lunes, 3 de junio de 2024

Del elogio de la mañana

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes, 3 de junio. Este lado del Mediterráneo, escribe en El País la lingüista Lola Pons, solo tiene una palabra para nombrar lo que, parece evidente, son dos realidades: ei tiempo. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Elogio de la mañana
LOLA PONS RODRÍGUEZ
26 MAY 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Era bonito parecer bohemia, acostarme tarde con música suave de fondo mientras leía sobre la historia medieval europea o sobre lenguas románicas. Fui nocturna algunos años, con el gusto de acomodarme a la horma del tópico de las letras y me ajusté a él con el viento a favor de la juventud primero y de la emancipación después. Lo que de noche se hace a la mañana aparece, decía el refrán, y al despertarme la mañana era corta y amarilla, mal acompasada con el ritmo general de la calle. Pero tengo los antecedentes que tengo: de campo, de madrugar y de poco vino, y, en cuanto la vida se multiplicó en casa, el cronotipo se me dio la vuelta y me encontré con que el cuerpo solito inutilizaba al despertador. No recuerdo haberlo usado en la última década y no hay mañana en que no vea el paso de la noche al día a cuerpo erguido.
“Ábrete, sésamo del día. Ciérrate, sésamo de la noche”. Puse estos versos de Lorca en un rincón del dormitorio, los saludo al despertarme y con el sigilo de un espía me voy de la cama a mis asuntos. La mañana se abre y con ella, como a cualquiera, me van entrando en la cabeza las obligaciones, las cargas mentales y las disposiciones domésticas.
Pero esta mañana tiene una diferencia: que es sábado y escribo. Los azares de la plantilla de este periódico, la actualidad o los temas me han llevado a publicar en esta sección en días variados. Desde hace un año aparezco por aquí en sábado y, en general, escribo los viernes o jueves en un proceso constante e igual: redacto los textos a mano, lo repaso mientras los tecleo, los someto a los lectores beta de mi sanedrín doméstico y los envío a los pacientes compañeros de equipo, que los pasan por la edición y los ajustan para que lleguen a ustedes. Escribo de mañana y entre semana.
Pero esta vez lo hago en sábado porque este texto ustedes lo leerán en domingo. Y a esta hora primera de la mañana, Sevilla es otra. Solo hay un rumor delgado de un coche lejano en la calle, un leve llanto de bebé y el arrastrar de las maletas de varios viajeros sobre el amplificador rocoso del adoquín hispalense. El trote del fin de semana es distinto, no hay apremio. Pero, además, hoy es también el día en que va a llegar el calor. Es evidente: lo dicen la luz, el aire al abrir el balcón, la temperatura de la casa. Hoy es el tiempo de otro tiempo. La madrugada no echará ya su relente de agua rociada sobre las lunas de los coches, a mediodía el asfalto tendrá fiebre, atardecerá con un cielo que ya no será velazqueño. El tiempo ha cambiado; se viene lo malo, o lo bueno, que para todo hay gustos. Y la bisagra entre dos formas de vivir se anuncia en esta mañana donde el vocabulario parece que me tiende una emboscada.
A ninguno de nuestros antepasados hablantes les dio por separar el tiempo del tiempo, el tiempo del reloj del tiempo de las nubes. Lo hacen muchas de nuestras lenguas vecinas (weather es el parte meteorológico del inglés frente al time de las horas, lo mismo Wetter frente a Zeit en alemán y así el sueco y el danés) y lo hizo el latín, que separaba el tempus (el tiempo de los hombres, contado en la clepsidra o el reloj de sol) de la tempestas o del aer, el tiempo del cielo, el de arriba. Pero las lenguas que hemos salido de la costilla latina hemos barrido la distinción de nuestra lengua madre con una escoba unificadora. Este lado del Mediterráneo hoy se expresa con lenguas que, en su mayoría, solo tienen una palabra para nombrar lo que, parece evidente, son dos realidades.
Y a ese tiempo que todo lo nombra hemos añadido desde el latín una palabra para dar fe del cumplimiento con el reloj y sus exigencias. Los latinos pusieron en circulación el adjetivo temporanus, de donde sale el castellano temprano. Temporanus era en latín lo que se hacía a tiempo. Pero nosotros, hablantes de las lenguas hijas, convertidos en jueces de qué significa hacer algo a tiempo, decidimos que lo que se hace a tiempo no es lo que se hace en su momento, sino lo que se ejecuta pronto, antes de que toque, con anticipación, temprano. Llevamos en la lengua metida la exigencia de cumplir antes de que suene el timbre. Como todos, yo he deseado también más y más tiempo, para hacer las cosas con calma, en su momento. Es una fantasía colectiva irrealizable.
En días como hoy, el tiempo de arriba juega al solitario, y digan lo que digan los calendarios de las estaciones, obliga a cambiar la casa y las cosas; se van las colchas gruesas, la lana y la manta para la lectura. Pero aún es pronto, no hay prisa y me detengo a recordar las mañanas frías y oscuras del ciclo que se cierra y a saludar esta luz tempranera, que me zarandea la memoria. Este aire distinto de la calle, de aliento tibio, es una categoría en mi recuerdo, y poder escribirlo es una forma de conservarlo intacto. Como si el tiempo aquí abajo no hubiera pasado, como si la escritura parase el ciclo, como si fuera joven y nocturna otra vez.  Lola Pons Rodríguez es lingüista.






















[ARCHIVO DEL BLOG] La función de la literatura. [Publicada el 06/04/2017]










La buena literatura, dice el profesor y ensayista Jordi Gracia al final de su artículo sobre la última novela de Javier Cercas, titulado La verdad de la novela (El País, 14/03/2017) está para contrariar las expectativas emocionales y sentimentales falsas, está para desbaratar los relatos confortables pero deformados que nos hacemos sobre nosotros mismos, está para que mintamos menos de lo que mentimos sobre nuestro pasado personal y colectivo. La literatura está para decirle la verdad a los padres o, al menos, para que ni padres ni hijos sigan mintiendo o engañándose, queriendo o sin querer.
La verdad de la novela de Cercas es que la convalecencia de una guerra no dura cuatro días, sino cien años. El monarca de las sombras habla de los muertos cuando todavía están vivos en la memoria sentimental, y es, por tanto, una apología de la memoria histórica.
Los fantasmas vivos del pasado y del presente han vuelto a despertar con El monarca de las sombras, dice Jordi Gracia. Mañaneras voces se han puesto en guardia para recelar o combatir sus posiciones, mientras otros hemos vuelto a leer lo que dice la novela por si esta vez Cercas se había metido en un berenjenal indecoroso. Pero es fácil saber la verdad: el berenjenal es su lugar natural porque es el hábitat de la literatura que quiera ser algo más que entretenimiento, sin dejar de ser entretenimiento y emoción, narración y aventura.
Algunas de las reacciones en defensa de la memoria histórica (contra un supuesto agresor a la memoria histórica, como ya pasó con El impostor), señala, me han sacado del sopor contemplativo: como tengan razón quienes le asignan intenciones subterráneas de destruir, sabotear o enterrar de una vez la memoria histórica, mi vergüenza personal y hasta cultural va a ser infinita e irreversible. Aunque no cueste nada leer sus libros, porque se leen a todo tren, es posible que pida algo de calma comprender el dispositivo que los pone en marcha.
A mí me parece, sigue diciendo Gracia, que El monarca de las sombras está escrito contra el peso de las leyendas familiares, sentimentales y consoladoras; está escrito contra la cobardía que prefiere no saber y mantener la paz en casa. Todo él nace del coraje que por fin ha tenido Cercas para contarle a su madre —a todas las madres— la verdad de la historia de su familia y su héroe privado, y no perpetuar el consuelo legendario de la memoria familiar. Por eso no es un ataque a la memoria histórica sino una defensa radical de la memoria histórica: es una apología de la verdad del pasado sin la intoxicación interesada de la memoria sentimental de los nuestros. Las leyendas familiares mienten y fabulan porque son nuestras y no están ni contrastadas ni objetivadas, viven de generación en generación como una especie de milagroso ritual de pertenencia a la tribu que constituye cada familia, dispuesta a perseverar en el relato urdido de una sola vez e inmaculadamente incólume, sin que nadie o casi nadie decida explorar la veracidad efectiva de ese relato heredado porque hacerlo podría poner en duda su fiabilidad y romper la cadena de transmisión de padres a hijos y nietos.
Este libro no lo pudo escribir Javier Cercas hace dieciséis años, comenta, porque no había aprendido todavía a imaginarlo. Para entonces no sabía “escribir a mi modo el libro sobre Manuel Mena” que sí ha sabido ya escribir, según explica en El monarca de las sombras. Lo sé porque yo estaba allí. El resultado de aquel fracaso de hace dieciséis años fue Soldados de Salamina, que era una defensa de la razón política de la República y sobre todo corregía la ingratitud que, también en democracia, los poderes y la sociedad misma tuvieron con quienes habían perdido en España la guerra civil y habían ganado en Europa la Segunda Guerra Mundial: los exiliados y los vencidos. Eso sucedía en 2001, y con razón contribuyó decisivamente a fortalecer el impulso de las asociaciones de la memoria histórica en favor del rescate de las víctimas de la guerra y el franquismo. Pero había nacido del fracaso o la impotencia para contar la historia que no pudo o no supo contar entonces. Lo que fue imposible tantos años atrás, está hoy en El monarca de las sombras. Es el repudio de la confusión usual entre razón moral y razón política: tener la razón política no garantiza tener la razón moral y equivocar la razón política (como le sucede al joven envenenado de falangismo de El monarca de las sombras) no condena automáticamente al error moral.
Cercas, sigue diciendo, abandonó entonces esta novela que ha escrito hoy, como habríamos abandonado la mayoría de nosotros, por una razón moral que es literaria: todavía no había reunido el valor para averiguar la historia verdadera detrás de un relato de familia que era más leyenda que verdad, y más tentativo que fiable, rutinaria argamasa de emociones para mantener a la familia unida o al menos no escindida, dañada, saboteada por culpa del sabelotodo o del bocazas que rompe el pacto y se pone a desmontar el relato de toda la vida en casa.
Lo que vale para la familia vale para el país entero, señala, porque la convalecencia de una guerra no dura cuatro días sino cien años. No lo digo yo; se lo dijo Javier Pradera a Basilio Baltasar en una de las últimas entrevistas que le hicieron, en 2010. En ella evocaba esa verdad que muchos historiadores repiten pero pocos recuerdan: el duelo de una guerra dura un siglo al menos, y sólo acaba cuando ya nadie de veras, ni los tataranietos, puede vivir como experiencia propia aquel origen traumático, cuando los muertos están muertos de verdad. En eso, como en tantas otras cosas, decía Pradera, tampoco España muestra “singularidad” alguna ni un particular y maléfico “espíritu cainita”.
Hoy todavía no están muertos, afirma, y por eso El monarca de las sombras habla de los muertos cuando todavía están vivos en la memoria sentimental y afectiva de las familias a poco que hurguen, a poco que desbaraten algún relato consabido, a poco que rompan el código privado de las cosas mil veces contadas, y lo hagan después de haber averiguado contrastadamente, buscando papeles y testigos, reconstruyendo rutas y peripecias, lo que sucedió a alguien concreto en un lugar concreto y en una circunstancia concreta.
No hay cura rápida para una guerra, asegura. Mientras tanto, lo mejor que podemos hacer es no mentir en exceso, desconfiar de los relatos familiares sentimentalmente blindados y atreverse a decir la verdad con el dolor de saberla y con la alegría de hallarla. Cuando un escritor como Javier Cercas dice que la literatura cuenta la verdad no está diciendo mentiras ni hace retórica automitificadora sino que entrega el resultado de una investigación verdadera y no ficticia: contar una historia real y el modo de averiguarla. Por eso al final del libro sabe Cercas que esa historia “iba a contarla para contarle a mi madre la verdad”, aunque no le gustase, o aunque no fuese la verdad que ella esperaba sobre su familia o su antepasado en la guerra. No será ya la verdad de la leyenda o de la memoria sino la verdad de una historia que incluye la verdad de la leyenda: la novela corrige con la historia a la leyenda, sin renunciar a ella.
Esta novela sin ficción, concluye diciendo, es por tanto una auténtica apología de la memoria histórica, si la memoria histórica aspira a restituir la verdad de la historia además de restituir la dignidad, el decoro y la decencia de las víctimas de la guerra civil y el franquismo. La buena literatura está para contrariar las expectativas emocionales y sentimentales pero falsas, está para desbaratar los relatos confortables pero deformados que nos hacemos sobre nosotros mismos, está para que mintamos menos de lo que mentimos sobre nuestro pasado personal y colectivo. La literatura está para decirle la verdad a los padres o, al menos, para que ni padres ni hijos sigan mintiendo o engañándose, queriendo o sin querer.
Hasta aquí, la reseña de Jordi Gracia sobre la novela testimonio, o el testimonio novelado, de Javier Cercas que he leído, de nuevo gracias a los impagables servicios de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, en menos de veinticuatro horas; de un tirón, como quien dice. Al final del mismo, en sus últimas páginas, Cercas teje un estremecedor alegato sobre la vida y la muerte, la memoria y el olvido, el heroísmo y la cobardía, la gloria y la derrota, que a lo largo de todo el libro ha ido dejando traslucir mediante el recurso, implícito, a unos versos del Canto XI de la Odisea de Homero que solo ahora explicitan su sentido y dan título a su novela. Se trata del momento de la Odisea en que Ulises visita en la mansión de los muertos a Aquiles y le dice que él era el más grande los héroes, que derrotó a la muerte con su bella muerte (la kalos thanatos), el hombre perfecto a quien todo el mundo admiraba, que a la luz de la vida era como un sol, y que ahora debe ser como un monarca en el reino de las sombras y no debe de lamentar la existencia perdida. Y entonces, Aquiles, responde con estos versos: No pretendas, Ulises, preclaro, buscarme consuelos/de la muerte, que yo más querría ser siervo en el campo/de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa/que reinar sobre todos los muertos que allá fenecieron. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












domingo, 2 de junio de 2024

De los pacifistas

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo, 2 de junio. No sabemos de un solo ucranio que esté feliz con la guerra, afirma en El País Semanal el escritor Javier Cercas, pero ¿qué hubieran debido hacer para preservar la paz? Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Las preguntas del pacifismo
JAVIER CERCAS
25 MAY 2024 - El País Semanal - harendt.blogspot.com

Soy pacifista. De hecho, no conozco a nadie en su sano juicio que esté a favor de la guerra, salvo los fabricantes de armas y sus compinches (siempre y cuando ni ellos ni sus hijos tengan que ir al frente, claro está). El problema es que, para preservar la paz, no basta con ser pacifista; además, hay que responder algunas preguntas. Allá van unas cuantas.
España, 1936. No deberíamos olvidar que la Guerra Civil no se desencadenó exactamente porque un grupo de militares felones diera un golpe de Estado contra la II República, sino porque el Gobierno de la II República se opuso a él de la única forma que podía oponerse: con las armas. ¿Qué hubiera debido hacer? ¿Aceptar el golpe? En ese caso, es obvio que la guerra no se hubiera producido y que, aunque nadie sabe si nos hubiéramos ahorrado los 40 años de dictadura posteriores, seguro que muchísimas de las vidas que se perdieron se hubieran salvado. ¿No debió resistirse el Gobierno de la II República? ¿Se equivocaron los republicanos que lucharon por sus libertades en el campo de batalla durante tres años terribles? ¿Hubieran debido claudicar el primer día para preservar la paz? Y, puestos a preguntar, ¿qué clase de paz hubiera sido esa? ¿Hubiera podido llamarse paz? Otro ejemplo. Europa, 1939. Hitler, que ha declarado sus intenciones desde el primer día (basta con leer Mein Kampf) y que las está llevando a la práctica desde el poder (Austria, Checoslovaquia), invade Polonia y provoca la II Guerra Mundial. ¿Qué hubieran debido hacer los polacos? ¿No enfrentarse a los nazis? ¿Y qué hubieran debido hacer los rusos dos años más tarde, cuando Hitler irrumpió en la Unión Soviética? ¿Hubieran debido recibirlo con los brazos abiertos? ¿Y cuál hubiese sido la actitud correcta de los aliados (EE UU, Reino Unido) frente a la ofensiva general de Hitler? ¿No oponerse a ella? Si nadie hubiese plantado cara a Hitler, seguro que no hubiese habido guerra ni hubieran muerto muchas de las muchísimas personas que murieron en ella, pero ¿hubiese habido paz? De nuevo: ¿qué clase de paz? Bertrand Russell, encarnación de la decencia, pacifista y opositor a la I Guerra Mundial (y a la de Vietnam), opinó que había que combatir a Hitler. ¿Qué pensamos los pacifistas de hoy? ¿Se equivocaron los hombres de medio mundo que pelearon contra Hitler, igual que los españoles que pelearon contra Franco? Adivino lo que están pensando: que también Putin avisó casi desde el primer día (nunca ocultó que, a su juicio, la caída del imperio soviético era una calamidad, ni que lo deseable era reconstruirlo) y que, casi desde el primer día, puso en práctica su aviso (Georgia, Chechenia, Crimea, Donbás). De nuevo: ¿qué hubieran debido hacer los ucranios cuando los tanques rusos entraron a sangre y fuego en su país en febrero de 2022? No sabemos de un solo ucranio que esté feliz con la guerra, pero ¿qué hubieran debido hacer para preservar la paz? ¿Entregarse al invasor? De haberlo hecho, no cabe duda de que no hubiera estallado la guerra y se hubieran ahorrado muchas vidas, pero ¿qué paz hubiera sido esa? ¿Hubiera podido llamarse paz? Y, por cierto, ¿qué hubiéramos debido hacer nosotros con los ucranios? ¿Exigirles que no se defiendan? ¿No ayudarlos a defenderse y, en nombre de la paz, permitir que Putin haga con ellos lo que quiera? Más preguntas: ¿qué haremos si Ucrania cae y, al cabo de un tiempo, Putin va a por el siguiente, y el siguiente intenta defenderse? ¿Le diremos que allá se las componga, que al fin y al cabo nosotros estamos muy lejos de Putin y que con nosotros no se va a meter? ¿Alguien escribirá dentro de unos años una versión del celebérrimo poema de Martin Niemöller, aquel en que el pastor luterano alemán reprochó a sus conciudadanos que no protestaran cuando los nazis se llevaron primero a los comunistas y luego a los socialdemócratas y luego a los sindicalistas y luego a los judíos, y que termina: “Cuando vinieron a buscarme a mí, / ya no había nadie más que pudiera protestar”? Estas son algunas de las preguntas que, me parece, deberíamos plantearnos los pacifistas. Yo sólo espero que nunca tengamos que responder a las últimas. Javier Cercas es escritor.






























[ARCHIVO DEL BLOG] La mujer no es solo un cuerpo. [Publicada el 16/02/2018]











La mujer no es solo un cuerpo, escribe en El País Catherine Millet, escritora y crítica de arte francesa. “No todas reaccionan de la misma forma a las agresiones masculinas”: la escritora, una de las 100 firmantes del manifiesto publicado en enero en ‘Le Monde’, responde a las críticas que sufrió tras la publicación del texto.
El pasado 10 de enero, comienza diciendo Millet, el periódico Le Monde publicó una tribuna titulada Mujeres liberan otra voz, firmada por otras cuatro escritoras (Sarah Chiche, Catherine Robbe-Grillet, Peggy Sastre y Abnousse Shalmani) y yo. De inmediato, más de un centenar de mujeres —artistas e intelectuales, pero no solo— aceptaron firmar el texto, entre ellas Catherine Deneuve. En los días sucesivos, los principales diarios de todo el mundo nos pidieron entrevistas. De pronto empezaron a oírse otras voces además de la única que estaba alzándose hasta entonces, la que reclamaba “denunciar a tu cerdo” y alimentaba el tsunami del #metoo.
La idea de publicar nuestra tribuna nació tras el comentario de un editor de que, en el clima actual, ya ninguno de sus colegas se habría atrevido a publicar mi libro La vida sexual de Catherine M. La observación nos sorprendió y nos inquietó. El libro, editado en 2001, había tenido un enorme éxito nacional e internacional. Durante la polémica suscitada por la publicación de nuestro manifiesto, me han reprochado varias veces una declaración mía en el sentido de que casi lamento no haber sufrido yo una violación, para demostrar con mi ejemplo que es posible superar el trauma. No es una declaración hecha ayer, sino algo que he dicho a menudo, en entrevistas y actos públicos, y, por supuesto, siempre hablaba en mi propio nombre, en el de Catherine M., es decir, a partir de la experiencia de la sexualidad que yo tenía y que había narrado en mi libro. Por eso no está de más que recuerde su contenido.
He tenido muchas parejas; algunos han sido amigos míos durante años, otros eran desconocidos y han seguido siéndolos, hombres que me encontré por casualidad y a los que apenas entreví el rostro. De aquella forma de vivir guardo el recuerdo de momentos excitantes, alegres, felices. Por supuesto, una vez comenzada la relación sexual, alguna pareja resultó decepcionante o desagradable e incluso repugnante. En esos casos, el hombre solo tenía acceso a mi cuerpo, porque mi espíritu se mantenía apartado y no conservaba ninguna huella que pudiera atormentarlo. ¿Qué mujer no ha experimentado esa disociación de cuerpo y espíritu? ¿Quién no se ha rendido a su marido o su amante mientras tenía la cabeza llena de preocupaciones cotidianas? ¿Quién, al contacto entre su piel y la de un hombre torpe, no se ha dejado llevar por el sueño de estar con otro? Yo incluso tengo una pequeña teoría al respecto: creo que la mujer (o el hombre) que recibe la penetración dispone de esa facultad más que quien penetra.
Si me hubiera visto forzada brutalmente a mantener una relación sexual con un agresor o varios agresores, no habría opuesto resistencia, pensando en que la satisfacción del impulso aplacaría el instinto violento. Por más repugnancia que sintiera, o miedo a otro tipo de violencia —la amenaza de un arma—, me atrevo a pensar que habría aceptado que mi cuerpo se sometiera, consciente de que mi espíritu seguiría siendo independiente, que mantendría su integridad y me ayudaría a relativizar la posesión de mi cuerpo. ¿Acaso no es el mismo tipo de protección mental al que recurren las prostitutas, que no escogen a sus clientes?
Ya que estoy expresándome a título personal, debo añadir que, en mi opinión, esta actitud se debe a un trasfondo católico que nunca me ha abandonado del todo y que me enseñó que el alma prevalecía sobre el cuerpo. Hace mucho tiempo que dejé de creer en Dios, y nunca utilizo la palabra “alma”, pero sigo estando totalmente convencida de que mi persona no es lo mismo que mi cuerpo, sino que reside en una consciencia (y en un inconsciente, pero ese es otro tema) que tiene cierto poder sobre el cuerpo. Hay un texto sobre estas cuestiones que puede ser útil leer, un fragmento de La ciudad de Dios de San Agustín. Este Padre de la Iglesia toma el ejemplo de Lucrecia, la mujer de la antigua Roma que prefirió suicidarse antes que sobrevivir a una violación, y escribe: “Este ataque [se refiere a la violación] no arrebata al alma la pureza que defiende”. También dice que quienes “matan el cuerpo no pueden matar el alma”.
Luego va más allá e incluso supone que, “víctima de una violencia irresistible”, Lucrecia tal vez “se dejó arrastrar por el placer”. Pero no la condena. San Agustín no era uno de esos burdos misóginos que, hasta hace no demasiado tiempo, sospechaban que las mujeres violadas, en realidad, habían sido consentidoras secretas. Más bien, encuentro un eco de su pensamiento en la opinión que dio recientemente el filósofo Raphaël Enthoven en la emisora Europe 1 a propósito de una frase que causó gran escándalo de la antigua actriz porno Brigitte Lahaie, hoy presentadora de radio y firmante de nuestra carta: “Siempre se puede disfrutar de una violación”. Enthoven recordó que, en efecto, “técnicamente, se puede experimentar un orgasmo durante una violación, lo cual no significa que la víctima dé su consentimiento”, y que es un error ocultar esa realidad, porque el trauma puede agravarse por el sentimiento de culpa. También dio la razón a otra frase de Lahaie: que “el cuerpo y el espíritu no siempre coinciden”. Dicen que es frecuente que las víctimas de violación tarden en denunciar la agresión por vergüenza. Esta disociación podría ayudarlas a superarla.
Nuestra tribuna no aspiraba más que a recordar que no todas las mujeres reaccionan de la misma forma a las agresiones masculinas. Que, si bien la violación es un crimen y el acoso es un delito —condenados por la ley, es decir, por todas y todos—, no percibimos de la misma forma los gestos y actos sexuales, porque no existe nada más individual ni que diferencie de manera más íntima y profunda a cada persona que la relación que tiene con su propio cuerpo y la moral sexual que se forja a lo largo de la vida.
No se nos puede reducir a un cuerpo, y me sorprende que se haya utilizado tan poco en los recientes debates la palabra resiliencia. La resiliencia es la capacidad del ser humano de recuperarse después de un trauma. Los juicios por violación suelen ser largos y muy difíciles para las víctimas porque, hasta llegar a que se haga justicia, las obligan a remover sus recuerdos más dolorosos. Por eso me parece tan importante decir y repetir que existen otros modelos aparte de los que atan la psique y el cuerpo, y que dichos modelos pueden ayudar a las mujeres encerradas en su sufrimiento. Nuestro manifiesto recogió numerosas firmas, muchas de ellas acompañadas de testimonios espontáneos de mujeres que habían sufrido agresiones sexuales pero que se alegran de haber podido superarlas, a veces incluso olvidarlas, para vivir hoy una vida amorosa y sexual equilibrada. Esas mujeres son un ejemplo digno de seguir. ¿Había que negarles la palabra de la que se quiso hacer eco nuestra carta? Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














sábado, 1 de junio de 2024

De las vilezas de Occidente

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 1 de junio. La lista de actuaciones ilegales o reprobables de los países occidentales no deja de crecer, escribe en El País el analista de política internacional Andrea Rizzi, y la ola ultraderechista amenaza con empeorar un historial ya muy oscuro. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com













La bajeza de Occidente
ANDREA RIZZI
25 MAY 2024 - El País - harendt.blogspot.com

La lista, dolorosamente larga, no deja de crecer. Es el cúmulo de actuaciones ilegales, indignantes, reprobables o de muy dudosa moralidad de Occidente. Washington, líder de ese espacio y principal potencia mundial, destaca en cuanto a responsabilidades, pero Europa no está ni mucho menos exenta de ellas. Observemos una selección de las últimas tres décadas.
El genocidio de Srebrenica, símbolo de la terrible inacción europea en las masacres de los Balcanes.
Guantánamo, Abu Ghraib, el programa de vigilancia masiva sin autorización judicial Viento Estelar y los vuelos de la vergüenza de la CIA, emblemas de la abdicación de EE UU al Estado de derecho y los derechos humanos, con cooperación de algunos países europeos que facilitaron tránsito y centros operativos a la agencia estadounidense.
La invasión de Irak, atropello del derecho internacional fundado en mentiras descaradas, capitaneada por EE UU, pero de nuevo con connivencias europeas, como las del Reino Unido, España y Portugal.
La Libia primero intervenida y luego abandonada al desastre.
La Siria directamente abandonada al desastre.
El egoísmo en la distribución de las vacunas en la pandemia: EE UU, sin exportarlas; los europeos, exportándolas, pero boicoteando la liberación de patentes.
La anuencia, durante décadas, a la ilegal e injustificada ocupación israelí de territorios palestinos con todos los abusos a ella vinculados. Y, en el caso de EE UU, el continuado suministro de munición a una respuesta bélica con toda probabilidad criminal, y sin duda alguna deshumana.
El rebote, cada vez más desacomplejado, de solicitantes de asilo. La infame separación de niños de sus familias practicada por la Administración de Trump. Las puertas abiertas a los refugiados de Ucrania, las cerradas a los sirios. La subcontratación a regímenes autoritarios de la tarea de freno de inmigrantes, a sabiendas de que los métodos son los esperables de parte de regímenes autoritarios de esa calaña, y quedándose a gusto con el mero hecho de haber reclamado que todo se haga con pulcritud.
Estos dos últimos apartados —la guerra en Gaza y la inmigración— son los que nos conciernen más ahora. En el primero sigue habiendo demasiados gobiernos occidentales que, por la vía de no hacer nada más que pronunciar inútiles críticas, de facto facilitan la continuación de la deshumana acción bélica que Netanyahu lleva adelante y seguirá llevando si nadie le frena, porque así le conviene a él y porque el coste es muy limitado. La orden de cese inmediato de la ofensiva de Israel sobre Rafah emitida por el Tribunal Internacional de Justicia —así como la petición del fiscal Tribunal Penal Internacional de una orden de arresto para Netanyahu y el ministro de Defensa israelí así como para tres líderes de Hamás— es a la vez un recordatorio de la altura de un sistema internacional basado en reglas así como de sus límites de eficacia y de la bajeza de los poderes occidentales que, con limitadas excepciones, no se plantan ante todo esto. Biden había señalado como línea roja para Israel en una operación sustancial en Rafah. De momento, no ha reaccionado. Tal vez ocurra lo mismo que con la línea roja que —en circunstancias diferentes— señaló Obama a El Asad sobre el uso de armas químicas: nada.
En el segundo apartado, el migratorio, tenemos ahora, entre otros movimientos, a 15 países de la UE que reclaman a Bruselas que se avance en esquemas que buscan consolidar la Europa fortaleza, aquella que rebota a todo el mundo sin preguntar, y que se ocupen países terceros, sin muchos miramientos. El marco conceptual de la ultraderecha ha ganado, desde hace años ya.
Los occidentales no estamos a la altura de los grandes valores que profesamos pero, a menudo, no practicamos: democracia, Estado de derecho, una concepción universalista de los derechos humanos, un orden mundial basado en reglas y una idea que sobresale del marco jurídico, la de la dignidad humana.
Los atropellos enumerados en este artículo tienen padres de distinto signo político. Es una Casa Blanca demócrata la que sigue alimentando a Netanyahu. Fue un Downing Street laborista el que se embarcó en el horror de Irak. Es la Dinamarca socialdemócrata la que encabeza la petición de avanzar a escala UE en la senda del modelo Ruanda de Sunak o el modelo de Albania de Meloni. Sería un error encapsular responsabilidades en un único bando.
Pero hay que ser ciego o tener mala fe para no ver hasta qué punto el auge de la ultraderecha amenaza con hundir hasta niveles desconocidos este historial de bajezas de Occidente. Hechos incontrovertibles muestran la amenaza democrática que han supuesto los liderazgos de Orbán, Kaczyinski o Trump. Meloni, con la que ahora el Partido Popular Europeo se abre a pactar, es más sutil. No es lo mismo que Orbán, que habla abiertamente de democracia iliberal, o Trump, que alentó un asalto al Parlamento. Pero sus maniobras para colonizar el espacio mediático, construir un relato cultural hegemónico y presionar a intelectuales, opositores o periodistas desprenden un pésimo hedor.
Con distintos matices, la galaxia de ultraderecha comparte un denominador inquietante, que es el del nacionalismo y la política identitaria. Es peligroso porque detrás del nacionalismo subyace siempre una idea latente con el potencial de cuajar en horrores: que el interés nacional superior acabe justificando cruzar ciertas líneas frente a los demás. Justificando discriminaciones, excepciones. Nosotros y nuestros intereses, primero; los demás, y los valores, después. La altura reside en el universalismo de democracia, derechos humanos, orden mundial basado en reglas. La bajeza merodea en la relativización. De ahí brotan las plantas más tóxicas.
Los regímenes autoritarios del mundo predican abiertamente esa relativización, de la idea según la que derechos humanos y democracia deben interpretarse según las circunstancias de cada país. Ese es el planteamiento explícito de China y Rusia. Si alguno de sus sostenedores se ha regocijado con este catálogo de críticas a Occidente, tiene pocos motivos para ello: en aquellos países la dignidad humana es pisoteada hasta el punto extremo de impedir la libre expresión de las ideas, entre otras cosas.
Los ultraderechistas de las democracias no son comparables a aquellos y tienen diferencias entre ellos, pero tienden a coquetear, deambular cerca de esa relativización, sea con la democracia iliberal de Orbán, el poco velado supremacismo, el fastidio por la rigidez de un derecho que insiste en considerarnos a todos iguales. Esa vieja idea tan molesta para algunos.
Occidente debe esforzarse de mantenerse leal a sus valores. Primero porque es justo. Después, porque le conviene en la gran competición con las potencias autoritarias. Ciertas bajezas solo espolean desprecio y resentimiento.
Mantener la altura no es fácil. La han perdido dirigentes de todo color político. Pero poca duda cabe de que nacionalismo y políticas identitarias son una masa oscura con una fuerza de atracción hacia abajo mucho más grande que el universalismo. Es la composición de esa masa para la UE del próximo quinquenio, la que está en juego en las elecciones europeas cuya campaña acaba de abrirse, por la vía del voto ciudadano y de los pactos posteriores. Andrea Rizzi es analista de política internacional.






























[ARCHIVO DEL BLOG] Dios al desnudo. [Publicada el 01/06/2008]









Polemizar sobre la existencia o no existencia de Dios con un creyente (o con un "no creyente) es absurdo. Es una cuestión irracional e irresoluble. La lista de los que lo han intentado es inabarcable. Y siempre, la piedra de toque, es el silencio de Dios ante el sufrimiento. No voy a insistir en ello. No soy creyente. Los mitos son bellos, pero no dejan de ser mitos. Allá cada cual que crea en lo que le parezca. La polémica puede resultar muy dolorosa, como en el caso de la filósofa francesa Simone Weil  y su famosa "Carta a un religioso".
¿Vivimos en un mundo creado por un dios todopoderoso, omnisciente y absolutamente bueno?, se pregunta el filósofo y profesor de la Universidad de Princeton Peter Singer en El País de hoy. Los cristianos así lo creen. No obstante, todos los días nos enfrentamos a un motivo poderoso para dudarlo: en el mundo hay mucho dolor y sufrimiento. Si Dios es omnisciente, sabe cuánto sufrimiento hay. Si es todopoderoso, podría haber creado un mundo sin tanto dolor, y lo habría hecho si fuera absolutamente bueno.
Los cristianos generalmente responden que Dios nos concedió el don del libre albedrío, y por lo tanto no es responsable del mal que hacemos. Pero esta respuesta no toma en cuenta el sufrimiento de quienes se ahogan en inundaciones, se queman vivos en incendios forestales provocados por un rayo o mueren de hambre o sed durante una sequía.
Los cristianos tratan de explicar este sufrimiento diciendo que todos los seres humanos son pecadores y merecen su suerte, por espantosa que sea. Pero los bebés y niños pequeños tienen las mismas probabilidades que los adultos de sufrir y morir en desastres naturales y parece imposible que lo merezcan.
Una vez más, algunos cristianos sostienen que todos hemos heredado el pecado original cometido por Eva, que desafió el decreto de Dios de no comer del árbol del conocimiento. Esta es una idea repelente por partida triple, ya que implica que el conocimiento es malo, que desobedecer la voluntad de Dios es el mayor de todos los pecados y que los niños heredan los pecados de sus antepasados y pueden ser justamente castigados por ellos.
Aun si aceptáramos todo esto, el problema sigue sin solución. Los animales también sufren a causa de las inundaciones, incendios y sequías y, puesto que no descienden de Adán y Eva, no pueden haber heredado el pecado original.
En tiempos pasados, cuando el pecado se tomaba más en serio que hoy en día, el sufrimiento de los animales planteaba un problema particularmente difícil a los pensadores cristianos. El filósofo francés del siglo XVII René Descartes lo resolvió mediante el drástico recurso de negar que los animales puedan sufrir. Sostenía que los animales eran simplemente mecanismos ingeniosos y que no se debían tomar sus chillidos y contorsiones como señal de dolor, de la misma manera que no se toma el ruido de un reloj despertador como señal de que tiene conciencia. Es poco probable que las personas que tienen un gato o un perro encuentren convincente ese argumento.
El mes pasado, en la Universidad de Biola, una escuela cristiana en el sur de California, debatí la existencia de Dios con el comentarista conservador Dinesh D'Souza. En los últimos meses, D'Souza ha insistido en discutir con ateos prominentes, pero a él también le costó trabajo encontrar una respuesta convincente al problema que he descrito.
Primero dijo que puesto que los seres humanos pueden vivir eternamente en el cielo, el sufrimiento de este mundo es menos importante que si nuestra vida en este mundo fuera la única que tuviéramos. Eso sigue sin explicar por qué un dios todopoderoso y absolutamente bueno lo permitiría. Por insignificante que sea este sufrimiento desde la perspectiva de la eternidad, el mundo estaría mejor sin él, o al menos sin la mayor parte de él. (Algunas personas afirman que necesitamos algo de sufrimiento para apreciar lo que es ser feliz. Tal vez, pero ciertamente no necesitamos tanto).
A continuación, D'Souza adujo que como Dios nos dio la vida, no estamos en condiciones de quejarnos si no es perfecta. Utilizó el ejemplo de un niño nacido sin una pierna. Dijo que si la vida en sí misma es un don, no se nos hace un daño si recibimos menos de lo que podríamos desear. En respuesta, señalé que nosotros condenamos a las madres que dañan a sus bebés mediante el uso de alcohol o cocaína durante el embarazo. No obstante, ya que le dan la vida a sus hijos, parece que según la opinión de D'Souza lo que hacen no tiene nada de malo.
Por último, D'Souza recurrió, como lo hacen muchos cristianos cuando se les presiona, a la afirmación de que no podemos esperar entender los motivos de Dios para crear el mundo tal como es. Es como si una hormiga tratara de entender nuestras decisiones, por lo insignificante que es nuestra inteligencia en comparación con la infinita sabiduría de Dios. (Ésta es la respuesta que se da de forma más poética en el Libro de Job). Pero una vez que abdicamos así de nuestra capacidad de raciocinio, bien podemos creer lo que sea.
Además, la afirmación de que nuestra inteligencia es insignificante en comparación con la de Dios presupone exactamente el punto que se está debatiendo: que existe un dios omnisciente, omnipotente y absolutamente bueno. Las evidencias que tenemos ante nuestros propios ojos indican que es más razonable creer que el mundo no fue creado por dios alguno. Si de cualquier forma insistimos en creer en la creación divina, nos vemos obligados a admitir que el dios que creó el mundo no puede ser todopoderoso y absolutamente bueno. O es malvado o no es muy hábil. Sean felices, por favor. O al menos inténtelo. A pesar de Dios. HArendt.