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domingo, 7 de julio de 2024
sábado, 6 de julio de 2024
De la excepcionalidad europea
El esclarecimiento de por qué unos países avanzan con más rapidez que otros hacia la riqueza y la holgura materiales ha ejercido una atracción hipnótica permanente sobre muchos intelectuales. No solo economistas, sino también historiadores, sociólogos, antropólogos, biólogos, psicólogos y hasta filósofos. Esta abultada nómina cuenta, entre otros, con Adam Smith1, Max Weber2, Eric Jones3, Jared Diamond4, Jack Goody5, Michael Mitterauer6, Niall Ferguson7, Ian Morris8, Oded Galor9, Daron Acemoglu y James Robinson10, Joseph Henrich11, Edmund Phelps12, Hanno Sauer13, o este su seguro servidor14.
A esta lista se ha sumado recientemente el politólogo estadounidense Bruce Bueno de Mesquita con el libro objeto de esta reseña. A Bueno de Mesquita, como a muchos de los mencionados con anterioridad, le interesa ante todo averiguar qué sucedió de particular en Europa para que se convirtiera en la vanguardia del desarrollo económico, en especial del siglo XIX en adelante15. Hay quienes no ven nada de singular en la evolución cultural de Europa y mantienen que florecimientos similares se dieron en otros momentos y lugares, como la Grecia clásica, el califato musulmán, la China confuciana o la Italia renacentista; y más en general allí donde se permitió la libre circulación de ideas, cosas y personas16.
Pero oigamos antes lo que tiene que contar Bueno de Mesquita.
Poder político y poder religioso en la Edad Media europea. A diferencia de todos los mencionados con anterioridad, Bueno de Mesquita pone el foco en la sostenida rivalidad entre papas y gobernantes temporales durante la Edad Media europea, pues allí cree encontrar la causa última del desarrollo económico diferencial de Europa.
La colisión entre la Iglesia y el Estado en la Europa occidental pasó por tres fases. La primera estuvo marcada por la formación de los Estados Pontificios, que fueron un legado del rey franco Pipino el Breve (714-768) al papa Esteban II como agradecimiento por que el papa lo hubiera ungido como emperador, algo que ningún pontífice había hecho con anterioridad. Pipino entregó como regalo a Esteban en 756 las tierras que había arrebatado al rey lombardo, y que abarcaban desde el mar Tirreno hasta el Adriático, y desde Roma hasta lo que hoy se conoce como la provincia de Emilia-Romaña, colindante con la república de Venecia. Esto significaba que el papa, como cabeza visible de la Iglesia occidental, se convertía en un agente político de primer orden, con un territorio y unas riquezas materiales de lo más considerables. Y que se consagró a acrecentar con inesperado ahínco.
En paralelo discurría otra gran batalla religiosa: el cisma de Oriente y Occidente, la división entre la Iglesia católica de Roma y la Iglesia ortodoxa, que comenzó a fraguarse cuando el papa León III coronó a Carlomagno el 25 de diciembre de 800, convirtiéndolo así en el sustituto del emperador bizantino de Occidente, lo que culminaría con la fractura entre las iglesias católica y ortodoxa en 1054.
En un segundo momento ocurrió que la Iglesia, al tocar poder político real, entró en un periodo de corrupción, venalidad y nepotismo. Los papas elegían sucesores entre sus familiares sin mayor recato. O vendían el perdón de los pecados (indulgencias) o los cargos eclesiásticos (simonías) a cambio de dinero contante y sonante.
El tercer momento de colisión vino marcado por la Querella de las Investiduras, que enzarzó durante más de cuarenta años (entre 1075 y 1122, aproximadamente) al papa con los reyes y emperadores, a fin de establecer quién tenía derecho a nombrar e investir a los obispos con los inmensos poderes que por entonces tenían. La Querella fue parcialmente resuelta entre el monarca inglés Enrique I y el francés Felipe I con el papa Pascual II en el concordato de 1107, pero solo acabaría nominalmente en el año 1122, con el concordato de Worms, negociado por el papa Calixto II y Enrique V en nombre del Sacro Imperio Romano Germánico, si bien la cuestión sería retomada en 1302 y, al menos en ciertos aspectos importantes, no concluiría hasta 1648. El Concordato de Worms era un texto pequeño (no llegaba a las quinientas palabras en latín) pero con grandes consecuencias, o al menos así lo ve Bueno de Mesquita.
El juego del concordato. El «juego del concordato», como lo llama el autor, era un juego secuencial en que el primer movimiento lo hacía el papa, que proponía un nuevo obispo para una diócesis que hubiese quedado vacante. El segundo movimiento lo llevaba a cabo el rey, que podía rechazar el nombramiento y quedarse con los ingresos generados por la diócesis. Ahora bien, el papa podía contrarreplicar excomulgando al rey o hasta sancionando a la diócesis en cuestión con un interdicto (lo que significaba negar a los residentes en el territorio diocesano los sacramentos esenciales, como la eucaristía, la comunión, el matrimonio, etc.) También podía incluso alentar que se dieran sermones y discursos públicos contra el gobernante. Si la diócesis era pobre, lo habitual era que el rey declinara arrostrar estos costes políticos y aceptara al obispo designado por el papa. En este caso, no se planteaba conflicto alguno: el obispo designado por el papa juraba lealtad al rey, era consagrado y recibía del rey las rentas económicas anejas a su cargo.
Pero si se trataba de una diócesis rica o era difícil que el papa impusiera en ella su interdicto, la cosa cambiaba de aspecto y el papa podía inclinarse a nombrar un obispo del que se sabía era proclive al poder secular. De esta forma el papa evitaba que se produjera un interregno en que la sede episcopal quedaba vacante (por falta de acuerdo con el gobernante) y la Iglesia no obtenía ingreso alguno de la diócesis en disputa. De modo que, en el juego del concordato, si la diócesis era pobre, el mayor poder negociador lo tenía el pontífice; pero si era rica, el que tenía todas las de ganar era el monarca. Esto también implicaba otra cosa: el rey tenía incentivos claros para estimular el crecimiento económico de las diócesis y aumentar de este modo su poder negociador en el juego del concordato, mientras que el papa tenía el incentivo contrario de ralentizar la prosperidad material del territorio diocesano para asegurarse su control sobre él. Asimismo, los poderes seculares tenían ahora claros motivos para aumentar la productividad de las diócesis controladas por ellos, abriéndose a las innovaciones tecnológicas y fomentando una ética del trabajo entre sus súbditos.
El rey en rebeldía, por su parte, tras conocer la excomunión y el interdicto papales, tenía una opción blanda o más tenue (dejar la sede vacante) o una opción más grave y dura: decidir que la diócesis fuese ocupada por un obispo que promoviera sus intereses, aunque ello supusiera una ruptura sin paliativos con la Iglesia. Esto último fue por lo que se decantó el monarca francés Felipe IV al apoyar el papado de Aviñón (1309-1377), pronto seguido por el Cisma de Occidente (1378-1417). Francia fue la primera nación europea en sacudirse la influencia política de la Iglesia. Eso fue también lo que, un siglo más tarde, hicieron muchos reyes y príncipes europeos en 1517, cuando se inició la Reforma protestante. Si la diócesis era muy rica o el gobernante mostraba tener una piel de rinoceronte ante los castigos papales, la opción más radical de desobediencia al pontífice podía abrirse paso.
Bueno de Mesquita cae a veces en el sesgo de la retrospectiva, tan habitual en quienes tratan asuntos históricos, y llega a sospechar que «su aparición ―la del pontificado de Aviñón, capitaneada por el monarca francés Felipe IV contra el papa Bonifacio VIII― podía haber sido anticipada por algún astuto observador incluso en esa misma época» (p. 248). Y asimismo ese «astuto observador» podría haber vaticinado la rebelión protestante del siglo XVI, iniciada por Lutero, y que se extendería con rapidez por las diócesis europeas más ricas y a la vez más alejadas de Roma y del poder papal.
Muchas partes de Europa no estaban sujetas al concordato: España, Portugal, Sicilia, una buena porción del sur de Italia, la región del Véneto, Rusia y amplias zonas del este de Europa. Todas ellas le sirven a Bueno de Mesquita de control para calibrar la importancia de los concordatos de 1107 y 1122 en el desigual desempeño económico de los sectores europeos que estaban cubiertos por los concordatos y los que no.
Las consecuencias de Worms. Los concordatos trajeron aparejadas consecuencias económicas y políticas de largo alcance temporal. La idea de Bueno de Mesquita es que los reyes tenían un poder de negociación mayor en aquellas diócesis que contaban con mayores riquezas, y que por lo tanto tenían un buen aliciente para enriquecer todavía más esos territorios e imponer en ellos su voluntad. En cambio, la Iglesia albergaba un interés claro en limitar el crecimiento económico y de este modo aumentar su poder de negociación en el proceso de nombrar e investir obispos en las sedes más pobres. El auge económico, al destruir el monopolio de la Iglesia para designar obispos, inclinó la balanza en favor de los poderes seculares. Y, según la tesis de Bueno de Mesquita, este estímulo para el crecimiento económico en «el juego del concordato» fue la fuerza causal dominante para establecer la excepcionalidad europea. Otras variables que había que tener en cuenta eran la proximidad de la sede episcopal a los Estados Pontificios o a rutas comerciales caudalosas en recursos.
Aunque Bueno de Mesquita dice acudir a la base de datos de Angus Maddison y sus continuadores (que se propone medir el crecimiento económico en todo el mundo desde el Imperio Romano hasta nuestros días), lo cierto es que casi todo el tiempo hace uso de datos propios, y es sabido lo fácil que resulta coger por el gaznate los datos y torturarlos hasta conseguir que acaben por decir lo que uno desea que digan. Y esta es una tentación tanto más peligrosa cuanto más corrompidos por el tiempo estén los datos referidos a acontecimientos lejanos, como los interregnos en que quedaba vacante una diócesis y la Iglesia dejaba de percibir rentas por este hecho (p. 242).
El autor admite, más bien con la boca pequeña, que otras causas, distintas de los incentivos traídos por el Concordato de Worms de 1122, pudieron influir en el crecimiento económico de Europa; señaladamente, el auge del comercio desde el año 950 hasta la Revolución Industrial (solo interrumpido por la peste negra de mediados del siglo XIV). Finalmente, Mesquita admite que el auge del comercio interactuó con los incentivos dejados por el concordato (p. 227).
Ya en el terreno de las secuelas políticas del concordato, habría que subrayar que, al mismo tiempo que los gobernantes seculares jugaban al juego del concordato con los pontífices, se entregaban en paralelo a otro juego distinto con sus súbditos: el juego de los gobiernos representativos. Las guerras acabaron por estimular y dar vado al gobierno representativo en la medida en que los súbditos exigieron una mayor representación política a cambio de apoyar con sus impuestos las aventuras bélicas del monarca. Así sucedió cuando Eduardo I de Inglaterra firmó la Confirmatio cartarum el 5 de noviembre de 1297 en plena guerra contra Felipe IV de Francia, como medida desesperada para obtener dinero de sus súbditos a trueque de concederles derechos de representación política.
De modo que, echando mano de su comodín preferido, Mesquita cree que los concordatos también ejercieron su influencia para que el rey hiciera concesiones políticas a sus súbditos a cambio de que estos le sostuvieran económicamente en el desarrollo de la guerra. Los gobernantes de países con episcopados ricos y (a ser posible) alejados del poder papal estaban interesados en estimular todavía más la productividad de los gobernados para mejor garantizarse la presencia de obispos obsecuentes al poder real. Una manera de conseguir la complicidad de sus súbditos, bajo los incentivos del concordato, era ofrecerles rebajas impositivas o, tal vez, mirando a más largo plazo, parlamentos representativos en los que tuvieran voz y voto sobre cómo iban a ser regidos (incluidas, claro está, las cargas tributarias que habrían de soportar). Los gobiernos representativos, al limitar la voracidad fiscal del gobernante, eran un medio político para que este, indirectamente, alentase la actividad económica de los ciudadanos ofreciéndoles garantías políticas de que sus bienes no serían objeto de una tributación confiscatoria por parte del monarca. La concesión, casi siempre en última instancia y a regañadientes, de parlamentos representativos acabó siendo una manera imprevista de que los monarcas aumentasen sus riquezas materiales en los territorios que dominaban (p. 132). La resistencia a ser expoliados fiscalmente era más intensa y estaba mejor organizada en los países ricos, que eran precisamente los cubiertos por los concordatos.
La lógica del concordato promovía que tanto los intereses del monarca como los de sus súbditos quedasen de este modo alineados. Al monarca le interesaba la prosperidad material para decantar los obispados a su favor (y hurtárselos a la Iglesia). A los súbditos, por su parte, les interesaba aumentar su productividad a condición de garantizarse que el monarca no vampirizaría sus ganancias a fuerza de impuestos. La ética del trabajo prendió entre los súbditos de países alejados de la esfera de influencia de la Iglesia antes de que asomara la Reforma protestante en 1517, frente a lo mantenido por Max Weber, cuya tesis Bueno de Mesquita pone boca abajo de muy buena gana. Lo que incentivó, en última instancia, la ética del trabajo en ciertos países europeos fue el Concordato de Worms de 1122 y las subsecuentes garantías recibidas por los ciudadanos de que sus riquezas no se verían esquilmadas por gobernantes belicosos y rapaces a partes iguales.
Por término medio, los territorios sujetos a un concordato llegaban a la constitución de parlamentos representativos unos 75 años antes que aquellos otros no cubiertos por un concordato. Un caso de gobierno representativo surgido de revueltas promovidas en las ciudades medievales es el que abarcaba lo que luego serían Bélgica y los Países Bajos. El origen estuvo en una rebelión organizada por comerciantes y miembros del gremio de Gante ocurrida entre 1449 y 1453 y cuyo blanco era frenar las cargas impositivas sobre la harina y la sal que trataba de fijar el duque de Borgoña, Felipe el Bueno. Los rebeldes fueron derrotados por el ejército del duque, pero la rebelión se extendió a Brujas y otras regiones de Flandes, lo que dio origen a la primera reunión de los Estados Generales en Brujas entre 1463 y 1464, y aquí estuvo el embrión del actual parlamento de los Países Bajos.
Pero el caso mejor recordado sigue siendo sin duda el de la guerra civil inglesa de 1642-1646 entre los partidarios del Parlamento y los de la Corona, que concluyó con la decapitación de Carlos I Estuardo en 1649 y el interregno posterior de Oliver Cromwell (el único periodo de su historia en que Inglaterra dejó de ser un reino y se convirtió de manera efímera en una república), culminado después por la Revolución Gloriosa de 1688; acontecimientos todos ellos que mostraron por primera vez que un parlamento representativo podía erigirse como un contrapoder efectivo frente al absolutismo monárquico; una lección de la que tomaron buena nota los revolucionarios estadounidenses y franceses un siglo más tarde.
El largo brazo del Concordato. Bueno de Mesquita está más que dispuesto a estirar los tentáculos del Concordato de Worms de 1122 para explicar algunas de las singularidades favorables de la Europa actual, tales como el aumento de la renta media per cápita desde 1960 a 2018, el nivel democrático promedio entre 1918 y 2018, la esperanza de vida al nacer en 2018 o la percepción media estimada de la corrupción en el país desde 2015 a 2018. Por supuesto, Bueno de Mesquita enseguida ve correlaciones (que tan fácil es interpretar como relaciones causales) entre haber firmado el concordato en el siglo XII y tener niveles favorables en esos cuatro indicadores en los diversos países europeos. Como decía con mucha gracia el economista Thomas Sowell, lo primero que te enseñan cuando aprendes estadística es que correlación no es lo mismo que causalidad, y es también lo primero que olvidas.
En cuanto a innovación, nuestro autor concede que hay países no occidentales ―como Japón, China y Corea del Sur― que se han colado en los primeros puestos de las naciones punteras en la solicitud de patentes durante la última década, si bien es cierto, añade a renglón seguido, que esto ha ocurrido después de haber adoptado algunas de las prácticas occidentales, como la economía de mercado y la protección de los derechos de propiedad intelectual.
Incluso los premios Nobel concedidos en materias científicas han quedado escorados por las decisiones sobre los concordatos adoptadas por los países europeos en el siglo XII. El mismo Bueno de Mesquita tiene que admitir que esta correlación «resulta del todo increíble», pero solo para añadir al instante que «las cifras no podrían contar una historia más clara» (p. 396). Las universidades más prestigiosas del mundo también están radicadas en los lugares que ratificaron los concordatos o en los países que descienden culturalmente de ellos (p. 409).
Está claro que cualquier relato acerca del vínculo de Europa con la prosperidad material y el progreso moral cobra en un momento u otro un parecido inquietante con una just so story (una historia de ficción, dicho sea à la Rudyard Kipling), que podría llevar por título: «Así fue como Occidente se colocó a la cabeza del desarrollo material y moral». Esto es algo casi inevitable dadas las carencias tanto de formación como de información que cualquier investigador arrostra al tener que vérselas con un periodo temporal tan dilatado. Pero resulta singularmente patente en la narración que ofrece Bueno de Mesquita si se tiene en cuenta la desproporción entre la minúscula causa remota (la firma o no de los concordatos a comienzos del siglo XII) y el abigarrado tropel de consecuencias que de ella se siguió, según él, en los siglos posteriores y que alcanza hasta el presente.
Además de esto, el enfoque es de una asombrosa estrechez de miras. La condición de politólogo de Bueno de Mesquita, y de politólogo enamoriscado de la teoría de juegos y del decisor racional que en ella comparece, le conduce a detenerse en una situación, el concordato de Worms, que se presta fácilmente a una representación en términos de teoría de juegos. Su énfasis excesivo en la racionalidad le arrastra, por otra parte, a descuidar cuestiones como las inercias culturales (patentes en el fracaso de los vikingos en la colonización de Groenlandia, por ejemplo) o la presencia de procesadores de información distintos de la racionalidad (como la inteligencia evolutiva, y también la inteligencia colectiva que preside el funcionamiento de los mercados)17.
Lo que no se le puede regatear a Bueno de Mesquita es el mérito de estudiar el viejo enigma del porqué del crecimiento económico diferencial de las naciones desde un enfoque nuevo y distinto. Al igual que Eric Jones, Bueno de Mesquita sitúa el origen del «milagro europeo» en la rivalidad, pero mientras que Jones llamaba la atención sobre el antagonismo entre los Estados, Bueno de Mesquita prefiere centrarse en la contienda mantenida por los poderes religiosos y los seculares durante la Edad Media europea. Juan Antonio Rivera Rivera es filósofo, ensayista y profesor.
[A VUELAPLUMA] Los olvidados. [Publicada el 11/06/2019]
El poema de cada día. Hoy, El triunfo de ella, de W. B. Yeats (1865-1939)
viernes, 5 de julio de 2024
De las diferentes formas de mirar
[ARCHIVO DEL BLOG] Prometeo, o el afán de saber. [Publicada el 06/07/2008]
El poema de hoy: Canción de hilado, de Johanna Venho (1971)
CANCIÓN DE HILADO
Hilo una hebra larga,
desciendo por ella a las aguas,
a la pupila, ojo de la fuente,
sé que estás aquí.
A través de las letras de lápida,
a través de toda la razón me zambullo
un tizón ardiente en el bolsillo
más medias de niña y monedas,
divisa equivocada en este reino,
sé que estás aquí.
Hubieron largos años, hambrientos,
un bote de remos vacío se golpeaba contra el muelle,
tú cerrabas puertas, te asustabas del viento,
repetías palabras embotadas,
horarios, cantidades,
se desramó el árbol de sueños.
Caen copos de nieve,
tengo diez años
atrapo con la lengua,
chica con cola de caballo bajo el cielo estrellado
regresa a casa de la escuela de espaldas.
Tejo un pañuelo largo,
desciendo por él a la noche,
galopo en un corcel negro hasta la vía,
sé que estás aquí,
una canción detrás de la oreja, por debajo de la lengua,
canción que solamente tú tienes:
vestido de hada, flor de sufrimiento,
manos olientes a humo del fogón,
deja que la canción, deja que la canción guíe
desde la calle regla hasta el sendero,
desde la cancha de asfalto hasta el campo del diablo,
desde la espuma del rápido mayor hasta el desagüe,
cae nieve clemente,
nieve de algodón tierna,
sigamos así,
sé que estás
donde antes
despejado, fluyendo
como alguna vez antes
Johanna Venho (1971)