martes, 21 de mayo de 2019

[UNA SONRISA] Al menos hoy martes, 21 de mayo





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 20 de mayo de 2019

[DE LIBROS Y LECTURAS] Ideas comprometidas. Los intelectuales y la política





Hace escasos días terminé de leer Ideas comprometidas. Los intelectuales y la política (Madrid, Akal, 2018), editado por Maximiliano Fuentes y Ferrán Achilés, profesores de Historia de las universidades de Gerona y Valencia, respectivamente. Llegué a él, en la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, como en tantas otras ocasiones, a través de la reseña que del libro hacía en marzo pasado en Revista de Libros el historiador y profesor de Filosofía Rafaél Nuñez Florencio. 

Aunque este sea un libro de historia, comenzaba diciendo Núñez Florencio, es poco menos que inevitable que la primera cuestión que se desliza en el prólogo sea la consabida y peliaguda controversia acerca del compromiso intelectual aquí y ahora. ¿Tiene sentido plantear el tema del compromiso en el tiempo que vivimos? ¿Tiene acaso futuro la noción de compromiso tal y como se entendió durante casi todo el siglo XX? De las dos preguntas, quizá sea la segunda la que permita una respuesta menos dudosa o problemática. Para ser rotundos y no andarnos con rodeos, la respuesta en cuestión tiene que ser obviamente negativa. Desde cualquier punto de vista que se mire, el propósito clásico del compromiso intelectual –al modo sartriano, para entendernos‒ ya no tiene cabida en la sociedad del siglo XXI. Más aún: si alguien se empeña en mantenerlo de modo más o menos quijotesco, sufrirá el baño de realidad de la pura irrelevancia y hasta el ridículo, lo cual es casi lo peor que puede pasarle a la conciencia vigilante. Como todo el mundo sabe, el comunicador, el periodista, el contertulio o, simplemente, el habitual de los mass media goza en la actualidad de más eco e influencia que el escritor al viejo estilo, el catedrático o el humanista (otro término poco menos que obsoleto como carta de presentación profesional).

En realidad, este asunto de la viabilidad del intelectual comprometido viene de bastante atrás. Ya desde las décadas finales del propio siglo XX –las dos últimas décadas como mínimo, si no antes (Sartre muere en 1980)‒, el papel del intelectual en una sociedad democrática moderna (otra cosa eran las dictaduras residuales, por lo menos en el ámbito occidental) se había devaluado hasta poco menos que lo puramente testimonial, o acaso ni eso. Para poner las cosas en su justo punto y empezar por el principio, lo primero que hay que hacer es rendirse a la evidencia reconociendo que esto del intelectual engagé es una invención francesa, que adquiere pleno sentido en el ámbito francés y que luego se extiende, debido al prestigio de la cultura francesa y de la propia Francia como nación, a una parte considerable del mundo occidental. No sería exagerado establecer la ecuación de que cuanto mayor era la influencia del hexágono, aunque fuera en latitudes remotas, como Latinoamérica o Indochina, mayores posibilidades había de que surgiera en el entramado social este sector de la inteligencia militante. El caso ruso en el siglo XIX, luego transformado en el XX en caso soviético, sería uno de los pocos que mostraría una especificidad no asimilable al modelo francés. En todos los demás casos, la referencia ineludible era aquella con que había empezado todo: el escritor, artista o pensador que ambicionaba ser conciencia vigilante de la sociedad. Que aspiraba a convertirse en un nuevo Zola que levantase su voz, valiente y airada, ante cualquier nuevo conato de autocracia, de otro affaire Dreyfus, para entendernos.

Significativamente, está ausente este modelo en Inglaterra y, en general, en aquellos países fuertemente influidos por la cultura anglosajona. A la vez, en el propio reducto francés, el vistoso marchamo del compromiso de los intelectuales sólo podía mantenerse –y a duras penas‒ en la medida en que perdurasen determinadas ficciones, empezando, naturalmente, por una concepción no poco arbitraria de lo que era «ser intelectual» y siguiendo, por supuesto, por una no menos discutible noción de compromiso. Por decirlo sin ambages, el ensueño de unos hombres y mujeres íntegros, au dessus de la mêlée, consiguió durar mientras pudo admitirse la ilusión de que existía o podía existir un «intelectual total» (que abarcara grosso modo el conjunto del saber, aun sin ser especialista en determinados campos), genuinamente consagrado a la consecución de una sociedad más justa, libre e igualitaria. Pero cuando se discutió la figura del «intelectual total» –el «intelectual específico» que planteaba Michel Foucault‒ y, sobre todo, y aún antes, cuando se rebatió el compromiso como militancia estricta, sujeta a los dictados de una determinada concepción política (marxista), todo se vino abajo. El caso Camus fue en el fondo otro affaire Dreyfus, sólo que al revés. Todo el prestigio acumulado iba a dilapidarse con un sectarismo difícilmente defendible a medio y largo plazo: el intelectual ya no era testigo incómodo e insobornable, sino mero «compañero de viaje».

Por todo ello, como es sobradamente conocido, no son pocos los analistas y estudiosos que han dado por muerto y enterrado, como categoría social, el compromiso de los intelectuales. En las páginas del libro que comento se trae a colación una cita de Antoine Prost que resume ese sentir: «El hombre comprometido fue una figura del siglo XX: desde hace un tiempo esta figura pertenece al pasado». ¡Y esto lo escribía en 1998, hace ya más de veinte años! La implosión del socialismo real, el descrédito del marxismo y, en fin, lo que ha dado en llamarse el ocaso de los «grandes relatos» han sido golpes decisivos en esta difuminación del agitador intelectual. Por si fuera poco, el perceptible declive de la cultura francesa en el mundo, agudizado en estos últimos decenios, coadyuva a esa impresión de telón definitivamente bajado, función terminada. ¿Qué dicen hoy a las nuevas generaciones los grandes nombres de la cultura francesa del siglo XX, filósofos, escritores, artistas, científicos? Aun así, una vez concedido que tanto los conceptos de «compromiso» como de «intelectuales» no pueden ya usarse como en el pasado, considero –como se argumenta en el prólogo de este volumen‒ que, aunque el intelectual antañón haya pasado a mejor vida, la función que desempeñaba persiste de alguna manera. Es posible seguir hablando de «intelectuales», aunque renovados o, como hoy suele decirse, reinventados, tanto en su background profesional como en sus objetivos específicos, y, naturalmente, y por encima de todo, adaptados a las nuevas necesidades y los nuevos medios. Es el intelectual mediático, versátil y omnipresente que encarnan «¡una vez más, los franceses!‒ Bernard-Henri Lévy o Alain Finkielkraut, pero que es un modelo exportable, como demuestran Mario Vargas Llosa, Fernando Savater, Noam Chomsky, David Grossman, Orhan Pamuk y tantos otros.

Permítanme que añada tres argumentos que justifican la idea de una cierta continuidad o prolongación, por más reinventadas que estas se muestren. En primer lugar, sobre las ruinas del intelectual militante, al modo en que lo concebían los partidos comunistas, se mantiene una innegable demanda social de analistas prestigiosos –«expertos», aunque hoy no se sepa muy bien qué quiere decir esto‒ y supuestamente desapasionados para enjuiciar determinados problemas o elucidar ciertas encrucijadas. Una función que pueden desempeñar distintos personajes, pero que, sin duda alguna, está en mejores condiciones de cumplir alguien que se haya labrado una aureola de renombre profesional y conciencia crítica, normalmente en el campo de las letras y las artes. Aquí se situarían el intelectual y el compromiso de nuevo cuño. En segundo lugar, y de manera complementaria, este nuevo intelectual entronca con el antiguo o tradicional en su dimensión cívica: adopta ese papel clásico de conciencia crítica, alza su voz en nombre de los agraviados, perseguidos u oprimidos. Aspira a mantenerse libre de las salpicaduras de la lucha política cotidiana, porque lo suyo es una petición desinteresada de cuentas desde un observatorio privilegiado, una incontestable atalaya cuya auctoritas no es tanto un asunto político propiamente dicho como una cuestión ética: la superioridad moral del denunciante.

Por último, la cuestión medular: ¿quién ha dicho que puede conjugarse en singular –antes y ahora‒ el compromiso de los intelectuales? Si intelectuales hay muchos y muy diversos, y nada asimilables unos a otros, las formas de compromiso también difieren según latitudes, culturas, momentos históricos y hasta países concretos. Si algo ponen de relieve en su conjunto las múltiples aportaciones que constituyen el volumen que nos ocupa, ese común denominador es, precisa y paradójicamente, la absoluta disparidad que presenta el compromiso. Heterogeneidad en lo tocante al aspecto ideológico, por supuesto, desde ‒por ejemplo‒ el maoísmo más cerril al liberalismo más templado, pero también multiplicidad en el aspecto esencial de las implicaciones personales. La conciencia del intelectual comprometido ha sido tan dúctil que lo mismo ha servido para vivir dulcemente a las faldas del poder –el caso de Gabriel García Márquez y tantos otros con Fidel Castro‒ como para arrostrar penalidades sin cuento, desde la cárcel hasta la muerte. Así ha sido desde el principio y, por tanto, no debe extrañarnos que el momento que vivimos presente, aunque con otros rasgos, esa misma confusión de perfiles, conductas e ideas.

La mayor parte de estos temas se tocan aquí brevemente, casi de soslayo, en una breve introducción –«El malestar en el compromiso»‒ que subraya, aunque no hacía falta, pues no podía ser de otro modo, que este libro colectivo, en el que han colaborado catorce especialistas de diversas universidades europeas y americanas, «no defiende una tesis única ni está construido sobre un paradigma teórico unitario». Basta ojear rápidamente el índice para vislumbrar que el peligro de una obra de estas características no es la uniformidad, sino su extremo opuesto, la absoluta dispersión en cuanto a los temas, enfoque y metodología. En este sentido, da la impresión de que los editores, vista la diversidad del material que tenían entre manos, han optado por la mera yuxtaposición de trabajos sin que se perciba –o, al menos, este reseñista detecte‒ un orden o un criterio en la relación de capítulos, ni desde el punto de vista cronológico, ni de acuerdo con otros parámetros, como la agrupación de estudios de figuras concretas o por ámbitos geográficos. Como las aportaciones, tomadas de una en una, rayan a un alto nivel y son de indudable calidad, puede recomendarse desde ya a los lectores interesados que se acerquen al libro de un modo selectivo, espigando aquellos capítulos que les resulten más atractivos o cercanos a su área de conocimiento.

No debería sorprender, en vista de lo apuntado más arriba, que haya en estas páginas un predominio relativo de estudios sobre diversas vertientes del caso francés (capítulos primero, octavo, noveno y decimocuarto). El primero (escrito por Gisèle Sapiro) y el último (cuyo autor es François Hourmant) tienen un carácter general, en tanto que los dos centrales (los de Jeanyves Guérin y Ferran Archilés) están dedicados a las dos figuras emblemáticas de la intelectualidad francesa comprometida del siglo XX, esto es, Albert Camus y Jean-Paul Sartre. Interesantes todos ellos, cabe destacar dos rasgos que de un modo u otro se repiten: en primer lugar, la ya comentada disparidad en el entendimiento del papel del intelectual, algo que está presente incluso en el propio título de uno de los trabajos, que aspira a establecer una suerte de tipología: «Modelos de implicación política de los intelectuales». El segundo rasgo es la reflexión sobre el papel de los intelectuales en esta época de descrédito de las grandes ideologías salvadoras. Una vez más, otro de los títulos nos pone en aviso: «Bajo la prueba del desencanto. La desaparición del intelectual de izquierdas y la recomposición del campo intelectual francés». A estas dos características podría añadirse una cosa más, producto de la reflexión que posibilita una cierta perspectiva histórica: cómo cambia la valoración del compromiso intelectual al compás de las vueltas de la historia. El modelo o incluso héroe de ayer es hoy el villano denostado por todos o casi todos (Sartre, el gran equivocado), mientras que el ‒en su momento‒ reputado traidor acapara ahora todos los parabienes (Camus, «un justo en la ciudad»).

Hay otros tres capítulos, estos sí ordenados consecutivamente, que giran en torno a la Primera Guerra Mundial. El primero (el capítulo segundo, escrito por Paula Bruno) se refiere a las «voces intelectuales entre la I Conferencia Panamericana y la Gran Guerra», es decir, trata en exclusiva del ámbito latinoamericano. Aparentemente, los otros dos análisis guardan más similitudes entre sí por centrarse en el espacio europeo, pero a la postre la impresión resulta engañosa, porque el de Maximiliano Fuentes aborda las actitudes intelectuales en general ante la guerra propiamente dicha, mientras que el de Patrizia Dogliani se refiere tan solo a los intelectuales socialistas y en un lapso posterior: la década de los veinte. Dogliani aborda además directamente una cuestión que no hemos mencionado hasta ahora, pero que constituye un tema recurrente en buena parte de los estudios: cómo se conjugan en cada circunstancia histórica concreta compromiso y patriotismo o, si se prefiere una formulación alternativa, cuál debe ser el ámbito privilegiado de transformación social cuando se acentúa la tensión entre los ideales internacionalistas, por una parte, y las necesidades nacionales, por otra. Esa es la línea medular que atraviesa la contribución de Enzo Traverso en un capítulo, el quinto («Intelectuales judíos y cosmopolitismo») que, aunque ciertamente notable, queda un poco descolgado del conjunto, como un islote sin comunicación con el resto. Otro tanto le pasa a la contribución de Albertina Vittoria, dedicada a estudiar la evolución de los intelectuales italianos en la órbita del Partido Comunista Italiano entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y el terremoto cultural de 1968.

Llegados a este punto, supondrán –con buen criterio‒ que he dejado para el final las reflexiones sobre el caso español y, probablemente, apostarán a que este queda mejor representado en el libro. Pues relativamente, ¡qué quieren que les diga! Por una parte, yendo a lo tangible, el lector encontrará tres capítulos sobre el compromiso intelectual en las coordenadas españolas, pero no es menos cierto, por otro lado, que son tan disímiles, en todos los sentidos, que difícilmente pueden servir para trazar no ya un panorama general, sino unas líneas comunes a los tres. Juzguen ustedes: el capítulo (el sexto) que firma Ismael Saz, el más generalista, examina el conjunto de las «trayectorias intelectuales» a lo largo de toda la primera mitad del siglo XX, es decir, grosso modo, el tránsito «del liberalismo al antiliberalismo». Se trata, como no podía ser menos, de una visión panorámica, pues incluye, en diversos epígrafes, el 98 y sus secuelas, la Gran Guerra, la República y el primer franquismo. El capítulo escrito por Ángel Duarte (el undécimo) representa todo lo contrario, el análisis de un caso individual y, además, completamente excéntrico incluso para los parámetros españoles: Duarte se ocupa de ese intelectual atípico por múltiples conceptos que fue Carlos Castilla del Pino, ajeno a la universidad, profesional de la sanidad y provinciano, tres rasgos que conformaron una influencia «desde la periferia», concepto que debe entenderse tanto en sentido literal como simbólico. El capítulo (decimosegundo) de Giaime Pala se ocupa del «compromiso político-cultural y antifranquismo» en un ámbito muy concreto –se circunscribe a Cataluña‒, examina sólo una ideología ‒la comunista‒, se limita básicamente a un partido ‒el Partido Socialista Unificado de Cataluña‒ y se mueve en un lapso relativamente corto, entre mediados de los años cincuenta y la Transición (1954-1977). Baste pues esa somera descripción para resaltar hasta qué punto se distancian entre sí las mencionadas contribuciones. Hay otros dos capítulos (el décimo y el decimotercero) que podrían sumarse a los tres anteriores para constituir un gran fresco iberoamericano: el de José Neves sobre el historiador y ensayista portugués António José Saraiva y el de Carlos Aguirre sobre los intelectuales izquierdistas latinoamericanos entre 1959 y 1990. Lo deslavazado de la obra se acentúa así más, si cabe, pues la representatividad de Neves en el contexto del país vecino es bastante discutible, mientras que, en el caso de Aguirre, todo gira en torno a la revolución cubana y sus réplicas regionales.

Así las cosas, poco más puede añadir el reseñista a la hora de establecer un balance. El libro deja una sensación agridulce: tomados de uno en uno, la mayoría de los capítulos se leen con interés sostenido, están bien escritos –aunque a veces algunos autores abusan de esa prosa farragosa que se prodiga en el ámbito universitario‒ y, sobre todo, acusan un alto nivel de elaboración conceptual y base bibliográfica. A la vez, es inevitable una cierta decepción en cuanto al conjunto resultante, como la que se produce ante un plato de ingredientes de alta calidad que no terminan de cuajar o integrarse en un todo armónico. De hecho, cuando uno termina de leer el libro comprende mucho mejor el título que han elegido los editores, ese tan impreciso y ambiguo Ideas comprometidas, o ese subtítulo genérico de Los intelectuales y la política, que, paradójicamente, a nada compromete. En efecto, a los organizadores del volumen les ha fallado en cierta medida el compromiso, es decir, una implicación decidida para confeccionar una obra que proporcionara una panorámica más coherente y homogénea sobre el papel de los intelectuales en el pasado siglo.

Personalmente, los capítulos que me han resultado más interesantes, aun compartiendo la sensación agridulce de la que habla Núñez Florencio en su reseña, son los dedicados a Albert Camus: "Un justo en la ciudad" (páginas 185-204); a Sartre: "Equivocarse con Sartre. El precio de la (in)coherencia o Jean-Paul Sartre" (páginas 205-236); a Carlos Castilla del Pino: "El intelectual comprometido en España (décadas de 1950 a 1970). Algunas consideraciones a cuenta de Carlos Castilla del Pino y de una instantánea" (páginas 257-284); el dedicado a "Los intelectuales de izquierda y la revolución latinoamericana. Sueños y pesadillas (1959-1990)" (páginas 313-344); y el último capítulo del libro, titulado: "Bajo la prueba del desencanto. La desaparición del intelectual de izquierdas y la recomposición del campo intelectual francés" (páginas 345-372). Pero sobre gustos no hay nada escrito... 

Termino esta entrada de hoy, que espero les haya resultado de interés, con unas palabras de Rosa Luxemburgo, citadas en la página 132, que me han impresionado profundamente: "Mi casa es cualquier lugar del mundo en donde haya nubes, pájaros y lágrimas".







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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[HEMEROTECA DEL BLOG] Sensualidad




Museo Rodin, París


La fundación Mapfre abre mañana en Madrid una interesantísima exposición dedicada al gran escultor francés Auguste Rodin. No se si es la misma que yo tuve ocasión de ver hace justamente seis años por estas fechas en Gran Canaria, organizada en aquella ocasión por la Fundación La Caixa. Supongo que sí. Si no es la misma fue muy parecida, pues casi las mismas obras que recalan ahora en Madrid las vi yo entonces en la Sala de Exposiciones de La Regenta en Las Palmas. Recuerdo que me impresionó en gran manera la reproducción a escala, del mismo Rodin, del impresionante y magnífico grupo escultórico titulado "Los burgueses de Calais". En todo caso, la estrella de la exposición era, como supongo que ocurrirá ahora en Madrid, "El beso". Para mi, sin duda, la más sensual escultura de la historia. La habrá más bellas, mejores, más impresionantes, pero no más sensuales...

Ángeles García, en su artículo de hoy en El País ["La revolución erótica de Auguste Rodin", 13/5/2008), comenta la apertura de la exposición madrileña y señala al inicio del mismo el erotismo de alto voltaje que sacudía Europa en el último tercio del siglo XIX, desde la psicología del subconsciente de Freud, hasta el arte del mismo Rodín, Klimt o el también pintor realista francés, Gustave Courbet, pintor de campesinos y obreros, pero también autor de una de las obras más provocadoras de la pintura europea: "El origen del mundo", que pueden ver más abajo. Por cierto, que el escritor chileno Jorge Edwards, tomando como eje central de su trama el parecido del torso desnudo de la protagonista de su novela homónima con la pintura de Courbet escribió hace unos años una deliciosa y divertida historia que les recomiendo encarecidamente: "El origen del mundo" (Tusquets, Barcelona, 1996). Disfruten de la exposición, de la novela, de la vida: no tenemos otra... 



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El beso, por Auguste Rodin


Una exposición muestra el lado más sensual de la obra del artista, comienza diciendo Ángeles García. Todo parecía estar teñido de sexo en la Europa de finales del XIX y comienzos del XX. De erotismo de alto voltaje. En aquel tiempo y en este lugar arrasaban las teorías del inconsciente de Sigmund Freud; todos miraban embobados a las mujeres de Gustav Klimt y sus compañeros vieneses y Courbet escandalizaba con su más que explícito Origen del mundo. Es en ese entorno de transgresión permanente donde Auguste Rodin (1840-1917) se embarca en la radical transformación de la escultura como se conocía hasta entonces. Rompe con los cánones clásicos y propone todo un mundo marcado por, lo han adivinado... el sexo. Esta tendencia se acentúa en los últimos años de su actividad creativa. La Fundación Mapfre (www.fundacionmapfre.com) abre mañana al público una retrospectiva en la que por primera vez se pueden ver en Madrid 33 esculturas (12 bronces, 3 mármoles y 18 yesos) y 90 dibujos pertenecientes a las colecciones del Museo Rodin de París. La edad de bronce, El beso, Manos de amantes, La avaricia y la lujuria o Balzac son algunas de las piezas más impresionantes y justamente célebres. La exposición se centra en la obra del escultor dedicada expresamente al cuerpo desnudo. Pablo Giménez Burillo, comisario de la exposición, explica que con su trabajo ha pretendido mostrar dos discursos paralelos: uno relatado a través de las esculturas y otro a partir de los dibujos. "Son dos historias diferentes, inevitablemente conectadas, que cuentan cómo un gran artista transformó para siempre la representación del cuerpo humano". Los dibujos, aclara, pertenecen a los últimos años de la vida del creador. "No son bocetos preparatorios de sus esculturas, como podría pensarse. Están hechos de una manera muy rápida, mirando directamente a la modelo y no al papel. Después los calca, los siluetea y los colorea. Hizo muchísimos y son piezas muy delicadas. Es también la forma de expresión en la que se habla del erotismo de una manera más explícita".

El desnudo titulado La edad de bronce (1877) recibe al visitante. La humanidad del cuerpo masculino es tal, que Rodin tuvo problemas para convencer a la crítica de que era un trabajo tomado del natural y no un molde realizado a partir de una persona. "Eliminó todas las referencias hacia lo que hasta entonces había sido algo indiscutible: el canon clásico. Con Rodin, las esculturas pasan a ser de carne y hueso, se humanizan", explica el comisario.

En origen, el escultor presentó esta pieza sin título, como si rehusase bautizarla. A lo cual, la crítica también puso pegas. Un periodista escribió que se asemejaba a la figura de alguien a punto de terminar con su vida y la bautizó como El suicida. No le hizo demasiada gracia a Rodin, a juzgar por el hecho de que la tituló inmediatamente La edad de bronce.

Tras esta embriagadora experiencia aguarda Manos de amantes, obra de 1904. Esculpidas en mármol blanco, las dos manos se acarician con gran sensualidad. Con ellas, Rodin alcanza la máxima depuración formal. Las manos eran uno de los temas favoritos del artista. Cuentan que tenía montones de ellas en su taller. De todos los tamaños y de ambos sexos. En esta escultura se puede apreciar la influencia de Miguel Ángel en el tipo de bases que utiliza para sus piezas. Son soportes que dan una idea de inacabado. "Es", dice el comisario, "una forma de decir: ahí lo dejo. No lo acabo porque el mundo termina cuando yo lo decido". El non finito de Miguel Ángel es especialmente evidente en Fugit amor, una obra en la que un hombre y una mujer están fundidos en un abrazo. Una escultura que es necesario rodear totalmente para poder aprehenderla en todos sus detalles.

Desde el territorio confortable de la escultura, la exposición propone un salto al lado más oculto de Rodin. Es en sus dibujos donde volcó sus mayores obsesiones sexuales. La Europa oficial desarrollaba campañas contra el amor extraconyugal, la prostitución y la pornografía, las madres solteras y todo lo que escapase a la moral más estricta. Pero Rodin nunca se ahorró la expresión de sus pasiones. Sus muchísimas modelos se convierten en amantes ocasionales. Amigo de Gustav Klimt, podían haber rivalizado en número de hijos ilegítimos. Aunque si el austriaco accedía a cederles su apellido, Rodin nunca lo hizo. Ya se sabe que insaciable apetito sexual no suele corresponderse con la responsabilidad.

Todas esas modelos le inspiraron obras que saben ser tórridas al mismo tiempo que delicadas. Las protagonistas parecen a veces en poses relajadas, como de celebración, y otras, con rostros tan dramáticos que recuerdan a los de Egon Schiele o Edvard Munch. Todas ellas son mujeres desnudas de cuerpo y alma. 



http://www.danieltubau.com/museo/images/origendelmundocourbet.jpg
El origen del mundo, por Gustave Courbet



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Entrada núm. 4909
Publicada originariamente el 13/5/2008
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