lunes, 31 de octubre de 2022

De los peligros de reír con libertad

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de los peligros de reír con libertad, porque como dice en ella la escritora Marina Perezagua, para cuando terminamos de evaluar si la hipersensibilidad colectiva actual puede sentirse dañada ante una broma o un simple comentario irónico, ya se nos han pasado las ganas de reír, porque hoy, reír libremente puede salir muy caro. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





Vivimos la era más seria, ¿y también la más lerda?
MARINA PEREZAGUA
23 OCT 2022 - El País


Plinio el Viejo destacaba de Zoroastro, como era conocido en la Grecia clásica, el hecho de que fuera el único ser humano que comenzara a reír cuando nació. Esta risa fue estimada como augurio de una sabiduría divina y libertad espiritual. Hoy podemos entrar al juego del consabido debate: los genocidios de la actualidad son más livianos que los de antaño, nuestro respeto por la vida humana es mayor, nuestra conciencia ecológica está más desarrollada. En lo personal, no estoy de acuerdo con nada de esto, pero el debate sigue existiendo. Sin embargo, a veces no dudo sobre la radicalidad de este pensamiento: No ha habido una era más seria que la que habitamos.
Nuestra época no necesita dictaduras para que se imponga la seriedad, porque lo más perverso de la vigilancia de la risa es que los celadores son nuestros amigos, los profesores de nuestros hijos, nosotros mismos. Piense en esto: si la revisión de la lengua es necesaria porque entendemos que el modo en que hablamos es causa y consecuencia del modo en que pensamos y actuamos, ¿qué mensaje sacamos de una sociedad que ha emprendido la guerra contra una parte tan indispensable para la comunicación humana como es el humor, la ironía? Los efectos de un mundo serio son claros: acartonar la risa es acartonar la reflexión, atrofiar la inteligencia, separarnos de esa parte de la comunicación necesaria para entender a los demás, a nosotros mismos y a nuestro entorno.
Si seguimos los parámetros de Plinio el Viejo (a más risa, más sabiduría) podríamos deducir que tampoco ha habido una era más lerda que la que vivimos. Puede que hayamos pasado por siglos más despiadados, sin duda con más miseria, con peor machismo, con (aún más) racismo, pero nunca como hoy la vigilancia contra el humor ha logrado su cometido. Antes de reír hay que pensar de qué manera nuestra risa va a ser interpretada, debemos calibrar si tenemos derecho a liberar algo tan inasible como una cosquilla, un escalofrío, un orgasmo, algo que, como la risa, lleva la libertad adherida a su propia naturaleza. De este modo, uno de los principales atributos de la risa, su espontaneidad, queda filtrado antes de que la compartamos. Sinceramente, para cuando he terminado de evaluar si la hipersensibilidad colectiva actual puede sentirse dañada ante una broma o un simple comentario irónico, ya se me han pasado las ganas de reírme.
Como el lechero judío ucranio de la película El violinista en el tejado, a veces me dan ganas de preguntarle a Dios: “¿Habría sido tan terrible regalarme a mí una pequeña fortuna?”. Cantaba el lechero que si él fuera rico construiría una escalera muy larga hacia el piso de arriba, otra aún más larga hacia el piso de abajo, y otra, la más larga de todas, que condujera a ninguna parte, sólo por aparentar. Si yo fuera rica (yubby dibby dibby dum), dedicaría mi vida a la risa. Reiría, y reiría, y acallaría las quejas de los ofendidos con indecentes cantidades dinero. Yo también sería una ostentosa, pero ni con joyas, ni coches, ni ropa de alta costura, me exhibiría ante las cámaras envuelta en un armiño de piel de risa, impúdica, sonora y delictiva. Y si se me acumularan los delitos por humor, bien podría incluso pagar fianzas a la espera de juicios, o sobornar a los testigos, o a los jueces, o hacer que el psiquiatra más respetado me declarara demente (yubby dibby dibby dum).
Hace no tanto tiempo habría dedicado mi fortuna imaginaria a eso que se conoce como contribución a un mundo mejor, tal vez la investigación sobre alguna enfermedad rara, o la lucha contra la caza furtiva de rinocerontes. Hoy creo que lo más práctico sería apoyar a personas sin el ánimo naíf de mejorar la colectividad. Tan sólo regalaría parte de mi fortuna a personas con las que me voy encontrando, sin ánimo de que tengan que esforzarse en nada, y empezaría por la gente de mi barrio: la costurera que cuando paseo al perro a las once de la noche sigue tras el cristal de su diminuto negocio dejándose los ojos en un dobladillo, la camarera de 70 años que sirve desayunos grasientos a cambio de propinas, la cajera que alimenta con donuts de un dólar a su hijo de tres años. Respecto a mi vida, no cambiaría tanto como se puede imaginar; veo que en este sentido mi ambición no ha crecido de modo desmesurado desde mi única carta a los Reyes Magos que conservo, cuando apenas sabía escribir. Les pedía: una bellota gigante, un árbol que fuera a la vez muy grande y muy chico, y castañas que se pudieran comer. Hoy pediría una vivienda propia, un pequeño barquito para alejarme de la vivienda propia, una bicicleta a prueba de robos (tal vez la más vieja y fea), un terreno lleno de árboles, innumerables perros. En lo que verdaderamente despilfarraría como una nueva rica es en reírme sin escatimar los gastos de sus consecuencias, porque hoy, reírse, reírse libremente, puede salir muy caro.
Ni siquiera hablo de los límites del humor ni del humor negro, de lo cual ya se ha hablado y escrito mucho. Me refiero a algo mucho más básico: a la risa cotidiana, a la risa como medio de comunicación sano con los demás, a la risa como conciliadora. Porque la risa, y esto se ha sabido desde tiempos inmemoriales, es necesaria hasta en las sociedades más oprimidas, o especialmente en estas. Escribió sobre ello Mijaíl Bajtín, en referencia al carnaval, lo sabían también, por ejemplo, las élites romanas. Las llamadas Saturnales eran una festividad con una duración de ocho días cuyo sentido principal era el de transgredir las normas oficiales que regían durante el resto del año. Durante esos ocho días las clases más bajas podían reírse de todo, los esclavos podían burlarse de sus amos, los sirvientes podían vestirse de patrones, muchos eran liberados de sus obligaciones, los papeles se invertían: los amos limpiaban los platos de sus esclavos. Esta relajación del orden social se consideraba necesaria para refrescar los ánimos de los oprimidos, hasta el siguiente año. Durante ocho días. Ocho días en los que nadie tenía que preocuparse por teorizar sobre la risa aceptable y la inaceptable. Son más días de los que disponemos actualmente.
La risa se está convirtiendo en un nuevo lujo, y aún peor: puesto que la función hace al órgano, se nos está atrofiando esa parte del cerebro que se activa mediante la estimulación que ofrece el sentido del humor, su vitalidad, la ambigüedad de una realidad necesariamente compleja, su deformación. Seguro que todos hemos percibido que nuestros chistes a veces no es que no hagan reír, es que ni siquiera llegan a ser entendidos. Esto es grave. Otras veces nos damos cuenta de una reacción grotesca: nuestros chistes son tomados muy en serio.
Entonces, si yo fuera rica, me reiría mucho, de lo que quisiera, de quien quisiera. En eso gastaría gran parte de mi fortuna. Lo triste no es que no soy rica, lo triste es tener la fantasía de que para reírme en libertad tendría que pagar, sólo porque me ha tocado nacer en la era más seria, (¿la era más lerda?). Yubby dibby dibby dum.























Del lenguaje de los políticos

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del lenguaje de los políticos, que como dice en ella el periodista José Luis Sastre, viven en una especie de filibusterismo verbal sostenido, donde se alarga el tiempo con discursos hasta que lleguen las siguientes elecciones. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.









Teorema de una frase
JOSÉ LUIS SASTRE
26 OCT 2022 - El País


Cuando la gente no tiene nada que decir, habla. Será por miedo al vacío. El día en que llegué al Congreso, pregunté a un portavoz por una encuesta que se acababa de publicar. “No la he visto”, me contestó. Le aparté el micrófono entonces, y se extrañó: “¿Pero qué haces? Algo tendré que decir”. Y dijo. Se perdió en una declaración de un minuto, un minuto sin fin, aunque no supiera siquiera si aquel sondeo le daba algún escaño de más. Tampoco importaba. Aprendí pronto que los políticos pasean con los bolsillos llenos de frases, como si fueran monedas sueltas. Necesitan de ellas para sobrevivir, y tiene lógica: si pregonan que las ideologías se mueren y nadie se lee los programas electorales, de alguna manera habrán de buscar sus votos.
El gran autor contemporáneo de frases es Mariano Rajoy, que no las citaba como aforismos ni ocurrencias, sino para escapar de cualquier aprieto. Rajoy las usaba lo mismo que Alfaro usaba las piernas: para defenderse. Cuando veía venir una pregunta sobre los recortes, hablaba de las alcachofas. Si le sacaban las crisis, comentaba irónico el frío que hacía en Bruselas. Luego se envolvía en frases interminables en las que se quedaba a vivir, porque cuanto más las alargaba más posibilidades tenía de que los problemas le hubieran renunciado por sí solos. Eso mismo le sucedió la tarde de más apuro, cuando, en la Audiencia Nacional, quisieron saber por qué le había escrito a Luis Bárcenas que en su Gobierno hacían lo que podían: “Hacemos lo que podemos significa que no hacíamos nada”. Aquella tarde se sonrió, sorprendido de su propio regate.
Alberto Núñez Feijóo no es Mariano Rajoy, pese a que a veces entona parecido. El otro día le pasó al hablar de Cataluña y de los padres y los hijos y de que nadie de la familia tiene derecho a excluir a una parte de la familia. Los indicios apuntan a una metáfora, pero quién sabe. Hay quien sostiene que es una estrategia porque con expresiones así los candidatos logran que se hable de ellos. Es mucho sostener que, si nos ponemos a ver tácticas en cada detalle, al final nos sorprenderá que la vida no acabe igual que las películas. La salida de Feijóo parece más bien lo contrario: un intento infructuoso de construir una frase que no fuera prefabricada, como lo son tantas, y que además demuestra que la política vive en una especie de filibusterismo verbal sostenido, donde alargan el tiempo con discursos hasta que lleguen las siguientes elecciones.
Lo que no significa que no haya estrategias, por supuesto, si apenas quedan ya frases que se improvisen y se dejen caer al tuntún, en un mundo que no han hecho de realidades, sino de encuestas. Ocurre que esos eslóganes de artificio ahora calan bien poco y su dominio requiere de una gran habilidad. Requiere, de entrada, una vocación clara de provocar, al decir, por ejemplo, que a los jóvenes les falta en general cultura del esfuerzo. Requiere que se elija el momento con premeditación: al soltarlos, por ejemplo, en un acto junto al líder del partido al que se pretende eclipsar. Y requiere, claro, de un problema real para ocultar, pongamos una posible huelga de los sanitarios. Ahí es cuando surte efecto la frase, a la manera de los magos: para que cuando vengan a preguntarte no te haga falta un sujeto ni un verbo. Bastará con el humo, con el que se han levantado grandes carreras políticas.




















viernes, 28 de octubre de 2022

De los complejos de los españoles

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de los complejos de los españoles, porque como dice en ella la periodista Berna González Harbour, pareciera que nos cuesta sacar brillo al orgullo de país; y hay razones para hacerlo: lo fue la campaña de vacunación ante la covid, la organización de la COP25 o la de la OTAN el pasado verano, y lo está siendo estos días la exhibición española en la Feria de Fráncfort. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







España y sus complejos
BERNA GONZÁLEZ HARBOUR
22 OCT 2022 - 


La bandera de España ha sido tan utilizada por la derecha como distintivo ideológico propio que su visión sigue siendo mucho más controvertida de lo que debería. Enarbolada en tamaños gigantes en plazas de ciudades normalmente gobernadas por el PP, utilizada con profusión por Vox y ninguneada en comunidades donde el independentismo es fuerte, lo cierto es que siempre ha incomodado a la izquierda, heredera de un tiempo en el que la nación, la palabra España y sus símbolos eran patrimonio del franquismo.
El debate sobre ello ha envejecido sin que se haya, sin embargo, superado. Y contemplar hoy las banderas españolas en la Puerta de Brandeburgo y otros sitios de Berlín para acompañar el protagonismo de la literatura española en la Feria de Fráncfort reduce nuestros prejuicios a meras telarañas del pasado. Telarañas que ojalá fuéramos capaces de barrer.
Acostumbrados a los complejos, pareciera que nos cuesta sacar brillo al orgullo de país. Y hay razones para hacerlo: lo fue la campaña de vacunación ante la covid, que en España fue más eficaz y rápida que en otros países europeos; lo fueron ocasiones como la organización de la cumbre climática que debió cancelarse en Chile en 2019 y que se improvisó en España con gran solvencia, o la de la OTAN el pasado verano. Lo está siendo estos días la exhibición española en la principal feria de libros del mundo, repleta de espectadores con enorme expectación. O la imagen de seguridad energética que envidia Alemania, acosada por su dependencia de Rusia, frente a una España que puede incluso ofrecer su exportación de gas licuado regasificado, sobre todo si se acometen esas nuevas tuberías que mejoren el flujo en el continente. Como lo es la imagen de estabilidad política que —aunque nos sorprenda desde la mirada de luces cortas que se hace en España— choca con el caos en la alianza de ultraderecha que ha ganado las elecciones en Italia o la confusión en que ha caído el Reino Unido berlusconizado de Boris Johnson, Liz Truss y quien quiera que prosiga el esperpento británico.
Ciertamente, no es oro todo lo que reluce para España, que aborda gravísimos problemas de inflación y expectativas, ni para la literatura española en Europa, pues en los últimos años ha ido perdiendo posiciones y se ha visto superada en numerosos países por otras lenguas antes a la zaga como la italiana o la japonesa. Pero por una vez y sin que sirva de precedente, vale la pena celebrar un merecido orgullo. De literatura. Y de país.





















jueves, 27 de octubre de 2022

De los impuestos

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va sobre los impuestos. Se intenta imponer un discurso que deslegitima la política tributaria, dice en ella la politóloga y profesora universitaria, Pilar Mera, y a ello han contribuido las derechas presentando las bajadas fiscales como propuesta estrella, pero también la izquierda tiene responsabilidad en esta deslegitimación. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






La narrativa de los impuestos
PILAR MERA
21 OCT 2022 - El País


Entre febrero de 1837 y abril de 1839, los lectores de la revista Bentley’s Miscellany siguieron con el alma en vilo las andanzas por entregas de un niño angelical en los suburbios de Londres. A modo de folletín, Charles Dickens publicó mes a mes su segunda novela, Las aventuras de Oliver Twist. Su éxito lo encaminó a convertirse en el novelista inglés por excelencia, pero también impulsó el debate sobre la “cuestión social” gracias a su retrato preciso de realidades como la pobreza extrema, los abusos e hipocresía de las instituciones de beneficencia, el trabajo infantil o la desigualdad social. Buena parte de su audiencia descubrió así un mundo desconocido e incómodo.
Dickens utilizó sus páginas para criticar la Poor Law británica de 1834, una de tantas leyes de pobres aprobadas en Europa que suprimían o limitaban la caridad y la asistencia, basándose en las doctrinas malthusianas que sostenían que la protección social era perjudicial, pues detraía recursos productivos y fomentaba la ociosidad. La combinación de una industrialización progresiva con este paradigma llevado al extremo provocó el deterioro de las condiciones de trabajo y de vida de los obreros asalariados durante las primeras décadas del siglo XIX y con ello, una situación de pobreza permanente. La defensa del no intervencionismo se volvió insostenible. Las posiciones más autoritarias, preocupadas por el orden público, y las más humanistas, centradas en la desigualdad, coincidieron en la necesidad de que el Estado se hiciese responsable y actuase en consecuencia.
Las primeras respuestas reforzaron una visión caritativa del Estado, encarando la pobreza desde la beneficencia, lo que resultó ineficiente en la práctica e insatisfactorio en lo intelectual para una sociedad donde ganaba terreno una revolución burguesa que ya había unido la igualdad a sus exigencias de libertad y legalidad. Por la fuerza de los hechos, revolución y reforma se presentaron como únicas salidas posibles. Y el miedo a la revolución impulsó la reforma.
Así surgió la primera legislación tuitiva, que regulaba las condiciones laborales de niños y mujeres. Se ampliaron los derechos políticos, con progresivas extensiones del derecho al sufragio. Y, tímidamente, se empezó a tejer una red de apoyo asistencial, con sistemas de seguros de enfermedad, accidentes y pensiones de vejez e invalidez. La efectividad de estas medidas fue relativa, pues muchas de ellas no terminaron de aplicarse, pero pusieron las bases sobre las que se construyó el Estado social.
Esos avances paulatinos, irregulares y zigzagueantes se consolidaron en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Décadas de guerra civil total dejaron como enseñanza la necesidad de combatir la desigualdad para mantener los cimientos de una sociedad democrática. Y esa necesidad de nuevas vías de orden y cohesión social consolidó en las sociedades liberales de mercado la ruptura del no intervencionismo económico.
Con el tránsito del asistencialismo a la justicia social, la desigualdad dejó de concebirse como una elección o algo inevitable para verse como fruto de las dinámicas del mercado, explicables, casuales o arbitrarias, y en un contexto donde inercias y dificultades heredadas obstaculizan la movilidad social. Esto implicó una reformulación del contrato social en las sociedades democráticas contemporáneas. El Estado garantiza los derechos y libertades individuales y cada ciudadano contribuye según su capacidad y recibe según su necesidad. Lo que se traduce en la existencia de servicios públicos para todos los miembros de la comunidad y de impuestos con los que también todos participan sosteniendo el sistema.
El thatcherismo permitió recuperar espacio a los defensores del no intervencionismo e inició un retroceso en este equilibrio que se ha ido filtrando en prácticas y discursos desde los ochenta. La fortaleza del modelo se resquebrajó, pero se ha mantenido con sus más y sus menos hasta hoy. Así, nos encontramos con la paradoja actual. Por un lado, se ha impuesto la idea de que la respuesta a las crisis de la covid-19 y la guerra en Ucrania, con su inflación galopante y su amenaza de recesión, es y debe ser diferente a la gestión de la crisis financiera de 2010. Frente a la austeridad y el “dolor” de la ciudadanía, en esta ocasión se opta por la creación de una red de seguridad desde el Estado, sostenida desde una Europa que comparte los mismos criterios. Se refuerza el gasto público y se generaliza el discurso del “nadie se queda atrás”.
Pero, por otro, de manera creciente los impuestos se han convertido en los malvados de la película y se intenta imponer un discurso que los deslegitima. A esto han contribuido las derechas con una política económica en la que las bajadas impositivas se presentan como propuesta estrella. Un paraguas que sirve para todo tipo de temporales y que tapa cualquier otra propuesta, al punto de hacer sospechar que no hay nada detrás. Discursos que afirman que el dinero está mejor en el bolsillo de los ciudadanos o que califican los ingresos del Estado por impuestos como botín del Gobierno o del presidente no son inocuos. Parecen olvidar que la finalidad de esa recaudación es financiar los servicios públicos y que, por ello, ese dinero no es del Gobierno ni de nadie, sino de todos.
Afirmaciones de este tipo señalan, en realidad, que lo público es subsidiario. Que cuando la situación económica va mal, no se puede invertir en ello porque no nos lo podemos permitir, pero cuando va bien, tampoco, porque entonces no es necesario. Y sin impuestos, no hay sistema público que se pueda sostener. El ejemplo reciente del Reino Unido nos muestra que la trampa de una economía pública mantenida de manera mágica reduciendo sus impuestos, es decir, sus ingresos, no se la creen ni siquiera los mercados.
Estos discursos son, además, irresponsables, pues envían a la ciudadanía la idea de que uno de los principales cimientos del sistema es dañino para sus intereses, erosionando su confianza en él. Y, además, engañan. ¿Podría el ciudadano con el dinero de su bolsillo pagarse la Universidad, las infraestructuras de su ciudad, un cuerpo de seguridad, su subsidio del paro, su operación de vesícula o su tratamiento de cáncer?
Pero también la izquierda tiene responsabilidad en esta deslegitimación. Porque no está libre con coquetear con las bajadas de impuestos como algo beneficioso en sí mismo, pero, sobre todo, porque ha dado por perdida la batalla discursiva, limitándose, en el mejor de los casos, a defender los impuestos desde una perspectiva de ricos contra pobres. Focalizar el gasto público en la emergencia social es necesario, pues el Estado debe procurar alternativa a quien no puede hacerlo por sí mismo, pero una cuestión de prioridad no es un fin. Cerrarse en ello genera una división social que termina por devolver al Estado a una lógica caritativa y asistencial mientras deslegitima los impuestos ante una mayoría de ciudadanos que terminan percibiendo que sólo pagan y no reciben nada. No se recuerda lo suficiente que servicios públicos son la sanidad y la educación universales, como también lo son las infraestructuras, la limpieza o la seguridad ciudadana y la jurídica. O que quien vive una situación más cómoda no la vive en el vacío, sino en una comunidad de la que se beneficia de manera directa e indirecta y donde la situación ajena incide en la propia.
Si la derecha debería recuperar la responsabilidad programática y discursiva, la izquierda debería apostar por la claridad conceptual y la defensa de la justicia social.