lunes, 1 de septiembre de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY LUNES, 1 DE SEPTIEMBRE DE 2025

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes, 1 de septiembre de 2025. Son los discursos xenófobos los que socavan esas tradiciones que decimos proteger, comenta en la primera de las entradas del blog de hoy la escritora Irene Vallejo. En la segunda, un archivo del blog de enero de 2018, el polémico escritor que se esconde bajo el seudónimo de Tsevan Rabtan, alababa el ejercicio de transparencia de la Guardia Civil tras la rueda de prensa de algunos de sus mandos sobre un mediático asesinato. El poema del día, en la tercera, se titula Lo exacto, es del poeta Juan Manuel Villalba, y comienza con estos versos: Hay un misterio en cada cosa,/pero tiene que estar en su momento preciso,/y cada objeto, insecto o persona/carece de sentido sin su marco de tiempo. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "ἡμεῖς ἀπιοῦμεν" (nos vamos); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt












DE LA FALSA PUREZA DEL PASADO

 







Son los discursos xenófobos los que socavan esas tradiciones que decimos proteger, comenta en El País [Seres errantes, 24/08/2025] la escritora Irene Vallejo. En la escuela fui la rara oficial, comienza diciendo Vallejo. Dentro de mi cabeza hervían ideas que yo creía fabulosas, pero aburrían a los demás. Era torpe en las conversaciones relajadas, nadie entendía mis chistes, tenía gustos estrafalarios y parecía condenada a no encajar. Por ser extraña, pagué el peaje del acoso escolar. Nacida en la misma ciudad de mis compañeros, compartíamos idioma, costumbres, inmadurez y series de televisión. No había choque de civilizaciones, la rareza era vocacional: de mayor quería ser ciudadana excéntrica. Aquellos años vienen a mi cabeza cuando oigo decir, quizá a las mismas voces de mi infancia asediada, que los extranjeros ponen en peligro nuestro ser y tradiciones. Por lo visto, alguien olvidó entregarme el manual de coros y usanzas de nuestra asediada aldea gala. Nunca me sentí parte de una uniformidad, sino de una comunidad. Sin duda los distintos necesitan voluntad de entenderse, pero, como aprendí en la niñez, la igualdad obligatoria asfixia. Para los raros locales, esas personas que nunca cumplimos los requisitos, lo diferente es aquello que nos hace sentir en casa. La extrañeza puede ser un hogar. Dicen que la inmigración nos hunde en la mezcla y el desorden. A la vez, abrazamos una homogeneidad sin precedentes y con marchamo occidental. Aquí y allá las mismas marcas venden idénticos productos y fabrican en serie nuestra ropa. Los escaparates son iguales en las millas de oro de las capitales, escuchamos canciones con millones de descargas, imitamos a celebridades mundiales estereotipadas y un cóctel explosivo de propaganda y algoritmos nos configura según sus moldes. Se diría que el caos de la pluralidad no es nuestro problema más alarmante.

Alimentamos una falsa imagen de la pureza del pasado. Desde que partimos de nuestro primer hogar en África, somos seres errantes, en su doble sentido, criaturas que vagabundean y se equivocan. En la Roma imperial, tres cuartos de la población eran descendientes de esa inmigración forzosa llamada esclavitud. El historiador Suetonio menciona que ya Julio César encargaba espectáculos en distintas lenguas para la Urbe. Según las fuentes, los senadores se burlaban del latín con tonalidad bética del emperador Adriano —ya habían inventado el estigma del acento—. El campeón de los nostálgicos de la identidad perdida, Juvenal, hervía de indignación viendo Italia ocupada por esas gentes insufribles cuya patria habían invadido las legiones romanas: “No soporto una ciudad llena de griegos; Siria desembocó en el Tíber y trajo consigo su lengua y sus costumbres”. Menciona a moros, sármatas y tracios, se enfurece por la prosperidad de ciertos extranjeros.

En la que fue, posiblemente, la mayor oleada de emigración ilegal en la historia, los colonos europeos de época moderna abandonaron su terruño para instalarse en otros continentes sin la cortesía de pedir permiso a los habitantes autóctonos. Por otro lado, cuando italianos, irlandeses, polacos y alemanes llegaron a la tierra de las oportunidades, los estadounidenses catalogaron a aquellos judíos y católicos como amenazas para la nación, imposibles de asimilar. En 1914 el conocido sociólogo Edward Ross opinó que admitir a europeos “atrasados” supondría “un deterioro de inteligencia, un suicidio racial”. Su colega Edwin Grant reclamaba “deportaciones sistemáticas que limpien eugenésicamente América de la escoria del melting pot”. Hoy, sus descendientes —según decían, imposibles de integrar— ocupan cargos en parlamentos, tribunales, universidades y grandes empresas, incluso la presidencia del país. En realidad, cualquier tiempo pasado fue impuro y desordenado.

El investigador Hein de Haas documenta en su ensayo Los mitos de la inmigración nuestra tendencia a idealizar sociedades anteriores como si hubieran sido homogéneas y sin conflicto. Tras estudiar durante décadas los patrones mundiales de migración, de Haas concluye que son muy predecibles a largo plazo y que las políticas estrictas o permisivas, a las cuales dedicamos debates tan acalorados, apenas influyen. Si una economía florece y la demanda de mano de obra no se cubre, vendrán extranjeros, ya sea legal o ilegalmente. Contra el tópico, no son los más pobres quienes emigran: desplazarse a lugares lejanos es caro y exige planificación, endeudarse, vender tierras. En su inmensa mayoría emprenden la odisea porque familiares y paisanos que les precedieron encuentran para ellos un posible empleo, declarado o sumergido. Para las tareas más exigentes no hay bastantes trabajadores locales capaces y dispuestos: todos los intentos de enrolar a desempleados autóctonos han fracasado sin excepción. Las sociólogas Helma Lutz y Ewa Palenga, que estudian el incremento de cuidadoras extranjeras para niños y ancianos, definen la situación como “el secreto a voces”. Tenemos deseos ambivalentes: buscamos personas con la determinación y la motivación para dedicarse a esas labores, y que —no es tanto pedir— fuera de sus jornadas extenuantes tengan la delicadeza de desvanecerse en el aire. El endurecimiento de las leyes y deportaciones es un vacío ritual cíclico para fingir firmeza al timón. Acosar al inmigrante provoca inmensos sufrimientos sin cambiar nada, y solo aspira a poner en escena un espejismo de mano dura.

Pero nuestros antepasados fueron trashumantes y en cada hogar anida la memoria de quien partió a lo desconocido, incluso sin papeles ni permisos: abuelos, tías, hijos. Aún palpitan la piel y la angustia de nuestros familiares empujados a otros horizontes: la lucha por subsistir, la lejanía de los seres más queridos, las barreras del idioma, las leyes hostiles, el rechazo racista, la solitaria indefensión y el fantasma del fracaso. Los psiquiatras llaman “síndrome de Ulises” a los trastornos debidos a esa ansiedad prolongada. Debe su nombre al héroe griego que zarpó en su juventud y tardó 20 años en regresar. Lejos de Ítaca, afrontó todos los peligros imaginables, perdió el rumbo, se hundió, sufrió humillaciones y a menudo pareció que su destino era perderlo todo una y otra vez. Homero cuenta que Atenea, diosa de la inteligencia, estuvo siempre de su parte y acudía a infundirle esperanza en los momentos de desconsuelo. En nuestra memoria cultural, también la Biblia es rotunda. Dice el Éxodo: “No explotarás ni oprimirás al extranjero, porque también vosotros fuisteis extranjeros en Egipto”. Insiste el Levítico: “Si un extranjero se establece entre vosotros, será como un compatriota más y lo amarás como a ti mismo”. Jesús evoca en el Evangelio de Mateo: “Tuve hambre y me disteis de comer, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Son los discursos xenófobos los que socavan esas tradiciones que decimos proteger.

Nos habitan identidades múltiples. La diversidad nunca fue una amenaza real para mantenernos unidos; lo son la desigualdad, el empleo precario y el empobrecimiento de las redes de colaboración. Hoy demasiada gente sufre ansiedad económica y dificultades para encontrar trabajo estable y vivienda asequible debido a políticas que desamparan, y ciertos líderes necesitan un culpable sobre el que volcar los miedos. Cierto, la convivencia es difícil, tensa, conflictiva. No solo por diferencias culturales, la fricción brota también entre compatriotas en competición. Siempre ocurrirán más explosiones donde hay más intemperie. La inmigración ha sido, desde siempre, un asunto emocional: alivia pensar que nuestros problemas más graves provienen de fuera, que podemos deportar las complejidades. Como suele decir una persona muy querida, el mejor amigo del hombre no es el perro, sino el chivo expiatorio. Por eso importa tanto qué historia nos contamos sobre nosotros mismos. Las naciones son, también, narraciones. Irene Vallejo es filóloga y escritora, Premio Nacional de Ensayo de 2020 por El infinito en un junco (Siruela).













ARCHIVO DEL BLOG. PARANOIAS CONSTRUCTIVAS SOBRE LA JUSTICIA. PUBLICADO EL 16/01/2018

 







Hace unos días, comenta en El Mundo el inclasificable y polémico escritor español que se esconde bajo el seudónimo de Tsevan Rabtan, este periódico alababa el "ejercicio de transparencia" de la Guardia Civil tras la rueda de prensa de algunos de sus mandos sobre la muerte de Diana Quer y la detención de Enrique Abuín. En ese editorial, se reflexionaba sobre quejas por diferentes tipos de limitaciones legales que habrían lastrado la investigación.

Cierto es que resulta preferible que la información proceda directamente de fuentes confiables, dice Rabtan, con nombres y apellidos, y no de rumores aderezados con referencias a "fuentes de la investigación" o fórmulas similares, tantas veces simple cortina para la mala praxis, pero también lo es que esa rueda de prensa fue un error. Asistimos, en boca de autoridades que gozan de la confianza de la ciudadanía, a un desglose minucioso de los detalles de un asunto judicializado y en fase de investigación, al dibujo de un personaje siniestro al que se mencionaba permanentemente por su apodo, con una intensidad acusatoria tal que habrá contaminado a cualquier ciudadano que tenga que hacer de jurado. El mensaje final casi consistía en una sentencia condenatoria.

Los medios no criticarán ese humanamente comprensible ejercicio de vanagloria y tampoco insistirán demasiado en los excesos y embustes publicados. Tampoco los españoles que hozaban en las historias de la familia Quer van a perder el tiempo limpiándose los hocicos, ocupados como están ahora en indignarse por las atrocidades cometidas por el detenido y clamando por un castigo ejemplar. Pero tampoco parece que el debate abierto sobre esas supuestas carencias de nuestro sistema sea muy fructífero. El archivo inicial del juez en el caso Quer no fue motivado por los plazos máximos de instrucción introducidos en 2015, sino porque no existían ni indicios, solo sospechas. Los procesos penales en España duran demasiado, provocando un sufrimiento real a miles de personas. Pero lo cierto es que la reforma, aunque necesaria, terminó incluyendo tantas puertas traseras (declaración de complejidad, prórrogas, fijación de plazos máximos, inexistencia de consecuencias automáticas en caso de exceso, etc.) que, en la práctica, seguimos igual. Normal: el problema secular, estructural y presupuestario de la justicia española no se resuelve cambiando un artículo de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

En cuanto al complejo y capital asunto de la futura legislación europea (y, por tanto, nacional) sobre conservación de datos obtenidos por el uso de las telecomunicaciones, hay que hacer algo de memoria. Los delitos violentos han ido disminuyendo y España se encuentra entre los países con mejores estadísticas en esta materia. Los seres humanos de hoy, sin embargo, y pese a todo el avance cultural y civilizatorio, compartimos instintos con los de hace milenios, y nuestra primera reacción es la venganza. La ley nació para canalizarla, pero pronto descubrimos su cara oculta: no era neutro investigar de una u otra forma, o imponer uno u otro castigo. Aprendimos que, al ceder la venganza al Estado, le regalábamos un instrumento poderosísimo de opresión.

Jared Diamond parió el concepto "paranoia constructiva" para referirse a una reacción preventiva aparentemente exagerada: el viajero que llega a las tierras altas de Nueva Guinea se ríe del nativo que, cuando duerme al raso, no lo hace bajo un árbol, porque a veces las ramas se tronchan, caen y te rompen la crisma. Un asesino múltiple es un problema minúsculo comparado con un Estado totalitario. Lo es incluso cuando tratamos con delincuencia organizada o grupos terroristas. Recordemos la Alemania nazi o la mayor parte de los regímenes comunistas. Recordemos los excesos durante el macartismo en un país en el que regían sobre el papel todo tipo de garantías y balances. Sí, puede que parezcamos paranoicos cuando nos asustamos porque las autoridades estatales accedan, en palabras del Tribunal de Justicia de la UE, a datos que "(...) permiten ... saber con qué persona se ha comunicado un abonado o un usuario registrado y de qué modo, así como determinar el momento de la comunicación y el lugar desde la que ésta se ha producido... y... la frecuencia de las comunicaciones... con determinadas personas durante un período concreto (...) [lo que puede] permitir extraer conclusiones muy precisas sobre la vida privada de las personas..., como los hábitos de la vida cotidiana, los lugares de residencia permanentes o temporales, los desplazamientos diarios u otros, las actividades realizadas, sus relaciones sociales y los medios sociales que frecuentan". Al fin y al cabo, las directivas de la UE son normas que proceden de instituciones democráticas, los datos sólo se ceden si lo autoriza un juez y los que los van a utilizar son los que luchan contra los malos, como la Guardia Civil.

Pero esa paranoia es una paranoia constructiva. Es la que instituyó el derecho al secreto de las comunicaciones, a la libertad de expresión, a la inviolabilidad del domicilio, al habeas corpus. El Tribunal de Justicia de la UE, en las sentencias de 2014 y 2016 sobre la cuestión, lo explica: para garantizar que el acceso de las autoridades a estos datos se limite a lo estrictamente necesario, no basta con exigir que la conservación y acceso lo sean para luchar en abstracto contra la delincuencia, sino que hay que fijar requisitos materiales y procedimentales que lo limiten a los que planean, van a cometer o han cometido un delito grave. Solo se exceptuó, en la sentencia de 2016, los casos de terrorismo, por razón de seguridad nacional. Más aún, el control ha de ser previo, basarse en una solicitud motivada en el marco de procedimientos penales y contar con garantías para los afectados, a fin de que ejerciten su derecho a la tutela judicial efectiva.

Aunque exista un único populismo, se puede afirmar que hay diferentes discursos populistas. Hay discursos populistas de izquierda y de derecha. La agravación de las penas y la concesión a las fuerzas de seguridad -que siempre quieren más- de instrumentos invasivos para la persecución de la delincuencia, son ejemplos de un populismo de derechas -con la excepción de la violencia contra las mujeres, que es transversal-, aunque cínicamente hayan sido los regímenes totalitarios de izquierdas los que hayan transitado de forma más "científica" ese camino infame. Así sucede también con la banalización de las penas en España (mucho más intensas y aflictivas de lo que la mayoría de la gente cree), algo que es evidente en la visceral discusión pública sobre la prisión permanente revisable. Lo cierto es que esta pena, que puede que sea constitucional y ajustada a la legislación europea, conforme resulta de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, se introdujo en nuestra legislación, que ya contemplaba penas de hasta 40 años de prisión, sin un acuerdo adecuado y precipitadamente. Ya en el siglo XIX los tratadistas españoles desconfiaban de la cadena perpetua, a la que algunos consideraban incluso peor que la pena de muerte, por la desesperación para el reo de una pena sin fin. Aunque estos peros se salvan por la posibilidad de su revisión, los plazos mínimos de cumplimiento son tan largos, que es comprensible que muchos crean que esta es una justificación formal para una pena exclusivamente retributiva. Más aún, se da un cierto doble lenguaje, ya que se supone que la pena es constitucional porque se prevé la rehabilitación del reo, pero a la vez se defiende que se necesita porque hay reos irrecuperables. Por todo esto, y porque tenemos que buscar respuestas inteligentes, si de lo que hablamos es del miedo a la reincidencia, utilizando los recursos tecnológicos, cada vez más sofisticados, es por lo que el debate grosero sobre esta cuestión al calor de la indignación popular y del rédito político que puede obtenerse es siempre inadecuado.

Mi consejo es sencillo: sigamos siendo paranoicos. Dormir bajo las ramas del Estado puede ser peligroso y los antiguos nos han enseñado cuántas veces esas ramas terminan aplastando nuestra libertad. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






















EL POEMA DE CADA DÍA. HOY, LO EXACTO, DE JUAN MANUEL VILLABA

 







LO EXACTO


Hay un misterio en cada cosa,

pero tiene que estar en su momento preciso,

y cada objeto, insecto o persona

carece de sentido sin su marco de tiempo.

Si la cosa y el tiempo no coinciden

serán como un licor derramado en un jardín:

el proyecto de un sueño derrochado en el césped.

En un verano insólito

del cruel mediterráneo,

nos encontramos ella, el tiempo y yo.

El miedo endémico y antiguo

al incómodo frío de las olas

me sujetaba inmóvil a la orilla;

pujaba entre dos mundos poderosos.

Decidí la crueldad del mar,

es más sincero, más enorme, más homicida.

Entré. Nada podía contenerme.

Salí del mapa erróneo de los atlas

y dejé que las olas me mordieran;

no hice caso de nada razonable.

Cuando emergí ya estaba lloviznando.

Lloviendo. El mar, la lluvia, ella y yo,

en su momento exacto, nada más perfecto.

No dije nada a nadie, ni importan los testigos.

Cuando llegué hasta ella, en tierra firme,

apuré sin permiso todo lo que quedaba

de la copa de vino de su boca.



JUAN MANUEL VILLALBA (1964)

poeta español













DE LAS VIÑETAS DE HUMOR DE HOY LUNES, 1 DE SEPTIEMBRE

 






























domingo, 31 de agosto de 2025

DE LA POLÍTICA ECONÓMICA DE TRUMP Y LOS ANÁLISIS DE HANNAH ARENDT. ESPECIAL DE HOY DOMINGO, 31 DE AGOSTO DE 2025

 







El 1 de agosto, escribe Paul Krugman el 11/08/2025 en su blog paulkrugman@substack.com [La economía política de la incompetencia. Cómo Hannah Arendt predijo a Stephen Moore], Donald Trump despidió al director de la Oficina de Estadísticas Laborales tras un informe de empleo débil, alegando, sin la menor prueba, que las cifras habían sido manipuladas para perjudicarlo políticamente. El jueves, ofreció una rueda de prensa en la Casa Blanca, junto con el economista Stephen Moore, para intentar convencer a los medios de comunicación y al público de que la economía realmente va viento en popa. La foto de arriba muestra una escena de dicha rueda de prensa. ¿Qué le pasa a esta imagen? Primero, observe el gráfico. La segunda línea indica que muestra "ingresos medios", un término desconocido en economía. Claramente, se suponía que debía indicar ingresos medianos .

Vale, ocurren errores ortográficos. Pero no, por lo general, en gráficos preparados para una presentación del presidente de Estados Unidos.

Además, Jared Bernstein , quien ha analizado los datos que Moore presentó en ese gráfico y otros, afirma que las cifras parecen estar completamente equivocadas, lo cual no sorprende dada la fuente.

El gran problema con la imagen de arriba no es la vergonzosa falta de ortografía de "mediana", ni siquiera los errores factuales. Es el hecho de que Trump dio una presentación sobre el estado de la economía junto con Stephen Moore , quien quizás sea la última persona en el mundo en quien confiarías para que te dijera la verdad económica.

No quiero decir que Moore sea extremadamente derechista, aunque claro que lo es. Ni siquiera quiero decir que sea un periodista deshonesto, aunque claro que lo es. Quiero decir que incluso entre los periodistas deshonestos de la derecha, Moore destaca por su incapacidad patológica para acertar con los números y los hechos.

Y el hecho de que Moore fuera el referente de la derecha en materia económica incluso antes de Trump dice mucho sobre la gente que hoy gobierna Estados Unidos.

Antes de llegar a eso: Algunos lectores podrían pensar que estoy exagerando al decir que el problema de Moore con los hechos es patológico. Pero lean este informe de la Columbia Journalism Review. Verán, el Kansas City Star reimprimió una columna de Moore, escrita originalmente para Investors Business Daily , que citaba varias estadísticas de empleo como parte de un ataque contra, bueno, yo. Una columnista habitual del periódico se dio cuenta de que algunas cifras de Moore parecían erróneas; al revisarlas, resultó que todas sus cifras estaban equivocadas, en muchos casos de forma desconcertante.

Por cierto, Moore citó estas malas cifras para respaldar el "experimento de Kansas", el intento del entonces gobernador Sam Brownback de crear un milagro económico mediante la reducción de impuestos. El experimento fue un fracaso estrepitoso .

El desastre laboral de Moore no fue un incidente aislado. Por ejemplo, en 2015 publicó un artículo de opinión atacando el Obamacare, en el que ni un solo supuesto hecho era cierto. No voy a perder el tiempo revisando los escritos de Moore, pero parece seguro asumir que su extraña incapacidad para acertar con los hechos, que culminó en el desastre del Despacho Oval el jueves, ha sido constante.

¿Cuál es el problema de Moore? No lo sé ni me importa. La pregunta interesante es por qué alguien tan incompetente —al parecer ni siquiera sabe copiar números correctamente— ha fracasado constantemente en ascensos. Trump incluso intentó incluirlo en la Junta de la Reserva Federal en 2019, y podría haberlo logrado si Moore no hubiera resultado ser también un misógino grotesco y un padre irresponsable, condenado por desacato por no pagar la manutención de sus hijos.

Al observar la trayectoria profesional de Moore, es difícil evitar la impresión de que el movimiento político con el que se alinea —MAGA en este momento, pero su ascenso es anterior a Trump— ve su surrealista incompetencia no como una desventaja, sino como una ventaja. Al fin y al cabo, nunca se sabe cuándo un economista competente, especialmente uno con buena reputación profesional, podría resistirse a que le pidan que diga cosas ridículas.

Especulé brevemente sobre esto hace unos años, pero pensé que era una idea original, y me preocupaba si yo mismo estaba exagerando. Pero resulta que todo estaba en Hannah Arendt. En su clásico libro "Los orígenes del totalitarismo", explicó por qué los totalitarios —sé que Trump aún no es un dictador, pero claramente aspira a serlo— promueven a los incompetentes:

El totalitarismo en el poder invariablemente reemplaza a todos los talentos de primer nivel, independientemente de sus simpatías, por aquellos chiflados y tontos cuya falta de inteligencia y creatividad sigue siendo la mejor garantía de su lealtad.

Arendt también explicó, de antemano, la extraordinaria hostilidad de la administración Trump hacia la investigación, la extraordinaria velocidad con la que está destruyendo la base científica de Estados Unidos:

La persecución constante de toda forma superior de actividad intelectual por parte de los nuevos líderes de masas surge de algo más que su resentimiento natural contra todo lo que no pueden comprender. La dominación total impide la libre iniciativa en ningún ámbito de la vida.

Lo cual me lleva de vuelta al evento de Trump y Moore. ¿Por qué estoy perdiendo el tiempo en un programa absurdo que sin duda no ayudó en nada a mejorar el desplome de las encuestas de Trump sobre la economía? Paul Krugman en premio nobel de Economía.












sábado, 30 de agosto de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY SÁBADO, 30 DE AGOSTO DE 2025

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 30 de agosto de 2025. Las obras de Thomas Mann, escribe en la primera de las entradas del blog de hoy el filósofo Wolfram Eilenberger, diagnostican la crisis del liberalismo y arrojan certeros diagnósticos del tiempo presente: ¿Dónde estamos? ¿Qué es esto? ¿Adónde nos ha transportado el sueño? La segunda es un archivo del blog de septiembre de 2019 en la que HArendt nos hablaba de unos de los sueños de su niñez: Yo, de niño, quería ser senador. No de la Roma republicana, que me quedaba muy lejos. Ni del Estado español franquista, cuyo sucedáneo era el Consejo Nacional (que me atraía un poco más). No, yo quería ser senador del Senado de los Estados Unidos de América. El poema del día, en la tercera, se titula El verbo materno, es de la poetisa española Edurne Batanero, y comienza con estos versos: Las cuerdas vocales están tejidas/por las manos maternas,/dentro vientre que compartieron. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "ἡμεῖς ἀπιοῦμεν" (nos vamos); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt



















DE LA AGONÍA DE LA LIBERTAD

 







Las obras de Thomas Mann diagnostican la crisis del liberalismo y arrojan certeros diagnósticos del tiempo presente, escribe en El País [La agonía de la libertad, 22/08/2025] el filósofo Wolfram Eilenberger “¿Dónde estamos? ¿Qué es esto? ¿Adónde nos ha transportado el sueño?“. Las inquietantes preguntas con las que Thomas Mann termina su novela del siglo, La montaña mágica, son también las nuestras, comienza diciendo Eilenberger. Como si nos hubiésemos despertado de un letargo muy dulce, en vista de la reciente deriva de los acontecimientos del mundo, hemos de reconocer que sentimos una perplejidad fundamental: una gran guerra persistente en Europa, una profunda conmoción de la Unión transatlántica, el innegable deterioro de los principios democráticos, el debilitamiento casi generalizado del centro liberal; el rearme en todos los frentes… Vemos que, si partimos de la experiencia que supuso el gran año de apertura de 1989, así no se habían pensado las cosas, ni planeado, ni esperado.

Precisamente en cuestiones de cultura política el diagnóstico tiene que preceder a la terapia. Al menos así rezaba el principio por el que se guió el escritor y premio Nobel Thomas Mann, quien fue cobrando conciencia política ante los acontecimientos de su tiempo, y del cual se cumplen en este verano 150 años de su nacimiento. De hecho, Mann entendió en retrospectiva sus tres grandes novelas de época, las que le dieron fama mundial, Los Buddenbrooks (1901), La montaña mágica (1924) y Doctor Faustus (1947), como una trilogía sobre el camino de la nación media alemana a la oscuridad: su camino a un nacionalismo bélico y, en definitiva, a un nacionalsocialismo aniquilador del mundo. En palabras de Mann, estas obras tratan de la posibilidad siempre latente, anunciada ya desde varias generaciones anteriores, de que configuraciones culturales enteras retrocedan hasta desembocar en el “primitivismo más arcaico”. Esta amenaza se cierne otra vez sobre Europa. ¿Qué hacer?

¿Un tercer camino? Al igual que todo su entorno cultural de entonces, también Mann se preparó para evitar lo peor en la década de 1920 mediante la búsqueda intelectual y espiritual de un tercer camino. Libre de conservadurismos nacionales estrechos de miras, este camino, según esperaba Mann, permitiría renunciar al liberalismo puramente mercantilista y violento (encarnado para Mann en el ejemplo de la Edad de oro de Estados Unidos antes del cambio al siglo XX), así como a los experimentos de uniformización e igualitarismo que se maquillaban como “revoluciones en nombre del pueblo” (Mann los asociaba especialmente con lo que él denominaba una “Semiasia no latina”). Si no se lograba abrir un tercer camino que condujese a una democratización verdaderamente consciente y autodeterminada, Centroeuropa caería bajo la influencia de dos principios políticos, idénticos en esencia pese a su apariencia disímil: por una parte, el de “a cada uno lo suyo” y por otra, el de “para todos lo mismo”. Pero, sobre todo, bajo tales principios radicales, tal y como Mann hace diagnosticar al narrador de su gran novela bisagra La montaña mágica, pronto tendrá que aparecer el “liberalismo”, “con el que ya no se saca a ningún perro de detrás de la estufa”, es decir, con eso ya no se atrae a nadie. Casi se tiene la impresión de que hemos llegado a este punto.

La gran irritabilidad. Thomas Mann tituló así el capítulo final de La montaña mágica y con ello diagnosticó un estado de ánimo, una atmósfera propicia para la guerra e incluso para la guerra civil. Sin perspectiva de curación final y atormentados por sus propios temores de decadencia, los pacientes del sanatorio de Davos —representantes ejemplares de una sociedad de la abundancia sabedora de su cercano final— se ven acosados en esta novela por “la agresividad, la irritabilidad y por una impaciencia innominada”. Bajo la influencia de tales “circunstancias internas generales”, Mann observa que pronto la convivencia general se vio afectada por “comentarios venenosos, estallidos de furia e incluso peleas físicas”, así como por el “antisemitismo como deporte”: “quien no tenía la fuerza para refugiarse en la soledad era irremediablemente arrastrado por el torbellino”. Hoy lo comprendemos bien, al fin y al cabo, los medios sociales digitales sólo son supuestos sanatorios de opiniones que en verdad no desean curar a nadie y ni siquiera que se salga de ellos.

Del diálogo al duelo. En el punto álgido de tal irritación tiene lugar en efecto la batalla final en el sanatorio de los moribundos de Davos. Los contrincantes elegidos son, por una parte, el anti democráta Naphtha, que acaba de convertirse al catolicismo; y, por otra, Ludovico Settembrini, un erudito privado demasiado imbuido de humanismo, infatigable colaborador de una “Liga para la organización del progreso”. Ambos le sirven a Mann como ejemplos que encarnan las contradicciones principales de las distintas concepciones del mundo en la época anterior a la Gran Guerra. No han perdido nada de su actualidad, al contrario. El neoconservador Naphtha, escéptico de la ciencia y cínico del progreso —un inquietante precursor hecho a medida del actual J.D. Vance y de su restauración católico-liberal— está “siempre al acecho” en la novela, dispuesto a acosar a Settembrini hasta hacerle sangre con sus pullas afiladas (“esto ha sucedido por su humanidad, esté usted seguro de ello… aún hoy es tan solo una antigualla… un ennuí intelectual que solo causa bostezos"). Y, de hecho, el buen Settembrini, en el curso de sus años de tratamiento en Davos, pierde primero su modesta fortuna, después sus ilusiones nada modestas, y finalmente sus ideales liberales. Como consecuencia de un ataque retórico, especialmente malintencionado de Naphtha, reta Settembrini a su adversario a un duelo a pistola al amanecer. Con esta quiebra arcaica de la civilización, como él mismo comprende bien, actúa en contra de todas las convicciones que realmente le guían. Moraleja de la novela: la verdadera defensa nunca elige las armas del enemigo.

La verdad de las ficciones. Cierto, las novelas de Mann son solo ficciones. Pero ¿qué significa esto ya en una época que parece perder cada vez más su contacto con la realidad? En todo caso, las tensiones, los límites y los peligros proféticamente descritos que organizan la trilogía de Mann sobre el retroceso, son de nuevo más legibles que los nuestros. Igual que un cuento moralizante sobre el crepúsculo de un continente y su orientación a un mercado liberal que durante siglos no logró mantener las condiciones de su éxito a la altura requerida, describe Los Buddenbrooks el declive de una familia de grandes empresarios y de su influyente cultura empresarial a lo largo de cuatro generaciones. La montaña mágica se presenta como la reminiscencia de una cultura fatalmente desviada por su propia ociosidad y palabrería, en camino a la autodestrucción bélica como la última salida aparente del propio miedo a la muerte. Esta línea, finalmente, será llevada por Mann en Doctor Faustus de manera consecuente hasta las últimas tinieblas, que se dan cuando toda una cultura supone que solo podrá salvarse de su propio agotamiento y vacuidad con la vuelta a lo demoníaco. Un arco narrativo que amenaza una vez más con hacerse realidad en nuestro tiempo actual.

Experimentar la libertad. Como Thomas Mann escribe novelas, el género por excelencia en el que tiene lugar la mayor apertura, sus diagnósticos no se quedan atrapados en el fatalismo. No hablan de necesidades inevitables sino de peligros genuinos. El tono que le guía no es el del nihilismo sino el de la benevolencia. No le lleva el cinismo sino la ironía que toma distancia. En definitiva, con verdadera libertad solo juzga quien comprueba sus propios límites frente al otro y que, dado el caso, también los rechaza.

Quien lea otra vez las grandes novelas de Thomas Mann no encontrará en ellas terapias que lo curen todo ni recetas milagrosas. Pero sí certeros diagnósticos del tiempo presente. Y sobre todo estímulos para pensar de nuevo por sí mismo, para juzgar por sí mismo; para despertar del letargo ideológico de cada uno. Las novelas de Mann proporcionan, en otras palabras, también hoy, experiencias de auténtica liberación. Y experiencias que se hallan en el fundamento propiamente dicho de toda sociedad abierta. Wolfram Eilenberger es escritor, filósofo y Senior Fellow del St. Gallen Collegium. Su último libro es Espíritus del presente. Los últimos años de la filosofía y el comienzo de una nueva ilustración, 1948-1984 (Taurus, 2025).























ARCHIVO DEL BLOG. APOLOGÍA DEL SENADO COMO ÁGORA. PUBLICADO EL 04/09/2019

 






Yo, de niño, quería ser senador. No de la Roma republicana, que me quedaba muy lejos. Ni del Estado español franquista, cuyo sucedáneo era el Consejo Nacional (que me atraía un poco más). No, yo quería ser senador del Senado de los Estados Unidos de América. Pero me faltaba la nacionalidad, y eso me parecía algo complicado de solventar. ¿Y por qué ese deseo de ser senador del Senado de los Estados Unidos de América, se preguntarán ustedes? Pues muy sencillo, porque quería emular a quien era mi personaje público favorito de principios de los 60: John F. Kennedy. De mi admiración por él en aquella lejana época de mi infancia y primera juventud ya he escrito a menudo en el blog. No voy a reiterarme. Más tarde, con el paso de los años, tras la restauración  de la democracia y la entrada de España en la Unión Europea mis intereses se volvieron más caseros: deseaba ser senador, ahora sí, del Senado español, y miembro del Parlamento Europeo. Pero ya ven, ni siquiera conseguí ser concejal de mi ciudad, cargo al que opté por dos veces. La segunda con ciertas posibilidades de éxito, pero tampoco coló... Termino esta íntima digresión de hoy que no acabo de entender muy bien a qué rábanos ha venido, con una frase que recuerdo haber oído a otra gran persona a la que admiro profundamente: Joan Manuel Serrat. Dijo Serrat (y espero que no sea apócrifa porque se la tengo adjudicada a él con mucho cariño): "La felicidad consiste en aspirar a cumplir todos nuestros deseos y conformarnos con lo que nos toque". Es verdad, por eso soy feliz.

El filósofo y profesor Manuel Cruz, actual presidente del Senado (y espero que por una legislatura completa al menos) escribe sobre el Senado como ágora, ya saben la plaza pública que en Atenas servía de reunión a los ciudadanos de la polis. La Cámara Alta, dice Cruz, tiene la oportunidad de ser un espacio de debate y encuentro idóneo para atender todos los problemas que nos van a definir como individuos, como sociedad y como país en los próximos años. A mí personalmente, que sigo soñando despierto con ser senador (de "senectus": anciano), me ha gustado mucho. Por eso lo subo hoy al blog en este "A vuelapluma". Porque es algo que a mí me hubiera gustado contribuir a lograr como senador del Senado de España.

Quien albergue el firme propósito de neutralizar una demanda tiene a su disposición una vieja fórmula, de eficacia probada, comienza diciendo Cruz. Se trata de presentar dicha demanda cada cierto tiempo, pero cuidándose mucho de que nada cambie como consecuencia de la presentación. De esta manera, se consigue que los destinatarios del mensaje se acostumbren tanto a verla presentada como a la ausencia de resultados. El desenlace último de tanta vana insistencia es que la reclamación originaria queda convertida en una letanía tan previsible como bienintencionada, que se ve incorporada al catálogo de reivindicaciones heredadas, pero de la que nadie espera que se derive verdaderamente consecuencia alguna. Ni siquiera se trata, pues, como en la sentencia de Lampedusa en El gatopardo, de que “todo cambie para que todo siga igual”. A veces, parece que basta con limitarse a formular el deseo, sin más, para así dar por concluido un deber institucional o político.

Eso es en buena medida lo que parece haber ocurrido con el debate sobre el papel del Senado desde hace décadas. El diagnóstico sobre la necesidad de su reforma es compartido de manera prácticamente unánime por todas las fuerzas políticas, y así se ha venido expresando a lo largo de varias legislaturas, especialmente al inicio de las mismas. Todo el mundo ve necesario dotar al Senado de mayor peso y relevancia, y adecuarlo así de forma genuina a lo que la Constitución de 1978 nos dice que es: una Cámara de representación territorial y, también, de segunda lectura legislativa. Sin embargo, las urgencias y coyunturas de una vida política cambiante —que ha pasado de un escenario de bipartidismo imperfecto a un multipartidismo al que aún nos hemos de acostumbrar, pero cuyo destino no deja de ser también incierto— siempre han terminado por imponer su ritmo y sus intereses, aunque estos no fueran siempre los de España. Eso debe cambiar, y ha de hacerlo en la presente legislatura.

Soy muy consciente de las dificultades de la tarea, y a ellas ya me referí en mi discurso de toma de posesión: son demasiados los matices jurídicos y políticos que hacen de mi intención algo complejo, y en cierta medida, ajeno a mi sola voluntad y a la del grupo que me propuso para el cargo que ahora ocupo. Pero no es menos cierto que sí se dispone de un margen determinado para acercar nuestra realidad a nuestras aspiraciones. Un terreno que estoy decidido a explorar en esta legislatura —dure lo que dure— y con el decidido objetivo de no hacer de este un esfuerzo inútil que, en palabras de Ortega, nos conduzca a todos a la melancolía, sino un camino fecundo que culmine una aspiración no solo ampliamente compartida, sino también necesaria y urgente.

Vivimos momentos de zozobra personal y política, de perplejidad ante acontecimientos que cuestionan una forma asentada de entender el mundo. El relato ilustrado se nos presenta en crisis, con la linealidad de la idea del progreso puesta en entredicho y con la consiguiente crisis de nuestra relación con el futuro. Todos hemos escuchado el generalizado lamento de que nuestros hijos e hijas vivirán peor que nosotros. Por añadidura, durante estos años convulsos las instituciones democráticas han perdido solidez y atractivo a los ojos de unos ciudadanos crecientemente desencantados, hasta el extremo de que podría hablarse de una auténtica quiebra de uno de los pilares sobre los que se sostiene el edificio democrático, a saber, la confianza entre ciudadanos e instituciones.

Ahora bien, incluso la desconfianza admite grados, y no cabe llamarse a engaño respecto a que la misma se ve agravada cuando sobre las instituciones de las que se desconfía ya recaía con anterioridad algún tipo de sospecha (de inutilidad, de obsolescencia u otra), como es el caso del Senado de España. Pero precisamente porque me ha correspondido el honor de presidirlo y he asumido el deber político y moral de reivindicarlo, me atrevo a formular esta idea con toda rotundidad. Es hora de cambiar el orden de la ecuación: si el Senado pudo ser parte involuntaria de ese problema, debe ser ahora, con más determinación, uno de los ejes de la recuperación de nuestra autoestima como ciudadanos políticos de una democracia plena.

No se trata de un mero desiderátum, y mucho menos de una mal entendida obligación institucional. Se me permitirá a este respecto una reflexión final que atañe tanto a nuestro sistema político como a nuestro momento histórico general. Dominados como están nuestro debate y nuestra vida pública por las urgencias cortoplacistas y nuestra adaptación inmediata a un nuevo sistema de partidos, el Senado tiene la oportunidad y el deber de pensar a largo plazo, de ser la conciencia estratégica de nuestro sistema político. Desde el regreso de la democracia, nunca como hasta ahora podrán ser más evidentes las virtudes del bicameralismo y del equilibrio de poderes de nuestro andamiaje institucional. No en vano acreditados especialistas gustan de referirse, de tan tentados por demasiados estímulos y falsas urgencias como nos vemos constantemente, a la capacidad de atención como el nuevo cociente intelectual de nuestros días. Pues bien, es este papel de reflexión de fondo el que nuestra Cámara Alta está en disposición de jugar mejor que ninguna otra institución.

Aspiro a que el Senado sea a partir de esta legislatura la Cámara que hable con voz más autorizada sobre aquellos asuntos relacionados con la organización y la estabilidad territorial de España. Porque no son pocas las iniciativas que podremos tomar en este sentido, desde la recepción de las conferencias de presidentes autonómicos hasta el análisis y el impulso de un nuevo sistema de financiación autonómica, pasando por la creación de ponencias y comisiones encargadas de estudiar todo aquello relacionado con lo que, de forma diáfana, podríamos encuadrar como asuntos de competencia territorial. Pero, como Senado, tenemos además una oportunidad añadida en estos años venideros: la de hacernos cargo de los retos estratégicos que afrontamos como país y como sociedad a medio y largo plazo. Ser capaces de elaborar diagnósticos ampliamente compartidos que puedan luego servir de base para el diseño de las políticas públicas adecuadas. Ser, en definitiva, una auténtica y genuina cámara de reflexión, conciencia y brújula, en la que se debatan aquellos asuntos medulares que constituyen el entramado básico de las preocupaciones colectivas que conforman nuestro presente. Con el corolario ineludible que se desprende de lo anterior: precisamente por la trascendencia de la tarea pendiente, se necesita la participación en la misma de todos aquellos ciudadanos que tengan ideas que aportar en orden a construir un mejor futuro para todos.

Estoy convencido de que el Senado tiene ahora, y de forma inédita en los últimos años, la oportunidad de convertirse en una auténtica ágora influyente, eficaz, cercana. En un espacio de debate y encuentro menos asediado por distracciones y complicaciones coyunturales, e idóneo para atender todos aquellos problemas que nos van a definir como individuos, como sociedad y como país en los próximos años. Porque vivimos un auténtico cambio de época, en un crucial momento de transformaciones globales, y todo ciudadano debe sentir y saber que el Senado está a su altura y a su servicio. Ese es mi objetivo, y en base a él quisiera que, pasado el tiempo, se juzgara mi desempeño. Sean felices, por favor. HArendt