Sobre el Finnegans Wake de Joyce he escrito ya varias veces en el blog. La última en marzo de 2011, en una entrada titulada "El Finnegans Wake de Joyce, o mi fracaso como lector". Comentaba en ella que me resultaba enormemente frustrante reconocer que no había sido capaz de pasar de la tercera página del libro en cuestión a pesar del empeño puesto en ello. Me refería, como se desprendía del título de la entrada, a mi fallido intento de leer el Finnegans Wake, de James Joyce. O más concretamente, el capítulo 8 del libro primero, un relato corto que lleva el título de Anna Livia Plurabelle, publicado en forma independiente por Cátedra (Madrid, 1992) en una cuidada edición bilingüe inglés-español a cargo de Francisco García Tortosa.
Satisfecho por haber podido con su Ulises (y seducido por la frase de Ezra Pound de que quien no fuera tonto debería leer el Ulises por gusto, y quien no lo leyera, no debería ser autorizado a enseñar literatura) decidí pasar por la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, en el parque de San Telmo, a ver que más tenían de Joyce. Un hermoso edificio, el de la biblioteca, amenazado de demolición por una sentencia del Tribunal Supremo a causa de los consabidos chanchullos urbanísticos a los que el PP local nos tenía acostumbrados, felizmente resuelta y no ejecutada al final. Por fortuna para mí un amable empleado me encontró Dublineses y Retrato del artista adolescente, las otras dos obras que junto al Ulises, Pound consideraba de imprescindible lectura, pero también, sin yo habérsela pedido, la mencionada Anna Livia Plurabelle. Ni decir tiene que me las llevé a casa más que contento.
Leí Dublineses en un solo día, de un tirón. Se trata de una serie de relatos cortos, historias independientes, en los que las gentes de Dublín y sus pequeñas agonías personales se convierten en protagonistas, de igual manera en que la propia ciudad de Dublín lo es del Ulises. Con especial emoción me reencontré con el último de los relatos del libro: Los muertos, uno de los textos más hermosos que he leído nunca, y que comenté en una entrada anterior de 2010.
Leídos Dublineses y Retrato del artista adolescente con sumo placer, encaré con ánimo no exento de preocupación la lectura de Anna Livia Plurabelle. La preocupación me venía de recordar un artículo del escritor y director del Instituto Cervantes de Nueva York, Eduardo Lago en El País que había calificado como "el libro más complejo de la historia" al Finnegans Wake de Joyce. Con curiosidad leí las 126 páginas de la introducción del editor y traductor del texto. Por ellas, y por lo que recordaba del artículo de Lago, sabía que me iba a enfrentar a un relato complejo, pero bello, de difícil -pero no imposible- traducción, que a su autor, a Joyce, le había llevado diecisiete años componer. Sobre ese asunto, el de la traducción, el editor-traductor llegaba a decir que "representa un caso especial dentro de la problemática de la traducción, ya que, en primer lugar, no se sabe muy bien que es lo que se ha de traducir, y qué lengua; y, en segundo término, cabe plantearse la utilidad del esfuerzo que una traducción de Finnegans Wake conlleva. ¿No sería más fácil -se preguntaba- que el posible lector aprendiera inglés y se informara de los motivos y técnicas de Joyce?. No pude pasar de la tercera página, y solo tiene veinte... Lo intenté de nuevo, pero nada... Imposible... Quizá en otro momento de mi vida... Buscando un vídeo sobre el Finnegans Wake que incorporar a la entrada como complemento, me encontré una pequeña joya del cine experimental estadounidense rodado en 1966 por la cineasta Mary Ellen Bute (1906-1983). Se lo dejo en el enlace de más arriba por si se atreven con él.
Seis años después de lo relatado anteriormente, Ismael Belda, un reputado crítico literario y escritor español, trae hasta Revista de Libros una reseña crítica de la más reciente traducción española de Finnegans Wake (Buenos Aires, El cuenco de plata, 2016) que no me atrevo a dejar de reproducir en el blog. Lleva el sugerente título de Lectores contra el monstruo: el periplo de Finnegans Wake. Les dejo con ella.
Si Ulises había sido un libro sobre el día, comienza diciendo, éste sería un libro sobre la noche. Muy pronto, en aquellos primeros días de 1923, comenzó a llamar a su nuevo proyecto «el monstruo». En su vida por aquel entonces, mientras la criatura iniciaba su lenta formación, caía una especie de anochecer. Su matrimonio hacía agua; su hija Lucia mostraba los primeros síntomas de la enfermedad mental que terminaría por engullirla; Ulises había sido, para su gran satisfacción, un escándalo y objeto de un culto instantáneo, pero las ventas no daban beneficios, y el esfuerzo de terminarlo, unido a su rampante alcoholismo, había causado daños irreversibles a sus ojos, enfermos desde su juventud.
La gestación comenzó un año después de publicarse Ulises. Como en el caso de éste, el período de composición no fue de alejamiento del público: a medida que escribía capítulos, iba entregándolos a distintas publicaciones, sobre todo a la revista vanguardista transition, bajo el título general de Work in Progress. Las primeras reacciones no fueron alentadoras para el autor, que podía ser inseguro a pesar de la adamantina independencia artística que demostró toda su vida. Harriet Weaver, mecenas y protectora, empezó a perder la paciencia con su protégé; el caprichoso Ezra Pound, que se pavoneaba de haber descubierto al autor de Ulises, descubrió a su vez que su gusto por la innovación tenía límites («nada excepto una visión divina o una cura para la gonorrea podría justificar de ninguna manera semejante periferización circunvalante»); Archibald MacLeish reconoció que no sabía qué hacer con aquello; su hermano Stanislaus sugirió la posibilidad de que se encontrara al inicio de un reblandecimiento del cerebro y describió la criatura como «el vagar demente de la literatura antes de su extinción final»; y el sensato y cómicamente cientificista H. G. Wells, aunque benevolente con él, le envió una carta tajante: «¿Extraigo mucho placer de esta obra? No. ¿Siento que estoy recibiendo algo nuevo e iluminador, como cuando leo la terrible traducción de Anrep del mal escrito libro de Pávlov sobre los reflejos condicionados? No. Así que me pregunto: ¿quién demonios es este Joyce que me demanda tantas horas diurnas, de los pocos miles que me quedan por vivir, para apreciar correctamente sus caprichos y fantasías y fogonazos de entendimiento?»
Estuvo muchas veces a punto de abandonar. En 1933, desolado por la penuria y por la enfermedad de Lucia (su anima inspiratrix), le confesó a Paul Léon: «No hay ni diez céntimos de ganancia en este libro. No veo nada salvo una pared oscura ante mí, una pared oscura o un precipicio si prefieres; físicamente, moralmente, materialmente». Aun así, perseveró: «Lo único que me permite lograr alguna cosa −decía− es la idea de Blake: “Si el loco persiste en su locura, se volverá sabio”». En 1939, a las puertas de la guerra, casi ciego y con Lucia internada en un manicomio, terminó el libro. Habían pasado dieciséis años. «Desde 1922 −confesó− mi libro ha sido para mí una realidad más grande que la realidad. Todo cede ante él. Todo fuera del libro ha sido una dificultad insuperable, las mínimas realidades, tales como afeitarme por la mañana, por ejemplo». Dos años después, en 1941, tras salir de Francia huyendo de los nazis, murió de pronto a causa de una úlcera duodenal perforada. Tenía cincuenta y ocho años y el aspecto de un hombre de setenta.
Una vez alguien le dijo que su libro estaba fuera de la literatura. Joyce respondió: «Puede que esté fuera de la literatura ahora, pero su futuro está dentro de la literatura». Esto se ha cumplido, por supuesto, pero aun así Finnegans Wake ocupa un lugar peculiar en el canon. Desde luego, ha sido una niña mimada de los críticos, precisamente porque parece hecho para la exégesis. En las décadas siguientes a su publicación surgió una impresionante plétora de estudios y más de un profesor cimentó su reputación gracias a la folie final de Joyce. Pero hoy día, cuando los clásicos se leen tanto o más que nunca (a pesar de cierto pesimismo), la última novela de Joyce se lee extremadamente poco. Harold Bloom ha declarado que es su obra maestra, pero también que «presenta tantas dificultades que uno debería estar preocupado por su supervivencia». Nabokov, que fue amigo de Joyce y un gran admirador de Ulises, equiparó Finnegans Wake con un ronquido persistente en la habitación de al lado y sólo a duras penas terminó de leerla. Al fin y al cabo, ¿quién la ha leído entera? Yo no conozco a nadie que lo haya hecho, aparte de mí mismo.
Pero, veamos, ¿es de verdad tan difícil? Uno de los primeros reseñistas ya dijo que Ulises, una novela legendariamente ardua, era un silabario infantil comparado con Finnegans Wake. De hecho, Ulises, a pesar de su fama y de ciertas innegables dificultades, es un libro claro como el cuarzo, maravillosamente condensado y estructurado. La prosa de Ulises se despliega en una profundidad llena de imágenes y el diamantino sistema de ecos, paralelismos y resonancias va haciendo en el lector un efecto acumulativo que, hacia el final, provoca esa increíble sensación de levitación, entre eufórica y melancólica, que los buenos lectores de Joyce conocen tan bien. ¿Y cuántos personajes en la historia de la literatura pueden compararse en nitidez, en humanidad y en pura realidad con Leopold Bloom? En Finnegans Wake no hay un Leopold Bloom, no hay esa cualidad cristalina de los detalles y de la estructura. ¡Qué decepción para generaciones de lectores entusiastas de Ulises que han acudido buscando algo similar!
La primera sensación es que no hay espacio, no hay profundidad. Tan solo una superficie abigarrada que no se abre. Caos en dos dimensiones. Cuenta Giorgio Vasari en sus Vidas que, a finales del siglo XV, había en Florencia un muro en el que los enfermos de un hospital cercano solían escupir. El pintor Piero di Cosimo se quedaba horas contemplando la superficie –decorada, podemos imaginar, con diversos estratos de esputo de generaciones de tuberculosos– y en ella descubría «batallas con caballos y las más fantásticas ciudades y maravillosos países que el ojo humano hubiera contemplado». El lector de Finnegans Wake a menudo tiene sólo la sensación de estar ante ese repugnante muro, ante la «pared oscura» que veía o sentía Joyce ante él. Y, sin embargo, poco a poco, algo se mueve en la superficie, nuestra mirada interior penetra lo impenetrable y nos encontramos inmersos en una extraña atmósfera paleozoica en la que las formas emergen y se deshacen como burbujas de fango. La aclimatación a esa era primaria del pensamiento y de la imaginación requiere tiempo y, de todas formas, pocos sobreviven al proceso.
En primer lugar, hay que aclimatarse al lenguaje. Este es increíblemente sofisticado y alusivo (quizá más que en cualquier otro libro que se haya escrito), y, al mismo tiempo, primitivo y salvaje. Avanza como un magma mediante la paranomasia y la desintegración y aglutinación continuas de componentes. Ecos de palabras, palabras pseudodigeridas y regurgitadas, palabras insidiosas y deformadas que repite la fiebre en la duermevela de un enfermo, transformándose unas en otras sin descanso. Y todo lleno de una música irlandesa e hilarante, llena de pequeñas danzas y balbuceos de bebé y de hojas e insectos transformados por arte de magia en sonido. Desde luego, hay un placer innegable en leerlo en voz alta. Muchos admiradores de Finnegans Wake han alegado el puro placer del lenguaje como su justificación. En cierto modo, el lenguaje de Finnegans Wake es el gesto de control definitivo: la tremenda fuerza gravitatoria de la voluntad artística de Joyce repliega hacia sí misma cada detalle de su obra hasta el punto de que incluso el aspecto que en toda novela o poema viene dado y no depende de su voluntad, el lenguaje mismo, se transforma en parte de su creación.
Pero, ¿es Finnegans Wake sólo una orgía de lenguaje? Joseph Campbell tomó prestado precisamente de sus páginas su término monomito, que denota el periplo esencial del héroe, el viaje circular de descubrimiento de sí mismo. En A Skeleton Key to Finnegans Wake sostiene que, una vez identificado el monomito de Finnegans Wake, la lectura se convierte en una revelación progresiva. Pero, ¿cuál es ese monomito? Northrop Frye identificaba con una U la estructura que, en la Biblia, funciona como marco general y que, al mismo tiempo, se repite una y otra vez en modelos más pequeños. La U simboliza de forma gráfica la caída del hombre y su restitución, que, en el marco más amplio, comienza con Adán expulsado del paraíso (línea descendente) y termina con Cristo redimiendo a la humanidad (línea ascendente), y se repite, de forma fractal, en cada uno de los libros. El monomito de Finnegans Wake comienza también como una U, pero una U que tenderá a cerrarse en una O: el mito de la caída en el tiempo circular. Pero veamos de qué trata Finnegans Wake, a pesar de que una sinopsis es un concepto absurdo en relación con este libro.
El título se refiere a una vieja balada irlandesa, «Finnegan’s Wake»1 («El velatorio de Finnegan»), sobre Tim Finnegan, un albañil «nacido con amor al licor», que un día se cae de una escalera y se rompe la cabeza. En su velatorio, los asistentes bailan, se emborrachan y se pelean, de suerte que un chorro de whisky rocía su cadáver y lo devuelve a la vida para unirse a la celebración. Ahí tenemos ya la caída de Adán y la redención final: primera U. La novela comienza con el relato mítico del gigante Finn MacCool, trasunto de Finnegan, que muere y se transforma en el paisaje: su interior es ahora el mundo, su sueño o su bardo. Pronto se hace patente que no estamos en el ámbito del día, sino en el de los sueños, «donde el deseo es padre del evento», como leemos en una de los miles de citas deformadas (en este caso, de la segunda parte de Enrique IV: «El deseo es padre del pensamiento»). Borges explica en algún sitio que, en la vida real, primero vemos un tigre y después sentimos miedo, mientras que en los sueños, primero sentimos miedo y sólo después aparece el tigre. Ese es el universo de Finnegans Wake, una de cuyas principales tensiones conceptuales es entre el dentro y el fuera. Mundo soñado, de dentro (microcosmos), y mundo recordado, de fuera (macrocosmos). Pero, ¿quién es el soñador? Aparte del autor y del lector (que tiene que soñar todo esto, como en cualquier otra novela), hay una serie telescópica de soñadores. El más conspicuo es Humphrey Chimpden Earwicker, un tabernero tartamudo de Chapelizod, en Dublín, cuyas siglas, HCE, se repiten en el texto en una miríada de combinaciones.
Todo es fluido en Finnegans Wake, en primer lugar el lenguaje, que Joyce quería que fuese como el agua de un río, y, por supuesto, también son fluidos los personajes. Así, Earwicker se metamorfosea constantemente en otros personajes, objetos e ideas, cada uno de los cuales representa una suerte de caída: Parnell (uno de los padres de la independencia irlandesa), Lucifer, el sol, el crash del 29, la manzana de Newton, Napoleón, Tristán o Humpty Dumpty (que, si recordamos bien, es un huevo –cósmico, según Campbell– que se cae de un muro y se rompe, como la cabeza de Tim Finnegan). Earwicker está casado con Anna Livia Plurabelle (o ALP), en cierto modo el personaje central de la novela, quien es también el río Liffey y el río del tiempo y que desempeña a su vez multitud de papeles, por ejemplo, el de Isis en busca de los fragmentos perdidos de su esposo Osiris/Humpty Dumpty, que son la creación entera, su sueño, los trozos de la unidad perdida.
El pecado original que precipita la caída adopta diversas formas. La principal es un acto indecoroso cometido por Earwicker en el dublinés Phoenix Park (trasunto del Edén), posiblemente su impúdica exhibición ante dos muchachas que orinaban entre unos arbustos (es famosa la obsesión mingitoria de Joyce). A continuación asistimos a un enorme juicio farsesco contra Earwicker, que es encarcelado y ultrajado, que muere y se hunde en una «acuosa tumba» en el lago Neagh. Se rumorea que resucita, se aparece en distintas batallas a lo largo del espacio y del tiempo, se convierte en un mito. A todo esto, cobran protagonismo cuatro recurrentes ancianos que son cuatro parroquianos de la taberna de Earwicker y, al mismo tiempo, los cuatro jueces de Earwicker, los cuatro evangelistas, los cuatro maestros autores de los Anales del reino de Irlanda, los cuatro ciclos viconianos, las cuatro estaciones, las cuatro provincias de Irlanda, las cuatro principales festividades judías anuales, etc. La atención se desvía de Earwicker, que será a partir de ahora una figura subliminal, aunque omnipresente. Aparece una carta, la famosa mamafesta, rescatada por una gallina que escarbaba en un montón de basura en busca de gusanos. Siguen largas exégesis eruditas de la carta, en la que, entre otras cosas, se nos proporcionan metaliterarias instrucciones para leer Finnegans Wake. La perdida y anónima carta reaparecerá una y otra vez a lo largo del libro, así como esa gallina que escarba y escarba y que se identifica oscuramente con ALP. Siguen secuelas y variaciones del juicio esencial, así como enfrentamientos y aventuras de los dos hijos gemelos de HCE y ALP: Shaun (el político, prudente y conservador, carismático pero incapaz de crear) y Shem (el artista, el introvertido, rechazado por todos, que escribe un libro fosforescente en un lenguaje que su hermano no puede entender), en los cuales parece haberse reencarnado Earwicker dividido en sus dos partes contradictorias, las cuales acabarán uniéndose en una mística (y cómica) reconciliación de contrarios. Cerca del final, el sueño comienza a desintegrarse. Entendemos que el soñador último es un tal Porter, que despierta a medias en su cama de Dublín. Una hoja seca en una rama rozaba contra la ventana y ese ruido insistente, al otro lado del ojo de la aguja del sueño, se transformaba en el rascar de la gallina en el montón de basura, en el tartamudeo de Earwicker, en los miles de voces que han entretejido miles de historias y una sola gran historia. Porter alberga sentimientos incestuosos reprimidos hacia su hija Isobel; en su sueño, incesto se ha transformado en insecto, y de ahí el apellido de Earwicker, derivado de earwig (tijereta o cortapicos), que en francés es pierce-oreille, es decir, perforaoídos (por la creencia de que esos insectos pueden atravesar el tímpano de un ser humano para depositar sus huevos en el cerebro), lo cual da uno de los muchos nombres de HCE, Persse O’Reilly, y está relacionado con el rascar de la hoja en la ventana y con la idea (importante en Finnegans Wake) de que los oídos de un durmiente están siempre abiertos y que los sonidos del mundo de afuera se transforman dentro en voces, en músicas, en historias, en mundos. Al final, la última frase, sin punto, continúa en la primera frase del libro, sin mayúscula inicial, el círculo más grande se cierra por fin (la gran O) y todo vuelve a empezar.
Podrían escribirse centenares de sinopsis muy distintas a esta e igualmente válidas, pero, de cualquier forma, lo esencial se escapa siempre. El tema, según el propio Joyce, sería la vida como una recurrencia de personajes en serie y de situaciones en serie. «Caminamos en la oscuridad por carreteras conocidas», explica Richard Ellman. La realidad para Joyce, y no sólo la de los sueños, es simbólica y cada detalle cotidiano está rodeado de un aura en la que traslucen verdades eternas. «Rien ne se crée, rien ne se perd», solía decir. Finnegans Wake podría ser en parte una gran historia sobre la variación y la identidad a través del tiempo. Bloom, en Ulises, se consuela con el pensamiento de que cada traición (como el adulterio de su mujer, Marion) es sólo un elemento de una serie infinita. El bien conocido uso estructural del corsi e recorsi de Vico para su monstruo sirve para formular la idea de un tiempo circular o, al menos, espiral (como una enorme serpiente enrollada sobre sí misma). Para Joyce, el tiempo no existe, como tampoco el yo, el espacio y la multiplicidad del mundo material, y por eso los personajes se metamorfosean sin cesar unos en otros, las palabras unas en otras, los niveles simbólicos y narrativos unos en otros sin solución de continuidad. La coincidencia, la repetición de una forma, de un patrón, era la música que Joyce escuchaba siempre, en el arte y en la vida. Y esa es la música, comprimida como por el peso de eones, de Finnegans Wake. «No texto, sino textura; no el sueño, sino la coincidencia patas arriba, no el ligero sinsentido, sino una red de sentido», como escribe Nabokov en Pálido fuego.
Personalmente, a pesar de que durante muchos años he estado obsesionado con Finnegans Wake, nunca fui más allá de leer capítulos sueltos y fragmentos y de practicar una especie de sortes virgilianæ: lo abría al azar y buscaba alguna luz en las palabras (el fenómeno del muro florentino). Sólo cuando me encargaron el presente ensayo me senté por fin y lo leí, primero en su versión original, desde la primera hasta la última página2. No dudo de que volveré a hacer el viaje completo antes de morir, probablemente más de una vez, pero la experiencia, aunque iluminadora y a menudo extática, ha sido extenuante, exasperante, casi enloquecedora. Es demasiado difícil, está demasiado alejado del lenguaje de nuestra vida diurna, incluso de nuestra poesía más nocturna. En lugar del orden diáfano de Ulises, encontramos un orden de una complejidad tal que se parece enormemente al caos, y aunque por doquier atisbamos indicios de un orden subyacente, quedan, al menos en un acercamiento inicial, demasiadas áreas de algo muy semejante a la pura confusión. En cierto sentido, es un libro concebido para un lector inexistente. Está hecho para ser percibido y comprendido en un fogonazo instantáneo y simultáneo, como la visión del aleph o de la merkabah. Su autor dijo: «La petición que le hago a mi lector es que dedique su vida entera a leer mi obra». Yo dudo de que ni siquiera en ese caso nosotros, pobres mortales, lograríamos una visión adecuada de la gloria de Finnegans Wake. Lectores divinos o angélicos podrían contemplar en un pestañeo el infinitamente intrincado instante de su belleza; nosotros, hombres y mujeres soñolientos, cuyas doloridas cabezas no contienen bibliotecas enteras, tan solo podemos aspirar, durante el examen de la piel de este inmenso leviatán (cubierta de percebes y bellotas de mar y algas y anélidos y kársticas costras de crustáceos), a ocasionales vislumbres del inhumano orden que lo rige. Como novela, por tanto, es un fracaso colosal, apoteósico. El mayor de la historia de la literatura.
Y, sin embargo, amigos y amigas, si el que esto escribe tuviera que llevarse un solo libro a la proverbial isla desierta del final, se llevaría Finnegans Wake. No sé si sería capaz de explicarme. Hay que volver a Finnegans Wake una y otra vez (o yo tengo que volver), porque sentimos que allí, en ese libro infinito que contiene virtualmente todos los libros y que trata de cada uno de nosotros, hay algo crucial, algo de decisiva importancia sobre nosotros, sobre nuestras vidas, que se nos escapa una y otra vez. Northrop Frye ha explicado que, en el universo cíclico de Finnegans Wake, el gigante Finnegan (el yo superior, digamos) nunca se despierta porque el durmiente, al despertar él mismo y seguir con su vida diaria, olvida o no sabe descubrir o aprovechar el secreto que le ha sido revelado en sueños. Por eso tendrá que volver a la casilla de salida y recomenzar el ciclo. Frye, que llama a este libro infinito la principal epopeya irónica de nuestro tiempo, da una explicación de la llamativa ausencia en él de un héroe central, de un héroe que venza a la arquetípica serpiente de oscuros anillos: el héroe verdadero, afirma, es el lector y, en la medida en que llega a dominar el relato –el dragón de todas las leyendas, la vieja serpiente Uroboros–, en la medida en que persevera en esta locura resplandeciente con la esperanza de alcanzar cierta sabiduría, puede llegar a ir más allá de la naturaleza cíclica del relato y, quién sabe, quizá también de su propia vida.
Por supuesto, es imposible verter Finnegans Wake a otro idioma. Y, sin embargo, el propio Joyce afirmaba que «no hay nada que no pueda traducirse» y colaboró en dos versiones parciales. Para la versión francesa (que se hizo antes de terminar la novela), se sentaba a fumar sus cigarrillos Maryland mientras su amigo Paul Léon leía en voz alta el texto original y, a continuación, Philippe Soupault sugería una traducción francesa, a lo que seguían diferentes propuestas de los presentes hasta que Joyce decidía la solución. Llaman la atención, en esas versiones, las numerosas licencias con el sentido en aras del ritmo y de la música.
En español, concluye Belda su reseña, los intentos de traducción han sido pocos y, en todos los casos, parciales. En 1993 apareció en la editorial Lumen una extraña versión a cargo de Víctor Pozanco, que blanquea el texto y lo reduce a una especie de paráfrasis. Un año antes, Cátedra había sacado una edición bilingüe de Anna Livia Plurabelle (el justamente famoso capítulo octavo de la primera parte) realizada por Francisco García Tortosa. Mientras escribo esto, aún puede encontrarse en Internet otra versión de ese mismo capítulo, obra de Eduardo Lago, y excelente. Uno imaginaba siempre que para verter el monstruo al completo se necesitaría no sólo un gran poeta, sino un equipo de grandes poetas. Por eso, entre otras cosas, la traducción íntegra que ahora aparece en El cuenco de plata, realizada por un héroe solitario, Marcelo Zabaloy, se antoja un prodigio sobrehumano de esfuerzo sostenido y de pasión recreadora. Es muy difícil juzgar una traducción de un libro como Finnegans Wake, en el que los parámetros lógicos para buscar equivalencias funcionales quedan abolidos. Desde luego, una traducción de Finnegans Wake debería ser, tanto o más que un acto de fidelidad, una recreación. Al comenzar a leer el trabajo de Zabaloy, con el comprensible escepticismo, uno empieza a no creerse lo que tiene ante los ojos. Yo aún no salgo de mi asombro: uno lee y todo fluye con perfecta naturalidad, las palabras portmanteau que Zabaloy recrea funcionan en más del noventa por ciento de los casos, los momentos líricos vuelan maravillosamente, la lectura es excitante y está casi tan llena de misterio y de humor como el original y uno escucha a Joyce. ¿Cómo es posible este milagro? El gran tejedor irlandés de historias, en el Valhalla de los grandes escritores, estará bailando su famosa danza de la araña. Por detrás de la mejor opción, que es aprender inglés y leerlo en el original, no puedo imaginar una mejor segunda alternativa que esta excepcional traducción, milagrosamente exacta e inspirada, que sin duda constituye un evento extraordinario. Increíble, amigos y amigas.