sábado, 10 de junio de 2023

De la iniquidad

 





Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Manuel Vicent, va de la iniquidad. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 











Bajo el fuego
MANUEL VICENT
04 JUN 2023 - El País
harendt.blogspot.com

La constelación del can o del perro aparece en el firmamento nocturno de España entre el 15 de julio y el 15 de agosto. Es la llamada canícula en la que el calor del verano se impone de forma inexorable. Bajo el sol abrasivo suena la freiduría de chicharras; en los barrancos descarnados los alacranes ponen su veneno a la sombra y en las tierras deslumbradas por la sequía las serpientes jadean con la boca abierta. Este verano en mitad de la canícula a los incendios de los bosques podría sumarse el odio que usan como moneda de cambio los políticos radicales, a derecha e izquierda, y que se va a poner a prueba una vez más en las elecciones generales del 23 de julio. Hace 87 años, por estas fechas, recién segado el trigo, nuestros antepasados comenzaron a segarse unos a otros en una guerra fratricida. Llevados por un pesimismo antropológico se podría pensar que no hemos aprendido nada y que las dos Españas siguen enfrentadas a cara de perro bajo el signo de Caín. No es cierto. El odio que exudan algunos políticos no está en la calle. Este es un pueblo solidario, con la inmensa mayoría de gente que lucha por ser feliz contra toda adversidad. Hoy el verano está lleno de fiestas, suena la música por todas partes y en las playas rebosantes de cuerpos con el ombligo al aire el grito de guerra es: ¡una cerveza y otra de calamares! Ese pequeño estado de felicidad a la que tiene derecho inalienable cada ciudadano está más allá de cualquier ideología. Si hay que votar el 23 de julio, se vota, pero sería terrible que al calor africano de la canícula se añadiera el genuino odio hispánico y al mismo tiempo en que el fuego bajo el siroco esté quemando nuestros montes se produjera el incendio de la política por la crispación, los insultos, la agresividad de unos políticos pirómanos. En este caso el fuego siempre es provocado y se sabe quiénes van con el bidón de gasolina en la mano. Manuel Vicent es escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades. 


























[ARCHIVO DEL BLOG] 50 años de la Guerra de los Seis Días. [Publicada el 06/06/2017]








El diario El País publica en su edición electrónica de hoy una edición especial con fotos, documentos, vídeos y artículos sobre la Guerra de los Seis Días, entre Egipto, Siria, Jordania, Iraq, por un lado, e Israel por otro, que tuvo lugar hace justamente cincuenta años. Se lo recomiendo encarecidamente. 
La Guerra de los Seis Días —también conocida como guerra de Junio de 1967 en la historiografía árabe— fue un conflicto bélico que enfrentó a Israel con una coalición árabe formada por la República Árabe Unida —denominación oficial de Egipto por entonces—, Jordania, Irak y Siria entre el 5 y el 10 de junio de 1967.
Tras la exigencia egipcia a la ONU de que retirase de forma inmediata sus fuerzas de interposición en el Sinaí (UNEF), el despliegue de fuerzas egipcias en la frontera israelí y el bloqueo de los estrechos de Tirán, Israel, temiendo un ataque inminente, lanzó un ataque preventivo contra la fuerza aérea egipcia, al que Jordania respondió atacando las ciudades israelíes de Jerusalén y Netanya. Al finalizar la guerra, Israel había conquistado la península del Sinaí, la Franja de Gaza, Cisjordania, Jerusalén Este (incluyendo la Ciudad Vieja) y los Altos del Golán.
Tras numerosos enfrentamientos fronterizos entre Israel y sus vecinos árabes, en particular Siria, el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser expulsó a la Fuerza de Emergencia de las Naciones Unidas (UNEF) de la península del Sinaí en mayo de 1967. La fuerza de mantenimiento de la paz estaba situada en la región desde el final de la Crisis de Suez en 1957. Egipto acumuló 1000 tanques y unos 100 000 soldados en la frontera con Israel y cerró los Estrechos de Tirán a todos los buques de bandera israelí o que llevaban materiales estratégicos a Israel, recibiendo un fuerte apoyo de otras naciones árabes. Israel respondió con una movilización similar que incluyó el reclutamiento de 70 000 reservistas para sus Fuerzas de Defensa.
La Guerra de los Seis Días se inscribe dentro del conjunto de guerras libradas entre Israel y sus vecinos árabes, tras la creación del Estado de Israel (1948) en parte de lo que constituía el Mandato británico de Palestina. Estos seis días de 1967 concitaron la atención mundial y resultaron claves en la geopolítica de la región: sus consecuencias han sido profundas, extensas y se han hecho notar hasta el presente, teniendo una influencia decisiva en numerosos acontecimientos posteriores, como la guerra de Desgaste, la guerra de Yom Kipur, la masacre de Múnich, la polémica sobre los asentamientos judíos y el estatus de Jerusalén, los acuerdos de Camp David y de Oslo o la Intifada.
El verano de 1967 ha quedado marcado indeleblemente en mi existencia por tres hechos: una guerra, una boda y un libro. No los cito por orden cronológico sino por lo que significaron en mi vida.
El primero, mi boda, a finales de la primavera de ese año, con la que aún hoy sigue siendo mi esposa y madre de mis hijas.  
El segundo, la guerra. Seguí sus vicisitudes con especial emoción, en parte por que estaba en edad de ser movilizado militarmente si el enfrentamiento bélico hubiera ido a mayores e implicado a más contendientes, acabando en una III Guerra Mundial, pero también por que mi corazón estaba, sentimentalmente, del lado de uno de los bandos contendientes.
El tercero, fue la lectura de una novela, en los últimos días del  verano. Me impactó profundamente. La novela se titulaba La muerte tenía dos hijos (Plaza y Janés, Barcelona, 1967). Su autora, Yael Dayán, era hija del mítico Jefe del Estado Mayor del ejército israelí, el general Moshé Dayán (1915-1981), artífice indiscutible de la victoria de las armas de su país en la Guerra de los Seis Días. Posterior ministro de Defensa y de Asuntos Exteriores de Israel, fue, sin embargo, un decidido partidario de la devolución incondicional de los territorios ocupados en esa guerra a Egipto, Jordania y Siria.
La leímos al unísono mi mujer y yo, aún conmocionados por los acontecimientos vividos dos meses antes. Sin duda alguna fue un libro que nos dejó una profunda huella. De él hemos hablado a menudo a lo largo de todos los años transcurridos desde entonces, y aunque lo dábamos por perdido para siempre en alguno de los continuos trasvases de libros de la biblioteca familiar entre Maspalomas y Las Palmas lo reencontramos hace ahora cinco años y volvimos a leerlo con la misma emoción de aquel lejano verano de 1967. Hace ya cincuenta años. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












viernes, 9 de junio de 2023

De las mentiras en política

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filólogo Jordi Amat, va de las mentiras en política. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 










Esta descripción agónica del presente es una falacia trumpista, un delirio ideológico con un propósito político
JORDI AMAT
04 JUN 2023 - El País
harendt.blogspot.com

“La política del engaño se ha afianzado”. Era el título del artículo sobre la relación tóxica entre demócratas y republicanos que Thomas B. Edsall publicó el miércoles en The New York Times. Reflexionaba sobre el comodín de la polarización, que sirve para esto y aquello, pero analizaba algo peor que está acelerando la degradación democrática en Estados Unidos: la aceptación de la mentira en la conversación pública. Ya no es que en ella se cuelen fake news. Es que votantes de uno u otro partido prefieren ignorar que lo son o les da igual que circulen y se impongan como certezas o, peor, lo que más encabrona es que su contrario evidencie que son falsedades. No, no y no. Antes de aceptar la verdad de los otros preferimos que los nuestros, y nuestros medios de comunicación, nos mientan ya que dejarnos engañar se considera hoy como un mal menor frente a lo que vemos enfrente y nos causa angustia existencial. “Proteger tu identidad se vuelve más importante que abrazar la verdad”, dijo uno de los académicos consultados por el periodista. “Un individuo cuyo partido pierde el día de las elecciones puede sentir que su identidad ha sufrido una derrota” sugiere Edsall.
Por suerte en España el nivel de la polarización afectiva está lejos del que padece el amigo americano, pero en el corazón de nuestra convivencia el discurso y la práctica del antisanchismo se han instalado como una emergencia salvadora, como la única respuesta patriótica ante una identidad nacional amenazada por la diabólica inmoralidad encarnada por el presidente del Gobierno. Visto desde el rincón del mundo que es Cataluña, donde los socialistas han sido estigmatizados por el independentismo como la salvaguarda más pérfida del maldito Régimen del 78, es fácil constatar que esta descripción agónica del presente es una falacia trumpista, una trola que te cagas, un delirio ideológico con un propósito político.
Lo que se pretende, convirtiendo pactos parlamentarios en pactos nefandos, más que discutir decisiones concretas, es trasladarnos primero el miedo y luego la rabia que genera la angustia nacional. Así no discutiremos sobre el objetivo principal del planteamiento destituyente de las elecciones del 23 de julio: la demolición de una agenda legislativa que, con aciertos (la reforma laboral) y errores (la catástrofe de la quiebra del feminismo), ha conformado una sólida respuesta socialdemócrata a las diversas crisis que se han sucedido durante esta legislatura y, por ahora, han evitado la recesión anunciada, y de la que hoy nadie habla ni se la espera en campaña.
Al ser preguntado sobre qué es la derogación del sanchismo, el líder de la oposición fue claro: “Derogar todas aquellas leyes que están inspiradas por las minorías y que atentan contra las mayorías”. De la negociación del Gobierno de coalición con estas minorías han surgido mayorías parlamentarias estables en la sede de la soberanía nacional, traslación de la fragmentación territorial del país. Somos así. Mayorías exiguas, disonantes o desafinadas, con poco diálogo con la oposición, sin duda. Pero una mayoría legítima, más sólida y amplia que la del antisanchismo. Tras las elecciones del pasado domingo, esta segunda mayoría, la reactiva, se ha reforzado.
Si se consolida esa dinámica, usando algunas razones y demasiadas trolas, se habrá conseguido lo que un determinado poder sabe que es condición necesaria para reimponer su agenda de intereses: la negativa politización identitaria del macizo de la raza, para decirlo con el Dionisio Ridruejo que en Escrito en España explicó la deriva de la Segunda República. “Tempranamente —y en parte a través de los estímulos proporcionados por el adversario—, algunos “valores” como la seguridad y la unidad de la patria, el respeto a la moral tradicional y la fidelidad a la creencia religiosa, vinieron a ser usados como superestructura o escudo defensivo de la clase amenazada, y así sería como la clase media tradicional, supersticiosa de esos valores, llegaría a entrar en el juego tras aquellas oscilaciones que convirtieron la obra republicana —de dos en dos años— en el trabajo de Penélope”. Cuando esa mentalidad se instala, no hay verdad que valga. Jordi Amat es filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Ejerce la crítica literaria en 'Babelia' y coordina 'Quadern', el suplemento cultural de la edición catalana de EL PAÍS.




































Felipe VI, rey de España. Con algunas anécdotas muy personales del autor del blog. [Publicada el 19/06/2014]





 



A estas alturas de la historia me parece innecesario justificar mi condición de monárquico, de izquierdas y socialdemócrata. Si viviera en Alemania, Austria, Grecia, Portugal o Italia, que fueron monarquías hasta hace unos años y ahora son repúblicas, pues si tendría algo de original. Declararse monárquico en un Estado que lo ha sido durante siglos y que desde 1978, en los 39 años de reinado de Juan Carlos I, ha vivido la etapa de libertades y democracia más larga, pacífica y exitosa de su historia nacional, me parece algo bastante obvio y un ejercicio de sensatez y madurez emocional. 
Yo no me declaro monárquico por respeto al juramento de lealtad prestado, si no sobre todo por convicción personal. Monarquías son algunas de las democracias más antiguas y de las sociedades más libres del mundo: Gran Bretaña, Suecia, Noruega, Dinamarca, Bélgica, los Países Bajos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda... Son monarquías parlamentarias, como la española, en la que el rey es el símbolo del Estado, no un monarca absoluto que hace y deshace a su antojo o participa en la vicisitudes de la vida política de forma partidista apoyando a unos u otros. Por el contrario, garantiza la unidad y continuidad del Estado al situarse por encima de la legítima lucha por el poder de los adversarios políticos. No veo, pues, ni tengo razón alguna para avergonzarme de ser y declararme monárquico. Si a otros no les parece bien, pues nada: "pas de problème", que dicen los franceses; aquí paz y después gloria. 
Mi defensa de la monarquía no tiene antecedentes familiares. Mi padre nació en 1900, a punto de finalizar el siglo XIX, y a los 21 años entraba al servicio de la Casa del Rey, como guardia civil, en la escolta personal de Alfonso XIII cuando salía de la capital. La guerra civil le cayó del lado republicano, y cuando terminó, lo pagó con cinco años de destino forzoso en la isla de El Hierro, aunque conservó su condición de militar hasta su licenciamiento en 1956, como comandante de la guardia civil. Nunca se declaró políticamente, aunque le podía su vena republicana, pero mi madre prohibía terminantemente hablar de política en las reuniones familiares.
Mi madre nació en 1906. Sus padres, mis abuelos, se casaban en una iglesia de Madrid el mismo día que también en Madrid, pero en la de San Jerónimo el Real, lo hacían el rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia. Mis abuelos maternos eran socialistas. Destacados dirigentes del PSOE como Prieto, Besteiro, Largo Caballero y Negrín (los dos últimos llegarían a ser presidentes del gobierno durante la II República) fueron amigos personales de mis abuelos. Mi madre, su hija mayor, recordaba haberlos visto en alguna ocasión en casa de sus padres en la Ribera de Curtidores, de Madrid, cuando ella era joven. Un hermano de mi abuelo, mi tío-abuelo Amós Acero, fue alcalde del Puente de Vallecas y diputado en las Cortes republicanas. Lo fusilaron los nacionales al término de la guerra civil. 
Y yo, con diez años, recuerdo que tenía en mi cuarto, en la casa de mis padres en Madrid, una foto recortada de la revista Life en la que aparecía el príncipe Juan Carlos de Borbón vestido con su uniforme de cadete de la Academia General Militar de Zaragoza. Curiosamente, en mi tesina de graduación en la Escuela Social de Madrid, en 1966, titulada "El futuro político de España", yo defendía como salida al régimen franquista la de una regencia provisional hasta que los españoles decidieran por referéndum, si preferían una monarquía, una república, o una regencia electiva renovada periódicamente. Me la aprobaron con nota. Y eso, nueve años antes de la muerte del dictador. Años más tarde tuve ocasión de saludar personalmente en Las Palmas, durante una recepción oficial, a don Juan Carlos y doña Sofía, con la que departí unos minutos en los que hablamos de historia del arte. Si alguno piensa que traiciono mi herencia familiar declarándome monárquico, de izquierdas y socialdemócrata, le aseguro que se equivoca. 
De vez en cuando me encuentro contertulios en la redes sociales que me ponen literalmente a caldo por declararme monárquico, de izquierdas y socialdemócrata. Me dicen que no se puede ser monárquico y de izquierdas y socialista. Por lo visto desconocen la historia del socialismo europeo, especialmente del nórdico o del británico, pero también del español. Claro está que algunos de esos contertulios contraponen lo de socialdemócrata a lo que ellos denominan "socialistas auténtico", que así, a palo seco, no tengo yo muy claro quienes son. Si desde luego el "socialismo auténtico", así, a palo seco, que ellos defienden es el denominado socialismo real que se practicó en la extinta URSS, o el que rige actualmente en la República Popular China o Cuba, o el que preconizan regímenes como los de Venezuela, Ecuador o Bolivia, por citar los más cercanos sentimentalmente a mi condición de canario y español, pues sí, evidentemente, no soy "socialista". Si por "socialismo", así, a palo seco, entieden lo que defienden Izquierda Unida y compañía: Equo, Podemos, Amaiur, Bildu, ERC y otros, que se pretenden de izquierdas, pues evidentemente, no soy "socialista". 
Si por "socialismo" se entiende lo que defiende la socialdemocracia europea: los partidos socialistas de Gran Bretaña, Alemania, Francia, Holanda, Suecia, Noruega, Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Israel o España, por no citar más, pues entonces sí me considero socialista. Y desde luego, aunque nunca fue santo de mi especial devoción, tengo que decir que suscribo de la "a" a la "z" las palabras del diputado socialista Alfonso Guerra pronunciadas en la reunión de su grupo parlamentario el pasado día 10 sobre el asunto de la disyuntiva monarquía-república. ¿Oportunismo por su parte? No lo creo, los oportunistas, desafortunados a mí juicio, son los que mezclando churras con merinas sacan a colación este asunto en este preciso momento. Por cierto, no milito en ningún partido.
Les invito a leer el especial "Retrato de un un rey del siglo XXI" que el diario El País viene dedicando a la persona del que, desde hace unas horas es ya el rey de España, Felipe VI.
Termino con el clásico ¡larga vida al rey! Y ahora, sean felices, por favor, y como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt