martes, 18 de abril de 2023

De lo que nunca sabremos del todo

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del divulgador científico Javier Sampedro, va de lo que nunca sabremos del todo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
harendt.blogspot.com








Nunca lo sabremos todo
JAVIER SAMPEDRO
13 ABR 2023 - El País
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Los buscadores nos están dejando sin héroes ni villanos a los que atribuir las citas eruditas. Se te ocurre mirar Google y de pronto resulta que ni el teorema de Pitágoras era de Pitágoras, ni los cinco sólidos platónicos fueron descubiertos por Platón, ni Ockham tuvo jamás una navaja. No es que esto importe mucho, puesto que una historia mal atribuida o planamente falsa mantiene intacto su valor didáctico, aun cuando no haya ocurrido nunca. Una de estas leyendas cuenta que el físico británico William Thomson, más conocido como lord Kelvin, proclamó en 1900 que los grandes principios de la ciencia ya habían sido descubiertos y que solo quedaba precisar el sexto decimal de los cálculos. Kelvin nunca dijo eso, por supuesto, pero la cita se atribuye ahora a su colega Albert Michelson, lo que en realidad es todavía mejor, como verás si tienes un poco de paciencia.
El caso es que la frase que nunca dijo Kelvin se cita a menudo —yo mismo lo he hecho— para ilustrar el error garrafal de creer que el conocimiento ha llegado a su culminación. Ya lo sabemos todo, parece decirnos el falso Kelvin, abandonad toda esperanza de seguir investigando, la ciencia morirá conmigo. Pero el falso Kelvin ni había cerrado la boca cuando, entre 1900 y 1905, Max Planck y Albert Einstein descubrieron la mecánica cuántica y la relatividad, que son los dos cimientos de la física actual. Y lo cierto es que este cuento moral funciona con Michelson mucho mejor que con Kelvin, porque fueron justo los experimentos de Michelson y su colega Edward Morley los que indicaron que la velocidad de la luz es una constante fundamental de la naturaleza y pusieron en marcha la revolución de Einstein. La moraleja de la parábola sigue siendo la misma en cualquier caso: que nunca lo sabremos todo.
Muchos lectores habrán visto las imágenes espectaculares que ha obtenido el telescopio espacial James Webb (JWST en sus siglas en inglés) en sus primeros meses de trabajo. Este artefacto, un heredero muy aventajado del Hubble, ha sido diseñado a la Kelvin, con una sincera vocación de alcanzar el mismísimo confín del universo observable, que es tanto como decir el origen de todo lo que existe. Las estrellas y galaxias que ve el JWST están tan lejos que su luz ha tenido que viajar más de 10.000 millones de años para llegar a nosotros, y eso es una cifra cercana a la edad del universo (13.770 millones de años). Las primeras galaxias de aquel cosmos recién nacido están al alcance de este prodigio de la ingeniería, y los astrofísicos esperaban que tuvieran características juveniles, inmaduras, distintas de las actuales.
Pero no parece ser así. Allí lejos —o en aquellos tiempos remotos, que es lo mismo— hay muchas más galaxias de las que predicen los modelos evolutivos del cosmos, y son mucho más grandes y brillantes de lo que habíamos imaginado. Como no podemos tirar las galaxias, habrá que tirar los modelos. Si algún moderno Kelvin esperaba que el JWST fuera el último y definitivo telescopio espacial, ha vuelto a meter la pata.
Cuando oigo a un economista proclamar que nuestra actual estructura de mercado es la definitiva, me entra un ataque de risa.


























[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Por qué leemos a los clásicos? [Publicada el 25/10/2016]











A mi amiga Jesús

Tengo una entrañable amiga de toda la vida a la que le gusta citar una frase de Borges que dice que su idea del Paraíso es una gran biblioteca... No es una mala metáfora. Ayer lunes, 24 de octubre, fue el Día Mundial de las Bibliotecas. Con unas horas de retraso me sumo al homenaje que se merecen esas instituciones que guardan desde las generaciones pasadas, para las presentes y las futuras, lo más hermoso que el hombre ha creado nunca: la posibilidad de enseñarnos y acceder para conocimiento y disfrute de otros hombres, a su saber, su historia, sus experiencias, sus esperanzas, sus fracasos y sus sueños. Y eso son los libros y las bibliotecas donde se guardan. A Jesús, y a ellas, las bibliotecas, les dedico esta entrada de hoy, y muy especialmente a la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas de Gran Canaria.
¿Por qué los clásicos -ya sea en literatura, pensamiento, arte, ciencia, música- son clásicos? ¿Qué es lo que hace que pervivan en el tiempo? El escritor y catedrático de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, Rafael Argullol, se lo preguntaba en un famoso artículo que escribió hace unos años: Guadianas literarios, intentando explicar por qué determinadas obras parecen encajar en ciertos periodos y, en cambio, caen en el olvido en otros. Y citaba como ejemplo la resurrección actual de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, o los Ensayos, de Montaigne, o el ostracismo, momentáneo, de Marcel Proust o James Joyce. La respuesta que daba es que todas las grandes creaciones del arte y del pensamiento poseen la virtud de dirigirse, no sólo a su presente, sino a las épocas futuras. Las obras maestras -dice- son aquellas que siempre están en condiciones de hablar, pero para que se hagan escuchar, los oídos de una determinada época deben prestar atención, concluía.
El escritor argentino Jorge Luis Borges, decía que un clásico es un libro que las generaciones de los hombres, urgidos por diversas razones, leen con previo fervor y una misteriosa lealtad. Y añadía, como colofón, que los clásicos deben ser siempre la base de nuestra cultura a través de los tiempos.
El también profesor, escritor y controvertido crítico literario Harold Bloom, sin discusión, el más reconocido y prestigioso del mundo, dice en su libro ¿Dónde se encuentra la sabiduría? (Santillana, 2005, Madrid) que leemos y reflexionamos porque tenemos hambre y sed de sabiduría; que la mente siempre retorna a su necesidad de belleza, verdad y discernimiento. Y hablando de lo fundamental en un libro, añade: A lo que leo y enseño, añade, solo le aplico tres criterios: esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría.
No es extraño, pues, que muchos se hayan planteado la existencia de un "Canon" de obras maestras literarias, musicales o artísticas, cuyo conocimiento determina una excelencia educativa y el desarrollo de la alta cultura. Es el llamado "Canon Occidental", que aunque está claro nunca será uniforme, ha llegado -no sin críticas- a un cierto grado de consenso. Por ejemplo, en las listas de los denominados "Harvard Classics", "Great Books", "Greats Books of the Western World", la lista de lecturas del "St. John's College", el "Core Curriculum del Columbia College", o el propio canon elaborado y propuesto por Harold Bloom en su libro El canon occidental: la escuela y los libros de todas las épocas (Anagrama, 2005, Barcelona), cuya lectura les recomiendo.
En el verano de 2003, en una de esas exploraciones al azar por las estanterías de una buena biblioteca o de una buena librería, de las clásicas de siempre, de esas en donde unos metros más allá no podemos comprar verduras o electrodomésticos, que tan buenos resultados da a veces, encontré en la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, un precioso librito del periodista y crítico cinematográfico norteamericano David Denby. Se titulaba Los grandes libros. Mis aventuras con Homero, Rousseau, Woolf y otros autores indiscutibles del mundo occidental (Acento Editorial, 1997, Madrid). Relata en él su vuelta como alumno a la Universidad de Columbia, en Nueva York, para volver a hacer el curso de Historia de la Literatura que había realizado veintitantos años antes en base a las lecturas establecidas como canónicas por la citada universidad (el famoso "Core Curriculum"). Su lectura me produjo un indescriptible placer, al igual que la del citado ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, de Bloom. Me hice una lista de algunos de esos libros para leer, o releer, en el siguiente verano. Anoté con la mejor de las voluntades: El libro de Job y el Eclesiastés del Antiguo Testamento; el Fedón y el Banquete de Platón; el Don Quijote de La Mancha de Miguel de Cervantes; el Hamlet y El rey Lear, de William Shakespeare; los Pensamientos de Pascal, y los Ensayos respectivos de Montaigne y Bacon. Pero como dice el refrán, el infierno está empedrado de buenas intenciones... No pude con el Eclesiastés, ni con Bacon, y se me hizo muy cuesta arriba Pascal. Pero no me arrepiento de haberlo intentado.
Cito nuevamente a Bloom y su ¿Dónde se encuentra la sabiduría?: Sólo Dios es el lector ideal. Leer bien, dice, citando a san Agustín, significa absorber la sabiduría de Cristo. Pensamos, continúa diciendo, porque aprendemos a recordar nuestras lecturas de lo mejor que hay disponible en cada época. San Agustín, termina diciendo, fue el primero que nos dijo que el libro podía alimentar el pensamiento, la memoria y la vida de la mente. La sola lectura no nos salvará ni nos hará sabios, pero sin ella nos hundiremos en la muerte en vida de este versión simplificada de la realidad que el mundo pretende imponernos.
Carlos García Gual, catedrático de Filología Griega en la Complutense, que fue profesor mío en la UNED, trata de nuevo este asunto de por qué tenemos que leer a los clásicos hace unos días en El País en un artículo titulado Los clásicos nos hacen críticosLas grandes obras, dice, nos ayudan a entender aspectos esenciales de la condición humana: su mensaje se reinterpreta con los años, abre nuevos horizontes y moldea a personas más críticas e imaginativas. 
Como señala Alfonso Berardinelli, dice al comienzo de su artículo, los libros que calificamos de “clásicos” no fueron escritos para ser estudiados y venerados, sino ante todo para ser leídos (Leer es un riesgo. Madrid, Círculo de Tiza, 2016). El renovado y largo fervor de sus lectores ha dado prestigio a algunos libros que se mantienen vivos a lo largo de siglos. Acaso por eso hay quien cree que esos escritos de otros tiempos no son de fácil acceso, son inactuales y se han acartonado por la distancia y están mantenidos por una retórica académica. Contra tan vulgar prejuicio me parece excelente el consejo de Berardinelli: “Quien lea un clásico debería ser tan ingenuo y presuntuoso como para pensar que ese libro fue escrito precisamente para él, para que se decidiese a leerlo”. Sin más, cada clásico invita a un diálogo directo, porque sus palabras no se han embotado con el tiempo, y pueden resultar tan atractivos hoy como cuando se escribieron, para quien se arriesga a viajar sobre el tiempo con su lectura.
Leer un clásico, añade más adelante, no presenta mayor riesgo que la lectura de algo actual de cierto nivel literario. Es decir, exige una vivaz atención, y tal vez cierta lentitud, para llegar a captar con precisión lo que nos dice por encima de los ecos de su trasfondo de época. Más allá de las convenciones de estilo, lo que caracteriza a un libro clásico es el hecho de que pervive porque fue interesante y emotivo y capaz de sugerir apasionadas lecturas al lector de cualquier época. Classicus quería decir en su origen “con clase” o “de primera clase”, según los mandarines de la crítica; pero los grandes clásicos no requieren lectores muy selectos ni con título especial, sino inteligentes y despiertos, porque versan sobre aspectos esenciales de la condición humana. Un libro clásico es el que puede releerse una y otra vez y siempre parece inquietante y seductor porque nos conmueve y cuestiona, a veces en lo íntimo, y, como escribió Italo Calvino, “siempre tiene algo más que decir”. Por eso se ha salvado del gran enemigo de toda cultura: el abrumador olvido (hablo de los libros, pero vale lo mismo para los clásicos de la música o de otras artes).
Creo que hay dos tipos de clásicos, señala a continuación: los universales (que mantienen su vivaz impacto incluso a través de sus traducciones) y los nacionales (aquellos cuyo prestigio va ligado a la frescura y belleza de su lengua original). Así, Cervantes, Shakespeare y Tolstói resultan del primer grupo; y Góngora y Ronsard, más bien del segundo. Es evidente que la lista canónica puede variar según épocas. Solo los clásicos más indiscutibles han sobrevivido a las varias fluctuaciones de la cotización crítica. Virgilio y Horacio permanecen, mientras que Estacio ha desaparecido desde fines de la Edad Media, y el fabulista Esopo, ya en el siglo XX. Los clásicos más antiguos de Occidente son los griegos, que ya los romanos leían como tales y modélicos.
Y en su pervivencia, sigue diciéndonos, los clásicos no viven momificados, sino que renuevan su mensaje. Porque la interpretación no está fijada, sino varía según las lecturas en una tradición que no sólo los conserva, sino que los reinterpreta. No leemos El Quijote como los lectores del XVII. La tradición literaria posterior puede modificar nuestra percepción de los temas y personajes descubriendo perspectivas diversas. Incluso cada lector puede matizar su reinterpretación. Después de leer a Kafka advertimos rasgos prekafkianos en autores antiguos. (Eso sucede también con los héroes míticos. La tradición renueva máscaras sobre figuras literarias; como sucede con Prometeo, Edipo, o Fausto y Don Juan, por ejemplo).
Por otra parte, continúa el profesor García Gual, también los logros de los estudios históricos nos hacen comprender mejor un texto, al descubrir nuevos aspectos de su contexto y su formación. Pensemos, por dar sólo un ejemplo destacado, en todo lo que sabemos hoy del mundo que evocan y el contexto en que surgieron los poemas homéricos, es decir, sobre la Ilíada y la Odisea. Ahora conocemos la época en que se forjaron esos cantares y el modo de componerlos mucho más que lo que sabían los eruditos de hace siglo y medio, y mucho más de lo que pensaban al respecto Platón y los filólogos de Alejandría. Nuestro conocimiento ha progresado gracias a tres audaces personajes: Heinrich Schliemann (que descubrió las ruinas de Troya), Milman Parry (que estudió la técnica de la épica oral arcaica) y Michael Ventris (que descifró el silabario micénico B). Ninguno de ellos era un académico ni un filólogo profesional, pero con sus estupendos logros abrieron un nuevo horizonte a nuestra mirada sobre lo homérico. Gracias a los nuevos datos arqueológicos conocemos mejor esa Edad Oscura que, en su nostalgia hacia un pasado más glorioso, dio un impulso decisivo a la épica con el canto y culto de los héroes micénicos.
Y, sin embargo, añade, por encima de todos esos estudios, lo esencial respecto a la pervivencia de Homero sigue siendo la inigualable fuerza narrativa de su poesía. Lo que mantiene nuestra lealtad a la Ilíada y la Odisea como perennes clásicos no es su trasfondo histórico ni el manejo magistral de fórmulas y epítetos de larga tradición oral. Es la magnánima recreación con que un poeta recuenta los mitos heroicos a la vez que da a ese legado mítico una honda perspectiva trágica con figuras inolvidables. Es la sensibilidad del lector la que salva del olvido ese mundo de fascinantes héroes y fabulosos dioses, como hizo a lo largo de tantos siglos y tantas modas.
Hay evidentemente clásicos más fáciles de leer, aclara, es decir, textos en los que el lector entra fácil y queda pronto atrapado por su singular encanto, claro estilo y su fantasía o su emotividad. Por ejemplo, la Odisea, los poemas de Safo, Heródoto, El banquete de Platón o El asno de oro de Apuleyo, por citar sólo autores antiguos. Otros cuestan más, e incluso pueden producir cierto rechazo cuando están mal elegidos o forzados como lecturas obligatorias en edades inoportunas, arduos y difíciles de entender. Sin embargo, lo característico de los clásicos, bien elegidos y enfocados, es que su lectura deja siempre en la memoria un poso, una huella terca en nuestra imaginación, y aguzan nuestra mirada sobre aspectos importantes de la vida.
De todos modos, dice más adelante, hay que reconocer el gran papel que tradicionalmente la escuela asumía en la conservación y difusión de esos libros de largo prestigio. Aún lo conserva, pero de forma mutilada y desalentada. Que la escuela debe enseñar qué significan —para nosotros— los grandes libros, y estimular su lectura con entusiasmo para la formación del gusto y la crítica personal, no lo creen algunos pedagogos ni siquiera los políticos del ramo, poco ilustrados. Esas lecturas tropiezan con muchos obstáculos: planes de enseñanza que reducen la de la literatura a mínimos y profesores con escasa simpatía hacia textos de otras épocas. Muy bien lo analiza Marc Fumaroli en La educación de la libertad (Barcelona, Arcadia, 2007). Por otro lado, nuestros estudiantes, acaso con excepción de los más jóvenes, no frecuentan los libros de muchas páginas, atrapados por mensajes mínimos y raudos en diversas pantallas.
Los clásicos son inactuales, reconoce. Justamente eso es lo más valioso: hablan de cosas que están más allá del presente efímero, y abren otros horizontes y ofrecen ideas sobre el mundo que van mucho más allá de lo actual y cotidiano. Y nos hacen críticos, escépticos y más imaginativos.
Volviendo a algo ya apuntado, concluye, leer a los clásicos debería acaso iniciarse en la escuela, pero es importante releerlos a lo largo de la vida, porque vuelvo a subrayar que siempre podemos entablar o proseguir el diálogo con ellos. Un curioso ejemplo, señala -que yo he citado al comienzo de la entrada- es el de David Denby, que cuenta su personal experiencia en Los grandes libros (Madrid, Acento, 1997). Editor y escritor de éxito, decidió ensayar una curiosa experiencia: volver a los leer a fondo los clásicos. “En 1991, 30 años después de matricularme en la Universidad de Columbia, volví a las aulas, me senté entre los estudiantes de 18 años y leí los mismo libros que ellos. Juntos leímos a Homero, Platón, Sófocles, Kant, Hegel, Marx y Virginia Woolf. Aquellos libros…”. Me parece un ejemplo digno de imitarse: una aventura de escaso gasto que vale la pena ensayar. No es fácil: en ninguna universidad española hay cursos sobre los libros de esa lista. Pero cada uno puede intentarlo. Los clásicos siguen ahí, aún nos hablan y son de trato amable, dice García Gual. 
Yo lo he intentado, como he comentado ya, con desigual fortuna, pero no pierdo el ánimo y cada poco tiempo, vuelvo a los clásicos como el que vuelve a un lugar conocido, que ama, y que considera su hogar. 
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












lunes, 17 de abril de 2023

De la vida real

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del periodista José Luis Sastre, va de la vida real. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
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Si esto es vida, ¿qué es lo otro?
JOSÉ LUIS SASTRE
12 ABR 2023 - El Paísharendt.blogspot.com

A veces es por las buenas, cuando caes en que no te dará para leer los libros que querías leer y ver las películas que tenías que ver. Otras es por las malas, y no te queda más remedio que vivir distinto. Pero la vida te brinda ocasiones para que abras los ojos, y las sirve en momentos: a veces basta con un par de días y un viaje corto para recordarte que ya te dijiste en el último verano que ibas a apreciar los detalles que no apreciabas, como si la vida que tú vives la llevaran un poco los demás. Basta entonces con un par de días sin rutina, de paseo largo y de horas sin tiempo, basta con el mar o con la brisa para que, si has sabido rodearte bien, alguien suelte la frase justa: esto es vida, dirán. Todos os pondréis de acuerdo enseguida en que aquello tan sencillo y tan real es la vida, sin duda. Pero te asaltará sin remedio la pregunta: si eso es vida, ¿qué es lo otro?
Lo otro es lo que hace falta, del trabajo a las obligaciones. Lo otro será lo que nos definirá y por lo que nos recordarán o criticarán. Lo otro es lo que nos pone los pies en el suelo, porque no ocurre cada semana que puedas coger un avión y marcharte a una orilla, ni meter los pies en el agua, todavía fría, ni mirar al cielo y discutir si aquella es la osa menor o mayor, ni ponerte a jugar con el móvil para averiguar si aquel destello es de un faro o de otro, de un pueblo o de otro. Eso se da pocas veces, porque el trabajo nos exige; nos exigen el banco y los compromisos, y la vocación y las expectativas que nosotros mismos nos pusimos. Y el qué dirán, por supuesto. Raro será que no hayamos tenido algún día el arrebato de agarrar la mochila y echarlo todo a rodar: lo otro son todas las razones que nos lo impidieron. Lo otro era la vida también.
Las temperaturas y el cambio de hora, con sus atardeceres tardíos, anuncian que vendrán la hamaca y la piscina, que falta menos para la siesta y los helados y que, con suerte, el azar o la voluntad nos pondrán con una copa de vino entre buena gente que, llegada la situación, dejarán ir la frase, epifanía de cualquier sobremesa de las que valen la pena: esto es vida, dirán. Y es ahora, antes de que pensemos en que las cosas las podríamos organizar de otra manera y que en realidad no todo tiene el peso que le damos, cuando conviene aprender a mirar el año con ojos de sol y salitre, en el intento de que el verano sea también una actitud.
El verano puede ser una cena de improviso aunque haga frío, un rato de lectura o de no hacer nada. Un rato de escape, sin sentirse culpable ni obligado, ni observado ni juzgado, que son los nuevos estados de la materia. Que vayas a cambiar de década por tu cumpleaños y te importe distinto: el verano es que hayas aprendido a guardar un poco de él en el fondo de lo otro, que la vida son ratos. “En mitad del invierno aprendía por fin que había en mí un verano invencible”. Todo estaba en Albert Camus, claro. Como siempre y por supuesto.



























[ARCHIVO DEL BLOG] Erotismo y amor (II). [Publicada el 04/11/2009]












"Hacer el amor ya no es un arte. Es un deporte sin riesgo, como correr en la cinta del gimnasio o pedalear en la bicicleta estática". Impactante frase con la que el escritor peruano-español Mario Vargas Llosa abría y cerraba su artículo "La desaparición del erotismo" (El País, 01/11/09), comentando la exposición "Las lágrimas de Eros" que el 20 de octubre abrieron en Madrid el Museo Thyssen y la Fundación Caja Madrid.
También yo, que no he visto la exposición aún, escribí en mi blog sobre ella el pasado 5 de octubre glosando el comentario sobre la misma de mi admirado profesor Emilio Lledó ("El Eros de Diotima", El País, 05/10/09) y metiendo en el mismo saco a "El Banquete" de Platón y la "Teoría de los sentimientos" de Carlos Castilla del Pino.
El artículo de Mario Vargas Llosa, aunque también comenta, lógicamente, la exposición del Thyssen, va por otro camino y se centra en reflejar la distancia que ha cubierto el ser humano entre el acoplamiento meramente carnal del inicio de los tiempos y la humanización creciente del placer sexual hasta convertir a éste, gracias al erotismo, en un acontecimiento civilizador.
No se que pinturas o esculturas están en la exposición, pero me resultaría extraño no encontrar en ella algunas de las obras que constituyen para mi el Olimpo de la sensualidad y el erotismo. Por citar sólo tres, que conozco personalmente y que cito sin orden de preferencia: el "Adán y Eva", de Alberto Durero (Museo del Prado, Madrid), "El beso", de Auguste Rodin (Museo Rodin, París), y "El origen del mundo", de Gustave Courbet (Museo de Orsay, París).
Hace unos días me comentaba una amiga un estudio aparecido en una publicación académica en el que se manifestaba la diferente percepción y manifestación del erotismo en hombres y mujeres. Al parecer, en el hombre es predominantemente visual, mientras que en la mujer lo es, sobre todo, auditiva. Dicho más sencillamente, a los hombres les gusta "ver", a las mujeres "oír". Yo no se a ustedes, pero a mi una película porno me deja frío, mientras que una buena lectura erótica me "emociona". Supongo que en el fondo es, simplemente, cuestión de "buen gusto", aunque sobre ésto, sobre gustos, no haya nada escrito...
Espero que disfruten del artículo de Vargas Llosa. Y de "Las lágrimas de Eros", si pueden verla. Y sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. (HArendt)












domingo, 16 de abril de 2023

De la nueva censura







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor y Premio Cervantes Sergio Ramírez, va de la nueva censura. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.










La nueva edad de la fe
SERGIO RAMÍREZ
11 ABR 2023 - El País
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En Opresión y resistencia, sus escritos contra el totalitarismo, George Orwell previene contra las distopías que se incuban en el mundo moderno, entre ellas lo que llama “la edad de la fe”, que sobreviene cuando se pretende el control moral de las expresiones libres, la primera de ellas la creación literaria. Para que la edad de la fe se establezca no hace falta vivir en un país totalitario; es suficiente que “vastas esferas de la imaginación se vean afectadas por las creencias oficiales”, o que estas sean decretadas por sectores de la sociedad capaces de ejercer control intelectual.
Orwell previno contra el pensamiento único basado en premisas políticas, pero no alcanzó a adivinar que en el siglo XXI “la edad de la fe” estaría determinada por el puritanismo, que en Estados Unidos rige la conducta social y vigila celosamente la ortodoxia de las expresiones culturales.
Esto ha sido así a lo largo de su historia, desde la llegada de los pilgrims a las costas de Nueva Inglaterra, como nos lo enseña Nathaniel Hawthorne en La letra escarlata; pero hoy el puritanismo vive un periodo de resurrección, y guía la nueva edad de la fe, bajo la amenaza de volverse global. Y va desde la censura y la supresión, hasta la prohibición y la cancelación. Una renovada fe, intransigente y cerrada, que alcanza tanto a la derecha como a la izquierda.
Si Orwell prevenía de que el orden totalitario pretende la reescritura del pasado, en esta nueva edad de la fe se pretende la reescritura tanto de la realidad, como de la imaginación. Y como hay que reescribir los libros que ofenden determinadas sensibilidades, no importa la antigüedad de su publicación, esto implica también reescribir el pasado. Es lo que la filósofa Rosa María Rodríguez Magda llama “la blanda sensibilidad indignada…: no se pretende modificar la realidad, sino inventarla, corregirla también retrospectivamente, y forzar el asentimiento público y legal de esa depuración: la nueva normalidad como psicosis colectiva de la corrección política”.
Desde hace muchos años se ejerce en el llamado cinturón bíblico en Estados Unidos un férreo control de la lectura en las bibliotecas públicas y escolares, con una conspicua lista de libros prohibidos que incluye a William Faulkner y a Toni Morrison, entre otros, y donde no puede leerse nada que desafíe la tesis creacionista, con lo que Darwin viene a ser un engendro del demonio. En el Estado de Florida, las juntas escolares asumen la potestad de vigilar que no entre en las aulas ningún libro “de naturaleza explícita que enseñe a los niños sobre orientación sexual y la identidad de género”,
Pero la pureza moral viene a ser abonada desde el otro lado del espectro, con el surgimiento de la cultura woke, que forma parte también de la edad de la fe. Desde esta perspectiva se demanda la modificación de las obras literarias para que sean adaptadas a “las sensibilidades políticamente correctas”. Ni Roald Dahl, ni Agatha Christie, ni Ian Fleming, con los que se ha empezado, pueden alegar nada en contra de la implacable censura de sus obras desde el silencio de sus tumbas. Para esta tarea las editoriales se asesoran de un “comité de lectores sensibles”; o sea, un santo tribunal de la Inquisición.
Toda referencia, palabra o frase que evoque el colonialismo, el racismo, el machismo, la misoginia, debe ser suprimida, alterada o cambiada por expresiones neutras o benévolas. La escritura sin mancha ni suciedad, lavada con detergente y bien aplanchada. Un mundo insulso de personajes inocentes, despojados de la gracia de la culpa.
Está bien, se dirá, son autores que no encarnan la verdadera literatura, autores de consumo masivo, James Bond, el intrascendente inspector Poirot. ¿Qué más da? Pues ojo que en un colegio de secundaria en Manhattan fue cancelada no hace mucho una representación de El mercader de Venecia, “debido al carácter antisemita” de la obra. De un lado, Shakespeare por antisemita en Manhattan; del otro, Dickens, en el sur profundo, porque sus novelas resultan “perturbadoras” por su descarnada exposición del delito incubado en la miseria.
Si ya se empezó con sacar del escenario El mercader de Venecia, pronto llegaremos a ver Macbeth y El rey Lear depuradas para librarlas de toda alusión capaz de indignar a las blandas sensibilidades. Y corregir a Shakespeare será corregir el pasado, hacer potable la época isabelina para tranquilidad de las buenas conciencias.
Y detrás vendrá Rabelais para convertir a Gargantúa y Pantagruel en personajes comedidos. Y no se librará tampoco Cervantes. El lápiz rojo caerá implacable sobre la escena en que don Quijote queda haciendo penitencia cabeza abajo, con las nalgas al aire, que no está bien enseñar las partes pudendas del cuerpo; y las tantas veces que Sancho dice hideputa, borradas también, y condenado el mismo Sancho por antisemita, ¿pues, no dice: “y cuando otra cosa no tuviese sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree la santa Iglesia Católica Romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí y tratarme bien en sus escritos?”. El Gran Hermano te vigila.
 




















 

[ARCHIVO DEL BLOG] Erotismo y amor (I). [Publicada el 5 de octubre de 2009]










Sólo en el sentido más clásico del termino me atrevería a auto-calificarme como "filósofo", o lo que es lo mismo, como "amante de la sabiduría"; en mi caso, mero e incompetente admirador y aprendiz de ella. Supongo que algo influirá también mi paso por la UNED, mi "alma mater", cuyo bello lema, sacado del Libro de la Sabiduría (7, 24) dice, de la Sabiduría, que es lo que más mueve entre todas las cosas que se mueven (Omnibvs mobilibvs mobilior sapientia).
De mi incompetencia dan cuenta los sudores y escalofríos que me provoca enfrentarme para su comentario con un texto como el que ayer domingo [El Eros de Diotima. El País Semanal, 4/10/2009] y como colofón de un reportaje firmado por Julia Luzán sobre la exposición "Las lágrimas de Eros" que el Museo Thysen-Bornemisza y la Fundación Caja Madrid abren el próximo día 20 de octubre, publicaba en ese mismo número de la revista mi admirado maestro, el profesor y académico don Emilio Lledó.
Los textos de Lledó y Luzán, que pueden leer más arriba, me ha hecho recordar ese maravilloso diálogo, "El banquete" (Tecnos, Madrid, 1998), que Platón escribiera a finales del siglo V a.C. en Atenas, en el que una sacerdotisa llamada Diotima, que en el diálogo aparece como mentora y maestra del propio Sócrates, discurre con varios personajes masculinos sobre la naturaleza profunda del sentimiento amoroso.
Como dice el profesor Lledó, la verdad es que no importa mucho si el personaje de Diotima tuvo existencia real o fue un invento de Platón. Lo importante es que por primera y única vez un personaje femenino roba todo el protagonismo del diálogo a quien siempre ha sido el centro de atención de todos los platónicos, el propio Sócrates.
Llevado de mi "pasión", re-leo, o más bien re-exploro, "El banquete" platónico, pero también una obra capital, "Teoría de los sentimientos" (Tusquets, Barcelona, 2001), del admirado psiquiatra, profesor y también académico, Carlos Castilla del Pino, y su discurso ante la Real Academia titulado "Arquitectura de la vida humana" (Espasa-Calpe, Madrid, 2006), con motivo del Día de la Fundación Pro-Real Academia Española de ese año. Todo ello con el objeto de enmarcar una digresión adecuada a la importancia de lo comentado.
Al final, desisto, abrumado por mi propio sentimiento de incapacidad para enfrentarme a tal desafío. ¿Quién soy yo para glosar la función salvífica del amor que con tanta belleza expone Platón o analizan Lledó y Castilla del Pino, uno desde la filosofía y otro desde la psiquiatría?... Mejor lean el artículo y atrévanse con "El banquete". Seguro que disfrutan de ambos. HArendt