martes, 2 de julio de 2024

De los últimos testigos







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Se van muriendo los que vivieron la Guerra Civil, dice en la primera de las entradas del blog de hoy el escritor Antonio Muñoz Molina, y quienes de niños les escuchamos deberíamos transmitir lo que nos contaron, porque si no lo hacemos nosotros no habrán dejado huella en el relato de la Historia. En el archivo del blog de hoy, de julio de 2020, eran los días más crudos de la pandemia, la periodista Cristina Manzano escribía sobre el espejismo de las calles sin coches, del aire sin humo y del sonido de los pájaros, que nos llevó a pensar que en las ciudades otra vida es posible. El poema de hoy, del poeta francés Paul Valery (1871-1945) nos habla de tardes sublimes adornadas de palomas... Y para terminar, como siempre, las viñetas del día. Espero que todas ellas les resulten interesantes, y que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com








Los últimos testigos
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
29 JUN 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Mi abuelo paterno hablaba muy poco, y se fue tan en silencio como había vivido, doblando la cabeza blanca hacia el pecho, sin un quejido, en la mesa del comedor. Mi abuelo materno no se callaba nunca, pero en los últimos años de su vida, muerta su mujer, apenas volvió a abrir la boca. En esa época yo llevaba ya mucho tiempo fuera de mi casa, y había dejado de prestarle atención, de esa manera algo despiadada en que los jóvenes se desinteresan de los viejos, pero toda mi niñez la había pasado escuchando las historias que contaba, que me contaba a mí a solas como si fuera adulto, quizás porque en la familia todo el mundo estaba aburrido de ellas, o porque en aquellas vidas tan difíciles que tenían sobraba poco tiempo entre el regreso agotado del trabajo y la caída en el sueño. Yo estaba en el campo recogiendo aceituna o ayudando en las tareas de la huerta y ponía el oído a las cosas que se contaban entre sí los hombres mayores, coetáneos de mis abuelos, y también los de la edad de mis padres. A una generación le había tocado vivir la Guerra Civil como adultos, y también tenían recuerdos muy favorables de la dictadura de Primo de Rivera, en la que contaban que había habido mucho trabajo en las obras públicas; la de mi padre, fue la de quienes eran niños en la guerra. Muchos de ellos la recordaban sin tristeza, porque habían pasado nada menos que tres años sin ir a la escuela. Ese recuerdo coloreado con tonos parciales de felicidad volví al encontrarlo en cuentos y novelas de Juan García Hortelano, niño en el Madrid asediado, y en las cosas que me contó una tarde memorable la madre de mi amigo Luis Suñén, que jugaba con sus amigas a recoger trozos de metralla enfriados en la Gran Vía, después de los bombardeos.
Debajo del silencio forzoso de la dictadura franquista había un rumor de voces que contaban cosas en la intimidad de la familia, en las cuadrillas y los tajos del campo. Los hombres hablaban inclinados sobre la tierra con un cigarro ensalivado y medio apagado en la boca. Unas veces yo ponía atención y otras veces los oía de fondo, junto a los sonidos de entonces, la azada contra la tierra, la hoz segando, el caudal del agua en las acequias. Campesinos pobres destinados sin excusa a ir al frente, la guerra que contaban no tenía nada que ver con la de las películas americanas o los tebeos de Hazañas bélicas que entonces leíamos todos los niños. Era una guerra de pobres, unas veces cruel y otras grotesca o cómica, entre el tedio, la confusión, el miedo, la picaresca, el sinsentido de que tantos hombres hubieran tenido que matarse los unos a los otros; matarse entre sí y también matar animales, mulos o caballos, que habrían sido de excelente ayuda en el campo en vez de acabar desventrados y con las cuatro patas tiesas hacia el cielo. Anclado en una realidad con frecuencia adversa, sometida a todos los azares del clima, un campesino es alérgico a toda forma de épica. Decían que al disparar siempre cerraban los ojos. No concebían la temible abstracción colectiva de algo llamado el Enemigo. “Si el que estaba enfrente yo no lo conocía ni me había hecho nada, ¿por qué iba yo a matarlo?”.
Es la sensatez cabezona y burlesca de Sancho Panza, idéntica a la del soldado Švejk en la Primera Guerra Mundial, y la de aquel muchacho de 17 años que iba para mecánico en Madrid y también tuvo que ir a la fuerza a la guerra, Miguel Gila. Solo en los libros de memorias de Gila he reconocido plenamente el tono de aquellas voces perdidas, tan distintas de las de los ideólogos y los militantes, tan poco acogidas en los libros de Historia. Yo me marché de aquel mundo y dejé de escucharlas, y muchas de ellas se me fueron olvidando, pero otras acabaron formando parte de la memoria personal y la imaginación, y no han dejado de alimentarme.
La generación de los que fueron soldados se ha extinguido por completo, y es la siguiente, la de los niños, los que sufrieron mucho más en la posguerra que en la guerra, los que tenían el recuerdo vívido del que llamaban “el año del hambre”, 1945, la que está apagándose ahora. Dice Miquel Echarri en EL PAÍS Semanal que en España quedan 16.000 centenarios, y que los historiadores urgen a que se recojan los testimonios de los que aún están lúcidos, pero serán bastantes más los que pasan los noventa, algunos sumidos en un silencio irreversible, como el de los últimos años de mi abuelo, pero muchos otros llenos todavía de cosas que contar, el pulso de lo concreto y lo vivido, los hechos mínimos que suceden al margen y son más reveladores que acontecimientos notorios: lo sensorial, lo chocante, lo imprevisto, lo que solo puede saber quien estuvo presente. Hasta hace poco, mi madre, que tiene 94 años, se recordaba de niña corriendo hacia un refugio con su hermano pequeño en brazos, cuando las sirenas y luego los motores de los aviones anunciaban los bombardeos franquistas sobre Jaén.
“Se trata de devolver a la Historia una dimensión humana fundamental: cómo se vivieron los hechos, qué percepciones existían en la época, qué impacto causaron en sus testigos indirectos o en quienes sufrieron personalmente las consecuencias”, le dice a Miquel Echarri el historiador Óscar Rodríguez Barreira. La generación que ahora se extingue fue la última en España que vivió plenamente el mundo antes de la explosión del desarrollo, la última que ejerció los oficios inmemoriales de la agricultura y la artesanía, saberes populares muy sofisticados en los que se cimentaba su sustento y la dignidad de sus vidas. A mí ahora me remuerde la conciencia por no haber escuchado y preguntado todo lo que hubiera debido. Mi abuelo paterno también fue soldado en el frente, pero no contaba nada, y yo no le pregunté. Mi abuela materna había sido oficiala de sastrería y había trabajado también tejiendo cosas de esparto, que entonces era un material cotidiano, con el que se hacían cestos, esteras, espuertas, serones, capachos para almacenar la aceituna. Su marido era un narrador desbordante, un Balzac oral que invocaba lo mismo a don Manuel Azaña y al doctor Juan Negrín que al general Primo de Rivera, con el que aseguraba haberse cruzado una noche por una calle apartada de Úbeda, cuando acompañó a Alfonso XIII en una visita oficial a la ciudad. Mi abuelo decía que el general iba solo y que él lo recoció a la luz de la bombilla de una esquina. El general le dijo: “Perdone, ¿no habrá visto usted por aquí a Su Majestad?”. Dado el noctambulismo rijoso del Rey, puede que la historia no sea falsa, aunque sí inverosímil. Ella, mi abuela, era más propensa a la concisión del epigrama que al gran despliegue narrativo, a la ironía que al melodrama. Cuando él empezaba una de sus grandes historias, ella, sentada a su lado, le daba un pellizco debajo de las faldillas. “Manuel, no hables tanto”. Bien conocían todos ellos el destino de algunos que habían alzado voces temerarias o valientes, que se habían “señalado” antes de la derrota. Fue morirse ella y él quedarse en silencio.
Ahora nosotros, hijos y nietos de entonces, estamos a punto de ser otra última generación, la de los que escucharon, los que pasaron la niñez en aquel mundo perdido. Contar con veracidad lo que uno ha vivido me parece una obligación cívica. El pasado se inunda muy fácilmente de desconocimiento y de mentiras. Una comunidad civilizada se basa en gran medida en una conversación entre los vivos y los muertos. Nuestra tarea es atestiguar lo que hemos visto con nuestros propios ojos, incluso cuando parezca que nadie está interesado, y también contar lo que nuestros mayores nos contaron, lo que de otro modo no habría dejado huella en el relato de la Historia. Antonio Muñoz Molina es escritor y miembro de la Real Academia Española.
 








[ARCHIVO DEL BLOG] Ciudades. [Publicada el 08/07/2020]









En el espejismo de las calles sin coches, del aire sin humo y del sonido de los pájaros, escribe en el A vuelapluma de hoy [La ciudad del cuarto de hora. El País, 2/7/20] la periodista y directora de "esglobal" Cristina Manzano, hemos llegado a pensar que en la ciudad otra vida es posible,. Han pasado apenas unos días y esa sensación comienza a quedar ya lejos, pero incluso antes de todo esto hubo gente que imaginó cómo volver a humanizar un entorno urbano cada vez más hostil.
Uno de ellos -comienza diciendo Manzano- es Carlos Moreno, profesor e investigador franco-colombiano, precursor de las ideas del crono-urbanismo y de la ciudad del cuarto de hora. Su propuesta es reconfigurar los barrios de modo que cada persona tenga los servicios primordiales —educación, trabajo, sanidad, ocio…— a no más de 15 minutos de su casa. Se trata de poder ir a la mayoría de los sitios habituales a pie o en bicicleta, de revitalizar el comercio de proximidad, de disfrutar más y mejor de los espacios públicos, de facilitar una nueva relación entre vecinos, de reducir el número de automóviles… No es una transformación instantánea, es una ambición, una hoja de ruta, un camino. Es un viaje para encarnar los lugares, encontrar a la humanidad al final de la calle, dotar de corazón al corazón de la ciudad, afirma Moreno.
Pero para que este tipo de ideas prosperen hay que convertirlas en políticas públicas y eso es lo que pretende hacer en París la recién reelegida alcaldesa, Anne Hidalgo, que incluyó la ciudad del cuarto de hora en su programa electoral. Su ambición es haber convertido París en la primera gran ciudad del mundo (casi) sin coches al final de su segundo mandato. Como anticipo, durante la pandemia Hidalgo ha prohibido prácticamente todo el tráfico de vehículos de motor en la Rue de Rivoli y ha proyectado 50 kilómetros adicionales de vías ciclistas.
Su apuesta verde la ha llevado a revalidar la alcaldía en unas elecciones municipales en las que los ecologistas a lo largo del país han obtenido una victoria sin precedentes.
Muchas otras ciudades llevan años con diversas fórmulas para acabar con el imperio del coche: Ámsterdam, Copenhague, Ottawa —que introdujo recientemente la ciudad de 15 minutos—, Pontevedra, Nagoya. Pero ninguna del tamaño de la capital francesa. En Barcelona y Vitoria se está experimentado con las “supermanzanas”, para desviar el tráfico a vías principales y devolver las calles “interiores” a los vecinos. Madrid está estudiando también esta idea.
Ahora o ¿cuándo? La ONU calcula que el 68% de la población mundial vivirá en ciudades para 2050. Hay que aprovechar estos momentos propiciados por la crisis antes de volver a sucumbir en la inevitabilidad de las inercias. Como han demostrado los votantes franceses, el deseo de cambio de la ciudadanía está ahí. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













El poema de cada día. Hoy, Una tarde adornada de palomas sublimes, de Paul Valéry (1871-1945)

 






UNA TARDE ADORNADA DE PALOMAS SUBLIMES...


Una tarde adornada de palomas sublimes
la doncella suavemente se peina al sol.
Roza en la onda al nenúfar con su pie de arrebol
y entibia sus dos manos errantes y morosas
tendiendo hacia el ocaso sus transparentes rosas.
Una onda inocente recorre en emoción
su piel: es que una flauta toca un absurdo son.
El músico, que tiene dientes de pedrería,
lanza una fútil brisa de sombra y fantasía
con el oculto beso que arriesga entre las flores.
Fría, ante el dulce juego de llantos y de amores,
ni haciéndose divina con una frase sola
de rosa, la belleza, gracias a su aureola,
en suelta cabellera de mirra perfumada
mira, con ojo augusto entre la crencha dorada
la luz que antes pasó entre sus manos abiertas.
Sobre su espalda húmeda cae una hoja muerta.
De la flauta, hasta el agua, cae una gota suave
y el pie puro se asusta como una bella ave
ebria de sombra...

Paul Valéry, 1871-1945















Las viñetas de humor de cada día

 




















lunes, 1 de julio de 2024

De la geopolítica para un mundo conectado

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. La interdependencia conlleva conflicto y cooperación, y el riesgo de vivir una era en la que no se está oficialmente en guerra, pero nunca en paz, comenta en la primera de las entradas del blog de hoy el historiador Antonio R. Rubio Plo, añade descontento generalizado, un mal psicológico, que no puede curarse con diseños utópicos de un mundo ideal. En la segunda, un Archivo del blog de junio de 2018, el también historiador Tomás Llorens, reseñaba la novela de Albert Camus La peste y analizaba cuanto el libro contiene de exaltación de la idea de compromiso; compromiso con la humanidad, pero sobre todo con uno mismo y con nuestra condición de hombres. Cierran las entradas de hoy el poema A Diotima, del poeta alemán Friedrich Hölderlin (1770-1843) y las viñetas de humor de cada día. Espero que les resulten interesantes. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Geopolítica para un mundo conectado
ANTONIO R. RUBIO PLO
05 JUN 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro La era «sin paz». Cómo la conectividad genera conflicto, de Mark Leonard. Rialp, 2024-
Mark Leonard, director del European Council of Foreign Relations, escribió hace dos décadas un libro con resonancias de triunfo, Por qué Europa liderará el siglo XXI, que el entonces Alto Representante de la PESC, Javier Solana, calificó de «optimismo contagioso», pues hablaba de un Nuevo Siglo Europeo y de las ventajas de la integración. El libro era, en definitiva, una entusiasta apología de la «estrategia normativa» de la UE, capaz de desplegar un destacado ámbito de influencia internacional. Sin embargo, en aquellos tiempos el mundo vivía impactado por las consecuencias del 11-S y la guerra de Irak, aunque Leonard no había perdido la esperanza en el orden internacional liberal y en el proceso de globalización. Luego llegarían la crisis financiera de 2008, el Brexit, la presidencia de Trump, la pandemia, la guerra de Ucrania… Pese a todo, Mark Leonard no se ha anclado en el pesimismo, sino que su respuesta ha sido un nuevo libro que se ajusta al principio de realidad y que ha dejado de lado las ingenuidades de obras como La tierra es plana (2005) del periodista Thomas L. Friedman, una de las obras más difundidas en la primera década del siglo XXI. Con La era «sin paz», Leonard ha reconocido que una época ha pasado y que hemos entrado en un período de inestabilidad, de un modo similar al politólogo búlgaro Ivan Krastev, amigo del autor, que en La luz que se apaga (2019) certificó la agonía del internacionalismo liberal.
Cabe intuir que a Mark Leonard le habrá supuesto un considerable esfuerzo escribir este libro. Dados sus antecedentes, los de su infancia en Bruselas, su condición de hijo de un exdiputado laborista europeísta y su combate intelectual por Europa, escribir puede ser un esfuerzo plúmbeo, sobre todo para un inglés que asistiría conmocionado al irracional triunfo del Brexit en 2016. Según él mismo reconoce, su primera intención sería hacer un apasionado alegato en favor de un «mundo abierto». Si lo hubiera hecho así, su libro habría pasado inadvertido. Pero al asumir el principio de realidad y no enmascararlo con un cargamento de buenas intenciones, su libro se ha convertido en una indispensable referencia para el conocimiento de un mundo agitado por toda clase de turbulencias. Es el mundo de la era «sin paz», en el que sigue habiendo guerras como la de Ucrania en el que conviven los armamentos convencionales y la tecnología más sofisticada. Esta guerra finalizará un día, aunque sea de manera provisional, pero el mundo hiperconectado, resultado de la globalización, seguirá sin conocer una auténtica paz.
Hoy podemos detectar dos tendencias en la opinión pública: la de los que rechazan la globalización y le atribuyen toda clase de males, y la de quienes imperturbables ante los hechos, contagiados por una especie de fatalismo del progreso, actúan como si no pasara nada. En cambio, Leonard asume los hechos y sus consecuencias. Al igual que tantos otros, él también creyó en que conectar el mundo podría traer una paz duradera. La integración de la economía, el transporte y las comunicaciones haría imposible las guerras. No era precisamente algo novedoso, pues, como recuerda Leonard, en 1909 el periodista Norman Angell publicó La gran ilusión, una apología del libre comercio como instrumento de paz, que bien podrían haber suscrito Kant o Adam Smith, y que le valió a su autor el Premio Nobel de la Paz en 1933. Sin embargo, el mundo conectado de nuestros días es una fuente de conflictos.
Esta obra podría llevar también el título de Geopolítica de la conexión, que da nombre a uno de sus capítulos. Quien se interese por la geopolítica debe de tener en cuenta los factores presentados en este libro y no enrocarse en teorías sobre control de territorios por grandes potencias, en las que importa más el fatalismo o determinismo geográfico que la actuación de los seres humanos. Por eso, no me resisto a transcribir este sintetizador párrafo del libro de Mark Leonard: «En los próximos años, es menos probable que los grandes conflictos geopolíticos giren en torno al control de la tierra y el mar. En su lugar, serán los pactos migratorios, los centros financieros extraterritoriales, las fábricas de fake news, las ayudas estatales, los chips informáticos, la protección de las inversiones y las guerras de divisas los que estarán en el ojo del huracán». Todas estas circunstancias las conoce bien Leonard, pues ha viajado a China, donde ha estado en sus centros de reconocimiento facial, ha visitado el Pentágono, la sede de Facebook, un museo de Teherán dirigido por los guardias revolucionarios o ha conversado con algunos líderes políticos como el presidente turco Erdogan.
El contraste con la realidad lo apreció el autor en su primer viaje a China en los inicios del siglo actual, cuando muchos en Occidente querían creer que los chinos se estaban adaptando al orden global, y que después de las transformaciones económicas llegaría la democracia liberal. El politólogo chino Yan Xuetong le ofrecería una perspectiva diferente: China no imitaría a Occidente y buscaría sus propios intereses nacionales. De ahí que Yan Xuetong sea considerado como el fundador de la escuela china de relaciones internacionales, y es destacable que en algunos de sus escritos no ha descartado un conflicto armado con Estados Unidos. En efecto, como bien resalta Leonard, no hay ningún telón de acero, ni de bambú, que separe a chinos y norteamericanos. Los vínculos de los dos países en economía y comercio son muy acentuados, pero esa conexión no aleja la posibilidad de un conflicto. Pekín no se ha convertido a las normas universales preconizadas por Occidente y sigue su propio camino para consolidarse como superpotencia, y el campo principal de batalla entre los dos países es el de la tecnología. La tecnología es la principal fuente de sospecha entre Pekín y Washington, pues ofrece la posibilidad de inmiscuirse en los respectivos asuntos internos.
Las impresiones de Leonard sobre el terreno se han visto completadas con largas jornadas de estudio y reflexión, imprescindibles para redactar un libro que debe bastante a la psicología. Por ejemplo, el libro de la psicóloga Pia Mellody, Afrontar la codependencia (1989), aplicable, según Leonard, a la política y las relaciones internacionales. En la codependencia los lazos entre los distintos actores se vuelven tóxicos, pero también resultan ineludibles. La conclusión, más emocional que racional, es que los problemas deben gestionarse más que solucionarse. Recuerda un tanto a la filosofía oriental del ying y el yang, que coexisten en lugar de sintetizarse. No es casual que Leonard encontrara el citado libro en una librería de Pekín, y eso le ha llevado a concluir que el mundo necesita de terapeutas más que de arquitectos, si bien nuestro autor desconfía de la palabrería psicológica. Personalmente este planteamiento me ha recordado en cierto modo la dialéctica de la oposición polar del filósofo Romano Guardini, formulada en 1925, que implica el rechazo de la síntesis hegeliana y marxista, y defiende la coexistencia de los opuestos. Un polo no destruye al otro, sino que tienen que coexistir. Puede, por tanto, existir una cierta unidad en la diversidad, lo que implicaría la conclusión, sin ir más lejos, de que la realidad es superior a las ideologías.
Otro libro influyente en el discurso de Mark Leonard es La geografía del pensamiento, del psicólogo social Richard Nisbett(2003), una recomendación que le hizo Andrew Marshall, un funcionario del Pentágono que fue director de la Oficina de Evaluación de Redes. Marshall fue un gran estudioso del pensamiento estratégico de Pekín, pero a Leonard le llamó la atención su escaso interés en hablar del armamento y la tecnología. Lo que más le interesaba era la comparación entre las distintas formas de pensar de chinos y estadounidenses. Los occidentales tienen pasión por las categorías abstractas, pero, en cambio, los chinos consideran que los acontecimientos no suceden los unos aislados de los otros, sino que forman parte de un todo en el que los elementos cambian continuamente. Del libro de Nisbett lo que más gustaba a Marshall era el experimento de la pecera: un estadounidense miraba directamente a los peces, dónde nadaban y su tamaño. En cambio, un chino fijaba su atención en la forma de la pecera, y las piedras y plantas que había en ella. A partir de ahí llegaba a una conclusión sobre las opciones que tenían los peces. Los chinos son, por tanto, maestros de la estrategia relacional, y en cambio, los norteamericanos lo son de la instrumental. Por lo demás, Marshall recomendó a Leonard la lectura de La propensión de las cosas: para una historia de la eficacia en China (2000) del sinólogo y filósofo François Jullien, donde se señala que los chinos no parten de planes preconcebidos sobre una realidad que debe de ser organizada. Por el contrario, creen que la realidad lleva implícita su propia organización. Tiene propensiones e inclinaciones que hay que saber detectar y aprovechar. Es lo que Jullien llama «potenciales de situación».
Leonard subraya que la conexión es esencial para nuestro bienestar. Pero los hechos han demostrado que no nos ha conducido a un mundo ideal regido por la cooperación. La conexión ha traído al mismo tiempo conflicto. De ahí que dedique amplios párrafos de su libro a reiterar que la envidia ha dividido a las sociedades del mundo conectado, una envidia que está muy relacionada con las ansias de imitación. Por otra parte, el deseo de estar conectados ha contribuido paradójicamente a la segregación en diferentes grupos identitarios. Por eso, la guerra cultural es también una guerra digital y en ella se transmite, entre otras cosas, la percepción de que las minorías amenazan a las mayorías que, supuestamente, serían minorías en sus propios países. De esa mentalidad participan tanto el America First de Donald Trump como la memoria trágica de aquellos países que siguen esgrimiendo su pasado colonial en la arena internacional.
En consecuencia, Leonard asegura que hay que poner los medios para «desarmar» la conexión, y para ello utiliza el símil del control de armamentos durante la Guerra Fría. Sin embargo, hay una diferencia: es una tarea que no corresponde únicamente a los estados. Es una labor que afecta a la gente corriente, a los que somos actores en un mundo conectado, pues las redes sociales son un instrumento principal de polarización. Podría calificarse de terapia de «desintoxicación», una tarea ardua y comparable al descorazonador mito de Sísifo, en el que hay que estar empezando una y otra vez. Esta terapia para la era «sin paz» la extrae Leonard de la psicología por medio de los siguientes pasos.
En primer lugar, hay que afrontar el problema de que las redes sociales exacerban la fragmentación y desatan la envidia y el resentimiento. En segundo lugar, hay que establecer límites sanos al panorama de polarización, y buscar, siguiendo al politólogo estadounidense Jonathan Haid, subrayar lo que la sociedad tiene en común en lugar de insistir sobre su diversidad, algo que hace que las personas vivan juntas sin llegar a conocerse. En tercer lugar, hay que ser realista sobre lo que se puede controlar. La humanidad tiene la difícil tarea de aprender a gobernar la tecnología que ha creado, y en el caso de China, Leonard recuerda que China no se derrumbará y que tampoco imitará a Estados Unidos. El realismo pasa por convivir con una China poderosa sin renunciar a los valores occidentales. En cuarto lugar, está el autocuidado, pues el mayor desafío al orden liberal no proviene ni de Rusia ni de China, sino de sus sociedades divididas. Toca, por tanto, rediseñar las políticas nacionales de educación, sanidad, asistencia social e industria para producir riqueza y distribuirla equitativamente. Por último, en quinto lugar, hay que buscar un consentimiento real de las personas, pues gobiernos y empresas han impulsado la conexión sin intentar garantizar el consentimiento, ni a escala nacional ni internacional.
La interdependencia conlleva conflicto y cooperación, y el riesgo de vivir una era en la que no se está oficialmente en guerra, pero nunca en paz. Una era del descontento generalizado. Estamos ante un mal psicológico, que no puede curarse con diseños utópicos de un mundo ideal. Antonio R. Rubio Plo es profesor de Relaciones Internacionales y de Historia del pensamiento político y analista de temas de política internacional.














[ARCHIVO DEL BLOG] El compromiso. [Publicada el 06/06/2018]











Hace unos días mi mujer y yo vimos en casa la película El espía, un film de Billy Ray estrenado en España en 2007 que relata la captura de un agente del FBI, Robert Philip Hanssen, que durante más de veinte años estuvo pasando información a la Unión Soviética, primero, y luego a Rusia, hasta que fue apresado en 2001 y condenado a cadena perpetua, que aún cumple. Hay una escena de la película en la que el joven agente que acabará por descubrirle habla con su padre, antiguo oficial de la marina de guerra, al que comenta las dudas que le atormentan a veces en su trabajo, lleno de trampas, traiciones y operaciones más o menos sucias. La lacónica respuesta del padre es toda una lección sobre el cumplimiento del deber por encima de cualquier otra consideración moral: "Sube al barco, haz tu trabajo y vuelve a casa"... Asocié la escena a lo que denunciaba Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén . Un estudio sobre la banalidad del mal. No me pregunten porqué, pero fue así. ¿Quizá por lo alegado por Eichmann, y tantos otros a lo largo de los tiempos, de que él "solo cumplía órdenes"?... Puede ser... Aunque en este caso, el significado de la frase pueda ser radicalmente distinto. Si leen esta entrada hasta el final quizá lo entiendan... O no... Y el perdido sea yo...
Rememoraba lo anterior leyendo la emotiva reseña del historiador Tomás Llorens en El País sobre la novela La peste, de Albert Camus, en la que analiza cuanto el libro contiene de exaltación de la idea de compromiso. Compromiso con la humanidad, pero sobre todo con uno mismo y con nuestra condición de hombre. Como a Llorens, de mi misma edad, la lectura de La peste me provocó una profunda impresión de la que ya dejé constancia en el blog en su día.
En el ecuador del franquismo, comienza diciendo Llorens, el compromiso político no era un dogma ideológico; era, simplemente, algo que corría prisa. Y una generación a la que luego se le negó el mérito se encargó de eso. Leí La peste, comenta, en el invierno de 1959-1960. Yo tenía 23 años y Camus me llegaba demasiado tarde y demasiado pronto. Demasiado tarde, porque, para entonces, yo ya había leído La náusea y los cuentos de El muro y estaba deslumbrado por Sartre. Demasiado pronto, porque mi experiencia vital era todavía demasiado corta para apreciar todo el valor literario de la novela.
La peste es, en efecto, una de las grandes novelas del siglo XX. Sobre todo, por la voz del narrador. Como en una tragedia de Esquilo, es esa voz coral, más que los episodios que se engastan en ella, la que mantiene la tensión de la narración. Distante, objetiva, rítmica, cuenta la aparición de la peste, su progreso lento e inexorable, las estadísticas crecientes de los muertos semanales, luego diarios, el pulso árido de la ciudad sin árboles, el devenir de sus callejas y bulevares minerales, cerradas sobre sí mismas, abandonadas a su propio delirio. Ese ritmo mantenido es inseparable de las ideas que lo habitan. El punto culminante de la narración es un episodio en el que se cuenta el contagio y la muerte de un niño. Apenas 24 horas. Página tras página, los síntomas desfilan con precisión clínica ante los ojos del lector, párrafo tras párrafo las expectativas de remisión se tensan para acabar, una y otra vez, frustradas, convertidas en nada. Pero es también a lo largo de esa agonía donde se revela con más claridad el combate de las ideas. El escándalo de la tortura de un inocente. La inexistencia, o, peor, la indiferencia, de Dios. El pulso ciego de la vida y de la muerte. La fragilidad, liviana y seca, de la solidaridad entre los hombres. 
Leí La peste a destiempo, pero muchos amigos la leyeron en el momento adecuado y, gracias a ellos, Camus tuvo una influencia decisiva en nuestra generación. El régimen franquista atravesaba lo que luego supimos que era su ecuador, y las ideas del escritor francés inspiraron los comienzos de nuestra revuelta. En primer lugar, naturalmente, por la metáfora transparente que hacía de la peste una figura del nazismo. Pero, también, por el escándalo de la injusticia social y de la corrupción larvada del régimen franquista. Por la irritación que nos producía, no solo la Iglesia católica, sino la religión en sí misma, con su carga de esperanza vana y de engaño. Y, más allá de la Iglesia y de la religión, todas las retóricas de la trascendencia en todas sus manifestaciones. No queríamos saber nada de ningún dogma ni de ningún más allá. (Tampoco —al menos algunos de nosotros— del más allá que preconizaban los comunistas).
La única opción posible era el aquí y el ahora, por muy carentes de sentido que se nos presentaran. Enúltimo término, como única posibilidad, estaba solo la ciencia. Rieux, el protagonista de La peste, es médico y lucha con la enfermedad sin otras armas que las del conocimiento científico. Es cierto que Camus —seguidor de Nietzsche, en definitiva, aunque lejano— es consciente de las limitaciones e insuficiencia de la ciencia —“su lucha es una derrota continuada”—; pero al mismo tiempo tiene claro que no hay otra cosa —“eso no es razón para dejar de luchar”—. La ciencia y la solidaridad. El compromiso con los compañeros de combate.
El compromiso social y político fue, como es sabido, la señal distintiva de nuestra generación. Y dejó su marca en la vida cultural española. Para bien y para mal. Para bien, porque fue un ethos intensamente compartido. Pocos períodos de la historia de la cultura española del siglo XX presentan un aspecto tan compacto y unitario como el decenio que transcurrió entre la segunda mitad de los años cincuenta y la segunda mitad de los años sesenta. Y esa compacidad se traduce, me atrevo a decirlo, en la fuerza y calidad de la mejor literatura y el mejor arte de esos años. Para mal, porque esa fuerza y calidad fueron negadas en la década siguiente. Contra el ethos del compromiso, se alzó la bandera de la autonomía del arte y la literatura. El final del franquismo y los primeros años de la Transición transcurrieron bajo el signo creciente de la pintura-pintura y de la literatura autorreferencial. Los años sesenta se etiquetaron y ridiculizaron ferozmente. Tanto que, aún hoy, siguen siendo mal entendidos. Los artistas, escritores, científicos e historiadores “comprometidos” del siglo XX se siguen caricaturizando como intelectuales anacrónicos, dogmáticos, proclives a sacrificar la calidad literaria, artística o científica de lo que hacían en aras de una miope instrumentalización política.
Releyendo La peste he reencontrado un pasaje que fue clave para nuestra generación. Uno de los personajes principales de la novela es Rambert, un joven periodista forastero que queda involuntariamente encerrado en la ciudad cuando se declara el estado de peste. Aunque es un hombre proclive al compromiso político, que ha luchado con las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil española, Rambert considera ahora que el problema de la ciudad apestada no es el suyo y decide abandonarla para reunirse en Francia con la mujer que ama. Ante la imposibilidad de hacerlo legalmente, acaba optando por una evasión clandestina. Tras varias tentativas fracasadas, se le presenta finalmente la ocasión de hacerlo. Sin embargo, llegado el momento crítico, cancela el proyecto para ponerse al servicio de los equipos de ayuda médica que combaten la peste. Cuando lo comunica a su amigo Rieux, el médico encargado de la organización de esos equipos, Rambert espera una felicitación conmovida. Rieux, sin embargo, al principio calla y luego acaba diciendo que no le entiende. “Nada en este mundo vale tanto como para renunciar a lo que se ama”. Sin embargo, dice Rambert, el propio Rieux ha renunciado a reunirse con su joven mujer, enferma en un sanatorio fuera de la ciudad. ¿Por qué ha decidido quedarse a cuidar de los enfermos? “No lo sé. Creo que lo hago porque es lo que corre más prisa”. El conflicto entre el compromiso político y la plenitud existencial de quien se entrega a “lo que ama” —sea esto lo que sea: una mujer o la creación artística o literaria— no se resuelve en la teoría, sino en la acción y solo de modo provisional. En el ecuador del franquismo el compromiso político no era un dogma ideológico; era, simplemente, algo que corría prisa. Vista ahora, más de medio siglo después, difícilmente podría imaginarse una actitud más libre. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt











El poema de cada día. Hoy, A Diotima. Hermoso ser, de Friedrich Hölderlin (1770-1843)

 








A DIOTIMA. HERMOSO SER

¡Hermoso ser! Vives como las frágiles flores en invierno,
floreces encerrada y solitaria en un mundo envejecido.
Anhelas sacar fuera tu amor, a la luz primaveral solazarte
y buscar en el calor de sus rayos la juventud del mundo.
Mas tu sol, aquella época más hermosa, ya se ha metido,
y silban ahora en la noche glacial los huracanes.

Friedrich Hölderlin, 1770-1843













Las viñetas de humor de cada día

 
















domingo, 30 de junio de 2024

Del doble rasero

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. El sentimiento de agravio comparativo recorre a una parte importante de la ciudadanía global, comenta en la primera de las entradas de hoy en el blog la socióloga Olivia Muñoz-Rojas, y a juzgar por su ubicuidad, la expresión doble rasero está entre los vocablos que mejor condensan el sentir político de la época actual. En la segunda de ellas, un Archivo del blog de julio de 2015, el escritor Juan Goytisolo reflexionaba sobre los virajes ideológicos de unas creencias a otras en lo religioso y lo político. Y para terminar, como todos los días, el poema Así mismo, del poeta italiano Giacomo Leopardi (1798-1831) y las viñetas de humor de la prensa española. Espero que sean de su interés. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












Desmontar los dobles raseros
OLIVIA MUÑOZ-ROJAS
26 JUN 2024 - El País

A juzgar por su ubicuidad, la expresión doble rasero, del inglés double standard, está entre los vocablos que mejor condensan el sentir político de la época actual. Similar a la expresión doble moral, se usó por primera vez en los años cincuenta, según el diccionario de inglés de Oxford que la define como “un conjunto de principios que se aplica de manera diferente y, por lo general, más rigurosa a un grupo de personas o circunstancias que a otro, especialmente: un código moral que impone estándares más severos de comportamiento sexual a las mujeres que a los hombres”. Su uso se ha generalizado en numerosos idiomas para señalar, además del género, otras discriminaciones que operan tanto en el interior de las sociedades como en las relaciones entre países. Como explica Coline de Senarclens, este trato diferente está legalmente sancionado en casos como el derecho al voto, que suele excluir a los menores y los extranjeros, pero “la mayoría de los dobles raseros son tácitos e informales, basados en convenciones sociales y en lo que es comúnmente compartido”.
Estas convenciones se manifiestan en cómo, consciente o inconscientemente, los reclutadores valoran un mismo currículo profesional según si el nombre es femenino o masculino. O en el modo en que las sociedades reaccionan ante expresiones de odio hacia un determinado colectivo respecto de cómo lo hacen cuando es otro colectivo el agredido. O en cómo, según el origen étnico y religioso de los perpetradores, los gobiernos etiquetan determinados actos violentos como terrorismo y otros como delitos de odio (por ejemplo, los atentados yihadistas respecto de los crímenes supremacistas blancos). O en la firmeza con que los gobiernos responden a las acciones militares de algunos países (como las de Rusia en Ucrania) y la tibieza que emplean con otros (como Israel en Gaza o Arabia Saudí en Yemen).
El sentimiento de agravio comparativo recorre a una parte importante de la ciudadanía global que considera que, pese a las convenciones jurídicas internacionales que reconocen derechos iguales para todos, las convenciones sociales imperantes siguen siendo las de un mundo estructurado conforme a una lógica de poder predominantemente patriarcal y, a menudo, colonial occidental. Al mismo tiempo, existe otra parte significativa de esta ciudadanía que se siente agraviada por las razones opuestas. Tanto en el Norte como el Sur y el Este Global, esta parte considera que la lucha contra el patriarcado y a favor de las minorías ha ido demasiado lejos. En el Norte Global, muchos consideran, además, que el cuestionamiento de los valores occidentales se ha extralimitado. En todas partes, habrían surgido nuevos dobles raseros que discriminan a los individuos y colectivos étnicos y culturales históricamente privilegiados, desde los varones blancos en Europa y América hasta los hindúes en la India o los malayos en Malasia.
Este choque de percepciones de la ciudadanía se refleja en una serie de posicionamientos intelectuales cruzados que refuerzan esas percepciones del público. Por una parte, estarían los pensadores de tradición progresista crítica que celebran una nueva ola emancipadora llamada a erradicar las diferentes formas que sigue tomando la injusticia en nuestras sociedades. Lo hacen además en el entendido de que el sexismo, el racismo y el clasismo se refuerzan mutuamente (lo que bell hooks definió como interseccionalidad) y que no se puede combatir un tipo de discriminación, por ejemplo la económica, sin combatir las demás. Piensan que la inclusión en pie de igualdad de una diversidad de apariencias, pertenencias y voces antaño silenciadas beneficia al conjunto de la sociedad humana, tanto al interior de los países como globalmente, haciéndola más libre y próspera.
Por su parte, los intelectuales de tradición conservadora e ilustrada denuncian el auge de una cultura de la victimización que jerarquiza a los individuos y los colectivos en función de cuán discriminados han estado en el pasado, confiriendo mayor estatus y privilegios a los más marginados dentro de los marginados (los últimos serán los primeros). Esta lógica generaría una competición nociva entre colectivos victimizados, reforzando estereotipos de debilidad y desvalimiento que restan agencia a los individuos que los conforman. Es más, sostienen pensadores como Christina Hoff Sommers, el énfasis en mejorar las oportunidades de las niñas estaría llevando a muchas sociedades a descuidar a los niños, no solo desplazándolos, sino imbuyéndolos de un sentimiento de culpa estructural. Del mismo modo, las políticas de cuotas y la discriminación positiva estarían minando la meritocracia, aupando a individuos exclusivamente por razón de su género, sexualidad y/o etnicidad en lugar de sus capacidades.
El principio mismo de igualdad de oportunidades estaría peligrando al discriminarse tácitamente contra los varones y los colectivos étnicos y sexuales mayoritarios. Alertan estos intelectuales contra un nuevo totalitarismo arcoíris que estaría poniendo en jaque la libertad de expresión, especialmente, en el ámbito cultural y educativo. Denuncian a los fascistas de la compasión, que juzgan duramente cualquier expresión presuntamente sexista, homófoba o racista, pero miran para otro lado cuando una mujer acosa a un hombre o un miembro de una minoría, por ejemplo, un inmigrante, ataca a la mayoría étnica y cultural de su entorno.
Pese a que la realidad, globalmente, demuestre lo contrario —esto es, que el poder sigue, mayoritariamente, en manos de varones y que la pertenencia a una mayoría étnica y/o sexual implica a priori más facilidades—, no se pueden obviar las percepciones y las experiencias, por escasamente representativas que sean, de quienes se sienten víctimas de nuevos dobles raseros. Muchos ciudadanos experimentan desconcierto, rabia y miedo ante la incipiente y profunda reconfiguración de “lo comúnmente compartido” que estamos viviendo y temen por su futuro y el de su herencia cultural, incluidos sus privilegios. Si bien resulta imprescindible no plegarse ante los contraataques de estos sectores, es importante recordar que los humanos tenemos una necesidad intrínseca de visibilidad, reconocimiento y respeto para prosperar como individuos y colectivos. Es necesario tener presente que el objetivo último de las luchas actuales no es desposeer a otros individuos y colectivos de ellos. La meta es lograr que nuestras convenciones sociales sean genuinamente ciegas a nuestras diversas características individuales y grupales a la hora de valorarnos unos a otros y permitirnos ocupar espacios de poder.
Habrá quien diga que los dobles raseros son consustanciales a nuestra naturaleza, que no hubo jamás civilización humana cuyas convenciones no estuvieran expresa o tácitamente basadas en el poder y la dominación de unos sobre otros. Mas, desde una perspectiva humanista crítica, no podemos abandonar la idea de que nuestras mentalidades y pactos de convivencia deben y pueden ser más justos y respetuosos con todos, exentos de dobles raseros. Esto exige seguir investigando sobre el modo en que concebimos y ejercemos el poder en todas sus escalas, desde la personal a la política y geopolítica.
Cada vez está más claro que los comportamientos abusivos que dañan la convivencia obedecen a patrones psicológicos y sociales que se repiten en todas estas escalas. No son patrimonio genético de ningún grupo y florecen en contextos de crisis acumuladas e incertidumbre material como el actual. A escala interpersonal, se puede contribuir a su desactivación con distintas técnicas, desde la comunicación expresa de límites hasta la escucha activa y la autorreflexión. A escala política y geopolítica, desactivarlos exige un mayor esfuerzo, pero el principio sería el mismo: firmeza desde el respeto y la empatía. Para salir del presente círculo vicioso de enfrentamiento y guerra e iniciar otro virtuoso más favorable al entendimiento, solo cabe perseverar en este esfuerzo de desescalada, individual y colectivamente. Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente. 

 











[ARCHIVO DEL BLOG] Ultras y santos. [Publicada el 02/07/2015]











Con la ironía que le caracteriza, y que ya dejó de manifiesto en su discurso de recepción del Premio Cervantes de este año, el escritor Juan Goytisolo reflexionaba ayer en El País sobre los virajes ideológicos de unas creencias a otras en lo religioso y lo político citando los ejemplos de Roger Garaudy, un histórico dirigente del partido comunista francés, que pasó sin apenas solución de continuidad de preconizar el diálogo entre cristianismo y marxismo a la conversión al islam; del ultraizquierdista Federico Jiménez Losantos de 1976 al agitador radiofónico actual, o del exetarra Jon Juaristi al núcleo duro de la FAES aznarista. "Quien abandona una fe y avanza en la vida a pecho descubierto, sin la cúpula protectora de un credo o ideología, dice al final del mismo, tiende con bastante frecuencia a refugiarse en otro y a vengarse de su propio pasado. El movimiento pendular no se detiene en su trayecto: elude el centro. Quienes atacaban desde la izquierda pasan a hacerlo desde la derecha y el atacado es el mismo. Los ejemplos abundan y los dejo a la consideración del lector". Y es que ya se sabe, la fe del converso es terrible... Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt












El poema de cada día. Hoy, Así mismo, de Giacomo Leopardi (1798-1837)

 







ASÍ MISMO

Ahora descansarás por siempre
mi cansado corazón. Murió el extremo engaño
que eterno creía. Murió. Bien lo siento,
en nosotros los queridos engaños,
no sólo la  esperanza, el deseo se apagó.
Descansa por siempre. Tanto
latiste. Nada valen
tus motivos, ni de suspiros es digna
la tierra. Amargura y tedio
la vida, sólo eso; y el mundo es fango.
Te tranquilizas ahora. Desespera
la última vez. A nuestro género el destino
no donó más que el morir. Hasta ahora te desprecia
la naturaleza, el terrible
poder que escondido en común daño impera,
y la infinita vanidad del todo.

Giacomo Leopardi, 1798-1837