Si hay un personaje de la izquierda española que ha suscitado una cierta, a veces inconfesable, simpatía entre sus adversarios ha sido el socialista Indalecio Prieto (1883-1962), escribe en Revista de Libros el profesor Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense, reseñando el libro de Luis Sala González titulado Indalecio Prieto. República y socialismo. 1930-1936 (Madrid, Tecnos, 2017).
Su figura, dirá en 1962 el republicano conservador Miguel Maura, acabará ganándose el respeto de las futuras generaciones mucho más que los «falsos santones» de la España autocrática vigente cuando Maura escribía estas palabras, comienza diciendo. Su hondo sentido nacional, que casi nadie cuestionaba, su socialismo liberal y su desbordante humanidad le valieron el aprecio de personajes que se encontraban en sus antípodas políticas, hasta el punto de alimentar el mito de un Prieto fascista "malgré lui". Ernesto Giménez Caballero pensó en él como un posible Mussolini español, que cumpliera las condiciones biográficas, sociales y psicológicas de un verdadero tribuno popular, lejos del señoritismo imperante en la extrema derecha española, y José Antonio Primo de Rivera le dedicó en vísperas de la Guerra Civil un artículo titulado «Prieto se acerca a la Falange». Fue a raíz del sobrecogedor discurso que el líder socialista pronunció en Cuenca el 1 de mayo de 1936 advirtiendo del peligro de un levantamiento militar acaudillado por Franco y lanzando un desesperado llamamiento a la izquierda para recuperar la cordura en un momento de grave excitación colectiva. El mensaje iba dirigido sobre todo al sector caballerista del PSOE, embarcado en un proceso de bolchevización ideológica y táctica que resultó letal para la República. Tal vez no sea casualidad por ello que uno de los juicios más negativos sobre Prieto procediera de Largo Caballero, en cuyas memorias, escritas tras la Guerra Civil, encontramos una extensa retahíla de descalificaciones, cuestionando principalmente su lealtad al PSOE. «Para mí, Indalecio Prieto nunca ha sido socialista», llegará a decir Caballero, formulando la más grave acusación que podía lanzar contra él. Más allá del tono injurioso de sus palabras, es cierto que Prieto fue un socialista atípico en un partido de acendrada tradición obrerista y puritana, que chocaba abiertamente con su socialismo liberal y su desenfadado estilo de vida.
El libro que le ha dedicado Luis Sala González no es todavía la gran biografía que merece un personaje como Prieto. Tampoco es esa la intención del autor, que centra su obra en una etapa crucial de su trayectoria y de la España que le tocó vivir (1930-1936). Lo hace a partir de una investigación original, sólidamente documentada, del papel desempeñado por él durante la Segunda República hasta la sublevación militar de julio de 1936, con cuatro grandes cuestiones que se suceden a lo largo de los siete capítulos del libro: la lucha contra la Monarquía alfonsina, su etapa como ministro durante el primer bienio republicano, su protagonismo en la Revolución de Octubre de 1934 y su papel en los meses previos al levantamiento militar, en los que su partido le negó el apoyo necesario para reconducir una crisis que ponía en peligro de muerte a la República «burguesa», como solía llamarla despectivamente la izquierda.
La historia que nos cuenta Luis Sala empieza y acaba con una doble lucha por la República en la que Prieto participó casi en solitario. Primero, en 1930, por su instauración; luego, seis años después, por su salvación. En los últimos meses del reinado de Alfonso XIII, el socialismo español mantuvo una actitud expectante ante una causa que, en rigor, a juicio de la mayoría de sus dirigentes, no era la de la clase obrera, sino la de la burguesía republicana. Ella era, según los socialistas, la que debía traer «su» república y jugarse la vida por ella. De ahí que la presencia de Prieto en el Pacto de San Sebastián fuera a título particular y en contra del sentir de su partido. El argumento que, según recuerda el autor, utilizó para justificar su militancia a favor de la República –«No hay liberalismo posible con la Monarquía española»– no podía causar más que encogimiento de hombros entre la mayoría de los compañeros de Prieto: ¿qué tenía que ver el PSOE con el liberalismo, una ideología de clase no sólo ajena a la significación obrera del socialismo, sino además anacrónica, que a esas alturas del siglo XX no le servía ya ni a la burguesía que la había inventado? Que, finalmente, para sorpresa de propios y extraños, Largo Caballero diera luz verde a la incorporación del PSOE y la UGT a la lucha contra la Monarquía sólo puede interpretarse como reconocimiento de la fuerza que estaba alcanzado el republicanismo. Mejor sumarse a él antes de que fuera demasiado tarde y conjurar así el peligro de ser desbordados por un movimiento que en el otoño de 1930 parecía ya imparable. Unos meses después, el 14 de abril de 1931, Largo Caballero, Prieto y Fernando de los Ríos se convertían en los primeros ministros socialistas de la historia de España.
La doble etapa ministerial de Prieto entre abril de 1931 y septiembre de 1933 ha dado lugar generalmente a dos valoraciones extremas: fracaso estrepitoso como ministro de Hacienda y éxito rotundo como responsable de Obras Públicas. Lo primero aparece matizado en el libro de Luis Sala, no tanto porque su gestión al frente de ese ministerio merezca una valoración muy distinta de la que tuvo para el propio Prieto, muy crítico consigo mismo, sino por el importante papel que desempeñó en asuntos ajenos a su departamento, como el proceso constituyente o la demanda de autonomía por el nacionalismo vasco. Sobre esta última cuestión se pronunció de forma inequívoca a lo largo de aquellos años. Aunque receptivo a la autonomía, se opondría siempre a quien quisiera convertir el País Vasco en «un Gibraltar reaccionario y un reducto clerical». Era escéptico, además, sobre las posibilidades de éxito del programa máximo del PNV, que no era otro que la ruptura con España. «El separatismo sería el suicidio por asfixia», afirmó en septiembre de 1932, «y los pueblos no se suicidan». Puede que el dirigente socialista fuera por una vez demasiado optimista, si recordamos la subida de Hitler al poder en enero de 1933 y otros episodios más recientes y cercanos que muestran hasta qué punto un pueblo, o quienes hablan en su nombre, puede sentir una atracción fatal por el abismo. En la cuestión catalana se prodigó menos, pero tampoco se mordió la lengua. En septiembre de 1931, en uno de sus frecuentes rifirrafes con Esquerra Republicana de Catalunya, tachó la actitud de ERC hacia la República como el «caso de deslealtad más característico» que había conocido en sus treinta y dos años de vida política.
En diciembre, tras la aprobación de la Constitución, pasó del Ministerio de Hacienda al de Obras Públicas, donde realizó durante casi dos años una magnífica labor, que concitó, en palabras de Sala, «la alabanza casi unánime de la opinión pública». Era un cargo mucho más ajustado a su dinamismo personal y a su concepción reformista del socialismo, sin las servidumbres del Ministerio de Hacienda, en el que literalmente se quemó para nada, maniatado por su condición de socialista, que le obligaba a renunciar a cualquier iniciativa para no provocar el pánico financiero. Regadíos, enlaces ferroviarios, obras hidráulicas, reformas portuarias, grandes proyectos urbanísticos para Madrid, como los Nuevos Ministerios y la prolongación de la Castellana… La hiperactividad de Prieto en Obras Públicas respondía a su afán de realizar una «socialización en frío» sin traumas revolucionarios, una política de choque frente a la crisis económica y al desempleo no muy distinta de lo que muy pronto sería el New Deal de Roosevelt. Estaba claro que su fama de buen gestor, su larga experiencia parlamentaria y su socialismo pragmático iban a convertirlo algún día en candidato a más altos empeños. La primera vez fue en junio de 1933, con la coalición republicano-socialista en plena descomposición y el prestigio de Azaña por los suelos tras el episodio de Casas Viejas en enero de aquel año. Prieto recibió de Alcalá-Zamora el encargo de formar un gobierno de amplia base parlamentaria que abarcara desde el Partido Radical de Lerroux, por la derecha, hasta el PSOE, por la izquierda. Sus posibilidades de éxito eran tan remotas que hubo en el Partido Socialista quien lo interpretó como una maniobra del presidente de la República para desestabilizar al PSOE, que, por otro lado, tampoco necesitaba ayuda exterior para entregarse al cainismo más desaforado. El fracaso de Prieto no puede achacarse esta vez a Largo Caballero, como ocurrirá en mayo de 1936. Simplemente, era muy difícil que salieran las cuentas dada la imposibilidad de reconciliar a radicales y socialistas. Hubo un nuevo gobierno presidido por Azaña que apenas duró unas semanas hasta que, pasado el verano, la crisis se hizo ya irreversible, con las consecuencias conocidas: elecciones anticipadas, victoria de las derechas y veto del PSOE a cualquier gobierno con ministros de la CEDA, triunfadora en las elecciones de noviembre. Cuando, en octubre de 1934, tras un año de gobiernos republicanos en minoría, el partido de Gil-Robles exigió entrar en el ejecutivo, la amenaza socialista se cumplió en forma de huelga general revolucionaria.
Prieto se declaró años después «culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera» de su participación en la Revolución de Octubre de 1934. Lo recuerda Luis Sala en su minuciosa crónica de la gestación de aquel movimiento y en el análisis de su intervención en aquellos hechos. Que un socialista que lo era «a fuer de liberal», como dijo él mismo; un demócrata convencido, un defensor de la República «burguesa», como la llamaban la mayoría de sus correligionarios, participara en una sublevación contra un gobierno que cumplía todas las formalidades constitucionales indica el nivel de degradación al que estaba llegando la vida política española. No cabe duda de que su intención era muy distinta de la de Largo Caballero, jaleado por los suyos como «el Lenin español» y convencido de que, una vez probada y fracasada la vía reformista hacia el socialismo, la legalidad republicana carecía de todo valor. La izquierda pagó un alto precio por aquella aventura revolucionaria y perdió al menos una parte de su legitimidad ante los enemigos del régimen. Aquello iba de todo o nada. Lo vio y lo anunció Prieto una y otra vez, por ejemplo en un discurso en las Cortes pronunciado en mayo de 1934: «Hay dos Españas puestas en pie que lucharán denodadamente por conseguir su pleno dominio. La lucha será terrible». Después de la Revolución de Octubre y de la represión lanzada por el gobierno, la convivencia se hizo ya imposible.
La República tuvo, sin embargo, una última oportunidad, por remota que fuera, de evitar lo peor y fue cuando, tras la victoria del Frente Popular, la destitución de Alcalá-Zamora y el nombramiento de Azaña en su lugar, en mayo de 1936 el nuevo presidente de la República pensó en Prieto para presidir el gobierno. Es lo que el autor llama «la hora de Prieto», y probablemente fue aún más que eso, porque la República necesitaba que el Partido Socialista arrimara el hombro en defensa del régimen del 14 de abril –o lo que quedaba de él– y porque en Prieto se daba la circunstancia insólita de contar con un amplio apoyo entre las masas y de tener alguna autoridad en el ejército, que podía haber servido para reducir el alcance del golpe militar. Lo que habría pasado con un gobierno presidido por él no lo sabremos nunca. Las posibilidades de impedir o minimizar la sublevación eran ya muy remotas, incluso para un hombre de su capacidad y clarividencia. En todo caso, lo que sabemos con certeza es que el fracaso de su gestión se debió a la negativa del grupo parlamentario socialista, con mayoría largocaballerista, a respaldar su candidatura a la presidencia del gobierno. Según dijo después Luis Araquistáin, diputado socialista en 1936 y brazo derecho del Lenin español, se trataba de impedir que la República burguesa, herida de muerte, pudiera salir de aquel trance gracias al PSOE. «¿No le parece a usted que fuimos unos bárbaros?», preguntó Araquistáin a Juan Marichal, biógrafo de Azaña, al recordar aquel episodio veinte años después.
Luis Sala parece ignorar este importante testimonio. En cambio, recoge la valoración de algunos autores, pertenecientes al lobby historiográfico hoy en día dominante, que reparten las culpas entre Prieto y Largo Caballero por el fracaso de aquella operación. La responsabilidad del segundo y la razón de su proceder están meridianamente claras: a la tenebrosa perspectiva de ver a su adversario convertido en presidente del gobierno, se añadía el riesgo de que un gobierno presidido por un socialista apuntalara la República burguesa. Las críticas al comportamiento de Prieto se centran más bien en el papel clave que desempeñó en la destitución de Alcalá-Zamora, sin tener previamente resuelta la ecuación política que iba a plantear este hecho y las sucesivas incógnitas que habría que despejar para llegar a un feliz desenlace, a saber: 1) Encontrar un sustituto a don Niceto; 2) Cubrir a continuación la vacante dejada por Azaña en la jefatura del gobierno, si este último resultaba elegido presidente de la República, como cabía esperar; y 3) Conseguir el apoyo del grupo parlamentario socialista en caso de que Azaña pensara en Prieto como su sucesor al frente del gobierno, cosa altamente probable por la especial sintonía que existía entre ambos y porque el exministro socialista reunía todas las condiciones precisas para, al menos, intentar evitar la catástrofe que se avecinaba. Que la destitución de Alcalá-Zamora se pusiera en marcha sin tener asegurado el respaldo necesario para culminar la operación parece una falta de previsión impropia de un político avezado como él. O tal vez no. Quizá todo respondía a un cálculo maquiavélico que se demostró equivocado. Largo Caballero insinuó que su rival quiso forzarle la mano al grupo parlamentario con un hecho consumado, convencido de que sus compañeros no se atreverían a negarle su voto en una sesión de investidura. Es posible que así fuera, y que Prieto estuviera pensando en reeditar lo que ocurrió en 1930 con el Pacto de San Sebastián: lo firmó en solitario, a sabiendas del escándalo que iba a provocar en su partido, pero contando con que, a la hora de la verdad, el PSOE cedería ante el miedo a quedarse fuera del frente republicano. Y así fue en aquella ocasión. Pero en 1936 las cosas estaban mucho más enconadas, dentro y fuera del Partido Socialista, y al final se impuso la lógica largocaballerista del cuanto peor, mejor.
El libro de Luis Sala transmite con gran fidelidad el clima de enfrentamiento civil que marca la historia de aquellos años. La cuestión aparece planteada de forma un tanto extemporánea en la introducción, cuando el autor afirma que «la guerra civil no empezó en octubre de 1934». Lo hace para marcar distancias frente a los historiadores que llama «neorrevisionistas», no sea que alguien lo tome por lo que no es. Ahora bien, por mucho que la Guerra Civil no empezara hasta julio de 1936, desde el otoño de 1931 un sector de la izquierda venía utilizando imprudentemente la expresión y convocando en torno a ella una épica revolucionaria cargada de peligros para la República. Afirma Luis Sala que cuando, en noviembre de 1931, Largo Caballero amenazó con «ir a una guerra civil» si las Cortes constituyentes se disolvían tras la aprobación de la Constitución, estaba diciendo en realidad que para el PSOE la disolución anticipada equivaldría a un golpe de Estado. Considera el autor que las palabras del líder socialista no pasaban de ser un desliz desafortunado, disculpable por el «momento político en que fueron dichas». El problema es que el desliz se repitió con demasiada frecuencia, y no siempre por parte de Largo Caballero, sobre todo a partir de la Revolución de Octubre de 1934. El propio Sala reproduce declaraciones de Prieto no ya anticipando como ineludible la guerra –«ha de mantenerse en España», escribe en 1935, «muy viva y muy largamente un período de guerra civil»–, sino hablando de ella en presente antes de su estallido. Sólo el triunfo de una plena justicia social, afirmó en mayo de 1936, hará posible «que cese la guerra civil». Días antes de producirse la sublevación militar, Prieto se refería ya a «la guerra civil que vive España». Largo Caballero y los suyos fueron, si cabe, más explícitos, sobre todo a partir de la Revolución de Octubre, interpretada por Araquistáin como el comienzo de una guerra civil al estilo de las guerras carlistas del siglo XIX. «Aquellas ‒afirma en octubre de 1934‒ fueron luchas sangrientas de unas oligarquías contra otras; esta de ahora es la guerra del proletariado contra las oligarquías». Lo había dicho ya su jefe de filas, Largo Caballero, en la campaña electoral de 1933: «Estamos en plena guerra civil, lo que pasa es que esta guerra no ha tomado aún los caracteres cruentos que, por fortuna o desgracia, tendrá inexorablemente que tomar». Parece, pues, que las «visiones fatalistas de la historia republicana» que el autor achaca a unos cuantos historiadores descarriados eran frecuentes ya en la época, sobre todo entre los dirigentes de la izquierda, como el propio Indalecio Prieto, que en noviembre de 1933 vislumbró «un choque trágico cuyo final habrá de marcar ya decisivamente y por mucho tiempo el rumbo político de España». La frase, reproducida por el autor, es un rotundo desmentido a lo que él mismo declara en la introducción.
Pese a algunas incongruencias entre lo que afirma y lo que demuestra, Luis Sala ofrece en este Indalecio Prieto valores muy estimables como historiador, desde su profundo conocimiento de aquella época hasta su capacidad para aportar nueva luz sobre el personaje y reconstruir su peripecia política con una escritura ágil y rigurosa, especialmente necesaria en el género biográfico. No se trata –ya se ha dicho– de la biografía que el personaje requiere, desde el principio hasta el final de su vida, pero esta certera aproximación a una etapa crucial de su carrera política hace pensar que, si el autor se lo propusiera, podría ser el gran biógrafo de Indalecio Prieto que aún estamos esperando.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt.