sábado, 13 de julio de 2024

De gentes, casas y utopías

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. La falta de un futuro próspero en el que proyectarnos se traduce en la imposibilidad de imaginar un mundo mejor, dice en la primera de las entradas de hoy la escritora Amanda Mauri, sobre la imposibilidad de un acceso a la vivienda de los jóvenes en España. La segunda, un archivo del blog de julio de 2015, trataba con humor, incluyendo sendas viñetas de Forges y Peridis, el bochornoso espectáculo que ofrecía ante España y la UE el gobierno de Mariano Rajoy (que Dios guarde). La tercera entrada es un poema del poeta noruego Jon Fosse (1959) titulado Como un barco en el viento suave. Y para terminar, como todos los días, las viñetas de humor. Espero que todas ellas les resulten interesantes. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico, al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Gente sin casa y utopías sin gente
AMANDA MAURI
08 JUL 2024 - El País - harendt.blogspot.com

La utopía está ligada al hogar. No puede empezarse un movimiento utópico desde otro sitio que no sea ese, el más próximo, el más íntimo, a menudo el más invisibilizado y vaciado de capital político. El hogar es el reverso de la plaza pública, la antítesis de las tribunas de oración y de las acciones revolucionarias. El hogar es la metáfora en la que se encierra lo femenino, el cuartucho mal ventilado en el que trabajan en condiciones indignas las limpiadoras migrantes, el ángulo ciego de la administración pública, la frontera que divide el mundo con la siguiente falacia: lo personal es privado.
Décadas de pensamiento y organización feminista han reivindicado nuevas formas de entender el hogar, convirtiéndolo en una esfera más de la vida colectiva. O, incluso, en un eje crucial para la organización comunitaria, el cordón umbilical que trenza los tejidos asociativos. En Utopías cotidianas (Capitán Swing, 2024), Kristen Ghodsee escribe que la utopía ha sido históricamente una sucesión de esfuerzos por reorganizar la esfera doméstica. Desde hace más de 2.000 años, corrientes de pensamiento utópicas han “soñado con construir sociedades que reimaginasen el papel de la familia” con la intención de concebir comunidades más justas.
Ghodsee también apunta que es en los momentos de mayor incertidumbre política cuando las utopías ganan fuerza y adeptos. Como una niña que, aburrida por la soledad o asustada por los abusones del colegio, encuentra refugio en galaxias lejanas o en mundos alternativos, también la ciudadanía, ante la precariedad o la pérdida de derechos, imaginaría escenarios más esperanzadores.
Es, cuando menos, una apuesta optimista. Por desgracia, la correlación entre malestar y creatividad reactiva no parece ser una fórmula mágica. La sensación que permea el clima político en el mundo occidental es, precisamente, la de vivir inmersos en un duelo por las utopías. Las fantasías del siglo XX no aguantaron, o, tal vez, aguantaron demasiado, se empeñaron en mantener posiciones inalterables y perdieron contacto con la realidad, o la aniquilaron. O puede que fueran —seguro que lo eran— utopías incompletas y que dejaran a demasiada gente fuera.
Este es un malestar extendido, pero ataca con especial virulencia a la generación que heredó la crisis económica justo cuando se graduaba de la universidad y veía su vida, o mejor dicho, su proyección de vida, convertida en un artefacto pesado y obsoleto. También ataca a las generaciones que vinimos después, ya desencantadas, con nuestras dosis de impotencia e inestabilidad debidamente digeridas. El resultado es un círculo vicioso. La falta de un futuro próspero en el que proyectarnos —un futuro que conquistar, pero, sobre todo, un futuro que legar a quienes vienen después— se traduce en un déficit de imaginación colectivo.
La precarización del trabajo, unida a la desarticulación de redes de apoyo, colectivos de barrio, negocios locales, sindicatos (¿dónde se reúnen los falsos autónomos?), y a la digitalización de las relaciones sociales (la revolución no será tuiteada, y la compañía tampoco) ha dejado un paisaje social extenuado, individualista, triste y con muy poca capacidad de organización. En un lugar destacado, en lo alto de la pirámide del malestar, cabría señalar otro factor: de nuevo, el hogar.
Solo el 16% de los jóvenes entre 18 y 29 años han podido irse de casa de sus padres; en 2004, eran el 41,1%. Los que logran emanciparse, destinan en vivienda más de un 80% de su sueldo (que sube la mitad de lo que suben los precios del alquiler). El porcentaje de propietarios jóvenes ha caído en picado en los últimos 20 años, desde el 69,3% en 2011 al 31,8% en 2022, según la Encuesta Financiera de las Familias que publicó en mayo el Banco de España.
La vivienda no es solo un derecho que, incumplido, tiene graves consecuencias en las condiciones materiales de la población. También es el centro de gravedad de la utopía. La base desde la que la niña aburrida o asustada imagina su cosmos de heroicidades y compañías. El origen de la fantasía. La primera línea de batalla donde recobrar el aliento y dejar que el reposo afloje las ataduras de la mente y la deje libre para ver y pensar de otra manera.
Hogar son muchas cosas, como familia y como comunidad. No es posible, ni quizás demasiado aconsejable, encajarlos en definiciones rígidas. Hablar de hogar es hablar de intimidad y de recogimiento, pero no necesariamente de propiedad privada. Hablar de familia es hablar de lazos y de cuidados, pero no necesariamente de acumulación individual ni de perpetuación de roles de género patriarcales. Hablar de comunidad es hablar de pertenencia, pero no necesariamente de exclusión de un otro en beneficio de un nosotros. Son palabras abiertas, que conjuran más que prescriben, y, en su indefinición, o, mejor dicho, en su constante redefinición, existe la posibilidad de encontrar significados más sostenibles y más justos.
La utopía empieza por entender el hogar desde lo colectivo. Pasa por defenderlo como un derecho y, también, un cierto deber: el de habitar la promesa de un futuro mejor. Perseguir la estela de un ojalá hasta que la frontera entre lo real y lo imaginado se haga cada vez más estrecha. No habrá utopía sin casas, ni casas sin utopía. Amanda Mauri es escritora e investigadora. 













[ARCHIVO DEL BLOG] ¡Qué bochorno, señor Dios!, (y no solo por el calor...). [Publicada el 20/07/2015]










¡Qué bochorno,  Señor Dios¡ ¡Y yo que estaba tan contento porque llevábamos dos días preciosos de panza de burro y alisios! ¡Hasta unos insignificantes gotitas de lluvia cayeron ayer!... Pero nada, puro espejismo. El bochorno, sigue. Y no solo el provocado por el calor. También cuenta el relativo a la actuación del gobierno, que miente hasta cuando dice la verdad. Por ejemplo en lo relativo a la elección de presidente del eurogrupo. Dice el gobierno que Guindos perdió por diez a nueve, y la prensa española lo repite mayoritariamente, sin contrastar. La verdad es que Guindos perdió la votación definitiva, la válida, por 12 a 7. Eso, al menos, es lo que dice la neoliberal prensa europea y algún que otro diario español. ¿Lo harán solo por incordiar? ¿A cuál dan ustedes más credibilidad?
Nunca ha tenido menos poder España en las instituciones europeas que con el gobierno de Mariano Rajoy. Lo cuenta el periodista Miguel González en El País de hoy. En cuanto a como afrontar el desafío independentista catalán ni una sola idea política en positivo; ni siquiera una mera ocurrencia; nada, absolutamente nada, salvo un hipotético recurso a los tribunales. No es extraño que intelectuales de prestigio, como el catedrático catalán Francesc Carreras se pregunte dónde está el gobierno de España. En Cataluña, por lo que se ve, ni está ni se le espera. Y para culminar el bochorno, hasta el Consejo General de la Abogacía, a través de su presidente, Carlos Carnicer, pide al gobierno que abandone su forma de legislar, impropia de un Estado de Derecho, y avisa de la injusticia que la reciente reforma del Código Penal va a generar en España. Les da igual. Están ciegos y sordos por su soberbia y su mayoría absoluta a punto de pasar al baúl de los recuerdos, como ellos...
A pesar de esos calores y de la gravedad de la situación, un poco de humor, el justo para pasar el susto del día, no viene mal. Todo ello sin mayores pretensiones y aun reconociendo que meter en el mismo envoltorio unas viñetas humorísticas, por muy preñadas que estén de crítica social, y la dura realidad cotidiana, puede no resultar una fórmula afortunada. 
Les dejo con las viñetas de Forges y Peridis en El País de hoy. Una sobre los límites de cachondeo (y dolor) a los que nos está llevando la reforma laboral del PP; la otra, sobre la guerra abierta entre IU y Podemos por la hegemonía de la izquierda de la izquierda, donde todos pierden y ninguno gana. Disfrútenlas. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt




 






El poema de cada día. Hoy, Como un barco en el viento suave, de Jon Fosse (1959)

 








COMO UN BARCO EN EL VIENTO SUAVE


Como un barco en el viento suave

tú y yo

tú y la luna

tú y el viento

tú 

y las estrellas

quizás

frente a todo el hedor 

de cadáveres

en descomposición

en su tierra confinada

los demás, como yo

o quienes arden 

en su desesperada esperanza

(sin dolor, sí por supuesto)

sí como un barco en el viento suave.


Jon Fosse (1959)

Poeta noruego














Las viñetas de hoy

 




















viernes, 12 de julio de 2024

Del malmenorismo

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. El voto a la contra, apostando por el mal menor, se extiende en tiempos en los que la ultraderecha acecha, dice en la primera de las entradas de hoy la politóloga Máriam Martínez-Bascuñán; en caso de duda a mi no me parece una mala opción. Ya la preconizaba en su día el sociólogo Karl Popper. La segunda, un archivo del blog de julio de 2014, nos recuerda las opiniones de la filósofa Martha Nussbaum sobre algunas falacias de la economía y el derecho. El poema de hoy, de la poetisa belga Agnès Henrard, lleva el título de Velar bajo los ríos. Y para terminar, como cada día, las viñetas de humor. Espero que todas ellas les resulten interesantes. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico, al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com







‘Malmenorismo’: el drama de votar una y otra vez con la nariz tapada
MÁRIAM MARTÍNEZ-BASCUÑÁN
07 JUL 2024 - El País -harendt.blogspot.com

Cuando aún parecía posible controlar la explosión de fuerzas que abrió el camino a los Donald Trump del mundo, se produjo un intenso debate sobre la munición y armamento que debía desplegar el candidato contrincante. El Partido Demócrata, finalmente, decidió que la mejor manera de batir a Trump, el autodenominado representante del pueblo contra el corrupto sistema, era que Hillary Clinton, la mujer “más preparada” de la historia y la encarnación del establishment en la Tierra Prometida, humillase a aquel cantamañanas. Hoy sabemos que llamar “indeseables” a los potenciales votantes de Trump, como hizo Clinton, no fue la forma más eficaz de convencerlos para que cambiaran de idea. Se cuestionó entonces la idoneidad de su perfil para una elección tan existencial, pero confesemos que a todos nos parecía obvio que, en uno de los momentos más delicados de la historia, lo razonable era votar por ella.
Y apareció entonces la divina Susan Sarandon negándose a optar por el menor de los males. La actriz lo expresó con elocuencia. ¿No le alegraría que una mujer llegara a la presidencia? Pues no, dijo la Sarandon. Ella no votaba “con la vagina”. La protagonista de Thelma & Louise y Atlantic City, reconocida voz progresista, encarnaba la visión maniquea con la que todos solemos ver el mundo. En la vida aprendemos que elegimos siempre entre un bien y un mal que podemos discernir e identificar con nitidez, apostando claramente por uno de ellos sin pasar por la senda de la contradicción o la lógica dilemática. Mi visión del mundo busca el bien, ergo… Pero al síndrome Sarandon se le oponía la salida malmenorista, la que consiste en ir sorteando siempre el mal, sí, pero el mal mayor. Frente a la llamada a la justicia aunque el mundo perezca, la política consiste en saber colocarse allí donde nos obligamos a ser conscientes de que cada opción nos enfrenta a una pérdida, y que hemos de medir esa pérdida por su consecuencia. Pero, ¡ay!, ¿qué quiere decir esto?
Volvamos a Sarandon, y que me perdone. Que decidiese basándose en un principio ignorando la consecuencia de su decisión implicaba exactamente esto: no votaría por alguien como Clinton, representante del apestoso y mainstream feminismo liberal del techo de cristal, y le daba igual la consecuencia: ver en el poder a quien declaraba sin tapujos que “si eres famoso puedes hacer con ellas lo que quieras”. Por cierto, que Trump nombraría más tarde juez de la Corte Suprema a Brett Kavanaugh, sospechoso de abusos sexuales, voto decisivo para la posterior eliminación del derecho constitucional al aborto en EE UU. Aunque habrá para quien lo importante sea que hubiera gente fiel a sus principios porque, en el fondo, esta postura tiene algo de virtud: la impecabilidad permite sobrevolar las tensiones dolorosas que implicaría una escisión ética. Mejor guardarse de la vida.
Reconozcamos también que, una década después, el argumento del mal menor es incapaz de absorber el ritmo de los acontecimientos. Tras el famoso debate Trump versus Biden, la elección presidencial en EE UU sitúa a los votantes ante un dilema endiabladamente imposible, a pesar de que de nuevo nos sintamos capaces de identificar el mal menor. Pero con todo, lo más descorazonador para la democracia, ha dicho Fernando Vallespín en este periódico, “es la pauta que una y otra vez sale a la luz en todas y cada una de las elecciones donde se amenaza con la victoria de algún contendiente populista”. La política del mal menor o su abuso: el desgaste provocado por su uso deslegitimador.
Es cierto que Macron ganó a Le Pen en 2017 haciendo campaña con la bandera europea en plena ola nacionalpopulista, prometiendo alejar a la ultraderecha del poder y corregir sus modos jupiterinos. Menos convincente, sin embargo, resultó después aquel Matteo Renzi candidato del Partido Democrático a las generales de 2018, cuando su airado “¡No a un Gobierno con extremistas!” se tradujo en la victoria del Movimiento 5 Estrellas. La condena moral a los populistas los convirtió en la opción más atractiva en un momento en el que romper con el statu quo otorgaba un notable sex appeal, como pasó con Sánchez como joven challenger contra el aparato de un PSOE entregado a Susana Díaz. El grito de Renzi ilustraba lo que John Gray describió como liberalismo paranoico, ese que al ver en cada paso “desastres y males diabólicos” elude formular cualquier autocrítica. Y pronto se confirmó que presentarse a unas elecciones afirmando representar a las fuerzas del bien ya no funcionaba, o parecía tener menos efecto. Que se lo digan al Partido Socialista de la Comunidad de Madrid en las últimas elecciones que Ayuso ganó por goleada. O en todas las celebradas desde 2003.
Cuando, por ejemplo, Macron ha hablado del “arco republicano” o del “frente republicano” como fortaleza para combatir a los bárbaros, a menudo lo ha hecho interesadamente, para descalificar a los extremos que están contra el partido en el Gobierno. El centro c’est moi. Pero describir siempre como una elección existencial cualquier contienda electoral supone crear una nueva división antipolítica, pues si siempre se vota con la nariz tapada, ¿qué más da el programa con el que se presente el candidato que encarna mi lado bueno de la historia? La salida malmenorista termina por encuadrar el debate en una posición que, de entrada, descalifica al adversario, y que evita así bajar al fango político y arremangarse para tratar de reconectar al país con un proyecto, unas ideas, no sé: un horizonte.
¿Recuerdan la última elección en la que no votamos contra nadie? ¿En la que no pretendieron movilizarnos para salvar la democracia? ¿Una elección “a lo Obama”, donde el candidato fue capaz de disolver las motivaciones negativas y movilizar desde la ilusión o la esperanza? Al menos, el #YesWeCan contenía la promesa de la democracia. Ni siquiera el laborista Starmer, con su aplastante victoria, ilusiona a nadie dentro de su electorado. De hecho, en su lugar se habla del voto protesta, un análisis que es también una forma de infantilizar al elector y despolitizar su gesto, como explica el sociólogo Jérémie Moualek. Porque, si la histórica movilización en la primera vuelta de las legislativas francesas ha dado un apoyo del 33,5% de los votos a Le Pen, ¿lo interpretamos de nuevo sólo desde la clave de la protesta? Además de descalificador, es simplista, pues crea una jerarquía maniquea de comportamientos electorales: quienes se adhieren frente a quienes protestan. Y, sin embargo, lo que mostraron los resultados de la primera vuelta fue un récord de triangulares donde la elevada participación benefició en realidad a los tres bandos en liza. La retirada de uno de ellos en la segunda vuelta creará la barrera contra el partido de Le Pen, pero en realidad no tenemos ni idea de cómo reaccionará el votante después de activar la lógica del bloqueo republicano. ¿Y si aumenta inexorablemente la abstención, como dicen los politólogos Céline Braconnier y Jean-Yves Dormagen? ¿Y cómo conjugar la lógica del bloqueo con el irrenunciable derecho a la representación de quienes votan a partidos extremistas? En menudo lío nos mete el malmenorismo.
El frente republicano podría ser un síndrome compartido cada vez por más democracias que parecen haber sobrevivido demasiado tiempo gracias a la salida malmenorista. Incapaces de rehabilitar sus proyectos y sus partidos, desde la política parecen pedirnos siempre el esfuerzo de ir a las urnas con la nariz tapada: otra manera de eludir sus responsabilidades. Hay, claro, partidos que directamente han desistido de ello y se muestran dispuestos a copiar sin tapujos o colaborar con la extrema derecha. Y he aquí, de nuevo, la gran duda. Por algo afirma el filósofo Jan-Werner Müller que la estrategia antipopulista es una de las cuestiones más difíciles de nuestro tiempo. Si los aislamos, los convertimos en víctimas de las élites políticas. Y tampoco es posible negar el derecho de representación a quienes votan por ellos. Pero al mismo tiempo, añade Müller, resulta peligroso entregarles el papel de verdaderos representantes de los olvidados, los indeseables, o de cualquier otra gastada pareja de opuestos retóricos con las que tanto nos gusta seguir funcionando. La escritora Lea Ypi considera un triunfo de la derecha política haber “logrado dominar el debate público persuadiendo a la ciudadanía de que los conflictos actuales se pueden reducir a una división entre una suerte de liberalismo cosmopolita y el comunitarismo”. Esto implica la ilusión de que todos nuestros conflictos pasan por la idea de pertenencia política: resolviendo a dónde pertenecemos, solucionamos todos nuestros problemas.
Pero por otro lado, ¿es posible aceptar hablar con los populistas negándose a hablar como ellos? Tal vez en la respuesta a esta pregunta encontremos el único camino no ensayado frente al efecto perverso del malmenorismo. Por supuesto que hay que hablar con todos ellos, incansablemente, lo que no significa que debamos seguir haciéndolo con sus formas y su lenguaje. Reconstruyamos ese espacio político que hemos abandonado, la democracia como diálogo y persuasión, en lugar de como combate. Reivindiquemos, en fin, el noble aburrimiento de las democracias frente a la épica de la guerra cultural. Porque después de los Trump del mundo llegan los Le Pen, y después quién sabe. Hablemos y propongamos y tal vez así consigamos convencer de nuevo a alguien de que el bien tal vez esté de nuestro lado: eso sí que sería apostar por el mal menor. Máriam Martínez-Bascuñán es politóloga.









[ARCHIVO DEL BLOG] Falacias de la economía y el derecho. [Publicada el 13/07/2014]











Una falacia típica de la ciencia estadística: Dos personas entran en un restaurante. Una de ellas pide dos platos de comida, dos frutas de postre, una botella de buen vino, otra de agua y un cafe. La segunda pide solamente un café. Pues bien la estadística nos dirá que cada una de esas dos personas ha pedido un plato de comida, media botella de vino, media de agua, una fruta de postre y un café.  Así funcionan algunas ciencias. Yo no entiendo gran cosa de economía, de denunciar falacias, un poco más... 
Hace unos días entré en un "chino" de la ciudad de Telde mientras mi mujer estaba en la consulta de su dentista para comprar unas plantas que me había encargado. No encontré las plantas, pero si una estantería con una buena tanda de libros que se vendían a 68 céntimos de euro cada uno. Para mi sorpresa, entre ellos uno de Martha C. Nussbaum, una profesora estadounidense, reciente Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, y una de mis filósofas favoritas. El libro: Justicia poética (Editorial Andrés Bello, Barcelona, 1997). Ni que decir tiene que lo compré, aunque sigue siendo un misterio para mí que hacía un libro como ese en un lugar como aquel.
La tesis de Nussbaum en el libro citado, tesis que comparto, es la de que la literatura -la buena literatura, claro está- es un antídoto necesario contra el cientificismo superficial de tantos escritos de ciencias sociales (como el derecho o la economía) que inundan las librerías y las páginas de revistas y periódicos. Y para ello va a centrar su análisis en el comentario de una las obras maestras de la literatura universal: Tiempos difíciles, de Charles Dickens (1812-1870), obra que, por cierto, pueden leer o descargar gratuitamente en Internet. También hará numerosas referencias en su libro a obras de Walt Whitman y Adam Smith, y otras mucho más concretas a novelas como Hijo nativo, de Richard Wright; o  Maurice, de E.M. Forster, así como a famosas y controvertidas sentencias de la Corte Suprema de los Estados Unidos de América. 
Una de las falacias que denuncia Martha C. Nussbaum es la de la medición de la riqueza nacional expresada en cifras brutas como son las del PIB (producto interior bruto nacional) o la RPC (renta nacional per cápita). Y lo hace en uno de los capítulos de su libro que lleva el título de La lección de economía de Sissy Jupe, que toma de uno de los personajes de la obra de Dickens. 
La tosquedad de esas mediciones, dice Nussbaum, no habla de distribución de riquezas ni de ingresos, ni de la calidad de vida de una nación. Al centrarse solo en el aspecto monetario no dice como funcionan los seres humanos cuyas actividades económicas no están bien correlacionadas con el producto nacional bruto. No hablan de expectativas de vida, ni de hambre o mortandad infantil, ni de salud, educación o derechos fundamentales. Además, añade, ignoran las individualidades personales y utilizan una versión burda de las personas como contenedores de satisfacción, ignorando la maleabilidad de los deseos y satisfacciones, y que la gente infeliz acaba adaptándose a las circunstancias en que vive, pues las privaciones despojan a las personas de sus aspiraciones y del propio sentido de dignidad.
De lo que se trataría, añade citando al también economista y filósofo Amarthya Sen, es de preguntarse por el bienestar de la gente inquiriendo en que medida su forma de vida le permite funcionar en áreas diversas como la movilidad, la salud, la educación, la participación política o las relaciones sociales. Pero todo ello sin equiparar calidad a cantidad. 
Tiempos difíciles, dice la profesora Nussbaum, es un paradigma de esa situación. Brinda la información requerida para evaluar la calidad de vida y compromete al lector en la tarea de realizar su propia evaluación y ofrece perspectivas para el mejoramiento de la vida humana. De nosotros depende, dice, que tales cosas sucedan o no. En todo caso, concluye, está claro que la imaginación literaria es parte esencial de la teoría y la práctica de la ciudadanía. Sean felices, por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt












El poema de cada día. Hoy, Velar bajo los ríos, de la poetisa Agnès Henrard (1959)

 






VELAR BAJO LOS RÍOS

Si me horadas las alas, mantendré abiertos todos mis ojos indomables, los que escudriñan los desiertos, se burlan de los pantanos, reúnen las florestas bajo los ríos. Si me cortas las alas, haré danzar el ángel plegado bajo mis párpados.
Entonces ella cederá, pero no concederá nada a las palmas desconocidas que despojan sus caminos, en los olores mojados la floresta de mayo, reconocerá el flujo, lo vivo en ella, la irrupción, y beberá, labios y lengua bebidos por la otra boca, y por el ojo loco de hambre.
Un río, lentamente, los arrastraba hacia el mar, a menos que fuera ella quien viniera a su encuentro, ávida, pesada y violenta, mientras a lo lejos ardían las campiñas, mientras los senderos se ahogaban bajo los erizos e iban hacia el olvido.
Pero acechaban los cazadores y los perros, pisoteando la maleza, saqueando los huertos, aullando bajo el sol, despertando a los niños y a los amantes extenuados y adormecidos bajo los setos.
A cada uno su fuente y a cada uno su fuego, y si los vientres flamean, crecen también los ríos en las cavidades que se impregnan y quieren aprenderlo todo. A cada uno su deseo golpeando donde puede.
Aquel que golpea demasiado fuerte aguza, desuella el rostro. Entonces se echan al fuego los vientres y las crines. Entonces se atraviesa el camino que desafía el deseo y lo anega.
Ven, dice ella, ven a coger en mí el rudo relámpago, el canto estridente, el cielo de hierro, pero escucha los rebaños que enloquecen en mi sangre, me dan el hambre feroz, la fuerza de elevar mis velas y de proteger mis nidos.
¿Quién ha forzado mi pozo amurallado, roto mi nudo, chocado mi tronco bajo mis raíces? ¿Quién se alimenta de mi vigor, de mis fuerzas clandestinas, y me deja sin amparo?
Porque siempre se falta, perseguidos por el invierno y por las pequeñas muertes insolentes y crueles. Entonces vuelve la rabia que nos echa de las aldeas, nos hace perder el hilo, despavoridos y ciegos, nos hace aullar sobre las rocas batidas por los torrentes, el fango y los guijarros en una soledad árida y tan alejada de nosotros mismos.
Cada uno persigue su pista cortando los zarzales, hostigando los bosquecillos, desalojando los claros y los nidos hasta los viejos puentes ennegrecidos que hienden los recuerdos.

Agnès Henrard (1959)
Poetisa belga











Las viñetas de hoy

 





















jueves, 11 de julio de 2024

Del llanto de La Habana

 






Hola, buenos días a todos y feliz jueves. El espíritu de la otrora deslumbrante capital cubana sufre hoy, dice en la primera de las entradas del blog el escritor cubano Leonardo Padura, como organismo vivo que es, depresión, desidia y deterioro moral. En la segunda, un archivo de julio de 2018, se habla de aquel lejano verano de 1969 en el que un ser humano pisó por vez primera la Luna. La tercera es un bello poema, Las piedras, del poeta sueco Tomas Tranströmer (1931-2015). Y para terminar, como todos los días, las viñetas de humor. Espero que todas resulten de su agrado. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico, al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












La Habana llora
LEONARDO PADURA
07 JUL 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Uno. Desde sus diversas perspectivas mucha gente ha sostenido que las ciudades son organismos vivos. Que en algunos casos incluso poseen, junto al cuerpo, un alma propia. Esa condición de ente palpitante, refrendada por los juicios de arquitectos, urbanistas, sociólogos, escritores y artistas, parece ser una realidad constatable, que se manifiesta a través del crecimiento, de las transformaciones y hasta convulsiones no siempre deseables de la trama urbana, que se pueden suceder ante nuestros ojos y, de manera evidente, en el plazo vital de una generación. En cambio, el privilegio de la posesión de esa alma intangible, más o menos perceptible, no resulta tan común y funciona a través de manifestaciones culturales e identitarias muy viscerales que, a lo largo de su existencia física en la Historia, le confieren a determinadas ciudades sus moradores, muy en especial los artistas —no solo los arquitectos— con su capacidad de leer las líneas profundas de los destinos y fijarlas para una veleidosa posteridad.
Manuel Vázquez Montalbán, que era un escritor rabiosamente urbano, aseguraba en los años finales de su vida que había nacido en una Barcelona y que, ya en el ocaso del siglo XX, moraba en otra que no era la misma siendo la misma. El novelista marcaba como frontera más distintiva entre esos dos estadios citadinos el salto olímpico concretado en 1992. La adecuación de la capital catalana para la cita deportiva, con adecuaciones muy fehacientes, revolucionó la imagen de la ciudad y, al mismo tiempo, borró muchos de los sitios y comportamientos que habían devenido referenciales, marcas de identidad entre las que habían corrido la existencia del escritor. Una Barcelona más abierta al mar, un barrio del Raval tan adecentado que extravió su carácter e incluso su nombre de Barrio Chino, unas Ramblas y un Barrio Gótico cada vez más adecuados como parque temático para turistas (no solo japoneses) ciertamente habían adecentado la ciudad pero sustraído parte de un carácter casi ancestral. Para el creador de Pepe Carvalho, y para el propio personaje novelesco, se había iniciado un proceso que me gusta llamar de “ajenitud” y que ocurre cuando lo raigalmente propio comienza a resultarnos extraño.
En Las geometrías de la memoria, la suma de entrevistas que le realizara Georges Tyrás, el novelista reflexionaba sobre la imagen que al paso del tiempo nos legan las ciudades: “Igual como rasgamos las fotos que no nos gustan y guardamos las que más nos satisfacen, la ciudad tiene una manera selectiva de hacer lo mismo. Al fin y al cabo en una ciudad ves lo que corresponde a los mejores momentos de su historia, que suelen ser aquellos en los que abundaba el dinero”, aseguraba. Y Barcelona, como Madrid, o París o Praga y otras capitales, aun sufriendo los embates de la modernidad, han tenido la fortuna de guardar en pie muchas de sus mejores fotos, preservadas en un álbum armado por memorias individuales y colectivas.
Dos. Mi ciudad, La Habana, también posee esa colección de imágenes magníficas que advierten de lo que fue, y todavía es: una urbe suntuosa y coqueta que, incluso, figura entre las dotadas de alma propia.
Pero la misma idea, tan bella y romántica, de que las ciudades son organismos vivos y móviles puede provocar también una reacción inquietante: porque si así fuera, la ciudad en la que nací, todavía habito y donde desde hace casi medio siglo escribo, ha sufrido ante mis ojos un proceso de “ajenitud” distinto al que percibió Vázquez Montalbán. Y si aceptamos su condición de organismo sintiente, hoy La Habana debería estar profiriendo alaridos de dolor. Lamentos que yo escucho con angustia intelectual y pesimismo ciudadano, pues algunos ya son estertores agónicos.
La otrora deslumbrante capital cubana, que a inicios del siglo XX se propuso convertirse en la Niza de América, es una ciudad con una biografía peculiar. Urbe que durante los primeros tres siglos coloniales se pobló de más fortalezas militares que de grandes iglesias (no en balde su escudo de armas exhibe tres bastiones almenados), su gran crecimiento urbano se comienza a producir en el siglo XIX cuando en la isla, por supuesto, abundaba el dinero —en buena parte debido al espurio comercio de esclavos y al trabajo de estos en las plantaciones cañeras—. Y es entonces cuando se produce en su espacio físico e imaginario un singular proceso de doble vía, pues mientras se concreta el de su construcción física, con sus edificios públicos y privados, calzadas y plazas, también se potencia y hasta financia una intencionada escritura de las novelas (narrativas) que fijarían en el ámbito imaginario una trama humana y psicológica capaz de singularizarla. Semejante proyecto, impulsado en la primera mitad del XIX por mecenas burgueses, resultaba una condición necesaria en la conformación de la imagen propia de un país que aún no poseía la condición de Estado, pues políticamente aún era un territorio del ya desvencijado imperio español de ultramar.
Con palabras y con piedras se forja desde entonces la fisonomía de la ciudad que entra en el siglo XX como capital de la nación independiente y lo hace con ínfulas de modernidad y suntuosidad, cada vez más dispuesta a posar para esas fotos que ni el tiempo ni las desidias han logrado rasgar.
Pero los organismos vivos, como debe ser, corren diversos riegos intrínsecos a su condición: enfermedad, afeamiento, envejecimiento. Su espíritu, por su lado, puede estar aquejado de depresión, desidia, deterioro moral. Y todos esos padecimientos, lamentablemente, hoy los sufre La Habana.
Con la notable excepción de una parte de su casco antiguo, esa Habana Vieja donde en las últimas décadas se concretó un proyecto de rescate de su fondo físico, mi ciudad ha sufrido un visible proceso de deterioro o deconstrucción en virtud del cual se han ido borrando o deformando demasiados sitios de referencia. Ha sido un tránsito en el que los edificios en distintos niveles de deterioro y aquejados por la atávica falta de pintura han sido acompañados por la devastación de las vías, el empobrecimiento de espacios públicos (parques, plazas), el florecimiento de vertederos de desperdicios. Ha sido un fenómeno generado por una mezcla de precariedad económica y desidia institucional y que ha tenido además el efecto de contaminar con su invasiva presencia los comportamientos individuales que se manifiestan en una alarmante pérdida del sentido de urbanidad y de pertenencia ciudadanas, abocando a la villa a ese doloroso estado que provoca sus alaridos.
Junto a esas ruinas, La Habana de hoy exhibe otros rostros que acentúan esa sensación de extrañamiento o ajenitud. El florecimiento de pequeños negocios privados es una de esas señales: desde cafeterías y establecimientos de cierto lujo hasta “candongas” callejeras de resonancias tercermundistas. En las casas, mientras tanto, ahora pululan los carteles ofreciendo la venta de inmuebles que nadie compra, pues los que pudieran hacerlo prefieren emigrar, como los que ofertan sus casas a precios casi ridículos.
Como cualquier organismo vivo, las ciudades reclaman afectos y desde hace décadas La Habana ha recibido pocos con la abundancia exigida. Hoy, tal vez, recibe menos caricias que nunca. Y mi sentido de pertenencia sufre con ese proceso que me hace preguntarme incluso si alguna vez, de tan ajena y por momentos hasta tan hostil, de tan desfigurada y con el alma en pena, yo también dejaré de sentir que La Habana todavía es mi ciudad. Leonardo Padura es escritor y premio Princesa de Asturias de las Letras en 2015.