miércoles, 12 de octubre de 2022

De la ciudadanía

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la necesidad de un debate democrático sobre los esfuerzos formidables exigidos a la ciudadanía por los Estados durante los últimos años, como dice en ella la socióloga Olivia Muñoz-Rojas, con el aval de ‘la’ ciencia —en realidad, una parte de ella—, presentados como inevitables y excusados en la emergencia. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







La era del sacrificio
OLIVIA MUÑOZ-ROJAS
07 OCT 2022 - El País


En su primer Consejo de Ministros tras las vacaciones estivales, el presidente francés Emmanuel Macron evocaba un cambio histórico, esencialmente “el fin de la abundancia”. Sus mediatizadas declaraciones no serían una ocurrencia aislada, sino la expresión de un discurso más amplio que poco a poco se afianza en la sociedad. Más allá de que, como le recordaron algunos líderes de la oposición, hace tiempo que amplios sectores de la sociedad francesa —y, huelga decir, de muchas otras sociedades— no conocen la abundancia material, la fórmula refleja la progresiva institucionalización de una moral pública del sacrifico, vestida de solidaridad, y auspiciada por el modo en que los gobiernos han gestionado la pandemia y cómo, en el caso de los europeos, están gestionando la crisis energética. En términos estrictamente discursivos, si durante la pandemia se conminó a los ciudadanos a renunciar a su vida en sociedad para salvar vidas, ahora se les exige renunciar a una parte de su calidad de vida —ajustando la temperatura de sus hogares y realizando menos desplazamientos motorizados— para salvar a Ucrania de la invasión rusa e, implícitamente, en una fortuita confluencia de razones geopolíticas y ecológicas, adaptarse a la escasez de recursos que, en cualquier caso, impondrá la transición energética.
En la construcción de esta nueva mentalidad de la escasez y el sacrificio jugaría un papel clave una parte de la comunidad científica, pero también el progresivo debilitamiento de las instituciones representativas a expensas de una lógica tecnocrática, siempre latente en los Estados, pero más presente en unos momentos históricos que otros. Consideran cada vez más críticos que numerosos gobiernos democráticos transitan peligrosamente hacia la pospolítica, en la que el debate político se vuelve superfluo, pues la ciencia —sea la médica, climática u otra— muestra un camino unívoco, forjado en torno a cifras que se tornan incuestionables y modelizaciones que se presentan como infalibles. Si en un momento dado, el llamamiento de Greta Thunberg a “seguir a la ciencia” parecía pertinente y necesario, hoy conviene preguntarse si es deseable sustraer el debate científico, incluso en temas cuya premisa parece irrefutable como el cambio climático inducido por el ser humano, del debate político y dejar en manos de determinados expertos la toma de decisiones políticas que trastocan radicalmente a las sociedades. Pues lo que hemos podido observar en los últimos años es que los Estados, con el aval de la ciencia —en realidad, una parte de ella—, eludiendo cualquier debate político democrático y excusados en la emergencia, han exigido sacrificios formidables a la ciudadanía que son además presentados como inevitables. Nada impide que los Estados y los gobiernos sigan actuando del mismo modo frente al desafío climático y ecológico.
El científico social ambiental japonés Shinichiro Asayama, explica cómo, sin proponérselo necesariamente, el influyente trabajo del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) ha contribuido a desarrollar “una mentalidad de la escasez”, sustentada sobre tres metáforas científicas —el umbral de temperatura, el presupuesto de carbono y la fecha límite climática—, que afecta directamente al modo en que los ciudadanos perciben el cambio climático y las instituciones actúan frente a él. Estas tres metáforas de carácter cuantitativo sugieren que el tiempo y el espacio antes del punto de no retorno, en el que los cambios meteorológicos destruyan de manera irreversible la vida tal y como la conocemos, son escasos. Mantiene Asayama que esta percepción de la situación lleva a una premura por gestionar los recursos de manera eficaz, la cual choca con la lentitud de los procesos democráticos, justificando a ojos de los ciudadanos el recurso de las administraciones a medidas de excepción. En estas condiciones, el debate político “se limita en gran medida al ámbito de los ajustes administrativos, como la elección de tecnologías y el momento de su implementación, dejando de lado las cuestiones normativas e ideológicas”. El discurso de la escasez tendría, asimismo, “implicaciones psicológicas profundas”, al forzar “un pensamiento de compensación”, una suerte de lógica de suma cero, esencialmente, “la elección entre dos futuros incompatibles: un mundo con restricciones de carbono o un mundo de desarrollo de combustibles fósiles”. “El problema de este encuadre de “o esto o lo otro”, argumenta Asayama, “es que elimina el espacio cognitivo capaz de imaginar caminos alternativos con más matices políticos”. De un modo similar, la fetichización de determinadas cifras y umbrales constriñe el análisis de la realidad a unos límites muy precisos, olvidando que las estimaciones científicas no son hechos consumados, sino escenarios de mayor o menor probabilidad, basados en la observación metódica de un fenómeno en el pasado.
Este creciente dogmatismo científico no sólo pone en peligro a la democracia, sino que daña el prestigio de la propia ciencia. Sostienen Sujatha Raman y Warren Pearce que el caso Climagate hace unos años “puso de relieve los límites de las normas establecidas en la vida pública de la ciencia”. Para quienes no lo recuerden, el caso consistió en la revelación de documentos de la Unidad de Investigación Climática de la Universidad de East Anglia que, presuntamente, demostraban cierta dosis de manipulación en las cifras y gráficos sobre el incremento de las temperaturas en el globo. Raman y Pearce mantienen que el caso propició “un cambio en el conocimiento del cambio climático”, del “primero la ciencia” a un modelo más “cosmopolita” en el que la diversidad epistémica sustituye al consenso científico como la base sobre la que se asientan las políticas públicas, se admite la incertidumbre científica y, en lugar de una fe ciega en la ciencia, se espera del público que razone sobre los resultados científicos. Sería deseable que esta tendencia “cosmopolita” terminara de instaurarse para contrarrestar la inflexibilidad que observamos actualmente en los planteamientos científicos que trascienden a la sociedad y que, desde esta perspectiva, alimentan la emergente moral pública de la escasez y el sacrificio.
Recientemente, una amiga me contaba que las maestras de la clase de primaria de su hijo anunciaron que ya no se iban a celebrar los cumpleaños en el aula, tal y como se hacía antes, con el argumento de que quitan tiempo lectivo y contribuyen a generar desechos. La reacción de numerosos padres fue plantear que era importante para el bienestar y desarrollo emocional de los niños, especialmente después de estar privados por más de dos años de vida social, recuperar este tipo de rituales y sugirieron maneras ecológicas de continuar festejando los cumpleaños. Corresponde también a la ciudadanía resistir a la imposición de esta nueva lógica indiscriminada del sacrificio, proponiendo fórmulas que permitan cuidar genuinamente de nuestro planeta —o defendernos de una pandemia— sin renunciar a aquello que nos hace humanos.


















De la percepción de la realidad

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la distinta percepción de la realidad, porque como dice en  ella el genetista y divulgador científico Javier Sampedro, el mundo es una construcción de nuestro cerebro, y no hay dos cerebros iguales. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







La realidad no es eso que ves
JAVIER SAMPEDRO
07 OCT 2022 - 05:00 CEST


¿Cómo leemos la palabra inconstitucionalidad? ¿La i con la n, in, la c con la o, co, y así durante 10 minutos? No, por el amor de Dios. Eso solo lo hacen los niños que están aprendiendo a leer. Los demás, que somos lectores expertos, reconocemos la palabra de un golpe de vista. Y si pone inconstucionalidad, lo más probable es que sigamos reconociéndola, aunque le falte una sílaba. Los correctores automáticos perciben el error de inmediato, pero los humanos no somos muy buenos en eso. El cerebro utiliza masivamente el proceso de rellenado (filling in), que se aprecia muy bien con el ejemplo del punto ciego. En todo el centro del campo visual no vemos nada, porque la retina tiene ahí un agujero por el que sale el nervio óptico. Pero nuestra consciencia no percibe el agujero, porque los procesadores cerebrales de alto nivel lo rellenan con lo que creen que debería estar ahí. El rellenado no es ninguna peculiaridad del punto ciego de la retina. Funciona a todos los niveles de la percepción y el pensamiento.
Un corolario de estos hechos es que nuestro modelo interior del mundo no es el mundo, sino una construcción activa del cerebro, basada en la experiencia anterior, en la cultura recibida y en el conocimiento adquirido. Como no hay dos cerebros iguales, ni dos biografías iguales, esto implica que cada persona tiene un modelo distinto del mundo. Cada uno lo llama realidad, pero ninguno acierta. No conocemos directamente la realidad, solo sus sombras proyectadas en una pared, como en la alegoría de la caverna de Platón.
Las ideas actuales sobre la percepción arrancan tal vez de Hermann von Helmholtz, el gran físico y filósofo alemán del siglo XIX. El tipo era un fenómeno que hizo aportaciones esenciales a la óptica, la meteorología, las matemáticas y la electrodinámica, además de formular la ley de conservación de la energía, pero también era un fisiólogo de talento que recibió la mejor formación en Berlín a cambio de servir como médico del Ejército durante ocho años. Eso sí que es una mili. Helmholtz propuso que la percepción es en realidad un proceso de inferencia inconsciente. Nadie le hizo mucho caso, pero su idea ha sido retomada por los neurocientíficos y los científicos de la computación en nuestro tiempo. Lo llaman procesamiento predictivo, y consiste en lo siguiente.
La función del cerebro no es percibir el mundo, sino predecirlo. El córtex (o corteza) cerebral, donde residen nuestra percepción y nuestra mente, utiliza la información que le llega de los sentidos para actualizar su modelo del mundo y, por tanto, sus predicciones. Pero ese modelo ya se había formado antes, por experiencias previas. Sin eso no podríamos ver nada ni pensar nada. Seríamos como el niño que tarda 10 minutos en leer inconstitucionalidad.
La ciencia, por cierto, es la mejor estrategia que tenemos para conocer la realidad. Una teoría científica no solo explica de una forma compacta los millones de datos que ya se conocían, sino que también predice aspectos del mundo que nadie había imaginado, como le pasó a Einstein con los agujeros negros. Emergían de sus ecuaciones, pero no logró creérselos. Una teoría ve más allá que su creador.





















martes, 11 de octubre de 2022

De los deberes de cada generación

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de los deberes de cada generación, porque como dice en ella el filòsofo Alba Rico, cada grupo humano se siente orgulloso de lo que ha hecho y es cuestionado por sus descendientes, que lo harán de nuevo mal y que, por eso, deberían contemplar la petulancia de sus mayores con un poco de piedad y hasta de ternura. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






Hacer los deberes generacionales

SANTIAGO ALBA RICO

06 OCT 2022 - 


En su obra de 1864 Mikrokosmus, muy citada por Walter Benjamin, el filósofo alemán Hermann Lotze razonaba contra la idea de progreso. Su argumento era doble. Por un lado, recordaba “todos los bienes culturales y aspectos genuinamente bellos de la vida que han desaparecido para siempre”, describiendo así una Historia retorcida y compuesta de “espirales” y “epicloides”, bañada en melancolía. El otro argumento era más incómodo: decía que aceptar la idea de Progreso era aceptar “la idea de que el trabajo de las generaciones pasadas solo sirve a las siguientes —y así hasta el infinito—, resultando irremediablemente inútil para ellas mismas”. Si lo mejor está por venir, nuestras vidas deben estar enteramente dedicadas a luchar por —o al menos esperar— el estado sucesivo y superior del que solo se beneficiarán nuestros hijos, obligados paradójicamente a hacer lo mismo por la siguiente generación. Esta idea de que “lo mejor está por venir” presidió el siglo XIX (incluidas sus dos mejores cabezas, Darwin y Marx) y sobrevivió en el siglo XX, tras dos guerras mundiales, en forma de consumo ilimitado y tecnología salvífica.Ahora que las ilusiones progresistas se han desvanecido, el espectro del progreso y el argumento de Lotze se mantienen vigentes a través del sentimiento de culpa. Quiero decir que la generación de los mayores se siente culpable de dejar a sus hijos un mundo hecho harapos y que las nuevas generaciones reprochan a sus padres su falta de responsabilidad: “No habéis hecho los deberes y ahora nosotros tenemos que dedicar la vida no a vivir, sino a defender el mundo que no supisteis poner a salvo”. Es importante la convicción, olvidada bajo el neoliberalismo consumista, de que cada generación, además de para sí misma, debe trabajar para la siguiente (el más allá de los laicos), pero no es exacta la pretensión de que “nuestros padres no han hecho sus deberes”. Digamos la verdad: ninguna generación ha hecho los deberes. Aún más: lo propio de la Historia, tan repetitiva, es que nadie haga nunca los deberes. ¿De qué época podríamos decir que sí los habría hecho? ¿De la que mató en torno a 60 millones de personas entre 1914 y 1918? ¿De la que vivió los lager nazis y lanzó las primeras bombas atómicas en Japón? ¿De la que desencadenó y sufrió en nuestro país la Guerra Civil? ¿Hizo sus deberes el único partido de oposición a Franco, el sin duda heroico PCE, que al mismo tiempo apoyó y a veces practicó los crímenes del estalinismo, se olvidó del feminismo y, con excepción de Manuel Sacristán, despreció hasta hace muy poco la ecología? Y los padres del 78, que nos reclaman sin parar admiración, ¿hicieron sus deberes? La generación del 15-M, sin lastres ideológicos del pasado, dejó en evidencia sus costurones, todavía sin remendar en una España minada por problemas del siglo XIX (la corrupción, una Monarquía patrimonialista, el encono ideológico). Pero él mismo, el 15-M, ¿hizo a su vez sus deberes? Cada generación se siente orgullosa de lo que ha hecho, poco o mucho, y es cuestionada por sus descendientes, que lo harán de nuevo mal y que, por eso mismo, deberían contemplar la petulancia de sus mayores (mártires revolucionarios, héroes constitucionales) con un poco de piedad y hasta de ternura: si no somos capaces de aprender de sus errores ni de enmendarlos, arropémoslos sin acritud en sus tumbas.Nadie hace sus deberes. Cada generación europea, en los dos últimos siglos, ha vivido una revolución enseguida fallida y una guerra devastadora; y los jóvenes que participaron en ellas y sobrevivieron confundieron la intensidad de la experiencia con la gloria y la gloria con “el sentido de la Historia”: su sacrificio era, en definitiva, un medio de progreso. No lo fue y no lo será. Ahora bien, a la llamada generación Z —la nacida en torno al año 2000— le falta incluso ese “sentido de la Historia” o, si se quiere, esa “intensidad colectiva” que se vivió por última vez, en distintos puntos del planeta y de distinta forma, en 2011. Es bueno no confundir la gloria con el sentido de la Historia, pero es muy duro haber nacido en un mundo en el que, sin experiencia de intensidad compartida, se es al mismo tiempo consciente de que la Historia no tiene ningún sentido y, desde luego, no trabaja en nuestro favor, como lo hacían los duendes del zapatero de los hermanos Grimm. Es difícil saber qué será de nuestros jóvenes —psicológica y socialmente— si no encuentran el modo de intervenir intensamente en la Historia. O lo que es lo mismo: si no se les da la oportunidad de cometer sus propios errores.

Ninguna generación, decimos, ha hecho sus deberes respecto de la siguiente; todas se han jactado de sus logros y todas han sido luego cuestionadas por sus crímenes, sus equivocaciones o sus estupideces. Ahora bien: las revoluciones y las guerras del pasado atañían solamente a algunos sectores sociales y a algunos países; ni siquiera las guerras mundiales fueron realmente globales. Por primera vez, una crisis interpela a la humanidad entera, pobres y ricos, viejos y jóvenes, antepasados y descendientes, y por primera vez cuestiona la existencia misma de ese mundo común, firme bajo los pies, donde los humanos antiguos se mataban y rebelaban. Retrospectivamente, pensamos en cuánto debía tranquilizar saber, en la época más insegura y cruel imaginable (las trincheras de la Primera Guerra Mundial, por ejemplo), que los lloradísimos hermanos muertos a nuestro lado formaban parte, con todo, de la Tierra. La llamada generación Z es la primera que nace en un mundo en el que el mundo mismo no es un dato, no está dado, y hay que defenderlo, por tanto, como antes se defendía la familia o la patria. A ninguna generación anterior le había tocado en suerte un nacimiento semejante.

Cuando pienso en mis hijos me siento angustiado, pero no culpable. Nadie es tan viejo que no pueda hacer aún algo bueno y nadie es tan joven que no sea también responsable. Esa es una de las reglas antropológicas del capitalismo colapsista en el que tenemos que movernos y salvarnos. Releyendo Resistencia y sumisión, los diarios y cartas del teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer, asesinado por Hitler en 1945, me encuentro con la siguiente frase: “Durante estos últimos años hemos visto mucha valentía y sacrificio pero apenas coraje cívico”. Se puede ser valiente en las trincheras del mal y sacrificar la vida por una patria indigna e injusta. Cada generación necesita su dosis de valentía y sacrificio y nunca podremos estar seguros de no encaminarla en la dirección equivocada. Es malo no encontrarla —esa dosis— y es malo encontrarla en el lugar extraviado. Una generación sin un relato común, sin ocasiones de valentía y sacrificio, tentada de buscarlas en marcos diminutos o sectarios, obligada quizás a nuevas y más terribles guerras sin gloria, lo tiene muy difícil. Ninguna época, decimos, ha hecho sus deberes, pero no todas son iguales. La diferencia no está en la valentía y el sacrificio; está en el coraje cívico, que no necesita proezas ni inmolaciones, que solo puede ser individual si es también colectivo y que hoy, como bajo una dictadura o en una guerra, es más necesario que nunca. Si ha habido alguna vez algún progreso, si la Historia tiene o ha tenido alguna vez algún sentido, procede sin duda de ahí.Decía Lotze que solo hay progreso “si las mismas almas que están sufriendo dejan de sufrir”. Los jóvenes tienen derecho a vivir para sí mismos y tienen la obligación, junto a los más mayores, de hacer los deberes de toda la humanidad. Y esta vez no podemos fallar.

















lunes, 10 de octubre de 2022

De los temores del futuro

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de los temores del futuro, que como dijo Séneca: "Muy breve y trabajosa es la vida de quienes olvidan el pasado, descuidan el presente y temen el futuro”, y nos recuerda en ella el periodista Andrea Rizzi, se puede aplicar a la situación actual de la Unión Europea entre nacionalismos, desgarro social y plagas globales. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






No temas el futuro
ANDREA RIZZI
08 OCT 2022 - El País


En el ensayo breve titulado Sobre la brevedad de la vida, Séneca escribe: “Muy breve y trabajosa es la vida de quienes olvidan el pasado, descuidan el presente y temen el futuro”. Dos milenios después, la observación sigue mereciendo atención. ¿Qué reflexiones estimularía si aplicada a la Unión Europea?
Pasado. De las muchas lecciones del pasado que conviene no olvidar, ninguna probablemente importe más que la del nacionalismo y a qué consecuencias conduce. El continente lo ha comprobado una y otra vez a través de los siglos. Vivimos un tiempo extraño en ese sentido: con enormes pasos de integración en la UE, desde la mancomunización de la deuda a la construcción de auténticas políticas sanitarias o energéticas comunes; mientras, en paralelo, poderosas convulsiones de instinto nacionalista nos sacuden. El Brexit y su desgarro, la victoria del nacionalismo de Giorgia Meloni en Italia u otros instintos de egoísmo puntuales, y por tanto menos dramáticos, pero insidiosos, como los planes de Alemania de ofrecer subsidios por valor de hasta 200.000 millones de euros ante la crisis energética, una suma con visos de alterar la justa competencia en el mercado interior.
Presente. Será preciso atender a fondo las causas que justifican, en buena medida, el voto a propuestas extremas, de un color u otro, en esta fase. En muchos casos hay una legítima frustración de un sistema globalizado y precario que no funciona igual para todos. Es precisa mayor justicia social, que significa servicios públicos de calidad que garanticen formación y protección adecuadas, estabilidad en el mercado laboral y muchas otras cosas. A los de arriba les conviene entender que va incluso en su propio interés mantener la cohesión con los de abajo.
Cuidar el presente es, también, por supuesto, culminar con espíritu constructivo la respuesta solidaria a la guerra lanzada por Rusia —la cumbre de Praga muestra que no es siempre fácil—, y cuajar finalmente las reformas del Pacto de Estabilidad y Crecimiento y del sistema migratorio.
Pero cuidar el hoy es, además, recordar en todo momento que, con todos sus límites, las sociedades de la UE representan un entorno de vida prácticamente insuperable. Tantos huyen de Rusia; ¿quién quiere vivir en China hoy? Y cuidar el hoy es no olvidar, como nos dice Praga, que nosotros estamos entre los 44, son otros que son dos; que somos un ejemplo para tantos. Disfrutemos de lo extraordinario de nuestras cualidades; seamos conscientes de nuestro poder de atracción y seducción.
Futuro. Trabajar hoy para preparar un mejor mañana es de sabios. Pero ni se puede desperdiciar, o incluso aniquilar el presente porque se teme el futuro, convirtiéndolo en una mera operación de prevención de posibles daños, lo que es una lástima absoluta. Ni tampoco se puede renunciar a grandes objetivos porque se temen fracasos venideros. Difícilmente nacen del miedo cosas de las que estar orgullosos. A menudo lo que hay no es suficiente, no está bien. Entonces hay que salir del puerto, aunque suponga un desgarro, una melancolía. Ahí fuera está la Europa de la Defensa, necesaria. Y la Europa ampliada, justa con tantos millones de europeos.
Y nosotros. Pero, claro, las palabras de Séneca iban dirigidas a individuos, no a instituciones. Muy difícil recordar el pasado en su justa medida en tiempos difíciles como estos: por un lado, se abre el barranco de la nostalgia de momentos tersos; por el otro, el abismo de la cancelación en el impulso de construir algo nuevo. Qué arduo disfrutar del presente, en medio de obligaciones, retos y heridas, sin ser un irresponsable. Qué arrojo para no temer el futuro, en medio de tantas y grandes plagas, nubes en el horizonte, problemas sin solución clara a la vista. Pero al menos se puede empezar preguntándonos: ¿y si lo que queda de hoy mismo fuera el inicio de algo mucho mejor?