jueves, 20 de abril de 2023

De los depredadores benévolos

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Antonio Muñoz Molina, va de los depredadores benévolos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.












El depredador benévolo
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
15 ABR 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Uno no siempre dice la verdad sobre su educación lectora, unas veces por corregir el pasado, otras por simple olvido. Solo desde hace poco tiempo he vuelto a acordarme de que uno de los escritores a los que más admiré en mi primera adolescencia fue José Luis Martín Vigil, que ha regresado tristemente del olvido más de 10 años después de su muerte por una serie de sórdidas historias de abusos investigadas por Íñigo Domínguez. El tránsito entre el éxito abrumador y el descrédito irreparable puede ser muy rápido. Nadie puede desaparecer tan sin rastro como quien ha sido muy visible. Los lectores jóvenes de ahora no pueden imaginar la popularidad que tuvo Martín Vigil en los años sesenta y setenta, en aquella cultura literaria del franquismo que se ha borrado por completo de los estudios académicos y de la memoria común, y en la que predominaban superventas como las novelas de José María Gironella sobre la guerra civil y el Libro de la vida sexual del doctor López Ibor, sexólogo del Opus Dei. Había una propensión cautelosa a los temas “fuertes”, a las historias de insinuaciones sexuales, incluso de una cierta denuncia social. Ahora los autores que recordamos de aquellos años son sobre todo Miguel Delibes y Camilo José Cela, pero José María Gironella era mucho más leído que cualquiera de los dos. Los títulos de su trilogía sobre la guerra eran omnipresentes, y sugerían por sí mismos como una promesa de ecuanimidad en la rememoración: Los cipreses creen en Dios, Un millón de muertos, Ha estallado la paz. A Gironella llegué a saludarlo cuando ya era muy viejo, resignado a la oscuridad, tal vez también a la pobreza, después de haber vendido tantos centenares de millares de libros. Es posible que fuera mejor novelista de lo que recordamos.
Solo los títulos de las novelas de Martín Vigil competían en popularidad con los de Gironella. A los lectores incautos nos provocaban una sensación de atrevimiento y hasta de audacia, muy propia de aquella época, en la que había tan poca información y tan poca libertad, pero estaban surgiendo ya tantas expectativas, y en la que era tan fácil el gato por liebre. En una sociedad aislada, inquieta y medrosa, negociantes astutos como Cela o Dalí podían labrarse sin peligro una leyenda rentable de provocadores. El papel que ideó para sí mismo Martín Vigil fue el de aliado y cronista de una forma de rebeldía adolescente que no llegaba a desprenderse del cobijo de la Iglesia católica, que vindicaba una ardiente autenticidad frente a las hipocresías sociales, incluso una denuncia valerosa de la injusticia y la pobreza. En mi colegio eclesiástico, a los 12 o 13 años, yo dejaba sobre el pupitre una cierta novela de Martín Vigil y el título mismo ya era un manifiesto, un callado desafío: ¡Muerte a los curas!, Los curas comunistas.
En algunas de las novelas —Una chabola en Bilbao, Sexta galería— lo que nos atraía era una especie de apostolado o de obrerismo católico tan propio de la época como las misas con guitarras, las llamadas “misas de la juventud”, hacia las que nos atraía fatalmente nuestro inconformismo instintivo y muy poco informado. En alguna de aquellas misas alguien muy joven tocaba El cóndor pasa a la flauta en el momento de la consagración, y ahí se nos confundía un vago indigenismo con un residuo de la devoción a punto de extinguirse. Había curas viejos y feroces de sotanas brillosas que clamaban en los púlpitos contra el libertinaje de la juventud, los hombres afeminados con melenas, las chicas con minifalda, el desarreglo impío de las costumbres. El concilio reciente había abolido las misas en latín, pero ellos seguían amenazando con el azufre y el fuego del infierno, y nos aseguraban, cuando nos atrevíamos a confesarles que habíamos “pecado contra la pureza”, que no solo estábamos en pecado mortal: también por culpa de nuestro vicio se nos debilitaban los pulmones y la columna vertebral, y previamente a la condenación eterna nos estábamos ganando la tuberculosis y la hemiplejía.
Pero ya había otros curas, otros educadores católicos. En vez de acusarnos se ofrecían a comprendernos. La pubertad es más vulnerable todavía que la niñez. Despertar a la adolescencia en una sociedad oscurantista en la que el sexo es angustia, ignorancia y pecado, lleva a sentirse culpable sin saber de qué, a encontrarse tan perdido o perdida en el propio cuerpo como en el mundo exterior, que casi de la noche a la mañana ha dejado de ser el paraíso para convertirse en un lugar ajeno y hostil. De la autoridad grosera podíamos defendernos con un instinto visceral de rechazo, como del olor a sudor rancio y tabaco que a veces reinaba en la penumbra del confesionario. Más peligrosos podían ser algunos maestros suaves, benévolos, persuasivos, en los que el adolescente creía encontrar lo que más necesitaba, un adulto que se ponía a su altura y podía comprender lo que estaba sintiendo, lo que a nadie más podía contar, una voz de aceptación y no de condena.
Una voz así nos parecía escucharla en las novelas de Martín Vigil. Abríamos La vida sale al encuentro y el título ya estaba aludiendo a nuestro desconcierto, a nuestro desvalimiento. A diferencia de nuestros padres y nuestros profesores, lejanos en su hermetismo autoritario, Martín Vigil era el adulto cargado de conocimiento y experiencia en el que podríamos confiar, porque sabía lo que estábamos sintiendo, nuestro maestro, pero también nuestro cómplice, capaz en caso necesario de guardar un secreto. El peligro para un niño es el tío Sacamantecas y el Hombre del Saco, el monstruo que puede devorarlo. Para el adolescente, para el joven, el depredador más dañino puede que sea el maestro que lo deslumbra y que también se pone de su lado, el que comparte y acepta su confusión y al mismo tiempo, sin imponerle nada, le ofrece una guía, le anima a liberarse del miedo, y a atreverse a lo que desea, a ser él mismo.
Dice Íñigo Domínguez que al final de algunas novelas de Martín Vigil venía su dirección, para que los lectores pudieran escribirle. De eso yo no me acuerdo. Pero es posible que de haberla visto, yo también me hubiera animado a contarle por escrito mi admiración y mi gratitud, y hubiera esperado una respuesta, con la avidez ya olvidada con la que esperábamos entonces las cartas. Puedo imaginar lo que sintieran quienes sí recibieron una respuesta, la incredulidad, el halago, el nombre admirado en el remite, el propio nombre trazado en el sobre por la misma mano que escribía los libros, las palabras ahora exclusivamente dirigidas al destinatario de esa carta, llegada del reino fabuloso de la literatura, de una dirección particular de Madrid.
El depredador tiende con destreza su trampa y espera paciente a que caiga en ella la víctima. Su ventaja no es la fuerza física, sino la astucia de elegir la presa más débil. En un piso del barrio de Salamanca que imaginamos antiguo y cavernoso, el maestro escribía cartas y tendía cebos, experto tejedor de su tela de araña, y aguardaba el sonido del timbre, la llegada del elegido —en algún caso también la elegida—, el designado de antemano, el más herido, el más necesitado de lo que el maestro le había prometido, el profeta impostor, el lobo bajo una piel de cordero. Martín Vigil murió olvidado hace algo más de 10 años en una residencia de ancianos, y sus novelas desaparecieron hace mucho tiempo de las librerías, pero todavía hay personas marcadas para siempre por ese delito sin excusa que es la vulneración y el abuso de los indefensos.

























[ARCHIVO DEL BLOG] El sueño de Ortega: Los Estados Unidos de Europa. [Publicada el 30/08/2013]












En la página inicial de presentación del blog, en el apartado "Sobre el autor", situado en la columna derecha del mismo, aparece escrito en tercera persona sobre él: "Su anhelo más ferviente sería saber a sus nietos ciudadanos plenos de una Unión Europea Federal". Me gustaría verlo realizado en vida; es un ideal por el que merece la pena luchar.
En enero de 2005 tuve el placer y el honor de pronunciar en Las Palmas, ante una asamblea de delegados de la Federación de Servicios de la Unión General de Trabajadores (UGT) de Canarias, una conferencia en torno al proyecto de Constitución Europea que pocas semanas más tarde se sometería a referéndum en España: "Informe sobre el proyecto de Constitución Europea", era su título. Lo hice a petición expresa de su secretaria general en aquel momento, María Dolores López, una gran persona y una gran sindicalista. Como conclusión de la misma, cité unas premonitorias palabras del gran escritor francés Víctor Hugo, pronunciadas en 1848, que dice así: "Llegará un día en que todas las naciones del continente, sin perder su idiosincrasia o su gloriosa individualidad, se fundirán estrechamente en una unidad superior y constituirán la fraternidad europea. Llegará un día que no habrá otros campos de batalla que los mercados abriéndose a las ideas. Llegará un día en que las balas y las bombas serán sustituidas por los votos". La conferencia está publicada en mi anterior edición de "Desde el trópico de Cáncer", el 25 de noviembre de 2006, y allí pueden leerla completa si lo desean.
Ha sido en estos días, releyendo la "Historia crítica del pensamiento español" de José Luis Abellán que citaba en mi entrada de ayer, y más en concreto el apartado de su capítulo XLII dedicado a la "idea de Europa" en el pensamiento de José Ortega y Gasset (págs. 252-254), que he percibido con nitidez lo que esa idea supuso de revulsivo y revolucionario en la conciencia de los intelectuales españoles a finales de los años 20 del siglo pasado.
No quiero escribir hoy digresión personal alguna que pueda perturbar el emotivo efecto que esas palabras, que me reafirman en mi profunda convicción proeuropea, me han provocado, así que, por esta vez, me limito a transcribir las mencionadas páginas de José Luis Abellán sobre el pensamiento orteguiano al respecto:
"A pesar de ser una sus obras más famosas, los lectores y los críticos de "La rebelión de las masas" (La Revista de Occidente, Madrid, 1929) no han prestado suficiente atención al contenido europeísta de dicha obra. Quizá lo sorprendente del título y del argumento central mantenido en él, han hecho que el lector resbale por una de sus tesis principales: la del advenimiento de los Estados Unidos de Europa. El hecho de que aquellas páginas se escribiesen entre 1926 y 1928, hacen de Ortega un pionero en la actual construcción de Europa unida; no le falta razón, pues, cuando en 1953 dice -y lo dice en Alemania- que "muy probablemente soy hoy, entre los vivientes, el decano de la idea de Europa". Precisamente esa idea de Europa surge en Ortega como respuesta a la crisis de desmoralización que sufre el continente europeo. He aquí algunas frases suficientemente significativas de aquel libro: "Ahora llega para los europeos la sazón en que Europa puede convertirse en idea nacional. Y es mucho menos utópico creerlo hoy así que lo hubiera sido vaticinar en el siglo XI la unidad de España y de Francia". "Solo la decisión de construir una gran nación con el grupo de los pueblos continentales volvería a entonar la pulsación de Europa. Volvería esta a creer en sí misma y automáticamente a exigirse mucho, a disciplinarse". "Yo veo en la construcción de Europa, como gran Estado nacional, la única empresa que pudiera contraponerse a la victoria del "plan de cinco años".
Este conjunto de ideas, plenamente elaborado en 1929 -¡diez años antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial!-,va a cobrar fuerza en sus conferencias en Alemania en los años cincuenta. El 7 de septiembre de 1949 tuvo lugar un acontecimiento extraordinario: Ortega pronunció en la Universidad Libre de Berlín su conferencia "De Europa meditatio quaedam", que tuvo una repercusión extraordinaria entre el público universitario, según una información periodística: "El día en que don José Ortega y Gasset dio su conferencia las multitudes de público que no habían conseguido tarjeta de entrada, a pesar de haberse repartido varios miles -todas las mayores salas estaban provistas de altavoces-, asaltaron el edificio, rompieron la gran puerta, quebraron los ventanales, causaron víctimas y fue inevitable una seria intervención de la Policía. Los periódicos alemanes, durante varios días, han relatado esto ls incidentes y hecho sobre ellos comentarios bajo el título humorístico: "La rebelión de las masas", aludiendo al libro de nuestro compatriota, que es hoy una de las obras más populares en Alemania".
El contenido de dicha conferencia no difiere mucho de las ideas centrales que ya había desarrollado Ortega en su libro "La rebelión de las masas", que pueden leer (o descargar) en el enlace de más arriba. Su argumento base es la existencia de una "sociedad europea" secular, que ha tenido diversas formas de organización a lo largo del tiempo, pero que -las circunstancias históricas actuales- exigen se formalicen políticamente en un nuevo Estado nacional que comprenda a las distintas patrias tradicionales. Su idea nuclear es esta: "Dadas las condiciones de la vida actual, los pueblos de Euroa solo pueden salvarse si trascienden esa vieja idea esclerosada poniéndose en camino hacia una supra-nación, hacia una integración europea".
Quizá el mejor resumen de su pensamiento lo encontramos en este párrafo inédito hasta hace poco: "Es palmario que ningún Estado nacional europeo ha sido nunca totalmente soberano en relación con los demás. La soberanía nacional ha sido siempre relativa y limitada por la presión que sobre cada una de ellas ejercía el cuerpo íntegro de Europa. La total soberanía era una declaración utópica que encabezaba la redacción de la Constitución, pero, en la realidad, sobre cada Estado nacional gravitaba el conjunto de los demás pueblos europeos que ponían límites al libre comportamiento de cada uno de ellos amenazándole con guerras y represalias de toda índole, es decir, penas y castigos, según son constitutivos de todo derecho y de todo Estado. Había, pues, un poder público europeo y había un Estado europeo. Solo que este Estado no había tomado la figura precisa que los juristas llaman Estado, pero que los historiadores, más interesados en las realidades que en los formalismos jurídicos, no deben dudar en llamarlo así. Ese Estado europeo ha recibido en el pasado diversos nombres. En tiempo de Wilhelm von Humboldt se le llama "concierto europeo" y poco después hasta la Primera Guerra Mundial se le llamó "equilibrio europeo". Por tanto, los pudores que hoy algunos pueblos sienten o fingen sentir ante todo proyecto que limite su soberanía no están justificados y se originan en lo poco claras que están en las cabezas las ideas sobre la realidad histórica".
Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt












miércoles, 19 de abril de 2023

Del mundo visto desde la periferia

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la socióloga Olivia Muñoz-Rojas, va del mundo visto desde la periferia. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
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El mundo desde la periferia
OLIVIA MUÑOZ-ROJAS
14 ABR 2023 - El País
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Hace poco un buen amigo estadounidense me contaba cómo llegó con el ejército de su país a Irak con la genuina convicción y loable intención de llevar la democracia a los iraquíes. Cuál no fue su sorpresa al darse cuenta de que no todos los iraquíes veían con buenos ojos su labor. Una de las razones por las que las visitas de Estado a otros continentes, como las que han realizado recientemente Pedro Sánchez, Emmanuel Macron y Ursula von der Leyen a China, resultan positivas es que el debate público se sustrae, aunque sea brevemente, de las preocupaciones geográfica y culturalmente más inmediatas para alzar la mirada y recordar que el mundo desde Oriente, en este caso, no se ve igual que desde Occidente. Que hay asuntos que para los gobiernos occidentales constituyen una prioridad y se presentan al mundo como tales —sin ir más lejos, la guerra en Ucrania— que no se perciben del mismo modo por los Gobiernos chino, indio o indonesio. Que, siguiendo con el ejemplo, aquello que parece evidente para los ciudadanos de Occidente, como la condena sin paliativos de la invasión rusa y la defensa incondicional de las fuerzas ucranias, no lo es para millones de ciudadanos del mundo que no ven la diferencia entre el imperialismo ruso en Ucrania y el estadounidense en Oriente Próximo, pero sí perciben el impacto del conflicto en el precio de la energía o de los cereales, razón por la cual muchos apoyan la neutralidad o, incluso, la colaboración de sus Gobiernos con Rusia.
Es conocida la teoría del centro-periferia desarrollada originalmente por el economista argentino Raúl Prébisch en los años 50 y sometida a numerosas revisiones desde entonces. Algunos dirán que la idea de un mundo dividido entre un núcleo de países industrializados, compuesto esencialmente por Europa y Estados Unidos, junto con Japón, Corea y Australia, y una periferia compuesta por el resto de países, dedicados a suministrar materias primas a los primeros y en creciente desventaja respecto de ellos, ha quedado desfasada o que incluso nunca estuvo en vigor. Sin embargo, más allá del debate académico sobre la teoría de Prébisch, cabe decir que, en el imaginario de la periferia, continúa asentada la idea de que existe un centro que trata de marcar el paso al resto a partir de sus prioridades y de cómo entiende el mundo en cada momento. Si bien, como idea, esta no es ajena a numerosos intelectuales críticos en Occidente, sus consecuencias resultan inevitablemente más palpables, más reales, para quienes las experimentan desde la periferia —hablemos de África, América Latina o Asia—.
No se trata aquí de relativizar o simplificar la realidad global, sino de recordar, una vez más que, para asimilar su complejidad es recomendable, en lo posible, colocarse en distintos puntos geográficos y entornos culturales a la vez. Pues lo mismo que sucede en el centro sucede en la periferia: las preocupaciones y las prioridades de sus gobiernos y sus ciudadanos se circunscriben en primera instancia a su entorno geográfico y cultural inmediato. Aquellos que observan el mundo y experimentan sus dinámicas desde la susodicha periferia, tienen, al menos, la ventaja histórica y epistemológica de poseer una doble perspectiva, esto es, están familiarizados tanto con la mirada hegemónica occidental como con la o las visiones periféricas. A la inversa, no necesariamente sucede lo mismo.
Pese a que se escucha cada vez más que el orden mundial está mutando rápidamente, en numerosos foros occidentales tiende a asumirse tácitamente que la perspectiva del centro sigue prevaleciendo. Es posible que, desde la propia periferia o periferias, cueste desmontar un esquema mental que ha operado a lo largo de los dos últimos siglos y que inevitablemente ha condicionado la percepción que tienen los países periféricos de sí mismos. Pero es claro que, de un tiempo a esta parte, potencias emergentes como la India y no digamos China, aspiran a ocupar un lugar cada vez más prominente, no solamente en términos económicos y geopolíticos, sino también simbólicos, en el imaginario global. En el caso de China, hace tiempo que se trabaja en la consolidación de una identidad nacional fuerte que reivindica, entre otros, el carácter milenario de su civilización. Algo similar está sucediendo en la India con la civilización hindú, cuyas aportaciones a los distintos ámbitos de la actividad humana se presentan al mundo con creciente orgullo y convicción, como en su momento lo hicieron los británicos y, en general, los europeos con las suyas. Convendría prestar atención a estas narrativas emergentes y las sinergias que puedan surgir entre ellas. Si los intentos por parte de la periferia de que trasciendan narrativas globales alternativas a las del centro no son nuevos –pensemos en el movimiento de los no alineados durante la Guerra Fría– quizá la coyuntura actual, en la que China busca jugar un papel mediador en el conflicto entre Rusia y Ucrania, prioridad absoluta de Occidente, y la India preside este año el G-20, sea inusualmente propicia para ello.


























ARCHIVO DEL BLOG] Anna Politóvskaya, cinco años después. [Publicada el 07/12/2011]














El idilio, si es que alguna vez fue idilio y no simple temor, entre Vladimir Putin y el pueblo ruso comienza a resquebrajarse. Es la opinión generalizada en todos los medios de prensa y cancillerías occidentales a la vista de los resultados de las elecciones a la Duma, la cámara baja del parlamento ruso, celebradas el pasado domingo. Como ocurre con la capitalista, reverenciada y temida República Popular China, a Rusia le falta todavía más de un hervor para ser considerada una democracia, y al Sr. Putin, el término "Демократия" (democracia) le tiene que producir sarpullido, por muy dura que tenga la cara, algo de por sí, evidente. Algunos cínicos dirán que para que quieren ser una democracia con lo bien que les va así (sobre todo a los chinos). Vale; es una opinión, idiota, pero la respeto. 
Hoy hace justamente cinco años publiqué en "Desde el trópico de Cáncer" el artículo titulado "¿Muerta para nada?", escrito por el filósofo francés André Glucksmann en homenaje a la escritora y periodista rusa Anna Politkóvskaya. Reconocida especialista en asuntos como la guerra de Chechenia, decidida proactivista y defensora de los derechos humanos y muy crítica con la política de Vladimir Putin y de su entorno en el Kremlin, Anna Politóvskaya fue asesinada a tiros en Moscú el 7 de octubre de 2006, justo dos meses antes de dicho artículo, en lo que parecía a todas luces un asesinato político propiciado desde el poder.
André Glucksmann, filósofo y ensayista profundamente anticomunista, denostado por la izquierda radical francesa, decidido partidario de Nicolas Sarkozy en las últimas elecciones presidenciales, y amigo personal de Anna Politkóvskaya, escribió un emotivo y documentado artículo sobre las más que probables vinculaciones de los asesinos de su amiga con el gobierno de Putin.
Tras meses de presiones internacionales, y la misteriosa muerte en Londres, presuntamente también asesinado, de un antiguo funcionario de los servicios secretos rusos llamado Alexander Litvinenko, que había denunciado públicamente en Occidente las tropelías de la policía secreta rusa e investigado las circunstancias de la muerte de Anna Politkóvskaya, la justicia rusa encausó a varias personas como responsables del asesinato de la periodista. En febrero de 2009, todas ellas fueron absueltas por falta de pruebas. 
No han cambiado mucho las cosas en Rusia desde entonces. Vladimir Putin se dispone a gobernar de nuevo el imperio ruso, pero su pueblo ha comenzado a darle la espalda. Y como todos los autócratas, más pronto que tarde, acabará por caer, aunque Occidente, aplicando la regla de oro de que en las relaciones internacionales no hay amigos ni aliados sino intereses, siga mirando para otro lado. Y la razón está en que cada vez son más los ciudadanos rusos que piensan que Anna Politkóvskaya no murió para nada y que el pueblo ruso tiene derecho a vivir dentro de una auténtica democracia y no en un simulacro de la misma como la actual.
Acompaño la entrada con un vídeo del reportaje emitido por RTVE diez días después del asesinato de Anna Politkóvskaya y con otro de la película-documental dirigida por los realizadores italianos Giovanna Massimeti y Paolo Serbandini sobre la vida y la muerte de la periodista y activista rusa.
Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt













martes, 18 de abril de 2023

De lo que nunca sabremos del todo

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del divulgador científico Javier Sampedro, va de lo que nunca sabremos del todo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
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Nunca lo sabremos todo
JAVIER SAMPEDRO
13 ABR 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Los buscadores nos están dejando sin héroes ni villanos a los que atribuir las citas eruditas. Se te ocurre mirar Google y de pronto resulta que ni el teorema de Pitágoras era de Pitágoras, ni los cinco sólidos platónicos fueron descubiertos por Platón, ni Ockham tuvo jamás una navaja. No es que esto importe mucho, puesto que una historia mal atribuida o planamente falsa mantiene intacto su valor didáctico, aun cuando no haya ocurrido nunca. Una de estas leyendas cuenta que el físico británico William Thomson, más conocido como lord Kelvin, proclamó en 1900 que los grandes principios de la ciencia ya habían sido descubiertos y que solo quedaba precisar el sexto decimal de los cálculos. Kelvin nunca dijo eso, por supuesto, pero la cita se atribuye ahora a su colega Albert Michelson, lo que en realidad es todavía mejor, como verás si tienes un poco de paciencia.
El caso es que la frase que nunca dijo Kelvin se cita a menudo —yo mismo lo he hecho— para ilustrar el error garrafal de creer que el conocimiento ha llegado a su culminación. Ya lo sabemos todo, parece decirnos el falso Kelvin, abandonad toda esperanza de seguir investigando, la ciencia morirá conmigo. Pero el falso Kelvin ni había cerrado la boca cuando, entre 1900 y 1905, Max Planck y Albert Einstein descubrieron la mecánica cuántica y la relatividad, que son los dos cimientos de la física actual. Y lo cierto es que este cuento moral funciona con Michelson mucho mejor que con Kelvin, porque fueron justo los experimentos de Michelson y su colega Edward Morley los que indicaron que la velocidad de la luz es una constante fundamental de la naturaleza y pusieron en marcha la revolución de Einstein. La moraleja de la parábola sigue siendo la misma en cualquier caso: que nunca lo sabremos todo.
Muchos lectores habrán visto las imágenes espectaculares que ha obtenido el telescopio espacial James Webb (JWST en sus siglas en inglés) en sus primeros meses de trabajo. Este artefacto, un heredero muy aventajado del Hubble, ha sido diseñado a la Kelvin, con una sincera vocación de alcanzar el mismísimo confín del universo observable, que es tanto como decir el origen de todo lo que existe. Las estrellas y galaxias que ve el JWST están tan lejos que su luz ha tenido que viajar más de 10.000 millones de años para llegar a nosotros, y eso es una cifra cercana a la edad del universo (13.770 millones de años). Las primeras galaxias de aquel cosmos recién nacido están al alcance de este prodigio de la ingeniería, y los astrofísicos esperaban que tuvieran características juveniles, inmaduras, distintas de las actuales.
Pero no parece ser así. Allí lejos —o en aquellos tiempos remotos, que es lo mismo— hay muchas más galaxias de las que predicen los modelos evolutivos del cosmos, y son mucho más grandes y brillantes de lo que habíamos imaginado. Como no podemos tirar las galaxias, habrá que tirar los modelos. Si algún moderno Kelvin esperaba que el JWST fuera el último y definitivo telescopio espacial, ha vuelto a meter la pata.
Cuando oigo a un economista proclamar que nuestra actual estructura de mercado es la definitiva, me entra un ataque de risa.


























[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Por qué leemos a los clásicos? [Publicada el 25/10/2016]











A mi amiga Jesús

Tengo una entrañable amiga de toda la vida a la que le gusta citar una frase de Borges que dice que su idea del Paraíso es una gran biblioteca... No es una mala metáfora. Ayer lunes, 24 de octubre, fue el Día Mundial de las Bibliotecas. Con unas horas de retraso me sumo al homenaje que se merecen esas instituciones que guardan desde las generaciones pasadas, para las presentes y las futuras, lo más hermoso que el hombre ha creado nunca: la posibilidad de enseñarnos y acceder para conocimiento y disfrute de otros hombres, a su saber, su historia, sus experiencias, sus esperanzas, sus fracasos y sus sueños. Y eso son los libros y las bibliotecas donde se guardan. A Jesús, y a ellas, las bibliotecas, les dedico esta entrada de hoy, y muy especialmente a la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas de Gran Canaria.
¿Por qué los clásicos -ya sea en literatura, pensamiento, arte, ciencia, música- son clásicos? ¿Qué es lo que hace que pervivan en el tiempo? El escritor y catedrático de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, Rafael Argullol, se lo preguntaba en un famoso artículo que escribió hace unos años: Guadianas literarios, intentando explicar por qué determinadas obras parecen encajar en ciertos periodos y, en cambio, caen en el olvido en otros. Y citaba como ejemplo la resurrección actual de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, o los Ensayos, de Montaigne, o el ostracismo, momentáneo, de Marcel Proust o James Joyce. La respuesta que daba es que todas las grandes creaciones del arte y del pensamiento poseen la virtud de dirigirse, no sólo a su presente, sino a las épocas futuras. Las obras maestras -dice- son aquellas que siempre están en condiciones de hablar, pero para que se hagan escuchar, los oídos de una determinada época deben prestar atención, concluía.
El escritor argentino Jorge Luis Borges, decía que un clásico es un libro que las generaciones de los hombres, urgidos por diversas razones, leen con previo fervor y una misteriosa lealtad. Y añadía, como colofón, que los clásicos deben ser siempre la base de nuestra cultura a través de los tiempos.
El también profesor, escritor y controvertido crítico literario Harold Bloom, sin discusión, el más reconocido y prestigioso del mundo, dice en su libro ¿Dónde se encuentra la sabiduría? (Santillana, 2005, Madrid) que leemos y reflexionamos porque tenemos hambre y sed de sabiduría; que la mente siempre retorna a su necesidad de belleza, verdad y discernimiento. Y hablando de lo fundamental en un libro, añade: A lo que leo y enseño, añade, solo le aplico tres criterios: esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría.
No es extraño, pues, que muchos se hayan planteado la existencia de un "Canon" de obras maestras literarias, musicales o artísticas, cuyo conocimiento determina una excelencia educativa y el desarrollo de la alta cultura. Es el llamado "Canon Occidental", que aunque está claro nunca será uniforme, ha llegado -no sin críticas- a un cierto grado de consenso. Por ejemplo, en las listas de los denominados "Harvard Classics", "Great Books", "Greats Books of the Western World", la lista de lecturas del "St. John's College", el "Core Curriculum del Columbia College", o el propio canon elaborado y propuesto por Harold Bloom en su libro El canon occidental: la escuela y los libros de todas las épocas (Anagrama, 2005, Barcelona), cuya lectura les recomiendo.
En el verano de 2003, en una de esas exploraciones al azar por las estanterías de una buena biblioteca o de una buena librería, de las clásicas de siempre, de esas en donde unos metros más allá no podemos comprar verduras o electrodomésticos, que tan buenos resultados da a veces, encontré en la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, un precioso librito del periodista y crítico cinematográfico norteamericano David Denby. Se titulaba Los grandes libros. Mis aventuras con Homero, Rousseau, Woolf y otros autores indiscutibles del mundo occidental (Acento Editorial, 1997, Madrid). Relata en él su vuelta como alumno a la Universidad de Columbia, en Nueva York, para volver a hacer el curso de Historia de la Literatura que había realizado veintitantos años antes en base a las lecturas establecidas como canónicas por la citada universidad (el famoso "Core Curriculum"). Su lectura me produjo un indescriptible placer, al igual que la del citado ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, de Bloom. Me hice una lista de algunos de esos libros para leer, o releer, en el siguiente verano. Anoté con la mejor de las voluntades: El libro de Job y el Eclesiastés del Antiguo Testamento; el Fedón y el Banquete de Platón; el Don Quijote de La Mancha de Miguel de Cervantes; el Hamlet y El rey Lear, de William Shakespeare; los Pensamientos de Pascal, y los Ensayos respectivos de Montaigne y Bacon. Pero como dice el refrán, el infierno está empedrado de buenas intenciones... No pude con el Eclesiastés, ni con Bacon, y se me hizo muy cuesta arriba Pascal. Pero no me arrepiento de haberlo intentado.
Cito nuevamente a Bloom y su ¿Dónde se encuentra la sabiduría?: Sólo Dios es el lector ideal. Leer bien, dice, citando a san Agustín, significa absorber la sabiduría de Cristo. Pensamos, continúa diciendo, porque aprendemos a recordar nuestras lecturas de lo mejor que hay disponible en cada época. San Agustín, termina diciendo, fue el primero que nos dijo que el libro podía alimentar el pensamiento, la memoria y la vida de la mente. La sola lectura no nos salvará ni nos hará sabios, pero sin ella nos hundiremos en la muerte en vida de este versión simplificada de la realidad que el mundo pretende imponernos.
Carlos García Gual, catedrático de Filología Griega en la Complutense, que fue profesor mío en la UNED, trata de nuevo este asunto de por qué tenemos que leer a los clásicos hace unos días en El País en un artículo titulado Los clásicos nos hacen críticosLas grandes obras, dice, nos ayudan a entender aspectos esenciales de la condición humana: su mensaje se reinterpreta con los años, abre nuevos horizontes y moldea a personas más críticas e imaginativas. 
Como señala Alfonso Berardinelli, dice al comienzo de su artículo, los libros que calificamos de “clásicos” no fueron escritos para ser estudiados y venerados, sino ante todo para ser leídos (Leer es un riesgo. Madrid, Círculo de Tiza, 2016). El renovado y largo fervor de sus lectores ha dado prestigio a algunos libros que se mantienen vivos a lo largo de siglos. Acaso por eso hay quien cree que esos escritos de otros tiempos no son de fácil acceso, son inactuales y se han acartonado por la distancia y están mantenidos por una retórica académica. Contra tan vulgar prejuicio me parece excelente el consejo de Berardinelli: “Quien lea un clásico debería ser tan ingenuo y presuntuoso como para pensar que ese libro fue escrito precisamente para él, para que se decidiese a leerlo”. Sin más, cada clásico invita a un diálogo directo, porque sus palabras no se han embotado con el tiempo, y pueden resultar tan atractivos hoy como cuando se escribieron, para quien se arriesga a viajar sobre el tiempo con su lectura.
Leer un clásico, añade más adelante, no presenta mayor riesgo que la lectura de algo actual de cierto nivel literario. Es decir, exige una vivaz atención, y tal vez cierta lentitud, para llegar a captar con precisión lo que nos dice por encima de los ecos de su trasfondo de época. Más allá de las convenciones de estilo, lo que caracteriza a un libro clásico es el hecho de que pervive porque fue interesante y emotivo y capaz de sugerir apasionadas lecturas al lector de cualquier época. Classicus quería decir en su origen “con clase” o “de primera clase”, según los mandarines de la crítica; pero los grandes clásicos no requieren lectores muy selectos ni con título especial, sino inteligentes y despiertos, porque versan sobre aspectos esenciales de la condición humana. Un libro clásico es el que puede releerse una y otra vez y siempre parece inquietante y seductor porque nos conmueve y cuestiona, a veces en lo íntimo, y, como escribió Italo Calvino, “siempre tiene algo más que decir”. Por eso se ha salvado del gran enemigo de toda cultura: el abrumador olvido (hablo de los libros, pero vale lo mismo para los clásicos de la música o de otras artes).
Creo que hay dos tipos de clásicos, señala a continuación: los universales (que mantienen su vivaz impacto incluso a través de sus traducciones) y los nacionales (aquellos cuyo prestigio va ligado a la frescura y belleza de su lengua original). Así, Cervantes, Shakespeare y Tolstói resultan del primer grupo; y Góngora y Ronsard, más bien del segundo. Es evidente que la lista canónica puede variar según épocas. Solo los clásicos más indiscutibles han sobrevivido a las varias fluctuaciones de la cotización crítica. Virgilio y Horacio permanecen, mientras que Estacio ha desaparecido desde fines de la Edad Media, y el fabulista Esopo, ya en el siglo XX. Los clásicos más antiguos de Occidente son los griegos, que ya los romanos leían como tales y modélicos.
Y en su pervivencia, sigue diciéndonos, los clásicos no viven momificados, sino que renuevan su mensaje. Porque la interpretación no está fijada, sino varía según las lecturas en una tradición que no sólo los conserva, sino que los reinterpreta. No leemos El Quijote como los lectores del XVII. La tradición literaria posterior puede modificar nuestra percepción de los temas y personajes descubriendo perspectivas diversas. Incluso cada lector puede matizar su reinterpretación. Después de leer a Kafka advertimos rasgos prekafkianos en autores antiguos. (Eso sucede también con los héroes míticos. La tradición renueva máscaras sobre figuras literarias; como sucede con Prometeo, Edipo, o Fausto y Don Juan, por ejemplo).
Por otra parte, continúa el profesor García Gual, también los logros de los estudios históricos nos hacen comprender mejor un texto, al descubrir nuevos aspectos de su contexto y su formación. Pensemos, por dar sólo un ejemplo destacado, en todo lo que sabemos hoy del mundo que evocan y el contexto en que surgieron los poemas homéricos, es decir, sobre la Ilíada y la Odisea. Ahora conocemos la época en que se forjaron esos cantares y el modo de componerlos mucho más que lo que sabían los eruditos de hace siglo y medio, y mucho más de lo que pensaban al respecto Platón y los filólogos de Alejandría. Nuestro conocimiento ha progresado gracias a tres audaces personajes: Heinrich Schliemann (que descubrió las ruinas de Troya), Milman Parry (que estudió la técnica de la épica oral arcaica) y Michael Ventris (que descifró el silabario micénico B). Ninguno de ellos era un académico ni un filólogo profesional, pero con sus estupendos logros abrieron un nuevo horizonte a nuestra mirada sobre lo homérico. Gracias a los nuevos datos arqueológicos conocemos mejor esa Edad Oscura que, en su nostalgia hacia un pasado más glorioso, dio un impulso decisivo a la épica con el canto y culto de los héroes micénicos.
Y, sin embargo, añade, por encima de todos esos estudios, lo esencial respecto a la pervivencia de Homero sigue siendo la inigualable fuerza narrativa de su poesía. Lo que mantiene nuestra lealtad a la Ilíada y la Odisea como perennes clásicos no es su trasfondo histórico ni el manejo magistral de fórmulas y epítetos de larga tradición oral. Es la magnánima recreación con que un poeta recuenta los mitos heroicos a la vez que da a ese legado mítico una honda perspectiva trágica con figuras inolvidables. Es la sensibilidad del lector la que salva del olvido ese mundo de fascinantes héroes y fabulosos dioses, como hizo a lo largo de tantos siglos y tantas modas.
Hay evidentemente clásicos más fáciles de leer, aclara, es decir, textos en los que el lector entra fácil y queda pronto atrapado por su singular encanto, claro estilo y su fantasía o su emotividad. Por ejemplo, la Odisea, los poemas de Safo, Heródoto, El banquete de Platón o El asno de oro de Apuleyo, por citar sólo autores antiguos. Otros cuestan más, e incluso pueden producir cierto rechazo cuando están mal elegidos o forzados como lecturas obligatorias en edades inoportunas, arduos y difíciles de entender. Sin embargo, lo característico de los clásicos, bien elegidos y enfocados, es que su lectura deja siempre en la memoria un poso, una huella terca en nuestra imaginación, y aguzan nuestra mirada sobre aspectos importantes de la vida.
De todos modos, dice más adelante, hay que reconocer el gran papel que tradicionalmente la escuela asumía en la conservación y difusión de esos libros de largo prestigio. Aún lo conserva, pero de forma mutilada y desalentada. Que la escuela debe enseñar qué significan —para nosotros— los grandes libros, y estimular su lectura con entusiasmo para la formación del gusto y la crítica personal, no lo creen algunos pedagogos ni siquiera los políticos del ramo, poco ilustrados. Esas lecturas tropiezan con muchos obstáculos: planes de enseñanza que reducen la de la literatura a mínimos y profesores con escasa simpatía hacia textos de otras épocas. Muy bien lo analiza Marc Fumaroli en La educación de la libertad (Barcelona, Arcadia, 2007). Por otro lado, nuestros estudiantes, acaso con excepción de los más jóvenes, no frecuentan los libros de muchas páginas, atrapados por mensajes mínimos y raudos en diversas pantallas.
Los clásicos son inactuales, reconoce. Justamente eso es lo más valioso: hablan de cosas que están más allá del presente efímero, y abren otros horizontes y ofrecen ideas sobre el mundo que van mucho más allá de lo actual y cotidiano. Y nos hacen críticos, escépticos y más imaginativos.
Volviendo a algo ya apuntado, concluye, leer a los clásicos debería acaso iniciarse en la escuela, pero es importante releerlos a lo largo de la vida, porque vuelvo a subrayar que siempre podemos entablar o proseguir el diálogo con ellos. Un curioso ejemplo, señala -que yo he citado al comienzo de la entrada- es el de David Denby, que cuenta su personal experiencia en Los grandes libros (Madrid, Acento, 1997). Editor y escritor de éxito, decidió ensayar una curiosa experiencia: volver a los leer a fondo los clásicos. “En 1991, 30 años después de matricularme en la Universidad de Columbia, volví a las aulas, me senté entre los estudiantes de 18 años y leí los mismo libros que ellos. Juntos leímos a Homero, Platón, Sófocles, Kant, Hegel, Marx y Virginia Woolf. Aquellos libros…”. Me parece un ejemplo digno de imitarse: una aventura de escaso gasto que vale la pena ensayar. No es fácil: en ninguna universidad española hay cursos sobre los libros de esa lista. Pero cada uno puede intentarlo. Los clásicos siguen ahí, aún nos hablan y son de trato amable, dice García Gual. 
Yo lo he intentado, como he comentado ya, con desigual fortuna, pero no pierdo el ánimo y cada poco tiempo, vuelvo a los clásicos como el que vuelve a un lugar conocido, que ama, y que considera su hogar. 
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt