exigir de los funcionarios, los políticos, los gobernantes y las más altas instituciones del Estado una ejemplaridad pública, que no nos exijamos a nosotros mismos?
Esa es la pregunta que el filósofo Javier Gomá (Bilbao, 1965) se plantea en su libro "Ejemplaridad pública" (Taurus, Madrid, 2009), el tercero de los títulos de la tetralogía que en torno a la idea de ejemplaridad, su historia y su teoría general, su formación subjetiva, su aplicación a la esfera política y su relación con la esperanza, acabo de terminar de leer, y que entiendo de ineludible actualidad y necesidad de respuesta. 
Tras la crítica nihilista a las creencias y costumbres colectivas y la deslegitimación moderna del principio de autoridad, dice en él, la democracia ha renunciado a los instrumentos tradicionales de socialización del individuo (costumbres, sentimientos, moral social, educación y religión, entre otros), sin haberlos sustituido por ningunos otros igualmente eficaces. En esta situación, sigue diciendo, ¿por qué razón el hombre actual debería aceptar las limitaciones y los deberes que son inherentes a una vida en sociedad? ¿Qué estímulos tiene para optar por la virtud y no por la vulgaridad, por la civilización y no por la barbarie? 
La democracia será a la larga un proceso civilizatorio viable, añade, solo si consigue del ciudadano que sienta en conciencia el deber de adoptar un determinado estilo de vida privada con preferencia a otro. Para Javier Gomá la respuesta a esa pregunta está en la propuesta de una ejemplaridad igualitaria y secularizada como principio organizador de la democracia moderna, partiendo de la convicción de que en esta época postnihilista autoritarismo y coerción han perdido definitivamente todo poder cohesionador y que solo la fuerza persuasiva del ejemplo virtuoso, generador de costumbres cívicas, será capaz de promover la auténtica emancipación del ciudadano.
Les hago excusa de una mayor profundización por mi parte sobre la propuesta de Javier Gomá invitándoles a la lectura del artículo del profesor Fernando Vallespín, en el número de enero de 2010 de Revista de Libros, del artículo "Paideia para una sociedad mejor" en el que reseñaba con acierto el libro el libro de Gomá.
Personalmente, y a unos días de las elecciones locales y regionales convocadas en España para finales de este mes de mayo, me ha resultado interesantísimo el contenido del último capítulo del libro dedicado a la ejemplaridad debida por los políticos, los funcionarios y el titular de la Corona. Dice en él: Los políticos profesionales electos ocupan los cargos superiores y directivos en el aparato coactivo del Estado, pero ello solo un número limitado de años, y en la ejecución de sus programas se han de apoyar en un cuerpo estable de funcionarios, que acceden a sus empleos no por elección de los ciudadanos sino, en la mayoría de los casos,  concursos y oposiciones dirimidos conforme a principios de mérito y capacidad.
Los políticos, sigue diciendo Gomá, gobiernan de dos maneras: produciendo leyes y produciendo costumbres. En cierto modo, la segunda manera es más profunda y duradera que la primera, porque las leyes coactivas solo ejercen compulsión sobre la libertad externa de los ciudadanos, en tanto que las costumbres entran en su corazón y lo reforman. En cuanto titulares del aparato coactivo estatal y en cuanto notoriedades que disfrutan de una extensa popularidad, pesa sobre las vidas de los políticos -en las que no es posible distinguir entre una esfera pública y otra privada- un plus de responsabilidad. A diferencia de los demás ciudadanos, que pueden hacer lícitamente todo lo que no esté prohibido por las leyes, a ellos se les exige que observen, respeten o al menos no contradigan el plexo de valores y bienes estimados por la sociedad a la que dicen servir y que son fundamento de un "vivir y envejecer juntos" en paz. No basta con que cumplan la ley, han de ser ejemplares. Si los políticos realmente lo fueran, solo sería necesario un número muy reducido de leyes básicas, porque las costumbres cívicas que emanarían de su ejemplo excusarían de imponer por fuerza lo que una mayoría de ciudadanos ya estaría haciendo de buen grado.
El imperativo de ejemplaridad que gravita sobre los funcionarios, sigue diciendo, es de una naturaleza distinta del que rige para los profesionales de la política. Ellos no deben responder como estos a la confianza específica que la ciudadanía, expresada en votos, les otorga a la vista de unas cualidades personales que hacen de ellos personas fiables y creíbles y que pueden revocar en las elecciones siguientes.
El Estado se organiza, añade, como una pirámide jerárquica de fuerza coactiva progresiva en la que cada escalón superior concentra más poder que el inferior sobre el monopolio de la violencia estatal. Así, continúa diciendo, en la base se encuentran los funcionarios, unidos al Estado por una relación estatutaria; en un estrato superior, los políticos, elegidos por sufragio libre y poseedores de las fuentes escritas del Derecho; y en el vértice de esta jerarquía, en las monarquías parlamentarias, el titular de la Corona, un título al que se accede por herencia. ¿Cómo es esto posible en nuestras modernas democracias?, se pregunta el filósofo Gomá. ¿Que legitimación le asiste a la Corona?
La transmisión de la jefatura del Estado por vía hereditaria, siguiendo reglas genealógicas, sigue diciendo, supone sin lugar a dudas la integración de un "momento" tradicional-histórico muy "Ancien Régime", en el racionalismo originariamente formal de una Constitución. La entrega de la máxima magistratura del Estado a una familia y a sus descendientes solo cabe considerarla democrática, aun siendo voluntad del pueblo, a condición de que este (el pueblo) retenga la integridad de su soberanía y que, en consecuencia, la posición estatutaria del rey no lleve aparejada ninguna cuota de poder coactivo, ni legislativo ni ejecutivo ni judicial, y solo ostente un valor simbólico. De esa manera, continúa, en la cúspide del Estado, esa escala de poder coactivo creciente, en el lugar que uno esperaría encontrar una apoteosis de fuerza y decisión, lo único que luce es un símbolo desnudo.
Hay muchos símbolos políticos, dice en las páginas finales de su libro: -bandera, himno, escudo- pero el principal de ellos es la Corona, que es un símbolo personal. En ella, lo simbolizado presenta la mayor seriedad: la unidad y permanencia de un Estado. Pero esa carga de sentido político se materializa en lo más doméstico y cotidiano que pueda imaginarse: una familia. 
En las constituciones modernas, la persona del rey no está sujeta a responsabilidad jurídica. Sin embargo nadie podrá exonerarle nunca del deber de fidelidad a su significado simbólico. Esta fidelidad al significado es otra forma de llamar a la ejemplaridad. El oficio del rey se agota en simbolizar esa apertura: en ejemplo que ejemplifica la ejemplaridad misma. Si encerrándose en su propia anécdota, concluye, es desleal a su simbolismo, pierde al punto su anterior gravedad y encanto y se torna ejemplo ininteresante, caprichoso cosmético, bagatela desechable. El antiguo mito político solo vale entonces como cuento para niños. La vulgaridad de vida banaliza la Corona y vacía el trono. 
No creo, sinceramente que ese sea hoy nuestro caso, pues la monarquía y su titular en estos momentos, han vuelto a recuperar el prestigio, confianza y aceptación de los que la Corona como institución gozó en sus mejores tiempos entre los españoles. 
Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt













sábado, 13 de mayo de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] La organización territorial del Estado. [Publicada el 27/10/2017]











El profesor Manuel Aragón Reyes, catedrático emérito de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Madrid, exmagistrado del Tribunal Constitucional y autor de diversas publicaciones sobre la organización territorial del Estado, aprovecha la reseña que en Revista de Libros dedica al texto editado por Daniel Guerra Sesma, El pensamiento territorial de la Segunda República española. Estudio y antología de textos (Sevilla, Athenaica, 2016), para dar un repaso académico al pasado al pasado y al presente del debate sobre la organización territorial del Estado.
El libro que se comenta, comienza diciendo, supone una notable contribución histórica al estudio de la organización territorial en España, ya que contiene una amplia y acertada antología de los textos políticos y jurídico-doctrinales más representativos del debate intelectual que sobre esa materia se produjo a lo largo de nuestra Segunda República. Esa antología ocupa el grueso del libro (334 de sus 494 páginas) y en ella desfilan personalidades de muy variada ideología: conservadora, liberal-progresista, socialista, comunista, nacionalista y anarquista. La lista de nombres es bien indicativa de ese pluralismo: Adolfo G. Posada, Luis Araquistáin, Francesc Macià, Luis Jiménez de Asúa, José Franchy Roca, Antonio Royo Villanova, Niceto Alcalá Zamora, Felipe Sánchez Román, José Ortega y Gasset, Alejandro Lerroux, Ángel Ossorio y Gallardo, Manuel Azaña, Rafael Campalans, José Antonio Primo de Rivera, Andreu Nin, José Antonio Aguirre, Indalecio Prieto, Alfonso Castelao, Blas Infante y Juan García Oliver. También se incluyen, como anexo normativo (páginas 397 a 493), los textos de la Constitución de 1931, del proyecto de Estatuto de Cataluña de 1931 (Estatuto de Nuria), finalmente aprobado con modificaciones en 1932, del Estatuto Vasco de 1936, del Estatuto de Galicia de 1938 que no llegó a entrar en vigor, y de la Sentencia del Tribunal de Garantías Constitucionales de 8 de junio de 1934 sobre la Ley de Cultivos de Cataluña.
Pero no se trata sólo de una recopilación de textos políticos, doctrinales y normativos, puesto que van precedidos de un estudio preliminar del editor, Daniel Guerra, que a lo largo de veintidós páginas realiza una interesante exégesis comparativa y de conjunto sobre aquellos textos. El libro se abre con una inteligente presentación de Francisco Caamaño, dedicada (en doce páginas) a reflexionar sobre la actualidad de aquel debate republicano en la España de hoy.
Un libro, pues, de obligada lectura para todos los que se preocupen del pasado y del presente de nuestra organización territorial. Sobre el presente volveré después, al final de este comentario, y entonces trataré de la presentación de Caamaño. Ahora, en lo que inmediatamente sigue, me ceñiré al pasado y, por ello, al debate que se produjo durante la Segunda República, bien reflejado en los textos seleccionados por Daniel Guerra.
A mi juicio, lo primero que cabe destacar de aquel debate es la competencia jurídica con que abordaron el problema territorial algunos de los que participaron en él, especialmente Manuel Azaña, Adolfo Posada, Nicolás Pérez Serrano, Francisco Ayala y Niceto Alcalá-Zamora, que demostraron poseer un conocimiento cabal del Derecho Público sobre la materia. La altura jurídica de aquel debate, tanto en lo relativo a la naturaleza y significado de los estatutos de autonomía como en lo que toca al sistema de distribución territorial de competencias, pone de manifiesto que la cultura jurídica en la España de la Segunda República había alcanzado una altura similar a la de los países europeos que podían servir de referencia, especialmente Italia y Alemania. En ese plano, los juristas de la Segunda República estaban perfectamente al día. Aunque no tanto sobre el significado del Estado federal, por lo que ahora diré. Y esa era una laguna detectable, aunque comprensible, entre los juristas republicanos.
Es cierto que, en este punto, muy pocos citaron la obra de Hans Kelsen, que hubiera servido para sostener la posibilidad de un federalismo de «descentralización». Pero esa escasa atención lo único que muestra es que, entonces, las ideas de Kelsen sobre ese asunto, publicadas en los años veinte y treinta de aquel siglo, eran poco conocidas, o gozaban de poco reconocimiento, en España (aunque sí en Italia y Alemania). Los juristas y políticos republicanos estaban, prácticamente todos, anclados en la concepción clásica del federalismo, como sistema resultado de la agregación de comunidades originariamente soberanas y no como consecuencia de un proceso de descentralización a partir de un Estado unitario, concepción aquella que se reforzaba por la penosa experiencia española (cantonalismo incluido) del federalismo en la Primera República. De ahí que tanto los defensores del federalismo en cuanto sistema adecuado para el Estado de la Segunda República (por lo general nacionalistas catalanes, socialistas catalanes e incluso, en algunos momentos, Luis Araquistáin y Julián Besteiro), como los antifederalistas (Azaña, Alcalá-Zamora, Largo Caballero, Ossorio y Gallardo, Ortega y Sánchez Román, entre otros) partían de una común concepción del Estado federal como Estado de origen plurinacional. Es decir, confundían Estado federal con Estado confederal, unos (nacionalistas catalanes, especialmente), y Estado federal con federalismo de integración, otros (socialistas, liberales y conservadores democráticos). Los anarquistas, confesándolo de manera más clara, se decantaban no por un Estado federal próximo a la confederación, sino por una auténtica confederación. Prieto sostendría una posición especial, al menos al enfrentarse al problema vasco, pues si bien no admitía el federalismo, sí que defendía una solución de «fuerismo liberal» para la mejor integración del País Vasco en el Estado español. Royo Villanova ni siquiera propugnaría una auténtica descentralización política, sino más bien administrativa. José Antonio Primo de Rivera se muestra ajeno al debate sobre el federalismo, pues lo que defiende es un Estado «nacionalizado» en clave totalitaria.
Dado el entendimiento generalizado entre los juristas y políticos de mayor relieve sobre lo que significaba el federalismo, resulta comprensible que la tendencia que se impuso a lo largo del debate, y la que prosperó en la Constitución y en el Estatuto de Cataluña finalmente aprobado, fuera la del rechazo del federalismo concebido de aquella manera y la apuesta por un autonomismo conciliable con la unidad del Estado y de la nación. Se entendió que no había que unir a comunidades que antes estuvieran separadas, algo que no había sucedido, sino descentralizar el poder del Estado a partir de la existencia de una comunidad política, la española, cuya unidad no podía ser puesta en cuestión. Esa, además, había sido una idea muy propia del krausismo, y desde luego de Giner de los Ríos. Las regiones podrían tener «autonomía», no soberanía (que sólo a la nación española le corresponde). Y así se llegó al establecimiento de un Estado regional («integral», según los términos de la propia Constitución) «compatible con la autonomía de las regiones» (como la misma Constitución también diría). Lamentablemente, no se partió3 de que un Estado federal también podía serlo por «descentralización» y de que ese Estado federal no tenía por qué significar un sistema de soberanías compartidas o de Estado plurinacional. En descargo de esa incomprensión ha de apuntarse que esta idea (ya auspiciada por Kelsen) era entonces infrecuente en el mundo del Derecho y de la política y sólo se impondría en Europa, en el panorama de los hechos y del Derecho, varias décadas después.
A partir de la solución que se adoptó, esto es, la de establecer un Estado regional autonómico, que satisfacía a la mayoría representada en las Cortes, aunque fuese aceptado con reparos por los socialistas catalanes (afines a la teoría austromarxista de las «nacionalidades»), únicamente de manera provisional por los nacionalistas catalanes (que lo pondrían en cuestión muy inmediatamente en 1934 y durante la Guerra Civil) y rechazado por los anarquistas, lo más interesante del debate territorial estaría en la polémica sobre lo que ese Estado regional autonómico podía significar: para unos, un Estado con autonomía diferenciada según los territorios; para otros, un Estado con igual autonomía entre las regiones: es decir, o la reducción territorial de la autonomía política, o su generalización. Aquí esas posturas pueden ejemplificarse en dos personajes: Azaña y Ortega y Gasset.
Para el primero, el problema territorial de la Segunda República era, sobre todo, el de Cataluña, y ese es el que había que resolver y podría hacerse mediante la garantía de su autonomía política. Posición que Azaña defendería en muchas de sus intervenciones públicas, pero sobre todo en el magnífico discurso pronunciado en las Cortes el 27 de mayo de 1932 en defensa del proyecto de Estatuto de Autonomía para Cataluña, discurso que es, sin duda, uno de los textos más relevantes que se contienen en el libro que estoy comentando. Para Ortega, también en su notable discurso en las Cortes, el 13 de mayo de 1932, recogido igualmente en este libro, la generalización de la autonomía podía ser un buen camino para la mejor vertebración de España, en su idea de la «redención de las provincias», aunque no serviría para la solución del problema del nacionalismo catalán, que, imposible de resolver, sólo podría «conllevarse». Creo que en estos dos discursos se encuentran las reflexiones más importantes producidas entonces acerca del problema de la organización territorial española.
Las ideas de Manuel Azaña sobre la organización territorial española, y más en concreto sobre la autonomía de Cataluña, no se encuentran sólo en su discurso ante las Cortes, sino también en otros discursos políticos, en sus diarios, en su correspondencia e incluso en su obra La velada en Benicarló. De todos modos, creo que aquel discurso en defensa del proyecto de Estatuto de Autonomía para Cataluña es la pieza principal.
En él, Azaña parte de una concepción del Estado constitucional democrático muy propia de su racionalismo liberal: los legítimos intereses de Cataluña por ver reconocida su singular posición política en el Estado pueden encontrar cobijo en una Constitución democrática, como la de 1931, ya que la soberanía del pueblo español es compatible con la autonomía política de esa región, de manera que así podría resolverse el problema catalán sin quebranto de la irrenunciable unidad de España y de la innegable (y para Azaña, además, fructífera) singularidad catalana. Por ello, el largo desencuentro entre una España uniforme y una Cataluña celosa de su singularidad puede terminar de manera racional y civilizada, esto es, en el marco constitucional que ya ha proclamado que el Estado de la República es un «Estado integral compatible con la autonomía de las regiones», garantizándose a Cataluña, mediante el Estatuto, una autonomía a la que sin duda tiene derecho. Porque ese es el problema, dirá, «y no otro alguno»: «conjugar la aspiración particularista o el sentimiento o la voluntad autonomista de Cataluña con los intereses o los fines generales y permanentes dentro del Estado organizado por la República». «Se me dirá [expresaría Azaña a continuación] que el problema es difícil. ¡Ah!, yo no sé si es difícil o es fácil, eso no lo sé; pero nuestro deber es resolverlo, sea difícil o sea fácil».
Al margen de otras fértiles consideraciones históricas, culturales e, incluso, sentimentales, esa es la base en que se asienta aquel largo discurso, que fue fundamental para la aprobación del Estatuto por las Cortes. Aquí aparece el Azaña más genuino, que considera que el Derecho y la razón pueden encauzar y resolver los problemas políticos y sociales, por muy graves que éstos sean. Animado por su fe en la capacidad de la razón para ordenar la realidad, Azaña tiene una confianza ciega en sus «razones» (en sus razones teóricas, desligadas de las ataduras de una praxis que él cree que puede transformarse). También en que el poder del Estado es un magnífico instrumento de reforma, capaz, por sí solo, de remover obstáculos históricos o sociales. Significativamente, a Azaña la razón no le conduce al desánimo, puesto que esa razón es sólo «su razón» (teórica y no práctica), no una razón que conjugue la teoría y la realidad. Por ello, pese a su proclamado «racionalismo», en este y en otros problemas de la República, más que un «pesimista de la razón», se comportó como un «optimista de la voluntad», por emplear términos bien conocidos.
Frente a esta apreciación, ya se había situado, unos días antes, en las mismas Cortes, la de Ortega y Gasset, cuya idea de la razón era bien distinta: existencial y no sólo teórica. Para Ortega, la organización del territorio español en regiones autónomas podía suponer un buen remedio para modernizar nuestro viejo Estado, pero no, al contrario de lo que Azaña sostendría, para resolver el problema catalán. El punto de partida, además, era distinto: a Azaña no le parecía urgente (ni deseable) generalizar la autonomía política a todo el territorio español, puesto que el auténtico problema que había que remediar era, en el fondo, el específico de Cataluña (sin fomentar autonomías «artificiales» en otros lugares de España); a Ortega, sin embargo, la generalización territorial de la autonomía le parecía una empresa que había necesariamente que emprender, porque así se llevaba a cabo el objetivo principal de la República: modernizar, política y administrativamente, el Estado recibido de la Restauración.
Ahora bien, esa «autonomización» general del territorio español no serviría, según Ortega, para resolver el auténtico problema catalán, que no era el de la autonomía, sino el del nacionalismo, esto es, el de que allí importantes partidos y un buen número de ciudadanos no aceptaban vivir unidos con el resto de los españoles, sino constituir un Estado independiente. Ese problema, dirá Ortega, no pueden resolverlo ni la Constitución ni el Estatuto, puesto que entra en absoluta contradicción con las bases en que tales normas, necesariamente, se fundamentan. No existía un problema «de Cataluña», o de todos los catalanes, sino un problema «en Cataluña», planteado sólo por una parte de sus habitantes: el del nacionalismo catalán. Y ese problema del nacionalismo, que es para Ortega el verdadero problema «político» en Cataluña, en cuanto que se asienta en la «pasión» y no en la «razón», no puede resolverse, pues, racionalmente, jurídicamente, sino que únicamente puede «conllevarse», ya que la única solución que los nacionalistas aceptarían –la de la independencia– no puede tener cabida en un sistema constitucional y democrático que, por serlo, no consiente que una parte de España decida sobre lo que afecta a la totalidad de ella.
Sería una ilusión vana entender, viene a decir Ortega, que por la autonomía pudiese conseguirse la integración constitucional del nacionalismo catalán (contrariamente a lo que creía Azaña, y continuará creyendo al menos hasta la Guerra Civil). Por ello, añadirá, al problema catalán únicamente puede encontrarse una solución «relativa»: «restar del problema total aquella porción de él que es insoluble, y venir a concordia en lo demás», que es lo que sí puede hacerse mediante reformas legales. Para Ortega, «La solución de este otro problema, del nacionalismo, no es cuestión de una ley, ni de dos leyes, ni siquiera de un Estatuto. El nacionalismo requiere un alto tratamiento histórico; los nacionalismos sólo pueden deprimirse cuando se envuelven en un gran movimiento ascensional de todo un país, cuando se crea un gran Estado, en el que van bien las cosas, en el que ilusiona embarcarse, porque la fortuna sopla en sus velas. Un Estado en decadencia fomenta los nacionalismos; un Estado en buenaventura los desnutre y los reabsorbe». Frente al idealismo de Azaña, el realismo de Ortega.
La llamada de atención que para aquellas ideas de Azaña significó la rebelión de la Generalidad de Cataluña en 1934 no le hizo a éste abandonar su visión de que, racional y jurídicamente, el problema catalán tenía solución. Sí lo haría la deslealtad de las instituciones y los partidos nacionalistas catalanes durante la Guerra Civil, de lo que dejó suficientes testimonios en sus diarios, en su correspondencia y en su última y agónica obra, La velada en Benicarló. Es cierto que aquellos momentos fueron dramáticos y excepcionales, pero, al fin y al cabo, es en la adversidad cuando se prueba el carácter, en este caso el carácter del intento de Azaña por resolver el problema catalán, en el que el «realismo», al final, vino a reclamar sus fueros frente al «idealismo».
En la interesante «presentación» de Francisco Caamaño a la obra que estoy comentando, una recopilación de textos sobre el debate territorial durante la Segunda República, se viene a decir, y estoy de acuerdo, que del examen de aquel debate pueden extraerse enseñanzas válidas para evitar que el actual intento de integración territorial española vuelva nuevamente a fracasar. Con lo que no estoy tan de acuerdo, y lo digo desde la admiración intelectual que le profeso y el afecto personal que le tengo, es con las ideas que Caamaño sostiene para evitar ese fracaso. A ello me referiré después, ya que antes prefiero llamar la atención sobre algunas similitudes que, pese a los evidentes cambios históricos, se dan, en relación con los problemas de integración de Cataluña, en la realidad política española de entonces y de ahora. Subsisten los principales problemas, quizá porque subsisten sus principales causas. Nuestra Constitución, con mayor intensidad que la de 1931, ha sido muy fiel a las ideas de Azaña (aunque acogiéndose, en el desarrollo constitucional, a las de Ortega de generalización y homogeneización de la autonomía política territorial), al confiar en que el Estado autonómico podía integrar a los nacionalismos.
Esa ilusión subsistió (al menos aparentemente) hasta el año 2005. A partir de entonces, el problema de fondo, el señalado por Ortega, ha recuperado toda su crudeza (acentuada en los últimos cuatro años). Nuevamente, por causa de la acción u omisión de los partidos «nacionales» (incluyendo las veleidades «nacionalistas» del Partido Socialista) y de la decidida apuesta de los partidos nacionalistas catalanes (no así de los vascos) por la independencia, esto es, por llevar ya a efecto sus pretensiones «soberanistas» en abierta rebeldía constitucional, el mayor problema de la España de hoy (como sucedió en la de la Segunda República) es el problema catalán o, mejor dicho, si queremos evitar la engañosa sinécdoque, el problema creado en Cataluña por las instituciones y los partidos nacionalistas catalanes.
Ante ese problema, existen diversas maneras de afrontarlo. Una es la que auspicia Francisco Caamaño: acometer un cambio constitucional verdaderamente «federalizante», de refundación de España mediante un pacto entre todas las comunidades que la integran, evitando en la Constitución afirmaciones «unitarias» (como las de la soberanía del pueblo español y la consideración de la nación española como única y, por ello, indisoluble). Esto es, eliminando lo que ahora se proclama en los artículos 1.2 y 2 de la Constitución. No está claro si reconociéndose en la propia Constitución la plurinacionalidad del Estado o dejándolo en silencio. De esa manera, se dirá, la Constitución no impondría la unidad, sino que la posibilitaría. La unidad no como presupuesto constitucional, sino como resultado de una unión que se produciría por la actuación leal de las partes del conjunto. La federación así entendida, dirá Caamaño, lo que ha de propiciar es la unión, no garantizar la unidad.
Una apuesta de este género, formulada, además, por quien, además de su reconocida condición de constitucionalista, desempeñó en su día, como político, un notable papel en el intento, estatutario, de mejorar la integración de Cataluña en el Estado autonómico, requiere ser comentada con cierto detalle. Caamaño sostiene sus ideas a partir de un diagnóstico: dado que la realidad española es que no tenemos un pueblo único, sino una pluralidad de pueblos, como comunidades políticas netamente diferenciadas, «el autonomismo, nacido como concepto político en la Primera República y ensayado constitucionalmente en los textos de 1931 y 1978, es el modo español de encubrir la impotencia política ante aquella realidad». Si quiere aceptarse, de una vez, dicha realidad y encontrarle solución, hay que olvidarse, pues, del autonomismo y «repensar España, abandonando su apriorística concepción como “polis” para configurar una “politeia”», lo que requiere de un «pacto federal» que es el que puede poner fin al enfrentamiento entre el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos. Un pacto general, y no sólo entre los dos «sujetos políticos», «España y Cataluña», que crearía agravios comparativos difíciles de mantener. Su propuesta, entonces, es la de un «federalismo» que «exige como premisa irrenunciable» «que esas comunidades diferenciadas sean consideradas y reconocidas como sujetos constituyentes».
No puedo ocultar mi desacuerdo con el diagnóstico, en cuanto que históricamente me parece bastante discutible, y con la solución que sugiere para remediarlo, en cuanto que, de un lado, el federalismo que propugna se corresponde muy poco, en mi opinión, con el federalismo de nuestro tiempo y, de otro, la Constitución que surgiese de ese «pacto federal» difícilmente, a mi juicio, podría llamarse Constitución, al menos en el sentido actual que el término tiene. Pero, sobre todo, porque no veo que así se disuelva el nacionalismo subestatal, salvo que lo que en realidad se disuelva sea el sentido nacional español. Además, creo que la existencia de un «nacionalismo estatal», de un nacionalismo español excluyente, como opuesto a otros nacionalismos es algo que, si bien pudo existir en el pasado, hace ya tiempo que desapareció, al menos de modo generalizado, y por ello no me parece correcto enfrentar ahora, en paridad de situaciones, unos nacionalismos «excluyentes» subestatales con otro nacionalismo, el español, que, si quiere llamársele con ese nombre, ya no es excluyente, sino integrador. Reconozco, eso sí, la buena voluntad de ese meritorio esfuerzo intelectual de Caamaño, encaminado, sin duda alguna, a ofrecer unas bases para que pueda resolverse, por fin, nuestro problema territorial, pero mi opinión es distinta a la suya, no sólo por las razones que acabo de dar, sino también porque sobre la posibilidad de resolución de ese problema (el auténtico, el del nacionalismo, más en concreto, el del nacionalismo catalán) soy menos optimista y más próximo al realismo orteguiano.
Como no comparto por completo –ya lo he dicho– el diagnóstico y la propuesta de Caamaño, mi punto de vista para acometer un cambio constitucional sobre la organización territorial del Estado es distinto del suyo. Él se basa en el fracaso rotundo del autonomismo como fórmula para resolver nuestros problemas de integración territorial; yo pienso que lo que ha fracasado en España (si es que lo ha hecho por entero, pues algunos logros importantes sí ha tenido en los últimos treinta y ocho años) es una forma de entender el autonomismo, ya que hoy el autonomismo no cabe considerarlo contrapuesto al federalismo, sino una de las diversas maneras de designarlo. Él propone como solución una especie de refundación de España mediante la apertura de un nuevo proceso constituyente; yo creo que España, fundada desde hace siglos, no precisa hoy de refundación alguna, y por ello no estimo ni necesario ni factible un proceso constituyente de esa naturaleza, sino una reforma, limitada, de la Constitución, hacia la que me inclino, como diré, tanto por razones teóricas como prácticas. Una reforma que, sin destruir las bases normativas y políticas en que nuestra Constitución (y cualquier otra Constitución) se asienta, aclarase competencialmente y acentuase en mayor medida que ahora los rasgos federales que ya tiene nuestro Estado autonómico (producto de la Constitución, de los Estatutos de Autonomía y de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional).
Es posible que esa reforma ayudase a remediar algunos de los problemas que hoy, en el ámbito territorial, nos aquejan, pero soy consciente de que no serviría, por sí sola, para resolver el problema planteado por el nacionalismo catalán. Ahora bien, sí me parece muy probable que, con una reforma constitucional de ese género, más la acción estatal ordinaria protegiendo los intereses generales y haciendo cumplir los postulados del Estado de Derecho, podría decrecer el nacionalismo.
Lo que, por la vía de la reforma constitucional, no podría lograrse, y debo insistir para disipar falsas esperanzas, es la desaparición de la pulsión independentista, salvo que en la Constitución se aceptase lo que ninguna Constitución puede aceptar: que el pueblo español no es uno, sino un conglomerado de pueblos soberanos que pueden libremente asociarse, correspondiéndole, pues, el derecho de autodeterminación política a cualquiera de esos pueblos y no al español en su conjunto. Es cierto que en el Preámbulo de nuestra Constitución se habla de «los pueblos de España», pero en el mismo Preámbulo se fija primero que la Constitución emana de la voluntad de la «nación española», y en su artículo 1.2 se atribuye a un único pueblo, el español, el ejercicio de la soberanía. Un pueblo único, pues, pese a su plural composición. Por ello, el término «nación de naciones» que hoy algunos defienden, resulta jurídicamente inadmisible, tanto en el plano teórico (por contrario al concepto de Constitución comúnmente aceptado) como en el práctico (porque, al introducir en el texto de la Constitución el principio de su propia destrucción, pone en riesgo indudable su continuidad).
El término (no así el concepto) de «nación» puede ser discutible en sentido literario, lingüístico, cultural o sociológico. En sentido jurídico, no lo es, pues se trata de un concepto que tiene un significado bien preciso: la entidad titular de la soberanía. En las Constituciones modernas («racional-normativas», en denominación de Manuel García-Pelayo, frente a las «antiguas» o históricas, de la que sólo queda como ejemplo la del Reino Unido), y más aún en las Constituciones democráticas del presente, la nación se identifica, necesariamente, con el pueblo, y la unidad de esa nación, así identificada, no es el resultado de la Constitución, sino su presupuesto. Esto, en la dogmática constitucional, me parece que es así de claro. En la dogmática y en la praxis, como lo prueba, creo, cualquier examen histórico y comparado que se efectúe con el debido rigor.
De ahí la dificultad de integrar constitucionalmente, jurídicamente, al nacionalismo subestatal, una ideología (quizá más bien un sentimiento) que la Constitución respeta (y por ello es una ideología lícita, en España desde luego), pero en la que la Constitución no puede basarse. El constitucionalismo, en consecuencia, está obligado a defender sus principios en el debate intelectual y político y en las contiendas electorales, pues le asisten muy válidas razones para hacerlo. Ese es el territorio que el constitucionalismo no debe abandonar, aunque en España lo haya hecho, lamentablemente, durante mucho tiempo. Y, por supuesto, el constitucionalismo debe ofrecer propuestas para lograr una mejor armonización en el conjunto estatal y nacional de las comunidades que posean singularidades culturales y políticas arraigadas, siempre que no se quebranten ni la igualdad sustancial de derechos de todos los españoles, ni la unidad de la nación, ni la solidaridad entre las partes que la integran. Por ese camino podría transcurrir una posible reforma constitucional, aunque hoy tal reforma se presente hartamente improbable, dado que a los partidos independentistas catalanes se ha unido recientemente otro partido, no declaradamente independentista, pero sí antisistema y con una amplia representación en el Congreso de los Diputados. En esta tesitura es muy difícil encontrar el necesario consenso para acometer una reforma de la Constitución.
De todos modos, pese a esa innegable dificultad, una reforma constitucional en el sentido indicado podría, como antes dije, atenuar el problema representado por el nacionalismo, pero no conseguir que ese problema desapareciese. Reducido en sus dimensiones, y esa sí que es condición necesaria para salir de la situación en que ahora nos encontramos, el problema habrá que seguir «conllevándolo». El Derecho no puede hacerlo todo. Quizá sirva, si se le toma en serio, para ayudar a resolver, en muchos casos sólo parcialmente, los problemas políticos y sociales, pero de ninguna manera para remediarlos por completo. Sería vano pensar, en consecuencia, que el grave problema que hoy tiene el Estado en Cataluña pueda resolverse con una reforma constitucional. Lo que no quiere decir que por ello el Estado deba sucumbir, pues tiene instrumentos, jurídicos y políticos, para evitarlo. Otra cosa bien distinta es creer que con el empleo de esos instrumentos acabe de una vez el problema, que es «constitutivo» y no meramente funcional. La muerte del enfermo puede evitarse, sin duda alguna, pero no que la enfermedad desaparezca. Lo importante es que de grave pase a ser menos grave. Eso es todo, y también es bastante para arreglar algunas de las disfunciones de nuestro Estado autonómico, que no tienen su origen en el nacionalismo separatista, pero que ya no deben seguir siendo remendadas durante mucho más tiempo por la jurisprudencia constitucional.
Vuelvo a los textos que contiene el libro que comento. Cualquiera que los lea con atención podrá apreciar que, lamentablemente, después de más de ochenta años, algunos de los principales problemas que en ellos se trataron no han desaparecido. Por ello creo, como Francisco Caamaño, que del debate territorial en la Segunda República podemos extraer muchas lecciones para la España de hoy, y entre otras, me parece, la de no volver a cometer los mismos errores, concluye diciendo el profesor Aragón. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












viernes, 12 de mayo de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Una sentencia controvertida. [Publicada el 12/05/2018]











Me gustaría dejar un comentario inteligente sobre la controvertida sentencia de la Audiencia de Navarra en el famoso y nauseabundo caso conocido como el de "La manada". Pero me resulta difícil hacerlo desde mi condición de lego en la materia, aunque no tonto, y atendiendo a estrictos planteamientos racionales, jurídicos y sociales, que deberían ser los únicos merecedores de tratamiento. Dos cuestiones previas: 1. ¿La sentencia como tal, merece las descalificaciones de que está siendo objeto? 2. ¿La tipificación actual de los delitos sexuales en el ordenamiento legal español es la correcta?
Mi opinión es "no" en el primer caso y "sí" en el segundo. Pero mi respuesta no es más que una posición personal que asumo puede estar equivocada, y cuya opinión (la mía) carece de importancia. No así la de los dos personas que subo al blog analizando ambas cuestiones, la de la sentencia y la de la tipificación actual de los delitos sexuales en el ordenamiento penal español. Se las recomiendo encarecidamente, pues después de su lectura estoy seguro que opinaremos todos con un mayor conocimiento de causa, que es la manera correcta de hacerlo, y no desde la visceralidad. Y todo lo anterior, al menos por mi parte, desde mi más absoluto respeto y solidaridad con la víctima de tan execrable violencia. 
El primer de los artículos citados, del profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, se publicó en Revista de Libros con fecha 2 de mayo: Sentencia 38/2018: Guía de perplejos; el segundo, del catedrático de Derecho Penal José Luis Díez Ripollés, también de la Universidad de Málaga, en el diario El País con fecha 10 de mayo: El "no es no"
Con él llegó el escándalo, comienza diciendo el profesor Arias Maldonado: con el fallo que ha dictado en primera instancia la Audiencia Provincial de Navarra resolviendo la querella criminal interpuesta por una joven que acusaba a los miembros de un grupo autodenominado «La Manada» de haberla agredido sexualmente durante las fiestas de San Fermín celebradas en Pamplona en julio de 2016. Desde que la pasada semana se hizo pública una sentencia que condenaba a los acusados a nueve años de cárcel y cinco de libertad vigilada por un delito de «abuso sexual continuado» y no de «agresión sexual», como pedían la Fiscalía y la acusación particular, la indignación se ha adueñado del espacio público. Amplios sectores de la opinión pública entienden que una condena por nueve años que tipifica como «abuso sexual» lo que a todas luces y para todos es «una violación» −delito inexistente en el actual Código Penal− envía un mensaje de impunidad que deja a la mitad de la población expuesta a la brutalidad animal de la otra mitad. Mientras, por debajo de los gritos, se desarrolla un debate más sereno acerca del contenido de la sentencia y las posibles deficiencias de la legislación vigente. Pero no es fácil que la serenidad reine cuando más de un millón de ciudadanos firman una petición para la inhabilitación de los jueces que se han ocupado del ocaso, el ministro de Justicia invoca en televisión la opinión de su hija un día antes de arremeter contra el juez que dictó un voto discrepante pidiendo la absolución de los acusados, o una periodista sugiere en La Sexta que el magistrado en cuestión sólo ha podido disfrutar de actividad sexual masturbándose delante de material pornográfico.
A esto hay quien lo llama «vitalidad de la democracia», sana crítica ciudadana a unos poderes del Estado que −¡faltaría más!− no pueden escapar al escrutinio de la opinión pública. Nuestros principales partidos políticos parecen estar de acuerdo, pues criticaron unánimemente la sentencia antes de haber tenido tiempo de leerla, alimentando así las pasiones de un público enfurecido contra el estamento judicial. Es razonable suponer que con ello contribuyeron al éxito de los multitudinarios actos de protesta celebrados el pasado viernes, muchos de ellos convocados antes de que se hiciese pública la sentencia y para el caso de que ésta no colmase las expectativas de quienes esperaban una condena ejemplarizante. Huelga decir que las redes sociales han confirmado una vez más su enorme potencial movilizador, pues la transmisión viral de la indignación ha sido instrumental para la conformación de un público movido afectivamente por un sentimiento de injusticia o, si se quiere, por la percepción de que una injusticia ha sido cometida.
¿Es esto positivo para la democracia, o un síntoma de su corrosión populista? Para los optimistas, la implicación de los ciudadanos en el debate público no puede ser una mala noticia, menos aún cuando la causa que se defiende es «correcta». Por más que asistamos a una manifestación de eso que Byung-Chul Han llama «democracia de enjambre» o asistimos a la conformación de lo que Elias Canetti −desempolvado con urgencia en estos últimos años− llamaba «masas de acoso», no debemos preocuparnos: en última instancia, esas muchedumbres tienen razón. Para los pesimistas, en cambio, difícilmente será una buena noticia que una sociedad democrática se eche encima de sus jueces esgrimiendo argumentos de dudosa calidad e incluso prescindiendo por completo de argumentos discernibles; no digamos si se ponen sobre la mesa ideas tan preocupantes como la existencia de un «veredicto social» que no concuerda con el fallo judicial, se cuestiona la independencia del poder judicial o se cede a la presión de la calle para cambiar las leyes penales de un día para otro. Cuando se habla de populismo en este contexto, a menudo se protesta: ¡es un recurso fácil! Pero habíamos convenido que uno de los rasgos del populismo es la denigración de las instituciones y de los expertos −aquí, los jueces− en nombre de la voluntad popular.
Asunto distinto es que se trate, a ojos de sus defensores, de un populismo bueno que pueda oponerse al populismo malo de los rivales ideológicos que usan el mismo argumento para defender causas distintas. Es decir, causas «incorrectas». También habría linchamientos digitales buenos y malos: los mismos jueces cuya inhabilitación se ha solicitado habrían sido aplaudidos y, acaso, condecorados de haber condenado a los acusados a la máxima pena posible. Sostener que estas dinámicas son revitalizadoras para la democracia, incluyendo como incluyen la apelación a una «sana sensibilidad popular» similar a la invocada por los teóricos nazis del Derecho para hacer excepciones en el positivismo jurídico, o la demanda implícita de que se suspendan las garantías procesales en según qué casos, supone ignorar que las costuras de la democracia constitucional no pueden aguantarlo todo. Y que hacer depender la legitimidad de ciertos tipos de protesta de la validez moral de sus contenidos constituye una peligrosa deriva que deja de lado la importancia decisiva de las formas y los procedimientos democráticos.
Máxime cuando estamos hablando de una sentencia de trescientas setenta páginas cuya debida interpretación exige una cierta instrucción jurídica. A esta idea, ciertamente, se ha opuesto el reproche de que cualquiera puede opinar sobre una sentencia: si hiciera falta estudiar Derecho para reconocer una injusticia, no podríamos vivir democráticamente. Pero aquí, me parece, está el problema o parte del problema: en la confusión de planos. En buena medida, la reacción a la sentencia es un conflicto entre distintas lógicas: la del sistema jurídico con las de la moralidad, la política o los medios de comunicación. Aunque han pasado ya varios días, todavía no hemos decidido en qué plano queremos mantener este debate y, en consecuencia, los confundimos todos: la moral, la Sociología, el Derecho, la Teoría Política, la Pedagogía. Todo ello, por añadidura, en un clima de agitación emocional que no contribuye a la claridad de la conversación. No es que el juicio moral haya de descontaminarse de afectividad; eso es imposible. Pero el juicio no puede estar dominado por las emociones, hasta el punto de anular el empleo de nuestras facultades intelectivas.
Conviene recordar que no estamos hablando del juicio moral que nos merece el relato de los hechos contenido en la sentencia mayoritaria, relato anticipado en buena medida por los medios de comunicación, sino de una sentencia judicial arduamente redactada por unos magistrados que −también el discrepante− han usado una sofisticada técnica jurídica para impartir justicia en un caso extremadamente difícil. Y lo han hecho en el marco de un sistema garantista que contempla todavía dos instancias jurisdiccionales ante las que pueden recurrir las partes. Encargados por su sociedad de la difícil tarea de juzgar, estos jueces han dictado sentencia conforme a su leal saber y entender, abstrayéndose de la fuerte presión social existente: han preferido ser villanos sin prevaricar antes que héroes que prevarican. Pues prevaricar es dictar una resolución injusta a sabiendas, que es lo que habrían hecho si hubieran redactado un fallo dirigido a satisfacer el deseo punitivo de la opinión pública. No merecen ningún vituperio, sino todo nuestro respeto.
Ya se ha dicho que en ningún caso se trata de eximir a las sentencias judiciales de la crítica ciudadana. Pero sí sería razonable esperar que esa crítica se ajustase al texto de la sentencia, a la legislación vigente y a la jurisprudencia aplicable. Y, aunque esto ya es mucho pedir, con la adecuada comprensión de la naturaleza de los procesos judiciales y del concepto de «verdad» que opera en ellos. Si se acepta esta idea, podrá convenirse que emitir juicios formados sobre la sentencia no es tan fácil como parece; no, al menos, de manera inmediata y sin un cierto esfuerzo. De otro modo, nos instalamos en la posverdad: la modelación de la verdad a partir de las emociones. Y supongo −sólo lo supongo− que no queremos tal cosa. Por supuesto, hay expertos y ciudadanos informados que han arremetido contra la sentencia: ahí está el debate. Pero, sin el atronador ruido causado por el resto, la conversación pública estaría produciéndose de una forma mucho más serena y, acaso, constructiva. Tiene este caso, por el contrario, algo de focalización de energías sociales alimentadas durante un largo tiempo: como si todos los trapos sucios de la historia de las relaciones entre hombres y mujeres se ventilasen en él.
Sea como fuere: ¿en qué sentido podemos decir que resulta contraproducente discutir una sentencia sin la debida atención a sus especificidades? Me parece que la confusión semántica ha sido predominante. Uno de los eslóganes más coreados en las manifestaciones, traducido después en innumerables artículos de opinión, dice que «no es abuso, es violación». Pero no existe un delito de violación, sino un amplio rango de delitos contra la libertad sexual, de entre los que, en este caso, resultaban aplicables dos: la agresión y el abuso. Aunque la palabra «violación» aparece en el Código Penal vigente, no constituye una calificación jurídica, un «tipo penal». Y es la ausencia de esa palabra, con sus innumerables connotaciones afectivas, lo que explica una parte de la cólera ciudadana. La filósofa Ana Carrasco ha llegado a afirmar que con esa ausencia la víctima es desposeída del reconocimiento de la agresión real contra su persona (y, en cierto sentido, convertida incluso en cómplice del delito o, aún peor, culpable, cuando se la responsabiliza) y el agresor es convertido en víctima, esto es, en aquel que realmente sufre el daño.
Sin embargo, mal podrían haber empleado los jueces esa palabra no existiendo un delito con su nombre. En un sentido similar, algún periódico ha llegado a titular que los acusados han eludido la condena por agresión sexual al no apreciar los jueces «intimidación». Si esta frase se pone al lado del relato de los hechos probados que hace la sentencia mayoritaria, la discrepancia es racionalmente chocante y emocionalmente insoportable. Pero la palabra «intimidación» no puede entenderse aquí en sentido coloquial, como se encarga de recordar la sentencia, sino a la luz de una legislación y una jurisprudencia que señalan qué criterios han de cumplirse para que pueda apreciarse su concurrencia: ha de ser grave, previa, amenaza de un mal mayor, etc. Es decir: no están diciendo que no haya existido intimidación en ningún sentido, sino que no pueden afirmar más allá de toda duda razonable que se haya dado con las características que exige la técnica jurídica.
¿Puede un tribunal superior apreciarla? Claro. También puede apreciar lo contrario. En un caso como éste, donde se enfrentan los testimonios de denunciante y acusados sin que haya otros testigos directos, la determinación de lo que exactamente sucediera es de una gran dificultad. Es verdad que hay un vídeo. Pero su valor probatorio sólo puede ser evaluado por los jueces, pues sólo ellos lo han visto. Nosotros, los espectadores, sólo lo veremos si es filtrado ilegalmente: algo que ese homo videns que sólo cree lo que cree que ve está deseando secretamente; su ocultación le resulta del todo insoportable en la era de la transparencia voyeurística. De ahí que nuestras opiniones, en fin, se formulen sobre un vacío: el vídeo y el desarrollo de un proceso celebrado a puerta cerrada. Y nótese que los tribunales están obligados a extremar la cautela a la hora de escuchar a unas partes cuya acusación y defensa, respectivamente, están además puestas al servicio de una estrategia organizada por otros profesionales: fiscales y abogados. Sólo así pueden los jueces exponer en la sentencia una «verdad judicial» que se compone de los hechos que consideran probados a partir de ese conjunto de testimonios, pruebas e indicios que afloran a lo largo del proceso. Deben extremar la cautela para evitar que se condene a inocentes. Recordemos, en un contexto diferente, aquel caso relatado por The New Yorker en el que se condenó a un hombre por homicidio a partir de distintos testimonios incriminatorios que resultaron ser producto de «recuerdos falsos» tiempo después inexplicables para los testigos de cargo. Y recordemos a Dolores Vázquez, condenada por un jurado popular por un crimen que no había cometido, no sabemos si por influencia del relato paralelo que, gestado en los medios televisivos de entonces, la presentaba como una mujer enamorada de la madre de la víctima y celosa de ésta. Aunque estos casos no son la norma, nos recuerdan que la realidad puede ser esquiva o difícil de fijar. Por eso no hablamos de «hechos», sino de «relato de los hechos»; y por eso puede haber votos particulares y relatos discrepantes en los casos difíciles. Esto demuestra que el Derecho no es como las matemáticas. Pero tampoco es una partida de dados.
Se deduce de ahí que la cautela debería ser el principio dominante cuando juzgamos a los jueces o sus sentencias, en lugar de precipitarnos a aplaudir o rechazar de manera apasionada sus decisiones. Este problema, me parece, se ha visto agravado en el caso que nos ocupa debido al desconocimiento generalizado −o la apariencia de tal− de los principios básicos que han de regir, o venían rigiendo, la impartición de justicia en un país democrático. Hablamos de la presunción de inocencia, del principio acusatorio, del beneficio al reo en caso de duda. Esto es: es la acusación la que debe demostrar la culpabilidad del acusado y no al revés; el acusado no puede ser condenado por un delito del que no ha sido acusado, pues no ha podido defenderse del mismo; en caso de dudas razonables acerca de los hechos o su calificación, debe aplicarse la interpretación menos perjudicial para el acusado. Si estos principios no fuesen de aplicación, quizá los miembros de La Manada habrían sido sentenciados, ya en primera instancia, a la pena máxima. Pero entonces no tendríamos un sistema penal garantista. Porque, conviene recordarlo una vez más, los acusados han sido condenados. Como ha escrito el penalista Juan Antonio Lascuraín: No entro ahora en si la pena impuesta a los acusados me parece una pena «justa» o «adecuada» a lo que prevé el Código Penal. En lo que sí entro es en la irreflexión con la que se dice que es «poco». Nueve años son 108 meses; más de 3.285 días. Y a ellos se suman otros cinco años de libertad vigilada. Nueve años es casi la pena que se puede imponer por un delito de homicidio doloso (de diez a quince años), mayor que la mayor pena imponible por un aborto doloso sin consentimiento de la gestante (de cuatro a ocho años), y se sitúa en el término medio de la pena por las lesiones más graves (de seis a doce años: por ejemplo, una mutilación genital o la generación dolosa de una ceguera).
Surge inmediatamente la pregunta, que Lascuraín también plantea, sobre los fines de la justicia. ¿Qué queremos? ¿Penas de prisión retributivas al margen de todo propósito de reinserción? ¿Venganza privada ejercida por la mano del Estado? Si es así, ¿qué penas? Si nueve años son pocos para un delito de abuso sexual continuado, que habrían podido ser doce de apreciarse agresión, ¿es insuficiente? Si elevamos esa pena a, pongamos, quince años, ¿dónde situamos el listón para el asesinato? ¿O se trata sólo de elevar las penas para los delitos contra la libertad sexual? Y por cierto: si a partir de ahora vamos a empezar a leer los hechos probados de las sentencias que emanan de la jurisdicción penal, medios de comunicación y redes mediante, mientras los partidos políticos entran en una carrera por ver quién se beneficia más del clima de indignación resultante, la aceleración punitiva puede ser escalofriante. En algún momento habrá que decidir, pues, si es función del «pueblo» decidir cómo ha de dictarse justicia y cuáles son las penas «suficientes». No siendo España, ni mucho menos, un país cuya legislación penal sea suave en términos comparados, al margen de la percepción que se tenga al respecto.
Huelga decir que nada de esto equivale a una «defensa» de los acusados: se trata de proteger un sistema garantista de justicia de su erosión populista. Eso no convierte al sistema en inmodificable, pero sí conviene separar cuidadosamente, como he indicado más arriba, la revulsión moral que pueda producir el relato de los hechos probados de su traducción jurídico-penal. Sin esa distinción, no podemos debatir serenamente si la legislación penal requiere alguna modificación ni el sentido de ésta. Sobre la base de que todos compartimos un mismo propósito: que estos delitos dejen de cometerse o, al menos, disminuyan su frecuencia. Eso sí: no tiremos al niño junto al agua de la bañera. Podríamos arrepentirnos.
Cuando hablamos de reformar la legislación, o de modificar la interpretación de la legislación existente, estamos hablando básicamente de dos problemas relacionados entre sí: el problema del consentimiento y el problema de la intimidación o la violencia. Están relacionados entre sí porque el consentimiento puede obtenerse mediante la amenaza, explícita o implícita. Uno de los debates que se ha suscitado tras la sentencia es la medida en que la experiencia de la intimidación puede ser distinta para hombres y mujeres, al padecer estas últimas un tipo específico de miedo que es el miedo a la agresión sexual. Máriam Martínez-Bascuñán ha escrito que la sentencia del caso que nos ocupa muestra cómo «el concepto de violencia expresa la experiencia masculina, no la nuestra». Habría que cambiar el significado de las palabras, para que así produjeran efectos distintos −nuevos− en el mundo. En este caso, viene a sugerir la autora, el juez habría interpretado que la superioridad numérica de los acusados sobre la denunciante no puede quedarse en «prevalimiento», sino que constituye forzosamente «intimidación» y, por tanto, la tipificación no sería de abuso, sino de agresión sexual. Esto, a su vez, puede reflejarse en la ley o en la jurisprudencia, al modo de un criterio interpretativo. En lo que a las leyes se refiere, Miguel Pasquau ha sugerido una posible reforma mediante la cual intentemos ajustar los tipos penales sobre la libertad sexual a lo que la cultura contemporánea entiende por consentimiento de la mujer. Por una parte, esto supone acabar con la distinción entre agresión y abuso para llamar a las cosas por su nombre, reinsertando en el Código Penal el delito de «violación» para designar cualquier penetración no querida por la víctima. Y añade: Penetrar a una mujer inconsciente, con trastorno mental, o con una voluntad previamente anulada por suministro de drogas o sustancias idóneas para ello, recibiría el mismo trato penal que si se realizase a lo bruto o mediante la exhibición de un puñal: no parece menos reprochable una cosa que otra. Por otra parte, en relación al delito de violación, la «intimidación» probablemente no deba jugar un papel tan importante [...] la violación obviamente siempre se produce en presencia de la víctima y es necesario doblegarla, de modo que penetrar sin haber obtenido previamente un consentimiento inequívoco de la víctima es demasiado parecido a hacerlo empleando fuerza física, amenazas, u otros ardides o estrategias no menos vituperables.
De nuevo, en lo que refiere al caso concreto, habría que llamar a la prudencia: sólo los jueces conocen el material probatorio aplicable en este caso. Y no han juzgado ausencia de intimidación, sino dictaminado que no existe la certeza suficiente de que la haya habido en sentido técnico-jurídico, razón por la que han optado por la interpretación más favorable al reo. ¿Se han equivocado? Puede ser: es un caso límite. Pero deducir de ahí que han desatendido la naturaleza de la violencia existente por razones epistémicas ligadas a los sesgos patriarcales heredados quizá sea ir demasiado lejos. De hecho, los jueces asumen el relato de la denunciante y aprecian un consentimiento «viciado» obtenido por los acusados al prevalerse de su superioridad numérica. Serán las instancias superiores las que decidan en firme al respecto. Hay que recordar, asimismo, que el Código Penal de 1995 eliminó el tipo de «violación» e introdujo la distinción entre abuso y agresión con objeto de introducir nuevos matices y no castigar del mismo modo conductas diferentes. Si eliminamos esa distinción, apreciando intimidación en todos los supuestos, perderemos precisión y quizás estemos con ello fomentando el empleo de la violencia en todos los casos, al ser la pena idéntica en uno y otro supuesto. Si el criminal sabe que la pena será la misma ejerza o no violencia, ¿por qué no ejercerla? No está claro, en fin, que el efecto deseado pudiera realizarse con una reforma de esta índole. Pero volver a la formulación anterior al código vigente es una opción, siempre que tengamos presente que no estaremos castigando entonces con más severidad el empleo de la violencia. Una última posibilidad es hacer como el Código Penal sueco: contemplar un delito de «violación» dentro del cual se distingan varios subtipos, conservando así la distinción entre agresión y abuso bajo una nueva denominación.
Pero volvamos al consentimiento. Ha escrito Pablo de Lora que, de acuerdo con una parte de la crítica feminista, la desigualdad estructural entre hombres y mujeres exige que el consentimiento tácito no baste, habiendo de concurrir, en todo caso, un consentimiento explícito. A su juicio, el problema estriba en que muchas relaciones sexuales no discurren así, mediando la afirmación previa de consentir a todos y cada uno de los actos que concita el sexo entre dos personas adultas, y nadie piensa que se cometan por ello delitos de naturaleza sexual. En el límite, se ha dicho con razón, tendríamos que someter las relaciones sexuales a una suerte de «contractualización», una perspectiva nada estimulante, la verdad.
Aunque no sea estimulante, ¿sería ésa una modificación capaz de mejorar la legislación vigente? Tal vez. Y tal vez queramos aplicar esa perspectiva contractualizadora a las relaciones humanas mientras se completa la tarea reeducadora en las relaciones entre sexos. La única objeción que cabe oponer a ello es que nada impediría obtener por la fuerza, mediante intimidación o incluso engaño, ese consentimiento; igual que sería posible retirarlo después de haberlo dado o decir, tras haberlo dado libremente, que no hubo verdadera libertad en ese asentimiento inicial. En otras palabras, la dificultad de juzgar con precisión los casos difíciles no desaparecería; o no se ve bien cómo.
En este sentido, un aspecto del caso de Pamplona sobre el que se ha incidido poco es el grado de intoxicación etílica de los implicados. Es evidente que una persona ebria puede ignorar lo que hace o no tener plena conciencia de ello. Y esto, que hace más repugnante la hipótesis de que los acusados abusasen de ella, y que, de hecho, haría moralmente repugnante las acciones del grupo incluso si hubiera mediado consentimiento, plantea nuevos problemas jurídico-penales. Porque, hay que insistir, ahí está la clave del asunto: cómo mejoramos la legislación penal si decidimos que no es la adecuada. ¿Debemos exigir que los acusados en los delitos contra la libertad sexual tengan conciencia de que no medía consentimiento? Tal vez sea una buena idea, pero, ¿cómo probarlo en un proceso penal donde rige la presunción de inocencia que obliga al denunciante a demostrar la culpabilidad de los acusados? ¿Deberíamos, tal vez, como se debate en Suecia, invertir la carga de la prueba en estos delitos, para así obligar a los acusados a demostrar su inocencia en lugar de defenderse de la acusación de que son culpables? ¿O, directamente, elevar las penas en este ámbito sin necesidad de retocar los tipos penales?
Aludir al alcohol y al contexto en que se produjo el delito cuya sentencia aquí se comenta tiene importancia en relación con otra de las reformas que se plantean estos días como solución o paliativo contra los delitos contra la libertad sexual: la educación en una nueva sensibilidad masculina que interiorice el valor intrínseco de la mujer y renuncie a su cosificación. Es, sin duda, un camino a explorar. Pero, sin ánimo de extenderme ya más de la cuenta, hay que considerar dos cosas. Primera, que de poco servirá ninguna campaña de sensibilización si seguimos ignorando los contextos en los que se producen muchas de las agresiones sexuales: de las fiestas populares regadas con alcohol a la subcultura adolescente que se solaza en prácticas sexuales de riesgo. Los contextos cuentan y la libertad, en las sociedades de masas, tiene costes. Eso no significa que, por producirse en esos contextos, las agresiones sexuales puedan justificarse; es sólo que pueden explicarse mejor. La confusión entre los planos moral y explicativo es tan frecuente como extenuante: lo vimos el lunes en los comentarios que recibió en Twitter el artículo en que Víctor Lapuente trataba de explicar las causas de la violación. Pero, hay que insistir, intentar explicar no es justificar. En segundo lugar, esa reeducación no puede limitarse al varón cuya peligrosidad para la mujer resulta estadísticamente incontestable. También la mujer debe ser alertada contra determinados tipos masculinos, a fin de que éstos sean objeto de rechazo y premiados con la popularidad o el éxito. No es descabellado afirmar que los miembros de La Manada tenían más éxito en la madrugada que quien escribe estas líneas. Y esto, que acaso haya empezado a cambiar, aún no ha cambiado lo suficiente.
Todo esto, en fin, es debatible. Pero nada ganamos reaccionando histéricamente contra una sentencia cuyo contenido puede explicarse perfectamente con la legislación en la mano y atendiendo a las dificultades intrínsecas al caso. Menos aún, permítaseme enfatizarlo, sin acceso a los materiales probatorios. Es preciso recordar el valor civilizatorio de nuestras instituciones, incluido el Derecho Penal, cuya existencia nos separa de las sociedades organizadas alrededor de la venganza privada al margen de todo control público. Y aunque algunos quieran ver en lo sucedido estos días en nuestra esfera pública una saludable muestra de efervescencia participativa, las dinámicas observables recuerdan más bien a la triste historia relatada por Arthur Penn en esa célebre película que es La jauría humana: una gradual acumulación de tensión emocional que, una vez precipitados los fatales acontecimientos que terminan por liberarla, dejan en el ambiente una honda sensación de tristeza. Hasta aquí, el comentario del profesor Arias Maldonado.
En 20 años se ha modificado la tipificación de los delitos sexuales cinco veces. Asistimos a la demolición del modelo de derecho penal sexual basado en la protección de la libertad sexual individual a favor de otro cada vez más moralista y autoritario, comienza diciendo en su artículo el profesor Díez Ripollés.
La actual configuración de los delitos sexuales solo puede entenderse desde la radical transformación que experimentaron con motivo del cambio registrado en las costumbres sexuales en las últimas décadas del siglo XX. Se descartó como interés social a proteger una determinada moral sexual y se puso en primer plano la protección de la libertad sexual individual. Los delitos contra la honestidad pasaron a ser los delitos contra la libertad sexual y el nuevo Código Penal de 1995 constituyó uno de los mejores exponentes, imitado por otros ordenamientos, de esa orientación. Este enfoque, sin embargo, pronto se cuestionó por sectores sociales conservadores, quienes ya desde 2003 y con una notable aceleración en los últimos tiempos consiguieron, con mucha frecuencia aprovechando sucesos mediáticos, que se produjeran sucesivas y rigurosas reformas que han terminado desnaturalizando la estructura original de estos delitos. La reincorporación de componentes moralistas, singular aunque no exclusivamente referidos a la sexualidad de menores y adolescentes, ha sido una constante. Baste citar como ejemplo la elevación del límite de edad para que un menor pueda consentir cualquier actividad sexual, por mínima que sea, la cual ha pasado de los 12 a los 16 años. 
En relación con las conductas que implican contacto corporal, singularmente acceso carnal, la legislación española fue especialmente coherente. Decidió clasificar los diversos comportamientos delictivos en función de la gravedad del atentado a la libertad sexual que supusieran, criterio que adquiría mayor importancia que la clase de acción sexual realizada. En ese sentido estableció una escala que se iniciaba con el uso de violencia, a la que seguían la intimidación, víctima menor de edad, víctimas con déficits cognitivos permanentes o temporales, el prevalimiento, el engaño, terminando con los supuestos en los que simplemente no se contaba con el consentimiento de la víctima. Esa escala de conductas se repartió entre dos grupos de delitos, los de agresiones y abusos sexuales y, para evitar connotaciones que distrajeran del punto esencial, la gravedad del ataque a la libertad, se eliminó el término violación, que ya no calificaba a delito alguno. Más tarde, dentro de la regresión ya señalada, se reintrodujo para calificar las dos primeras variantes de atentado a la libertad. 
Luego, dada la estructura de estos preceptos, poner el énfasis en que cualquier acceso carnal no consentido debe ser calificado como violación no es más que un malentendido o una mera cuestión terminológica.
En lo que sigue reflexionaré sobre las demandas que, con motivo del llamado caso La Manada, se están formulando a favor de que cualquier acceso carnal no consentido sea juzgado del mismo modo, sin tener en cuenta la diversa gravedad del ataque a la libertad sexual de la víctima. Lo que se conoce como el no es no. Propuesta que, entiendo, se quiere hacer extensiva al resto de conductas sexuales no consentidas.
Dejo fuera de consideración un análisis, siquiera sucinto, del fallo de la sentencia en cuestión, no sin antes afirmar que no se merece las sumarias descalificaciones que está sufriendo por la resolución de un caso ciertamente difícil y discutible.
Mi tesis es que la eliminación de las graduaciones en los atentados a la libertad sexual dará lugar no solo a un derecho penal sexual superficial, carente de matices, sino a un derecho penal sexual moralista, que fácilmente terminará siendo autoritario.
En primer lugar, la desconsideración de la diversa entidad del ataque desnaturaliza el propio concepto de libertad sexual, pues si todo atentado a la libertad sexual merece el mismo juicio, conductas leves y graves, el valor libertad sufre un proceso de banalización. En contra de lo que pudiera parecer, la absolutización de la mera ausencia de consentimiento no lleva a una mayor protección de la libertad sexual, sino a su difuminación como elemento determinante. Si da igual cualquier afección a la libertad, las distinciones se trasladan a la clase de comportamiento sexual realizado, como en el viejo derecho penal sexual. Será la naturaleza de la acción sexual, no la importancia del atentado a la libertad, lo que marcará la diferencia. ¿O estamos dispuestos a castigar igual un beso que un acceso carnal no consentidos?
En segundo lugar, la decisión de no graduar los ataques a la libertad promueve un nuevo avance en la moralización del derecho penal sexual. La cuestión es por qué no debemos ponderar los ataques a la libertad sexual, pese a que graduamos los ataques a otros intereses tan importantes como la vida (asesinato, homicidio, homicidio consentido), la integridad personal, la libertad ambulatoria (detención, secuestro), la intimidad, el patrimonio (hurto, robo) y tantos otros intereses básicos. La respuesta parece ser que la actividad sexual, sin duda componente esencial de la autorrealización personal, es además una actividad peligrosa, tabuizada, cuya práctica se ha de observar con atención y desconfianza. De ahí que la condena de su ejercicio involuntario no admita matices, sea inconmensurable. En ese sentido es un interés superior a la vida, la integridad personal, la libertad en general, la intimidad… Es justamente esa actitud desconfiada hacia la sexualidad la que está detrás de todas las reformas moralistas experimentadas por el derecho penal sexual en los últimos años.
En tercer lugar, la decisión de no graduar el atentado a la libertad sexual infringe el principio de proporcionalidad, según el cual la gravedad de las sanciones ha de guardar proporción con la gravedad de la infracción. Y ello no solo porque permite castigar del mismo modo conductas de muy distinta importancia. También porque da lugar a un incremento pronunciado e injustificado del nivel de castigo de todos estos delitos. Pues, naturalmente, la igualación de penas tiene lugar por arriba, imponiendo la pena ahora prevista para la conducta más grave a todas las demás.
Algunos opinantes han urgido estos días una nueva reforma de los delitos sexuales, pese a que ya han experimentado cinco notables reformas en menos de 20 años. Incluso se describe la situación actual de caos normativo. Coincido con esta última apreciación. En realidad, más que de caos, se puede hablar de una progresiva demolición del modelo de derecho penal sexual basado en la protección de la libertad sexual individual a favor de otro cada vez más moralista y autoritario. Y la llamativa pero simple propuesta del no es no puede conducir a reforzar esa reciente evolución.
Por lo demás, estos días hemos podido ver, una vez más, el aprovechamiento de las emociones y sentimientos de la población por parte de una mayoría de nuestros portavoces políticos. La novedad es la incorporación a ese gremio de agitadores de pasiones de numerosos periodistas. Sin duda en ambos colectivos hay excepciones, pero solo son eso, excepciones. Mientras eso ocurra me temo que será imposible desarrollar una política criminal razonable, en la que se delibere con datos y argumentos sobre las decisiones legislativas más adecuadas a los diversos problemas penales. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt