lunes, 2 de junio de 2025

[ARCHIVO DEL BLOG] UNA REFLEXIÓN NECESARIA. PUBLICADO EL 07/06/2020










El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. El profesor y escritor italiano Marco Balzano, autor de ‘Me quedo aquí’ (Duomo), analiza en este Especial dominical [Educarse es amar: los retos de una sociedad en ruinas. Babelia, 3/6/2020] los desafíos a los que nos enfrentamos en la nueva era que ahora empieza. "Tengo un amigo poeta en Suiza -comienza diciendo Balzano- que me invitó a dar una charla a sus alumnos en el instituto cantonal de Lugano. Era el año 2010 y acababa de ver la luz mi primera novela, Il figlio del figlio. Lo había publicado hacía poco un pequeño editor de Roma y luego, por pura casualidad, Maja Pflug, que después se convertiría en mi traductora, había encontrado un ejemplar (creo que el único que quedaba a la venta en toda Italia) y le había propuesto a la editorial Kunstmann que lo tradujera al alemán. Aquel día de hace diez años se me ha quedado grabado y, como pueden comprobar, despierta otros recuerdos que hoy siguen siendo muy importantes para mí. Cogí el tren en Milán muy temprano para poder estar en Lugano a las diez. El trayecto dura poco, pero cuando llegué tenía la sensación de haber viajado horas y horas en tren. Soy profesor y, quizá por deformación profesional, siempre me fijo mucho en cómo son las escuelas. Estoy convencido de que es un punto de observación especialmente idóneo para comprender si nos encontramos en una sociedad verdaderamente interesada en el saber y la atención a sus ciudadanos. Creo que fue precisamente el hecho de dar una vuelta para explorar el centro lo que me hizo pensar que había realizado un largo viaje.
Aquel año, yo daba clase en un instituto pegado a una carretera de circunvalación, enfrente de un campamento gitano y con prostitutas no muy lejos de las verjas. El Gobierno acababa de recortar miles de puestos de trabajo, había agrupado las asignaturas de Historia y Geografía, había creado clases de treinta alumnos y otras muchas ocurrencias geniales que mejor les ahorro. Aquella mañana, en cambio, me encontré aulas con vistas al lago, de máximo veinte alumnos, una biblioteca impresionante y una cantina donde se comía bien. Aturdido por todo aquello, empecé mi charla con los alumnos soltando una regañina más digna de un superviviente que de un escritor de treinta años, pero les puedo asegurar que era sincero cuando dije, a través del micrófono: «Debéis ser conscientes de lo afortunados que sois al crecer en un sitio tan bonito y, en nombre de esa buena fortuna, tenéis la obligación de dar lo máximo de vosotros mismos cada día».
Cuando aquella misma tarde cogí el tren para volver a casa, no conseguí leer. Durante aquel breve y a la vez largo trayecto pensé en la atención. ¿Por qué en Italia no podemos dedicar la misma atención a un bien esencial como es la escuela? «Escuela» en griego significa «asueto», «comodidad», «tiempo libre»: los griegos eligieron esa palabra porque indica el periodo de tiempo que debe dedicarse a formar los instrumentos que permiten el acceso a la lengua, al pensamiento, al conocimiento de uno mismo con el fin de convertirnos en ciudadanos conscientes y partícipes. En aquel instituto de Lugano existía esa «comodidad» para aprender; en el mío de Milán, bastante menos. ¿Por qué? Hace años que me lo pregunto y la conclusión es la siguiente: donde no hay suficiente inteligencia política, no existe jamás una escuela que se corresponda con la idea griega, ni con la eficiencia y, por qué no, la belleza que todos necesitamos. Y donde no existe una escuela así, tampoco existe dinero para la investigación, ni una sanidad sólida. La combinación de esas carencias crea, por lo general, daños silenciosos que van erosionando día tras día tanto el patrimonio como las esperanzas. En tiempos difíciles, o en un periodo de emergencia como el que estamos viviendo, en cambio, los daños no permanecen bajo la piel, sino que afloran y se convierten en un elevado número de muertes. ¿Qué es lo que está sucediendo en estos días largos y agotadores? ¡Lo mismo que ha sucedido siempre hasta ahora! La diferencia es que si antes estábamos acostumbrados a repetir que una clase política poco ilustrada y de nivel mediocre reduce la calidad de vida, hincha la burocracia y provoca una fuga de cerebros, ahora podemos afirmar que esas mismas carencias siembran la muerte. Y aquí en Lombardía, donde yo vivo, han sembrado mucha muerte. Muchísima. El sonido de las sirenas se ha convertido en un ruido de fondo que no se interrumpe nunca, ni siquiera de noche. Son muchas las veces que me contengo para no ir a taparles los oídos a mis hijos. Si no lo hago, es solo porque quiero que tomen conciencia, desde pequeños, del mundo en el que viven: de lo contrario, nunca podrán encontrar la forma de intentar mejorarlo.
Llevo casi dos meses encerrado en casa y el tiempo empieza a confundirse. Los días corren el riesgo de parecerse demasiado entre sí y hace falta mucha buena voluntad para distinguirlos. Hay que esforzarse mucho por entretener a los niños y recrear una cotidianidad aceptable. No debemos olvidar que a ellos se lo han arrebatado todo: los compañeros de clase, los abuelos, el parque, el deporte, la primavera… Debo hacer lo posible para que no piensen que vivir es sobrevivir, me digo todas las mañanas para animarme mientras preparo el café. Empiezo a sentirme cansado, echo de menos estudiar y escribir, echo de menos a mis amigos, a alguien con quien reírme y desahogarme mientras tomamos una cerveza. Pero, por otro lado, siento que empiezo a acostumbrarme a esta soledad perfecta que yo mismo me he fabricado sin ser consciente de ello. Y cuando me doy cuenta de que estoy alcanzando un equilibrio, me asusto. Pienso en los más frágiles, en todas aquellas personas que tienen en casa un marido violento o alcohólico, un familiar con depresión, un anciano al que cuidar, un hijo discapacitado… Pienso en los daños de la inmovilidad y del aislamiento, en que estamos dejando de lado otras enfermedades… y nunca más que ahora me gustaría sentir la presencia y, por qué no, la cercanía y la empatía de las instituciones. Pero aparte de confinarnos en casa, sigue siendo un enigma comprender qué tienen pensado esas instituciones para hacer más llevadera la reclusión y qué proyectos están desarrollando de cara al futuro. El riesgo de esta escasa presencia de las instituciones es que cuando termine este confinamiento, los ciudadanos —desesperanzados y debilitados por una clausura forzada y unas perspectivas tremendamente confusas—, podrían empezar a salir valorando de forma individual la propia situación. Y un Estado así, evidentemente, no puede funcionar. Permítanme que lo repita una vez más: de cómo y en qué medida se ocupe un Estado de esos problemas, se desprende la atención que dedica a la personas y la visión del mundo que cultiva. Yo, sinceramente, ya no sé cuál es la de mi país y, en muchos sentidos, tampoco sé cuál es la visión que tienen Europa y el mundo occidental. Sinceramente, me da miedo que de esta situación no aprendamos nada. Es más, que empujados por la economía y el mercado, nos apresuremos en cuanto sea posible a olvidarlo todo para regresar a esa normalidad que ya no podemos aceptar ni llamar así. No cabe la menor duda de que la pandemia es un acontecimiento terrible e imprevisto para el cual no estaba preparado el planeta, pero la tragedia que se está produciendo en esta parte de Italia no es imputable solo a la letalidad del virus y a la dificultad para neutralizarlo. No es únicamente una cuestión médica: es, en primer lugar, un problema de gestión sanitaria. He luchado en todo momento para no sucumbir al tópico «esto solo pasa en Italia», porque no es verdad y porque somos capaces de hacer grandes cosas, pero esta vez la gestión ha sido un desastre. La pandemia está sacando a la luz, de un modo implacable, el estado de salud política de cada país. Las cifras tan dispares de contagio y de mortalidad en las distintas partes del mundo ponen de manifiesto significados claros, que se pueden ignorar en nombre de motivos individualistas y de liderazgo, pero que en sí no son difíciles de entender. En Italia no teníamos un plan de emergencia ensayado, no escuchamos las peticiones de integrar el personal médico, hicimos caso omiso de la opinión de los científicos y más de una vez nos reímos en la cara de la ciencia y el entorno. Aquí en Lombardía, la sanidad se ha ido privatizando más y más con el paso de los años, la medicina territorial se ha visto muy recortada y las camas en los hospitales públicos se han ido reduciendo progresivamente mientras las clínicas privadas surgían como setas. Y eso explica que el personal médico y de enfermería se haya visto abandonado a su suerte, que nadie les haga tests ni les dé los equipos de protección necesarios antes de mandarlos a los pasillos de los hospitales o a los ambulatorios. Muchos de ellos se compraban sus propias mascarillas y los que no conseguían encontrarlas en las tiendas, utilizaban fulares o retales de sábanas. Los tests, por otro lado, siguen haciéndose con cuentagotas, ni siquiera a personas con cuarenta de fiebre: esas personas se quedan sin la posibilidad de tener un diagnóstico fiable y el conjunto de la sociedad, sin la posibilidad de saber las cifras reales de contagios y casos curados.
Somos reacios, sin embargo, a tomar nota de los errores, incluso cuando suponen un coste en vidas humanas. Y, por tanto, más que reflexionar sobre las equivocaciones, se prefiere dirigir la atención hacia la retórica de los héroes. Todos son héroes: enfermeros y enfermeras, médicos y médicas, personal hospitalario… ¿Y se contentan con los héroes? ¿Les basta con lo que los griegos llamaban mythos? Yo creo que no. Creo, en cambio, que es indispensable —y hoy más que nunca— que nos mantengamos firmemente aferrados a la dimensión del logos, de la investigación y de la ciencia, ir a buscar las causas y las responsabilidades, que unas veces afloran y otras hay que desenterrar trabajosamente. Y creo también que habría que devolver la luminosidad a una palabra que hemos interpretado erróneamente: «copiar». Permítanme una pequeña digresión, que considero importante. Estoy acostumbrado, por mi profesión, a fijarme en el mundo de las palabras y a razonar partiendo del lenguaje y, en este caso, me ha dado por pensar que el equívoco nace de lo que la palabra «copiar» evoca. Si bien el significado no es en sí negativo —significa «reproducir», «duplicar»—, en nuestra educación esa palabra ha adoptado repentinamente una acepción más negativa porque ilustra un acto que no debe cometerse o debe realizarse de forma clandestina. Y es así ya desde los pupitres del colegio, donde el acto de copiar está demonizado: el niño aprende a asociarlo a una especie de hurto mediante el cual se roba a otro aquello que, por motivos diversos, no se sabe. No es frecuente que se legitime ese gesto en nombre de compartir el saber y de la solidaridad entre iguales. No es frecuente subrayar que, desde un punto de vista pedagógico, copiar es un modo de aprender y de trabajar en colaboración con los demás. Se prefiere inculcar la idea de que tenemos que hacer las cosas nosotros solos y que el saber es propiedad privada, como el dinero. Y así es como hemos eliminado lo que de bueno tiene ese término: el espíritu de colaboración, la emulación, el hecho de compartir. Porque copiar, en realidad, es un acto repleto de humildad e inteligencia, es un reconocimiento de nuestros límites y de nuestras necesidades, de la capacidad de observar a los demás y contener la envidia. Es la demostración de que nos queda mucho por aprender y de que los demás pueden enseñarnos algo. No es el copiar-pegar del ordenador, ni la deslealtad del plagio, se trata más bien de dialogar con una fuente para adaptarla a nuestras necesidades y aprovechar todo lo bueno que puede ofrecernos. Y precisamente ahora que estamos descubriendo la importancia de dejar la palabra a los expertos, precisamente ahora que nos damos cuenta de que las vacilaciones o la puesta en práctica de estrategias mal diseñadas puede provocar daños gravísimos, podría resultar útil echar un vistazo más allá de nuestras fronteras, observar quién está gestionando de forma más efectiva las dificultades y quién ha puesto en práctica estrategias exitosas. Del mismo modo, también resultaría útil restituir a determinadas palabras su verdadero valor y eliminar esa capa de polvo, formada por prejuicios y moralismo, que nos impide verlas tal y como son: una prueba de humildad, la posibilidad de un diálogo inteligente, una ayuda concreta para empezar de nuevo. Solo después de haber reflexionado sobre las acciones y las palabras, solo después de haber hecho todo lo posible para coger lo mejor de nosotros mismos y de los demás, podemos permitirnos acceder a la dimensión emotiva del mythos, alabar con orgullo a esos hombres y mujeres valientes que han muerto haciendo su trabajo y llorar la pérdida de una parte importantísima de una generación que ha sido la espina dorsal del siglo XX. Una generación cuyo funeral no hemos podido celebrar y en cuya tumba no hemos podido depositar flores.
Contemplo desde la ventana el parque al que normalmente llevo a mis hijos después del colegio. Está completamente vacío. La luz tibia del sol se refleja en el tobogán y el viento de primavera mece la hierba. Sin el confinamiento, a estas horas el parque estaría a rebosar de niños, y mi mujer y yo estaríamos allí charlando con otros padres. Piero Calamandrei, uno de los padres de nuestra Constitución, decía que «la libertad es como el aire, te das cuenta de que la necesitas cuando te falta». Me repito esas palabras mientras escribo: hoy 25 de abril, día de la Liberación en Italia, se conmemora el fin del régimen fascista y de la ocupación nazi. El año pasado fuimos a la manifestación y había muchísimas familias con niños. Aquel también fue un día soleado, pero estuvo repleto de sonrisas y cánticos. Caminábamos unos junto a otros y la expresión «distancia social» era algo que jamás habíamos escuchado, algo que carecía de sentido. Espero que cuando Caterina y Riccardo vuelvan a jugar en los columpios con sus compañeros de clase y me griten sin aliento «más alto, más alto», no se encuentren un mundo peor. El riesgo de que tengamos miedo de los demás, de que convirtamos a las personas en posibles focos de contagio, que ya no las veamos como amigos, parientes o nuevas amistades, es lo que más miedo me da. Ahora que, mediante la trágica paradoja de la covid-19, se ha hecho realidad el proyecto soberanista —todos en casa, recelosos de quienes están fuera—, ahora que se ha comprobado que los virus no entienden de muros ni fronteras, espero que seamos más conscientes del hecho de que solo construyendo sociedades más solidarias y conectadas entre sí podemos salvarnos. Y en ese sentido, a Europa le queda mucho trabajo si no quiere convertirse en un precioso sueño roto. Si pierde esta ocasión, lo único que quedará es el esqueleto. La Unión Europea solo tiene sentido si es equitativa y está unida, si favorece el humanismo y el intercambio de ideas, el diálogo y la ayuda recíproca. El prolongamiento de los escenarios que se han sucedido estos días —donde no solo cada Estado sino también cada región actúa según sus propios recursos, su propio dinero y hasta sus propios científicos—, creo que decretaría el fin de la Unión Europa por falta de confianza y de sentido.
Justo al lado del parque está mi coche, aparcado ahí desde hace no sé cuántos días. Por la noches, cuando hablamos por teléfono, mi padre me pregunta si bajo a ponerlo en marcha de vez en cuando y yo le miento y le digo que sí. Me pregunto cuándo volveré a cogerlo para ir al instituto. He leído en una página web que casi novecientos millones de estudiantes del mundo entero están en casa. Novecientos millones… ¿Quién es capaz de cuantificar esos daños? Son daños psicológicos, sociales, económicos, culturales e incluso morales. Los contenidos son importantes, desde luego, pero no son lo que más me preocupa. La escuela es, sobre todo, comunidad, relación, encuentro entre iguales. Más que contenidos, necesitamos relación y educación. Qué útil resultaría, y no solo en esta situación que estamos atravesando, que en la escuela se enseñase el significado de cuidar de los demás y las formas de llevarlo a cabo, que a veces contemplan la cercanía además de la distancia, a veces la asociación además del aislamiento. Que se enseñase, por ejemplo, cómo funciona nuestro sistema sanitario y cómo funciona el de otros muchos países, para que de ese modo comprendiéramos la suerte que tenemos al disponer de atención sanitaria gratuita (en Italia siempre ha sido así) y las responsabilidades que debemos asumir para que ese derecho siga siendo gratuito para todos, especialmente los más frágiles. ¿No sería bonito que en nuestra formación la asignatura Educación en Valores Sociales y Cívicos fuese una materia esencial y no secundaria? Sí, porque sin valores sociales y cívicos, existe el riesgo —pese a tantos años de estudio— de que nos convirtamos en adultos especializados pero incapaces de razonar sobre lo que ocurre, en profesionales muy formados pero con dificultades para codificar la complejidad de mundo y pensar en otros términos que no sean puramente individualistas. Quien mejor lo explicó fue un sacerdote, don Milani, uno de los mejores educadores italianos del siglo pasado: «He aprendido que mi problema es el mismo que el de los demás. Solucionarlo todo juntos es política. Solucionarlo solos es avaricia». Educarse es el mejor modo de prepararse para amar a los demás y al mundo. Tengo ganas de volver al instituto para contar a mis chicos que la educación tiene mucho que ver con el amor. Es más, cuando publique mi próxima novela y mi amigo poeta me invite de nuevo a Suiza para dar una charla a sus alumnos, tengo que acordarme de decírselo también a ellos".



















EL POEMA DE CADA DÍA. HOY, DE LA MISMA CARNE, DE AUGUSTO ROA BASTOS

 






DE LA MISMA CARNE




Dejé al poniente

la franja tutelar de la cigarra;

un pueblo como un árbol y su ardiente

madera

que en mi caja de hueso y de memoria

construye su guitarra

doliente

en lo más vivo de mi escoria.


El pecho agujereado

deja ver el latido

tanteando las paredes

del lado más despierto y desvalido.


(Resístele, si puedes)


El tronco empayenado

crece todas las noches en el valle;

gime y se desespera

cuando huele mis pasos

sobre el distante asfalto de la calle

en que vivo.

De obstinada manera

tiembla en voz alta en todos mis pedazos.


Temo que no se calle

si no voy esta noche a la frontera.


Conteniendo el aliento

lo escucho entre el rumor de los hachazos.


(Ni una pausa siquiera)


Su quejido es tan fuerte

que me alumbra la cara

y me oscurece el pensamiento;

tan delgado el temblor que nos separa

y esta pared silvestre tan ligera,

que un latido sangriento

pone de pie mi vida a cada golpe

que destroza a lo lejos su madera.




***




TO’O HESEGUÁQUI




Poniéntepe aheja

ñakyrãnguéra henda porãha;

yvyra mátaichagua táva ha ijyvyra

hendýva

che kanguekue ha mandu’a ryrúpe

ojapóva imbaraka

hasẽva

che ytyku’i oikovehápe.


Pyti’a ikuapávape

jahecha mba’e tytýi

opoko poko ogykére

opáy ha ityre’ỹveha gotyo.


(Embotovéke, ikatũrõ)


Imáta oñempajenáva

vállepe okakuaa pyharekue;

ipyahẽ, ipy’atarova

ohetüvo che guata

tapehũ mombyry aikoha

ariete.


Ñemohatã rupive

otytýi sapukái opaite che pehenguépe.


Añandu nokirirĩmo’ãi

ndahairõ pyhare tetã rembe’ýpe.


Ajokokuévo che pytu

ahendu jehachea mbota apytépe.


(Ndaipóri pa’ũmi)


Pe ipyahẽ hatãitégui

che rova ohesapéva

ha che remimo’ã omoypytũ;

ryrýi ñanemomombyrýva ipo’imi

ha ko ogyke ka’aguy ipererĩetégui,

py’a tytýi huguýva

mbota mbotápe omopu’ã ko che reko

ha ojoka mombyry ijyvyra.




***




AUGUSTO ROA BASTOS (1907-2005)

poeta paraguayo





















DE LAS VIÑETAS DE HUMOR DE HOY LUNES, 2 DE JUNIO DE 2025

 






























































domingo, 1 de junio de 2025

NADIE QUE AME LA TRADICIÓN JUDÍA PUEDE PERMANECER CALLADO. ESPECIAL DE HOY DOMINGO, 1 DE JUNIO DE 2025

 








Si la seguridad de Israel es una razón de Estado para Alemania, la política germana en Oriente Próximo debe reposicionarse, dicen en El País [Nadie que ame la tradición judía puede permanecer callado, 30/05/2025] Navid Kermani, escritor alemán, y Natan Sznaider, sociólogo israelí. La guerra de Israel contra Hamás fue una reacción a la masacre del 7 de octubre y, como tal, no sólo es comprensible sino también legítima, en principio y en la medida en la que las guerras se pueden justificar. En cuestión de semanas, sin embargo, el conflicto israelí nos ha acabado enfrentando. A pesar de nuestra larga amistad, o quizás como consecuencia de ella, hubo semanas en las que ya no podíamos siquiera intercambiar mensajes de WhatsApp, tal era la rabia de uno por la menguante solidaridad con Israel y del otro por la falta de empatía con la población civil de Gaza. Nuestra opinión sobre el proceso ante el Tribunal Internacional de La Haya era igualmente contraria. No obstante, ambos hemos tenido siempre claro que, mientras continúe la ocupación, no habrá seguridad para Israel. En sentido inverso, los palestinos nunca lograrán un Estado propio mientras sigan sin reconocer la existencia de Israel. “Desde el río hasta el mar”, claman los extremistas de ambos bandos, una consigna que ha llevado a los dos pueblos al actual abismo en el que se encuentran.

El odio, y sobre todo el miedo al otro, seguirán separando a israelíes y palestinos durante mucho tiempo. Lo único que podría llegar a reconciliarlos es el agotamiento y, con ello, la toma de conciencia de que el otro no desaparecerá por mucho que se le ataque de manera atroz. Bien al contrario: la política de máxima crueldad no sólo ha hecho que la vida de los israelíes sea más insegura, culminando en el 7 de octubre, la mayor masacre contra los judíos desde el Holocausto, sino que también ha socavado el Estado de derecho y la democracia. El terror de Hamás ha llevado a la total destrucción de la franja de Gaza y a la máxima falta de libertad también en Cisjordania.

Hablemos de Israel: nada nos resulta más familiar y comprensible que la venganza. Pero existe una gran diferencia entre la venganza y la disuasión políticamente necesaria. La soberanía es la que debe establecer esta diferencia. El Estado soberano tiene la posibilidad de redefinir a este enemigo apocalíptico como político. En política, amistad y enemistad significan cosas distintas que en nuestra vida social. Justo por eso, nuestra vulnerabilidad debería convertirse en el punto de partida de todo nuestro pensamiento y proceder. Pero, ¿pueden precisamente los descendientes de la persecución percibir la vulnerabilidad como el comienzo de la política? ¿No deberían buscar lo contrario, volverse invulnerables, para que sus hijos puedan sobrevivir? No; nosotros creemos que existe otro camino, pues cuando sobrevivir se vuelve más importante que la vida misma, entonces se socava, también, la única razón para la existencia del Estado de Israel: que los judíos, perseguidos, denigrados y masacrados desde hace siglos, tengan un lugar en el mundo donde poder vivir como cualquier otro pueblo. Un lugar donde no tengan que ser ni víctimas ni héroes. Donde se sientan seguros, lleven una vida normal, donde su existencia no se discuta, sino que sea aceptada por todo el mundo. Israel nunca ha estado más lejos de esta visión, la visión de sus fundadores.

Hablemos de Palestina: nada nos resulta más familiar y comprensible que la venganza. Pero hay un diferencia importante entre la venganza y la resistencia políticamente necesaria. La venganza es ciega, se estanca en el pasado y distorsiona nuestro propio y bello rostro hasta convertirlo en una máscara histriónica. La venganza es, además, estúpida, y no logra objetivo alguno, en caso de que lo tenga, sino todo lo contrario: agudiza la injusticia y la propia necesidad, pues el agredido tiene más medios y devolverá el golpe de manera mucho más brutal. Por el contrario, cuando se lo propone, la resistencia es inteligente, tan inteligente como el movimiento antiapartheid, tan inteligente como Gandhi, tan inteligente como lo fueron los palestinos en la Primera Intifada, cuando se manifestaron de manera pacífica o se colocaron armados con piedras frente a los tanques. Consiguieron entonces el apoyo a su legítima reivindicación no sólo de todo el mundo, sino también, y de manera más crucial, de buena parte de la sociedad judía, lo que ejerció una enorme presión sobre los gobernantes de Jerusalén y de Washington. La resistencia piensa siempre en la posibilidad de convivir mañana con el opresor de hoy. Y aquellos en Occidente que glorifican a Hamás como movimiento de resistencia deberían recordar cómo trata a los miembros de la oposición. No hay prisión israelí más cruel.

¿Cuánto sufrimiento ajeno se puede justificar con dejar de sufrir uno mismo? Las multitudinarias manifestaciones semanales en Israel en favor de un alto el fuego y los miles de personas que han arriesgado sus vidas protestando contra Hamás en Gaza dejan claro que son muchos los ciudadanos en ambos lados, si no la mayoría de ellos, literalmente hartos del radicalismo de sus líderes. Para ellos, la seguridad de unos requiere la libertad de los otros y viceversa. Desde el enfoque pragmático de los intereses comunes, formulamos ahora hace un año un consenso mínimo que estipulaba un alto el fuego, la puesta en libertad de los rehenes, el desmantelamiento de Hamás y la implicación de otros Estados árabes. Habíamos depositado las pocas expectativas que albergábamos en la Administración estadounidense del presidente Joe Biden y el secretario de Estado Antony Blinken. Sin embargo, aquellas no se vieron cumplidas hasta más tarde —muchos terribles meses más tarde, tanto para los ciudadanos de Gaza como para los rehenes—, cuando Biden se despidió del poder. Fue ni más ni menos que Donald Trump quien, aparentemente, logró el alto el fuego y la puesta en libertad de rehenes.

La ruptura unilateral del acuerdo de alto el fuego por parte de Israel el pasado 18 de marzo ha transformado profundamente la situación. Después de tantos años de amistad y enfrentamiento, ambos seguimos teniendo una visión diferente de las causas del conflicto, pero no así del presente. El Gobierno de Benjamín Netanyahu no sólo ha renunciado a recuperar con vida a los rehenes; aún peor: cada día hace ver a sus desesperados familiares que son una molestia. Sí, los familiares molestan, molestan al Gobierno cuando pretende aferrase a la ilusión de que es posible destruir a Hamás y liberar a los rehenes al mismo tiempo; molestan a la hora de destruir la miseria restante, expulsar a la población palestina y repoblar Gaza con judíos. Esto hace tiempo que se está poniendo en práctica. Con los bloqueos de la ayuda humanitaria, los crímenes de guerra a cara descubierta y los planes de limpieza étnica de Gaza, que se propagan en Washington, se convierten en política gubernamental en Tel Aviv y el ejército ejecuta en amplias zonas de la Franja, tanto Israel como los Estados Unidos dejan más que claro que ya no quieren formar parte de un mundo democrático y civilizado.

Ni la guerra, ni los bloqueos de la ayuda humanitaria, ni el plan de desplazamiento tienen justificación alguna, moral en ningún caso, pero tampoco a nivel estratégico, si lo que se busca es un futuro para Israel. Más aún: la política del Gobierno de Netanyahu destruye todo aquello por lo que se considera que vale la pena vivir y es digno de respecto en el Estado judío —que se creó tras el Holocausto—, como el Estado de derecho, la libertad de expresión, la democracia y la apertura al mundo. Los críticos son tildados de antisemitas y deslegitimados. Al mismo tiempo, el Gobierno organiza una conferencia sobre el antisemitismo que resulta ser el quién es quién del extremismo internacional de derechas. Nadie que ame la tradición judía y que esté especialmente influido por los pensadores judíos, como nosotros dos, puede permanecer callado ante esto. Este espíritu judío crítico nos sirve de guía para mantener un espíritu de oposición, humano y valiente. Sólo hay que pensar —y son únicamente dos de entre muchos ejemplos— que en el mundo árabe el judío Franz Kafka es uno de los escritores más leídos y la judía Hannah Arendt una de las filósofas más seguidas, para darse cuenta de los muchos puentes que existen en estos tiempos de odio y antisemitismo. Y viceversa, muchos israelíes se sorprenderían de la humanidad y amplitud de la historia intelectual árabe y, en particular, de la judeoárabe. ¡Y también de la moderna Palestina! Esta no sólo representa lucha y miseria, sino también una literatura de categoría mundial con poetas como Mahmud Darwish y Emile Habibi.

No sabemos cómo podría ser la paz, qué figura política adoptaría, si dos Estados serían mejor que uno conjunto o una federación. En primer lugar, para que se puedan dar la reflexión y, después, el diálogo, hay que dejar las armas, liberar a los rehenes y atender a la población de Gaza. Antes que nada cuenta el presente, como en una Unidad de Cuidados Intensivos donde lo importante es lo más elemental, es decir, la vida. Ni esto ni las necesidades individuales parecen importar en estos momentos al Gobierno israelí. Dejando de lado los conocidos intereses personales de Netanyahu y su coalición, lo que se intenta es hacer realidad una visión pervertida de Israel. Para ello, el Gobierno israelí acaba con la vida tanto en Gaza como, previsiblemente, en Cisjordania, incluyendo la de los rehenes que, desde hace ya un año y medio, esperan una luz al final de un túnel frío y húmedo. Israel existe para que los judíos estén protegidos. Un Israel que traiciona a sus propios ciudadanos secuestrados ya no es Israel.

¿Qué significa esto para Alemania? Si la seguridad de Israel se convierte en razón de Estado, la política de Alemania en Oriente Próximo en interés de la existencia de Israel debe reposicionarse. Alemania no debería erigirse en portavoz de las críticas a Israel, sino esforzarse siempre en abrir canales de diálogo al más alto nivel de gobierno, siempre bajo las garantías del derecho de los pueblos, algo a lo que se debe más que ningún otro Estado en el mundo. Somos conscientes de que en Alemania más que en otros lugares existen tabúes que, por buenas razones, no se deben tocar. No obstante, si le importa el futuro de Israel y la credibilidad moral de su país, el Gobierno federal debería dejar aún más claro que rechaza la guerra reiniciada en marzo igual que lo hacen casi todos los gobiernos del mundo, en lugar de apoyarla, además, con el envío de armas.

Pero, sobre todo, el próximo Gobierno federal debería hacer todo lo posible para que Europa tenga, por fin, una política exterior común y coherente, pues sólo una Unión Europea con legitimidad democrática, con procesos y comisiones que funcionen en lugar del egoísmo nacional y el principio de unanimidad, sería lo suficientemente fuerte como para influir en unos acontecimientos que le afectan directamente. Esto comprende tanto la guerra en Ucrania como en Oriente Próximo, con sus muchos focos de conflicto, sus ricos subsuelos y sus movimientos migratorios. Con los Estados árabes moderados que, desde hace tiempo, se muestran dispuestos a una paz con Israel, pero también con Reino Unido, Canadá, Japón y superpotencias como China e India, la UE tendría en estos momentos socios que, también por razones propias, y en muchos casos económicas, están interesados en un arreglo entre Israel y Palestina para pacificar toda la región. Unidas, estas fuerzas serían toda una potencia. Por el contrario, Alemania ya no puede confiar en Estados Unidos ni en Ucrania ni en Oriente Próximo, y sólo en la Unión Europea tendría la posibilidad de defender sus valores y sus intereses nacionales. En vista de todo ello, y en caso de que quiera lograr algo, la futura política exterior alemana y para Oriente Próximo tiene que ser necesariamente europea. Y lo que se debe lograr con todos los medios económicos y diplomáticos que Europa tiene a su disposición es que se acabe la guerra, que sólo se beneficia a sí misma.

Si continúa, no sólo acabará con la vida de los últimos rehenes vivos, sino con la existencia de los palestinos en Gaza y, previsiblemente, en Cisjordania. Sembrará aún más odio y violencia para generaciones venideras. En este sentido, Israel tiene que ser consciente de una cosa: incluso con la ampliación de su soberanía a otros territorios, continuaría siendo un país muy pequeño y vulnerable, cuya supervivencia depende de unos Estados Unidos cuyo porvenir y fortalezas están cada vez más entredicho. Tomar conciencia de la propia vulnerabilidad podría ser el punto de partida para una nueva política más productiva en Israel y también en toda una región cuyos ciudadanos se sienten abandonados y están desesperados: libaneses, palestinos, turcos, iraníes, jordanos, sirios, kurdos, yazidíes, egipcios, libios, yemeníes, cristianos árabes y aún más.

El futuro alberga sorpresas, el pasado no. Quien observe los movimientos de protesta y los levantamientos de los pasados años en Oriente Próximo, en Siria, en Líbano, en Irán, en Turquía, en Yemen, en Egipto, en todo el Magreb, en Sudán, pero también en Israel y ahora, incluso, en Gaza, comprobará que en todas partes hay personas jóvenes hartas de la visión de sus líderes que quieren una vida en paz con un día a día normal. En ellas Oriente Próximo ya está unido. Y también lo está en las imágenes de ciudadanos demacrados, ya sean sirios salidos de las mazmorras del régimen de El Asad, rehenes liberados o gente que huye o muere de hambre en Gaza. Es como echar la vista atrás a un pasado judío y europeo en el que la guerra dio lugar a imágenes como ésas pero, también, a la esperanza de una nueva vida. El horror tiene muchas caras, y todas se parecen a la nuestra. Navid Kermani es escritor y Premio de la Paz de los Libreros Alemanes en 2015. Natan Sznaider es profesor emérito de Sociología y Premio de la Paz de la Fundación Hermanas Korn y Gerstenmann en 2024. Son coautores de Israel. Eine Korrespondenz (Hanser Verlag, 2023).