domingo, 7 de julio de 2024

Las viñetas de hoy

 
























sábado, 6 de julio de 2024

De la excepcionalidad europea

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. El esclarecimiento de por qué unos países avanzan con más rapidez que otros hacia la riqueza y la holgura materiales ha ejercido una atracción hipnótica permanente sobre muchos intelectuales, dice en la primera de las entradas de hoy el historiador Juan Antonio Rivera; no solo de economistas, sino también de historiadores, sociólogos, antropólogos, biólogos, psicólogos y hasta filósofos. El Archivo, por su parte, fechado en junio de 2019, del poeta Antonio Lucas, nos hablaba de la gente que nace ya olvidada y se hace sitio en el mundo consciente de que nunca será avistada. El poema de hoy es El triunfo de ella, del gran poeta irlandés William Butler Yeats. Y para terminar, como siempre, las viñetas del día. Espero que les resulten de interés. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico; al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












La excepcionalidad de Europa: una nueva perspectiva
JUAN ANTONIO RIVERA
01 JUL 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro La invención del poder: Reyes, papas y el nacimiento de Occidente, de Bruce Bueno de Mesquita.Madrid, Siruela, 2024.
El esclarecimiento de por qué unos países avanzan con más rapidez que otros hacia la riqueza y la holgura materiales ha ejercido una atracción hipnótica permanente sobre muchos intelectuales. No solo economistas, sino también historiadores, sociólogos, antropólogos, biólogos, psicólogos y hasta filósofos. Esta abultada nómina cuenta, entre otros, con Adam Smith1, Max Weber2, Eric Jones3, Jared Diamond4, Jack Goody5, Michael Mitterauer6, Niall Ferguson7, Ian Morris8, Oded Galor9, Daron Acemoglu y James Robinson10, Joseph Henrich11, Edmund Phelps12, Hanno Sauer13, o este su seguro servidor14.
A esta lista se ha sumado recientemente el politólogo estadounidense Bruce Bueno de Mesquita con el libro objeto de esta reseña. A Bueno de Mesquita, como a muchos de los mencionados con anterioridad, le interesa ante todo averiguar qué sucedió de particular en Europa para que se convirtiera en la vanguardia del desarrollo económico, en especial del siglo XIX en adelante15. Hay quienes no ven nada de singular en la evolución cultural de Europa y mantienen que florecimientos similares se dieron en otros momentos y lugares, como la Grecia clásica, el califato musulmán, la China confuciana o la Italia renacentista; y más en general allí donde se permitió la libre circulación de ideas, cosas y personas16.
Pero oigamos antes lo que tiene que contar Bueno de Mesquita.
Poder político y poder religioso en la Edad Media europea. A diferencia de todos los mencionados con anterioridad, Bueno de Mesquita pone el foco en la sostenida rivalidad entre papas y gobernantes temporales durante la Edad Media europea, pues allí cree encontrar la causa última del desarrollo económico diferencial de Europa.
La colisión entre la Iglesia y el Estado en la Europa occidental pasó por tres fases. La primera estuvo marcada por la formación de los Estados Pontificios, que fueron un legado del rey franco Pipino el Breve (714-768) al papa Esteban II como agradecimiento por  que el papa lo hubiera ungido como emperador, algo que ningún pontífice había hecho con anterioridad. Pipino entregó como regalo a Esteban en 756 las tierras que había arrebatado al rey lombardo, y que abarcaban desde el mar Tirreno hasta el Adriático, y desde Roma hasta lo que hoy se conoce como la provincia de Emilia-Romaña, colindante con la república de Venecia. Esto significaba que el papa, como cabeza visible de la Iglesia occidental, se convertía en un agente político de primer orden, con un territorio y unas riquezas materiales de lo más considerables. Y que se consagró a acrecentar con inesperado ahínco.
En paralelo discurría otra gran batalla religiosa: el cisma de Oriente y Occidente, la división entre la Iglesia católica de Roma y la Iglesia ortodoxa, que comenzó a fraguarse cuando el papa León III coronó a Carlomagno el 25 de diciembre de 800, convirtiéndolo así en el sustituto del emperador bizantino de Occidente, lo que culminaría con la fractura entre las iglesias católica y ortodoxa en 1054.
En un segundo momento ocurrió que la Iglesia, al tocar poder político real, entró en un periodo de corrupción, venalidad y nepotismo. Los papas elegían sucesores entre sus familiares sin mayor recato. O vendían el perdón de los pecados (indulgencias) o los cargos eclesiásticos (simonías) a cambio de dinero contante y sonante.
El tercer momento de colisión vino marcado por la Querella de las Investiduras, que enzarzó durante más de cuarenta años (entre 1075 y 1122, aproximadamente) al papa con los reyes y emperadores, a fin de establecer quién tenía derecho a nombrar e investir a los obispos con los inmensos poderes que por entonces tenían. La Querella fue parcialmente resuelta entre el monarca inglés Enrique I y el francés Felipe I con el papa Pascual II en el concordato de 1107, pero solo acabaría nominalmente en el año 1122, con el concordato de Worms, negociado por el papa Calixto II y Enrique V en nombre del Sacro Imperio Romano Germánico, si bien la cuestión sería retomada en 1302 y, al menos en ciertos aspectos importantes, no concluiría hasta 1648. El Concordato de Worms era un texto pequeño (no llegaba a las quinientas palabras en latín) pero con grandes consecuencias, o al menos así lo ve Bueno de Mesquita.
El juego del concordato. El «juego del concordato», como lo llama el autor, era un juego secuencial en que el primer movimiento lo hacía el papa, que proponía un nuevo obispo para una diócesis que hubiese quedado vacante. El segundo movimiento lo llevaba a cabo el rey, que podía rechazar el nombramiento y quedarse con los ingresos generados por la diócesis. Ahora bien, el papa podía contrarreplicar excomulgando al rey o hasta sancionando a la diócesis en cuestión con un interdicto (lo que significaba negar a los residentes en el territorio diocesano los sacramentos esenciales, como la eucaristía, la comunión, el matrimonio, etc.) También podía incluso alentar que se dieran sermones y discursos públicos contra el gobernante. Si la diócesis era pobre, lo habitual era que el rey declinara arrostrar estos costes políticos y aceptara al obispo designado por el papa. En este caso, no se planteaba conflicto alguno: el obispo designado por el papa juraba lealtad al rey, era consagrado y recibía del rey las rentas económicas anejas a su cargo.
Pero si se trataba de una diócesis rica o era difícil que el papa impusiera en ella su interdicto, la cosa cambiaba de aspecto y el papa podía inclinarse a nombrar un obispo del que se sabía era proclive al poder secular. De esta forma el papa evitaba que se produjera un interregno en que la sede episcopal quedaba vacante (por falta de acuerdo con el gobernante) y la Iglesia no obtenía ingreso alguno de la diócesis en disputa. De modo que, en el juego del concordato, si la diócesis era pobre, el mayor poder negociador lo tenía el pontífice; pero si era rica, el que tenía todas las de ganar era el monarca. Esto también implicaba otra cosa: el rey tenía incentivos claros para estimular el crecimiento económico de las diócesis y aumentar de este modo su poder negociador en el juego del concordato, mientras que el papa tenía el incentivo contrario de ralentizar la prosperidad material del territorio diocesano para asegurarse su control sobre él. Asimismo, los poderes seculares tenían ahora claros motivos para aumentar la productividad de las diócesis controladas por ellos, abriéndose a las innovaciones tecnológicas y fomentando una ética del trabajo entre sus súbditos.
El rey en rebeldía, por su parte, tras conocer la excomunión y el interdicto papales, tenía una opción blanda o más tenue (dejar la sede vacante) o una opción más grave y dura: decidir que la diócesis fuese ocupada por un obispo que promoviera sus intereses, aunque ello supusiera una ruptura sin paliativos con la Iglesia. Esto último fue por lo que se decantó el monarca francés Felipe IV al apoyar el papado de Aviñón (1309-1377), pronto seguido por el Cisma de Occidente (1378-1417). Francia fue la primera nación europea en sacudirse la influencia política de la Iglesia. Eso fue también lo que, un siglo más tarde, hicieron muchos reyes y príncipes europeos en 1517, cuando se inició la Reforma protestante. Si la diócesis era muy rica o el gobernante mostraba tener una piel de rinoceronte ante los castigos papales, la opción más radical de desobediencia al pontífice podía abrirse paso.
Bueno de Mesquita cae a veces en el sesgo de la retrospectiva, tan habitual en quienes tratan asuntos históricos, y llega a sospechar que «su aparición ―la del pontificado de Aviñón, capitaneada por el monarca francés Felipe IV contra el papa Bonifacio VIII― podía haber sido anticipada por algún astuto observador incluso en esa misma época» (p. 248). Y asimismo ese «astuto observador» podría haber vaticinado la rebelión protestante del siglo XVI, iniciada por Lutero, y que se extendería con rapidez por las diócesis europeas más ricas y a la vez más alejadas de Roma y del poder papal.
Muchas partes de Europa no estaban sujetas al concordato: España, Portugal, Sicilia, una buena porción del sur de Italia, la región del Véneto, Rusia y amplias zonas del este de Europa. Todas ellas le sirven a Bueno de Mesquita de control para calibrar la importancia de los concordatos de 1107 y 1122 en el desigual desempeño económico de los sectores europeos que estaban cubiertos por los concordatos y los que no.
Las consecuencias de Worms. Los concordatos trajeron aparejadas consecuencias económicas y políticas de largo alcance temporal. La idea de Bueno de Mesquita es que los reyes tenían un poder de negociación mayor en aquellas diócesis que contaban con mayores riquezas, y que por lo tanto tenían un buen aliciente para enriquecer todavía más esos territorios e imponer en ellos su voluntad. En cambio, la Iglesia albergaba un interés claro en limitar el crecimiento económico y de este modo aumentar su poder de negociación en el proceso de nombrar e investir obispos en las sedes más pobres. El auge económico, al destruir el monopolio de la Iglesia para designar obispos, inclinó la balanza en favor de los poderes seculares. Y, según la tesis de Bueno de Mesquita, este estímulo para el crecimiento económico en «el juego del concordato» fue la fuerza causal dominante para establecer la excepcionalidad europea. Otras variables que había que tener en cuenta eran la proximidad de la sede episcopal a los Estados Pontificios o a rutas comerciales caudalosas en recursos.
Aunque Bueno de Mesquita dice acudir a la base de datos de Angus Maddison y sus continuadores (que se propone medir el crecimiento económico en todo el mundo desde el Imperio Romano hasta nuestros días), lo cierto es que casi todo el tiempo hace uso de datos propios, y es sabido lo fácil que resulta coger por el gaznate los datos y torturarlos hasta conseguir que acaben por decir lo que uno desea que digan. Y esta es una tentación tanto más peligrosa cuanto más corrompidos por el tiempo estén los datos referidos a acontecimientos lejanos, como los interregnos en que quedaba vacante una diócesis y la Iglesia dejaba de percibir rentas por este hecho (p. 242).
El autor admite, más bien con la boca pequeña, que otras causas, distintas de los incentivos traídos por el Concordato de Worms de 1122, pudieron influir en el crecimiento económico de Europa; señaladamente, el auge del comercio desde el año 950 hasta la Revolución Industrial (solo interrumpido por la peste negra de mediados del siglo XIV). Finalmente, Mesquita admite que el auge del comercio interactuó con los incentivos dejados por el concordato (p. 227).
Ya en el terreno de las secuelas políticas del concordato, habría que subrayar que, al mismo tiempo que los gobernantes seculares jugaban al juego del concordato con los pontífices, se entregaban en paralelo a otro juego distinto con sus súbditos: el juego de los gobiernos representativos. Las guerras acabaron por estimular y dar vado al gobierno representativo en la medida en que los súbditos exigieron una mayor representación política a cambio de apoyar con sus impuestos las aventuras bélicas del monarca. Así sucedió cuando Eduardo I de Inglaterra firmó la Confirmatio cartarum el 5 de noviembre de 1297 en plena guerra contra Felipe IV de Francia, como medida desesperada para obtener dinero de sus súbditos a trueque de concederles derechos de representación política.
De modo que, echando mano de su comodín preferido, Mesquita cree que los concordatos también ejercieron su influencia para que el rey hiciera concesiones políticas a sus súbditos a cambio de que estos le sostuvieran económicamente en el desarrollo de la guerra. Los gobernantes de países con episcopados ricos y (a ser posible) alejados del poder papal estaban interesados en estimular todavía más la productividad de los gobernados para mejor garantizarse la presencia de obispos obsecuentes al poder real. Una manera de conseguir la complicidad de sus súbditos, bajo los incentivos del concordato, era ofrecerles rebajas impositivas o, tal vez, mirando a más largo plazo, parlamentos representativos en los que tuvieran voz y voto sobre cómo iban a ser regidos (incluidas, claro está, las cargas tributarias que habrían de soportar). Los gobiernos representativos, al limitar la voracidad fiscal del gobernante, eran un medio político para que este, indirectamente, alentase la actividad económica de los ciudadanos ofreciéndoles garantías políticas de que sus bienes no serían objeto de una tributación confiscatoria por parte del monarca. La concesión, casi siempre en última instancia y a regañadientes, de parlamentos representativos acabó siendo una manera imprevista de que los monarcas aumentasen sus riquezas materiales en los territorios que dominaban (p. 132). La resistencia a ser expoliados fiscalmente era más intensa y estaba mejor organizada en los países ricos, que eran precisamente los cubiertos por los concordatos.
La lógica del concordato promovía que tanto los intereses del monarca como los de sus súbditos quedasen de este modo alineados. Al monarca le interesaba la prosperidad material para decantar los obispados a su favor (y hurtárselos a la Iglesia). A los súbditos, por su parte, les interesaba aumentar su productividad a condición de garantizarse que el monarca no vampirizaría sus ganancias a fuerza de impuestos. La ética del trabajo prendió entre los súbditos de países alejados de la esfera de influencia de la Iglesia antes de que asomara la Reforma protestante en 1517, frente a lo mantenido por Max Weber, cuya tesis Bueno de Mesquita pone boca abajo de muy buena gana. Lo que incentivó, en última instancia, la ética del trabajo en ciertos países europeos fue el Concordato de Worms de 1122 y las subsecuentes garantías recibidas por los ciudadanos de que sus riquezas no se verían esquilmadas por gobernantes belicosos y rapaces a partes iguales.
Por término medio, los territorios sujetos a un concordato llegaban a la constitución de parlamentos representativos unos 75 años antes que aquellos otros no cubiertos por un concordato. Un caso de gobierno representativo surgido de revueltas promovidas en las ciudades medievales es el que abarcaba lo que luego serían Bélgica y los Países Bajos. El origen estuvo en una rebelión organizada por comerciantes y miembros del gremio de Gante ocurrida entre 1449 y 1453 y cuyo blanco era frenar las cargas impositivas sobre la harina y la sal que trataba de fijar el duque de Borgoña, Felipe el Bueno. Los rebeldes fueron derrotados por el ejército del duque, pero la rebelión se extendió a Brujas y otras regiones de Flandes, lo que dio origen a la primera reunión de los Estados Generales en Brujas entre 1463 y 1464, y aquí estuvo el embrión del actual parlamento de los Países Bajos.
Pero el caso mejor recordado sigue siendo sin duda el de la guerra civil inglesa de 1642-1646 entre los partidarios del Parlamento y los de la Corona, que concluyó con la decapitación de Carlos I Estuardo en 1649 y el interregno posterior de Oliver Cromwell (el único periodo de su historia en que Inglaterra dejó de ser un reino y se convirtió de manera efímera en una república), culminado después por la Revolución Gloriosa de 1688; acontecimientos todos ellos que mostraron por primera vez que un parlamento representativo podía erigirse como un contrapoder efectivo frente al absolutismo monárquico; una lección de la que tomaron buena nota los revolucionarios estadounidenses y franceses un siglo más tarde.
El largo brazo del Concordato. Bueno de Mesquita está más que dispuesto a estirar los tentáculos del Concordato de Worms de 1122 para explicar algunas de las singularidades favorables de la Europa actual, tales como el aumento de la renta media per cápita desde 1960 a 2018, el nivel democrático promedio entre 1918 y 2018, la esperanza de vida al nacer en 2018 o la percepción media estimada de la corrupción en el país desde 2015 a 2018. Por supuesto, Bueno de Mesquita enseguida ve correlaciones (que tan fácil es interpretar como relaciones causales) entre haber firmado el concordato en el siglo XII y tener niveles favorables en esos cuatro indicadores en los diversos países europeos. Como decía con mucha gracia el economista Thomas Sowell, lo primero que te enseñan cuando aprendes estadística es que correlación no es lo mismo que causalidad, y es también lo primero que olvidas.
En cuanto a innovación, nuestro autor concede que hay países no occidentales ―como Japón, China y Corea del Sur― que se han colado en los primeros puestos de las naciones punteras en la solicitud de patentes durante la última década, si bien es cierto, añade a renglón seguido, que esto ha ocurrido después de haber adoptado algunas de las prácticas occidentales, como la economía de mercado y la protección de los derechos de propiedad intelectual.
Incluso los premios Nobel concedidos en materias científicas han quedado escorados por las decisiones sobre los concordatos adoptadas por los países europeos en el siglo XII. El mismo Bueno de Mesquita tiene que admitir que esta correlación «resulta del todo increíble», pero solo para añadir al instante que «las cifras no podrían contar una historia más clara» (p. 396). Las universidades más prestigiosas del mundo también están radicadas en los lugares que ratificaron los concordatos o en los países que descienden culturalmente de ellos (p. 409).
Está claro que cualquier relato acerca del vínculo de Europa con la prosperidad material y el progreso moral cobra en un momento u otro un parecido inquietante con una just so story (una historia de ficción, dicho sea à la Rudyard Kipling), que podría llevar por título: «Así fue como Occidente se colocó a la cabeza del desarrollo material y moral». Esto es algo casi inevitable dadas las carencias tanto de formación como de información que cualquier investigador arrostra al tener que vérselas con un periodo temporal tan dilatado. Pero resulta singularmente patente en la narración que ofrece Bueno de Mesquita si se tiene en cuenta la desproporción entre la minúscula causa remota (la firma o no de los concordatos a comienzos del siglo XII) y el abigarrado tropel de consecuencias que de ella se siguió, según él, en los siglos posteriores y que alcanza hasta el presente.
Además de esto, el enfoque es de una asombrosa estrechez de miras. La condición de politólogo de Bueno de Mesquita, y de politólogo enamoriscado de la teoría de juegos y del decisor racional que en ella comparece, le conduce a detenerse en una situación, el concordato de Worms, que se presta fácilmente a una representación en términos de teoría de juegos. Su énfasis excesivo en la racionalidad le arrastra, por otra parte, a descuidar cuestiones como las inercias culturales (patentes en el fracaso de los vikingos en la colonización de Groenlandia, por ejemplo) o la presencia de procesadores de información distintos de la racionalidad (como la inteligencia evolutiva, y también la inteligencia colectiva que preside el funcionamiento de los mercados)17.
Lo que no se le puede regatear a Bueno de Mesquita es el mérito de estudiar el viejo enigma del porqué del crecimiento económico diferencial de las naciones desde un enfoque nuevo y distinto. Al igual que Eric Jones, Bueno de Mesquita sitúa el origen del «milagro europeo» en la rivalidad, pero mientras que Jones llamaba la atención sobre el antagonismo entre los Estados, Bueno de Mesquita prefiere centrarse en la contienda mantenida por los poderes religiosos y los seculares durante la Edad Media europea. Juan Antonio Rivera Rivera es filósofo, ensayista y profesor.  














[A VUELAPLUMA] Los olvidados. [Publicada el 11/06/2019]










Hay gente que nace ya olvidada y se hace sitio en el mundo consciente de que nunca será avistado, escribe en El Mundo el poeta y periodista Antonio Lucas. Existe un género humano, comienza diciendo Lucas, que son los olvidados. No exactamente invisibles, sino traspapelados en la memoria. Ni siquiera fantasmas, sencillamente inquilinos del vacío. En literatura, en arte, en cine, en teatro, en periódicos, en política, en las cartas vendidas a saldo, en los rastros, en cualquiera de nosotros. Los olvidados son aquellos cuya falda o pantalón ya no casan con la vida, con la moda, con el consumo, con el capricho. A veces rescatamos alguno y suben al peldaño de los recobrados, que suele ser la antesala de otro nuevo olvido. Vivir consiste en ir borrando huellas.
Si uno hace cuentas, puede llenar el día con más olvidados que presentes. Cabe más gente por detrás del tiempo que en tu hora de vivir. Y quizá alguno de ellos -muchas más ellas- colaboró para ser lo que eres, o al menos ayudaron a completarte. Seres a los que prometiste lealtad, recuerdo, presencia en tus quehaceres. Es muy salvaje olvidar. Es quizá lo más terrible. Pues todo olvido es ya condena. Y esto no tiene que ver con la nostalgia, sino con uno mismo, con el ciego camino hacia el acantilado. Los días suceden atronados de voces (y ecos) de damas o caballeros invasivos, solubles, a veces bobos, vacíos, sosos, que se cuelan en tus cosas espectacularmente. Son mayoría. Y en política, un récord. En cualquier momento arman el espectáculo hueco, un mejunje de lata de a euro como la que come el gato. Y a eso le decimos política. Y lo respetamos. Y marca las conversaciones. Como si su decir fuese algo.
Tanta falta de peso intelectual parece un sabotaje, ayudado por variables sociológicas que obligan a habitar en el centro de la pista de un circo aunque no quieras, viviendo como un trapecista al que le tiemblan las manos. Estamos condenados a prestar atención a una actualidad explosiva. El odio y el miedo son los nuevos fundamentos del sistema. Pero no conviene asustarse. El tedio se aplaca algunas tardes sentado en una terraza con un par de amigos. O echando mano a ese libro que un olvidado dejó escrito y en el que una vez fuiste dichoso. Recobrar algo es vivirlo dos veces.
Hay gente que nace ya olvidada y se hace sitio en el mundo consciente de que nunca será avistado. Pienso en el joven Lautréamont, al que años después de muerto lo rescataron como sombra maldita. El mundo está saturado de gente que habla sin parar, lo cual es más relajado que pensar. Pero sólo algunos olvidados, si haces memoria, dicen a su modo una verdad. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













El poema de cada día. Hoy, El triunfo de ella, de W. B. Yeats (1865-1939)

 







EL TRIUNFO DE ELLA


Hice lo que el dragón quiso hasta que apareciste.
Porque creía que el amor era una fortuita
improvisación, o un juego establecido
que dura mientras dura la caída de un pañuelo.
Lo mejor de todo eran las alas que tenía un minuto
y si luego había ingenio es que hablaban los ángeles;
entonces surgiste entre los anillos del dragón.
Me burlé, ofuscada, pero tú lo venciste,
rompiste la cadena y liberaste mis tobillos
como un Perseo pagano o un San Jorge;
y ahora vemos atónitos el mar
y un ave milagrosa grazna mientras nos mira.

William Butler Yeats (1865-1939). Poeta irlandés










Las viñetas de hoy

 


















viernes, 5 de julio de 2024

De las diferentes formas de mirar

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. La convivencia necesita gente elástica, dice en la primera de las entradas de hoy la escritora Irene Vallejo, pero los grupos humanos tienen en común lo que inevitablemente los enfrenta: la tendencia a creerse mejores. El archivo de hoy de julio de 2008, es un hermoso texto del filósofo Xavier Rubert de Ventós sobre el castigo que los dioses impusieron a Prometeo por ponerse del lado de los hombres. El poema, Canción de hilado, es de la poetisa finlandesa Johanna Venho. Y para terminar, las viñetas de cada día. Espero que les resulten de interés. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Viaje a las miradas
IRENE VALLEJO
30 JUN 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Viajar no es difícil, lo difícil es atreverse a habitar la extrañeza. Visitamos países y paisajes, calles y templos, construcciones sostenidas por un andamiaje de conceptos y una urdimbre de deseos: en todo lo que miramos anidan símbolos. No basta pasear los lugares, hay que pensarlos. El auténtico viaje exige emigrar de nuestras arquitecturas interiores y ablandar el caparazón perezoso de los tópicos. En nuestras tercas cabezas hay marcos mentales que no vemos, porque los confundimos con lo evidente, lo lógico, lo natural. En realidad, todos somos estrafalarios. Acostumbrados a nuestras rarezas, las hemos bautizado como normalidad.
El libro más antiguo de historia universal nació de las manos de un viajero griego. En sus aventuras por tierras lejanas, Heródoto observaba, todo ojos, con asombro y avidez. Sus monumentales Historias son, en el fondo, una reflexión sobre las diferencias entre oriente y occidente. Desde la atalaya de Grecia, las grandes potencias se erguían amenazantes al este. Contemplada desde Persia o China, lo que hoy llamamos Europa era un territorio oscuro y atrasado, el salvaje oeste. Frente a discursos que enaltecen supuestas glorias pretéritas, conviene recordar con humildad que hubo un tiempo en el que, oficialmente, los insignificantes, periféricos y bárbaros éramos nosotros.
En su ensayo The Geography of Thought, el psicólogo social Richard E. Nisbett sostiene que, modelados por una diferente educación, filosofía, ejes y referentes, el mundo que pensamos —e incluso lo que vemos— en oriente y occidente es distinto. El origen de esas mentalidades contemporáneas sería milenario, y remontaría a las culturas china y griega. Obviamente, esas líneas divisorias son imaginarias, y cualquier teoría de este tipo generaliza y simplifica, pero explorar los territorios limítrofes arroja ciertas luces sobre el complejo paisaje que nos rodea, con sus eternos encuentros y desencuentros en las fronteras del pensamiento.
En Epidauro sobrevive todavía un teatro griego capaz de albergar más de 10.000 personas. Esculpido en la ladera, domina una vista fascinante de las montañas. La acústica es tan refinada que permite oír desde cualquier parte del graderío incluso el roce de las túnicas sobre el escenario. Durante los siglos de esplendor, los griegos estaban fraguando en aquellos teatros una precisa concepción del mundo, sostenida en el conflicto y el debate apasionado, personajes indómitos y choques de voluntades. En esas obras literarias, también en la filosofía, los griegos construyeron un fuerte sentimiento de identidad individual e inmutable.
Por el contrario, para Nisbett, la mirada oriental busca la armonía colectiva. Los chinos se reconocían miembros de comunidades y suma de pertenencias: el clan, la aldea y, ante todo, la familia. Los confucianos creían que no existe el yo aislado, abstracto. Les resultaba extraño pensar a la persona escindida de la naturaleza, del contexto, del grupo: soy la totalidad de rostros que muestro ante los demás. Esa polifonía explicaría las múltiples capas de nuestra conducta. Mientras las cerámicas griegas muestran imágenes de batallas, competiciones deportivas y banquetes, los pergaminos y porcelanas de la antigua China representan escenas de actividades familiares y placeres rurales. Frente a la rotunda lógica de Aristóteles, para quien “una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo”, Confucio y Lao Tse encontraban sabiduría en lo contradictorio, los ciclos y el cambio perpetuo. Según el taoísmo, “la verdadera perfección parece imperfecta, la verdadera plenitud parece vacía, la verdadera sabiduría parece estupidez, lo más delicado del mundo puede con lo más duro”. A sus ojos, nuestros destinos son efímeros y solo el viaje es constante.
La pasión por clasificar heredada de Aristóteles ha sido una herramienta útil para el avance científico, pero tiende a ocultar las realidades ambiguas. Aplicadas a las personas, las taxonomías asfixian y aíslan. Para el pensamiento oriental, somos a lo largo del tiempo —e incluso un mismo día— muchas personas diferentes. Yo soy yo y mis contradicciones. Sin embargo, el espejismo de las identidades sólidas, absolutas y eternas es desde siempre —en oriente y occidente, al norte o al sur— detonante de hostilidad. Shakespeare hizo protestar a Julieta por un odio heredado y perpetuado en los apellidos, tan solo rótulos: “Únicamente tu nombre es enemigo mío. Montesco no es una mano, ni pie, ni brazo, ni cara, ni ninguna otra parte tuya. ¿Qué hay en un nombre? Lo que llamamos rosa olería tan dulcemente con cualquier otro nombre: igual Romeo, aunque no se llamase Romeo, conservaría la amada perfección que tiene sin ese título. Romeo, quítate el nombre”.
Escribió Amin Maalouf que las personas fronterizas, con pertenencias múltiples, tienen la vocación de quebrar el imperativo del bando único y la lealtad exclusiva. Heráclito, nacido en Éfeso, la actual Turquía, encrucijada de culturas, definía la realidad como un río en el que no nos bañaremos dos veces, porque fluye el agua y cambia el yo: nada permanece. En las Metamorfosis del irreverente Ovidio, los astros, los animales y los seres humanos están hechos de la misma materia cambiante. Para el poeta romano, un cuerpo podía llegar a ser ­—o, mejor dicho, era— piedra, pájaro, árbol, río, estrella. Desde el embrión a la muerte, somos transformación: nacer, crecer, cambiar de idea, encontrar lo inesperado, criar, crear, y también envejecer. Las crisálidas, el ciclo de las estaciones o el agua que se evapora, se ovilla en las nubes y con la lluvia regresa a la tierra: todo el universo despliega metamorfosis incesantes a nuestro alrededor. También la creatividad transforma la realidad hechizándola: nuestra imaginación inventa otros mundos para curar este.
Como percibió pronto el viajero Heródoto, lo que los grupos humanos tienen en común es aquello que inevitablemente los enfrenta: la tendencia a creerse mejores. Los antiguos griegos fueron lo bastante lúcidos para cuestionarse si su etnocentrismo estaba justificado (pero, ay, concluyeron que sí). A todas horas escuchamos  arengas políticas que intentan inflar sentimientos de pertenencia cerrados y desconfiados. Esos mensajes nos pasan factura porque crean fracturas. Agrietan nuestra comunidad y nuestra prosperidad. Nos colocan en orden de batalla para el siguiente enfrentamiento, para la siguiente revancha. Y, como advierte el Apocalipsis, los tibios serán escupidos. Frente a esas identidades asesinas, como las llamó Maalouf, esencias colectivas inmodificables, podemos atrevernos a explorar nuestros diversos rostros, nuestras ambivalencias, mestizajes, metamorfosis y contradicciones. “En nuestro lado hay personas con las que en definitiva tengo muy pocas cosas en común, y en el lado de ellos hay otras de las que puedo sentirme muy cerca”, escribe el pensador libanés.
Avanzar hacia las miradas de otros puede ser antídoto y gimnasio: la convivencia necesita gente elástica. Una identidad en buena forma no es la que permanece siempre idéntica, es la que nos permite identificarnos con el prójimo. Lo más inteligente —y menos intransigente—, es abrirnos y abrazar lo ajeno en lo propio. Reconocernos en quien parece distinto, resistirnos al alineamiento. Como afirma el Tao Te Ching: “Todos los seres separados regresarán a la fuente común. Cuando lo sabes, de modo natural te vuelves desinteresado, divertido, de corazón cálido como una abuela”. La sociedad no es pura, esencial y auténtica, es cambiante y genuinamente híbrida. “Nosotros” contiene la palabra “otros”. Irene Vallejo es filóloga y escritora.  












[ARCHIVO DEL BLOG] Prometeo, o el afán de saber. [Publicada el 06/07/2008]











Dice el filósofo Xavier Rubert de Ventós ("La red del pescador". Diario El País, 06/07/08) que al titán Prometeo le castigaron los dioses por "curiosear más de la cuenta"... Es una hermosa metáfora para explicar que el castigo le fue impuesto por robar el fuego a los dioses y ofrecérselo a los humanos. Les pasó "información privilegiada", que diríamos hoy, y por eso se quedó sin empleo en el Olimpo.
Todo el interesante artículo de Rubert de Ventós, plagado de citas filosóficas, está dirigido a hacer ver que el exceso de información existente hoy en día en la Red (la Red Global Mundial, traducción de su famoso y universal acrónimo WWW) puede generar confusión y acabar por dejarnos ciegos, mudos y colapsados. Pero él, y con él las bellas metáforas que cita de Castells, Aranguren, Nietzsche, Kant o Wiener, lo explican y justifican mucho mejor...
Los dioses castigan tanto a Prometeo como Adán por curiosear más de la cuenta, comienza diciendo Rubert de Ventós; por su pretensión de romper el monopolio divino del conocimiento y repartirlo entre los mortales. Para nuestros teóricos de Internet, la Red sería hoy su reencarnación: el nuevo héroe que rompe el monopolio institucional de la información para distribuirlo entre los usuarios de Google.
El término red -o en red- ha venido asociándose desde entonces a una libre y masiva difusión de los saberes. Frente a su tradicional distribución jerárquica y parsimoniosa, estos saberes se estarían haciendo hoy inmediatamente, democráticamente accesibles a todos.
Pero no nos precipitemos: mejor quizá demorarnos por un momento en las palabras mismas y su aura. Nietzsche decía que "las palabras son metáforas que hemos olvidado que lo eran". Ahora bien, si dejamos que las palabras repercutan en nosotros, que nos golpeen con toda la carga de su origen, pronto descubrimos que la palabra red evoca un universo de asociaciones muy distinto, opuesto incluso al anterior.
Entonces la palabra red no nos sugiere algo que difunde sino algo que más bien retiene; no nos suena tanto a acumulador o difusor como a filtro o malla que captura ciertos elementos (peces o datos) y permite a otros pasar. Y lo decisivo es entonces la trama más o menos tupida de nuestra red; de una red que nos permita atrapar todos -y sólo- los datos o informaciones relevantes para el caso que nos ocupa.
¿Y no será -me pregunto ahora- que en el saber, como en el pescar, lo importante es la correspondencia entre el tupido de la red y el tamaño de la presa a capturar? Una cuestión de ajuste, de encaje, adecuación, acomodo o como quiera llamársele. En todo caso, no una cuestión de pura cantidad o intensidad. Y así son al cabo -pienso aún- todas las operaciones delicadas, sean de la naturaleza que sean: sea el Faeton de Ovidio siempre en peligro de ser víctima del "calentamiento global", sea la observación microscópica de Heisenberg, que, como la mirada del Basilisco, puede distorsionar o incluso matar lo observado, sea la candela que, según dicen los mexicanos, no hay que colocar "ni tan cerca que queme al santo ni tan lejos que no le alumbre".
Esta cuestión de acomodo o proporción ha sido abordada por Manuel Castells, pero parecen olvidarla en gran número de estudios sobre la Sociedad de la Información. Y ello contra toda evidencia de que la pura acumulación degenera a menudo en atasco; de que pocas veces, si alguna, lo máximo resulta ser lo óptimo.
La máxima información, en efecto, tiende a generar confusión: Aranguren fue mi mejor maestro precisamente porque me señaló los textos y libros que no era necesario leer (Wikipedia, por el contrario, me ofrece demasiados). El continuo flujo de moribundos en pateras nos escandaliza, ciertamente, pero a menudo nos coarta y paraliza toda respuesta personal frente a algo que parece rebasarnos. La competencia rápida y fácilmente adquirida -el pollito que sale del huevo y ya anda- es propio de especies inferiores que no alcanzan "adolescer" de una larga adolescencia. El crecimiento desmesurado y sin control de una célula es lo que los médicos llaman metástasis o cáncer.
Y así en todo: incluso en la memoria más gigas de la cuenta, como la del pobre Funes borgiano incapaz de olvidar nada, ahíto de bites, atontado. Como les ocurre a menudo a nuestros ordenadores, Funes había perdido aquella "capacidad de olvido" ensalzada por Rousseau: "Aquel defecto de memoria que nos deja en el feliz estado de tener la suficiente para que todo nos sea comprensible pero carecer lo bastante de ella para que todo nos aparezca como nuevo".
Kant advirtió ya que la pura información sin criterio alguno de selección es ciega. Bacon y Popper añadieron que la naturaleza es muda mientras no aprendemos a hacerla hablar con preguntas a la vez pertinentes e intencionadas (crueles incluso, según Bacon, que comparaba el laboratorio moderno al torno con el que el Gran Inquisidor hacía "cantar" al hereje -un hereje que hoy sería el ADN o los agujeros negros-).
Norbert Wiener fue más preciso todavía: "Existe un techo al número de variables o de informaciones con las que podemos operar y que sabemos manejar operativamente". Un techo del que era bien consciente un veterano político, sobrado y lenguaraz, que me aconsejaba en el Parlamento la siguiente estrategia informativa para con los miembros de la oposición: "Si no puedes darles menos información de la que necesitan, dales más de la que pueden asimilar: colápsalos".
Ciegos, mudos, colapsados: así es, en efecto, como puede dejarnos una eufórica utilización de la Red que olvide su parentesco lógico y etimológico con la red del pescador.
Y si tienen oportunidad de hacerlo no dejen de leer el "Prometeo encadenado", de Esquilo, o el "Frankenstein o el moderno Prometeo", de Mary Shelley. Entenderán, entonces, lo que los dioses no querían que supiéramos... Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt











El poema de hoy: Canción de hilado, de Johanna Venho (1971)






 




CANCIÓN DE HILADO


Hilo una hebra larga,

desciendo por ella a las aguas,

a la pupila, ojo de la fuente,

sé que estás aquí.

A través de las letras de lápida,

a través de toda la razón me zambullo

un tizón ardiente en el bolsillo

más medias de niña y monedas,

divisa equivocada en este reino,

sé que estás aquí.

Hubieron largos años, hambrientos,

un bote de remos vacío se golpeaba contra el muelle,

tú cerrabas puertas, te asustabas del viento,

repetías palabras embotadas,

horarios, cantidades,

se desramó el árbol de sueños.

Caen copos de nieve,

tengo diez años

atrapo con la lengua,

chica con cola de caballo bajo el cielo estrellado

regresa a casa de la escuela de espaldas.

Tejo un pañuelo largo,

desciendo por él a la noche,

galopo en un corcel negro hasta la vía,

sé que estás aquí,

una canción detrás de la oreja, por debajo de la lengua,

canción que solamente tú tienes:

vestido de hada, flor de sufrimiento,

manos olientes a humo del fogón,

deja que la canción, deja que la canción guíe

desde la calle regla hasta el sendero,

desde la cancha de asfalto hasta el campo del diablo,

desde la espuma del rápido mayor hasta el desagüe,

cae nieve clemente,

nieve de algodón tierna,

sigamos así,

sé que estás

donde antes

despejado, fluyendo

como alguna vez antes


Johanna Venho (1971)