viernes, 3 de enero de 2025

De las entradas del blog de hoy viernes, 3 de enero de 2025

 




Hola, buenos días de nuevo y feliz viernes, tres de enero de 2025. Como les prometí, estamos de vuelta. Es todo incomprensible, escribe en la primera de las entradas de hoy del blog el periodista Íñigo Domínguez sobre el saudí islamófobo que acabó cola vida de dos personas en Magdeburgo, Alemania, hace unos días, pero una cosa está clara: ante la duda, hoy todos los zumbados se van para el mismo lado, el ambiente dominante es ese, lo que hay en el aire es odio y violencia. La segunda es un archivo del blog de febrero de 2019 en el que la filósofa Amelia Valcárcel hablaba de la duda religiosa como una mancha de aceite que se extiende fina y perfecta para acabar con las geografías espirituales en que se desenvolvieron las vidas de nuestros ancestros y borrarlas de un plumazo. La tercera, con el poema del día, es el titulado Reflexiones de oficio, del poeta Javier Almuzara, que comienza con estos versos: Voy en verso a menudo al cementerio,/y debo confesar que me divierte/sacar la lengua a la estirada muerte,/pero a la vida siempre juego en serio. Y la cuarta, como siempre, son las viñetas de humor del día. Espero que todas ellas les resulten de  interés. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos. Nos vemos de nuevo mañana si la diosa Fortuna lo permite. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Tamaragua, amigos míos. HArendt










Del odio y la violencia como paradigmas del año que comienza

 






No es raro que escriba estas líneas para ver si entiendo yo algo mientras escribo, pero cada vez lo ponen más difícil, comenta en El País [Descifren eso si pueden: un árabe islamófobo neonazi psiquiatra, 29/12/2024] el periodista Íñigo Domínguez. He tenido que hacer un esquema para aclararme con el perfil del terrorista que ha matado a cinco personas en Magdeburgo, Alemania. Es de Arabia Saudí, pero no soportaba el islamismo fanático y hasta se hizo ateo. Como para no. En 2006 se fue a Alemania y le aceptaron como refugiado, claro, pero empezó a ver por allí demasiados musulmanes. Se hizo islamófobo, incluso pedía el cierre de las fronteras. En fin, pasó a odiar también a los alemanes, creía que Europa se islamizaba. Acabó admirando las masacres a tiros de Estados Unidos, simpatizando con el partido de ultraderecha AfD y se hizo fan de Elon Musk. Se volvió un poco neonazi. Todos sabemos lo que haría un nazi con un árabe como este señor, pero no fue un problema para su evolución personal. En fin, para rematarlo, este sujeto que parece estar como una cabra además era psiquiatra. En concreto, en un hospital de Bernburg que durante el nazismo fue centro de exterminio de discapacitados y seres considerados inferiores. Hay allí un monumento que lo recuerda, o si no lo escucharía en la cafetería, pero tampoco afectó a su conversión (y no es el único, AfD es el primer partido en esta ciudad). Sea como fuere: al final cometió el típico atentado de un fanático islamista, y eso que decía que él era lo contrario. Tanto rodeo para llegar a lo mismo. En todo caso, luego AfD ha subido en los sondeos, se ve que por mucho que este hombre se empeñara en ser neonazi, ni por esas, a muchos no les engaña: era un inmigrante. Es todo incomprensible, pero una cosa está clara: ante la duda, hoy todos los zumbados se van para el mismo lado, el ambiente dominante es ese, lo que hay en el aire es odio y violencia.

Sobre esto, he recordado un pasaje del maravilloso libro de Patrick Leigh Fermor, El tiempo de regalos, relato de su viaje a pie con 18 años por Europa en 1934. En Alemania hizo amistad con unos muchachos de su edad. Uno, el más divertido, le invitó a dormir a su casa y al entrar en su habitación aquello era una especie de museo nazi, con banderas, fotos, carteles (Hitler llevaba un año en el poder). Tenía el uniforme de las SA planchadito y una pistola. Cuando el visitante le insinuó que el ambiente era un poco claustrofóbico al joven le dio la risa y le dijo que tenía que haberlo visto un año antes: eran todo banderas comunistas, hoces y martillos, retratos de Stalin. Entonces salía a zurrarse con los nazis, contaba entre carcajadas, pero cuando Hitler llegó al poder se dio cuenta de que era su hombre (“¡De repente!”).

El título de ese libro, lleno de nostalgia por un mundo ya desaparecido que se precipitaba hacia el caos, viene de un poema de Louise MacNeice sobre la noche de reyes: “Porque ahora el tiempo de los regalos se ha ido/ Oh, niños que crecéis, oh, nieves que se derriten”. Este poeta irlandés tiene otros poemas bonitos, como uno que se llama Nieve: “El mundo es más repentino de lo que imaginamos / El mundo es más loco y más de lo que pensamos, / incorregiblemente plural”.

Estos días abracen a sus seres queridos, sobre todo a los más tranquilos, los más normales, porque la gente sensata no tiene precio. Salen menos en las noticias, pero son muchísimos más, el centro de gravedad en medio de la agitación. Y así habrá que seguir, aguantando las locuras del mundo, y a los ignorantes, exaltados, prepotentes y matones cada vez más de moda, haciendo lo posible por mantener la cordura, confiando en llegar también al final del año que viene sanos y salvos. ¡Feliz año!









[ARCHIVO DEL BLOG] Vivir sin creer. Publicado el 16/02/2019











La duda es como una mancha de aceite que se extiende fina y perfecta para acabar con las geografías espirituales en que se desenvolvieron las vidas de nuestros ancestros y borrarlas de un plumazo, escribe la filósofa Amelia Valcárcel, catedrática de Filosofía Moral y Política de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), y miembro del Consejo de Estado desde 2006.
La cosa empezó por el infierno, comienza diciendo la profesora Valcárcel. Las más prestigiosas encuestas sobre nivel de creencias religiosas detectaban hace un par de décadas que las personas ponían en duda el castigo eterno, siempre que se aplicara a increyentes de buena fe. Si tus vecinos eran budistas pero decentes, se te hacía difícil pensar que su destino fuera arder por toda la eternidad. La duda es como una mancha de aceite: se extiende fina y perfecta. El infierno, aquel heredero expresionista del Seol y del Hades, empezó a perder cuerpo. Hace una década, el Papa de Roma aseguró que era una especie de estado, pero ningún lugar físico. En consecuencia, el paraíso vendrá aquejado de la misma suerte. Tampoco sería un lugar, en lo que por lugar entendemos. Ni infierno, ni cielo. Las geografías espirituales en que se desenvolvieron las vidas de nuestros ancestros se estaban difuminando, cuando no se borraban de un plumazo. Del purgatorio, excuso decir, no cabe hacer ni mención.
Pero nadie crea que esto es privativo del cristianismo. Me recuerdo en Katmandú hace cuatro años, una noche bendita, hablando con un amigo estimable, sabio y erudito, uno de los más queridos intelectuales de Nepal. Cuando le insinué el asunto de la reencarnación, me miró desapasionadamente, incluso con un punto de tristeza, y me dijo: “Yo no creo que nadie vaya a volver del río”. “Se lo llevó el río” es la expresión para aludir a la muerte porque en su ribera se realizan las cremaciones. Otro tanto y parecido había escuchado poco antes en una celebración de Sukkot, la fiesta de las cabañas, en Jerusalén. También la luna estaba hermosa. Cumplidos los ritos y acabada la cena, compareció el tema de la creencia en el más allá. Mis amigos, judíos conservadores, mantenían la confianza en la ley y la promesa. Pero su posición era clara: el convencimiento ancestral de que Dios ayuda en esta vida, que para eso se le rinde adoración, pero que la otra sólo existe para Él. Pasamos para siempre.
El cultivo en esta vida de los elementos que harían posible disfrutar de otra más allá de la muerte, una de felicidad y reconciliación, quizá se lo debamos, como tantas otras cosas, a nuestros antepasados griegos. Es tema difícil de elucidar, pero parecen haber sido ellos quienes, en los misterios eleusinos, más se esforzaron por afianzar ese puente al otro mundo. De ser así, se lo hicieron heredar a todo el helenismo y, en consecuencia, a las tres religiones del libro. Una enorme novedad esta de la vida individual sin término. Las religiones nacen y mueren. Es interesante contemplar sus restos. Parece que buena parte de la población mundial ya no tiene confianza en que exista una vida de ultratumba. Varios paraísos ya no existen. Nadie banquetea en el Walhalla, y la barca dorada del faraón tampoco cruza los cielos. Cierto que seguimos haciendo apelación a lugares de parecido género durante las honras fúnebres. Pero sus invocaciones se hacen con comedimiento. S. Mill escribió que, de existir tales geografías, ello nos proporcionaría un terror innecesario. ¿Acaso seremos la primera generación que no cree en la vida eterna? Si esto se confirma, la vida eterna habrá sido muy breve.
Hace casi un par de siglos que la religión ya no es la forma prevalente de entendimiento del mundo. Nuestra era es casi perfectamente secular. La anterior cita, encriptada lo confieso, de la obra de Charles Taylor nos pone ante “el desencantamiento final de un cosmos de espíritus que responden a los seres humanos”. Desde la Era Axial, este camino estaba en marcha. Ahora, según Taylor, logra una perspectiva madura. Sin embargo, no por ello la religión, las religiones van a desaparecer. La mayor parte de ellas, las más conformes con el tiempo global, mutarán. Lo harán según la plantilla del giro antropocéntrico. Se volverán humanistas.
La mutación de las creencias puede sin embargo dejar constante el quantum religioso. Y eso tiene al menos dos lecturas. Una, corriente: aparecerán actividades sustitutorias en las que encajar los estados mentales otrora religiosos. Otra, de imprevisible dureza: se aplicará esa energía a productos políticos o sociales más que dudosos. Ya ha ocurrido. Que se cierren las puertas de la eternidad soñada no significa que la profunda raíz de la que lo religioso dimana deje de surtir savia. Muchas formas religiosas han logrado vivir sin ese supuesto. Si esta generación pasa a ser la primera de las modernas que lo abandona de modo significativo, la novedad será sin duda fuerte. Pero sus consecuencias no son de momento calculables. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 
















Del poema de cada día. Hoy, Reflexiones de oficio, de Javier Almuzara

 






REFLEXIONES DE OFICIO



Voy en verso a menudo al cementerio,

y debo confesar que me divierte

sacar la lengua a la estirada muerte,

pero a la vida siempre juego en serio.


Sé escoger, entre antiguos y modernos,

según los casos el mejor partido.

Ni canto en el pasado ni rendido

a la ansiedad del día. Conocernos


mejor, haciéndonos mejores, es

una tarea y una recompensa

tan ardua e incierta que, si bien se piensa,

solo compensa por desinterés.


El caso es no pasar sin más de largo.

Con el pudor osado del que empieza,

escribo, ya sin miedo a la grandeza,

esperando que el ángel se haga cargo.


Y, como la poesía es un arcano,

si me consiente estas disquisiciones,

tal vez mañana otorgará los dones

que oficio y reflexión piden en vano.



Javier Almuzara (1969)

poeta español


















De las viñetas de humor de hoy viernes, 3 de enero de 2025

 






































jueves, 2 de enero de 2025

Cerrado por descanso del personal

 




Hoy jueves, 2 de enero de 2025, cerramos por descanso del personal. Nos vemos mañana de nuevo. Se lo prometo. HArendt










miércoles, 1 de enero de 2025

De la constitucionalización de la globalización. Especial 1 de hoy miércoles, 1 de enero de 2025

 







Aunque gracias al espectacular desarrollo de la tecnología de la información y las comunicaciones hemos alcanzado un prodigioso grado de interconexión y con ella la conciencia del elevado grado de interdependencia existente entre todas las partes del globo terráqueo, faltan respuestas políticas e institucionales a la altura de la gravedad y urgencia de los retos que afectan a todos quienes compartimos este planeta, escribe en Revista de Libros [Constitucionalismo sin fronteras, 04/12/2024] Juan Carlos Velasco, profesor de Investigación del Instituto de Filosofía del CSIC, reseñando el libro Constitucionalismo cosmopolita, de Constanza Núñez (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2024). Más allá de las emergencias y catástrofes globales que conmocionan el presente y amenazan el futuro próximo, son infinidad los asuntos de la agenda corriente que no conocen fronteras. Gran parte de las decisiones que inciden sobre nuestras vidas ya están deslocalizadas a escala global, pero sin el correspondiente amparo legal y sin el requerido respaldo democrático. Cada vez se echan más en falta la presencia de adecuadas instituciones supranacionales.

Los alarmantes problemas que afectan al conjunto de la humanidad (el aseguramiento de la paz, la defensa de los derechos humanos o el aminoramiento de las desigualdades globales), así como los múltiples riesgos comunes a toda la humanidad (el cambio climático, la ingeniería genética o la inteligencia artificial), sólo pueden ser afrontados a escala supranacional, cuando no global. De esto ya eran bien conscientes quienes en la época helenística pensaron el cosmopolitismo por primera vez. Inseparable de dicha noción es no sólo el supuesto normativo de la igualdad de todos y cada uno de los seres humanos, sino también el de la interdependencia de las vidas de todos quienes habitamos la Tierra. Este multifacético ideal —moral, político, jurídico y cultural— fue recuperado durante la modernidad e integrado como parte inherente de su discurso. El cosmopolitismo constituye una de las piezas más señeras del proyecto político moderno y ello pese a que ha sido y sigue siendo impugnado con vehemencia por toda clase de corrientes nacionalistas. No deja de ser inquietante que, entre los principales tópicos de la actual retórica nacionalpopulista, se encuentre precisamente la animadversión hacia la «élite liberal y cosmopolita».

Desde los tiempos de la Ilustración, y con Kant a la cabeza, los cosmopolitas —con su afán por construir de formas transnacionales de comunidad política y potenciar el papel del derecho internacional y los derechos humanos— se han conjurado para que el ideal no devenga en un estéril divertimento académico o en una mera aspiración moral, sino que se convierta en una guía práctica para la vida de la comunidad humana en su conjunto. De ahí nace el anhelo del iuscosmopolitismo,que no es otro que el de darle la forma más efectiva posible al ideal cosmopolita. Esa labor, en la que se empeñó el mencionado filósofo prusiano, encontró continuidad durante el tormentoso siglo XX en la obra de autores tan preclaros como Kelsen, Bobbio o Habermas. Y en esa estela en la que se sitúa la profesora chilena Constanza Núñez con su magnífico libro. Este magistral trabajo, capaz no sólo de alentar la imaginación institucional, sino de diseñar itinerarios jurídico-políticos transitables, está llamado a ser una contribución de referencia en el sostenido afán teórico y práctico por avanzar en la plasmación del ideal iuscosmopolita y adentrarse en las consecuencias de su institucionalización.

¿A qué nos estamos refiriendo cuando hablamos de constitucionalismo cosmopolita? A un proyecto o agenda política y académica que identifica y defiende la aplicación de los principios e instituciones del constitucionalismo —en particular, la democracia, los derechos hu­manos y el Estado de Derecho— en la esfera jurídica internacional para mejorar la efectividad y la justicia del orden jurídico internacional. Bajo este sintagma ha de entenderse, dicho aún más brevemente, la ampliación a escala planetaria del paradigma constitucional que limita y vincula a los poderes públicos.

Desbrozar la vía institucional y normativa por la que transitar desde el antiguo mundo de los Estados nacionales a la constelación emergente de un mundo interdependiente representa sin duda un reto de formidable complejidad, pero que, ya se ha apuntado, resulta ineludible. Como bien señaló Habermas en un texto de 2009 sobre la constitucionalización del derecho internacional, quienes pugnen por seguir en esa vía, si no quieren descartar el ideario democrático, se verán «obligados a desarrollar al menos modelos para un arreglo institucional que pueda garantizar una legitimación democrática a las nuevas formas de gobernación de los asuntos en espacios que carecen de fronteras». La monografía que aquí se comenta trata de abordar con todo rigor este enorme desafío.

El libro de Núñez gira en torno a conceptos e ideales, los cuales tienen también héroes que los encarnan. El elenco de personajes, de las «dramatis personae» que aparecen en la obra, no es corto, porque el acopio bibliográfico hecho por la autora es impresionante, pero hay unos cuantos nombres propios que descuellan: ella misma cita en un breve listado (p. 10) a Seyla Benhabib, Nancy Fraser y Mattias Kumm, además de dos personajes mayores, el ya citado Jürgen Habermas y Luigi Ferrajoli. Nuestra autora no sólo ha encarado esta investigación bien pertrechada de lecturas, sino que moviliza con originalidad el potente reservorio argumentativo generado por los pensadores nombrados. Encaramada a hombros de gigantes, logra levantar vuelo por sí misma y alcanzar velocidad de crucero. De destacar es el acierto que supone el haber expuesto de manera consecutiva a cada uno de los autores que convoca, sino en darles entrada al hilo de los conceptos y problemas fundamentales abordados, estrategia que contribuye a trabar la argumentación y dar ritmo a la lectura.

El presente libro va a contracorriente, pero por eso mismo resulta tan necesario como oportuno. Atrás quedó el «optimismo cosmopolita» que, tras el fin de la Guerra Fría y el auge de la globalización, definió toda una época. Por entonces, como señala la propia autora, se vivía, al menos de boquilla, en el tiempo de los derechos, en la expansión de la democracia liberal y la expectativa de un orden mundial regido por reglas reconocibles y aceptadas. Desde entonces ha llovido mucho, empezando por los atentados contra las Torres Gemelas, las guerras del Golfo y las aún en curso en Ucrania y en la vecindad de Israel, además de varias policrisis de alcance global y la dramática pandemia del covid-19. Tales desgracias no acabaron de espolear, como hubiera sido deseable, positivas reacciones colectivas. Más que optimismo cosmopolita habría que hablar de un repliegue nacionalista. No deja de ser paradójico que hoy, cuando más perceptible resulta que la realidad misma se ha hecho cosmopolita, tal como remarcó Ulrich Beck, el ángulo desde el que abordar y gestionar cuestiones que incumben a todos los habitantes del planeta sigue siendo, pese a las apariencias, el proporcionado por el prisma de los Estados-nación.

Aunque me reafirmo en la oportunidad de este libro, no puedo dejar de constatar que no corren buenos tiempos para la lírica que anima su esfuerzo. No se vislumbra una tendencia global y entusiasta hacia la constitucionalización de la esfera internacional. Por el contrario, la evidencia empírica señala un proceso desigual de constitucionalización en varias dimensiones y diferentes regiones del mundo. La cuestión de la realizabilidad de la propuesta es, en este caso, insoslayable y así lo entiende la autora.

La pregunta por la plausibilidad de este proyecto iuscosmopolita recorre este libro desde comienzo a fin y de ahí su concienzuda exploración de las condiciones y posibilidades de ejecución. Pero a su vez, como subraya la autora, este proyecto está dotado de «una vocación transformadora y crítica», rasgos que lo emparentan, sin duda, con las utopías sociales. Es más, en el apartado 4 del capítulo III, Núñez califica su propia propuesta como utopía realista, pues en ella se combina un robusto y ambicioso proyecto normativo de transformación social con el análisis de sus posibilidades en el mundo actual. Esta informada monografía apunta, pues, a la proyección de un futuro distinto, a una utopía ciertamente, lo cual dista mucho de ser motivo de censura. Que un proyecto sea tildado de utópico no significa que sea ilusorio e irrealizable, sino simplemente que describe un estado de cosas deseable que, aunque en las condiciones actuales no se dé, bien podría llegar a ser en algún momento.

Como ha mostrado el sociólogo norteamericano Erik Olin Wright (en Construyendo utopías reales,2014), la utilidad de una utopía no sólo tiene que ver con su deseabilidad, sino también con su factibilidad. Este criterio actúa a modo de un cedazo que criba las propuestas, diferenciando aquellas que no pasan de ser meras desideratas de aquellas otras que adquieren visos de convertirse en realidad con cierta probabilidad. A diferencia de las utopías meramente enunciadas, las utopías concretas y realizables perfilan la sociedad ideal del mañana sin ignorar las características de la sociedad del presente con todas sus dinámicas y contradicciones. En cualquier caso, para poder construir cartografías mentales alternativas se ha de introducir algún elemento disruptivo en el discurso mainstream.

Núñez se empeña con buenos argumentos en demostrar la plausibilidad de su oferta y para ello incluye significativos elementos de la Realpolitik. Y es de destacar uno: la relativización del «mito que identifica las teorías cosmopolitas con la supresión del Estado». En su propuesta, «el Estado no desaparece, sino que se vincula y se le exigen estándares de legitimidad para su actuar también desde una perspectiva cosmopolita» (p. 547). Esta línea con otros modelos formulados recientemente, como serían el «metaconstitucionalismo», el «constitucionalismo global» o el «constitucionalismo multinivel» —términos todos ellos «esencialmente controvertidos» y bastante próximos entre sí, aunque no equiparables— en el presentado por Núñez no se cuestiona la vigente división del mundo en Estados soberanos y ello hace que la propuesta se torne más matizada y accesible y, por ende, más realista. La constitucionalización cosmopolita no se presenta como una receta mágica para problemas sumamente complejos, sino como una opción razonable digna de ser tomada en consideración. La autora nos convence de que su opción es más idónea que otras propugnadas desde posiciones autodesignadas como realistas y que no hacen sino primar el interés nacional en detrimento de las muy reales relaciones de interdependencia que mantenemos todos quienes compartimos este planeta. No obstante, y por mucho que el nuevo marco constitucional global que Núñez nos presenta sea una utopía realista, de ahí no se deduce que sea una propuesta de mínimos.

Núñez insiste, y este es un punto clave de su articulado trabajo, en el insoslayable carácter democrático del constitucionalismo cosmopolita, subrayando sus componentes participativos y deliberativos; con ello, nuestra autora pone sobre la mesa el problema de la democracia más allá de las fronteras estatales y la espinosa cuestión de las exigencias de legitimación del poder en ese ámbito. Plantear esta cuestión supone necesariamente analizar la operatividad de conceptos como los de demos, participación o ciudadanía más allá de los límites de los Estados realmente existentes, que, aún en plena era de la globalización, no son sino Estados territoriales extremadamente celosos de su soberanía. Aunque Núñez examina con interés y en detalle recientes teorías de la democracia cosmopolita, como la desplegada por David Held y Daniele Archibugi, considera que se tornan especialmente problemáticas si se presentan como una especie de república democrática establecida en gran escala y similar en su estructura a los Estados nacionales.

En términos jurídico-políticos, Núñez se situaría en la misma senda abierta recientemente por autores como Jürgen Habermas y Luigi Ferrajoli. Del mismo modo que estos autores, y dado que no se trata de una traslación exacta del modelo del Estado constitucional al plano internacional, lo que en realidad rescata la propuesta de Núñez de un constitucionalismo global sería la lógica de domesticación del poder por parte de un derecho legitimado en base, fundamentalmente, a los derechos fundamentales. Considera que la esencia del constitucionalismo no se restringe a la figura del Estado, sino que su idea-fuerza —la limitación del poder— es en principio aplicable también a instituciones o redes políticas que no están organizadas como Estados, como son las organizaciones basadas en tratados y regímenes del sistema internacional. Con el constitucionalismo cosmopolita, tal como es perfilado por Núñez, se pretende ampliar el ámbito de actuación del derecho internacional, aumentar su rango de autoridad y tomar distancia del consentimiento inmediato de los Estados.

Con lo recién dicho nos adentramos en un aspecto que considero medular del libro que comentamos. Atendiendo a la no siempre pacífica distinción conceptual entre Constitución y Estado que la autora introduce, es preciso aclarar que ella entiende la constitucionalización de la esfera internacional en un sentido peculiar, más bien lato, ya que emplea dicho término sin presuponer entidad estatal alguna en donde se encarne la constitución. En las circunstancias geopolíticas actuales no se dan las condiciones de posibilidad para entender la constitución en sentido estricto, esto es, como un acto de autodeterminación de una comunidad política.

Que no hay coincidencia estricta entre constitucionalidad y estatalidad no es una mera diferenciación conceptual, sino una realidad observable en la actualidad. Cada vez hay más actores internacionales que no sustituyen legalmente, pero sí de facto, las funciones estatales y hacen política global. En realidad, la sociedad internacional ya está densamente institucionalizada. Ejemplos ya clásicos serían el FMI, el Banco Mundial o la OMC, que actúan de forma parecida a un Estado. Dichas organizaciones intergubernamentales han establecido, como señala Hauke Brunkhorst, «un régimen económico mundial, que no sólo está legalizado, sino incluso constitucionalizado”» Cuestión diferente es si estos regímenes constitucionales son de naturaleza democrática. En todo caso, está por ver si la constitucionalización es, como piensa Habermas, la condición requerida para que el derecho internacional deje de ser un mero instrumento de poder en manos de algunas superpotencias y pueda garantizar con eficacia los derechos de todos.

Más allá de las distinciones de la que ya ha sido objeto este libro (como el premio que le otorgó la Sociedad Española de Filosofía Jurídica y Política a la Mejor Tesis Doctoral 2022-2023 o la mención especial concedida por el jurado del Premio Luis Díez del Corral 2022 promovido por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales), tengo para mí que la propuesta de la doctora Núñez prepara el terreno para una comprensión cosmopolita de la esfera internacional sumamente fértil que mejora las propuestas al uso. Mientras que la idea de una democracia cosmopolita se parece demasiado a un Estado mundial y poner las esperanzas en la sociedad civil global demasiado poco, una «tercera vía» para encauzar la aspiración cosmopolita es, como argumenta la autora a lo largo del libro, buscar el desarrollo de una forma de derecho cosmopolita que regule las relaciones entre Estados, proteja los derechos básicos de los ciudadanos y se imponga a los legisladores soberanos como una restricción externa.










De las entradas del blog de hoy miércoles, 1 de enero de 2025. Primer día del nuevo año. ¡Bienvenido, 2025!

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles, 1 de enero de 2025, primer día del nuevo año. Ninguna sociedad está a la altura de los principios y valores que proclama, escribe en la primera de las entradas del blog de hoy el politólogo Fernando Vallespín, pero al menos siempre hubo una presión social mínima para mantener su validez, y para salvar este desfase entre norma y realidad se recurrió a la hipocresía, el fingimiento de que, en efecto, se honran o se cumplen. La segunda es un archivo del blog del 1 de enero de 2011 que decía así: Cada nacimiento, el de cada niño (lo dijo Hannah Arendt) es un acontecimiento universal que abre todas las posibilidades de cambiar el mundo, pues todas las expectativas pueden cumplirse para él. La tercera es hoy un poema de la poetisa colombiana Natalia Jaramillo, que comienza con estos versos: Uno se puede volver camino7y llenarse de piedras, acumular polvo/coleccionar huellas de caminantes que no permanecen/o adornar sus veredas con amapolas y margaritas. Y la cuarta, como siempre, son las viñetas de humor del día. Espero que todas ellas les resulten de  interés. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos. Nos vemos de nuevo mañana si la diosa Fortuna lo permite. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Tamaragua, amigos míos. HArendt











De la hipocresía como valor social

 




Ninguna sociedad está a la altura de los principios y valores que proclama. Pero al menos siempre hubo una presión social mínima para mantener su validez. Para salvar este desfase entre norma y realidad se recurrió a la hipocresía, el fingimiento de que, en efecto, se honran o se cumplen, dice en El País [El (peligroso) final de la hipocresía] el politólogo Fernando Vallespín. La conocida cita de La Rochefoucauld de que la hipocresía es “el homenaje que el vicio le hace a la virtud” viene a significar exactamente eso. Y hasta el propio Maquiavelo aconseja al príncipe que sea “un gran simulador y disimulador”, que no se aparte en exceso de los valores dominantes, que al menos aparente que los cumple. Se refería, desde luego, a los propios del cristianismo, pero los que sustentan la democracia no son menos exigentes. Por eso mismo nos resulta casi imposible no asociar la vida política a un constante ejercicio de hipocresía, que tendemos a juzgar como un vicio despreciable.

Hoy, sin embargo, hemos pasado de denunciar la hipocresía a lamentar su pérdida. No en vano, como dice Judith Shklar, es uno de los pocos vicios que sirven de sustento a la democracia. Mientras sigamos recurriendo a ella es porque determinados valores mantienen su vigencia. Si miramos alrededor, nos encontramos empero con que la hipocresía ya no parece necesaria, y esto no hace sino sacar a la luz nuestra endeble base normativa. Trump es el ejemplo más conspicuo de esta forma de proceder, con su no disimulado sexismo, racismo o desprecio por las minorías. Pero también por su desdén por las reglas de la democracia, como cuando dijo que no aceptaría una derrota en las elecciones presidenciales. O por el mensaje que transmite su elección de futuros cargos: los Matt Gaetz, Pete Hegseth o el inefable Robert Kennedy, un conspiranoico antivacunas, designado futuro ministro de Sanidad. Asistimos a una radical trasmutación de los valores.

El ataque trumpista a lo woke, seguido por tantos otros representantes populistas, resultó al final en algo parecido a eso de tirar al bebé junto con el agua sucia. Podrá no gustarnos la forma específica en la que trataban de afirmar sus principios, tan cargada de fervor inquisitorial, pero estos principios —antisexismo, antirracismo, por ejemplo— son los nuestros, forman parte intrínseca de nuestra concepción de la justicia. Si cualquier pretensión de realizarlos, cualquier aspiración a una mayor justicia social o antidiscriminatoria, es tachada de woke, queda el campo expedito para dinamitar nuestros principios morales universalistas. En vez de ellos triunfa ahora la posición del sofista Trasímaco, que tan bien ilustra Platón: justicia es lo que conviene al más fuerte, lo que este decide que sea.

Al poder —político, y sobre todo económico— ya no le hace falta fingir, porque incluso goza de la inmensa capacidad de definir lo que sea la realidad a través de las sutiles herramientas de la posverdad, cada vez más en manos de los poderosos. La propia “moralización” de la vida pública es también fake, es puramente estratégica, un cínico recurso para denigrar al adversario más que una sincera apuesta por un determinado orden de valores. En el mundo de la geopolítica hemos vuelto al amoralismo de la razón de Estado más descarnada; ahora se está inoculando también en el sistema sanguíneo central de las democracias avanzadas. Huérfanos de principios compartidos de ética pública, ya solo impera el lenguaje del poder, sean cuales sean los ropajes con los que se recubra. Pero no es un destino; en nuestras manos está el revertir esta situación. No es mala idea como propósito para el año nuevo. Que le sea próspero, querido lector.





[ARCHIVO DEL BLOG] Fortunae caetera mando. Publicado el 01/01/2011














¿No saben ustedes latín?, no se avergüencen, yo tampoco; y eso a pesar de haberlo estudiado en el bachillerato y en la universidad. Les aseguro que es una lástima; no debería haberse suprimido de eso que se llamaba antiguamente "estudios clásicos". A mi sí me da vergüenza, por ejemplo, saber que los solemnes acontecimientos académicos en las más prestigiosas universidades del mundo (por supuesto, ninguna española) se siguen celebrando en latín: Oxford, Cambridge, Yale, Princeton, Harvard, lo hacen. ¿Reminiscencias del pasado? Pues supongo que sí, y es para sentirse orgullosos de ello.
Por cierto, la frase que encabeza la entrada es de Ovidio, en su Metamorfosis, y traducida libremente viene a decir: "le encomiendo el resto a la Fortuna". Hoy, que nace un nuevo año e iniciamos la segunda década del siglo XXI, y unos días después de venir al mundo mi tercer nieto, me sumo con placer a la celebración del nuevo año y de la nueva vida que comienza.
Cada nacimiento, el de cada niño (lo dijo Hannah Arendt, y no se enfaden conmigo, que es la primera vez que la cito en lo que va de año) es un acontecimiento universal que abre todas las posibilidades de cambiar el mundo, pues todas las expectativas pueden cumplirse para él. De todo recién nacido se puede esperar lo inesperado; nacer -dice- es aparecer, hacerse visible, por primera vez ante los otros; entrar a forma parte de un mundo nuevo. Sean felices, por favor, en este nuevo año que comienza. Vivámoslo, y dejemos el resto en manos de la diosa Fortuna. Tamaragua, amigos. HArendt

















Del poema de cada día. Hoy, Vía Láctea, de Natalia Jaramillo

 






VÍA LÁCTEA


Uno se puede volver camino

y llenarse de piedras, acumular polvo

coleccionar huellas de caminantes que no permanecen

o adornar sus veredas con amapolas y margaritas.

También se puede volver calle

y atravesar corazones enteros llenos de esmog

dejar de sentir deseo

o brillar de neón en la noche para desmentir olvidos

como bailarinas exóticas.

Uno decide si es más avenida o autopista

depende de la velocidad con la que se navegue al abismo

o lo presurosa que sea la llegada al mortuorio destino.

En fin, yo prefiero ser vía láctea, agonizar entre átomos incontables

no entender de rutas ni de bifurcaciones

expandirme sin miramientos entre los designios del universo

y entretejer paso a paso un lugar sobre el que pueda posar

mis brazos y ver más allá, solo eso.



Natalia Jaramillo (1977)

poetisa colombiana